Últimos días en Escútari

Más tarde volvimos a comentar el incidente mientras lavábamos las sábanas en el enorme fregadero, con las mangas arremangadas y los brazos metidos en el agua grisácea.

—¿Sabes una cosa? —dijo Henrietta—. Creo que tiene un harén en aquel lugar y que vive como un sultán. Al entrar en aquella estancia, pensé que daría una palmada y ordenaría: «Lleváoslas, bañadlas en leche de burra, cubridlas de joyas, perfumadlas con aromas de Arabia y enviadlas a mi lecho».

—Le creo capaz de todo.

—Yo, también. Pero ¿no te parece la criatura más fascinante que jamás has conocido, Anna?

—Es un personaje extraño y le detesto.

—Me intriga muchísimo. Se va del hospital cuando le apetece… y se encierra en su harén. ¿Quién se atrevería a hacer semejante cosa? Me gustaría mucho verlo. ¿A ti no?

—¿A qué te refieres?

—Al harén. Ya me imagino a las mujeres mirándole voluptuosamente con sus ojos negros. El maquillaje negro que se aplican en las pestañas es muy seductor, como también lo es el velo que les cubre el rostro. Imagínate, retirarte del mundo porque tu amo y señor te lo manda. El único objetivo de esas mujeres es agradar a los hombres. Me hubiera hecho gracia que nos llevaran a su harén y que, al verle, le hubiéramos dicho: «Supongo que es usted el doctor Adair».

—La imaginación te hace perder el sentido común. No creo que tenga un harén. Me parece que la gente se reúne en estos lugares para tomar drogas, todos tumbados sobre divanes y fumando el narguile.

—¡Eres peor que yo! A mí me gusta más la idea del harén. Desde luego, Adair es un personaje interesantísimo.

Ya había llegado el invierno. Los vientos helados azotaban la tierra y no podíamos calentar debidamente a los enfermos. Desde nuestra llegada, las dotes de organización, la constancia y el sentido común de la señorita Nightingale habían conseguido mejorar muchas cosas, pero aún quedaba mucho por hacer.

Eliza trabajaba en la llamada cocina de los inválidos, mandada instalar por la señorita Nightingale. Ella misma había llevado al hospital, pagándolo de su propio bolsillo, arrurruz y extractos de carne para los enfermos más graves. La fuerza de Eliza resultaba muy útil para levantar los pesados calderos y creo que aquel trabajo era más adecuado para ella que la labor de enfermera.

Ethel había cambiado y parecía más feliz. Descubrí la razón de ello un día en que la vi cuidando a uno de los heridos. Su forma de alisarle las sábanas y de sonreírle me hizo comprender que había algo entre ellos.

Era una persona tímida y reposada que no parecía muy apta para aquella labor, pero su fragilidad y desamparo debían de ejercer cierto atractivo en los enfermos que también se sentían desamparados.

Un día en que me encontraba en la cocina ayudando a preparar la comida de uno de los pacientes más graves, Eliza me preguntó:

—¿Has visto a Ethel?

—Sí.

—Está enamorada.

—De aquel hombre.

—Muchísimo. Ojalá esta guerra terminara. Espero que no se cure demasiado pronto porque, en tal caso, le enviarían de nuevo al frente y entonces ya no le quedaría ninguna posibilidad de volver.

—¿Qué le ocurre?

Lo de siempre. Tiene una bala en el pecho. Creían que ya estaba muerto cuando llegó, tal como les pasa a muchos de estos pobrecillos. Pero, ahora, ha mejorado y creo que es gracias al amor.

—¿Está enamorado de Ethel?

—Ambos se enamoraron al mismo tiempo. Eso es obra de Cupido, ¿verdad? Un auténtico flechazo.

—Me alegro muchísimo por ella. Se la ve tan distinta de las demás y tan bonita.

—Es verdad. Qué cosas hace el amor. Ambos han cambiado. Pero yo sigo estando preocupada. ¿Recuerdas aquel día, en la cubierta? Seguro que sí, porque es algo que ninguna de las dos podremos olvidar jamás. Se hubiera arrojado por la borda de no ser por ti. Las pequeñitas son muy valientes.

—Yo también lo creo así.

—Bueno, pues, menos mal que no lo hizo. Si sale de aquí y sigue con él, será lo mejor que le pueda ocurrir.

—¿Crees que él se casaría con Ethel?

—Eso dice. Tiene una pequeña granja en el campo. La comparte con su hermano, que cuida de ella en su ausencia. Sería estupendo para Eth. Pido a Dios que este chico no se reponga hasta que llegue el momento de volver a su granja acompañado de Ethel.

—Eres muy buena, Eliza —le dije.

—Pero ¿es que te has vuelto loca? Será el efecto que produce el hospital.

—Yo te diré el efecto que produce. Te hace ver las cosas y a las personas con más claridad.

—Me gustaría ver a la pequeña Ethel bien colocada. Es lo que necesita. Me aterra pensar que tuviera que matarse a coser en aquella pocilga. No aguantaría más de dos años.

—Nosotras no permitiríamos que eso ocurriera.

—¿Quiénes son… nosotras?

—Tú y yo.

—¿Qué tienes tú que ver con eso?

—Lo mismo que tú.

Eliza me miró; tenía los ojos entornados y se echó a reír.

—¿Recuerdas lo que me dijiste hace un rato?

—Sí.

—Bueno, pues, te devuelvo el cumplido.

—Gracias.

Cuando ya estaba a punto de irme, Eliza preguntó:

—¿Y sabes quién está igual que Ethel?

—¿Cómo?

—Enamorada.

—¿Quién?

—Henrietta.

—¿Henrietta? Pero ¿de quién?

—Eso ya no lo sé. Dímelo tú. Se le nota en la cara. Te diré una cosa. Todo empezó aquel día que os perdisteis y regresasteis de noche.

Asentí sin decir nada.

—Tenía una cara radiante. He visto esta expresión otras veces y sé lo que significa. Apuesto cualquier cosa a que Henrietta está tan colada como nuestra Ethel.

—Te equivocas. No hay ningún hombre en su vida.

—Pues yo estoy segura de que sí. No hay quien engañe a la vieja Eliza.

—Lo descubriré. La conozco muy bien.

Más tarde, estuve un buen rato pensando en Henrietta.

Nos pasábamos el día trabajando. Aunque el número de bajas se había reducido un poco, los hombres llegaban de la zona de Sebastopol medio muertos de hambre, congelados y sin la ropa adecuada. Trabajábamos apenas sin interrupción y sólo dormíamos unas horas en nuestros divanes.

Cuando hablé con Henrietta, comprendí que Eliza tenía razón. Se la veía muy contenta y hablaba constantemente del doctor Adair.

—No sé cuándo volverá. ¿No te parece todo muy distinto sin él? ¡Qué hombre! Divirtiéndose en su harén mientras nosotras estamos aquí, doblando el espinazo.

—Creo que es un ser absolutamente despreciable. Es un buen médico y los buenos médicos son muy necesarios. Y, sin embargo, él nos deja para entregarse a sus placeres.

—A un hombre así no se le llega a conocer jamás.

—Mejor sería no conocerle.

—Pues a mí me encantaría averiguar todos los detalles de su vida.

A Henrietta le brillaban los ojos y le temblaba la voz; no era posible que se hubiera enamorado de él. ¿O sí? Adair se había ido y quizá no volveríamos a verle nunca más. Recordé mi proyecto de descubrirle ante todo el mundo para que no utilizara a las personas como utilizó a Aubrey y no hiciera experimentos con sus vidas tal como hizo con la de mi hijito. No, eso no era justo. En realidad, él no mató a Julian; sencillamente no le salvó porque deseaba hacer un experimento, como hizo con aquel soldado a quien operó, sólo porque deseaba adquirir más conocimientos.

Era un hombre duro, cruel e insensible. Le odiaba con todas mis fuerzas y, a causa de la intensidad de mi odio, el hospital se me antojaba un lugar triste y aburrido sin él, cosa que ya era de por sí. No obstante, la perspectiva de verle y el resentimiento que anidaba en mi pecho, elevaban mi espíritu y conferían un significado a mis jornadas.

Un día me tropecé con Philippe Lablanche en el hospital. Se alegró mucho de verme y me comunicó que estaba efectuando una de sus periódicas visitas y que esperaba que no guardara un mal recuerdo de la aventura. Le contesté que no, ya que todo había terminado de la mejor manera.

—¿No han hecho más visitas a Constantinopla?

—Aquélla fue una ocasión especial —contesté, sacudiendo la cabeza—. Tenemos muchas cosas que hacer aquí y no nos queda tiempo para las diversiones.

—Sebastopol no tardará en caer, y entonces podrán visitar con más sosiego esta sorprendente ciudad.

—Pienso hacerlo antes de regresar a casa.

—Le será imposible al principio. Tendrá que quedarse algún tiempo para cuidar a los pacientes. Más adelante quizá… ¿Y su amiga? —preguntó de repente Lablanche, mirándome y sonriendo.

Le indiqué dónde estaba.

Más tarde vi a Henrietta y le pregunté si le había visto.

—Sí. —Contestó—. El galante francés. ¿No te parece que es muy simpático?

—Es encantador.

—Dice que viene muy a menudo al hospital y que le gustaría acompañarnos en un recorrido por Constantinopla.

—Por desgracia, no hemos venido aquí como turistas.

—Es una pena. De todos modos, confieso que me gustaría mucho volver a ver a nuestro fascinante amigo. Ojalá… Creo que tú le echas tanto de menos como yo —añadió Henrietta, al ver mi mirada inquisitiva.

—¿A quién?

—Al diabólico.

Solté una nerviosa carcajada, pero me estremecí de inquietud. No podía quitarme del pensamiento las palabras de Eliza.

—Ojalá se cansara del harén y volviera aquí.

—No esperarás que un hombre así anteponga el deber a los placeres…

—Vamos, Anna, no te pongas tan seria —dijo Henrietta, echándose a reír—. Siempre te ocurre lo mismo cuando hablas de él. Tengo la absoluta certeza de que le encuentras tan fascinante como yo. ¿Persistes todavía en tu empeño?

—Si te refieres a mi voluntad de descubrir sus turbios manejos ante todo el mundo, te contestaré que sí.

—Pero ¿qué clase de hombre es? Eso es lo que aún no sabemos y lo que le convierte en el elemento más emocionante de nuestras vidas. Estoy segura de que, por mucho que intentáramos perjudicarle, él saldría airoso de la prueba.

Mientras Henrietta se reía para sus adentros, pensé: «Está obsesionada con él».

Puede que yo también lo estuviera, pero mi caso era distinto. Yo sabía que aquel hombre era un peligro para quienes le rodeaban. Fui testigo de la desintegración de mi esposo y le culpaba de lo ocurrido. Conocía, a través de sus libros, el espíritu pagano que le animaba.

Henrietta me tenía preocupada. Sabía que era muy impulsiva. En caso de que Adair regresara y se percatara de sus sentimientos, ¿qué haría? ¿Intentaría aprovecharse de ella? Mucho me temía que sí.

«Ojalá no vuelva nunca más», pensé.

Pero, en mi fuero interno, ansiaba su retorno.

Junto a las salas había un cuartito en el que guardábamos los escasos suministros que teníamos, y un día en que me encontraba allí, entró Charles Fenwick. Parecía muy cansado. Como todos los médicos, trabajaba sin descanso y estaba furioso por culpa de las deficientes instalaciones.

—Oh, Anna —me dijo—, me alegro de encontrarla sola. Querría hablar con usted.

—Hace tiempo que no hablamos —contesté.

—Los dos hospitales son, en realidad, uno solo y, sin embargo, casi no podemos ver a los amigos.

—¿Qué tal va todo?

—No muy bien. ¡Maldito asedio! Si pudieran romperlo… Ahora no hay muchas bajas, pero el mal tiempo está diezmando nuestras tropas. El cólera y la disentería son mucho peor que los rusos y tiene que acabar. La resistencia no puede prolongarse indefinidamente.

—Los rusos son muy tercos y están acostumbrados a las penalidades. Piense en lo que le ocurrió a Napoleón cuando marchó sobre Moscú.

—Eso es distinto. Sebastopol tiene que caer, La resistencia no puede durar indefinidamente y, entonces, la guerra estará virtualmente terminada. Pero no he venido a hablar de eso, sino de nosotros.

—¿Se refiere… a los médicos?

—No, Anna. A usted… y a mí. Pienso en el final de la guerra y en la vuelta a casa —añadió, posando una mano sobre una de las mías mientras yo le miraba sin comprender—. ¿Ha pensado usted en ello?

—Un poco.

—¿Volverá a su casa de Londres?

—No tengo otro sitio adonde ir. La señorita Nightingale pretende reformar los hospitales de Inglaterra. Me gustaría participar en esta empresa.

—¿No ha pensado usted nunca en el matrimonio?

—Pues… no.

—Yo, sí —dijo Charles—. Necesito purificarme de todo este horror. Quiero olvidar estos hedores que se han convertido en parte de mi vida diaria y todo el dolor y el sufrimiento que nos rodea.

—¿Acaso no es esa la vida propia de los médicos y las enfermeras?

—No siempre tiene que haber dolor y sufrimiento, ni tampoco estas terribles enfermedades provocadas por la falta de higiene, el hambre y las heridas putrefactas que no pueden tratarse como es debido. Sólo me sostiene la esperanza en el futuro.

—Creo que a todos nos ocurre lo mismo.

—Quiero pensar en un futuro más halagüeño, ejerciendo la medicina en alguna parte… En el campo tal vez. O, si usted lo prefiere, en Londres.

—¿Yo?

—Quiero que lo comparta conmigo, Anna.

—¿Es cierto lo que oigo?

—Creo que sí.

—Entonces, ¿es esa una declaración de matrimonio?

—Ni más ni menos.

—Pero, Charles… Yo creía…

—¿Qué creía?

—Sabía que me apreciaba usted, pero creía que le interesaba Henrietta… En este otro sentido, quiero decir.

—Me gusta Henrietta, pero es a usted a quien amo.

—Me sorprende usted.

—Mi queridísima, Anna, ¿cómo no voy a amarla? Amo su fuerza, su seriedad y su entrega. Amo todo lo suyo. Si usted me prometiera casarse conmigo en cuanto estuviéramos libres de todo esto, me sentiría más animado y esperanzado y mi vida tendría un objetivo —dijo Charles Fenwick, tomándome una mano y mirándome intensamente a los ojos.

—Oh, Charles, perdóneme —contesté—. No estaba preparada para eso. Sé que le voy a parecer una tímida doncella, pero es la pura verdad. No tenía ni idea. Estaba segura de que le interesaba Henrietta.

—Bueno, pues ahora que ya sabe que no es así, ¿qué me dice?

Guardé silencio mientras imaginaba una serena vida campestre, en un nuevo hogar y una aldea con una antigua iglesia y una milenaria torre, el rocío sobre la hierba, la tierra mojada, la suave lluvia, las margaritas y los ranúnculos.

—Charles —le respondí—, hay muchas cosas que usted ignora acerca de mí.

—Nos divertiremos mucho contándonos nuestras vidas.

