Capítulo nueve

San Francisco, 9 de febrero de 2006

Podemos apelar, Amy. La batalla aún no está perdida. —Elaine Walker, abogada, antigua compañera de bufete y encargada del asunto de la custodia de la hija de Amy, trataba de seguir sus pasos pero le fue imposible alcanzarla.

El rápido taconeo de Amy se oía por los concurridos pasillos de los Juzgados de McAllister Street como si de un momento a otro fueran a agujerear el suelo.

—Amy, por favor. No ganas nada con esa actitud. Esto aún no ha acabado. Entiendo cómo te sientes.

Amy se detuvo hecha una furia.

—Tú no tienes hijos, Elaine. ¿Cómo demonios vas a saber cómo me siento?

—No hace falta que seas tan…

—Lo siento, lo siento —farfulló dándose la vuelta y continuando su camino hasta el ascensor. Elaine la acompañó sin pronunciar palabra.

Caminaron las dos juntas hasta la salida del edificio para dirigirse al parking. Amy fue a buscar el mando de su bolso, pero no lo encontraba. Cuando al final lo hizo, se le resbaló al suelo. Se agachó para cogerlo y antes de pulsarlo para abrir la puerta delantera se detuvo para apoyarse sobre ella.

—No voy a poder soportarlo —dijo manteniendo la vista fija en el suelo.

—Lo harás. Como abogada, sabes que esto tenía que acabar así.

—Tiene sólo cuatro años. Y va a sacarla del país para llevársela durante dos meses.

—Sólo los meses de verano, Amy. Ningún juez le habría concedido esos dos meses si no fuera porque tú sigues en San Francisco y el padre en Buenos Aires. Habría sido un régimen normal de visitas, pero las circunstancias no son las normales. Ambos estáis viviendo a miles de kilómetros y no es justo que tu hija lo pague. Hazte a la idea de que son unas pequeñas vacaciones. Piensa que para Leah será eso y así tienes que hacérselo ver.

—Para ti es fácil.

—No. No lo es. Podemos apelar, Amy, pero sabes de sobra que ningún juez en su sano juicio permitiría separar a Leah de su padre. Ha demostrado una solvencia económica sin precedentes y quiere a Leah. Aunque tú no lo creas, la quiere.

—La está utilizando como moneda de cambio. Sabes perfectamente que no quiere hacerse cargo de ella. Lo único que pretende con todo esto es hacerme daño a mí. Maldita sea, Elaine, ni siquiera estuvo presente el día de su nacimiento. Se ha perdido dos de sus cumpleaños, las funciones del colegio; se ha perdido tantas cosas. Siempre dijo que yo había querido tener esa hija para ocupar algún vacío existente en mi vida. Para él estaba todo perfecto tal y como estaba. Leah fue un fallo en su organizada y planificada vida.

—Lo único que podemos hacer es obligar a Jorge a viajar a San Francisco durante dos o tres veces al año para que el contacto con Leah no sea tan alejado en el tiempo.

—Él no va querer nada de eso, te lo aseguro. Y yo tampoco lo quiero para Leah.

—En el fondo la quiere, Amy. Estoy segura de ello. Deberías aceptar ese trabajo en Nueva York. San Francisco solo te traerá malos recuerdos. Deberías empezar de nuevo en otro lugar.

—No lo sé, de veras que no sé lo que voy a hacer.

—Encontrarás el camino adecuado.

—Te equivocas. Siempre he escogido el camino incorrecto y ya es demasiado tarde para remediarlo.

Las lágrimas afloraron en los ojos de Amy y Elaine la acogió en sus brazos para aplacar su dolor. No supo la razón por la cual su amiga comenzó a llorar desconsoladamente como si de un momento a otro su corazón se fuera a partir en dos. Un autobús de línea acababa de pasar por la avenida principal. La parte trasera dedicada a la publicidad mostraba una gigantesca imagen del desangelado y atormentado rostro de Liam Wallace en El juicio final.

Leah salió corriendo de los brazos de la señora Cooper cuando vislumbró a su madre saliendo del coche.

—¡Mami! —gritaba mientras corría hacia ella.

Amy la apretó entre sus brazos mientras se la comía a besos. La profesora de Leah se unió a madre e hija.

—Tenía entendido que era su esposo quien vendría, perdón, quiero decir…

—No se preocupe —la interrumpió Amy—, he hablado con él para decirle que yo me encargaba de recoger a Leah.

—De acuerdo. De acuerdo —asintió la profesora no del todo convencida.

