Los Ángeles, 20 de febrero de 2006
Eran las ocho de la mañana, hora de Los Ángeles, cuando Liam dejaba atrás la valla que abría el camino hacia su residencia californiana. Mario se encargó de su equipaje mientras Clyde, que había vuelto dos días antes que él, salía a su encuentro para darle la bienvenida.
Liam entró por el jardín. El día estaba completamente despejado. El mundillo hollywoodiense estaría radiante de felicidad ante la perspectiva de lucir en pleno apogeo sus mejores galas. Los salones de belleza, peluquerías y todo tipo de negocios y comercios de la ciudad estarían, una vez más, frotándose las manos ante el espectacular incremento de ganancias que lograrían acumular en las próximas horas.
—Tienes visita —le anunció Clyde.
Liam le puso mala cara mientras recorría el caminito de adoquines que rodeaba la zona de hamacas cercana a la piscina. Entró por una de las puertas correderas que daban a uno de los salones.
—Por Dios, Clyde, te dejé bien claro que necesitaba… —No le dio tiempo a terminar la frase. Su padre y su hermana Jane se levantaban del sofá en el instante mismo en el que él entraba.
—Pero ¿qué significa…? —Liam no daba crédito. Se fue hacia ambos para darles un abrazo.
—Decidimos que no podíamos dejarte solo —le dijo Jane visiblemente emocionada—. A Keith no le importó quedarse con los niños.
—Tu madre no me habría perdonado que no hubiera estado contigo en un momento como éste —le dijo su padre mirándolo a él y después a Clyde—. Él se ha encargado de todo.
Liam dirigió su mirada hacia Clyde.
—¿Es eso cierto? ¿Lo sabías y no me habías dicho nada?
—¿Por qué te crees que me volví de Nueva York dos días antes?
—Eres un maldito…
—… capullo, ya lo sé, pero es lo menos que podía hacer —añadió Clyde en tono relajado a pesar de que Liam advirtió que en aquella estancia se percibía de todo menos relax—. No te preocupes con el tema de la ropa —continuó Clyde—. Tu padre tiene un Armani esperándole en su dormitorio. Jane podrá elegir entre Ellie Saab, Givenchy y Valentino. Naturalmente, va todo cargado a tu cuenta.
Liam tuvo que sonreír. Era la primera sonrisa que se dibujaba en su rostro desde hacía más de un mes. De nuevo acogió a su hermana entre sus brazos ante el rostro feliz de su padre.
—Os dejo solos —anunció Clyde—. Descansad porque os espera una noche muy larga.
Liam se separó del abrazo de su hermana para acercarse al hombre que llevaba más de una década soportando los vaivenes de su carrera y de su vida personal.
—No sé cómo pagarte esto, Clyde.
—No te preocupes, está más que incluido en el sueldo —dijo ofreciendo una sonrisa sincera aunque apagada una vez más por el sentimiento de culpa que lo había vuelto a dominar desde hacía algunas semanas.
Liam reparó en el rostro serio de su padre mientras miraba a Clyde y se preguntó a qué se debía aquello.
—De todas formas, gracias.
—No las merece, Liam. Me marcho para atender algunos asuntos pendientes. Me uniré a vosotros dentro de unas horas.
Clyde desapareció de la estancia. Se dirigió hacia la parte delantera de Scottish Green para meterse en su Mercedes último modelo. Fijó su mirada en la carpeta amarillenta que reposaba sobre el asiento del copiloto. Era el informe sobre Amy MacLeod que Liam le había solicitado. No había tenido necesidad de delegar ese encargo en nadie por una sencilla razón. Había seguido de cerca toda la vida de Amy desde el mismo día en que había visto actuar a Liam interpretando el papel principal en La verdad sobre Peter.
El nombre de Liam Wallace había llegado a sus oídos trece años atrás. Por aquel entonces Clyde trabajaba como periodista para la cadena NBC en Londres. Si bien su especialidad era el periodismo económico, llegó a hacerse más famoso por sus esporádicas críticas cinematográficas realizadas en la revista Time y por sus contactos con actores noveles a los que trataba de llevar al estrellato.
