Regresamos a Inglaterra un templado día de febrero. De pie en la cubierta del barco, una a cada lado de Charles, Henrietta y yo contemplamos emocionadas las blancas rocas de la costa.
Charles insistió en acompañarnos inmediatamente a casa. Desde allí, se dirigiría a su casa situada en la región de los Midlands. Aún no sabía qué iba a hacer. Su padre ejercía como médico y tal vez trabajaría con él. Por otra parte, le atraía la idea de incorporarse al ejército porque pensaba que había allí una gran escasez de médicos.
Por el momento, no había tomado ninguna decisión. Precisamente había ido a Kaiserwald para que se le «aclararan un poco las ideas».
Joe nos aguardaba con el coche en la estación y se alegró mucho de vernos.
—Las chicas contaban los días que faltaban para su regreso, señorita Pleydell —me dijo—. «Menuda pareja estáis hechas. Viviendo como unas reinas y esperando con ansia que vuelvan las señoritas», les decía yo. Ellas me contestaban que no era natural estar allí sin tener a quien servir.
—Qué agradable bienvenida —le dije yo.
Al llegar a casa, Polly y Jane nos acogieron con visibles muestras de cariño. Se comportaban con cierta timidez —cosa impropia de ellas— y yo me conmoví profundamente al verlas.
Después empezó el festín. Chuletas de cordero con salsa, «porque a la señorita Marlington le gustan mucho».
—Para usted tenemos un poco de aquel queso que tanto le gusta, señorita Pleydell. Jane recorrió todas las tiendas para encontrarlo. Es curioso que nunca tengan lo que quieres.
—Lo mismo ocurre en la vida —contesté yo—. Les presento al doctor Fenwick, que estuvo con nosotras en Kaiserwald.
Jane y Polly le saludaron haciendo sendas reverencias.
—¿Se quedará a almorzar en casa, señorita?
—Sí.
—Pon otro cubierto, Polly.
Era agradable encontrarse de nuevo en casa. Pregunté por Lily y ambas jóvenes intercambiaron una significativa mirada.
—¿Ya?
—Pues, sí, señorita… ya.
—¿Cuándo tendrá lugar el acontecimiento?
—En julio.
—¿Y está Lily contenta?
—Tendría usted que ver a los Clift, señorita. Cualquiera diría que nadie ha tenido jamás un hijo.
Recordé a la pequeña Gerda que tanto miedo debió de pasar cuando tomó aquella diabólica pócima. Qué distinta era Lily.
El almuerzo se sirvió con gran ceremonia. Charles se sorprendió de la lealtad de nuestra servidumbre y repitió varias veces lo mucho que se alegraba de habernos conocido en Kaiserwald.
—Fue lo mejor que me ocurrió allí.
Por la tarde, Joe le acompañó a la estación.
—Nos volveremos a ver muy pronto —dijo antes de marcharse—. Estaré en Londres y, si me lo permiten, vendré a visitarlas.
—Nos encantará.
Por fin, Fenwick nos estrechó cordialmente la mano y yo pensé que sería muy adecuado para Henrietta, aunque no estaba muy segura de que ella lo fuera para él. Le tenía mucho cariño a mi amiga pero, a veces, me parecía un poco atolondrada y superficial. En comparación con ella, yo era una mujer muy seria y juiciosa, debido tal vez a mis sufrimientos.
Fuera lo que fuese, esperaba volver a ver cuanto antes a Charles Fenwick.
Nos fue un poco difícil adaptarnos a nuestra vida de antes. En Kaiserwald teníamos tantas cosas que hacer que los ratos de ocio se nos antojaban un privilegio. Al principio, nos parecía un lujo descansar en una cama tan cómoda y que Polly y Jane se empeñaran en servirnos allí el desayuno y nos prepararan platos exquisitos. Qué distinto era todo del caldo y las verduras que tomábamos un día tras otro en Kaiserwald y de la bebida de centeno que nos servían en lugar de una buena taza de té. No podía una fiarse de los extranjeros, decían Jane y Polly, mientras nos servían a diario deliciosos bocados que teníamos que comernos a la fuerza para que no se ofendieran.
