El templo de Satán

Cuando cruzamos el canal de la Mancha y vi a lo lejos las blancas rocas, me pareció que recuperaba el sentido de la realidad. Lo que ocurrió aquella noche fue consecuencia del golpe que Aubrey había recibido en la cabeza. Éste le hizo cambiar transitoriamente de carácter. Yo estaba firmemente convencida de que esas cosas podían ocurrir. Pero ¿y la bolsa? Esta cuestión me preocupaba un poco. Alguien sorprendería a los ladrones y, temiendo tal vez que éstos mataran a Aubrey, le arrastró hasta aquel lugar, le encerró y se fue. Conjeturas un poco absurdas, desde luego; pero, para poder vivir con normalidad y creer que nada había cambiado entre nosotros, necesitaba encontrar una explicación. Tenía que examinar cuidadosamente mi situación. Estaba casada con Aubrey, ligada a él. Por consiguiente, con independencia de lo que mi marido hubiera hecho, yo tenía que procurar cumplir con mi deber. No debía despreciarle a causa de una aberración de su conducta. En el cerebro de las personas ocurren a veces cosas extrañas en circunstancias extrañas.

Tenía que andar con pies de plomo.

Pasamos una noche en casa de mi padre antes de trasladarnos al monasterio. Mi padre se alegró mucho de vernos y yo no quise preocuparle, confesándole que no todo era tan perfecto como parecía.

Mi padre se encontraba muy bien instalado. Polly y Jane eran un tesoro y la casa se encontraba a dos pasos del Ministerio de la Guerra, donde todo marchaba a las mil maravillas. Se le notaba que era más feliz en Londres que en la India… aunque tuviera que trabajar en un despacho en lugar de cumplir un servicio activo.

Le gustó mucho el plato de Dante y lo mandó colgar en su estudio para poder contemplarlo cada día.

Después Aubrey y yo nos fuimos al monasterio. Amelia tenía muy buen aspecto y se mostró encantada con la pulsera. Estaba segura de que su embarazo iba por buen camino y, por si eso fuera poco, Stephen había mejorado bastante. La noticia del próximo nacimiento del niño había obrado maravillas, según decían los médicos.

Le pregunté a Amelia si éstos pensaban que iba a restablecerse.

—El mal está ahí —contestó ella, sacudiendo tristemente la cabeza—. Seguirá creciendo y, de repente, será el final. Pero, por lo menos, no sufre y yo quiero que sus últimos meses de vida sean lo más felices posible. Rezaré para que viva lo suficiente como para conocer a su hijo.

—Yo también rezaré por eso —le dije.

Stephen se alegró de que nos hubiéramos acordado de él durante nuestro viaje de luna de miel. El plato con la reproducción de Rafael fue muy de su agrado.

—¿Cómo supiste que siempre he tenido una especial admiración por la obra de este pintor? —me preguntó.

—Pura inspiración —le contesté.

Le estaba cobrando mucho cariño y me parecía que él también me apreciaba mucho. Solía visitarle diariamente y Amelia me decía que eso le hacía mucho bien. Descubrí que era muy aficionado a la música, al arte y a la literatura. Era mucho más serio que Aubrey y pronto me percaté de que, en su opinión, su hermano menor era la oveja negra de la familia al que siempre se tenía que andar vigilando.

Me dio a entender que eso había hecho él en el pasado y que ahora me traspasaba la tarea a mí, en quien tenía depositada toda su confianza.

—Me alegro de que os quedéis a vivir aquí —me dijo—. Cuida de Amelia.

—Creo que tu esposa puede cuidar muy bien de sí misma.

—Aun así, me alegro de que estés aquí. Posees una gran fortaleza.

¡Fortaleza! Pensé en mi impotencia cuando Aubrey no volvió a casa y en el terrible suplicio que éste me hizo padecer y al que no supe hacer frente. Yo era débil y sumisa, trataba de olvidar y no me atrevía a examinar ciertas cosas con más detenimiento por temor a lo que pudiera descubrir.

¡Y él decía que tenía fortaleza! Si supiera la verdad. Pero ¿cómo podía decírsela? ¿Cómo hubiera podido decírsela a nadie?

—Cuando nazca el niño —añadió Stephen—, sé que le vas a querer mucho. Puede que más adelante tengas hijos. Quiero que consideres al nuestro, mío y de Amelia, como uno de ellos.

—Así lo haré.

Comentamos el ataque sufrido por Aubrey. Éste acudió al médico a instancias mías y el veredicto fue que el golpe en la cabeza no le había causado el menor daño.

Un día, Stephen me reveló que, cuando era más joven, quiso viajar.

—Pero no tuve tiempo —añadió—. El monasterio me ocupó por entero. Por consiguiente, me dediqué a viajar de manera indirecta. Solía leer por la noche cuando no podía dormir. Los libros eran mi alfombra mágica. La India, Arabia… Estuve en todas partes. Tengo unos libros magníficos, un par de ellos escritos por un amigo mío. Tienes que leerlos. Tú conoces bastante la India.

—Bueno, pasé mi infancia allí… Exactamente hasta los diez. Cuando regresé, me pareció distinta.

—Es lógico. ¿Has oído hablar del gran Richard Burton?

—¿El explorador?

—En efecto. Ha escrito varios libros sobre sus aventuras en la India y Arabia. Son fascinantes. Ha vivido entre aquella gente como uno de ellos. Supongo que es la mejor manera de conocerlos. Imagíname, en un sillón, compartiendo semejantes aventuras. Burton se disfrazaba de distintas maneras y vagaba entre las tribus. Sus estudios son brillantísimos. Debes leerlos. Acércate a los estantes y verás sus libros.

Crucé la estancia.

—Mis preferidos los tengo aquí arriba —añadió Stephen—, ahora que estoy imposibilitado.

Había varios libros de Richard Burton, pero algo me llamó especialmente la atención, el nombre que figuraba en el lomo de un libro: doctor Damien. Lo había oído mencionar alguna vez.

—Doctor Damien —dije, tomando el libro.

—Ah, sí. Es un viejo amigo mío, gran admirador y amigo de Burton. Han viajado juntos. Burton era diplomático y Damien, médico. Su mayor interés se centra en los métodos curativos. Es un experto en drogas. Menudas aventuras han vivido los dos. Sus libros son fascinantes. Naturalmente, hay que olvidar las pautas de comportamiento habituales aquí en la Inglaterra victoriana. Burton vivió como un árabe e incluso abrazó el islamismo. Es moreno… Ambos lo son, y eso les ha ayudado a disfrazarse. ¡De haber sido rubios y de ojos azules, no les hubiera sido tan fácil recorrer la India o los desiertos de Arabia! Burton empezó como soldado. De este modo, pudo trasladarse a la India. Allí se casó con una nativa… bubu le llamaban, el masculino de bibi, es decir, esposa blanca. Allí no está bien visto que las esposas salgan en compañía de sus maridos; en cambio, con un bubu se podía hacer. Burton se hizo enteramente nativo. Pero, bueno, es mejor que leas tú misma el libro.

—¿Y qué me dices de este… Damien?

—Léelo también. Ha viajado mucho, disfrazado de pordiosero para que nadie se metiera con él, o de vendedor ambulante para poder sentarse en las plazas de los mercados y escuchar a la gente. Su gran objetivo era descubrir nuevas drogas y remedios populares desconocidos en nuestro país para poder utilizarlos en el tratamiento de los enfermos.

—Parece un proyecto interesante.

—Es un hombre con mucho ánimo. Ahora apenas le veo porque casi nunca para en casa. Pero, cuando nos reunimos, somos los viejos amigos de siempre.

—Creo que he oído su nombre en alguna parte. No recuerdo dónde. Me llevaré un libro de Burton y el del doctor Damien.

—Sí y, cuando los hayas leído, los discutiremos. Ya estoy deseando que llegue el momento.

Me fui con los libros y confieso que me fascinaron. Ambos hombres no parecían detenerse ante nada. Vivían como los nativos, practicaban los hábitos de las tribus nómadas y, en más de una ocasión, sus descripciones rozaban los límites de lo escabroso. Supe de los efectos de ciertas drogas y de los deseos sensuales que éstas podían despertar. Recordando mis experiencias de aquella noche con Aubrey, pude imaginar más de lo que en otras circunstancias me hubiera sido posible.

Había madurado, descubriendo que hay en el mundo ciertas cosas que yo antes ignoraba por completo. Podía leer entre líneas y las aventuras de aquellos hombres me parecían extraordinarias.

Nunca pude discutir los libros con Stephen porque, poco después, éste se puso muy mal.

Ocurrió lo que el médico había predicho. No había posibilidad de curación y lo único que se podía esperar era que su muerte fuera rápida y apacible.

Un día, Stephen empeoró. Murió aquella misma noche.

Amelia estaba triste, pero resignada. Creo que la perspectiva del hijo le daba ánimos para enfrentarse con el futuro.

En la casa se alojaban varias personas, entre ellas, Jack St. Clare y su hermana Dorothy. Según me comunicó Amelia, ambos eran primos hermanos de Stephen. Jack era viudo desde hacía varios años y su hermana era soltera y le llevaba la casa. Ambos apreciaban mucho a Amelia y ésta a ellos. Me parecieron muy agradables e inmediatamente les cobré simpatía, pese a observar en ellos ciertas reticencias con respecto a Aubrey.

Los funerales son siempre deprimentes y el doblar de las campanas acentúa la sensación de tristeza. La reunión de los asistentes que más tarde tuvo lugar en la gran sala pareció prolongarse más de lo necesario y, cuando todos se fueron, lancé un suspiro de alivio.

Los despedí en compañía de Amelia. Era la primera vez que muchos de ellos me veían, y estoy segura de que el visible afecto que me profesaba Amelia les indujo a mirarme con aprecio.

Jack St. Clare y su hermana abrazaron tiernamente a Amelia y le dijeron que, más adelante, tenía que pasar una temporada en su casa. Amelia contestó que así lo haría.

Más tarde, Aubrey me habló de ellos.

—Jack y Dorothy pasaron buena parte de su infancia en el monasterio —dijo—. Se consideran un poco propietarios y creo que sienten algo de envidia. A Jack le hubiera gustado ser el dueño de la finca y creo que está resentido porque estuvo a punto de hacerse con ella.

—Pues a mí me parece que aprecia mucho a Amelia.

—Siempre la apreció. Bueno… Ahora ambos son viudos.

—Es un poco temprano para hablar de boda.

—Claro, tú siempre tan correcta.

Me sobresalté un poco porque percibí en las palabras de mi marido un eco de aquella fatídica noche.

Como para disipar mis temores, Aubrey me sonrió con ternura y, rodeándome con un brazo, me dio un beso en la frente.

Tenía que olvidar lo que había ocurrido aquella noche. Fue una aberración momentánea, debida al golpe que le habían dado en la cabeza.

No tardé mucho en descubrir que estaba embarazada. Debió de ocurrir durante nuestra luna de miel en Venecia. No cabía en mí de gozo, sobre todo porque estaba segura de que eso me ayudaría a olvidar el horror de aquella noche. Estaría tan ocupada pensando en el niño que no tendría tiempo para otra cosa. «¡Un hijo mío!», pensé emocionada.

Poco después, mis esperanzas quedaron confirmadas. Aubrey se alegró mucho, pero me dijo casi en el acto:

—Nuestro hijo no será el heredero del monasterio por culpa del niño que Amelia lleva en su vientre.

—Dos niños en la casa. ¡Será maravilloso!

Amelia y yo estábamos más unidas que nunca. Pasábamos largas horas juntas, hablando constantemente de nuestros hijos. Ella se cuidaba mucho para evitar que, esta vez, el embarazo también terminara en aborto. El médico le dijo que hiciera un poco de ejercicio, pero con moderación. Tenía que descansar todas las tardes.

Solía tenderse en la cama y yo me sentaba a su lado, hablando con ella de mil cosas.

Estaban arreglando los cuartos de los niños. Hablábamos de las cunas y de las canastillas.

Era justo lo que Amelia necesitaba para superar la pérdida de Stephen. Yo me alegraba mucho por ella… y también por mí. Conmigo se encontraba más a gusto que con nadie porque yo la comprendía y compartía su júbilo.

Nunca olvidaré aquel día.

Por la mañana, Aubrey, Amelia y yo desayunamos juntos. Yo solía tener mareos y Amelia se mostraba muy solícita conmigo porque ella ya había superado aquella fase.

Mi cuñada pensaba ir al médico aquella mañana. Dijo que iría a pie y que pediría a los de las caballerizas que le enviaran un coche para volver a casa.

—Yo te llevaré —le dijo Aubrey.

—Gracias —contestó Amelia—, pero prefiero hacer un poco de ejercicio. Me sentará bien el paseo de ida, siempre y cuando, a la vuelta, me lleven en coche. ¿Cómo te encuentras, Susanna?

—No muy bien.

—Ve a echarte un rato. Ya se te pasará.

Aubrey subió a la habitación conmigo. Parecía preocupado.

—No te inquietes —le dije—. Es algo normal.

Me tumbé en la cama y enseguida me encontré mejor. Empecé a leer uno de los fascinantes libros que Stephen me había recomendado y la mañana se me pasó volando.

Debía de ser aproximadamente mediodía cuando llevaron a Amelia a casa.

Oí un revuelo y, al acercarme a la ventana, vi el carruaje del médico y a Amelia tendida en una camilla. Bajé corriendo.

—Ha habido un accidente —dijo el médico—. Que entren enseguida a la señora St. Clare a la casa.

—Un accidente…

—Su marido está bien. Él mismo lleva el coche. Por consiguiente esté tranquila, que apenas ha sufrido daño. Me quedé perpleja. Hubiera querido averiguar lo ocurrido, pero lo más urgente era atender a Amelia.

Ésta me sonrió y yo me alegré de que estuviera viva. Miré asustada al médico.

—No es nada grave —dijo éste.

Amelia estaba muy inquieta y yo sabía por qué. Temía perder al hijo que esperaba.

—Ahora tiene que descansar —añadió el médico dirigiéndose a mí—. Esperaré a que venga su marido. Insistió en llevar él mismo el coche a casa.

—No lo entiendo… —dije.

En aquel instante, Aubrey se acercó por la calzada con su coche color morado. Corrí a su encuentro.

—Estoy bien —me dijo—, no te preocupes. Sufrimos una caída, eso es todo. Los caballos tordos se asustaron de repente y se desbocaron. Menos mal que pude dominarlos.

—Pero Amelia…

—Está bien. En realidad, no ha ocurrido nada.

—Pero… en su estado.