La primera vez que supo de su existencia se debió a un breve artículo publicado en el periódico The Guardian alabando su magnífica interpretación en la obra El vecino de al lado. Consultó por aquellas fechas docenas de publicaciones escocesas locales para reafirmarse en que todas las críticas eran unánimes. Liam Wallace era sencillamente prodigioso y todos los que escribían sobre él lamentaban que estuviera perdiendo su tiempo como abogado en vez de mostrar al mundo aquel talento innato. Eso traducido a su idioma significaba que Liam Wallace podía convertirse en una mina de oro para él.
Tardó en contactar con él varios meses, concretamente a principios de 1995, el año en que Liam abandonó su despacho de Edimburgo para iniciar su gran aventura americana al lado del amor de su vida, Amy MacLeod.
El mismo día del estreno de aquella obra de teatro pudo observarla en el Traverse Café Bar junto a Liam. Era más que evidente que el chico bebía los vientos por ella lo cual era normal. Amy, además de preciosa, de mirada dulce y exótica, era sin duda una joven realmente interesante y no pasaba desapercibida.
Conoció a Amy personalmente cuando Liam se trasladó a San Francisco para vivir con ella. Al principio Liam se mostraba emocionado y agradecido de que Clyde se hubiera interesado por él. Aceptaba encantado todos los tipos de castings a los que le obligaba a asistir; la mayoría de ellos sin ningún resultado y algunos para conseguir pequeños papeles para alguna serie televisiva.
Cuando transcurridos varios meses, las audiciones eran en ciudades como Nueva York o Los Ángeles y Liam se veía obligado a pasar semanas enteras lejos de Amy, empezaron los problemas. Había conseguido un excelente puesto en una entidad bancaria y había empezado a perder el interés en actuar. Pareció acomodarse a la monotonía de su vida de trabajador de nueve a cinco. Era feliz con el sólo hecho de llegar a casa y prepararle la cena a Amy aquellos días que se entretenía más de la cuenta en el bufete. No necesitaba nada más en la vida. Amy era el talón de Aquiles de Liam. Aquella ambición de convertirse en actor parecía desvanecerse sin que Clyde pudiera hacer nada para remediarlo.
Pero al final hizo algo. Algo que había convertido a Liam en el más aclamado actor de las últimas décadas y a él en uno de los hombres más ricos y poderosos de la industria del cine. Pero todo tenía un precio y en este caso Amy MacLeod había sido la primera en pagarlo. Después, obviamente, a lo largo de los años, Liam también había pagado el suyo. Ahora era su turno. Era el turno de Clyde Fraser.
Vivió durante años con aquel sentimiento de culpa. Quería a Liam como a un hermano y lo que le había hecho sabía que jamás se lo perdonaría. Cada vez que Liam iniciaba una relación rogaba para que aquélla fuera la definitiva, pero eso nunca llegó a suceder. Aunque él jamás había vuelto a hacer mención de Amy desde aquel fatídico día, Clyde sabía que Liam no había logrado arrancarla de su corazón, a pesar del tiempo transcurrido. Por eso estuvo a su lado en los momentos que más lo necesitó. Pero sabía que nada de eso serviría cuando supiera que él había sido el causante de que Amy desapareciera de su vida.
Sabía que se había comportado como un miserable mezquino. Había sido el responsable de destrozar las vidas de dos seres humanos que juntos habrían escrito las mejores páginas de la historia del cine. Pero no había sido lo suficientemente inteligente para verlo cuando lo tenía delante de sus ojos. Sabía que había llegado el momento de la verdad, pero tenía que acumular aún el valor suficiente para comunicarle a Liam todo lo que sabía. No se sentía con fuerzas para hacerlo y menos aún en un día como aquél.
Su final había llegado. Durante todos aquellos años, sin él saberlo, había estado cavando su propia tumba. Tendría que esperar. Sabía que Liam no se lo perdonaría, pero tendría que esperar.