—Estando aquí —le recordé—, las cosas no son normales y podría usted adoptar decisiones que más tarde lamentara.

—No creo que lo lamente jamás.

—Tal como ya le he dicho, usted no me conoce.

—La conozco muy bien. ¿Acaso no la vi en Kaiserwald? ¿No la he visto aquí? Conozco la firmeza de su carácter, su honestidad, su bondad y su compasión. La he visto entregarse por entero a los enfermos.

—Usted sólo ha visto a una enfermera. Soy una buena enfermera y sería pecar de falsa modestia negarlo. Pero eso no es más que una parte de mi persona. No puedo pensar en el matrimonio. No estoy preparada para ello.

—Sé que ha sido una sorpresa para usted, pero le ruego que piense en ello. Yo la amo, Anna. Ambos tenemos los mismos intereses y nos compenetraríamos muy bien.

—Hay algo que debo decirle, Charles. Yo estuve casada una vez.

—¡Anna!

—Y tuve un hijo.

—¿Dónde se halla su marido?

—Murió.

—Comprendo. ¿Y el hijo?

—También. Fue un matrimonio desdichado. Mi marido se drogaba y eso fue lo que le mató. Mi hijo murió antes de cumplir los dos años —añadí con los ojos llenos de lágrimas.

—Mi pobre Anna —dijo Charles, rodeándome con un brazo.

—Aún no lo he superado —le dije.

—Es natural.

—Recuperé mi nombre de soltera e inicié una nueva vida. Me pareció lo mejor que podía hacer. No podía soportar hablar de mi matrimonio y de la muerte de mi hijo. Ahora se lo digo para que comprenda por qué no puedo pensar en volver a casarme.

—Ya podrá… a su debido tiempo.

—No lo sé. Me parece todo tan reciente… No creo que jamás logre recuperarme de la muerte de mi hijo.

—Hay una forma de recuperarse de semejante tragedia dijo Charles, y consiste en tener otro hijo. —Al ver que le miraba sin decir nada, añadió—: Anna, no diga todavía que no. Piénselo. Piense en lo que significaría. Podría ser un aliciente para nosotros cuando saliéramos de este infierno. Esto no puede durar. El final ya está muy próximo. Usted, yo y los hijos que tendremos. Es la mejor manera de luchar contra los fantasmas del pasado. No puede pasarse toda la vida sufriendo.

Me besó las manos y yo le miré con cariño. Sabía que era un hombre bueno y que me ayudaría a librarme de mi tristeza, apartándome del camino de la venganza que yo había seguido hasta entonces. Me vi en el campo, convertida en la esposa del médico del pueblo y rodeada de unos hijos que, a lo mejor, se parecerían un poco a Julian y que llenarían el doloroso vacío que éste había dejado en mi vida al morir.

Me percaté súbitamente del paso del tiempo y me sentí culpable de haber robado aquellos momentos a mi trabajo.

—Debo irme —dije.

—Piénselo —me repitió Charles.

Sacudí la cabeza, pero sabía que lo iba a hacer.

—Anna —dijo Charles, besándome tiernamente—, te quiero.

No le dije nada a Henrietta sobre la propuesta que me había hecho Charles, porque sabía que ella me instaría a aceptar. Apreciaba mucho a Charles y le consideraba un buen médico y un hombre lleno de bondad. Algunas veces, pensaba que casarme con él sería lo mejor para mí. ¿Acaso quería pasarme toda la vida sola? Deseaba ser enfermera en alguno de los nuevos hospitales que la señorita Nightingale intentaría crear en Inglaterra a nuestro regreso, pero ¿sería eso suficiente para mí? Conocía ya la experiencia de la maternidad, y el amor que sentía por mi hijo me había enseñado que no podría considerarme colmada sin tener hijos.

Mi admiración por Florence Nightingale lindaba con la idolatría. Su espíritu indómito, su entrega y su eficiencia habían convencido incluso a los hombres que, al principio, la miraban con escepticismo. Había renunciado al matrimonio y a la maternidad por una noble causa, pero ella no conocía la dicha de sostener en brazos a su propio hijo. Yo, en cambio, sabía que nada podría sustituir esta felicidad en mi vida.

Se abría ante mí un nuevo camino. Podía casarme con Charles, ser nuevamente esposa y madre y volverle la espalda al pasado. Podía olvidar mis absurdos deseos de venganza. La nueva perspectiva me hizo comprender que mi absurdo propósito no era más que una simple manifestación de cólera infantil. Los niños suelen desahogar su enojo revolviéndose contra algún objeto inanimado. Aubrey era una persona débil que sucumbía fácilmente a las insinuaciones de terceros. Un hombre fuerte nunca hubiera cedido al poder de las drogas. Yo había culpado al doctor Adair de la caída de mi esposo, lo cual era sólo parcialmente cierto, pero el destino de una persona estaba siempre en sus propias manos.

Mientras pensaba en mi paraíso inglés, rodeada de mis hijos, vi al Demonio, tal como yo le llamaba siempre, burlándose de mí.

Trataría de olvidarle, me dije.

Pero sabía que nunca podría hacerlo. Su diabólico carácter era capaz de hechizar a cualquiera. Había conseguido subyugar a Henrietta. ¿Podría hechizarme también a mí?

Había viajado por todo Oriente, viviendo como un nativo. Había descubierto toda clase de extraños secretos y hábitos, tal vez misteriosos y esotéricos. No era como los demás hombres. No se le podía juzgar con el mismo rasero. ¿Qué hacía en aquella casa de Constantinopla vestido de aquella extraña manera?

Volví a pensar en Charles y en su proposición, pero no podía olvidar al doctor Demonio.

Un día, me encontré cara a cara con él.

Recorría las salas enfundado en su bata blanca como si nunca se hubiera marchado. Me saludó con una breve inclinación de cabeza, como si nada hubiera ocurrido. Pero pronto dejó sentir su presencia, buscando motivos para censurar a las enfermeras. Decía que tenían a los pacientes abandonados como si no supiera que las pobres chicas trabajaban noche y día sin descanso. ¡Y eso lo decía un hombre que se ausentaba varias semanas seguidas siempre que le apetecía!

Estaba furiosa con él y me sentía más viva que la última vez que le vi.

Adair pensaba que las enfermeras no debían permanecer demasiado tiempo en el mismo lugar y quería enviar a unas cuantas al hospital del cuartel y sustituirlas por otras de allí.

Henrietta y Ethel figuraban entre las que iban a ser devueltas al cuartel. Esta noticia nos puso muy tristes porque, a pesar de que no estaríamos lejos, no podríamos vernos tan a menudo como antes.

Henrietta se resignó, pero no así Ethel.

—No podré ver a Tom —nos explicó a Eliza y a mí—. Nunca nos veremos.

—Podrás venir a visitarle —le dije.

—No será lo mismo. Yo le cuido. Aún no se lo he dicho. Se morirá de pena.

—¿A quién se le ha ocurrido la absurda idea de cambiar a la gente de sitio? —preguntó Eliza.

—Al doctor Adair —contestó Ethel—. Dice que no cumplimos bien nuestro deber. El otro día yo estaba con Tom cuando visitó la sala. Debió de darse cuenta.

—Es un estúpido —dije, enfurecida—. Las enfermeras están sobrecargadas de trabajo y es natural que, de vez en cuando, olviden alguna cosa. Sólo pretende crear problemas.

Ethel estaba desesperada.

Más tarde, hablé con Eliza.

—La pequeña Ethel se va a morir de pena. Eso podría dar al traste con su idilio. ¿No podrías tú hacer algo? —me dijo.

—¿Qué?

—Hablar con él… Con el todopoderoso.

—¿Crees que a mí me escucharía?

—A ti puede que sí —contestó Eliza, mirándome con astucia.

—Nos desprecia a todas. Y yo no he hecho nada que sea especialmente aceptable a sus ojos.

—Yo creo que te conoce. A las demás, nos considera unos simples muebles, y bastante inútiles, por cierto.

—Él sabe perfectamente lo que hacen las enfermeras.

—Quizá sí, pero lo disimula muy bien. Él es un médico eminente y nosotras no somos más que criadas que trabajamos a sus órdenes.

—¿Y piensas tú que yo podría hacerle cambiar de actitud?

—Merecería la pena probarlo —contestó Eliza, asintiendo.

Aunque la tarea me parecía imposible, decidí intentarlo.

Aquella misma tarde se me presentó la oportunidad. Le vi entrar en el cuarto donde Charles me había hecho la proposición de matrimonio, y le seguí.

—Doctor Adair.

Cuando dio media vuelta y me miró, me sentí dominada de nuevo por la cólera y el resentimiento.

—Señorita…

—Ya sé que me considerará una descarada por haberme atrevido a entrar —dije—, pero debo decirle algo. Creo que la idea de trasladar a algunas enfermeras al hospital del cuartel y viceversa ha sido suya.

—¿Tengo acaso que discutir mis planes con usted? —me preguntó Adair en tono burlón.

—Sólo le pido que discuta este plan en concreto.

—¿Puedo saber por qué razón?

—Sí. Usted ha ordenado el cambio de enfermeras sin tener en cuenta la labor que éstas llevan a cabo.

—Sé muy bien la labor que llevan a cabo.

—Y la desprecia. Sin embargo, le aseguro, doctor Adair, que es un trabajo muy meritorio y que los médicos deberían agradecerle a la señorita Nightingale todo cuanto ha hecho.

—Gracias, señorita… hum… por recordarme mis deberes.

—Hay una enfermera llamada Ethel Carter a la que no convendría trasladar.

Adair arqueó las cejas y clavó en mí sus luminosos ojos oscuros. No supe interpretar su expresión. De cínica diversión tal vez.

—Permítame que me explique.

—Se lo ruego.

—Está encariñada con un joven soldado y éste ha mejorado mucho gracias a ella. No se les puede separar.

—Esto es un hospital, señorita, no una agencia matrimonial.

—Veo que no recuerda mi apellido. Me llamo Pleydell.

—Ah, sí, la señorita Pleydell.

—Ya sé que esto no es una agencia matrimonial. Llevo aquí el tiempo suficiente como para saberlo. Es un lugar de padecimientos sin fin. —Se me quebró la voz muy a pesar mío y me vi obligada a hacer un esfuerzo para disimular mi emoción—. Si un soldado puede ser más feliz, ¿acaso no forma eso parte de su recuperación? Claro que usted no debe de creer en estas cosas.

—¿Cómo sabe lo que yo creo? Pretende usted demasiadas cosas, señorita Pleydell.

—¿Le parece una exigencia excesiva pedirle que esta enfermera no sea trasladada?

—Si su nombre figura en la lista de las que tienen que ir al cuartel, se irá.

—¿Y qué me dice de este soldado que ha estado a punto de dar la vida por su patria? ¿No se le tendrá ninguna consideración por el simple hecho de que un semidiós haya elaborado una lista?

El doctor Adair curvó los labios en un amago de sonrisa. La idea de que le llamaran semidiós le debía de hacer gracia.

—Óigame bien —añadí, presa de una creciente cólera.

Tenía ante mí a mi enemigo, al hombre al que deseaba destruir. Odiaba su sonrisa despectiva. Se burlaba de mi vehemencia y quería que le insultara para que, más tarde, tuviera que lamentarlo.

—Lo único que puedo hacer —me recordó— es dejarla plantada, lo cual sería una grosería imperdonable.

—Este soldado vino de Sebastopol —añadí—. Estaba medio congelado y pensaban que no podría sobrevivir. Ethel Carter le cuidó y se ha establecido entre ambos una relación especial. A partir de aquel momento, el soldado empezó a recuperarse. Ella ha tenido una vida muy desdichada porque perdió a su hijito. —Se me volvió a quebrar la voz—. Quieren iniciar juntos una nueva vida. Se ayudan mucho mutuamente. No se les puede separar. Ah, ya sé que usted no lo entiende. Usted no puede entender las cosas sencillas de la vida. Cuando se cansa de algo, lo deja y se va a divertir disfrazado de yo qué sé en alguno de esos…

—¿Sí? Le ruego que siga. ¿Adónde voy a divertirme?

—Lo sabe usted tan bien como yo. Por suerte, no conozco esos lugares ni me interesa conocerlos.

—La ignorancia no es propia de los seres inteligentes.

—Para usted, todo eso carece de la menor importancia. Sin embargo, hay otros medios de curar, distintos de los que usted practica. Y pueden ser la felicidad, la satisfacción y la esperanza de un futuro mejor. Todo eso puede ser tan eficaz como los medicamentos. Ya sé que usted no lo cree, porque es duro y despiadado, y los sufrimientos humanos no le conmueven.

—No sabía que nos conociéramos tan bien —dijo Adair.

—No le comprendo.

—Y, sin embargo, acaba de facilitarme una detallada descripción de mi carácter.

Me sentía desalentada, frustrada. ¿Qué había hecho? Sencillamente, el ridículo.

Di media vuelta y abandoné la estancia. Me ardían las mejillas y estaba a punto de echarme a llorar de rabia.

¿Por qué le había dicho todo aquello? Le escupí todo mi odio, pero él se limitó a burlarse de mí. Era un hombre perverso y cruel. Los sentimientos de los demás le traían sin cuidado. Las personas eran, para él, simples objetos; sus cuerpos servían para hacer experimentos y adquirir conocimientos con los que asombrar al mundo. Ansiaba derribarle de su pedestal. ¡Si el mundo supiera quién era en realidad!

Al día siguiente, vi a Eliza en las cocinas.

—Ya se ha hecho el cambio —me dijo—. Las nuestras se han ido al cuartel y las de allí han venido al Hospital General. Ethel todavía está aquí —añadió, dándome un codazo—. Si supieras lo contenta que está. Hablaste con él, ¿verdad? —me preguntó, guiñándome un ojo.

Asentí en silencio.

—¿Lo ves? Te dije que sólo tú podrías conseguirlo —dijo Eliza, echándose a reír.

—Puede que se deba a otra razón. El doctor Adair no me comunicó que iba a ayudarme. Más bien me dio a entender lo contrario.

—¡Hombres! —exclamó Eliza, esbozando una sonrisa nostálgica—. Los hay que son así. Orgullosos y arrogantes. Pero, eso qué importa. Lo conseguiste —añadió, mirándome muy seria—. Dios te bendiga, Anna. Espero que encuentres al hombre adecuado. Tú necesitas hijos, como Ethel. Unas los necesitan y otras no tanto. Vosotras dos, sí.

*****

Fue un invierno espantoso, como jamás espero vivir otro igual.

Pensaba sin cesar en los hombres que asediaban Sebastopol, soñando con la ansiada rendición. Los de dentro —aunque estuvieran irremisiblemente condenados— no sufrían tantas penalidades como los asediadores.

Una enfermedad que algunos llamaban cólera asiático y otros sencillamente «fiebre del calabozo» se abatió sobre el ejército. Los hombres llegaban en una especie de carretones turcos llamados arabas. Muchos de ellos ya estaban muertos cuando ingresaban en el hospital. El espectáculo de los obreros turcos cavando fosas para los cadáveres resultaba estremecedor.

Algunas enfermeras se contagiaron de la fiebre y todo el mundo vivía bajo la amenaza de una muerte inminente.