—Nos vais a convertir en dos señoras muy gordas —se quejó Henrietta, mirándose tristemente las manos.
Yo contemplé las mías; también su belleza se había esfumado. El manejo de la bayeta y el constante contacto con el agua las habían agrietado. Las uñas, con las que siempre había tenido problemas, parecía que ya empezaban a crecer con normalidad.
Henrietta me indicó que nuestra primera tarea consistiría en devolverlas al estado que tenían antes de partir hacia Kaiserwald, ya que, de lo contrario, jamás seríamos aceptadas por la buena sociedad de Londres.
—Pero ¿acaso vamos a alternar en sociedad? —pregunté.
—Tenemos que estar preparadas para seguir a nuestro doctor Demonio dondequiera que se encuentre, y me da la impresión de que se mueve en los círculos más selectos.
Todas las noches, nos untábamos las manos con grasa de ganso y nos las protegíamos con guantes de algodón. Pensaba a menudo en Gerda y aborrecía con toda mi alma a su seductor. Sabía con toda certeza quién era el hombre que había destrozado la vida de Aubrey y que no consiguió salvar la de mi hijo. Le odiaba más que nunca.
—El mismo día de nuestra llegada, Lily vino a visitarnos. Estaba considerablemente voluminosa, pero ofrecía un aspecto radiante.
La felicitamos con efusión y ella se pasó el rato hablándonos de la inminente llegada de su hijo.
—Todo se lo debo a usted, señorita —me dijo—. Imagínese, si su coche no me hubiera atropellado…
—Puede que todo se lo debas al hombre que arrancó los botones. Las causas y los efectos pueden estar en todas partes, Lily.
—Tal vez, señorita, pero yo se lo atribuyo todo a usted.
—Me alegro de verte tan feliz, Lily.
—Sólo hay una cosa que nos preocupa.
—¿Cuál es?
—Que William tenga que irse.
—¿Temes que le destinen al extranjero?
—Bueno, eso no sería muy grave porque yo le acompañaría con el niño. Pero, últimamente, se habla mucho de la guerra.
—¿De la guerra?
—Ah, claro, ustedes lo ignoran porque no estaban aquí. Los periódicos no hablan de otra cosa. No sé qué lío hay entre Rusia y Turquía. Todo el mundo dice que tendríamos que darles una lección y apoyar a lord Palmerston.
—Ya comprendo.
—Verá, señorita, es que William es soldado —añadió Lily con angustia.
—Claro. Es una lástima. De otro modo, podría trabajar en la tienda de su padre.
—Eso es lo que a mí me gustaría que hiciera. Aunque está muy guapo vestido de uniforme.
—Así te enamoraste de él. No te preocupes. Puede que no pase nada. Al fin y al cabo, el conflicto es entre Rusia y Turquía.
—Es lo que dice también el padre de William. Pero los periódicos le dan mucha importancia y muchos piensan que deberíamos ir a luchar allí.
*****
Al poco tiempo, Charles Fenwick nos comunicó su partida como médico del ejército.
—¿Cuándo? —le pregunté.
—Inmediatamente. La guerra ha acelerado mi decisión. Se necesitan médicos en el frente. Yo me ofrecí voluntario y me aceptaron enseguida.
—Le deseo mucha suerte.
—Cuando vuelva —dijo Charles, dirigiéndonos una sonrisa tanto a Henrietta como a mí—, ya nos veremos. ¿Me permitirán que las visite?
—Nos ofenderíamos muchísimo si no lo hiciera —contestó Henrietta.
La despedida fue un poco brusca porque creo que todos queríamos disimular nuestra emoción.
*****
La gente sólo hablaba de la guerra. Se esperaba que el ejército inglés obrara un milagro y todo el mundo aguardaba con ansia la noticia de la victoria.
A su debido tiempo, nació el hijo de Lily y reinó la alegría tanto en el hogar de los Clift como en el nuestro. El pequeño Willie nos hizo olvidar un poco la guerra. Era un niño precioso y Lily estaba muy orgullosa de él. Jane y Polly no cabían en sí de contento.