—Son cosas que ocurren a veces. Hubiéramos podido sufrir un grave accidente, pero yo lo impedí. Tendrán que arreglar un poco los desperfectos del coche. El costado está muy arañado y la pintura se ha desprendido.

—El coche no tiene importancia —le interrumpí bruscamente—. Lo que importa es Amelia.

Al ver la expresión de los ojos de Aubrey, volví a recordar aquella noche.

—Pensé que uno de los mozos la iría a recoger con la tartana —dije.

—Si, eso habíamos decidido al principio. Pero, después, quise ir yo mismo con el otro.

—Ya.

—No te inquietes. Todo irá bien. En realidad, no ha pasado nada. El carruaje volcó, pero enseguida lo enderezamos y yo conseguí calmar a los caballos.

Pero se equivocó.

Amelia perdió al niño.

Me senté a su lado. Poco podía hacer para consolarla. Yacía en la cama sin importarle ni la vida ni la muerte.

—Yo pensaba que uno de los mozos me recogería con la tartana. Ojalá no hubiera subido a ese otro.

—Aubrey es un experto conductor. Creo que evitó un accidente mucho más grave.

—No puede haber otro más grave que el que yo he sufrido. He perdido a mi hijo.

—Oh, Amelia, mi querida Amelia, ¿cómo puedo consolarte?

—No hay consuelo posible.

—Lo siento en el alma y te comprendo. Nadie podría comprenderte mejor.

—Lo sé. Pero ya todo es inútil. Se acabaron todas mis esperanzas. Perdí a Stephen y ahora he perdido al niño. Ya no me queda nada.

Permanecí a su lado en silencio.

Una vez a solas conmigo, Aubrey ya no pudo ocultar por más tiempo sus sentimientos.

—Piensa en lo que eso significa para nosotros.

—¿Cómo puedes hablar así? —le pregunté, horrorizada—. ¿No te das cuenta de lo mucho que sufre Amelia?

—Lo superará.

—Aubrey, ha perdido al niño. Este hijo lo significaba todo para ella.

—Siempre los ha perdido. Era de esperar.

—Pero de no haber sido por el accidente…

—Hubiera sido otra cosa. El niño está muerto. Ahora ya no es una amenaza.

—¿Una amenaza?

—Cariño, no seas tan inocente. Este niño era el obstáculo que se interponía entre nuestro hijo y la herencia. Ahora, este obstáculo ya no existe.

—No quiero pensar en eso.

—A veces, pareces muy ingenua, mi querida Susanna.

—En tal caso, me alegro mucho. Desearía con toda mi alma que eso no hubiera ocurrido.

—Yo también lo siento por Amelia —dijo Aubrey, sacudiéndome por los hombros medio en broma y medio en serio—. Es un golpe muy duro para la pobre muchacha —añadió, mirándome con extraña expresión—. Pero eso no altera los hechos. Debes comprenderlo. Ahora, ya puedo empezar a forjar planes. Creo que no comprendes lo que eso supone. Ahora, ya no me podrá sustituir alguien que todavía no ha nacido. Para eso precisamente volví a casa.

—Aun así, si piensas en lo que eso significa para la pobre Amelia…

—Ya lo superará. Probablemente, se volverá a casar y tendrá un montón de hijos que le harán olvidar la pérdida que ahora ha sufrido. Ya sé que no va a ser fácil. Amelia quería ser dueña de esta finca, y es lógico que así fuera. Pero a mí no me parecía bien que, habiendo sido propiedad de los St. Clare durante tanto tiempo, la finca pasara ahora a manos de alguien que no pertenece a la familia. Al fin y al cabo, ella no es una St. Clare… más que por matrimonio. En cuanto al hijo, es difícil compadecerse de un niño que no ha nacido y que ha perdido una herencia por el simple hecho de no estar en condiciones de reclamarla.

—Pareces muy contento.

Aubrey sacudió la cabeza exasperado y yo volví a estremecerme de miedo. ¿Cuánto tiempo se prolongaría aquella situación? ¿Tendría que pasarme la vida temiendo que volviera a surgir el hombre de aquella noche?

—No estoy contento, pero no soy un hipócrita, cosa que efectivamente sería si te dijera que saltaba de júbilo porque me iban a arrebatar la herencia. Mentiría si te dijera que no me alegro de haberla recuperado. Aunque siento que haya tenido que ocurrir de esta forma.

Sonreía con dulzura, pero el brillo de sus ojos me alarmaba. En mi mente surgió una sospecha. El quiso ir personalmente a recoger a Amelia. ¿Por qué no permitió que uno de los mozos la recogiera en la tartana? A pesar de no tenerle demasiada simpatía a su cuñada, Aubrey quiso ir a recogerla y ocurrió el accidente. Recordé lo orgulloso que estaba de sus habilidades en el dominio de los caballos… y, sin embargo, se produjo un accidente cuando Amelia le acompañaba. Aubrey sabía muy bien que los embarazos de Amelia eran problemáticos y que el médico le había aconsejado que evitara los esfuerzos.

«No», pensé. No debía sospechar una cosa así por el simple hecho de que Aubrey se comportara aquella noche de semejante forma. El golpe que le propinaron en la cabeza le había trastornado. No debía pensar tales cosas, aunque sólo fuera por mi bien. Pero ¿cómo evitar que los pensamientos acudan a la mente de una?

Antes de que transcurrieran dos semanas, Amelia decidió ir a visitar a Jack y Dorothy St. Clare a Somerset.

Me dijo que necesitaba irse y yo le contesté que lo comprendía.

A veces, la sorprendía mirando a Aubrey de una forma un tanto extraña y me preguntaba si estaría pensando lo mismo que yo.

Se fue muy animada y creo que Aubrey exhaló un suspiro de alivio. Puede que yo también lo emitiera. La presencia de Amelia era un recordatorio constante de mis sospechas, pese a mis esfuerzos por olvidarlas e incluso por convencerme a mí misma de que buena parte de lo que ocurrió aquella noche eran figuraciones mías.

No quería que nada turbara mis reflexiones con respecto al hijo que llevaba en mis entrañas.

*****

Fui a Londres para pasar una semana con mi padre, el cual se alegró mucho de verme y se entusiasmó ante la perspectiva de convertirse en abuelo.

Me pareció que estaba un poco cansado. Polly me dijo que trabajaba demasiado. Se llevaba papeles a casa y se encerraba en su estudio cuando ella y Jane se retiraban a descansar.

Yo le regañé y él me contestó que sus informes y su trabajo eran toda su vida desde que no estaba en el servicio activo y que, además, los excesos nunca eran perjudiciales cuando se hacían por gusto.

Quiso que le contara con todo detalle lo que ocurría en mi casa. Le conté la parte agradable, pero como es natural, no pude omitir el aborto de Amelia. Mi padre volvió a comentar el ataque que Aubrey había sufrido en Venecia.

—Es una ciudad turbulenta —dijo—. No creo que los austríacos la conserven mucho tiempo. En tales condiciones, la violencia siempre está soterrada. Hubierais tenido que elegir otro sitio para pasar vuestra luna de miel, aunque reconozco que no hay un lugar más romántico.

—Por cierto —dije—, cuando salí de compras…

—Unas compras muy acertadas —me interrumpió mi padre, contemplando el plato que colgaba en la pared de su estudio.

—Aubrey había acudido a visitar a los Freeling (a mí no me apeteció acompañarle) y le atacaron precisamente al salir.

—Los Freeling… —dijo lentamente mi padre.

Sí. Por casualidad, se encontraban de vacaciones en Venecia. Al parecer, el capitán Freeling había abandonado el ejército. Me pareció un poco extraño.

—En efecto —dijo mi padre tras una pausa—, algo oí al respecto. Hubo ciertos problemas.

—¿Sí? —le espoleé yo con impaciencia, al ver que vacilaba un poco—. ¿Qué pasó?

—Bueno, parece que es un secreto. No querían que se armara un escándalo porque no hubiera sido bueno para el regimiento. Le obligaron a dimitir de su cargo.

—¿Qué hizo?

—Hablaron de ciertas orgías en las que se consumían drogas cultivadas en la zona. Al parecer, en ellas solían participar varias personas. Estaba implicado otro oficial y algunos residentes. Sea como fuere, decidieron no dar publicidad al asunto… por el prestigio del ejército, ¿comprendes? Ya sabes que la prensa siempre exagera. Hubieran dicho que todo el ejército británico se droga y se abandona a orgías.

—Debió de ser terrible para el capitán Freeling.

—Yo creo que estaba influido por su mujer, que siempre me pareció muy frívola y estúpida. Pero no se lo digas a nadie. Mantenlo en secreto. Estas cosas a veces se divulgan sin querer. No debería habértelo dicho, pero sé que puedo confiar en ti.

—Pues claro. Pero ¿qué drogas eran? ¿Y dices que estaban implicadas otras personas que no pertenecían al ejército?

—Sí, había unas cuantas. Creo que consumían opio, sobre todo. Hay un sujeto muy misterioso que, al parecer, está escribiendo un libro sobre las drogas. Le interesan para sus investigaciones. No estaba allí entonces, pero se mencionó su nombre.

—¿Cómo se llamaba?

—Pues… no me acuerdo.

Me vino a la memoria mi conversación con el aya. ¿Qué dijo sobre aquel hombre? Un demonio, le llamó.

—Es peligroso meterse en estas cosas —dijo mi padre—. No podíamos permitir que uno de nuestros hombres, alguien que ocupaba un cargo de responsabilidad… aunque todos los cargos lo sean, claro, pero parece ser que estas drogas modifican la conducta de las personas y, cuando alguien se halla bajo su influencia, es capaz de cualquier cosa.

Me turbé profundamente y estuve a punto de contare a mi padre mi pesadilla de aquella noche, cuando Aubrey regresó a casa tras sufrir el ataque.

Unos vagos e inquietantes pensamientos acudieron a mi mente.

De no haber estado embarazada, quizá los hubiera examinado más de cerca, pero una mujer embarazada sólo puede obsesionarse con una cosa: el nacimiento de su hijo. Y ésa era mi única obsesión.

Hice muchas compras y mi padre insistió en que me acompañaran Jane o Polly, recordándome que eran londinenses y conocían todos los peligros que acechaban a los forasteros.

Disfruté con la compañía de ambas chicas y me lo pasé muy bien preparando la canastilla.

Regresé al monasterio de St. Clare como nueva. Sólo de vez en cuando recordaba lo que mi padre me había contado de los Freeling y los horrores de aquella noche. No quería hacer indagaciones, era una cosa impropia de mí. En otras circunstancias, no hubiera parado hasta descubrir la razón del extraño comportamiento de Aubrey tras su reunión con los Freeling, que se habían visto obligados a marcharse de la India. Pensaba constantemente en el nacimiento de mi hijo y, puesto que Aubrey se comportaba conmigo como el más solícito de los maridos, me resultaba muy fácil olvidar los pensamientos desagradables.

Aubrey se pasaba casi todo el día fuera de casa y yo apenas le veía. Solía retirarme muy temprano a descansar porque, por la noche, me sentía agotada. Muchas veces, cuando él se acostaba, yo ya estaba durmiendo.

Amelia regresó muy mejorada de la visita hecha a sus primos.

—Han sido muy amables conmigo —dijo—. Siempre les he tenido aprecio. Antes nos visitaban muy a menudo y Stephen los quería mucho.

Más tarde, me dijo:

—Susanna, creo que me voy a marchar de aquí. Al fin y al cabo, ahora ya no hay sitio para mí en el monasterio.

—Mi querida Amelia, ésta es tu casa. ¿Por qué dices eso?

—Fue mi casa mientras estuve casada con Stephen. Ahora, él ha muerto y hay otros dueños. Ya sabes a qué me refiero.

—No —dije con firmeza—. Ésta es tu casa y siempre lo será mientras tú lo quieras.

—Sé que eres sincera y, cuando me vaya, te echaré de menos. Nos llevamos muy bien desde el principio, ¿verdad? Pero me parece que podría ser más feliz… en estos momentos. Aquí hay demasiados recuerdos. Stephen, todos los hijos que he perdido. Me parece mejor empezar una nueva vida.

—Pero ¿adónde irás?

—A eso iba. Hay una casita en Somerset, muy cerca de donde viven Jack y Dorothy. Le eché un vistazo. La propietaria piensa trasladarse a vivir con su hijo y su nuera dentro de unos meses. Se irá al norte y quiere venderla. Yo me he ofrecido a comprarla, Susanna.

—¡Oh, Amelia, cuánto te voy a echar de menos!

—Podrás ir a verme. Tú y el niño…

Una sensación de inquietud se apoderó de mí. No me había percatado hasta aquel instante de lo mucho que la echaba de menos y ansiaba su regreso.

—¡Oh, Susanna, no creía que te importara tanto!

—Te considero amiga mía.

—Lo soy y lo seguiré siendo. No estaré muy lejos. Nos escribiremos y nos visitaremos. Cualquiera diría que me voy a los confines de la tierra.

—Me gustaba saber que estabas… en casa.

—Lo estaré hasta que nazca el niño —me dijo Amelia, sonriendo—. Me lo he prometido a mí misma.

—Tú serás la madrina.

Amelia asintió en silencio. Creo que estaba demasiado emocionada como para poder hablar.

*****

Los meses transcurrieron apaciblemente. Los tres primeros fueron bastante incómodos. Me mareaba tanto que me pasaba muchos días en el dormitorio.

Aubrey se mostraba muy retraído y yo apenas le veía, de lo cual me alegraba. Pensé que le molestaba verme indispuesta y, por mi parte, prefería estar sola. No quería recordar su extraña relación con los Freeling porque temía que los pensamientos desagradables pudieran perjudicar al niño.

Amelia pasaba mucho rato conmigo. Conversábamos y cosíamos juntas y dábamos pequeños paseos por el jardín en el transcurso de los cuales ella vigilaba que yo no me cansara demasiado. Se portaba maravillosamente bien conmigo y se alegraba de mi estado, lo cual era muy noble de su parte, teniendo en cuenta la amarga decepción que acababa de sufrir.

Por Navidad, yo estaba ya muy voluminosa y me cansaba mucho.

Amelia se encargaba de organizar las reuniones que se celebraban en la casa. No eran muchas porque aún estábamos de luto por la muerte de Stephen, pero en una casa como el monasterio siempre había ciertas obligaciones con los vecinos. La experiencia me fue muy útil para aprender cómo se hacían aquellas cosas y, al mismo tiempo, me sirvió de excusa para no tomar una parte demasiado activa.

Amelia hizo otro viaje a Somerset y yo la eché mucho de menos.