Todas las noches, la señorita Nightingale recorría las salas. Estaba preciosa enfundada en su vestido de lana negro con cuello, puños y delantal blanco y una cofia blanca bajo un pañuelo de seda negro, sosteniendo la linterna en alto y deteniéndose junto a las camas para acariciar una frente febril, musitar una palabra de consuelo, esbozar una sonrisa y llevar un mensaje de esperanza a los enfermos. Todos la consideraban un ser de otro mundo, un auténtico ángel. Los hombres conocían sus desvelos y era gracioso ver cómo algunos que en su vida habían pronunciado una frase que no contuviera palabrotas, procuraban moderar su lenguaje en presencia de la señorita Nightingale. Era una mujer indomable, cuya serena belleza inspiraba una adoración inmediata.

Yo siempre me sentiría honrada de haber colaborado con ella.

Al fin, el terrible invierno pasó y, con la llegada de la primavera, el número de soldados enfermos empezó a decrecer.

Se respiraba en el aire un nuevo clima de esperanza. Ya no pueden resistir mucho tiempo, decía todo el mundo.

Apenas veía a Henrietta. En el transcurso de aquellos oscuros meses invernales, trabajábamos hasta altas horas de la noche y, cuando disponíamos de algún rato libre, lo aprovechábamos para dormir un poco.

Philippe Lablanche visitaba muy a menudo el hospital y muchas veces venía a verme para charlar un ratito conmigo, lo que también hacía con Henrietta. Charles acudía a verme al Hospital General siempre que podía, pese a que, como todos los médicos, estaba más ocupado que nunca.

—¿Sigues pensando? —me preguntaba a veces.

—Si —le respondía yo.

En ciertos momentos, pensaba que mis dudas eran estúpidas. Se me ofrecía la oportunidad de compartir mi vida con un hombre bueno a quien incluso podría ser útil en su trabajo. Ya no era una chiquilla inexperta. Sabía lo que era el matrimonio y no esperaba a un caballero de reluciente armadura que me llevara consigo en la grupa de su corcel. La vida que se me ofrecía sería interesante y satisfactoria, pero yo seguía con mis dudas.

La primavera crimea fue un tónico para todos. Contemplar el azafrán y los jacintos creciendo en las laderas nos llenaba de esperanza.

Los reportajes de los corresponsales de guerra sobre las lastimosas condiciones que imperaban en el frente y en los hospitales desataron una oleada de indignación en toda la prensa. Como consecuencia de ello, monsieur Alexis Soyer, el célebre chef del Reform Club, acudió a supervisar nuestras cocinas. ¡Cuánto agradecimos su presencia! Nada más llegar, eligió a unos cuantos soldados con aptitudes culinarias y les enseñó a cocinar nutritivos estofados. Solía recorrer las salas con los hombres que llevaban grandes soperas mientras los inválidos le vitoreaban. Elaboraba un pan excelente y se inventó una tetera con capacidad para servir a cincuenta hombres, en la que la bebida se conservaba tan caliente para el quincuagésimo como para el primero. Monsieur Soyer aportó grandes mejoras a nuestra existencia.

Disponíamos de muy poco tiempo libre y mis períodos de libertad no siempre coincidían con los de Henrietta. Aquellos días primaverales fueron casi un alivio. Habíamos superado un invierno y Sebastopol no podría sobrevivir a otro. Todos pensábamos que, al año siguiente por aquellas fechas, ya estaríamos en casa.

Por aquel entonces, ocurrió un incidente muy divertido. Un caballero se presentó en el hospital con gran ostentación, acompañado de dos solemnes sirvientes con galones dorados, pantalones anchos y una faja dorada alrededor de la cintura.

Parecía muy nervioso, pero nadie le entendía hasta que a alguien se le ocurrió la idea de llamar al doctor Adair.

Yo pensé que ojalá éste no entendiera el idioma.

—Ignoramos si es cierto que domina tantos idiomas orientales, tal como él asegura —le dije a Henrietta.

Sin embargo, Adair dominaba el idioma y empezó a conversar con el llamativo personaje sin ninguna dificultad.

Varias enfermeras —entre las cuales figurábamos Henrietta, Eliza y yo— se habían congregado allí cerca para ver el desenlace.

Por fin, el doctor Adair se volvió a mirarnos y nos dijo:

—Tengo que ver a la señorita Nightingale inmediatamente. Este caballero, en nombre de su acaudalado y distinguido amo, ofrece un montón de dinero a cambio de una de las enfermeras de aquí, la cual pasaría a engrosar el harén de su distinguido amo.

Le miramos boquiabiertas de asombro.

—No sé cuál debe de ser —añadió—. Será interesante averiguarlo.

No tuvimos que esperar demasiado, ya que el caballero se acercó presuroso a nosotras, esbozando una ancha sonrisa. Se situó frente a Henrietta y se inclinó haciendo una profunda reverencia. A continuación se volvió a mirar al doctor Adair.

—Veo que es usted la elegida —le dijo Adair a Henrietta, mirándola inquisitivamente como si no acertara a ver en ella ninguna cualidad capaz de satisfacer los gustos orientales.

La debían de haber visto en alguna parte. Yo sabía que Henrietta había salido a cenar una noche con Philippe Lablanche.

—¿Qué piensa decirle usted? —preguntó Henrietta en tono burlón.

—Que no está a la venta.

—¿Y no se ofenderá?

—Se lo explicaré con mucha diplomacia. Puede que le diga que ya la tenemos apalabrada para otro.

—Me he preguntado a menudo cómo debe de ser la vida en el harén de un sultán —dijo Henrietta, riéndose.

—Puede que no resultara tan divertida como cree. Ahora convendría que ustedes se retiraran y me dejaran resolver el asunto a mí. Tendré que hacerlo con mucho tacto. No podemos desairarle de ninguna manera.

Mientras nos retirábamos, recordé que Henrietta solía llamar mucho la atención dondequiera que fuera. No me sorprendía que la hubieran elegido a ella, puesto que era mucho más bonita que cualquiera de las demás.

—Deberás tener mucho cuidado —le dije—. A lo mejor, decide secuestrarte.

Al cabo de una semana, el número de heridos se incrementó y comprendimos que se habían intensificado las actividades en Sebastopol.

Cuando las arabas se acercaban al hospital, las enfermeras les salíamos al encuentro con los camilleros para aliviar las molestias de los heridos durante el traslado.

Era una tarea muy penosa, y aunque tan horribles espectáculos me seguían conmoviendo lo mismo que al principio, ahora ya me había acostumbrado a ellos.

Miré a un pobre hombre que gemía y su rostro se me antojó familiar. Iba sucio, desharrapado y con la chaqueta ensangrentada como casi todo, pero yo le veía algo especial.

El corazón me dio un vuelco en el pecho cuando reconocí en él a William Clift, el marido de Lily.

—Dios mío —recé—, no permitas que muera.

Pensé en Lily y en su hijo y me la imaginé aguardando noticias en casa. Me rebelaba ante la idea de la muerte de su marido en quien tantas esperanzas de felicidad había ella depositado. Recordé el cambio que se operó en Lily, el día en que nos comunicó su deseo de casarse con William, y, finalmente, el nacimiento de su hijo.

—No dejes que el niño se quede huérfano —añadí—. No permitas que Lily se quede viuda.

Pero ¡cuántas viudas y cuántos huérfanos debía de haber por culpa de aquella estúpida y absurda guerra!

—Compadécete de Lily —seguí rezando—. No permitas que le ocurra esta desgracia.

Entré en la sala y le busqué. Tardé un buen rato pero, al fin, le encontré.

—Me arrodillé junto a su cama y le pregunté:

—William, ¿sabes quién soy? —Pareció que me oía, pero sus ojos no podían concentrarse en mí. Temí que ya estuviera medio muerto—. William —añadí—, soy Anna Pleydell, la amiga de Lily.

—Lily —repitió él, curvando los labios en un amago de sonrisa.

—No te mueras —murmuré para mis adentros—. No debes morir. Tienes que recuperarte. Lily y el niño te esperan.

Presa del pánico, entré en el cuartito que utilizaba a menudo como refugio porque tenía un significado especial para mí. Fue allí donde Charles me pidió que me casara con él, y allí había hablado con el doctor Adair y le convencí de que no separara a Ethel y Tom. El instinto me llevó hasta el cuartito. Necesitaba ver al doctor Damien Adair porque, por extraño que parezca, sabía en mi fuero interno que sólo él me podría ayudar.

No me sorprendió encontrarle allí. Estaba examinando, con el ceño fruncido, unos frascos que había sacado de un estante.

—¿Doctor Adair? —Señorita…

—Pleydell —dije.

—Ah, sí, claro.

—Fuera hay un hombre a quien conozco —le expliqué—. Conozco también a su esposa. Tienen un hijo precioso.

—Fuera hay muchos hombres, y supongo que muchos de ellos deben de tener mujer e hijos. ¿Qué tiene de especial este hombre de quien me habla?

—No debe morir. Hay que salvarle.

—Nuestro deber es salvarlos a todos en cuanto ello sea posible.

Me acerqué a él y, asiéndole de un brazo, le sacudí. Adair me miró con expresión de burlona sorpresa.

—Por favor —añadí—. Le ruego que lo examine ahora mismo. Dígame que podrá salvarle. Tiene que salvarle la vida.

—¿Dónde está?

—Yo le acompañaré.

Me siguió a la sala y le guié hasta la cama en la que yacía William Clift. El examen duró un buen rato. Yo permanecí en silencio mientras los hábiles dedos del médico palpaban el cuerpo del herido.

—Tiene dos balas alojadas en el muslo —me dijo una vez allí—. La herida se está enconando. Tendría alguna posibilidad si se las sacáramos ahora mismo.

—Dele esta oportunidad, se lo suplico.

—Muy bien —dijo Adair, mirándome fijamente—. Le operaré enseguida. Usted le conoce. Será mejor que esté presente. Podría ser de ayuda.

—Sí —asentí con entusiasmo.

—Empiece a prepararle. Coloque un biombo alrededor de la cama. Tendré que operarle allí mismo. No disponemos de otro sitio.

—Iré ahora mismo.

Le di las gracias en silencio. A pesar de que sus experimentos me habían costado la vida de mi hijo, sabía que él podía salvar a William.

Fue una experiencia de lo más extraña. William estaba tendido semiinconsciente en la cama y no se percataba de lo que ocurría; me alegré de ello.

—Te vas a curar, William —le repetí una y otra vez en voz baja—. Volverás a casa junto a Lily y el niño, acuérdate de lo guapo que es. Lily está orgullosísima de él, y tú también lo estarás. Pronto volverás a casa, William.

No supe si comprendió lo que decía, pero pareció tranquilizarse.

Llegó el doctor Adair y, mirándome fijamente, me dijo:

—Preferiría que no comentara lo que está a punto de ver. Quiero que se quede aquí porque el paciente la necesita. Pero eso tiene que quedar entre nosotros… el médico, la enfermera y el paciente. Deme una taza —ordenó, sacándose un frasquito del bolsillo. Se la di y vertió el contenido en ella—. Levante la cabeza del paciente. —Así lo hice mientras éste se bebía el líquido—. ¿Cómo se llama?

—William Clift.

Inclinándose hacia William, el doctor Adair le dijo:

—William Clift, mírame. Mírame a los ojos. Mírame bien. ¿Qué es lo que ves? Ves mi mente. Voy a extraerte dos balas que tienes alojadas en el muslo. No sentirás nada, nada en absoluto. Tu amiga está aquí contigo, alguien a quien tú conoces muy bien. No sentirás absolutamente nada —añadió, mirando a William.

Éste cerró los ojos y pareció dormirse.

—Tenemos que actuar rápidamente mientras dura el efecto —me dijo el doctor Adair.

Yo temblaba de pies a cabeza y me sentía en presencia de un ser místico, cuyos heterodoxos métodos eran completamente distintos de los que yo conocía.

—Puede hablarle —añadió Adair—. Háblele de su mujer, de su hijo y de su casa…

—Nos iremos a casa, William —le dije al paciente—. Lily te espera. El niño estará muy crecido ya. Querrá ver a su padre. Lily desea verte, te espera en la tienda; volverás y ya no habrá más sangre ni más carnicerías. Estarás en casa y llevarás al niño al parque. El parque está ahora precioso y los domingos toca la banda.

Seguí hablándole de todo lo que se me ocurrió. Al volverme, vi los hábiles dedos del médico trabajando febrilmente. Adair extrajo una bala y la sostuvo en alto mientras esbozaba una sonrisa triunfal. Me sorprendió que William no se hubiera movido durante la operación.

—Siga hablándole —me ordenó Adair.

Así lo hice. Al poco rato, le oí lanzar un suspiro y, al volverme, observé que sostenía en la mano la segunda bala.

—Ya está hecho —dijo—. De momento, no sentirá dolor. Cuando despierte, siéntese a su lado. Si intenta hablar, contéstele. Empezará a notar el dolor aproximadamente dentro de una hora. Entonces, le administraré un calmante. En cuanto observe alguna señal de dolor, dígamelo. Yo estaré aquí, en la sala. No retire el biombo hasta que yo se lo mande.

Me senté al lado de William, dominada por un extraño alborozo. Era como si acabara de presenciar un milagro. Aquel hombre tenía poderes especiales. ¿Cómo dijo Philippe que era? Singular. Era cierto. Ahora había un secreto entre nosotros. No podía contarle a nadie lo que había visto.

Permanecí sentada casi una hora. Entonces vi que el rostro de William se deformaba en una mueca de dolor. Corrí en busca del doctor Adair. Se encontraba en la sala, tal como me había dicho.

—Ahora iré —me dijo.

Se acercó al lecho de William y, vertiendo unas gotas del frasco en una cuchara, se las dio a beber.

—Eso le aliviará durante unas horas —me explicó.

—¿Y después? —pregunté.

—Volverá a sentir dolor pero, cuanto más le calmemos, tantas más posibilidades tendrá de recuperarse Ahora ya puede dejarle. Tendrá, sin duda, muchas cosas que hacer.

—Gracias, doctor Adair —le dije.

No sé cómo pude trabajar aquel día. Miles de pensamientos se agitaban en mi mente. Recordaba la escena que había tenido lugar detrás del biombo, protagonizada por él, por mí y por el moribundo.

«¡Quiere hacer experimentos con nuevas sustancias! —pensaba—. ¿Por qué utiliza a los seres humanos como si fueran conejillos de Indias?». Y, sin embargo, si lograba salvar la vida de William…

No me lo podía quitar de la cabeza aunque, en realidad, llevaba haciendo eso desde que le conocí… e incluso antes.

No podía contarle a nadie lo ocurrido. Era un secreto entre él y yo.

Permanecí tendida en mi diván sin poder dormir y a la mañana siguiente, lo primero que hice fue ir a ver William Clift.

Estaba muy pálido y desmejorado.

Pero vivía.

Al llegar la noche, me pareció intuir que el doctor Adair me buscaba. Estando yo en la sala, le vi acercarse a William Clift para examinarle. Me dirigí al cuartito sin saber si entraría o bien pasaría de largo.

Se detuvo junto a la puerta y me miró sonriendo.

—Bueno —me dijo—, creo que conseguiremos salvar a nuestro paciente.