—¿Por qué no ha venido papá? —le preguntó Leah tirando con fuerza de su mano para captar su atención.

—Tenía algunos recados que hacer y he venido yo en su lugar. Ahora iremos a casa de la abuela.

—Vale —respondió Leah sonriente y conforme con aquel plan.

—Es una niña encantadora, traten por todos los medios de que continúe con ese equilibrio —comentó la señora Cooper.

—Hacemos todo lo posible.

—Lo sé, he visto pocas madres como usted, señora Stich.

Parecía que todo el mundo se olvidaba de que ya había dejado de ser la señora Stich, pero Amy no se molestó en corregirla.

—Gracias —le dijo mientras se daba la vuelta para dirigirse a su vehículo.

La pequeña Leah abrió la puerta trasera y ella misma se acomodó en su silla a la espera de que su madre le pusiera el cinturón de seguridad. Amy arrancó el motor de su Audi y miró por el retrovisor la imagen de su hija saludando a su profesora a través del cristal. La señora Cooper no sabía que aquélla sería la última vez que vería a Leah.

Aquel sábado Amy acompañó a Liam a hacer unos recados en Glasgow. Dado que todavía no conocía aquella ciudad aprovechó la oportunidad para visitarla con él.

Mientras conducía por la M8 Liam le habló un poco más de su familia. Era el menor de tres hermanos. Su hermana Jane y su hermano Keith aún no se habían casado, aunque ambos tenían sus respectivas parejas. Keith era abogado y socio fundador de su propio bufete y Jane trabajaba como profesora de secundaria en Saint Margaret School. Su madre, Katherine, era ama de casa aunque antes de nacer Keith había trabajado como enfermera durante varios años. Su padre, James, era ingeniero. Todos habían volado ya del nido y se habían establecido por su cuenta. Liam vivía en un estudio de Rose Street que pagaba con sus esporádicos trabajos como actor, sus ahorros de las becas concedidas por sus magníficas calificaciones y con los casos que empezaba a pasarle su hermano. Sus padres vivían en Calton Hill, en Edimburgo, aunque pasaban la mayor parte del año en una segunda residencia que poseían en Callander, a orillas del río Teith.

—Tengo que llevarte a Callander. Conociéndote estoy seguro de que te va a encantar —dijo Liam desviando la vista de la carretera durante unos segundos para mirarla.

—Será un placer acompañarte —le dijo.

—El día 23 es mi cumpleaños. Supongo que lo celebraré y, por supuesto, no hace falta decir que estás invitada. Tú y Daniel, claro.

Hubo un corto silencio que Liam volvió a romper.

—¿Puedo hacerte una pregunta muy personal?

—Adelante —respondió Amy algo recelosa.

—¿Qué has visto en Daniel? Aparte, evidentemente, de que es un guaperas y está bien situado.

—Es buen tipo. Tú debes saberlo mejor que yo, que le conoces desde hace mucho tiempo.

—Bueno… siento decirte que yo lo conozco de una manera diferente… —La volvió a mirar de reojo.

—Tú también piensas que no pegamos nada, ¿verdad?

—Yo no he dicho eso.

—No lo has dicho, pero lo piensas. Reconócelo.

—Deduzco por tus palabras que hay alguien más que ya te ha planteado esta misma cuestión, ¿me equivoco?

—Sí. Jill y Valerie, incluso Mel —reconoció Amy.

—¿Y no tienes nada que decir al respecto?

—Soy libre de estar con quien quiera. Lo único que me faltaba es tener que dar explicaciones a todo el mundo.

—Yo no te estoy pidiendo explicaciones, Amy. Sólo te estoy pidiendo una opinión. Estás saliendo con alguien que conozco desde que era un chaval y quiero saber qué tal os va porque, a decir verdad, me sorprende bastante que estés saliendo con alguien como él.

—¿Por qué no vas al grano? Hay algo que ignoro y no sabes cómo decírmelo, ¿verdad?

Liam la volvió a mirar y tardó en contestarle.

—No quiero que te hagan daño —dijo finalmente.

—¿Adónde quieres ir a parar?

—Daniel no es mal tipo. De hecho, hemos sido buenos amigos, pero debo decirte que la fidelidad no es precisamente uno de sus puntos fuertes.

—Por Dios, Liam, no voy a casarme con él.

—Lo sé, lo sé. Perdona si me estoy inmiscuyendo demasiado, pero me caes fenomenal y no soportaría ver cómo sufres.