Fue una distracción muy agradable porque la euforia de la gente ya empezaba a evaporarse.
¿Qué ocurría en Crimea? El verano ya tocaba a su fin cuando recibimos la noticia de la victoria de los franceses y los británicos en el Alma. Todo el mundo pensaba que la guerra no podía durar. La presencia de nuestros soldados era una garantía de ello. Sin embargo, el Times seguía publicando alarmantes reportajes enviados por su corresponsal de guerra William Howard Russell.
Se había declarado una epidemia de cólera y los hombres morían, no a causa de las heridas de guerra, sino de la enfermedad. Las instalaciones del hospital eran muy deficientes, la organización brillaba por su ausencia y los soldados perecían por falta de suministros médicos y de atención sanitaria. Los principales enemigos eran la enfermedad y la mala administración, no los rusos.
La gente estaba inquieta y se buscaban chivos expiatorios. El ejército intentaba, en vano, suprimir los terribles reportajes.
Algo se tenía que hacer.
Un día, experimentamos un sobresalto al leer una noticia del periódico, encabezada por el siguiente titular: «ADAIR A CRIMEA». Se lo leí en voz alta a Henrietta:
El doctor Damien Adair piensa trasladarse a Crimea. Afirma estar profundamente conmovido por los acontecimientos que allí tienen lugar. Quiere ver personalmente lo que ocurre y opina que todo le parece un ejemplo de mala administración. El doctor Adair es famoso por sus viajes a Oriente, que tanto interés han suscitado, y es, asimismo, un experto en el uso de drogas medicinales. Se ha ido hoy mismo y pronto llegará al escenario bélico.
Solté el periódico y miré a Henrietta.
—Ojalá pudiera estar allí —le dije.
—¿Crees que causará algún daño?
—Dondequiera que va, se producen desastres —contesté, sacudiendo la cabeza.
—En Crimea han ocurrido desgracias sin que él estuviera allí.
—Quisiera saber.
—Yo también.
—¿No te gustaría ir?
—Jamás nos lo permitirían.
—Yo siempre digo que nada es imposible.
—Pronto volverá —dijo Henrietta, encogiéndose de hombros—. Quizá coincida en Londres con Charles, En tal caso, podríamos invitarles a los dos a cenar.
Yo pensaba constantemente en su rostro diabólico y en aquellos pobres hombres dejados a su merced en un miserable hospital de campaña.
Los artículos de Russell no se podían pasar por alto. Algo se tenía que hacer. Y se hizo.
La siguiente noticia nos informó de que la señorita Florence Nightingale había recibido el encargo de reunir a un grupo de enfermeras para trabajar en Crimea. Era precisamente lo que necesitábamos.
A través de sus amistades, Henrietta averiguó cómo sería el proceso de selección de las enfermeras. Tendríamos que presentarnos en casa de los Herbert, que habían prestado su residencia a la señorita Nightingale con este propósito. La casa se hallaba situada en Belgrave Square y, al llegar, nos encontramos con cuatro señoras, una de las cuales conocía a Henrietta. No me pareció una ventaja. La señora estaría sin duda al corriente de la ruptura del compromiso de Henrietta con lord Carlton y de su irresponsable conducta.
Las señoras nos estudiaron llenas de asombro.
—¿Saben que va a ser un trabajo muy duro? —nos preguntaron—. Eso no está hecho para señoritas como ustedes.
—Estuvimos más de tres meses en Kaiserwald —contesté yo con vehemencia—. Allí trabajamos con ahínco y aprendimos muchas cosas sobre el cuidado de los enfermos. Creo que estamos capacitadas para esta labor, cosa que sin duda les podrá confirmar la diaconisa superiora de Kaiserwald. Deseamos firmemente incorporarnos a este grupo de enfermeras y confío en que nos tengan en cuenta.