Exhalé un suspiro de alivio y, en aquel momento, me olvidé de la hostilidad que sentía hacia él.

—¿Está seguro?

—Nunca podemos estarlo —contestó haciendo un gesto de impaciencia—. Por el momento, se encuentra todo lo bien que cabe esperar, y eso ya es un progreso. Necesitará muchos cuidados —añadió, estudiándome con atención.

—Por supuesto.

—Anímele todo lo que pueda, háblele de su mujer y de su hijo.

—Lo haré —contesté con voz temblorosa.

Adair asintió en silencio y se fue.

Permanecí junto a William todo el tiempo que pude, curándole las heridas y hablándole de su casa. Poco a poco, apareció en sus ojos una expresión de esperanza.

Al cabo de una semana, el doctor Adair se cruzó conmigo en la sala.

—Creo que pronto podremos enviar a nuestro paciente a casa, junto a su mujer y a su hijo.

Jamás me había sentido más feliz desde la muerte de Julian.

*****

Durante los largos meses de verano, disminuyó el número de bajas que llegaban al hospital, casi todas ellas causadas más por la enfermedad que por las heridas de guerra. William Clift se recuperaba satisfactoriamente, lo cual significaba no muy deprisa, ya que, en caso contrario, le hubieran vuelto a enviar al frente. Estaba muy débil, pero su vida no corría peligro.

Ethel se había comprometido oficialmente en matrimonio y era muy feliz. Hablaba sin cesar de la granja y del campo, y yo me alegraba de que Tom se hubiera mostrado tan comprensivo cuando ella le contó su vida. Quería tener montones de hijos y ser dichosa para siempre.

Eliza estaba muy contenta. Descubrí que era una mujer que siempre necesitaba cuidar de alguien. Ahora que Tom ya cuidaba de Ethel, decidió concentrarse en mí. Era una de las pocas personas que conocían mi pasado. Aunque jamás traicionó mi confianza, aquel hecho modificó su actitud con respecto a mí.

Deseaba que encontrara un marido, conocía los sentimientos del doctor Fenwick hacia mí y los aprobaba. Era curioso que, siendo tan corpulenta y combativa, pudiera ser al mismo tiempo tan tierna y compasiva. Muchas enfermeras le tenían miedo, lo mismo que los pacientes, los cuales la obedecían sin rechistar. Todo el mundo la llamaba la Gran Eliza y yo la quería muchísimo.

Henrietta se encontraba de muy buen humor. Se sentía halagada por el hecho de que aquel pachá o sultán desconocido la hubiera elegido para su harén y comentaba a menudo el incidente. Hablaba de los misterios de Oriente y de lo mucho que le gustaría explorarlos. Afirmaba comprender la afición del doctor Adair por el tema y solía mencionarle muchas veces.

—Hoy le he visto —decía—. Desde luego, es un hombre impresionante. Nadie se atreve a desobedecerle porque sabe mandar. Te da la sensación de que es un ser superior. ¿Tú no lo crees así, ahora que le conoces mejor, Anna?

—No —replicaba yo—. Es un médico que se divierte haciendo experimentos y corriendo riesgos.

—Le salvó la vida al marido de Lily.

—A veces, los riesgos son fructíferos, aunque yo creo que quiso demostrarme lo inteligente que era.

—Eres injusta con él, Anna. Yo creo que es maravilloso y a menudo me río de nuestro proyecto. ¿Recuerdas lo que pensábamos hacer? Queríamos localizarle para denunciar sus imposturas y sus charlatanerías.

Guardé silencio.

—Todo era un juego, ¿verdad? Nunca lo pretendimos en serio. Hubiera sido imposible. Y luego, cuando le vimos en persona… A su lado, los demás parecen insignificantes. Bueno… no es eso exactamente. Charles es un hombre estupendo, pero…

—Prefieres a un pecador que a un santo.

—Los términos no encajan muy bien. Tampoco es que Charles sea un santo. El doctor Adair… Bueno, puede que… En cualquier caso, es el hombre más atractivo que jamás he visto —dijo Henrietta, cruzando los brazos sobre el pecho mientras ponía los ojos en blanco. Sus gestos, como su forma de hablar, eran a menudo exagerados. No dije más porque no me apetecía seguir hablando de Adair.

Eliza, por su parte, me habló de Henrietta.

—Estoy preocupada por ella —dijo—. Podría causarnos problemas. No es bueno que una joven se enamore tanto de un hombre como Adair. Mira lo que le pasó a la pobre Eth. El muy cerdo se largó y la abandonó con el hijo.

—¿Qué tiene eso que ver con Henrietta y el doctor Adair?

—Está enamorada de él y será como cera en sus manos.

—Vamos, Eliza, no te pongas melodramática.

—Conozco a los hombres. En mi oficio, no hay más remedio. Les encanta que los adoren. Después, cuando se cansan de la chica… se largan y sanseacabó. Pero, al principio, la cosa les divierte. No creo que su majestad sea distinto de los demás hombres. Y ella le da a entender que está a su disposición.

—No, Eliza, eso no es cierto. Lo que ocurre es que ambas hemos sentido siempre mucho interés por él.

—¿Tú también? —preguntó Eliza, mirándome severamente—. Te veo más juiciosa.

—Más juiciosa, ¿para qué?

—Para mantenerte lejos de hombres como él.

—Sí, Eliza, para eso soy juiciosa.

—El otro médico, en cambio, es un hombre muy simpático. Te aprecia mucho y tú tendrías que hacerle caso.

—Te agradezco el consejo, Eliza —le dije, conmovida—. Veo que nos quieres de verdad.

—Pues claro que os quiero. No deseo que ni tú ni Henrietta hagáis el ridículo con los hombres.

—Procuraremos no hacerlo.

Eliza sacudió la cabeza como dando a entender que no estaba muy segura de ello.

Pasó agosto y llegó septiembre. Todo el mundo estaba muy nervioso ante la perspectiva de tener que permanecer otro invierno allí.

Los rusos se encontraban en el límite de sus fuerzas, al igual que los franceses y los británicos. Fue entonces cuando tuvimos noticias de la encarnizada batalla que se libraba en Sebastopol.

No tuvimos que aguardar mucho tiempo para conocer el resultado. Llegó un mensajero y todo el mundo le salió al encuentro, lleno de emoción.

Los franceses habían tomado al asalto el fuerte Malakoff.

—Gracias a Dios —exclamamos, sabiendo que el fuerte era la clave de Sebastopol.

—Los rusos huyen de la ciudad, pero antes han prendido friego a todo lo que quedaba. La ciudad es una hoguera.

Todos nos abrazamos para celebrar la noticia. Llevábamos casi doce meses aguardando la caída de Sebastopol. Creímos que aquello era el final de la guerra.

*****

Así fue, aunque todavía quedaban algunos focos de resistencia. Nuestra misión tocaba a su fin. Todo el mundo hablaba de la vuelta a casa, pero el hospital estaba lleno de pacientes, algunos de ellos demasiado graves como para que les pudieran trasladar. No podíamos irnos todos y dejarlos abandonados. Se decidió que nos iríamos por etapas y que algunas nos quedaríamos hasta que no quedara nada por hacer.

A la vista de las excepcionales circunstancias, Ethel fue una de las primeras en marcharse. Aunque Tom ya estaba en condiciones de viajar, aún necesitaba algunos cuidados y Ethel le acompañaría para prestárselos.

Fui a despedirles en compañía de Henrietta y Eliza. Cuán distinta era Ethel de la chica que conocí al principio. Pensé que no hay mal que por bien no venga, puesto que la guerra había arrancado a Ethel de una vida desdichada que no hubiera podido durar mucho y le había ofrecido un futuro prometedor.

Ethel nos miró apoyada en el pasamano y nosotras permanecimos en el muelle hasta que el barco se perdió de vista. Después, regresamos al hospital en silencio, porque la emoción nos impedía hablar.

Le había escrito una carta a Lily que Ethel me prometió entregarle. En ella le anunciaba que William estaba bien y que yo lo tenía a mi cargo. Sin embargo, sabía que sólo la podría consolar el regreso de su marido.

El hospital era ahora distinto. Cada día se enviaba a algún hombre a casa. Sólo quedaban los pacientes más graves. Algunos se morirían, pero se esperaba que, en cuestión de unos meses, los demás pudieran volver a sus hogares.

Charles embarcaría con un grupo de heridos.

Acudió a verme para comunicármelo.

—Ojalá pudieras ir conmigo, Anna —me dijo.

—Pronto volveré a casa. Estoy cuidando a William Clift, que está muy recuperado, pero aún no puede viajar. Por consiguiente… todavía me necesitan aquí.

—Para ti el deber es siempre lo primero, claro.

No supe si eso era cierto. Aún no me apetecía marcharme. Había llegado allí con un propósito y éste aún no se había cumplido. No quería alejarme todavía del doctor Adair, aunque no estaba muy segura de lo que deseaba hacer.

Charles me besó con ternura.

—En cuanto regreses, iré a verte. Creo que, para entonces, ya habrás tomado una determinación.

—Si, Charles —contesté—, así es mejor.

—Todo será distinto en casa cuando volvamos a la normalidad.

—Ya no puede tardar mucho —dije.

Charles me habló de lo que haríamos en el campo. Primero, él echaría un vistazo a la situación. Elegiría el lugar con sumo cuidado, pero no haría nada sin consultarlo conmigo. Comprendí que sería un marido muy considerado y pensé que era una suerte que semejante hombre se hubiera enamorado de mí.

Le despedí en el puerto y enseguida empecé a echarle de menos. Era consolador sentirse amada, aunque no estuviera segura de corresponder a aquel amor.

Nuestra labor era ahora relativamente fácil y nos permitía tener más tiempo libre. A menudo, algunas de nosotras tomábamos unos caiques y nos íbamos a Constantinopla. La ciudad había cambiado y ya no se encontraba bajo la amenaza del enemigo. Las tiendas estaban más animadas y siempre había música por las calles. Muchas veces, íbamos a almorzar a algún restaurante o nos sentábamos a tomar un vaso de vino o un espeso café turco.

Nuestros uniformes inspiraban respeto. Gozábamos de muy buena fama y, aunque al principio muchos nos habían mirado con escepticismo, ahora ya no lo hacían.

Henrietta estaba más contenta que de costumbre, diría casi que eufórica.

—No sé cómo podré vivir en Inglaterra después de todo esto —me dijo un día—. Me gustaría adentrarme un poco más en Oriente. Hay muchas cosas que me interesan.

Philippe Lablanche aún se encontraba en Constantinopla y una o dos veces nos acompañó en nuestros recorridos por la ciudad. Iba a menudo al hospital y yo pensé que era por Henrietta. Ésta coqueteaba mucho con él, cosa que a Philippe le encantaba. Era una joven acostumbrada a ser el centro de la atención y disfrutaba mucho con ello.

Constantemente, le hacía preguntas a Philippe sobre las costumbres de aquella gente y, cuando él le describía sus viajes, se quedaba embobada, imaginándose a sí misma en el romántico oasis de algún desierto. Yo estaba segura de que seguía pensando mucho en el doctor Adair.

Una vez regresó de Constantinopla con un vestido de seda con calzones anchos ajustados a los tobillos.

—¿Por qué demonios te lo has comprado? —le pregunté.

—Porque me gusta.

—No te lo podrás poner.

—¿Por qué no? Me lo probaré y verás lo bien que me sienta.

Al cabo de unos instantes, apareció enfundada en el precioso vestido.

—Pareces la reina del harén —le dije—. Pero no te va el papel porque eres demasiado rubia.

—Las hay que son rubias. Algunas son esclavas procedentes de lejanos países.

—Henrietta —le dije—, eres completamente absurda.

—Ya lo sé. Pero resulta divertido ser absurda.

—Bueno, también puedes usarlo en un baile de disfraces. Para eso sería estupendo.

—Me resultará extraño volver a casa —dijo Henrietta, poniéndose súbitamente muy seria—. Imagínate, después de todo esto. ¿No crees que nos parecerá todo demasiado mundano?

La miré asombrada. Yo pensaba que, como todos, ella también deseaba regresar.

—No me digas que lamentarás dejar este hospital, las salas, los heridos, la imposibilidad de mantenerlo todo limpio, la sangre, el horror, el agotamiento y las condiciones en que hemos vivido. No me digas que no deseas volver a casa.

—Aquella vida es más cómoda, claro.

—¿Sólo eso? —le pregunté, riéndome.

—Aquí hay la posibilidad de que ocurra algo fantástico. ¿Qué hay en casa? Bailes, fiestas, salidas, reuniones con personas distinguidas. Aquí todo es más romántico.

—¡Me dejas de piedra, Henrietta! Yo creía que ansiabas regresar.

—Las cosas cambian —me dijo, sonriendo con la mirada perdida a lo lejos.

A los pocos días, Philippe nos visitó en el hospital y nos invitó a cenar con él aquella noche. Nos recogería a las seis y tomaríamos un caique para trasladarnos a Constantinopla, como de costumbre.

Yo lucía un sencillo vestido color verde pálido que elegí antes de emprender el viaje porque era fácil de llevar en la maleta. Era el único que tenía, aparte el uniforme, y no me lo ponía casi nunca porque el uniforme era una garantía de protección en caso de que nos encontráramos en algún apuro, tal como Henrietta y yo pudimos comprobar durante nuestra aventura por las calles de la ciudad.

Sin embargo, aquella noche nos acompañaba Philippe, que conocía muy bien las costumbres de Constantinopla.

Henrietta lucía una capa larga y, debajo de ella, llevaba el vestido turco. Estaba muy guapa con él. Su alegría contagiosa inducía a la gente a gozar de las mismas cosas que a ella le gustaban.

Cuando estábamos a punto de subir al caique, nos tropezamos con el doctor Adair.

—¿Van a cenar a Constantinopla? —nos preguntó. Philippe contestó que sí.

—¡Dos damas y un solo hombre! Eso no está nada bien. ¿Qué les parece si me incorporo al grupo?

Esa proposición nos sorprendió.

—¡Sería estupendo! —exclamó Henrietta, mirándole emocionada.

—Gracias —dijo el doctor Adair—. Entonces, asunto arreglado. Todo el mundo quiere aprovechar al máximo las últimas semanas —añadió el doctor Adair mientras la embarcación surcaba las aguas—. Pronto nos iremos todos.

—Algunos pacientes aún no pueden ser trasladados —le recordé.

—Es cuestión de tiempo —me contestó—. Me imagino que estarán ustedes contando los días que faltan.

Respondí que nos alegrábamos de que la guerra hubiera terminado y de que todo pudiera volver a la normalidad.

—La normalidad es siempre agradable… Por lo menos, cuando uno la recuerda del pasado o la espera en el futuro.

La travesía del Bósforo fue muy breve y enseguida desembarcamos. Otros caiques habían llegado al mismo tiempo y el muelle estaba abarrotado de gente. El doctor Adair me tomó de un brazo y Philippe hizo lo propio con Henrietta.

—Un momento —me dijo el doctor Adair en voz baja—. Mire hacia la otra orilla. ¿No le parece romántico? En la oscuridad, no parece el hospital que conocemos sino el palacio de un califa, ¿no cree? —añadió, esbozando una sonrisa medio irónica al tiempo que me miraba con expresión enigmática.

