El viernes por la mañana se aventuró a deambular por las calles de Edimburgo. Enfundado en tanta ropa de abrigo, gorro de lana e incluso gafas de sol aunque el cielo estuviera algo cubierto, lograría pasar inadvertido. A pesar de todo, estaba plenamente convencido de que en la ciudad donde había pasado la mayor parte de su vida disfrutaría sin duda de una mayor intimidad de la que venía disfrutando en los últimos años. Escocia era diferente.
Después de haber telefoneado a Keith y Jane solicitando sus respectivos permisos, se dirigió al colegio Saint Margaret para esperar a sus sobrinos a la salida de clase. En el instante mismo en que bajó de su vehículo se deshizo de todo aquello que impedía que le reconocieran. Quería causar precisamente el efecto contrario en cuanto cruzara la calle para dirigirse al encuentro de Matt y Sarah. Pidió a Jane que les mintiera diciéndoles que era el abuelo James quien vendría a por ellos para llevárselos.
Cuando cruzó Suffolk Road hacia la calle principal del edificio que congregaba la enseñanza primaria advirtió las miradas y los susurros de todos los transeúntes. Distinguió a Matt por su alegre abrigo rojo y por la forma exagerada y peculiar de arrastrar los pies sobre el asfalto. Cuando giró su cabeza y reparó en la presencia de su tío que se aproximaba hasta ellos, gritó emocionado el nombre de su prima que estaba a varios metros de él charlando con sus compañeras de clase. Ambos hicieron caso omiso a sus compañeros y salieron corriendo a su encuentro. Liam rodeó a ambos con cada brazo y los acercó a él para darles un beso ante la mirada atónita de toda la afluencia de niños y adultos que comenzaban a aglomerarse a su alrededor.
Después de que Matt repitiera hasta la saciedad a todos los que pasaban a su lado que aquél era su tío Liam Wallace y de que Sarah contemplara prendada cómo hablaba con alumnos, padres y algún que otro profesor al tiempo que firmaba autógrafos y gastaba bromas dejándolos a todos encandilados, subieron al vehículo para ir a tomar un tentempié a un Starbuck de la Royal Mile.
—¿No te cansas de la gente? —preguntó la avispada Sarah mientras mordisqueaba un bizcocho de caramelo.
—Si te digo la verdad, a veces sí, pero no se lo digas a nadie —le dijo Liam bajando el tono de voz y mirando de un lado para otro.
Sarah sonrió ante aquel gracioso gesto.
—Papá y tía Jane dicen que no sabes disimular —prosiguió Sarah.
—¿Disimular qué?
—Que estás harto de que te persigan y todo eso. A veces se te nota mucho que estás enfadado.
—¿Y? —Liam se preguntaba adónde quería llegar.
—Papá también dice que la gente te sigue queriendo aunque te enfades porque cuando te enfadas en realidad no pareces enfadado sino triste.
—Vaya… —Liam se quedó perplejo.
—¿Y qué dice mamá? —preguntó Liam dirigiéndose a Matt que acababa de devorar en dos bocados su trozo de tarta.
—Mamá dice que eres el mejor. —Las comisuras de su boca estaban llenas de chocolate. Era una delicia ver aquella traviesa sonrisa.
Su pequeño momento de intimidad acabó cuando un grupo de turistas que subieron a la segunda planta de la cafetería se acercaron para solicitar una foto con el gran Wallace.
Después de dejar a los chicos en casa de Jane y de despedirse de ellos con una terrible pena, retomó de nuevo el simple placer de pasear por las calles que lo vieron crecer. Volvió al lugar donde estaba aparcado su vehículo con intención de hacer su primera visita al Traverse después de doce años. Le sorprendió ver allí a Neil, el mismo conserje. Lo conoció de inmediato y lo abrazó amigablemente al tiempo que le mostraba sus condolencias por la muerte de su madre. Edimburgo seguía siendo una pequeña ciudad después de todo. Dudaba que Neil se hubiera enterado por una nota de prensa. Su familia ya era querida en Edimburgo mucho antes de que Liam se decidiera a poner los pies en un teatro. Estuvo más de media hora charlando con él sobre los cambios sufridos en el Traverse en la última década. Tardó poco tiempo en formarse un gran revuelo debido a su presencia en el lugar y Liam se sintió feliz de estar rodeado de sus conciudadanos.
Se encaminó hacia el escenario en el que tantas veces había soñado despierto. Un grupo de jóvenes ensayaba algunas escenas bajo la supervisión de su director. Cuando se percataron de su presencia suspendieron su actuación impresionados por la visita inesperada. Liam les rogó que continuaran y pidió permiso para sentarse en la primera fila para ver la actuación. Se sintió como todo un veterano a pesar de no serlo ni mucho menos. A sus casi treinta y siete años le daba la sensación de haber vivido varias vidas, cuando en realidad no hacía tanto tiempo que él había estado ocupando aquel mismo lugar.
Cuando terminó la escena comentó sus impresiones con el joven director y se unió al resto del reparto para felicitarlos. Más de uno fue a buscar su móvil para inmortalizar el momento. Cuando se marchó de allí habiendo recibido un aluvión de abrazos y buenos deseos para los Oscar, se vio desbordado por una extraña sensación de opresión en el pecho. Una sensación que se fue hasta su garganta y que le obligó a tomar el aire con fuerza para después expulsarlo antes de poner en marcha su vehículo.
«Demasiada nostalgia», pensó.