—Estamos seguras de que son ustedes la clase de personas que busca la señorita Nightingale —nos dijeron—, pero aun así, es nuestro deber advertirlas. La mayoría de las jóvenes que han venido son chicas trabajadoras sin empleo, chicas que necesitan ganarse la vida.
—A pesar de todo, queremos ir —dije.
—¿Y usted, señorita Marlington? —preguntó nuestra inquisidora, mirando a Henrietta.
—Estuve en Kaiserwald, trabajé muchísimo y deseo ir a Crimea.
—Presentaré sus nombres a la señorita Nightingale y le comunicaré la impresión que ustedes nos han causado.
Nos retiramos sin concebir demasiadas esperanzas.
—Creo que yo lo he estropeado todo —dijo Henrietta con tristeza—. Me conocen y me consideran una persona frívola e irresponsable. Lo siento, Anna. Hubieras tenido que ir sola. A ti te hubieran elegido, pero creo que te has contaminado, acercándote a alguien que ha demostrado ser una nulidad.
—No digas sandeces. Nos aceptarán y nos iremos juntas.
Para mi propio asombro, tuve razón.
A los pocos días, se nos notificó que habíamos sido admitidas.
*****
En el transcurso de las semanas siguientes, sólo tuvimos tiempo para pensar en nuestra inminente partida. La emocionante aventura que había sido el viaje a Kaiserwald no era nada comparado con aquello.
Jane y Polly se quedaron boquiabiertas al enterarse de nuestro propósito.
—Válgame Dios —exclamó Polly—, pero ¿a quién se le ocurre semejante cosa? La señorita Henrietta tendría que prestar más atención a los chicos guapos. En cuanto a usted, señorita Pleydell, tampoco le vendría mal hacerlo.
—Queremos cuidar a los soldados heridos.
—De no ser por el pequeño Willie —dijo Lily—, me iría con ustedes. Intentará usted localizar a William, ¿verdad, señorita?
Le contesté que sí.
—¿Y quién va a pasear en el coche cuando ustedes no estén? —preguntó Joe, sacudiendo la cabeza con un gesto de incredulidad—. Los coches no están hechos para quedarse en las cocheras. Quieren salir a la calle.
—Ya pasearemos a la vuelta.
—Tengan mucho cuidado —dijo Joe—. Las guerras son muy peligrosas.
Cuando llevamos nuestros uniformes a casa, Jane y Polly se quedaron sin habla. Nos habían dicho que todas las enfermeras vestirían igual. No habría ninguna concesión para las damas. Todas comeríamos juntas, compartiríamos las obligaciones y vestiríamos el mismo uniforme. La señorita Nightingale se proponía con ello crear una nueva escuela de enfermeras profesionales.
Reconozco que me horroricé un poco al ver lo que tendríamos que ponernos.
—¿Por qué tenemos que estar feas para ser eficientes? —preguntó Henrietta.
—A lo mejor, se pretende con eso alejar a los galanteadores y decirles: «Aléjense, caballeros. Estamos aquí para cumplir un servicio».
—No creo que a nadie le apetezca cortejarnos cuando nos vea con estos uniformes. El tuyo te está estrecho y el mío me va ancho.
Era cierto. Los uniformes no se habían confeccionado a la medida. Había unas cuantas tallas y se distribuían las que más se ajustaban a la figura de cada enfermera. El uniforme constaba de un feo vestido de tweed en tonos grises, una chaqueta de estambre del mismo color, una capa de lana y una cofia blanca.
Lily se llevó las manos a la cabeza cuando vio los uniformes.
—Pero ¿de dónde han sacado estas cosas?
—No quieren que nos convirtamos en objetos de admiración —contesté. Luego añadí, dirigiéndome a Henrietta—: No te va del todo mal.
—Pues a ti, sí. Parece que le hayas robado la ropa a un espantapájaros.
—No les caerían tan mal si fueran de su talla —comentó Lily.
—A lo mejor, podrías acortar un poco el de Henrietta y subirle las mangas —le sugerí yo.
—Sí, puede hacerse —contestó Lily, examinando la prenda.
—Creo que el mío no tiene arreglo.