—Reconozco que tiene un aspecto muy distinto. —También reconocerá que es algo que nunca podrá olvidar.

Al volver el rostro, comprobé que habíamos perdido a Philippe y Henrietta.

—Es fácil perderse entre tanta gente. Ya les encontraremos —dijo Adair, mirando a su alrededor.

Pero no pudimos hallarlos.

Seguimos caminando por el muelle. El doctor Adair me miró con fingido pesar.

—No importa —dijo—. Creo que ya sé adónde pensaba ir Lablanche.

—¿Se lo dijo? Yo no lo oí.

—Bueno… Es que conozco su local preferido. Venga, los encontraremos allí. Deje eso de mi cuenta.

Me acompañó a un coche de punto, tirado por dos caballos. Nos sentamos en su interior e iniciamos nuestro recorrido por la ciudad. De noche, todo resultaba muy romántico. Yo no había superado el sobresalto de encontrarme a solas con él. Me habló con aire de persona experta en la arquitectura de la ciudad, tema que parecía dominar a la perfección; comparó la mezquita construida por Solimán el Magnífico con la del sultán Ahmed I. Ya habíamos cruzado uno de los puentes que conducían a la parte turca de la ciudad.

—Creo que aquí encontraremos a nuestros amigos —dijo Adair—. En caso contrario, tendremos que conformarnos el uno con el otro.

—Si lo prefiere, doctor Adair, puedo regresar a Escútari —le dije.

—¿Por qué? Yo pensaba que quería cenar fuera.

—Acepté la invitación del señor Lablanche pero, puesto que le he perdido…

—No se preocupe. Cuenta con otro protector.

—A lo mejor, tenía usted otros planes.

—Sencillamente, cenar fuera. Venga, entremos. Puede que los demás se nos hayan adelantado.

Descendimos del vehículo y nos metimos en un restaurante. Estaba un poco oscuro y había velas encendidas sobre las mesas. Un hombre con una espléndida librea azul y oro y una faja dorada se nos acercó ceremoniosamente. No entendí la conversación, pero observé que el hombre de la librea, probablemente un jefe de camareros, se mostraba sumamente servicial.

—Nuestros amigos aún no han llegado —me dijo el doctor Adair—. He pedido una mesa para dos y les esperaremos. Cuando lleguen, él les dirá que estamos aquí; en caso contrario, me temo, señorita Pleydell, que tendrá que conformarse conmigo.

Nos acompañaron a un reservado. Yo me sentía inquieta y alborozada a un tiempo. Había recorrido un largo y tortuoso camino para encontrar a aquel hombre y ahora le tenía, por fin, sentado ante mí.

—Espero que esté preparada para la comida turca, señorita Pleydell. Es distinta de la de casa… o de la que nos sirven en el hospital. Pero hay que ser audaz, ¿no le parece?

—Si, claro.

—No la veo muy segura de ello. ¿No es usted audaz?

—Debo de serlo, puesto que vine a esta guerra.

—En parte, estoy de acuerdo. Pero usted es una persona con vocación de enfermera y se iría a los confines del mundo, si fuera preciso. ¿Le apetece el caviar? En caso contrario, hay un plato muy sabroso de carne con pimientos, aderezada con toda clase de salsas.

—Para que no me juzgue poco audaz, lo probaré —dije.

—Muy bien, y, de segundo, le sugiero el pollo circasiano. Se guisa con una salsa de nueces.

—¿No cree que deberíamos esperar a los demás?

—Oh, no…

—Pero es que yo era la invitada del señor Lablanche.

—Él ya tiene a la bulliciosa Henrietta para divertirse.

—¿Cree de veras que vendrán aquí?

—Cabe la posibilidad. No conozco todos los restaurantes de Constantinopla pero, por lo menos, éste es uno de los más famosos. Por consiguiente, puede que vengan.

—Usted me dijo antes que éste era el restaurante preferido de monsieur Lablanche.

—Es un hombre de gustos refinados y estoy seguro de que conoce este local.

—Su respuesta es un poco vaga. Antes me dio otra impresión.

—Las impresiones nos las creamos nosotros mismos, señorita Pleydell. Pero ¿qué importa ahora eso? Estamos aquí, cenando à deux. Es una buena ocasión para poder conversar.

—¿Cree usted que tenemos algo de que hablar?

—Mi querida señorita Pleydell, seríamos dos seres muy aburridos si no tuviéramos nada de que charlar durante una corta velada. Hemos trabajado juntos… Usted ha sacado sus propias conclusiones sobre mí…

—Y usted, las suyas. Siempre y cuando se haya fijado en mi humilde persona.

—Soy un hombre muy observador y pocas cosas se me escapan.

—Sin embargo, algunas deben de ser demasiado insignificantes como para que usted se dé cuenta de ellas.

—Le aseguro que no, señorita Pleydell.

El hombre de la faja dorada se acercó en compañía de otro camarero vestido con más discreción. El doctor Adair pidió el menú y eligió el vino. Poco después, nos sirvieron el primer plato.

—Por usted —dijo Adair, levantando la copa— y por todos los ruiseñores que dejaron su hogar y cruzaron los mares para cuidar a nuestros soldados.

—Y por todos los médicos que también vinieron —contesté yo, levantando la mía.

—Su primer protegido ya estará camino de casa —dijo Adair.

—Ah, se refiere usted a Tom. Sí. Ya está de camino con Ethel. Piensan casarse muy pronto.

—¿Y ser eternamente felices?

—Eso esperan. Él tiene una granja y Ethel es una chica de campo.

—¿Y el segundo?

—William Clift se recupera lentamente.

—Se salvó por un pelo —dijo el doctor Adair, mirándome fijamente.

Nos trajeron el pollo circasiano y preferimos guardar silencio mientras nos lo servían.

—Estoy seguro de que le encantará —añadió el doctor Adair, llenándome la copa—. Sí, deseaba hablar con usted sobre William Clift. —Arqueé las cejas—. Parece sorprendida.

—Estoy sorprendida de que me considere digna de comentar con usted el estado de un paciente. Creía que, en su opinión, las enfermeras tenían que estar en su sitio y limitarse a obedecer las órdenes de los médicos y realizar las tareas más humildes.

—Bueno, ¿y acaso no es así? Eso no tiene nada que ver con mi deseo de hablar de William Clift con usted. Sus heridas están sanando. Estaba al borde de la muerte, pero sobrevivió y, a su debido tiempo, se recuperará por completo y vivirá probablemente muchos años. Estuvo en un tris de morir, ¿sabe?

—Sí, lo sé.

Las balas estaban profundamente alojadas y las heridas ya habían empezado a enconarse. Fue un trabajo muy delicado.

Le miré en silencio y pensé: «No me equivocaba con respecto a él. Quiere que le alaben. Busca constantemente la gloria del doctor Adair».

—Recordará usted, sin duda, que utilicé métodos muy poco ortodoxos. Fue una suerte ya que, en caso contrario, a estas horas William Clift habría muerto.

—Le dio a beber una sustancia…

—Hice más que eso. Le sometí a hipnosis, un método no siempre aprobado por los profesionales de la medicina. Pero es que mis métodos no siempre coinciden con los que suelen emplearse y, por esta razón, soy un médico distinto.

—Lo sé.

—Yo creo que el dolor retrasa la curación. Hay que evitar que el paciente sufra dolor, siempre que ello sea posible. Cuando el cuerpo sufre, el restablecimiento se retrasa. Yo sería capaz de utilizar cualquier método con tal de eliminar el dolor.

—Me parece un empeño muy encomiable.

—Sin embargo, algunos médicos no están de acuerdo con ello. Mejor dicho, no algunos sino muchos. Creen que el dolor es una especie de justo castigo de Dios. «¡Que haya dolor, y hubo dolor!». Yo soy contrario a esta opinión. He viajado por Oriente y no desdeño los métodos que difieren de los nuestros. Hemos avanzado mucho en determinados campos pero, en otros, estamos muy por detrás de otros pueblos que, en comparación con nosotros, se consideran primitivos. ¿La aburro, señorita Pleydell?

—En absoluto. Todo eso me parece muy interesante.

—Usted fue testigo de lo que ocurrió con William Clift. Yo le salvé la vida. De no ser por mí, hubiera muerto, su amiga Lily se hubiera quedado viuda y el niño sería huérfano.

«¿Por qué se vanagloriaba tanto?», pensé. No cabía duda de que tenía razón porque hizo una labor maravillosa, aunque le quitaba todo el mérito con tanto presumir.

Le dormí para poder operarle sin que su cuerpo opusiera resistencia. Es un método que aprendí en Arabia, pero no puede utilizarse a la ligera. Lo uso tan sólo cuando es estrictamente necesario. Usted, señorita Pleydell, insistió mucho en que salvara la vida de aquel hombre. Tenía que demostrarle que podía hacerlo. Y lo hice.

—No acierto a comprender por qué tenía que demostrármelo a mí, una simple enfermera que a veces puede ser útil, pero que, en general, es un estorbo.

—Es usted demasiado modesta y creo que la modestia no forma parte de su naturaleza. ¿Le gusta el pollo?

—Sí, muchas gracias. No soy modesta, pero es que usted ya expresó con toda claridad lo que pensaba de nosotras.

—En tal caso, ¿por qué me tomo la molestia de contarle estas cosas?

—¿Tal vez porque le gusta que todo el mundo sepa lo inteligente que es?

—Cierto. Pero no necesito subrayarle este hecho porque usted ya lo sabe.

De repente, me eché a reír y él se rió conmigo.

—Vamos al grano —añadió—. Me parece que, antes, se había formado usted muy mala opinión de mí. Pensó que había abandonado mi puesto para ir a divertirme. La acompañaron donde yo estaba y me sorprendió vestido de nativo. ¿Qué pensó?

—Que se había tomado un respiro del duro trabajo del hospital.

—Lo sé. Por eso quiero explicárselo. Dígame, ¿pensó acaso que tenía un harén oculto en alguna parte y que vivía una existencia sibarítica, entregado a toda clase de vicios?

—Había leído sus libros, ¿sabe?

—Eso es muy amable de su parte.

—En absoluto. Me los dieron y quedé fascinada por sus aventuras y la clase de hombre que usted era.

—Cometí una imprudencia al presentarme ante ustedes de aquella manera. Tal como he descrito en mis libros, viví entre los nativos. Sólo convirtiéndote en uno de ellos puedes llegar a conocerlos. He aprendido muchas cosas por este medio. Cuando la llevaron a aquel lugar, yo estaba a punto de emprender una misión. Como usted sabe, en el hospital nos faltaban muchos suministros. ¿Recuerda al paciente a quien amputé la pierna? ¿Se imagina el sufrimiento que experimentaría aquel hombre sin que nada pudiera aliviar su dolor? ¿Qué posibilidades de recuperación tenía? Muy pocas. Y, sin embargo, si no le hubiera amputado la pierna, su muerte era segura. Había una pequeña esperanza. Ciertos medicamentos hubieran aumentado sus posibilidades. Así quería yo llevar a cabo las operaciones. Por consiguiente, me fui a buscar los medios para anestesiar a los pacientes. Sabía dónde conseguirlos. Las drogas. Drogas para sedar a los pacientes, mi querida señorita Pleydell, no las que se utilizan habitualmente en los hospitales. Sin embargo, estas drogas sólo se las facilitan a los que son como ellos. No es tanto una cuestión de atuendo o de lenguaje como de actitud. Me conocen tanto como a ellos mismos. Se fían de mí. Si no hubiera emprendido aquella pequeña expedición (cuando usted creyó que había abandonado mi puesto para ir a divertirme a un harén), no hubiera podido salvar la vida de su amigo William Clift.

—Siento haberle juzgado erróneamente.

—No se preocupe, está perdonada.

—Debido a la ignorancia, es muy fácil llegar a conclusiones erróneas y culpar a la gente de ciertas cosas.

—Lo comprendo. Y ahora, ¿ha cambiado de opinión con respecto a mí?

—Yo no tengo por qué formarme ninguna opinión —contesté en tono vacilante—. Lo hice tan sólo por ignorancia, tal como usted lo ha indicado.

El camarero retiró los platos y nos sirvió un pastel hecho con nueces y miel llamado baclava, y una bandeja de frutas confitadas.

—Ha sido una cena deliciosa —dije.

—Estoy de acuerdo. Pero prefiero que hablemos de nosotros y no de la comida —contestó el doctor Adair, apoyando los codos sobre la mesa sin dejar de mirarme a los ojos.

—Doctor Adair, no estará intentando hipnotizarme, ¿verdad? —le pregunté.

—Me temo que no sería muy fácil. Usted opondría resistencia. El pobre William Clift no se hallaba en condiciones de hacerlo. Pero usted, con este aspecto tan saludable que tiene a pesar de su trabajo en el hospital, no me lo permitiría.

—Si me sometiera, ¿qué haría usted?

—Tratar de apartarla de sus convencionales ideas.

—¿Convencionales? Creo que soy precisamente todo lo contrario.

—Descubriría el secreto del ruiseñor. Supongo que no le sorprenderá.

—Lo que me sorprende es que usted me preste atención.

—No, señorita Pleydell, mi pequeño y querido ruiseñor, usted sabe que eso no es cierto.

—En realidad, no lo sé. He observado que usted no parecía fijarse demasiado en las enfermeras.

—Pues me fijaba en todas y, especialmente, en usted.

—¡No me diga!

—Usted me interesaba porque estoy seguro de que oculta algo. Me gustaría saber qué es. Me pregunta qué haría si pudiera controlar su mente. Pues le diría: Cuéntemelo todo, dígame qué le ocurrió y qué la ha convertido en lo que es.

—¿Qué cree usted que me ocurrió?

—Eso es un secreto. Debió de sucederle algo muy grave, algo trágico de lo que echa la culpa a alguien. Me gustaría saber qué es.

Empezaron a temblarme los labios. O sea, que se me notaba sin que yo me percatara de ello. Acudieron a mi mente los recuerdos del monasterio y de la muerte de Julian. Y este hombre había estado allí.

Mi secreto era la venganza. Y ahora le tenía frente a mí y era su invitada. No sabía por qué razón todo era tan distinto a como yo lo imaginé. No sabía qué pensar ni de él… ni de mí.

—Si hablara, se sentiría mejor —me aconsejó el doctor Adair.

Moví la cabeza en silencio.

—¿Qué tal el baclava?

—Es muy dulce.

—A los turcos les encantan las cosas dulces. Pruebe una de estas confituras. También son muy dulces, como todo lo que comen aquí.

«Sabe demasiado —pensé—. ¿Cómo ha podido descubrir que había una tragedia en mi pasado? Sólo Eliza y Henrietta la conocían. Eliza jamás tuvo el menor contacto con él… y no hubiera sido capaz de traicionar mi confianza. ¿Y Henrietta? Experimenté una punzada de inquietud al recordar que ésta hablaba sin cesar de él. Qué contenta se había puesto aquella noche cuando Adair propuso acompañarnos».

Decidí cambiar de tema y empecé a comentar sus libros.

—¿Se los dio alguien? —me preguntó.