Después de haber telefoneado de nuevo a su madre cuando en San Francisco eran todavía las diez de la mañana, Amy se unió a la vorágine típica de aquel día. Echó una mano en la cocina preparando algunos dulces y, con ayuda de Liam, acomodó el gran salón de manera que pudieran sentarse a las dos enormes mesas unidas nada más y nada menos que quince comensales.
En esta ocasión Douglas no venía a cenar ya que lo hacía con su familia. Maggie, la novia de Keith por aquellas fechas, sí acudiría a celebrar la Nochebuena con ellos. Los siete invitados restantes eran Malcolm y Terry con sus dos hijos así como Rose, Giles y Beth. Malcolm y Terry eran hermanos de Katherine. Beth era la prima soltera fotógrafa de James.
Entre la copiosa cena, las risas, el buen vino, los brindis con champán y las últimas copas del fabuloso whisky de la región, Amy admitió que era imposible seguir el ritmo marcado por catorce escoceses hambrientos y sedientos. Logró aprender en poco tiempo algunas letras de canciones populares y las cantó con la bravura y empuje típicos del lugar. Liam se fue durante unos minutos para después reaparecer disfrazado con su kilt, gorro de plumas, escarcela y el feileadhmor, la tela de cuadros llevada en bandolera sobre el hombro y la cintura. Era la primera vez que lo veía vestido con el atuendo nacional. Era increíble lo bien que podía sentar una falda a un escocés con una talla como la suya. Estaba realmente atractivo y no pudo evitar desviar sus ojos hacia aquella parte de sus piernas que quedaban a la vista porque sus calcetines de lana se habían bajado. Fue de nuevo a por su cámara para inmortalizar el momento.
Cuando quiso darse cuenta eran casi las dos de la madrugada. Malcolm y Terry habían sido los primeros en marcharse. Seguidamente lo hicieron Rose y Giles. Keith llevó a casa a Maggie. Finalmente quedaron reunidos frente a la chimenea el resto de comensales agotados, incluida la prima Beth que dormiría allí aquella noche y saldría temprano por la mañana de regreso a Glasgow.
Jane fue la primera en retirarse a su habitación no sin antes dar un abrazo a Amy confesándole que hacía mucho tiempo que no disfrutaba de una Nochebuena como aquella y que todo se lo debía a ella. Amy le correspondió con otro cariñoso apretón confesándole que recordaría aquella noche durante el resto de su vida.
Liam que estaba sentado a su lado aún con el kilt puesto, la miró con ojos perezosos.
—Si estás cansada nos podemos ir a dormir ya —le susurró por lo bajo mientras Beth seguía inmersa en la conversación con sus padres.
Amy, que estaba prácticamente recostada sobre Liam, se reincorporó al oír aquellas palabras y vio como Katherine les dirigía a ambos una mirada pícara. Sabía que su hijo luchaba en vano por quedarse a solas con Amy durante muchas horas al día. Katherine prefería no hacer preguntas y dejar que las cosas siguieran su curso. Lo que sí tenía claro es que su hijo había traído a Amy a Callander con un solo objetivo. Y por el momento todo parecía ir sobre ruedas. Mantenía la esperanza de que no se precipitara y metiera la pata demasiado pronto. Lo que ignoraba es que en breves momentos estaría a punto de hacerlo.
—Encárgate de llevártelo arriba y que no baje a fisgonear en el árbol hasta mañana —añadió Katherine con una amplia sonrisa.
Amy se levantó y tiró de él.
—Ya has oído a tu madre —le dijo tendiéndole la mano. Él se hizo el remolón y finalmente la tomó entre la suya para levantarse. Los dos desaparecieron del salón dando las buenas noches.
Cuando subieron el segundo tramo de escalera Liam tiró de ella de nuevo cogiéndole la mano. Cuando llegaron hasta la puerta de su habitación creyó que Amy se la soltaría para despedirse, pero no fue así.