—Aquí hay un pequeño dobladillo —dijo Lily, arrodillándose a mis pies— y, como usted está tan delgada, no llena demasiado el traje. También le podría alargar las mangas.
En su ardiente deseo de sernos útil, inmediatamente puso manos a la obra. Lily estaba más triste que Jane y Polly, las cuales se tomaban un poco a broma nuestra partida hacia Crimea. Ella, en cambio, sabía que la cosa iba en serio aunque, en su fuero interno, se alegraba de nuestra marcha. Me había puesto en un pedestal y estaba segura de que podría localizar a William.
Lily, que hacía milagros con la aguja, consiguió que los uniformes nos cayeran un poco mejor.
Preparamos febrilmente la partida, y un soleado sábado de octubre, nos fuimos a London Bridge para iniciar nuestro viaje a Crimea.
*****
Todas las enfermeras viajábamos juntas y, en determinado momento, tuve oportunidad de ver de lejos a la señorita Nightingale. Era una joven extraordinariamente hermosa, lo que no dejó de sorprenderme. Sabía, a través de Henrietta, que hubiera podido hacer una buena boda y convertirse en una brillante figura de la alta sociedad. Sin embargo, estaba totalmente entregada a su misión de cuidar a los enfermos y proporcionar a Inglaterra unos hospitales de los que pudiera enorgullecerse. Era noble y admirable. Me pareció entonces —y más tarde lo pude confirmar— que era la mujer más extraordinaria que jamás hubiera conocido. A pesar de su reserva, estaba al tanto de todo lo que ocurría y poseía una insólita dignidad y distinción.
Nos dirigíamos a Boulogne. Desde allí, nos trasladaríamos a París, donde pasaríamos una noche. Al día siguiente, tomaríamos el tren con destino a Marsella y nos quedaríamos allí cuatro días hasta que se cargaran los suministros en el barco que nos llevaría a Escútari.
Yo ya deseaba saber cómo serían nuestras compañeras. Había cuarenta.
—Las hay de todas clases y condiciones —me dijo Henrietta.
Así era, en efecto. Había una media docena más o menos como nosotras. Las demás me desconcertaron. Algunas eran muy mayores y tenían el rostro lleno de arrugas. Me pregunté por qué las habrían elegido y supe posteriormente que las habían aceptado porque no habían encontrado a nadie más.
En el barco que nos trasladaba a Boulogne, tuve ocasión de hablar con algunas de ellas. Me encontraba en la cubierta con Henrietta cuando alguien la llamó por su nombre:
—¡Henrietta! ¡Cuánto me alegro de verte! Tú también has venido, ¿eh? Creo que va a ser algo muy interesante.
La mujer debía de tener unos treinta años y poseía unas facciones sumamente aristocráticas. Henrietta nos presentó:
—Lady Mary Sims. La señorita Pleydell.
Nos dimos un apretón de manos.
—También está aquí Dorothy Jarvis-Lee —dijo lady Mary—. Vinimos juntas. En cuanto supimos de qué se trataba, decidimos apuntarnos. Florence es extraordinaria. ¿Sabes una cosa? Creo que, al principio, no quería aceptarnos. Después, al ver que le faltaba gente, pensó que no nos importaría mezclarnos con la plebe. Ah, está aquí Dot. Dot, acabo de encontrar a Henrietta Marlington.
La señora Dorothy Jarvis-Lee se acercó a nosotras. Era una mujer angulosa y tenía el rostro curtido por la intemperie, debido, sin duda, a sus largas temporadas en el campo.
—Qué agradable sorpresa, Henrietta.
—Te presento a la señorita Pleydell.
Nos estrechamos la mano.
—Sé que es usted una gran amiga de Henrietta. Estuvo con ella en aquel lugar de Alemania, ¿verdad?
—Si, en Kaiserwald —contesté.
—Dicen que es un centro muy avanzado. Cuando me enteré de esta convocatoria, sentí la necesidad de participar en ella. Al fin y al cabo, es una manera de servir a la patria.