—Un amigo suyo de Inglaterra, pero de eso hace ya mucho tiempo. Se trata de Stephen St. Clare.

—Ah, sí, Stephen. Es un gran amigo mío. Vivían en una casa preciosa en el campo. ¿Estuvo usted allí alguna vez?

—Pues sí.

—El pobre Stephen murió… y su hermano también. Fue un caso muy triste.

—¿El hermano? —repetí con un hilo de voz.

—Sí. Murió. Usted, que conocía a la familia, sabrá probablemente que Aubrey se drogaba. Llevó las cosas demasiado lejos. Y, además, fue muy desdichado en su matrimonio.

—¿Ah, sí?

—Sí… Se casó con una chica muy frívola que no era apropiada para él. Creo que la conoció en la India.

—¿Llegó a conocerla usted?

—No, pero me contaron la historia. Pobre chico. Tenía un carácter muy débil. Cometió un error. Una esposa como es debido le hubiera podido salvar.

—¿De veras?

Me indignaba por momentos, pero me veía obligada a disimular porque a Adair no se le escapaba nada.

—Una mujer casada con semejante hombre hubiera tenido que hacer todo lo posible por ayudarle. En su lugar, le abandonó… y se largó. A partir de aquel momento, él se hundió cada vez más y, al fin, la droga acabó con él. El hijo también murió.

Me agarré con fuerza a la mesa. Tenía que conservar la calma. Hubiera querido gritarle: «Yo le contaré mi versión de la historia».

—En realidad —añadió Adair—, yo estaba allí por casualidad cuando ocurrió. Tenían una niñera que era una inepta. La esposa se había ido a Londres y el niño quedó abandonado. No hubieran tenido que dejar al chiquillo al cuidado de aquella niñera borracha.

—Pero a usted le llamaron…

—Demasiado tarde. El niño ya había muerto cuando le vi.

Le miré con incredulidad.

—¿Por qué le interesa tanto todo eso? —me preguntó.

—O sea que él murió y el niño también —dije—. ¿Qué ocurrió con la esposa?

—Creo que se fue a vivir a Londres. Querría alternar en sociedad.

Hubiera deseado pegar un puñetazo en la mesa y abofetearle. Era espantoso que me culparan de lo ocurrido y, sobre todo, descubrir que mi querido Julian ya estaba muerto cuando llegó el demoníaco médico, caso de que ello fuera efectivamente cierto.

En su opinión, yo me había comportado como una mujer frívola que había abandonado a su hijo para irse a Londres y que no había prestado a su marido el apoyo que tal vez hubiera podido salvarle. ¿Cuántas personas debían de creer lo mismo? ¿Cómo podía yo hablarle de aquellas horribles orgías en la cueva, de los horrendos ritos que allí se celebraban, de mi angustia al descubrir la clase de hombre con quien me había casado y del motivo de mi viaje a Londres?

¿Cómo se atrevía a interpretar la historia con tanta crueldad?

—¿Le pasa algo, señorita Pleydell?

—No, claro que no.

—Estos dulces en forma de corazón son deliciosos. Pruebe uno.

—No, gracias.

—Ah, aquí está el café.

Nos lo sirvieron en tazas doradas y sobre una bandeja de latón. Traté de serenarme. Mil pensamientos se arremolinaban en mi mente. El hecho de comentar con Adair aquellos desdichados acontecimientos me trastornó profundamente y a punto estuvo de hacerme perder los estribos.

—¿Por qué se empeñó en ser enfermera? —me preguntó Adair, mirándome a los ojos.

—Me sentí obligada a hacerlo. —Hubiera deseado gritarle: «¿Qué sabe usted sobre lo que ocurrió en el monasterio? ¿Cómo podía quedarme? La salvación de Aubrey era imposible. Ya había llegado demasiado lejos. Mi permanencia allí no le hubiera servido de nada. Tenía que irme. No podía soportar el dolor que me había producido la pérdida de mi hijo. ¿Cómo se atreve usted a suponer que yo era frívola e indiferente?». En su lugar, añadí—: Creí que yo tenía un don especial. A usted le parecerá absurdo pero, cuando tocaba a una persona, se producía una reacción. Creí que tenía poder para sanar.

—Estas manos —dijo Adair, tomándolas entre las suyas—. Son preciosas. Manos pálidas… y, sin embargo, fuertes y mágicas.

—Se burla usted de mí.

Sin soltármelas, Adair me miró a los ojos. Yo conocía el poder de aquellos profundos ojos oscuros. Viví un momento de pánico, temiendo que me fuera a arrancar el secreto.

—Oh, no, de ninguna manera —dijo—. Ya le he dicho que conozco la mística oriental. Creo que ciertas personas se hallan dotadas de extraños poderes. La he visto a usted en el hospital. Sí, tiene un toque sanador. ¿Por qué quiso ser enfermera?

—Me sentí en el deber de serlo. Quería hacer algo útil en la vida.

—¿A causa de lo ocurrido?

—¿Qué quiere usted decir?

—El secreto, pequeño ruiseñor.

—Tiene usted mucha fantasía —contesté, tratando de reírme.

—Eso no es cierto. Aquí hay algo. Cuéntemelo. Puede que sea beneficioso.

—Beneficioso, ¿para quién?

—Para usted o, tal vez, para mí.

Sacudí la cabeza y retiré las manos que él sostenía aún entre las suyas.

—Es usted muy reservada.

—¿En qué sentido?

—Creo que recela de mí.

Me encogí de hombros y solté una carcajada.

—No quiere que averigüe lo que usted intenta ocultarme.

—¿A usted? ¿Y por qué iba a ocultarle algo a usted?

—Eso es lo que yo quiero que me diga. Mi querido ruiseñor, ahora no estamos en las salas del hospital. Somos libres… Por lo menos, esta noche.

—Y eso, ¿qué significa?

—Que no hay ningún deber que nos pueda apartar de este agradable encuentro. Me alegro de haber perdido a nuestros amigos. ¿Usted no?

—Yo… Pues…

—Vamos, diga la verdad.

—Ha sido interesante cenar con usted. Pero creo que lo hubiéramos pasado bien con ellos.

—Dos es mucho más cómodo que cuatro. Dos personas pueden hablar con más intimidad. Con cuatro, suele haber dos conversaciones simultáneas. No, yo lo prefiero así y me alegro. Creo que, con un poco de tiempo, conseguiría descongelarla.

—Yo no estoy congelada.

—Sí lo está. Está congelada en un secreto que gobierna toda su vida y quiere sublimar sus impulsos naturales, convirtiéndose en enfermera. ¿Qué hará usted cuando vuelva a Inglaterra? ¿Unirse a la señorita Florence Nightingale? Tengo entendido que está haciendo grandes cosas en Londres. ¿O tal vez se casará con Charles Fenwick?

—¿Cómo sabe usted tantas cosas sobre mis asuntos?

—Ya le he dicho que mantengo siempre los ojos abiertos y, siendo Charles uno de los médicos del hospital, es lógico que sepa algo. ¿Piensa usted casarse con él?

—No lo sé. No estoy segura de ello. Aquí todo es muy distinto. Creo que no debo tomar una decisión hasta que vuelva a casa y reanude mi vida habitual. Quiero utilizar, de alguna forma, mis dotes de enfermera.

—¡Qué cautelosa es usted! ¿Nunca actúa impulsivamente?

—Creo que lo hago muy a menudo.

—Me alegro —dijo Adair, mirándome a los ojos.

—¿Por qué?

—Porque eso es, a veces, muy estimulante. O sea que se casará con el doctor Fenwick. Me ha dicho que piensa ejercer tranquilamente la medicina en el campo porque eso le permitirá permanecer más tiempo al lado de su mujer y de sus hijos. La vida de un médico rural en Inglaterra puede resultar muy agradable.

—Y usted, ¿cómo lo sabe?

—A través de la observación. Pero no sé por qué me parece que usted no encajaría mucho en esta vida tan sosegada. Presiento que necesita algo más. Nuevas experiencias, aventuras tal vez… Claro que también podría instalarse cómodamente en una casita de campo y no conocer jamás otras cosas. Dicen que nunca se echa de menos lo que no se tiene. Pero usted, señorita Pleydell… No sé, tengo mis dudas. Lo que ocurrió en su pasado la ha convertido en una joven no tan convencional como aparenta.

—¿De veras? ¿Es eso fruto de sus perspicaces observaciones? Yo creo que lo es más bien de su imaginación, aunque me halaga que preste usted tanta atención a mis asuntos.

—Aún se sentiría más halagada si supiera lo mucho que pienso en ellos. No se sorprenda demasiado —añadió al ver que yo enarcaba las cejas—. Como ya sabe, siento un especial interés por usted.

—Supongo que eso no son más que corteses cumplidos que se dirigen a una persona con quien no merece la pena conversar en serio.

—Espero no haberle causado semejante impresión esta noche.

Yo le miré sin decir nada.

—Pronto saldremos de aquí. Para mí, ha sido una velada muy agradable. Quisiera que no terminara jamás.

—Le agradezco que me haya invitado a cenar. No sabía que iba a ser usted mi anfitrión.

—¿Hubiera rechazado la invitación de haberlo sabido?

—Puesto que había aceptado la de monsieur Lablanche.

—No me refería a eso. ¿Me tiene usted miedo?

—¿A usted? ¿Y por qué?

—Por alguna razón especial, tal vez.

—Ahora el misterioso es usted.

—Mi querido ruiseñor, ¿acaso no soy siempre misterioso? Sin embargo, ahora creo que no tanto porque usted ya sabe lo que pienso. Me parece que usted y yo deberíamos conocernos mejor. Al fin y al cabo, hemos trabajado juntos en el hospital.

—¡Juntos! Me halaga usted. Yo me limitaba a obedecer órdenes.

—Pero, aun así, estábamos juntos —dijo Adair, extendiendo una mano sobre la mesa—. No se encierre en este secreto suyo del pasado. Sáquelo afuera. Hablemos de él. Permítame demostrarle que vale para algo más que para ser enfermera. Es usted una mujer… y muy atractiva, por cierto.

—¿Qué me está diciendo? —pregunté mientras el rubor me encendía las mejillas.

—Que contemple la vida tal y como es, que no se prive de lo que le pertenece.

—No creo haber renunciado a nada.

—Permítame decirle que la conozco muy bien. Es una mujer como las demás y, en esta era victoriana tan llena de restricciones y represiones, muchas mujeres no se atreven a ser ellas mismas. Tratan de estar a la altura del frío ideal que les proponen, pero el caso es que a los hombres les conviene que haya esta clase de mujeres en la sociedad, siempre y cuando haya otras que satisfagan mejor sus necesidades. Les exigen que repriman sus emociones y los impulsos naturales de los que nunca deberían avergonzarse. La he estado observando. Es usted una mujer sana y normal, capaz de sentir profundas emociones que ha reprimido por medio de su vocación de enfermera. La he visto trabajar como si en la vida no hubiera otra cosa. Lucha contra algo que quiere mantener a raya. Si me contara este secreto, lo podríamos analizar juntos y convertirnos en auténticos amigos.

—¡Auténticos amigos! —repetí, mirándole fijamente.

—Amigos sinceros, de esos que no se ocultan ningún secreto. Nos iremos de aquí y vendrá usted conmigo…

Comprendí a qué se refería y me ruboricé sin poder evitarlo. El vio mi turbación y esbozó una sonrisa.

Me consideraba una mujer reprimida. Los acontecimientos habían tomado un sesgo inesperado.

Adair era un ser perverso. Quise olvidarlo porque había salvado la vida de William Clift. Pero ¿por qué lo hizo? No por bondad, sino para demostrar que era omnipotente.

—Doctor Adair —dije medio levantándome de la silla—, deseo regresar al hospital.

—Veo que no me equivocaba —dijo él, mirándome inquisitivamente—, pero no sabía que había levantado a su alrededor una muralla impenetrable.

—Utiliza usted una metáfora un tanto oscura. Soy perfectamente libre, soy dueña de mi vida y sé que no deseo proseguir esta conversación. Gracias por la cena. Y ahora, por favor, si me indica el camino de regreso, me despediré de usted.

—No puede recorrer sola las calles de Constantinopla a estas horas de la noche.

—Estaré más segura…

—¿Más que conmigo? No lo creo. No deseo imponerle mi compañía. Podría obligarla, pero eso ya es otra cosa. Venga, nos iremos, veo que está muy nerviosa. Me considera un villano seductor, ¿no es cierto? Siempre he intuido su hostilidad y estoy muy intrigado. He intentado hacerla cambiar de opinión, pero no lo he conseguido. Le tengo un gran aprecio, señorita Pleydell, pero he fracasado… por esta noche. Se ha perdido la primera batalla, pero las primeras batallas no son decisivas para el resultado final.

—Cualquiera diría que hay una guerra declarada entre nosotros.

—Más bien sí. De todos modos, descubrirá que soy un conquistador magnánimo y que las condiciones de paz serán completamente de su agrado.

—Eso son tonterías.

Al ver la mirada de sus ojos, comprendí que no me había equivocado en cuanto a sus intenciones.

Quería irme, estar sola, pensar en la conversación que habíamos mantenido durante la cena y descubrir su auténtico significado.

Adair se levantó al mismo tiempo que yo y el hombre de la llamativa librea nos acompañó a la puerta e hizo una reverencia. Poco después, cruzamos el puente para trasladarnos a la Constantinopla cristiana.

—Bastará con que me acompañe a los caiques —le dije.

—De ninguna manera. La acompañaré hasta la puerta del hospital.

—No es necesario.

—Pero yo lo haré.

No dije nada, pero vi que no me quitaba los ojos de encima. Bajo su burlona mirada, me sentía inquieta y en cierto modo impura. No sabía si había interpretado bien sus palabras, pero era un hombre tan perverso que no me cabía la menor duda de que sí.

Llegamos a la ladera que conducía al hospital; allí, le di las gracias por su invitación con toda la circunspección que pude.

—Hemos llegado al término de una velada que hubiera podido ser muy distinta —dijo Adair—. De una persona tan convencional como usted no se podía esperar otra cosa que no fuera una velada convencional.

—Sólo podía haber un final —contesté—. Muchas gracias.

—No podía haber sólo uno, señorita Pleydell —dijo él, sin soltarme la mano.

—El único posible, por lo que a mí respecta.

—No importa —dijo Adair—. Eso no es más que el principio.

Di media vuelta y me marché.

Al llegar al hospital, corrí al dormitorio y lamenté no poder estar sola. Ahora, había mucha menos gente y disponíamos de más espacio pero, aun así, carecíamos de intimidad.

Eliza ya estaba acostada en su diván, y abrió los ojos cuando entré.

—¿Dónde está Henrietta? Os vi salir juntas.

—¿Aún no ha vuelto?

—No.

—Nos separamos. El doctor Adair se unió al grupo y perdimos a Henrietta y Philippe Lablanche.

—O sea que… has estado sola con el doctor Adair —dijo Eliza, incorporándose sobre un codo.

—Estoy muy cansada, Eliza —contesté, asintiendo con la cabeza.

—Ya —murmuró ella, tendiéndose de nuevo sin decir palabra.