Esperaba que, a su regreso, me dijera que había surgido algún contratiempo y no podía comprar la casa, lo cual no era justo de mi parte porque yo sabía que Amelia deseaba irse e iniciar una nueva vida.

Todo se desarrolló según los planes previstos; la propietaria de la casa ya estaba preparando su partida y, hacia el mes de mayo del próximo año, Amelia pensaba irse.

Cuando estábamos solos, Aubrey me decía que sería para bien. Sabía que Amelia y yo éramos buenas amigas, pero no le parecía oportuno que hubiera dos dueñas en la casa. Ahora yo aceptaba la situación porque estaba, como suele decirse, hors de combo.

—Pero ya verías cuando volvieras a ser la de antes —me dijo Aubrey—. Podrían surgir pequeñas desavenencias. Cosas del tipo «Aquí mando yo porque soy la dueña». Conozco muy bien a las mujeres.

—Nada de eso hubiera ocurrido. Si tú lo crees así, es que no nos conoces ni a mí ni a Amelia.

—Te conozco muy bien, amor mío —dijo Aubrey, sonriendo.

En aquel instante, yo pensé: «Y yo a ti, ¿hasta qué punto te conozco, Aubrey?».

Se acercaba el ansiado momento.

Marzo transcurrió en la forma acostumbrada: empezó como un león y terminó como un cordero. Abril era el mes de las flores y de las lluvias, o por lo menos, eso se decía. Era el mes que yo esperaba con ansia desde que supe que estaba embarazada.

—Mandaré llamar al ama Benson.

—¿Fue tu ama?

—Sí.

—Debe de ser muy vieja.

—Vieja… pero no demasiado.

—Tendríamos que buscar a una mujer más joven.

—¡No lo permita Dios! Los cielos se desplomarían si naciera un niño en el monasterio y el ama Benson no lo tuviera a su cuidado.

—En tal caso, me entrevistaré con ella.

—No sólo te entrevistarás con ella, sino que la contratarás, cariño —dijo Aubrey, riéndose—. Nos cuidó a mí y a Stephen y siempre aseguró que volvería para cuidar de nuestros hijos.

—C¿uántos años tenía cuando te cuidaba?

—Era muy joven para ser un ama. Tendría unos treinta y cinco cuando se fue.

—Pues, ahora, debe de tener por lo menos sesenta.

—Ella es eternamente joven.

—¿Cuánto tiempo hace que no la ves?

—Cosa de un año. Viene a visitarnos de vez en cuando. Le disgustó mucho la muerte de Stephen, aunque creo que yo siempre fui su preferido.

A pesar de que no me gustaba mucho la idea, pensé que, si Aubrey estaba tan encariñado con su ama, sería bueno tenerla en casa. Debía de ser muy fiel a la familia.

Hablé del asunto con Amelia.

—Ah, sí, el ama Benson —dijo Amelia—. Solía visitarnos de vez en cuando. Stephen quería que la llamara cuando…

—Es una antigua sirviente de la casa —me apresuré a interrumpirla— y sé lo importante que es eso en familias como la nuestra.

El ama Benson llegó cuando faltaba una semana para el parto. Al ver que era una típica niñera, mis temores se desvanecieron. Su aspecto era de lo más juvenil.

Hablaba por los codos e inmediatamente me tomó bajo su protección. Me contó con todo lujo de detalles mil anécdotas de la infancia de sus niños, Aubrey y Stephen.

Sus métodos me parecieron un poco anticuados, pero, puesto que Aubrey insistía tanto, desistí de contratar a otra mujer más joven que fuera de mi gusto. Sin embargo, no quería que hubiera demasiado servicio porque pensaba encargarme personalmente del cuidado de mi hijo.

Por fin llegó el día. Los dolores del parto empezaron a primera hora de la mañana y, al atardecer, di a luz a un precioso niño.

No cabía en mí de gozo cuando, exhausta en la cama, colocaron al niño entre mis brazos.

Puede que pareciera un anciano caballero de noventa años con la cara enrojecida y arrugada, pero, para mí, era la cosa más bonita del mundo.

A partir de aquel instante, él sería toda mi vida.

*****

Las semanas siguientes las dediqué por entero a mi hijo. No podía apartarme de él ni un solo momento. Ahora sabía lo que significaba amar con toda el alma a otra persona. Cuando el niño lloraba, me moría de angustia, temiendo que le ocurriera algo; cuando estaba contento, me sentía inmensamente feliz. Al despertar por la mañana, me acercaba a su cuna para cerciorarme de que estaba vivo. Cuando pensaba que me reconocía, me llenaba de emoción.

Le llamaríamos Julian, un nombre muy frecuente en la familia St. Clare.

—Un día, todo eso será suyo —dijo Aubrey—. Por consiguiente, conviene que sea un St. Clare de pies a cabeza.

Mi marido estaba muy orgulloso de tener un hijo y un heredero, pero, por lo demás, no sentía un particular interés por él. Cuando depositaba el niño en sus brazos, lo tomaba con sumo cuidado y Julian expresaba su descontento gritando a pleno pulmón hasta que yo lo tomaba de nuevo en mis brazos para que se calmara.

Amelia quería marcharse después del bautizo. Yo estaba muy triste, aunque, en realidad, apenas pensaba en otra cosa que no fuera mi hijo.

El bautizo se celebró a finales de mayo. El pequeño Julian se portó muy bien y estaba espléndido con el vestido de cristianar que tan bien conocía el ama Benson, lavado cuidadosamente bajo su supervisión.

Ésta se instaló cómodamente en «mi vieja habitación», tal como decía ella. Allí tenía un infiernillo en el que preparaba constantemente tazas de té a las que, a veces, añadía un chorrito de whisky.

—Un pedacito de la vieja Escocia —decía—. No hay nada igual para animarla a una.

Yo me llevaba bien con ella porque no se entremetía demasiado en mis asuntos. Creo que se encontraba a gusto con las comodidades de la casa y, aunque era demasiado mayor para hacerse cargo del cuidado de un recién nacido, se la veía tan contenta en el cuarto infantil que no tuve el valor de decirle que su presencia no era necesaria… Además, yo no deseaba que nadie estuviera con mi hijo. ¡Lo quería todo para mí!

Apenas me percataba de lo poco que veía a Aubrey, el cual solía ausentarse varios días del monasterio para ir a visitar a sus amigos. No le echaba de menos. Mi vida giraba en torno a la de mi hijo.

Llegó el momento en que Amelia debía partir.

La víspera, ésta acudió a mi habitación para decirme adiós por última vez, ya que ambas queríamos evitar la emoción de la despedida por la mañana.

Eran las últimas horas de la tarde. Julian dormía y yo sospechaba que el ama Benson también; a menudo se quedaba dormida por la tarde tras tomarse una taza de té «con un pedacito de la vieja Escocia».

—Saldré a primera hora —me comunicó Amelia.

—Te voy a echar mucho de menos.

—Estarás muy bien aquí. Tienes al niño… y a Aubrey.

—Sí.

Tras una pausa, Amelia añadió:

—Hace tiempo que deseaba decirte una cosa. No sé si debo hacerlo. Es algo que me tiene muy preocupada. Tal vez sería mejor no decir nada, pero me siento en cierto modo obligada a comunicártelo.

—¿De qué se trata, Amelia?

—De… Aubrey.

—¿Sí?

—A veces… Stephen estaba muy preocupado por él —contestó Amelia, mordiéndose un labio—. Hubo… algunas dificultades.

—¿Dificultades? —Pregunté yo con el corazón en un puño—. ¿Qué clase de dificultades?

—A veces, se metía en problemas. Exteriormente, no se notaba porque, en realidad, era encantador. Sólo que, en fin, que empezó a relacionarse con gente extraña. Hacía cosas muy raras.

—¿Qué cosas?

—Creo que vivía de una manera un tanto insólita. Le expulsaron de la universidad. Puede que el hábito lo adquiriera allí. Stephen a duras penas pudo disimular el escándalo. Entonces, Aubrey se fue al extranjero. Conviene que tú lo sepas aunque tal vez fuera mejor que no. Le he estado dando vueltas a ese asunto en la cabeza sin saber si debía decírtelo o no. Pero creo que es mejor estar preparados.

—Sí —dije yo—, es mejor estar preparados. ¿Quieres decir que se drogaba?

Amelia me miró con asombro. Por un instante guardó silencio y yo comprendí que se trataba de eso.

—Las personas que lo hacen se comportan de forma muy extraña cuando se hallan bajo sus efectos —prosiguió diciendo Amelia sin mirarme a los ojos—. Claro que de eso hace mucho tiempo. Quizás ahora todo haya terminado. Había un hombre a quien yo siempre consideré en cierto modo responsable de lo ocurrido. Estuvo una o dos veces aquí. Stephen le tenía mucho aprecio. Era médico… una autoridad en el tema de las drogas. Hizo cosas muy raras… Incluso se disfrazó de nativo y escribió unos libros… muy explícitos. Yo siempre le tuve un poco de miedo, supongo que por las cosas que escribía. Pensaba que Aubrey se había aficionado a las drogas a través suyo. Stephen siempre insistía en que su interés por las drogas se debía a su deseo de utilizarlas en beneficio de la humanidad, señalando que no debíamos considerar atrasadas a otras civilizaciones por el simple hecho de ser distintas de la nuestra. En determinados aspectos, éstas podían ser a veces más avanzadas. Stephen y yo nos habíamos casi peleado a causa de este hombre. «Damien suena un poco como demonio», decía yo. Y le llamaba el doctor Demonio. Stephen decía que yo estaba llena de ridículos prejuicios. Oh, Susanna, hubiera sido mejor no decirte nada. Pero, no sé, pensé que debías saberlo. Creo que deberías vigilar a Aubrey. Y, en caso de que este doctor Damien venga aquí, ponte en guardia.

—Has hecho bien en decírmelo —le dije al ver que me miraba con temor—. Vigilaré. Espero no ver nunca a este hombre. Stephen me dio un libro suyo para que lo leyera. Es misterioso y sensual e incluso un poco turbador. Posee las mismas cualidades que encontré en las obras de sir Richard Burton. Ambos me fascinan y me repelen, al mismo tiempo.

—Stephen les admiraba mucho a los dos. Yo solo leí un libro. No me apeteció leer otros. Stephen decía que leerlos era como hacer un viaje a aquellos lejanos países. Las descripciones son muy gráficas.

—Es cierto —convine—, pero coincido contigo en que, por muy extraordinarios que sean, estos hombres son peligrosos. Pienso que no se detendrían ante nada con tal de conseguir sus propósitos.

—Yo siempre pensé que Aubrey se aficionó a la droga por culpa de este hombre. A lo mejor, quería ver el efecto que ejercían las drogas en una persona como él. No sé. Son simples conjeturas. No creo que Aubrey hiciera eso ahora.

Me miró con inquietud y comprendí perfectamente lo que deseaba decirme. Amelia empezaba a imaginar lo que debió de ocurrirme aquella fatídica noche.

Estuve casi a punto de contárselo, pero no me atreví a hacerlo. De una cosa estaba segura: jamás volvería a tolerar semejante humillación.

Le agradecí la información y le aseguré que había hecho bien en decírmelo.

Después, apenas nos dijimos nada más. Nos despedimos con grandes muestras de afecto y prometimos volver a vernos muy pronto.

Supongo que casi todos los matrimonios insatisfactorios se van rompiendo poco a poco. La desintegración del mío comenzó, sin duda, aquella noche en Venecia. Cierto que traté de disculpar a Aubrey, aunque siempre supe que aquellos impulsos los debía de llevar dentro, ya que, de lo contrario, jamás hubieran emergido a la superficie. Intuí que él tampoco estaba satisfecho de nuestro matrimonio. Yo le había fallado de la misma manera que él me había fallado a mí. En semejantes situaciones, yo sabía que la culpa no era enteramente de uno solo.

Cuando me casé con él, lo hice con la intención de ser una buena esposa y puede que, al principio, Aubrey también quisiera ser un buen marido. Aun así, poco a poco, me di cuenta de que había cometido el mayor error que puede cometer una mujer.

Y, sin embargo, el resultado de todo ello fue Julian. No podía arrepentirme de algo que me había traído a mi hijo.

Durante los dos primeros meses de vida de Julian, estuve tan ocupada con él que apenas pude pensar en otra cosa.

—¿No te parece que eres un poco absurda, cariño? —me decía Aubrey—. Al fin y al cabo, ya tenemos al ama Benson. ¿Por qué tienes que pasarte el rato en el cuarto del niño?

—El ama Benson es muy mayor.

—Se ha pasado toda la vida cuidando niños. Es más experta que tú. Te pones tan nerviosa con este niño que, como no tengas cuidado, acabarás atosigándole.

Puede que tuviera un poco de razón, pero no podía evitarlo. En las palabras y en el tono de voz de Aubrey, percibía un matiz de crítica. Estaba tan enfrascada en mi maternidad que no me tomaba el menor interés en ser una buena esposa.

A través de Julian, trabé amistad con la señora Pollack, el ama de llaves. Antes me parecía una mujer muy estirada y muy pagada del puesto que ocupaba en la casa, desprovista del menor sentido del humor y un poco mandona. Pero desde el nacimiento de Julian, había cambiado. Se transformaba por completo cuando veía al niño, y en su rostro se dibujaba una sonrisa, a pesar de lo poco partidaria que era ella de semejantes efusiones.

—Debo decirle, señora, que me encantan los niños pequeños —decía como si me confesara un pecado.

Cuando yo salía con mi hijo al jardín, siempre se las arreglaba para estar allí. Si el niño le dirigía una sonrisa, su entusiasmo no conocía límites y, si le agarraba un dedo, se asombraba de su inteligencia. La adoración que le profesaba la señora Pollack a mi hijo fue el nexo que nos unió.

A veces, tomaba el té con ella en su salón y me llevaba a Julian. Me agradaba tener a una amiga en la casa, sobre todo, tratándose de una mujer tan fiel y honrada. Ella también sabía algo de niños, ya que tenía tres hijos.

—Todos ya casados y lejos de aquí, señora. Pero así es hi vida —dijo, sacudiendo lentamente la cabeza—. Te acuerdas de cuando eran pequeños y dependían de ti… y después se van a vivir su vida. Reconozco que son buenos conmigo. Podría irme a vivir con mi Annie, pero no me parece bien molestar a los jóvenes. Ojalá no crecieran nunca.

Me gustó descubrir que la señora Pollack era tan humana. Pensé que hubiera sido una niñera mucho mejor que el ama Benson.

En una ocasión, le pregunté por qué no se buscaba una casa donde pudiera cuidar niños en lugar de trabajar como ama de llaves y dirigir a la servidumbre.