—Ven, quiero enseñarte algo.
Liam la siguió. Contempló cómo sacaba del cajón del escritorio una funda de plástico transparente con algunos folios escritos y se lo entregaba.
—Son los primeros retazos de un guion —le dijo.
—¿Cuándo has empezado a escribirlo? —preguntó Liam sorprendido.
—Al día siguiente de haberte visto actuar en el Traverse. Me he basado un poco en ti para ir perfilando el personaje.
Liam la observó con detenimiento.
—Después de verme actuar en el Traverse… —le dijo— pero… aún no me conocías.
—Pero sabía que lo haría.
Liam no supo cómo interpretar aquellos miles de mensajes que le estaban llegando como centelleantes luces que lo estaban cegando.
—Sólo me he inspirado un poco en ti y en todo lo que estoy viviendo en estos últimos meses. Después la imaginación es la que se encarga de hacer el resto así que si hay algunas cosas que no te gustan quiero que sepas que son pura ficción.
—Vaya —murmuró impresionado—. No sé qué decir.
—No tienes que decir nada. Ya me darás tu opinión cuando le eches un vistazo. Y no olvides que todo es producto de mi imaginación.
Liam levantó la vista de la funda de plástico para fijarla en los ojos de Amy. Hubo un incómodo silencio que él mismo terminó rompiendo.
—¿Sabes que más de una vez he deseado que fueras un producto de mi imaginación?
—¿Y para qué si se puede saber?
Liam permaneció callado durante un brevísimo instante mientras continuaba mirándola fijamente a los ojos.
—Para poder hacer esto —dijo deslizando la palma de su mano sobre su mejilla. Amy no tuvo tiempo de reaccionar. Cerró los ojos con sólo notar el suave roce de sus dedos porque sabía que lo siguiente que notaría sería el roce de sus labios. Y así fue. Entreabrió su boca para recibirlo, pero se detuvo a medio camino y retiró su rostro sintiéndose confusa.
—Lo siento —dijo de repente Liam preso de la vergüenza y el desconcierto.
—No pasa nada.
—Perdóname, no debí… —dijo bajando la vista de nuevo hacia la pila de folios que sostenía en su otra mano—. Creo que será mejor que me vaya. —Se giró en redondo hacía la puerta con la cabeza gacha mientras los pliegues de su kilt se balanceaban.
—Liam por favor, no…
—Buenas noches, Amy —dijo sin echar la vista atrás cerrando la puerta tras él.
Por la mañana se hicieron la entrega de regalos bajo el árbol. Amy le regaló a Katherine un precioso brazalete de plata. Todos estuvieron encantados con los regalos recibidos. Liam fue el último en bajar al salón y a nadie dejó indiferente su actitud apática y desganada. Amy le había regalado un equipo de escritorio para su despacho que aceptó con caballerosidad pero con marcado desinterés. Liam le entregó una preciosa bufanda de cuadros escoceses del clan MacLeod con el fondo amarillo chispeante y el gorro a juego. Amy fue algo más vivaz en su expresión para no empeorar aún más el mal ambiente que estaba provocando con su actitud infantil.
Desayunaron todos juntos en la cocina. Amy advirtió cómo las miradas pasaban de ella a Liam y viceversa entre madre, padre e hijos. Se debían de estar preguntando qué demonios les había pasado a ambos la pasada noche. Katherine habría apostado cien libras a que Liam había cruzado la línea y Amy le había parado los pies.
Liam fue el primero en levantarse para meter su servicio en el lavaplatos. Se disponía a salir de la cocina cuando su padre lo detuvo.
—¿Cuáles son tus planes para hoy?
—Pues darme una ducha e ir a Perth a visitar a Larry y a Pennie.
—Creo que Amy no conoce Perth aún. ¿No la llevas contigo? —preguntó Katherine.
Amy quiso que la tragara la tierra, pero reaccionó rápido.
—Ya iré en otra ocasión, no te preocupes Katherine. Además, Jane y yo hablamos ayer de dar una vuelta por el pueblo, ¿recuerdas?