Me acosté y seguí pensando en la cena y en lo que Adair me había dicho sobre Aubrey. Era totalmente injusto. ¿Quién le habría hecho creer semejante cosa? Y aquella velada alusión que me hizo. Les debía de decir lo mismo a todas las mujeres. Nos consideraba unas esclavas porque había asimilado las ideas de Oriente. Yo había visto a las mujeres enfundadas en largos ropajes y con los rostros cubiertos… para que sólo se los pudieran ver sus amos. Las mujeres únicamente estábamos en el mundo para satisfacer los deseos de los hombres y, sobre todo, de los hombres como el doctor Adair. Por casualidad, él y yo nos habíamos quedado solos. Pero ¿fue casualidad o él se las arregló para que perdiéramos a los demás? Pensó que yo sería una presa fácil. Me consideraba una mujer reprimida y decía que sublimaba mis instintos naturales a través de mi labor de enfermera. ¡Qué descaro! Y, no contento con ello, aludió a la posibilidad de que existiera algún tipo de relación entre nosotros. El odio que experimentaba hacia él creció de punto.

Me sentía dolida y trastornada por sus comentarios acerca de mi matrimonio.

Henrietta regresó mucho más tarde.

Se inclinó hacia mí para ver si dormía y yo simulé que lo hacía. Sabía que me haría preguntas sobre la velada y yo necesitaba estar un poco más tranquila para contestarle.

Al día siguiente, no pude escabullirme. Henrietta quiso que se lo contara todo.

—¿Qué ocurrió? Desaparecisteis en un santiamén.

—No sé lo que ocurrió. Os perdimos de vista enseguida.

—Philippe se abrió paso entre la gente y yo pensé que nos seguíais.

—Recuerdo que nos volvimos a contemplar la otra orilla.

—Debió de ser en aquel momento. Oh, Anna, ¿qué pasó?

—El doctor Adair creyó que estaríais en un restaurante que, según él, era el preferido de Philippe. Nos fuimos allí y cenamos solos.

—¡Sola con el doctor Adair! ¡Oh, Anna, qué emocionante!

Guardé silencio.

—Adair es un hombre extraordinario. Philippe es muy simpático, desde luego, pero… ¿Qué pasó?

—Cenamos, charlamos un rato y volvimos a casa, eso es todo. Regresé mucho antes que tú.

—Sí, dormías como un tronco. ¿De qué hablasteis?

—Pues… del hospital.

—Lo más lógico hubiera sido hablar de otras cosas.

—Bueno, él es médico y todo eso es muy importante para él.

—Debió de ser estupendo. Yo que tú, me hubiera emocionado. Porque, con todas las aventuras que ha vivido Adair y con el harén que tiene, imagínate. Me hubiera encantado hablar con él de todo eso.

—Tú siempre hablas por los codos con todo el mundo.

—Sobre todo, con el doctor Adair —dijo Henrietta, echándose a reír—. Creo que es un hombre sorprendente… Al fin, no pude resistir tantos elogios y le dije a Henrietta que tenía trabajo en las salas.

Aproximadamente una semana más tarde, nos comunicaron que regresaríamos a casa. Casi todos los heridos serían trasladados a Inglaterra, menos unos cuantos que estaban muy graves.

A medida que se acercaba el día de la partida, observé que Henrietta estaba cada vez más apática e intuí que no deseaba marcharse.

Eliza lo observó también y me habló de ello.

Creo que estaba preocupada por mí. Insistía en que me casara con el doctor Fenwick, que eso sería lo mejor para mí.

—Ya te he dicho muchas veces que tú eres una de esas mujeres que necesitan tener hijos y, de esta forma, los conseguirás —me decía—. Ya sé que el doctor Fenwick no te parece un hombre maravilloso, pero la vida no es así, créeme. Si lo sabré yo. Cuando se presenta una buena oportunidad, hay que atraparla enseguida para que no se escape. Las buenas ocasiones no abundan demasiado.

Nunca me había importado que se entremetiera en mis asuntos. Me gustaba sentirme bajo la protección de la Gran Eliza.

Sentía curiosidad por saber lo que ella pensaba hacer cuando regresara a Inglaterra, y se lo pregunté.

—Puede que me vaya a trabajar a uno de esos hospitales de que tanto se habla —me contestó, encogiéndose de hombros—. Me parece que he adquirido mucha experiencia aquí. O eso, o mi oficio de antes. ¿Quién sabe? La decisión está en el aire.

—Pero ¿dónde vivirás cuando vuelvas?

—Alquilaré una habitación en alguna parte. Siempre hay habitaciones.

—Eliza, vuelve conmigo y con Henrietta. Tengo sitio suficiente en mi casa.

—¿Cómo? ¿Vivir en tu casa? Tú estás loca. ¡Las mujeres como yo no pueden vivir en tu casa!

—Mi querida Eliza, yo elijo a mis huéspedes y tengo en casa a quien me apetece.

—No —dijo ella, echándose a reír—. Cuando vuelvas a casa, será distinto, ya lo verás. Los amigos de aquí no serán los amigos de allá. Aquí, todas somos iguales y hacemos lo mismo. Cuando vuelvas a casa, lo verás desde otro punto de vista.

—Lo veré como yo quiera, Eliza. Y ahora te pido que vengas a vivir conmigo y te quedes en mi casa hasta que decidas qué quieres hacer. Podríamos irnos a trabajar juntas a un hospital.

—Tú no harás semejante cosa. Tú te casarás con el doctor Fenwick.

—Eliza, dime, por favor, que vendrás a vivir con nosotras. Iremos a ver a Ethel al campo.

—Sería bonito hacerlo.

—Entonces, todo arreglado.

—Eres un caso —dijo Eliza, frunciendo el ceño—. Espero que te vaya bien con el doctor Fenwick.

—Será lo que Dios quiera.

—Hubo un instante en que temí que te hubieras enamorado del doctor Adair… como Henrietta.

—¿De él? ¡Ni pensarlo! Está muy encumbrado.

—Eso no importa. Creo que es un mal bicho. Quiere ser siempre el número uno en todo.

—Tienes razón.

—Pero, por otra parte, también tiene sus cualidades. Las mujeres se enamoran de él como locas por su cara morena y por ese misterio oriental que le rodea. Una adivina, en cierto modo, la vida que habrá llevado.

—Me parece que a ti también te ha hecho tilín.

—Ése le hace tilín a cualquiera. La que me preocupa es Henrietta. Tú tienes más sentido común porque te han ocurrido muchas cosas. Estuviste casada y ya sabes lo que es eso. Pero Henrietta no es más que una chiquilla. Es inocente… Un poco como Ethel, pero de otra manera, tú ya me entiendes.

—Creo que Henrietta sabe cuidar de sí misma. Aunque parezca frívola y atolondrada, en realidad es muy lista.

—No lo sé. Las chicas hacen cosas muy raras por los hombres, y con un hombre así, nunca se sabe.

—¿No pensarás que el doctor Adair y Henrietta…?

—Le creo capaz de todo. Si levantara un dedo, ella le seguiría con los ojos cerrados. Ya has visto cómo se comporta cuando él está cerca… e incluso cuando alguien habla de él en su presencia. Bastaría con que Adair le dijera una palabra para que se fuera con él. Y eso la haría sufrir mucho al final.

—Te equivocas, Eliza. Henrietta sale mucho con monsieur Lablanche.

—Monsieur Lablanche es un hombre muy simpático… como el doctor Fenwick. Pero los simpáticos no siempre son los que más atraen a las mujeres. Sé muy bien lo que me digo.

¿Tendría razón?, me pregunté.

Henrietta se mostraba cada vez más taciturna, cosa insólita en ella. Le pregunté si le ocurría algo y me contestó que no. Pero yo sabía que algo le rondaba por la cabeza.

El hecho ocurrió la víspera de nuestra partida. No sabíamos exactamente a qué hora saldríamos de Escútari, pero nos habían advertido de que estuviéramos listas para embarcar cuando se recibiera la orden.

Aquel día vi al doctor Adair. Sabía que me buscaba. Entramos en el cuartito contiguo a la sala, ya vacía de enfermos.

—Con que se va mañana, ¿eh? —me dijo.

—Si…

—¿No desea irse?

Vacilé un poco porque, en cierto sentido, tenía razón. Me sentía decepcionada. Había viajado hasta allí para desenmascararle, pero no había conseguido mi propósito. Adair me había superado con su ingenio, obligándome casi a depender de él. Era la primera vez que lo reconocía. Ahora comprendía con toda claridad que, cuando estaba a su lado e intercambiaba alguna palabra con él, me sentía más viva. Me alimentaba de mi odio y ahora la vida no tendría sentido sin él. El vacío me envolvía por todas partes.

—Tengo razón —añadió con aire triunfal—. No desea irse. No se vaya —añadió, apoyando una mano en uno de mis brazos y asiéndolo con firmeza.

—¿Cómo podría quedarme? Nos han comunicado que tenemos que abandonar el hospital.

—Hay otros lugares, aparte del hospital. A usted le interesa mucho esta ciudad. Le podría mostrar algunos rincones fascinantes.

—Lo que me dice usted es absurdo. ¿Dónde viviría?

—Yo me cuidaría de ello.

—¿Me está sugiriendo que…?

—Vamos, señorita Pleydell —dijo Adair, asintiendo con una sonrisa en los labios—. Señorita Ruiseñor Enjaulado. Haga lo que de veras le apetece hacer, aunque ello vaya en contra de las normas que la sociedad le ha impuesto. Quédese aquí. Yo me encargaré de resolverlo todo.

—Estoy segura de que no habla usted en serio.

—Hablo completamente en serio.

—¿Por qué?

—Porque la echaría mucho de menos si se fuera.

—No me lo creo.

—Por favor, señorita Pleydell. Conozco cuáles son mis sentimientos.

—Bueno pues, adiós, doctor Adair.

—Yo no le diré adiós. Si decide marcharse mañana, le diré au revoire. Porque volveremos a vernos, ¿sabe?

Me tomó una mano y la sostuvo en la suya, obligándome a mirarle a los ojos. En aquel momento, la emoción se apoderó de mi sentido común. Estaba muy triste, pero no porque tuviera que abandonar el hospital o porque la guerra hubiera terminado, cosas ambas de las que no tenía más remedio que alegrarme, sino porque ya no podría ver al doctor Adair. Su persona me había obsesionado durante mucho tiempo, antes incluso de conocerle. Había vivido para vengarme pero, tras haberme enfrentado cara a cara con él, no pude hacerlo.

Hubiera deseado proseguir la lucha, hubiera querido cenar otras veces tête-à-tête con él para que volviera a hacerme aquellas veladas sugerencias que, para mi gran vergüenza, tanto me gustaban.

Me sentiría muy deprimida cuando me fuera de allí. No sabía qué iba a hacer en Londres. Querría regresar a los horrores del hospital de Escútari, trabajar constantemente y presenciar espectáculos que me llenaban de pena y me obligaban por la noche a caer exhausta en el diván para disfrutar de un breve período de descanso. Allí tenía la posibilidad de verle cada día, intercambiar alguna palabra con él o descubrir alguna muestra de su orgullo y perversidad.

Le echaría de menos, más aún, mi vida carecería de sentido sin él.

—Adiós, doctor Adair —repetí.

—No se vaya —me repitió él en voz baja sin soltarme todavía la mano.

—Adiós.

—Es usted inflexible.

—Sí, lo soy. Me voy a casa.

—Volveremos a vernos.

—Tal vez…

—Ni hablar de eso. Ya me encargaré yo de que así sea. Va a lamentar su marcha, ¿sabe?

Retiré la mano y me alejé sonriendo.

*****

Más tarde, Henrietta acudió a verme.

—Anna —me dijo—, yo no me voy.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que no me voy a casa.

—No puedes quedarte en el hospital.

—Ya lo sé. No pensaba hacerlo.

—Pero es que… no puedes…

—Podré, cuando nos vayamos de aquí. Ya somos libres. Puedo irme donde me apetezca. Quiero quedarme aquí.

—¿Dónde?

—En Constantinopla.

—¿Sola?

—Bueno, no me va a pasar nada. Debo tomar una decisión.

—¿Qué decisión?

—Se trata de Philippe. Me ha pedido que me case con él.

—¿Y has aceptado?

—No estoy segura —contestó, sacudiendo la cabeza—. Necesito tiempo.

—Pero podrías volver.

—No quiero. Me quedaré aquí.

—No puedes hacer eso.

—Algunas de nuestras compañeras van a quedarse. Grace Curry y Betty Green entre otras.

—Su caso es distinto. Saben cuidar de sí mismas porque son mayores.

—Habrá alguien que cuidará de mí. Tengo que quedarme, Anna. Nada me hará cambiar de parecer.

—Oh, Henrietta —exclamé—. Juntas vinimos y juntas hemos estado durante todo este tiempo.

—Lo sé. Nuestra amistad es maravillosa, pero eso es para mí mucho más importante que todo lo demás. Tú vete a casa. Tendrás a Eliza contigo. Ella es mucho mejor que yo…

—No te quedes, Henrietta.

—Debo hacerlo.

—No me lo has dicho todo.

—No se puede hablar de ciertas cosas. Los sentimientos no se pueden explicar —contestó Henrietta tras una pausa—. Eso es algo que debo decidir yo sola.

—¿Lo has pensado en serio?

—Llevo siglos sin pensar en otra cosa. No esperaré a mañana. Me voy esta misma noche.

—No puedo creerlo. Estoy destrozada.

—Hubiera tenido que decírtelo antes, pero tú ya me conoces. Cuando no me gusta hacer una cosa, finjo que no existe. Siempre he actuado así.

—Tal vez sería mejor que me quedara contigo.

—No, no —dijo Henrietta, mirándome alarmada—. Debes regresar a casa. Eliza irá contigo. Qué contentas se van a poner Jane y Polly, Anna. Y Lily no digamos. Lo celebrarán por todo lo alto.

—Henrietta, ¿hay algo que quieras decirme?

—No, no —contestó la muchacha, sacudiendo la cabeza—, pero debo hacerlo, Anna. Por favor, trata de comprenderlo y algún día… tal vez muy pronto… iré a verte. Entonces te lo contaré todo. Entonces lo comprenderás —añadió.

A continuación me dio un fuerte abrazo en silencio; estaba demasiado emocionada para poder hablar. Me tropecé con Eliza y le conté lo ocurrido.

—Lo veía venir —dijo Eliza—. Lo sabía. La pobre Henrietta no sabe en qué lío se va a meter.

—He hablado con ella. Le he suplicado que se venga con nosotras. Incluso le he dicho que me quedaría con ella si fuera necesario.

—No debes hacerlo. Tienes que regresar a casa y vivir como te corresponde. El doctor Fenwick irá a verte y, cuando te hayas casado con él, te preguntarás por qué aplazaste tanto tiempo la decisión.

*****

Nos despedimos de Henrietta experimentando una profunda emoción. Las demás enfermeras que habían decidido quedarse se marcharon aquella misma noche.

Perder a Henrietta me parecía algo increíble. Llevábamos mucho tiempo juntas y me dolía que quisiera marcharse por su cuenta. Ella conocía cuáles eran mis sentimientos y hubiera deseado darme más explicaciones, pero era evidente que no podía hacerlo.