Lo pensó un instante y luego dijo que eso sería una locura.

—Me encariñaría demasiado con ellos; después se hacen mayores y ya no te necesitan. Es como volver a tener una familia. Aun así, señora, debo decirle que me alegro de que haya un chiquitín en la casa.

Siempre que yo salía, se lo comunicaba a la señora Pollack. Habíamos acordado tácitamente que ella echaría un vistazo a Julian en mi ausencia porque no me fiaba de dejarlo por completo al cuidado del ama Benson, temiendo que ésta se quedara dormida.

La señora Pollack era un dechado de diplomacia y se enorgullecía de la confianza que yo depositaba en ella. Julian le pagaría sus desvelos cuando creciera lo bastante como para manifestarle su gratitud.

Una noche, cuando Julian contaba apenas unos meses, yo estaba muy preocupada porque el chiquillo tenía un resfriado sin importancia, aunque en verdad solía inquietarme por cualquier cosa.

Me desperté por la noche. Debían de ser algo más de las tres y experimenté el impulso de ir a verle. El niño estaba intranquilo y arrebolado y respiraba con dificultad.

Oí los rítmicos ronquidos de la señora Benson en la habitación contigua.

La puerta estaba abierta, pero la anciana dormía tan profundamente que no me atreví a despertarla.

Tomé al niño, lo envolví en una manta, me senté y lo acuné en mis brazos. Le aparté el cabello de la frente y, en aquel mismo instante, cesaron los gemidos. Seguí acariciándole la frente porque me pareció que eso le aliviaba y entonces recordé las pasadas ocasiones en que mis manos habían ejercido un efecto curativo. Vi con toda claridad el rostro de mi vieja aya. ¿Qué me dijo? «Hay poder en estas manos».

Yo, entonces, no la creí. Ahora pensé en lo que había leído en los libros que me prestó Stephen. Era cierto que, en una sociedad como la nuestra, tendemos a rechazar lo que no nos parece lógico. Sin embargo, podía haber otros medios y otras culturas. Sir Richard Burton y el extraño doctor Damien así lo daban a entender en sus libros. Precisamente habían emprendido sus estrambóticos viajes para descubrir estas cosas.

Lo único que yo quería en aquellos momentos era calmar a mi hijo. Lo hice tan bien que pronto se quedó dormido, su respiración se normalizó y se le fue un poco el arrebol de la cara.

Me quedé con él toda la noche. Si le hubiera dejado, no hubiera podido dormir. Por consiguiente, le sostuve en mis brazos, convencida de que había cierto poder en mis manos.

Mi aya dijo que era un regalo de los dioses y que aquellos regalos tenían que aprovecharse.

Hubiera sido maravilloso salvar una vida. Comprendía que alguien como el doctor Damien estuviera dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de saciar su sed de conocimiento. Había leído que la finalidad que perseguía era descubrir la manera de utilizar determinadas sustancias en beneficio de los enfermos. Me parecía un propósito muy noble. Sin embargo, en sus libros se percibía mucha arrogancia y, por otra parte, el inmenso deleite con que describía sus aventuras y los misterios sensuales saboreados en nombre de la ciencia médica me hacían dudar de aquel hombre que tantos recelos le inspiraba a Amelia.

Deseaba averiguar todo cuanto pudiera acerca de mi presunto poder sanador.

A la mañana siguiente, cuando volví a nuestro dormitorio, Aubrey me dijo:

—Te veo cansada. ¿Qué demonios te ha ocurrido?

—Julian no ha estado bien esta noche.

—¿No podía el ama Benson atenderle?

—Se ha pasado toda la noche roncando. El niño hubiera podido sufrir convulsiones y ella ni se hubiera enterado.

—Bueno, pues espero que no conviertas estos paseos nocturnos en una costumbre.

—No. Voy a mandar que trasladen la cuna a esta habitación para que yo pueda estar cerca de Julian.

—Eso es absurdo.

—No lo es y pienso hacerlo.

Aubrey se encogió de hombros.

Aquella noche, el niño estuvo muy intranquilo y Aubrey dijo que aquella era una situación imposible y que o yo salía de la habitación con la cuna, o lo hacía él.

Me pareció justo que así fuera porque en el monasterio había muchas habitaciones.

Mandé trasladar la cuna a una de ellas y dormí allí. No creo que ni a Aubrey ni a mí nos preocupara demasiado el hecho de no dormir juntos. Yo dormía en paz, sabiendo que mi instinto de madre me despertaría en cuanto Julian me necesitara.

Durante un año estuve enteramente entregada a mi hijo. Su primera sonrisa, su primer diente, su primera palabra que, para mi gran deleite, fue mamá. Conversaba a menudo con la señora Pollack mientras el niño gateaba por el suelo, jugando con los carretes usados de algodón que ella le buscaba y batiendo palmas cuando nosotras lo hacíamos para demostrarle nuestra aprobación ante sus pequeñas hazañas, como, por ejemplo, recorrer con paso vacilante la corta distancia entre las rodillas del ama de llaves y las mías, mientras nos miraba con una sonrisa de triunfo en los labios. Eran unos maravillosos momentos que jamás podría olvidar.

Observaba de vez en cuando cierta exasperación en los modales de Aubrey. Ahora que el luto por la muerte de Stephen había terminado oficialmente, Aubrey invitaba a menudo a sus amigos y, como es lógico, yo tenía que participar en las reuniones, aunque lo hacía con muy poco entusiasmo porque no eran personas de mi agrado. Sus principales temas de conversación eran la caza, la pesca y los deportes al aire libre, con los que yo no estaba muy familiarizada.

Después de aquellas cenas, Aubrey solía expresarme su decepción por mi comportamiento.

—No has sido una anfitriona muy brillante que digamos.

—Es que sólo hablan de temas intrascendentes.

—Serán intrascendentes para ti.

—En primer lugar, nunca hablan de política… El cambio de gobierno, el golpe de Estado habido en Francia, y Luis Napoleón convertido en amo absoluto del gobierno francés…

—Mi querida muchacha, ¿y eso qué tiene que ver con nosotros?

—Todo cuanto ocurre en este país y en los países vecinos nos afecta.

—Eres una auténtica pedante, querida. ¿Sabes que ese es uno de los rasgos menos agradables en una mujer?

—Yo no pensaba en el atractivo, sino en una conversación medianamente interesante.

—Ya —dijo él con frío desprecio—, lo que ocurre es que te has pasado la vida mirando a la gente por encima del hombro.

Se refería a mi estatura que no parecía gustarle demasiado porque, cuando me ponía zapatos de tacón, era más alta que él, lo cual constituía un síntoma de su creciente aversión hacia mí, ya que, cuando alguna persona nos es antipática, solemos fijarnos en ciertos detalles que normalmente nos pasarían inadvertidos. Aubrey pensaba que mi apego a nuestro hijo era impropio de una mujer de nuestra clase. Para eso teníamos criados capaces de encargarse de las tareas que yo me empeñaba en hacer personalmente. Le disgustaba mi incapacidad de intimar con sus amigos y ahora le molestaba incluso mi estatura.

Me fui con Julian a pasar una semana en compañía de mi padre, que estaba loco por el niño. Jane y Polly rivalizaban en cuidarle.

—Sería estupendo que pudiera usted quedarse a vivir aquí, señora St. Clare —me decían.

Yo sabía que mi padre pensaba lo mismo.

Tuve noticias de Amelia. En Somerset era más feliz. «Estoy empezando una nueva vida», me decía. Se encontraba muy a gusto en compañía de Jack y Dorothy porque en sus cartas me hablaba a menudo de ellos… sobre todo, de Jack.

El día del primer aniversario de Julian, la cocinera hizo un pastel con una vela. Los criados acudieron para desearle un feliz cumpleaños y el chiquillo se divirtió mucho.

Poco después llegó Louie Lee.

Al volver de un paseo por el jardín en compañía de Julian, subí al cuarto del niño y descubrí a una joven. En el momento en que entré, la chica estaba abriendo las puertas del armario para examinar su contenido.

—¿Qué está usted haciendo aquí? —le pregunté.

—Ah, es usted la señora, ¿verdad? Ya me lo ha parecido.

—¿Qué está usted haciendo aquí? —repetí—. ¿Quiere hacer el favor de explicármelo?

—Soy Louie. Me han contratado para el cuarto del niño… Para ayudar a tía Emy.

¡Tía Emy! Claro, era el ama Benson. Yo había averiguado finalmente que su nombre de pila era Emily.

—Yo no la he contratado.

La chica se encogió de hombros.

En aquel momento, entró el ama Benson.

—Ah, ésta es Louie —dijo—. Ha venido para echarme una mano. El trabajo era excesivo para mí, tal como le expliqué al señorito Aubrey. Le hablé de nuestra Louie y dijo que la trajera.

¡O sea que Aubrey había contratado a aquella joven sin consultármelo! La estudié con atención. Tenía el cabello rubio, pero demasiado dorado para ser natural; sus grandes ojos azules miraban con un atrevimiento impropio de una joven modesta; la nariz era menuda y el carnoso labio superior le confería una apariencia juguetona. No tenía mucha pinta de ser una niñera eficiente.

—Es la hija de mi sobrino —añadió el ama Benson—. Hay muchas cosas que hacer ahora que nuestro hombrecito crece tan aprisa… Louie nos será muy útil.

Me quedé anonadada. Hubiera querido decirle a la chica que hiciera las maletas y se fuera, llevándose también al ama Benson. Yo quería organizar el cuarto del niño a mi manera. Para mí, era la parte más vital de la casa y no soportaba que estuviera en manos de una mujer que la mayoría de las veces parecía una sonámbula a causa de los tragos de whisky que tomaba junto con el té, y mucho menos en las manos de aquella mozuela descarada.

Esperé a que llegara Aubrey.

—¿Qué es eso de esta nueva niñera que has contratado… Louie no sé qué? —le pregunté.

—Ah, es la sobrina o sobrina nieta del ama Benson.

—No necesitamos a esa chica.

—Pensé que podría relevarte de tus funciones —contestó Aubrey en tono levemente irónico.

—¡Relevarme! No quiero que nadie me releve.

—No, te gusta hacer de niñera, ya lo sé. Pero, en tu calidad de señora de una casa como ésta, debieras comprender cuál es tu lugar. Tienes otros deberes que cumplir.

—Mi hijo es lo más importante para mí.

—Bien lo sé —dijo Aubrey con amargura.

—También es tu hijo.

—Pues nadie lo diría. Tú lo monopolizas por completo. No quieres que nadie se le acerque.

«¿Sería cierto? —me pregunté—. Julian lo era todo para mí y lo demás sólo me interesaba si guardaba relación con él».

—Eres libre de gozar de su compañía siempre que lo desees —le dije—. Pero me parece que los niños pequeños no te gustan demasiado.

—Bueno, el caso es que he contratado a esta chica.

—Pero yo no la quiero.

—Y si la quiero yo, ¿qué?

—No puedes…

—Mira, amor mío, en mi casa puedo hacer lo que me apetezca. Tú tienes que cambiar. ¿Qué piensas que opinan mis amigos cuando vienen a visitarme? No demuestras el menor interés por ellos.

—Esta chica tiene que irse.

—No —contestó Aubrey con firmeza—. Se quedará.

—¿Qué crees que va a hacer en el cuarto del niño? —Sustituirte en el cuidado del niño.

—No quiero que lo haga. Nada ni nadie me apartarán de mi hijo.

—Déjate de histerismos, por favor. ¿Qué te ocurre, Susanna? Por si no lo sabías, eres mi mujer.

—Lo sé muy bien, pero creía que tenía derecho a elegir una niñera.

—No tienes ningún derecho que no proceda de mí. Convendría que lo recordaras. Ésta es mi casa. Yo soy el amo. Tu autoridad te viene de mí y yo digo que esta chica se queda.

Nos miramos mutuamente con profunda aversión. Comprendí que aquello era la desintegración de mi matrimonio.

*****

Pronto se desvanecieron las últimas esperanzas que me quedaban de poder ser feliz al lado de mi marido.

La actitud de Louie Lee me dio la clave de lo que estaba ocurriendo. La chica se comportaba con la insolencia propia de las personas que ocupan un lugar especial en la casa. ¿Por qué observaba semejante conducta? Sin duda porque gozaba de los favores del amo de la casa.

Apenas hacía nada en el cuarto del niño, pero eso a mí me daba igual. Aunque tuviera que soportar su presencia en la casa, no quería que se acercara a mi hijo. De hecho, Julian casi nunca estaba en su cuarto a no ser que yo estuviera con él. Por nada del mundo le hubiera dejado solo con el ama Benson o su lejana parienta.

Imaginaba que el ama Benson debía de ser una buena niñera cuando estuvo al cuidado de Aubrey y Stephen, pero la afición al whisky, apenas disimulada por el té, no había contribuido precisamente a mejorar sus aptitudes. En cuanto a Louie Lee, no tenía el menor talento para ejercer estas funciones.

La vi una vez desde mi ventana. Se encontraba en el jardín. Aubrey se le acercó y empezaron a conversar entre risas. De repente, Louie le dio a Aubrey un empujoncito y corrió en dirección al bosquecillo, seguida por él. No me hizo falta mucha imaginación para llegar a una conclusión.

Estaba segura de que el hombre que vi aquella noche se encontraba siempre al acecho. Me preguntaba a menudo qué debía de recordar Aubrey de aquella noche. Me puso a prueba y descubrió que yo no respondía a su bestialidad. Nuestras relaciones cambiaron a partir de aquella noche porque yo le demostré que jamás compartiría sus depravaciones.

Desde hacía cierto tiempo, acariciaba la idea de abandonar el monasterio. Podría irme a vivir con mi padre. De hecho, le hice una prolongada visita, tras la cual me fui a pasar unos días con Amelia. Mis sospechas con respecto a ella y Jack St. Clare parecían bastante fundadas. Ambos eran viudos y tenían cierta experiencia de la vida, pero me pareció ver que él la cortejaba con insistencia.

Me alegré por Amelia, en cuyos ojos observé un brillo que antes no había. Sin duda podría tener hijos y alcanzar la ansiada felicidad.

Cuando regresé al monasterio, eché de menos la paz de que disfrutaba en Londres y en Somerset. Pensé que tenía que irme a vivir con mi padre, que nos acogería a Julian y a mí con los brazos abiertos. Amaba con toda el alma a su nieto, y tanto Jane como Polly serían unas niñeras mucho mejores que el ama Benson o Louie Lee. Dejaría a Aubrey con su niñera particular.