Mientras conversábamos, observé que otras dos enfermeras nos miraban. Una era muy gruesa y la otra, muy pálida y delgada. A la una el uniforme le estaba chico y a la otra le colgaba por todas partes.
Vi que la gorda esbozaba una leve sonrisa despectiva.
Mientras se volvía a mirar a su compañera, dijo en voz alta, imitando el tono de voz de la señora Jarvis-Lee:
—Oh, ¿qué tal, Ethel? ¿Qué haces aquí? Pues yo he venido a servir a mi país. Ya le dije a Florence que vendría. La encontré la otra noche en el castillo de lord Lummy y me preguntó: «Oye, Eliza, ¿por qué no te vienes conmigo a cuidar a los soldados? Te vas a encontrar con gente muy rara. No creo que en su vida hayan hecho una cama. Pero no te preocupes, será divertido mezclarse con ellas».
Se hizo el silencio mientras la señora Jarvis-Lee y Eliza se miraban la una a la otra sintiendo desprecio por un lado y hostilidad por el otro.
—Vamos, Ethel —añadió Eliza—. Me parece que tendremos que andarnos con cuidado. Con ciertas personas, lo mejor es no hablar.
La más bajita miró a Eliza muy nerviosa y ésta la tomó del brazo y se alejó con ella, contoneándose afectadamente en su intento de remedar los andares de las aristócratas.
—Vaya —dijo la señora Jarvis-Lee—, como tengamos que convivir con esta gente, habrá problemas. Ha sido deliberadamente insolente. Me negaré a comer a la misma mesa que ellas. Yo creo que las damas tendríamos que ocupar un lugar aparte.
—Según las normas, todas estaremos juntas y no se hará ninguna distinción —dije.
—Eso va a ser imposible —me respondió.
Comprendí que habría dificultades.
Me sorprendió el recibimiento que nos tributaron en Boulogne, aunque, en realidad, los franceses eran nuestros aliados y sabían que íbamos a Escútari a cuidar no sólo a nuestros hombres, sino también a los suyos.
Tomaron nuestro equipaje y lo llevaron al hotel donde íbamos a comer. Después nos ofrecieron una excelente comida para demostrarnos su admiración y gratitud.
A las diez de la noche, llegamos a la gare du Nord de París donde volvimos a ser agasajadas. Estábamos completamente exhaustas y, después de cenar, nos fuimos enseguida a dormir. Lady Mary Sims y la señora Jarvis-Lee juntaron a tres o cuatro mujeres de su clase y se unieron a nosotras.
A la mañana siguiente, emprendimos viaje a Marsella. Nuestro pequeño grupo se mantuvo unido y se dedicó a visitar los lugares de interés de la ciudad y a hacer algunas compras. La hostilidad entre «ellas y nosotras» —tal como decía la señora Jarvis-Lee crecía por momentos y yo me pregunté cómo podríamos desarrollar nuestra labor en semejantes condiciones. En vano busqué a alguien que tuviera las mismas ideas que yo. Me constaba que la señorita Nightingale las tenía, pero ¿y las demás? Estaba segura de que lady Mary y Dorothy Jarvis-Lee se habían lanzado a aquella aventura para distraerse de su tedio y servir al mismo tiempo a la patria de una forma espectacular. Varias «damas» debían de pretender lo mismo. Por otra parte, estaban las mujeres que habían trabajado esporádicamente en los hospitales y que tenían cierta experiencia, pero que no nos acompañaban por vocación, sino porque necesitaban ganarse la vida y creían que, de esta manera, lo podrían conseguir sin hacer demasiado esfuerzo.
Algunas llevaban botellas de ginebra ocultas en las maletas y pronto pude comprobar que se dedicaban a empinar el codo en cuanto podían.
Recordé la severa disciplina de Kaiserwald y a la diaconisa que apenas salía del hospital. Temblé al pensar en lo que podría ocurrir en Escútari.
El aspecto del Vectis me desilusionó; era un barco muy viejo y saltaba a la vista que no se encontraba en inmejorables condiciones.