—Es el amor —dijo Eliza—, y ese sentimiento es más fuerte que la amistad. Cuando se ama a un hombre, se olvida todo lo demás.

Abandonamos el hospital en compañía de Henrietta. La vimos encaminarse a la playa y embarcar en un caique. Me quedé boquiabierta de asombro al ver que allí la esperaba el doctor Adair.

—Lo sabía —dijo Eliza, volviéndose a mirarme.

—¿Cómo? —pregunté, como si no lo supiera.

—Se va con él. Al doctor Adair le ha bastado con mover un dedo para que ella se arroje en sus brazos y se olvide de sus amigas y de todo el mundo. En fin, así es la vida.

—Se va con Philippe Lablanche.

—Que te crees tú eso.

—Es lo que ella me dijo.

—No quería que supieras la verdad. Está loca por él, lo vi clarísimo enseguida. Pobrecilla, no estaremos aquí cuando la abandone. Se ha quedado con ella y creo que iba también tras de ti. Me conozco el paño. Que Dios ayude a nuestra pobre Henrietta.

—No puedo creerlo. Ella me lo hubiera dicho. Me habló específicamente de Philippe.

—Pero ¿no viste que la estaba esperando? Pues claro que te habló de Philippe. No quería que supieras la verdad. Lo veía venir. Conozco la vida. Se ha ido a pasar unas semanas, unos días o tal vez unas horas con ese misterioso caballero. ¡Y cree que eso merece la pena!

—No creo que ninguno de los dos fuera capaz de semejante cosa.

—¿Qué quieres decir con «ninguno de los dos»? Él es un bribón y ella, una insensata. Adair aprovecha la ocasión y Henrietta lo desea desde hace mucho tiempo.

—Convendría, tal vez, que fuera en su busca e intentara convencerla.

—¿Cómo? ¿Adónde? Quién sabe dónde estará cuando tú consigas localizarla. La amante de Adair, eso es lo que será. No durará mucho a su lado, pero no podemos hacer nada para impedirlo.

*****

Pasé mi última noche en Escútari sin pegar ojo y revolviéndome constantemente en la cama.

¿Qué estarían haciendo en aquel instante? Estarían juntos. Damien —porque así le llamaba yo en mis pensamientos— le estaría haciendo el amor. En eso era un experto, mientras que la pobre Henrietta era, en realidad, una inocente y soñadora colegiala. Pensaría que esa aventura iba a durar eternamente pero, para él, no sería más que un idilio pasajero, del que prescindiría tan pronto como se cansara de ella, tal como se hacía con las mujeres de un harén. Me las imaginaba vestidas de seda al estilo turco, con aquellos calzones anchos de gasa sujetos a los tobillos… aguardando a que su señor las mandara llamar.

Henrietta se había convertido en una de ellas, en una simple esclava. ¡Y Adair pretendía hacer lo mismo conmigo! A lo mejor, quería tenernos a las dos juntas.

Tenía que dejar de pensar en ellos. Henrietta había tomado una decisión y debería arrastrar las consecuencias. Para convertirse en esclava, no había dudado en prescindir de su libertad y de sus costumbres civilizadas.

Me imaginaba a Adair hablando con ella tal como lo hizo conmigo. Me los imaginaba a los dos haciendo el amor pero, en mis pensamientos, no era Henrietta la que compartía su lecho, sino yo. Estaba librando una batalla conmigo misma. Deseaba estar allí. ¡Qué vergüenza tener que reconocerlo! No era cierto. No quería volver a verle jamás, quería olvidarle, pero ¿cómo? Había sido parte de mi vida durante mucho tiempo y yo alimenté mi tristeza con el deseo de mi venganza. Había vivido el vacío de mi existencia en la esperanza de poder vengarme de él y le había atribuido toda clase de perversidades. Era el doctor Demonio, no un ser humano. Se había adueñado de mí con tanta fuerza que parecía que lo hubiera hecho físicamente. Era un ser malvado y, sin embargo, la vida se me antojaba vacía sin él.

Pensé fugazmente en Charles Fenwick. No experimenté esa sensación de vacío cuando le vi zarpar rumbo a casa, a pesar de constarme que era un hombre bueno y honrado. Me ofrecía muchas cosas, pero yo me apartaba de él. Tenía que ser sensata. Tenía que quitarme al doctor Demonio de la cabeza.

Necesitaba dormir un poco, de lo contrario, a la mañana siguiente estaría muy cansada. Traté de pensar en el regreso. Todavía me quedaban muchas cosas por hacer. En cuanto supe el día en que volvería, escribí a Jane y Polly, anunciándoles la fecha de mi llegada, pero ignoraba cuándo recibirían la carta.

Estaba segura de que organizarían una fiesta de bienvenida y de que «matarían el ternero cebado», tal como decía Henrietta. Tendríamos muchas cosas de que hablar. Jane, Polly y Lily querrían saberlo todo. Me vería obligada a explicarles la decisión que había tomado Henrietta y a presentarles a Eliza.

William Clift viajaría con nosotras. Yo misma le acompañaría a casa. ¡Era el regalo que pensaba hacerle a Lily! Debería estar contenta de lo que hice por él.

«Pero fue Damien quien le salvó la vida», pensé sin poder evitarlo. Era inútil que intentara borrarlo de mi imaginación.

Recordé todos los detalles de aquel día en que, detrás del biombo, Adair le salvó la vida a William utilizando sus extraños métodos. Nadie más hubiera podido hacerlo, nadie más se hubiera atrevido. No debía olvidarlo, como tampoco debía olvidar la errónea opinión que me formé de él. Cuando le vi enfundado en aquellos soberbios ropajes y luciendo el turbante, no estaba entregado a ninguna aventura erótica, sino a la búsqueda de las drogas con las cuales salvó la vida de William y de otros hombres.

Era un personaje satánico pero, asimismo, un buen médico. Había hecho muchas cosas reprobables, pero ¿cuántas vidas había salvado? ¿Y cuántas perdió? Los médicos no siempre eran capaces de salvar la vida de los pacientes. La misma naturaleza de su trabajo les obliga a realizar experimentos.

Y allí estaba Adair, dominando todos mis pensamientos, impidiéndome dormir y llenándome de una angustiosa sensación de pérdida.

Aquella noche me fue imposible conciliar el sueño.

*****

A la mañana siguiente, embarcamos en el buque que nos iba a llevar a Marsella. Era casi tan viejo como el Vectis y no parecía estar en muy buenas condiciones de navegar, pero yo apenas me percaté de ello porque todos mis pensamientos estaban en Constantinopla.

Iban con nosotras los soldados que podían viajar, entre ellos, William Clift. Al fin, me consolé, pensando en la alegría que le iba a dar a Lily.

Me emocioné mucho cuando iniciamos la navegación por el Bósforo y me volví a mirar aquellas playas, los alminares y torres de Constantinopla y el hospital de Escútari.

—Mucha agua ha corrido bajo este puente desde que llegamos —me dijo Eliza, de pie a mi lado.

—Bien me acuerdo. Éramos cuatro y nos hicimos muy amigas. Cuánto me alegro de que así fuera.

—Y yo —dijo Eliza, que siempre era muy lacónica en la expresión de sus sentimientos—. Por lo menos, a Ethel le han ido bien las cosas —añadió—. ¿Quién lo hubiera imaginado? ¡La pequeña Ethel! Una víctima de la vida. Eso te demuestra que nunca puede estar una segura de nada. Su idilio ha sido el más romántico de todos. ¿Quién sabe cómo estará ahora? Resultará agradable volver a verla, ¿verdad?

—Desde luego —convine.

Después nos fuimos a nuestro pequeño y mugriento camarote.

Fue, hasta cierto punto, una repetición de la historia. No tardamos en tropezar con un temporal. Eliza y yo salimos a cubierta y, mientras las olas azotaban violentamente el casco del barco, nos preguntamos, como en la primera ocasión, si lograríamos sobrevivir.

—Es igual que la primera vez, sólo que ahora somos dos —dijo Eliza—. Ethel se encuentra tranquilamente en su casa. Eso quiere decir que nunca debe una darse por vencida, ¿no te parece?

—En efecto —contesté.

—Imagínate. Si tú no le hubieras impedido arrojarse al agua, jamás hubiera conocido a Tom y nunca hubiera podido vivir en el campo. ¿No te hace sentir poderosa el hecho de haber influido en la vida de otra persona?

—¿Acaso no nos influimos todos mutuamente en nuestras vidas?

—En eso tienes razón. Sin embargo, salvar una vida es algo muy importante.

Pensé en Adair, sosteniendo en una de sus manos la bala recién extraída. Pensé en sus métodos y en su voluntad de que William no sintiera dolor, utilizando para ello una droga que, sin duda, hubiera resultado inaceptable en nuestros hospitales. Había salvado muchas vidas… y había perdido unas cuantas. ¿Qué sensación le debía de producir semejante hecho?

—Te veo muy pensativa —me dijo Eliza.

—Bueno, es que tengo muchas cosas en que pensar. Hemos vivido muchas experiencias juntas desde que nos fuimos. Debemos de ser unas personas distintas. Hemos visto cosas que nos causaron espanto, unos horrores que jamás podremos olvidar. La gente, desde casa, oye hablar de los triunfos de la guerra y se imagina a nuestros gallardos soldados galopando hacia la victoria. Pero la situación es muy distinta. Y eso es algo que ni tú ni yo olvidaremos jamás, Eliza.

—Es verdad.

Permanecimos en silencio, recordando aquellos agotadores días en que las arabas llegaban cargadas de heridos, y nuestra constante lucha contra la escasez de camas y de material.

—Tienes que adoptar una decisión —me dijo súbitamente Eliza—. ¿Piensas trabajar en uno de esos hospitales que la señorita Nightingale va a crear? ¿O vas a casarte con el doctor Fenwick?

—Es difícil hacer planes por adelantado, Eliza.

—Eso significa que no estás segura, ¿verdad?

—Lo supongo. ¿Y tú, Eliza?

—Nunca tendré a nadie que me quiera. Yo soy de esas mujeres que tienen que cuidar de sí mismas. Puede que me vaya a trabajar a un hospital. No lo sé. Yo tampoco hago planes por adelantado. Las cosas ocurren tanto si las planificas como si no. Tú y yo estamos aquí ahora y tú quieres que me vaya a vivir contigo. ¿Quién lo hubiera podido imaginar al principio?

—Tú recelabas un poco de nosotras.

—Pensaba que erais como aquellas señoras que jugaban a ser enfermeras en un lugar en el que no habría espacio para los juegos.

—Pero, cuando nos conocimos mejor, todo cambió. Siempre apreciaré tu amistad, Eliza.

—Sé que eso te parecerá un poco cursi, pero te quiero de veras y me llevé un susto de muerte cuando pensé que ibas a cometer una tontería. ¡Aquel hombre! ¿Qué tenía de especial? No era como los demás, ¿verdad?

—¿Te refieres al doctor Adair?

—Sí. Tiene unos ojos que te atraviesan. Es guapo, lo reconozco, pero lo que yo quiero decir es que, a algunas personas las ves y, a los cinco minutos, ya ni te acuerdas de la cara que tienen. A él, en cambio, cuando lo ves, ya no puedes olvidarlo.

—Si, es cierto.

—Es fascinante. Hasta yo lo noté. Es uno de esos hombres que pueden obligarte a hacer cualquier cosa. Me di cuenta de lo que tú sentías por él.

—Había oído hablar de Adair antes de conocerle —dije, asintiendo—. Ha escrito libros sobre sus aventuras en Oriente, ¿sabes? Le interesan los medicamentos que se utilizan en aquellos lejanos países. Cree que nosotros, los occidentales, cerramos los ojos y los oídos a los métodos que utilizan en Oriente y piensa que deberíamos explorar todos los caminos y no dejar nada al azar.

—Ya veo lo que te pasa. Te iluminas cuando hablas de él.

—¿Qué me ilumino?

—Bueno, la elección de las palabras no se me da muy bien, pero te brillan los ojos y te cambia la voz. Creo que estás tan colada por él como Henrietta.

—Es por lo que oí contar de él. Quería averiguar si era cierto.

—Reconozco que era un buen médico, distinto del doctor Fenwick. Ése es un hombre bueno, mientras que al otro sólo le interesan las medicinas, las costumbres de la gente y cosas por el estilo.

—Vivió entre los nativos porque era la única manera de conocerlos y de descubrir sus secretos.

—Ya sabemos cómo son algunas de sus costumbres. Desde luego, es un hombre muy creído y piensa que todo el mundo está a su disposición. Tú ya viste lo que hizo con Henrietta.

—No puedo creer que ella me mintiera. Si se hubiera ido con él, me lo hubiera dicho.

—No —dijo Eliza, sacudiendo enérgicamente la cabeza—. Sabía lo que tú sentías por él.

—Jamás le mencioné cuáles eran mis sentimientos.

—Ni falta que hacía. Henrietta lo sabía porque era lo mismo que ella sentía. Por eso, cuando se fue con él, no quiso que tú lo supieras. Pensó que te haría daño, y entonces se inventó la historia del francés.

—No lo creo.

—Pues eso es lo que hizo. No hubiera querido hacerte sufrir por nada del mundo. No quería que supieras que ella había ganado el trofeo. Se ha ido con él, y pido a Dios que la ayude porque la cosa no durará mucho. Henrietta no podrá hacerle feliz porque el doctor Adair estaba más encaprichado contigo. Sin embargo, ella era una presa más fácil y cayó en sus brazos. Conozco a los hombres y a las mujeres. Tú puedes estar contenta con la buena oportunidad que se te ofrece. El doctor Fenwick y una vida tranquila en compañía de tus hijos, que es lo que te hace falta para olvidar al otro. Eres una de esas mujeres que necesitan tener hijos, te lo he dicho muchas veces. Si tuvieras un poco de sentido común, y creo que lo tienes, aceptarías al doctor Fenwick. Y puedes darle gracias al cielo.

—Oh, Eliza, cuánto me consuela hablar contigo —le dije—. ¿Crees que este barco conseguirá llegar a Marsella? —pregunté al cabo de un rato.

—No te quepa duda. Aunque nadie lo diría, a juzgar por la paliza que está aguantando.

—Las tormentas suelen fomentar las confidencias.

—Eso es porque, en nuestro fuero interno, tememos no poder sobrevivir y entonces decimos de verdad lo que pensamos.

—No sabía que mi interés por el doctor Adair se notara.

—Mi querida muchacha, lo llevabas escrito en la cara. Relumbrabas cuando le veías. A veces, te veía salir de aquel cuartito contiguo a las salas, resplandeciente de felicidad después de haber hablado con él.

—¿Como Henrietta? —pregunté.

—Sí, exactamente igual. Sin embargo, en ella era de esperar. En ti, no tanto. Por consiguiente, eso quiere decir que la cosa iba en serio.

—En fin, nunca más volveré a verlo.

—No hagas esperar demasiado al doctor Fenwick. Los hombres, por muy buenos que sean, se impacientan.

—El temporal ha amainado un poco —dije al cabo de un rato.

—Es una calma pasajera.

—Qué extraño nos parecerá estar en casa después de tanto tiempo de ausencia —comenté.