Sin embargo, no se puede abandonar un marido a la ligera. Primero, se tienen que resolver muchos asuntos. Yo no quería nada de Aubrey, pero tenía que tener en cuenta a Julian; era el heredero de la propiedad y, a su debido tiempo, el monasterio le pertenecería. No podía apartarle de su casa y de su herencia.

A la vuelta de mis visitas, me sentí más lejos que nunca de Aubrey. Ya no quedaba ahora el menor rastro de amor entre nosotros. Me encerraba bajo llave en mi dormitorio con el niño, aunque no hubiera sido necesario porque Aubrey jamás intentaba entrar.

Yo sospechaba desde hacía tiempo que tenía varias amantes y me alegraba de que así fuera porque no quería el menor trato con él.

Sabía que ocurrían cosas muy extrañas en la casa. Aubrey solía organizar fiestas que duraban desde el viernes por la tarde hasta el sábado o el domingo. Yo recibía a los invitados y organizaba las comidas. Solíamos cenar a las ocho y, a las diez, todo el mundo se retiraba a descansar, lo cual era un poco extraño, tratándose de personas jóvenes.

De todos modos, yo me alegraba porque no me apetecían las tertulias. Me iba al dormitorio donde Julian dormía en su camita. Durante el breve tiempo que permanecía con los invitados de Aubrey, siempre le pedía a la señora Pollack que echara de vez en cuando un vistazo al niño, cosa que ella hacía de mil amores.

Siempre recibíamos a las mismas personas, aunque a veces se incorporaba al grupo algún desconocido. Yo me había acostumbrado a ello y nuestros invitados no solían molestarme demasiado. Me hablaban de la casa o del tiempo, o bien me hacían rutinarias preguntas sobre Julian, aunque yo tenía la impresión de que sus pensamientos estaban en otra parte.

Una noche en que no podía dormir, me pareció oír a alguien merodeando abajo y me acerqué a la ventana para mirar. Vi que varias personas emergían del bosquecillo y se dirigían a la casa. Me retiré rápidamente. Eran nuestros invitados.

Miré la hora. Eran las cuatro de la madrugada.

Me quedé perpleja. Entonces, vi a Aubrey entre ellos. No acertaba a imaginar qué habrían estado haciendo. Me acerqué a la puerta y presté atención. Oí pisadas en la escalera y luego se hizo el silencio. Los invitados dormían en otra ala de la casa y se habían retirado a sus habitaciones.

No había luna aquella noche y, puesto que estaba nublado, no pude verles con claridad.

Me acerqué a la camita de Julian y le miré; estaba profundamente dormido. Me acosté en mi cama y permanecí despierta largo rato, pensando en lo que había visto.

*****

Me dormí a eso de las cinco, pero tuve un sueño muy intranquilo. Me desperté pasadas las seis y lo primero que recordé era lo que había visto la víspera.

Julian empezó a llorar para que le acostara en mi cama, tal como solía hacer todas las mañanas. Yo le canté como hacía todos los días —viejas baladas e himnos, sobre todo, Cereza madura, que era la que más le gustaba—, pero aquella mañana no estaba para cantos.

Recordé que los invitados habían emergido del bosquecillo que yo crucé la vez que descubrí una misteriosa puerta al otro lado. Ignoro qué me hizo pensar en ello como no fuera mi deseo de hallar una explicación a la escena de la víspera.

En el transcurso de aquellos fines de semana, los invitados solían dormir hasta muy tarde y, a menudo, no se levantaban hasta la hora del almuerzo. Había oído comentar en la cocina que no querían desayunar.

La mañana parecía un buen momento para analizar qué nexo podía haber entre la misteriosa puerta y los paseos nocturnos de los invitados de Aubrey.

Le dije a la señora Pollack que iba a dar un pequeño paseo. Julian estaba durmiendo y ella le vigilaría en mi ausencia.

Salí de la casa, crucé el bosquecillo y llegué a la pendiente. Bajé agarrándome a los salientes de la roca y aparté la enredadera a un lado.

Allí estaba la puerta.

Tuve la extraña sensación de encontrarme en un lugar maléfico. Empujé la puerta y me dio un brinco el corazón porque estaba abierta. Entré.

Inmediatamente se me ocurrió pensar que la puerta podía cerrarse de golpe, dejándome atrapada dentro sin posibilidad de escapar. Volví a salir, busqué una piedra de gran tamaño y la apoyé contra la puerta para que no pudiera cerrarse. A continuación, entré en lo que parecía ser una cueva.

El pavimento era de baldosas y, mientras avanzaba, percibí un extraño olor que no pude reconocer. Invadía todo el aire y me mareó un poco. Vi multitud de velas por todas partes, algunas totalmente consumidas. Observé que habían sido encendidas hacía poco y ello me confirmó la presencia allí de los invitados.

La cueva desembocaba en una habitación cuadrada. Había en ella una mesa parecida a un altar en la que, por un instante, creí ver sentada a una persona. Ahogué un grito de terror.

La figura del altar parecía mirarme de reojo. Vi con espanto que era una representación del demonio… con cuernos y pezuñas. Los ojos inyectados en sangre me miraban fijamente.

Había unos dibujos en las paredes. Al principio, me parecieron incomprensibles; después, vi que eran hombres y mujeres haciendo el amor en extrañas posiciones. Sentí el imperioso deseo de huir cuanto antes de allí.

Eché a correr. Retiré la piedra de la puerta y ésta se cerró a mi espalda. Crucé el bosque como alma que lleva el diablo, en la absoluta certeza de que acababa de enfrentarme cara a cara con esta criatura infernal.

Estaba trastornada. ¿Qué era lo que había descubierto? La señora Pollack me salió al encuentro.

—El niño aún está durmiendo. He entrado a echar un vistazo un par de veces. ¿Le ocurre algo, señora St. Clare?

—No, gracias, señora Pollack. Voy a subir. No quiero que duerma tanto, de lo contrario no podrá descansar esta noche.

Me fui a mi habitación.

¿Qué significado tenía todo aquello? Debía averiguarlo.

*****

Ignoro cómo transcurrió el día. Lo único que yo quería era averiguar qué sucedía exactamente en la cueva. Aquella era mi casa… la casa de mi hijo. Si era cierto lo que sospechaba, tendría que hacer algo.

Aquella noche, acosté a Julian en su camita y me senté junto a la ventana. ¡Qué silencio reinaba en la casa!

Faltarían unos quince minutos para la medianoche cuando oí el primer rumor. Comprendí por qué razón había ordenado Aubrey que los invitados se alojaran en el ala este del edificio que estaba muy separada del resto de la casa: para que no se oyeran sus idas y venidas.

Los vi salir al jardín. Era noche cerrada, pero pude distinguir las figuras que se dirigían hacia el bosque. Me preparé para lo peor. Temblaba de pies a cabeza, pero no tenía más remedio que hacerlo.

Aparecieron imágenes en mi mente. En la India, había oído hablar en susurros de extrañas sectas que celebraban rituales y encuentros secretos, en el transcurso de los cuales adoraban a extraños dioses.

Recordé la figura de Satán, sentada sobre aquel simulacro de altar.

«No vayas —me dijo una vocecita interior—. Vete a Londres mañana. Llévate a Julian. Di que no puedes vivir ni un día más bajo este techo».

Pero no podía hacer eso; necesitaba pruebas de lo que ocurría. Tenía que verlo con mis propios ojos.

Me puse unas botas, me eché una enorme capa sobre el camisón y bajé de puntillas. Luego atravesé el bosque para dirigirme a lo que yo consideraba un templo infernal.

La puerta estaba entornada. La empujé y entré.

El espectáculo que surgió ante mis ojos era tan terrible que a punto estuve de dar media vuelta y echar a correr, a pesar de que estaba preparada para enfrentarme a cualquier cosa. Había muchas velas encendidas y la atmósfera estaba llena de humo. Algunas personas tendidas en el suelo sobre unas esteras rodeaban la horrible figura del altar. Casi todas estaban semidesnudas o completamente desnudas. Formaban grupos de tres o cuatro. Aparté el rostro porque no quería ver lo que estaba ocurriendo.

Entonces vi a Aubrey y él me vio a mí. Me lanzó una mirada de desprecio y, acercándose a trompicones, me dijo con voz pastosa:

—Creo que es mi mujercita… mejor dicho, mi mujerona… ¿Quieres reunirte con nosotros, Susanna? Di media vuelta y salí corriendo.

Aunque sabía que Aubrey no me había seguido, atravesé el bosque a toda prisa, arañándome las manos con los troncos de los árboles y enganchándome la ropa en los helechos. Temía que alguien me alcanzara y me arrastrara de nuevo a aquel lugar de depravación.

Entré en la casa, subí a mi habitación y cerré la puerta por dentro. Me arrojé en la cama y permanecí tendida un buen rato porque estaba completamente mareada.

Después me levanté y fui a ver a Julian. Dormía como un angelito.

«Me iré a casa de mi padre —pensé—. Se lo contaré todo. Tengo que llevarme a Julian. No debe vivir en un lugar en el que ocurren estas cosas».

Empecé febrilmente a trazar planes.

Era lo único que podía tranquilizarme.

Mi padre me ayudaría. Di gracias a Dios por habérmelo conservado. No estaba sola. Me iría a vivir con él. Nunca podría volver a mirar a Aubrey sin pensar en aquel lugar de perdición.

Puede que yo sospechara algo de eso en mi fuero interno desde aquella noche. Sin embargo, Aubrey era al principio un amante tan encantador que jamás podría olvidar las semanas que había transcurrido en Venecia. Aubrey poseía, al parecer, una doble personalidad. Algo me decía que el hombre encantador no estaba muerto sino oprimido por el hombre cuyo cuerpo y cuya mente estaban envenenados por las drogas que consumía.

Los pensamientos se agitaban incesantemente en mi cerebro. Estaba segura de que el misterioso doctor Damien había llevado a Aubrey por aquella terrible vereda en su afán de comprobar el efecto que ejercían las drogas en las personas. Buscaba el conocimiento con crueldad, sin importarle los muchos seres que pudiera destrozar por el camino… tal como había destrozado a Aubrey.

Amelia me había advertido de que tuviera cuidado con él. Así pensaba hacerlo en caso de que le viera en la casa. Pero yo no estaría allí, sino con mi padre.

Al fin, terminó la noche y Julian me exigió de nuevo que le cantara sus canciones preferidas sin omitir Cereza madura. Aquella mañana, mi actuación debió de dejar mucho que desear.

*****

Empecé a reunir algunas cosas. Le diría a Aubrey lo que pensaba hacer y le pediría que no intentara establecer contacto conmigo, aunque, en realidad, no temía que lo hiciera. Vi odio y desprecio en sus ojos cuando le descubrí en la cueva. En sus momentos de lucidez, debía de sentir vergüenza.

Vino a verme a última hora de la mañana. Yo había hecho una maleta con lo más imprescindible y pensaba marcharme en tren a las cuatro de la tarde.

Por un instante, nos miramos mutuamente en silencio. Después vi que se le curvaban las comisuras de los labios y se me encogió el corazón. Intuí que estaba de un humor agresivo y vi en su mirada una expresión de profundo desprecio.

—Bien —dijo—, ¿qué piensas decirme?

—Que me voy.

—¿Eso es todo? —preguntó, arqueando una ceja.

—Es suficiente.

—No estuviste muy correcta. Irrumpiendo sin más… sin que nadie te hubiera invitado… y largándote después con viento fresco.

—¿Qué palabras esperabas de mí?

—Tratándose de una persona como tú… tan prudente y comedida… ninguna, por supuesto. ¿Por qué no te libras de tus inhibiciones? ¿Por qué no te unes a nosotros? Te prometo que te lo pasarías muy bien, mejor de lo que imaginas.

—Debes de estar loco.

—Es lo más emocionante que he visto en mi vida.

—Estás drogado. No actúas con normalidad. Prefiero no hablar de todo eso ahora. Me voy esta tarde.

—Pero yo sí quiero hablar. ¿Sabes una cosa? Cuando me casé contigo pensé que eras una mujer de temple… No creí que le tuvieras tanto miedo a la vida.

—No le tengo miedo.

—¿Cómo que no? Eres una mojigata convencional y puritana. Me percaté de mi error poco después de casarme contigo. Quería que disfrutaras lo mismo que yo. Me pareció interesante verte cambiar, pero pronto descubrí que jamás podrías desprenderte de las normas de tu educación —añadió Aubrey, soltando una terrible carcajada—. Hubo momentos, durante las semanas que pasamos en Venecia, en que sentí el deseo de convertirme en lo que tú creías que era. Debía de estar loco. Supongo que estaba muy enamorado de ti… entonces. Pero yo necesito emoción. No podría seguir viviendo de una manera convencional desde que conozco otras cosas.

—Bien —dije yo—, ahora está todo clarísimo. Ambos hemos cometido el peor error que pueden cometer dos personas. Aun así, la situación no es irreparable. Tú consumes opio… Lo fumas o lo tomas de otra manera. ¿Qué más da eso ahora? Puede que tomes también otras drogas perjudiciales. Conozco tus relaciones con la niñera. Sé lo que ocurre en aquel antro de perdición y quiero alejarme cuanto antes de aquí.

—Si fueras tan virtuosa como quieres aparentar, obedecerías a tu marido. Ése es el deber de una esposa.

—¿En estas circunstancias? No lo creo. Mi deber es marcharme de aquí y llevarme a mi hijo.

—Oh, Susanna, cuánto te admiro —exclamó Aubrey con ironía—. Tan segura… tan alta. Si hubieras querido hacer un pequeño experimento…

—¿Experimento? ¿Quieres decir convertirme como tú y tus depravados amigos?

—Quién sabe… —dijo Aubrey, mirándome con cierta ternura.

Pensé que estaba recordando las primeras semanas transcurridas en Venecia. Sé que entonces no fingía y compartía sinceramente mis sentimientos. Ahora soy más madura y comprendo lo que entonces no comprendí: que las personas no se pueden clasificar netamente en dos categorías, las buenas y las malas. Las peores tienen a veces buenos impulsos y las mejores pueden comportarse en ciertas ocasiones con mezquindad. Pero yo era joven y testaruda y, además, tenía miedo. Era una madre que sólo pensaba en su hijo, y Aubrey me parecía un hombre débil que había adquirido unos hábitos peligrosos y degradantes y destrozaba su vida y la nuestra porque carecía de fuerza para luchar contra su obsesión. Le despreciaba con toda mi alma. El amor que sentía por él había dejado de existir. Empecé a odiarle aquella noche en Venecia. Puede que fuera un amor muy frágil tal como ocurre a menudo en la primera juventud.