—Cierto, vamos a dar un paseo por Callander.
Liam se encogió de hombros y se giró de nuevo hacia la puerta.
—Volveré para la cena —dijo.
Keith chocó de bruces con su hermano al entrar en la cocina.
—¿Se puede saber qué mosca le ha picado? —preguntó.
—Ésa es la pregunta del millón —contestó Katherine—. No le hagas mucho caso —dijo mirando a Amy con ternura—. Se le pasará.
—Mamá, ¿te vienes con nosotras? —preguntó Jane mientras Amy le ayudaba a retirar los platos.
—No, os lo agradezco. Supongo que tendréis que hablar de vuestras cosas y yo tengo mucho que hacer por aquí. Salid cuanto antes porque parece que se avecina tormenta y no lo digo por Liam.
Los allí presentes tuvieron que reír ante el audaz comentario de Katherine.
Cuando Amy subió, se encerró en su habitación esperando a oír a Liam salir de la suya. Al ver que pasaban los minutos y no oía ruido alguno, se armó de valor y salió a su encuentro. Golpeó su puerta un par de veces y al no recibir respuesta entró sin anunciarse. Liam se estaba cambiando de jersey en ese mismo instante. Amy cerró la puerta tras ella con una clara expresión de resentimiento.
—¿Se puede saber de qué vas? —Su tono evidenciaba lo molesta que estaba.
Liam la miró perplejo.
—Me sorprende que me hagas esa pregunta —respondió dándole la espalda mientras se dirigía hacia su armario para buscar una bufanda.
—Me lo estás haciendo pasar muy mal delante de tu familia.
—Yo diría más bien lo contrario. En estos momentos te aseguro que yo soy el paranoico mientras que tú eres la encantadora e inocente americana que los ha embobado a todos desde que ha puesto los pies en esta casa —le replicó malhumorado mientras se acercaba a uno de los cajones de la cómoda para abrirlo, coger su paquete de tabaco y las llaves del coche.
—Te recuerdo que estoy aquí porque tú has insistido en que viniera.
—Sí, lo sé. No hace falta que me lo recuerdes.
—¿Por qué no te dejas de tonterías y vas al grano?
Liam le dedicó una sarcástica sonrisa.
—Si no me equivoco ayer por la noche traté de ir al grano —dijo poniendo énfasis en las últimas palabras—. ¿O es que ya se te ha olvidado?
—Deja de jugar conmigo, Wallace.
Liam arrojó el abrigo que tenía en sus manos sobre el sillón que había al lado de la cama y se acercó hasta ella.
—¿Quién está jugando con quién? —le preguntó claramente irritado.
—¿De qué hablas? Di de una maldita vez lo que piensas.
Liam dio un golpe seco con la palma de su mano sobre la superficie de la puerta en la que ella se apoyaba. Amy no se sintió amenazada pero aún así no pudo reprimir una breve sacudida por aquel inesperado y rudo gesto. Lo sintió tan cerca de ella que se quedó paralizada.
—Deja de hacerte la inocente conmigo. Yo no soy uno de tus títeres de Stanford y menos aún Daniel Harris. No voy a darte la satisfacción de decirte lo que pienso cuando sabes perfectamente lo que siento así como yo sé lo que tú sientes.
Se giró para recoger de nuevo su abrigo y le hizo un gesto para que se apartara de la puerta. Amy así lo hizo y mientras Liam giraba el picaporte volvió a clavarle sus ojos azules antes de dedicarle unas últimas palabras.
—Ahórrate el esfuerzo de negar lo evidente y deja de engañarte a ti misma porque no te va servir de nada —le dijo.
Acto seguido abrió la puerta y desapareció escalera abajo.
Al minuto escuchó la puesta en marcha de su vehículo y no pudo evitar asomarse por la ventana para ver cómo Liam levantaba la mirada una vez más hacia el lugar donde ella estaba y la descubría. Luego arrancó y desapareció de su vista.