Sin saber la razón, retrocedió para dar la vuelta y dirigirse a Drummond Street. La puerta seguía manteniendo aquel alegre color azul. Multitud de recuerdos se empezaron a agolpar en su mente. Desvió la mirada hacia el cruce con Nicolson Street cuando vio salir de aquel edificio a un matrimonio con una niña algo mayor que Sarah. El hombre tiraba de una maleta. Su rostro le era familiar. Había un taxi esperándolos justo delante. El taxista se bajó para ayudar a la pareja con el equipaje y fue entonces cuando la reconoció. En el instante en que se volvió hacia su marido y rompía a llorar en sus brazos lo supo. Se trataba de Jill, la prima de Amy. Y aquél que la sostenía en sus brazos calmando sus sollozos era Mel. La niña pelirroja que en ese instante se agarraba apenada a su madre debía de ser la hija de ambos. ¿Qué estaba ocurriendo? Indeciso abrió la puerta y bajó del coche. Comenzó a caminar con paso firme hasta la esquina de la calle cuando de pronto se detuvo en seco. De repente el pánico se apoderó de él.
Observó cómo Jill se dirigía hacia la puerta del taxi en el instante mismo en que él había interrumpido sus pasos. Ella intuyó la presencia de alguien que la observaba a varios metros y dirigió una fugaz mirada hacía aquel individuo. Liam se giró para volver hacia el vehículo, invadido por la incertidumbre y el temor. Una vez dentro, volvió a respirar con calma y abrió la guantera en busca de su móvil. Lo conectó y tecleó el nombre de Clyde. Tardó en responder y pensó que estaría reunido, pero al quinto tono oyó como descolgaban.
—¿Qué tal? ¿Cómo va todo? —Su voz era tranquilizadora—. No has perdido el tiempo. Ya hay varios videos tuyos colgados en Youtube durante tu estancia en Edimburgo.
Liam sintió cierto alivio al escucharlo. Clyde debió de notar su respiración acelerada.
—Liam, ¿estás ahí? ¿Va todo bien?
—Sí, todo va bien —respondió con voz ahogada.
—Mientes —le dijo—. Dime qué te ocurre.
Liam tardó en hablar.
—Necesito que me hagas un favor personal —dijo al fin.
—¿De qué se trata?
—Aunque tú no te encargues personalmente quiero la máxima discreción, ¿entendido?
—¿Por qué no vas al grano?
—Quiero que investigues lo que ha sido de Amy MacLeod durante estos últimos diez años.
—¿Amy MacLeod? Pero… —Clyde tragó saliva antes de continuar pero no pudo pronunciar palabra. Agradeció que Liam continuara con la conversación.
—Se licenció en Derecho por la Universidad de Stanford en el año 93, por si lo habías olvidado —interrumpió Liam—. Su madre, viuda de Angus MacLeod vivía en San Francisco, Pacific Heights y se llama Emily. Lo último que sé de ella es que —tomó aire antes de continuar— se iba a casar con un argentino llamado Jorge Stich que trabajaba con ella en el mismo bufete, Murray & MacBride.
Hubo un engorroso mutismo a ambos lados de la línea telefónica porque tanto uno como otro sabían lo que venía a continuación.
—A ambos les ofrecieron un buen puesto en las oficinas de América Latina, concretamente Buenos Aires —prosiguió Liam—. Aunque eso ya lo sabes de sobra porque estabas allí presente si mal no recuerdo. —El tono que utilizó fue manifiestamente ofensivo—. Éstos son todos los datos que te puedo facilitar.
—Me dejaste claro hace tiempo que no querías saber nada de ella. ¿A qué viene ahora todo esto? —preguntó Clyde sorprendido y aterrado.
—No hagas preguntas, por favor. Haz lo que te he pedido, pero sin hacer preguntas.
—No habrás cambiado de opinión, ¿no? Vas a volver pasado mañana.
—Sí. Regreso pasado mañana.
—Te veré en Nueva York. Tenemos que atender allí unos asuntos durante un par de días. Conecta tu ordenador portátil durante el viaje de vuelta y te pondré al corriente. Tienes mucho trabajo acumulado.
—De acuerdo —obedeció Liam sabiendo que no tenía otra elección.
—Sé que me has dicho que no haga preguntas y lo siento, pero tengo que hacerte una si quieres que lleve a cabo tu encargo con la máxima celeridad y diligencia. Siempre he tenido curiosidad al respecto.
—Adelante —respondió viendo que no tenía escapatoria.
—Ella, quiero decir, Amy MacLeod. ¿Tiene ella algo que ver con el anillo? —preguntó sabiendo perfectamente cuál sería la respuesta.
Liam permaneció callado preguntándose a qué demonios venía que le hiciera esa pregunta a aquellas alturas.
—¿De qué me hablas? —preguntó con voz recelosa.
—Sabes perfectamente de qué estoy hablando. Ese viejo anillo que te has negado a quitarte en los rodajes de las escenas de tus películas.
De nuevo otro largo y penoso silencio.
—Sí. Es ella.
—De acuerdo. Tendrás tu informe encima de la mesa en menos de una semana. Nos vemos el miércoles. Buen viaje, Liam.
—Ah, otra cosa más —dijo Liam mientras buscaba un teléfono en la agenda del móvil—. Apunta este número. —Liam lo enumeró—. Es Charlie Mortensen. Encárgate de facilitarle un par de invitaciones para los Oscar.
—¿Charlie Mortensen? ¿Quién diablos es…? No puedo hacer algo así y lo sabes.
—Sí que puedes, así que simplemente, hazlo, ¿vale? —interrumpió Liam algo ofuscado.
—De acuerdo.
—Gracias. Adiós, Clyde.
Clyde permaneció temblando varios minutos mirando al vacío rogando para que aquella llamada que acababa de recibir no hubiera sido más que producto de su imaginación.
Liam, mientras hablaba por teléfono, no advirtió cómo el taxi de Jill pasaba por su lado. Tampoco advirtió cómo giraba la cabeza en su dirección con una mirada interrogante. ¿Era Liam Wallace lo que habían visto sus ojos?