Las jóvenes se enamoran —o creen enamorarse— del primer hombre apuesto que se interesa por ellas. Quieren ser amadas porque el amor es una aventura maravillosa. El matrimonio y los hijos son el fundamento de una existencia ideal. Mi amor por Aubrey debía de ser muy superficial. De haber sido más fuerte, hubiera querido permanecer a su lado para ayudarle a luchar contra aquellas terribles inclinaciones.

No, no amaba a Aubrey pero, por lo menos, aprendí el verdadero significado de una de las modalidades del amor cuando nació mi hijo.

Había pasado el momento.

—Ahora —dijo Aubrey—, ya no hay necesidad de guardar ningún secreto.

—Aquella noche —dije—, aquella terrible noche en Venecia…

—¡La noche de la revelación! —Exclamó Aubrey, soltando una carcajada—. Cuando supe que me había casado con una puritana, con una mujer de ideas fijas y convencionales que nunca querría acompañarme a donde yo quería ir. Y tú supiste que te habías casado con un monstruo.

—Te diste cuenta de todo lo que hacías —repliqué en tono de reproche—. Fingiste hallarte bajo los efectos del golpe en la cabeza y haber sufrido un ataque. Estuviste con los Freeling.

—Veo que empiezas a comprenderlo. Pues claro que no me atacaron. La idea se me ocurrió al pensar en el hombre que habían sacado del canal. Encontraste la bolsa, ¿verdad? Fue un descuido por mi parte. No sé cómo no te percataste entonces.

—Te reuniste con los Freeling. Participaste con ellos en una de sus sesiones. Ahora lo comprendo todo. No te importó que yo te esperara muerta de miedo en el palacio, temiendo que te hubiera ocurrido una desgracia.

—Todo eso no se piensa en semejantes momentos. Deberías librarte de tus inhibiciones, deberías probarlo…

—Y lo más seguro es que también participara el diabólico doctor Damien —añadí, sacudiendo enérgicamente la cabeza—. Él fue quien te acompañó a casa, ¿verdad? La historia del encierro en la choza y del rescate… ¡Falsa! ¡Todo falso! Los Freeling tuvieron que marcharse de la India a causa de todo eso. Mi aya ya quiso advertirme. Ojalá no se hubiera ido a trabajar a casa de los Freeling, yo no te hubiera conocido.

—No sé cuántas esposas decepcionadas le habrán dicho eso a su marido, o viceversa. Hubieras debido quedarte anoche. Te hubiéramos iniciado en los misterios y en las emociones de mi Club del Fuego Infernal. ¿Qué te pareció? Lo descubriste una vez, ¿verdad? Encontraste la puerta, pero estaba cerrada. ¿Recuerdas aquel día que nos hallábamos en la galería y te hablé de Harry St. Clare? A veces, creo que soy su reencarnación porque soy exactamente como él. Te gustan las historias del pasado, ¿verdad? Te gusta conocer la historia de esta casa. Bien, pues, el templo que hay debajo de la loma fue construido por Harry. Lo descubrí cuando era pequeño. Encontré una referencia en un antiguo documento. Forcé la puerta y mandé instalar una nueva cerradura cuando fui a la universidad. Nos reunimos unos cuantos. Bien, sir Francis Dashwood construyó su templo en Medmenham y Harry no vio ninguna razón para no construir el suyo aquí. Imagínate, hace cien años, Harry y sus amigos hicieron más o menos lo mismo que ahora estamos haciendo nosotros. La historia se repite. ¿No te parece que es muy interesante? Mira, todo eso no es ninguna novedad. Puede que hayamos avanzado un poco en la cuestión de las drogas. Aunque Harry también tenía las suyas. Es extraordinario. Cuando te hallas bajo su influencia, no hay nada que no puedas hacer. Si yo te contara…

—No, por favor. No me apetece saberlo. ¿Y qué me dices del niño de Amelia? —pregunté, mirándole fijamente. Aubrey guardó silencio—. Dijiste que habías ido a recogerla a la ciudad. ¿Por qué? Para poder acompañarla a casa, sufrir un pequeño accidente, no demasiado grave, claro, no fuera que estropearas el coche, y destruir a su hijo o, por lo menos, intentarlo.

Al contemplar los ojos de mi marido, vi en ellos un leve reflejo del Aubrey que conocí al principio y pensé que estaba arrepentido.

—Hubiera tenido que comprenderlo —añadí.

—Ocurrió —se apresuró a decir Aubrey—. Son cosas que pasan. No tenía la menor intención de…

—¿Por qué fuiste a recogerla? Tenían que ir a recogerla en el coche pequeño. Tú debiste ordenar que no lo hicieran.

—Perdió a todos sus hijos… una mínima cosa.

—Y tú decidiste resolver esta mínima cosa.

—Te digo que ocurrió y basta. ¿Para qué hablar de ello? Ya pasó.

—Sólo me queda por decirte una cosa —añadí—. Me voy esta tarde.

—¿Adónde?

—A casa de mi padre, naturalmente.

—Comprendo. Tú, que eres tan amante de los convencionalismos, no deberías dar un paso tan atrevido.

—Yo no soy amante de los convencionalismos, sino de las buenas costumbres. No quiero que mi hijo crezca en una casa como ésta.

—¿Y pretendes llevarte a mi hijo lejos de su hogar?

—Pues claro que sí.

Aubrey sacudió lentamente la cabeza y esbozó una sonrisa que me dejó helada. Sus palabras confirmaron mis temores.

—Pareces creer que yo no he intervenido en la producción de este niño. Sin embargo, no es así y cualquier tribunal de justicia te lo podría decir —añadió mientras yo le miraba horrorizada—. Tú puedes irte, si quieres. Pero no puedes llevarte a mi hijo. —Se me quedó la boca seca de golpe y me sentí envuelta en una atmósfera opresiva—. Sí —dijo Aubrey—, puedes marcharte. Aunque ya sabes que el mundo no mira con demasiada simpatía a una mujer casada que abandona a su marido, por mucho que algunas tomen esta imprudente decisión. Pero no te llevarás a mi hijo.

—¿Por qué le llamas tu hijo? —grité—. También es mío.

—Nuestro —dijo Aubrey—. Pero yo soy su padre y en este mundo mandan los hombres, mi querida Susanna. Una mujer tan obstinada como tú debe de saberlo sin duda. Si te fueras con nuestro hijo, yo mandaría llevarle de nuevo al lugar que le corresponde. La ley se encargaría de ello.

—Tú no le quieres.

—Es mi hijo. Ésta es su casa. Todo esto será suyo el día de mañana. La casa, la finca, incluso el templo. Todo. Tiene que crecer en su casa. Siempre insistiré en ello.

—No serás tan cruel como para arrebatarme a mi hijo.

—Yo no me propongo separaros. Basta con que te quedes. No te pediré que te vayas pero, si lo haces, el niño se quedará aquí.

Comprendí que me había derrotado.

—Has monopolizado al niño —añadió Aubrey—. Le has apartado de mi lado. Apenas conoce a su padre.

—Porque su padre no tiene tiempo para él. Está muy ocupado organizando orgías con consumo de drogas incluido.

—Y eso, ¿quién lo iba a creer?

—Yo. Porque lo sé.

—Tu opinión no tendría el menor valor. Si quieres irte y armar un escándalo, si quieres llevar la deshonra a tu padre y al padre de tu hijo, hazlo. No puedo mantenerte prisionera aquí. Pero permíteme decirte una cosa: si intentas llevarte a mi hijo del lugar que le corresponde, mandaré que lo vuelvan a traer. La ley lo exigiría y tú tendrías que obedecer.

—Olvidas lo que yo sé de ti. Ningún tribunal de justicia permitirá que un niño sea educado en una casa donde se hacen estas cosas tan horribles y cuyo padre se entrega a ciertas licencias con los criados…

—Estas prácticas no son nada insólitas, querida mía. Y, además, tendrían que demostrarse. Ya me encargaría yo de que eso no fuera posible. Si estás dispuesta a perder a tu hijo, adelante. No pondré ningún obstáculo a tu partida. Pero un tribunal podría juzgar que estás loca, que eres una pobre mujer que sufre visiones. Ya procuraría yo que así fuera.

Dicho esto, Aubrey dio media vuelta y se marchó.

Comprendí que estaba prisionera en aquella casa. Me retenía en ella lo único que podía impedirme la huida.

Lo que decía Aubrey sobre las leyes era cierto. Si me iba, perdería a mi hijo, y eso era lo único que yo no podía hacer.

Me encontraba sumida en un estado de angustiosa incertidumbre. Sabía que Aubrey no me permitiría que me llevara a Julian, no porque le tuviera cariño, sino porque quería que su hijo y heredero se educara en la finca. Además, deseaba vengarse de mí.

Yo sabía que, en el odio que me tenía, anidaba asimismo cierta dosis de amor. Estuvo sinceramente enamorado de mí y los días que pasamos en Venecia fueron muy importantes también para él. Lo malo era que el hábito de la droga le tenía preso. Quería que yo lo compartiera todo con él y me odiaba porque me negaba a hacerlo y le despreciaba por su comportamiento.

Mi mayor deseo era escapar. Creí que me sería muy fácil marcharme llevándome a Julian. ¡Cuán equivocada estaba!

Aquellos días fueron extremadamente difíciles para mí. Julian me parecía más preciado que nunca, de haber sido eso posible. En caso de que nos separáramos, el niño sufriría tanto como yo. Pero había algo que tenía muy claro: sería capaz de soportar cualquier cosa con tal de no apartarme de mi hijo.

Hubiera deseado irme a pasar una temporada con mi padre, pero sabía que, después de aquella escena, Aubrey no permitiría que me llevara a Julian. Si me hubiera ido a visitar a Amelia, quien ya me lo había pedido muchas veces, hubiera tenido que dejar a Julian en casa. Aubrey jamás me permitiría sacar al niño del monasterio por temor a que no regresara con él.

La señora Pollack estaba un poco preocupada por mi salud.

—Si me permite un comentario, señora, creo que no tiene muy buen aspecto —me dijo.

Le aseguré que me encontraba bien y traté de comportarme como si nada hubiera ocurrido. Procuraba ver a Aubrey lo menos posible, pero cuando eso ocurría, él me miraba con ojos en los que se reflejaba la irónica y triunfal expresión de un conquistador.

Viví las dos semanas más terribles de mi vida. Por las noches, permanecía despierta forjando planes que en aquellos momentos me parecían factibles, pero que a la luz del día se me antojaban descabellados.

No podía pensar en otra cosa. Cuando la señora Pollack me aconsejó que no fuera a la ciudad, apenas le presté atención.

—Es la hija del lencero. Dicen que tiene cólera. La gente está muy asustada porque recuerda la epidemia de hace dos años.

—Ah, sí —contesté yo—. Ya me acuerdo. Fue terrible.

—Dicen que murieron más de cincuenta y tres mil personas en Inglaterra y en Gales —añadió la señora Pollack—. La traen los forasteros.

Le contesté que probablemente era así y me pregunté, una vez más, si podría irme a ver a mi padre con Julian en caso de que le prometiera solemnemente a Aubrey volver a casa con él.

No podía seguir viviendo de aquella manera. Y, sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer? Ansiaba marcharme, pero no podía hacerlo sin llevarme a Julian. En caso necesario, me quedaría allí hasta que el niño cumpliera la mayoría de edad. Jamás le dejaría.

Unas cuatro semanas después de aquella escena con Aubrey, recibí una carta. No conocía la caligrafía del sobre y, cuando lo abrí y leí el contenido, me llené de inquietud. La carta decía lo siguiente:

Estimada señora St. Clare:

Me tomo la libertad de escribirle porque me preocupa la salud del coronel Pleydell. Creo mi deber informarla de que ayer sufrió un leve ataque. Le ha afectado un poco el habla y está ligeramente paralizado. Temo que pueda sufrir otro de mayor gravedad.

Sinceramente suyo,

EDGAR CORINTH

Leí una y otra vez la carta. Las palabras bailaban ante mis ojos; era como si, mirándolas fijamente, pudiera modificar su significado.

No podía creerlo. Precisamente en aquellos instantes en que tanto precisaba la ayuda de mi padre. Necesitaba apoyarme en alguien, tener a una persona que me aconsejara, hablara conmigo y me ayudara a trazar planes. Y, cuando pensaba en una persona concreta, me refería a mi padre. Era el ser que más me quería. Él viviría mis zozobras como si fueran suyas.

Tenía que ir a verle enseguida, llevándome a Julian. Estaba segura de que, en semejantes circunstancias, podría hacerlo. Decidí hablar con Aubrey.

Le vi acercarse a la casa procedente de los campos. Me sorprendí una vez más de lo mucho que había cambiado. Parecía mucho más viejo que el Aubrey de nuestra luna de miel. Tenía los ojos hundidos y la piel cetrina.

Salí a su encuentro en el vestíbulo.

—Tengo que hablar contigo —le dije.

Él arqueó las cejas y entramos en uno de los cuartitos que se abrían al vestíbulo. Le entregué la carta del médico y él la leyó.

—Tengo que ir a verle.

—Naturalmente que sí.

—Me llevaré a Julian.

—¿Llevarte al niño a la casa de un enfermo?

—No es una enfermedad contagiosa. Sólo ha sufrido un ataque. Allí hay criadas que le cuidarán muy bien. Podré permanecer junto a mi padre y Julian estará perfectamente atendido.

—No —contestó Aubrey, esbozando una lenta sonrisa—. No sacarás al niño de esta casa.

—¿Por qué no?

—Porque, a lo mejor, decides no devolverlo.

—Te lo juraría solemnemente.

—Eres una mujer muy decidida. Las personas despiadadas no siempre cumplen los juramentos solemnes y tú podrías ser despiadada en todo lo referente a tu hijo.

—Ya ves lo enfermo que está mi padre.

—¿Cómo puedo yo saber que la carta de este médico no es falsa? Ha llegado en un momento muy oportuno, ¿no te parece?

—Estoy muy preocupada por mi padre, Aubrey.

—Ve a verle. Cuídale. Eso se te da muy bien, según creo. Luego, cuando le hayas devuelto la salud, vuelve a casa. Pero al niño no te lo llevarás.

—¿Y cómo puedo irme sin él?

—Es muy fácil. Vete a la estación, sube al tren y en un santiamén te plantarás en Londres, junto al lecho de tu padre.

—Intenta comprenderlo, Aubrey.

—Lo comprendo perfectamente. Me has manifestado tus intenciones y, tal como ya te he dicho, conozco cuán decidida puedes ser. Vete a ver a tu padre. El niño se queda aquí.

Mientras daba media vuelta para marcharse, Aubrey me miró sonriendo.