Amy guardó silencio.

—¿No te habrás enfadado? —Desvió sus ojos hacia ella con semblante preocupado. Esta vez retiró la mano izquierda del volante para agarrar suavemente la muñeca de Amy y volver a retirarla.

Amy lo miró a los ojos de una forma que Liam no supo cómo interpretar.

—No pasa nada. —Fue lo único que dijo.

No volvieron a pronunciar palabra hasta que llegaron a Glasgow.

Liam dejó su Golf en un parking cercano a Sauchiehall Street. De aquella manera Amy podría pasear y echar un vistazo a todas las tiendas de aquella bulliciosa zona comercial mientras él se dirigía a una notaría de Regent Street para retirar varias escrituras relacionadas con un asunto de herencia que llevaba a medias con su hermano Keith. Después iría al despacho de Michael MacGregor, un colaborador, para llegar a un acuerdo sobre un tema de despido y desahucio. Le entregó un mapa de la ciudad antes de verse con ella en un par de horas aproximadamente en el Griffin Bar de Bath Street.

Después de dar un primer paseo por Sauchiehall Street y sus alrededores, Glasgow School of Art o el Royal Concert Hall, tomó un autobús para dirigirse a George Street. Aprovechó para sentarse a descansar en uno de los bancos de George Square mientras contemplaba la fachada de la City Chambers y la estatua de Walter Scott sobre su columna central. Echó un vistazo a la Gallery of Modern Art. Miró el reloj y al ver que no le quedaba mucho tiempo decidió dirigirse al lugar en donde Liam la estaría esperando. Llegó diez minutos tarde y lo distinguió a lo lejos en la puerta de Griffin mirando de un lado a otro de la calle con expresión inquieta. Esa inquietud se convirtió en una cordial sonrisa cuando la vio acercarse entre los peatones.

—Estaba empezando a preocuparme —le dijo.

—Lo siento, me despisté con el tiempo.

—No te preocupes. Después de comer te acercaré a los sitios que no has podido ver. ¿Tienes hambre?

—¿Tú qué crees?

Le pasó el brazo cariñosamente alrededor de los hombros para sorpresa de Amy y ambos entraron en el local. Como venía siendo habitual, el tiempo al lado de Liam se le pasaba con demasiada rapidez. No quería que aquel día acabara. A pesar de la conversación que habían mantenido durante el viaje de ida, en ningún momento se sintió incómoda. No paraba de contar historias y de inventar chistes. Llegó un momento en que le tuvo que pedir que parara porque le estaba dando la sensación de que empezaba a faltarle el aire de tanto reír. Era un auténtico payaso.

Después de almorzar, Liam le enseñó algunos rincones típicos de Glasgow desconocidos para los turistas. La condujo hacia la universidad para mostrársela. Amy pensó que no tenía nada que envidiar a la de Edimburgo. Después visitaron la catedral de la que Amy tomó unas preciosas fotos.

—Hay un sitio que quiero que conozcas antes de irnos —le dijo Liam aprovechando que estaban de nuevo cerca de Bath Street.

El sitio resultó ser Cooper Hay, una librería. Qué mejor sitio para una escritora aficionada que un lugar como aquél en el que según Liam se podía encontrar cualquier ejemplar raro que te empeñaras en buscar.

Amy se despistó expresamente para ir en busca de un libro de un escritor estadounidense cuyo apellido era curiosamente Wallace y cuyo título también curiosamente era The Writing of One Novel. Antes de pagarlo en caja y de que le pusieran un papel de regalo, sacó un bolígrafo de su bolso para escribir una pequeña dedicatoria. Liam estuvo a punto de pillarla in fraganti. Afortunadamente ya estaba empaquetado así que no tuvo ocasión de verlo. Le mintió diciéndole que era un libro para su madre.

Salieron de Glasgow hacia las seis de la tarde. No llevaban ni diez minutos de camino, cuando Amy sintió que se le cerraban los ojos. Liam aprovechó un semáforo en rojo en Springburn Road para coger su abrigo del asiento trasero y colocarlo suavemente encima de Amy. Ella se removió en su asiento esbozando una perezosa mueca de agradecimiento por su amable gesto.

—Gracias —le dijo en un débil murmullo.

—Sshh, descansa.

Amy volvió a levantar vagamente sus párpados para encontrarse con aquellos radiantes ojos azules que la observaban sin pestañear con una asombrosa ternura. Volvió a dedicarle una sonrisa antes de que el sueño la venciera de nuevo.