*****

Fui a la habitación de la señora Pollack y la encontré tendida en la cama.

—Está usted un poco pálida —me dijo—. Pero no hay nada como una excelente taza de té. Enseguida se la preparo.

—Para mí, no, señora Pollack. Estoy muy preocupada.

—¿Qué le ocurre, señora?

—Se trata de mi padre. Está muy grave. Tengo que ir a verle y dejar a Julian en casa.

—Eso no le va a gustar nada al chiquillo, ¿verdad, señora? Jamás se ha separado de él desde que nació.

—En efecto, pero su padre dice que no puedo llevar al niño a la casa de un enfermo. Yo… supongo que tiene razón. Haré una rápida visita, sencillamente para ver qué puedo hacer. Podría ir a menudo y quedarme allí sólo una noche. Quiero hablar con usted sobre Julian.

—Diga, señora.

—Usted le quiere mucho.

—¿Y quién no iba a querer a este chiquillo?

—No quisiera decirlo… pero el ama Benson es un poco mayor.

—Más de lo que parece, señora.

—Claro que es una antigua sirvienta de la casa, el ama de mi marido. La gente es muy sentimental con sus amas, y se comprende.

—Esta mujer —añadió la señora Pollack, asintiendo— es tan inútil como una pata de palo lo sería a un soldado.

—Por eso estoy tan preocupada. Confío en usted, señora Pollack.

—Pierda cuidado, señora —dijo el ama de llaves con orgullo—. Le prometo que el niño estará tan bien atendido como si usted estuviera aquí.

—Gracias, señora Pollack, no sabe cuánto me tranquiliza.

Me fui a Londres a la mañana siguiente.

Cuando llegué a la casa, Polly me acogió con la cara muy seria.

—Oh, señora St. Clare —me dijo—. El pobre coronel está muy mal.

Fui directamente a verle y se me partió el corazón. Mi padre me dirigió una sonrisa torcida y abrió los labios, pero no pudo hablar. Me incliné para darle un beso. Él cerró los ojos y comprendí entonces lo mucho que significaba mi presencia para él. Puesto que no podía hablar, me limité a sentarme junto a su cama, sosteniéndole una mano.

Cuando se quedó dormido, fui a hablar con Polly y Jane. Éstas me dijeron que, desde hacía algún tiempo, mi padre trabajaba muy duro en el Ministerio de la Guerra y que incluso se llevaba trabajo a casa.

—Se quedaba en su despacho hasta altas horas de la madrugada —dijo Jane.

—Estábamos muy preocupadas por él —añadió Polly—. Yo le dije a Jane: «Eso no puede seguir así». Fue entonces cuando ocurrió. Una mañana, cuando le llevé el agua caliente, le encontré tendido en la cama sin poder moverse. Avisamos al médico. Nos pidió su dirección y dijo que le escribiría. Ayer el coronel volvió a empeorar.

Más tarde, hablé con el médico.

—A veces, ocurren estas cosas —me dijo éste, muy serio—. El primer ataque fue relativamente leve. Hubiera quedado ligeramente incapacitado y hubiera tenido que abandonar su puesto en el Ministerio de la Guerra. Pero se produjo un ataque más grave, tal como yo me temía —añadió, mirándome con expresión de impotencia.

—Comprendo. ¿Se va a… morir?

—Si sobrevive, quedará completamente inválido.

—Es lo peor que le podía ocurrir.

—Pensé que debía advertirla.

—Se lo agradezco. Podría llevármelo a mi casa.

—Tengo entendido que poseen ustedes una gran finca en el campo. Eso sería lo mejor. Allí podría usted encargarse de que le cuidaran debidamente. Estas dos criadas son excelentes, pero no tienen la experiencia de una enfermera, claro.

—No, por supuesto.

—Bien, pues, vamos a ver cómo evoluciona la enfermedad en un par de días. Debo decirle que, en mi opinión, las posibilidades de supervivencia son bastante escasas.

Incliné la cabeza.

Me encontraba junto al lecho de mi padre cuando éste murió.

Le cuidé durante tres días y, aunque mi presencia era un gran consuelo para él, me percaté de cuán poco podía hacer por aliviarle. Supe en mi fuero interno que él prefería morir. No me imaginaba a un hombre como él inactivo y sin poder hablar.

Me quedé anonadada. Cuando aún no me había repuesto de mi descubrimiento en el monasterio y de mi fallido intento de huir, la pérdida de mi querido padre fue un golpe tan duro que, al principio, no pude aceptarlo.

Me había pasado semanas considerándole mi único refugio. Ahora, ya no tendría un padre a quien recurrir. Le escribí una breve nota a Aubrey comunicándole lo ocurrido y anunciándole que me quedaría en Londres para el entierro y que, después, regresaría inmediatamente al monasterio.

Había tantas cosas que hacer que ni tiempo tenía para pensar. La ayuda de Jane y Polly me fue muy útil. Sabía que estaban preocupadas por su futuro, aunque eran demasiado discretas como para decírmelo. Yo estaba un poco indecisa sobre qué partido tomar. La casa siempre había sido para mí un símbolo de la huida. Si alguna vez me iba del monasterio, necesitaría un sitio adonde ir.

Ahora todo había cambiado, claro, pero decidí quedarme con la casa de mi padre, por lo menos durante cierto tiempo, siempre y cuando pudiera permitírmelo. Cuando supiera cuál era mi situación, podría estudiar el asunto con más detenimiento. Sabía que mi padre no era pobre y que todo cuanto tenía, aparte uno o dos legados, sería para mí. Por consiguiente, podría gozar de cierta independencia. Aunque no viviera allí, la casa podría ser un refugio.

Al funeral asistieron tío James y tía Grace, acompañados de Ellen y su marido. Después, éstos me invitaron a pasar unos días con ellos, pero yo les dije que estaba deseando regresar a casa para reunirme con mi hijito. Lo comprendieron perfectamente y me dijeron que, más adelante, tendría que ir a verles con el niño y mi marido.

La idea de Aubrey en una rectoría casi me hizo sonreír por su incongruencia; no obstante, les agradecí su amabilidad y dije que la tendría en cuenta.

Se me partió el corazón de dolor al ver cómo bajaban el ataúd de mi padre a la fosa. Las paletadas de tierra cayendo sobre la lustrosa madera me hicieron comprender la horrible realidad de que jamás volvería a verle. Me sentía sola y perdida.

Una vez en la casa, se leyó el testamento. Tal como yo suponía, el grueso de la fortuna de mi padre sería para mí. No era rica, pero sí independiente. Podría vivir sin extravagancias, pero con desahogo.

En aquel mismo instante, decidí quedarme con la casa. De esta forma, se disiparían las inquietudes de Jane y Polly y también las de Joe Tugg, y yo tendría un hogar cuando lograra escapar, cosa que no descartaba del todo a pesar de las dificultades.

Cuando se lo dije a los criados, éstos lanzaron un suspiro de alivio.

—Le mantendremos la casa muy limpia —dijo Jane.

—Y así, cuando venga a visitarnos con el niño —añadió Polly—, será maravilloso.

Joe dijo que conservaría el carruaje tan reluciente y bien cuidado que yo me enorgullecería de pasear en él. Todo quedó resuelto y, al día siguiente del entierro, regresé al monasterio.

*****

En cuanto llegué a la estación, intuí que algo raro había ocurrido.

El jefe de estación me saludó muy serio, cosa extraña en él, ya que era un hombre tan locuaz. Jim, el mozo, apartó el rostro para no mirarme.

No me aguardaba ningún vehículo porque yo no les había anunciado la hora de mi llegada, pero un cabriolé de la estación me llevó a casa.

Reinaba un profundo silencio por doquier y no se veía ni un alma. La puerta del vestíbulo nunca se cerraba de día y, por consiguiente, entré sin más.

El silencio me envolvió de nuevo.

Subí corriendo al cuarto del niño.

—¡Julian! —grité—. Ya estoy aquí.

Silencio.

Las persianas del cuarto estaban cerradas. La camita estaba vacía pero, en un rincón de la estancia, vi encima de un caballete algo que me provocó un estremecimiento por toda la columna vertebral.

Era un pequeño ataúd.

Me acerqué a mirar.

Creí que iba a desplomarme al suelo porque, tendido allí con una expresión de inmensa serenidad en su frío y pálido rostro, estaba mi hijo.

Se abrió la puerta y vi al ama Benson.

—Oh… —dijo—. No sabíamos que iba a venir hoy. Yo me la quedé mirando y a continuación desvié los ojos hacia el ataúd.

—Hace dos días —me comunicó.

Sentí que todo el mundo se derrumbaba a mi alrededor. Aquello debía de ser un sueño, una pesadilla.

—Oh, mi pobre pequeñín —sollozó el ama Benson—. Fue todo tan rápido.

—La señora Pollack… —dije entre lágrimas—. ¿Dónde está la señora Pollack?

La anciana me miró sin decir nada, pero yo observé que le temblaban los labios. En aquel instante, apareció Louie en la puerta. Jamás la había visto tan seria.

—Han ocurrido cosas terribles —me dijo—. La señora Pollack fue a la ciudad y ya no hemos vuelto a verla.

—Eso es una locura —exclamé—. Todo el mundo se ha vuelto loco… todo el mundo… Por el amor de Dios, ¿qué ha pasado?

—La señora Pollack contrajo el cólera. Ha habido dos casos en la ciudad, aparte del suyo. Se fue a hacer unas compras al día siguiente de la partida de usted y ya no volvió. Se desplomó al suelo en la tienda y la llevaron al hospital. Allí murió. Era el cólera.

—No… puedo creerlo.

—Pues es cierto. Tienen mucho miedo de que se produzca otra epidemia de cólera. Hay que aislar a los enfermos. La llevaron al hospital y ya no salió de allí.

—¡O sea que ella no estuvo en la casa para cuidar a mi hijo! —Fue lo primero que se me ocurrió. La buena señora Pollack en quien deposité mi confianza no estaba en la casa. Y él había muerto… mi chiquitín había muerto. Le dejaron morir.

Mi cólera batallaba contra mi insoportable dolor. Sabía que aún no había reaccionado ante la magnitud de lo ocurrido.

Me limitaba a permanecer de pie, mirando a aquellas dos mujeres, que sin duda no habrían vigilado debidamente a mi queridísimo hijito. Se quedó solo en aquella casa infernal sin la señora Pollack… y le dejaron morir.

—¿Y… mi hijo? —pregunté con un hilillo de voz.

—Neumonía. Fue muy rápido. Estaba más contento que unas pascuas y, al día siguiente, se puso muy malito.

¿Por qué no me lo había llevado conmigo? Sabía muy bien por qué. ¡Qué cruel jugada del destino, apartándome de mi casa y llevándose a la señora Pollack cuando más la necesitaba!

—¿Sufrió mucho?

—Al final, se ahogaba —contestó Louie.

—Quiero ver al médico.

—El doctor Calliber vino cuando ya había muerto.

—¿Por qué? ¿Por qué no avisaron al médico?

—Había un médico en la casa. Uno de los invitados del señorito Aubrey. Le examinó y le administró algo, ¿verdad, tía Em? Pero ya era demasiado tarde.

—¡Uno de sus invitados!

—Pues sí.

—¿Estaba alguien con él cuando murió?

—Yo —contestó Louie.

Sentí deseos de estrangularla. «¡Oh, no! —pensé—. ¡Estaría pensando en sus citas con sus amantes mientras mi hijo se moría!».

—El señorito Aubrey vino en cuanto lo supo. Estuvo aquí en los últimos momentos.

No podía soportar la presencia de aquellas mujeres.

—Váyanse —les dije—. Déjenme sola con él. Salgan de aquí.

Ambas se retiraron en silencio.

Permanecí de pie junto al ataúd, contemplando el dulce rostro de mi hijo.

—Julian —le dije en un susurro—, no te vayas. Vuelve a mí. Ya estoy aquí. Mi niño querido. Vuelve y jamás nos separaremos. —Recé para que se produjera un milagro—: Dios mío, resucítale de entre los muertos. Tú ya sabes lo que este niño significa para mí. No quiero vivir sin él. Te lo suplico con todo mi corazón, Dios mío.

Me lo imaginé llamándome en medio de la fiebre. La señora Pollack no estaba allí para tranquilizarle. El cruel destino se la había llevado. La muerte era implacable y la vida, insoportable. La señora Pollack, tan llena de vida, contrajo el cólera que tantas víctimas se cobró hacía poco tiempo y que tal vez se volvería a cobrar muchas más. Mi querido padre, la roca a la que yo creía que siempre podría aferrarme, me había sido arrebatado, y mientras yo disponía lo necesario para su entierro, mi hijo había fallecido.

Me sentía confusa y sola. Me embargaba una inmensa pena.

No sé cuánto tiempo permanecí junto al ataúd. Entró Aubrey.

—Susanna —me dijo con dulzura—, me acaban de comunicar tu vuelta. Es terrible, cariño. Y lo de tu padre. Cuánto lo siento. No puedes quedarte aquí. Ven, te acompañaré a tu habitación.

Me habría tomado del brazo si yo no me hubiera apartado. No podía soportar su contacto.

Me fui a mi dormitorio. Ya habían retirado la camita de Julian. La estancia se me antojó vacía.

Aubrey entró conmigo.

—Es un golpe muy duro para ti —me dijo—, sobre todo porque ocurrió mientras estabas preparando el funeral de tu padre.

—Hubiera tenido que llevármelo —musité, hablando más conmigo misma que con Aubrey—. Entonces esto no hubiera ocurrido.

—No se pudo evitar. Fue todo muy rápido. Se resfrió un día… y, al siguiente, contrajo una neumonía.

—¿Cuándo se fue la señora Pollack?

—Pobre mujer, fue terrible. Al día siguiente de tu partida.

—Hubieras debido informarme. De haberlo sabido, hubiera vuelto y me hubiera llevado al niño… por mucho que tú te opusieras. Nadie lo cuidó.

—Estaban el ama… y Louie.

—Una vieja borracha y una chica ligera de cascos que sólo piensa en sus citas con el amo de la casa.

—Vamos, Susanna, de nada sirve hablar de todo eso ahora.

—Pero nadie le atendió. No mandaste avisar al doctor Calliber.

—No hubo necesidad. Fue todo muy rápido. Además, había un médico en la casa.

—Era Damien —dije, mirándole horrorizada.

—Sí, estaba aquí aquella noche.

—¡Y tú le confiaste a mi hijo!

—Es uno de los mejores médicos del mundo. Tiene mucha fama.

—En tus templos del pecado, sin duda.

—No eres razonable.

—Intento comprender por qué motivo un niño perfectamente sano ha tenido que morir tan de repente.

—Cualquiera diría que los niños nunca mueren. Fallecen muchos a causa de una infinidad de dolencias. No es fácil criar a los hijos. En realidad, la mortalidad infantil es muy alta.

—Entre los que no reciben la debida atención, tal vez. Mi hijo no ha estado atendido. Yo no me encontraba aquí. La señora Pollack, que tanto le quería, tampoco. Lo veo todo muy claro. La fiebre y las dificultades respiratorias mientras el ama Benson roncaba en la habitación de al lado, y la encantadora Louie retozaba en la Cueva del Demonio.

—Yo estaba muy angustiado por el niño.

—¿Cuándo te preocupaste por él?

—Siempre. Sólo que no le hacía tantos arrumacos ni le mimaba tanto como tú.

—¡Mimarle! No estaba mimado. Estaba perfecta… Se me quebró la voz.

—De acuerdo, era un niño muy bueno y era mi heredero. Yo quería lo mejor para él. Por eso…

—Por eso te llevaste a Amelia, en el coche y te las arreglaste para que se produjera un pequeño accidente… no demasiado grave para que ni tú ni el carruaje sufrierais daño, pero sí lo bastante como para librarte del hijo de Amelia que había dado al traste con todas tus esperanzas.

Aubrey se puso muy pálido y yo pensé: «Lo hizo efectivamente con este propósito».

—Lamento mucho que me consideres culpable de semejante acción —dijo.

—Pues es lo que pienso —repliqué.

—En tal caso, tienes muy mala opinión de mí.

—La peor.

—Susanna —dijo Aubrey, sacudiendo lentamente la cabeza—, estoy tratando de ser amable contigo. Sé que acabas de sufrir un duro golpe.

—Tú, en cambio, no. Eres incapaz de amar a nadie tal como yo amaba a mi hijo… y a mi padre. Ahora los he perdido a ambos y no tengo a nadie.

—Supongo que si lo intentáramos, podríamos tener otro hijo. Entonces te sentirías mejor. Susanna, volvamos a empezar. Olvidemos todos los resquemores.

Le miré con odio.

Ahora sé que me quería tender una mano para ayudarme. La tragedia le había devuelto un poco la cordura, pero yo estaba entonces demasiado afligida como para darme cuenta de ello. Sólo veía mi propia desgracia, y el hecho de culpar enteramente a alguien de lo que había ocurrido aliviaba en parte mi dolor.

Aubrey sabía muy bien adónde le llevaba su afición a la droga. Y yo comprendo ahora que buscaba mi ayuda para librarse de aquella obsesión y volver a los tiempos felices de las primeras semanas de nuestra luna de miel. Sin embargo, yo sólo recordaba aquella terrible noche en Venecia y la escandalosa escena de la cueva.

—Mataste a mi hijo porque no le cuidaste —dije—. Si me lo hubiera llevado, aún estaría con vida. ¿Acaso crees que yo hubiera permitido que muriera?

—No tienes poder sobre la vida y la muerte, Susanna. Nadie lo tiene.

—Pero podemos luchar contra las desgracias. Yo dejé aquí a un niño sano y, a la vuelta, me lo he encontrado muerto. Tú estabas jaraneando con tus amigos mientras él se moría. Ni te percataste de que estaba enfermo. No le prestaste la menor atención. No tuviste tiempo de cuidarle. ¿Por qué no mandaste llamar al doctor Calliber?

—Te digo que teníamos en casa al mejor de los médicos.

—¡Ese pornógrafo… ese drogadicto! Es un asesino. Asesinó a mi hijo.

—Sólo dices tonterías.

—Le administró droga, ¿verdad?

—Sabía lo que hacía.

—Yo sé que lo que hizo le provocó la muerte a Julian.

—Ya era demasiado tarde para hacer nada. Él mismo lo dijo.

—¡Demasiado tarde! Y tú no avisaste al doctor Calliber. Cuánto os odio a ti y a tu maldito amigo. Jamás olvidaré lo que le habéis hecho a mi hijo y a mí.

—Escúchame bien, Susanna, el golpe ha sido muy duro y yo lo comprendo. Quería acudir a recibirte a la estación para prepararte un poco.

—¡Como si eso hubiera servido de algo!

—No, claro que no. Pero llegar a casa y encontrártelo así… habrá sido horrible.

—La manera en que lo encontré carece de importancia. Le encontré muerto y por eso os odio a todos. ¡Sois todos unos asesinos! El ama borracha, tus libertinos amigos, tú y tus asquerosos vicios… Y, sobre todo, ese presunto médico. He leído sus libros. Le conozco a través de ellos. Busca constantemente emociones fuertes. Es peor que tú porque tú eres débil y él es fuerte. Oculta su perversidad bajo un manto de benevolencia. Os odio a todos, a todos tus amigos y todo lo que tiene que ver contigo pero, sobre todo, a ti y a él.

—Voy a mandar que te suban algo y pediré al doctor Calliber que venga a verte.

—Qué lástima que no fueras tan solícito con tu hijo —dije, soltando una amarga carcajada—. En tal caso, puede que hubieras llamado al doctor Calliber para que viniera a verle y el niño hubiera recibido la atención de un auténtico médico.

Después me arrojé en la cama, presa de la desesperación.

No recuerdo cuántas horas debieron de transcurrir. El día se convirtió en noche y ésta dio paso al amanecer, pero mi amargura era cada vez más honda.

El día que enterraron a mi hijo, me comporté como si estuviera hipnotizada y contemplé con incredulidad el pequeño ataúd que contenía los restos del ser que lo era todo para mí. Con él a mi lado, hubiera tenido fuerzas para resistir cualquier cosa.

El tañido de la campana proclamó mi dolor; no pude prestar atención a las palabras del párroco.

Julian recibió sepultura en el panteón de los St. Clare, entre sus antepasados… Stephen, fallecido tan recientemente, y aquel Harry St. Clare, constructor del templo en la cueva donde practicaba sus perversos rituales.

Aún estaba aturdida y sólo podía pensar en la pérdida de mi hijo.

Al volver a casa, me encerré en mi habitación. No quería ver a nadie.

Aubrey hizo venir al doctor Calliber y, hablando con él, me serené un poco.

El médico me dijo que comprendía mi dolor, pero que tenía que sobreponerme a mi aflicción, ya que, de lo contrario, acabaría enfermando.

—Tendrá más hijos, señora St. Clare —añadió—. Y créame, con el tiempo, la pérdida será menos dolorosa.

Sin embargo, yo no quería hablar de mí, sino de Julian.

—Fue un ataque muy virulento —dijo el doctor Calliber—. Nadie hubiera podido hacer nada por él.

—Pero, si usted hubiera venido a tiempo, si se hubieran dado cuenta de lo que ocurría…

—¿Quién sabe? La mortalidad infantil es muy alta. Me asombra que haya tantos que puedan sobrevivir. —¿Y cuando usted vino, doctor Calliber?

—Ya había muerto.

¡Ya había muerto! Las palabras resonaron en mi cerebro como un eco.

—Le examinó otro médico… uno que se hallaba en la casa.

—Si, eso me han dicho. Yo no le vi.

—Pero, si a usted le hubieran avisado a tiempo… —insistí.

—¿Quién sabe? Ahora quien me preocupa es usted. Voy a recetarle un tónico. Quiero que lo tome con regularidad, señora St. Clare; y procure comer. Recuerde que lo ocurrido no es nada insólito. Tendrá más hijos, estoy seguro de ello, y entonces la pérdida de éste no le parecerá tan grande.

Cuando el médico se retiró, me senté junto a la ventana y contemplé el jardín con el corazón destrozado por la pena.

Le habían dejado morir. El médico que le examinó no fue el sensato doctor Calliber, sino el doctor Demonio. Estaba segura de que le había administrado a mi hijo una de sus drogas experimentales y de que eso le había provocado la muerte. Algún día me vengaría de él.

La idea de la venganza me tranquilizó en cierto modo, haciéndome olvidar en parte el pálido y sereno rostro que reposaba en el ataúd, la alegría de mi hijito y el tañido de la campana. Me pareció que mi vida ya tenía un objeto.

¿Y si me enfrentara con aquel perverso médico? ¿Y si le dijera lo que pensaba de él y le acusara de haber asesinado a mi hijo con sus ponzoñosas drogas y de haber destruido a mi esposo?

Creo que, en aquellos instantes, Aubrey sólo me inspiraba repugnancia, aunque, en cierto modo, también le compadecía. A veces, parecía que quisiera pedirme ayuda. Sin embargo, puede que todo fueran figuraciones mías. Se había adentrado demasiado en el camino de la perdición y ya no podía volver atrás. Pero él lo sabía y quizá algunas veces pensara en lo que hubiera podido ser.

El médico que había matado a mi hijo era el causante de la ruina de Aubrey.

¿Por qué aparecía siempre en el momento del desastre? Era como un mal presagio. Estuvo en Venecia. Y estaba en el monasterio cuando Julian murió.

Era como un espíritu del mal. Me lo imaginaba con cuernos y pezuñas, como la imagen de aquella siniestra cueva. Era una figura misteriosa, un pájaro de mal agüero.

Sentía el imperioso deseo de vengarme de aquel hombre para aliviar con ello mi dolor y apartar de mi mente la irreparable pérdida de mi hijo.

Le buscaría. Le echaría en cara lo que había hecho. Puede que con ello evitara que destruyera otras vidas, tal como había hecho con la de Aubrey… y con la mía. Mi actitud era tal vez un poco absurda y melodramática, pero necesitaba interesarme por algo para seguir viviendo, y la idea de la venganza me era muy útil a este respecto. Viviría tan sólo para buscar al doctor Demonio, el hombre que había matado a mi hijo.

No podía comentar esa idea con nadie. Sería mi secreto. La gente me hubiera tomado por loca de haber dicho que el médico había matado a mi hijo. Julian ya estaba gravemente enfermo cuando él lo examinó. Aunque fuera cierto, yo creía que él le había administrado una de sus peligrosas drogas.

Lo odiaba con toda mi alma y ya me imaginaba el instante de la confrontación. Le diría que había leído entre líneas en sus libros y en las descripciones de sus aventuras en lejanos lugares como la India y Arabia. «Se entregó usted a las costumbres nativas y se convirtió en un nativo. Hablaba el urdu, el hindi y el árabe, exactamente igual que un nativo. Usted es moreno. —Me imaginaba sus brillantes y misteriosos ojos y su cara morena—. Le fue muy fácil disfrazarse». Debió de comportarse como uno de ellos y, probablemente, también tuvo un harén. Todo, en nombre de la investigación científica, claro.

Todo lo había hecho amparándose en su condición de médico. Con los conocimientos adquiridos por este medio, destrozó la vida de mi marido y mató a mi hijo con una de sus terribles drogas.

El odio se convirtió en parte de mi vida. Releí sus libros y descubrí en ellos cosas que antes me habían pasado inadvertidas. Imaginaba su satánico rostro moreno, a pesar de que jamás le había visto. Pensaba en él y me aferraba a mi odio como un náufrago se aferra a una balsa salvavidas. Ya no sentía deseos de morir. Quería vivir y vengarme de él.

Pasaron varias semanas. Adelgacé mucho y tenía el rostro muy demacrado. Mis pómulos, que siempre habían sido prominentes, lo eran ahora mucho más, mis ojos reflejaban una inmensa tristeza y mis labios se olvidaron de sonreír.

Aubrey desistió de regañarme. Se encogía de hombros como si quisiera lavarse las manos. Sus amigos pasaban en la casa los fines de semana. Yo sabía lo que ocurría, pero ya no me importaba.

En cierta ocasión, me desperté en mitad de la noche, me incorporé en la cama y me dije: «Tienes que hacer algo».

De repente, tuve un destello de inspiración.

Me iría del monasterio, pero no para visitar a Amelia, tal como ella me había pedido, ni para ver a tío James y tía Grace. Me iría para no volver.

Estando allí, jamás podría librarme de mi dolor. Para mí, el monasterio era un lugar infernal. Me perseguían los recuerdos de lo que había visto en la cueva y sabía que el estado de Aubrey no mejoraría, sino que se iría agravando progresivamente. Dondequiera que fuera, me asaltaban los recuerdos de Julian. Tenía que vivir para vengar su muerte, pero eso no podría hacerlo desde el monasterio.

Además, no quería ver de nuevo a Aubrey. Cada vez que me tropezaba con él, mi cólera crecía de pronto y amenazaba con asfixiarme. Le echaba la culpa de lo ocurrido y estaba convencida de que su desinterés había sido la causa de la muerte de Julian. No podía perdonárselo. Tenía que irme de allí.

De noche, todo me parecía muy fácil. Yo tenía mi casa de Londres donde Polly, Jane y Joe cuidarían de mí.

No sabía qué podía hacer, pero algo haría. Rompería con mi pasado. No me llevaría nada. Me haría llamar señorita Pleydell, tal como me llamaba antes de casarme con Aubrey.

A la mañana siguiente, cuando desperté, descubrí con asombro que el plan no era una simple fantasía nocturna. Era factible. Y, por si fuera poco, yo me encontraba muy animada.

Recogería mis cosas, mandaría que me las enviaran a Londres y me iría a la primera ocasión.

Le comuniqué mi intención a Aubrey.

—¿Quieres decir que me dejas?

—Si.

—¿Te parece sensato?

—Me parece una de las cosas más sensatas que jamás haya hecho.

—¿Estás segura?

—Completamente.

—En tal caso, sería inútil que intentara convencerte. Debo decirte, no obstante, que te colocas en una situación muy difícil. Una mujer que abandona a su marido…

—Ya sé que las mujeres no tienen que abandonar a sus maridos. Los maridos, en cambio, pueden comportarse como les apetezca. Pueden tener cientos de amantes y el hecho se considera aceptable porque son hombres.

—Con una condición —dijo Aubrey—. Tienen que procurar que no les descubran. Por consiguiente, no es tan fácil… ni siquiera para ellos. Pero tú has adoptado una decisión y sé que eres una mujer muy obstinada.

—No lo fui lo bastante en el pasado.

—Y ahora lo quieres compensar.

—Viviré mejor sola. Nada podría ser peor que quedarme aquí. Ya nada me retiene en esta casa. No puedes chantajearme para que me quede, tal como hiciste cuando vivía Julian.

—Te lo tomas todo muy a pecho.

—Adiós, Aubrey.

—Yo prefiero decirte hasta la vista.

—Lo que tú digas carece de importancia.

Le dejé sin la menor vacilación, terminé de hacer mi última maleta, tras haber introducido en ella los libros que Stephen me había dado, y regresé a Londres.