Embarcamos en Marsella para trasladarnos al Bósforo y, una vez a bordo, comprendí que mis temores eran fundados. Las horribles cucarachas correteaban a su antojo por las cubiertas. Aunque eran inofensivas, me producían repugnancia por ser un signo visible de suciedad. Era imposible caminar sin pisarlas.
La vida a bordo no era muy agradable. A pesar de que la mar estaba en calma, el viejo barco crujía y se estremecía de forma alarmante. Dorothy Jarvis-Lee consiguió que ocho de nosotras ocupáramos un mismo camarote.
—No quiero ni acercarme a ellas —afirmó—. Espero que no tengamos que pasar mucho tiempo en este barco infernal.
Llevábamos apenas un día de travesía cuando nos enfrentamos con una violenta tempestad. Casi todo el mundo se mareó y no quiso levantarse de las literas. Exhalé un suspiro de alivio cuando llegamos a Malta. Varias enfermeras estaban mareadas y no pudieron desembarcar. Una de ellas era la misma señorita Nightingale. La tormenta había producido ciertos daños en el barco.
Henrietta y yo decidimos visitar los lugares de interés junto con otras enfermeras, bajo la guía de un soldado del cuartel general de Malta, que nos llevó a todas partes como si fuéramos un rebaño de ovejas, y no lo pasamos demasiado bien. Me alegré de regresar al barco y reanudar la travesía. Pensé que, cuanto antes llegáramos a nuestro destino y pudiéramos abandonar el Vectis, tanto mejor.
Cuando zarpamos, el tiempo aún no había mejorado.
El viento rugía a nuestro alrededor y resultaba imposible permanecer de pie.
No soportaba el desagradable olor del camarote en el que muchas de mis compañeras, incluida Henrietta, estaban mareadas, y salí tambaleándome a cubierta. El viento soplaba con fuerza y el barco crujía sin cesar. Pensé que, en cualquier instante, se iba a partir por la mitad y me pregunté qué posibilidades tendría yo de sobrevivir en aquellas turbulentas aguas.
Me acerqué casi a rastras a un banco, me senté y me agarré a los costados para evitar ser lanzada contra la borda. La tempestad era tan fuerte y el barco tan frágil que no me cupo la menor duda de que todas nos íbamos a ahogar. Qué extraño resultaba haber llegado hasta allí para acabar de aquella manera.
Comprendí entonces lo mucho que anhelaba vivir. Tras la muerte de Julian, deseé muchas veces reunirme con él. En cambio, en aquellos momentos en que la muerte estaba tan cerca, quería con toda mi alma sobrevivir. Esa idea me sorprendió. Ansiaba vivir y hacer algo de provecho, como salvar vidas o cuidar a los enfermos hasta que recuperaran la salud. Sin embargo, ser enfermera no parecía a primera vista una vocación tan importante como la de ser un gran científico o un médico.
Mis pensamientos se centraron de nuevo en el doctor Damien Adair. ¿Qué pretendía? Creía adivinarlo. Fama y honores, codearse con los grandes, ser un destacado investigador y un célebre aventurero que utilizaba a las personas en sus experimentos sin preocuparse por lo que pudiera ocurrirles. En caso de que murieran, lo harían en aras de una noble causa: los descubrimientos científicos del gran doctor Adair.
Aubrey había sido uno de sus conejillos de Indias. Una inmensa tristeza se apoderó de mí al pensar en él.
Me sentía en parte responsable de su muerte. Recordaba las primeras semanas de nuestra luna de miel en que todo era perfecto. Y siempre lo hubiera sido de no ser por su adicción a la droga. Toda la culpa la había tenido aquel hombre. Sabía que Aubrey era débil y que los hombres como Damien Adair se aprovechaban de la debilidad de los demás. No les importaba dejar ruinas a su paso. Damien Adair sólo pretendía adquirir conocimientos que redundaran en su propio beneficio. Destrozó a mi marido y, luego, hizo experimentos con mi hijo, destruyéndolos a los dos.
¡Cuánto deseaba vivir para poder enfrentarme cara a cara con él! Quería evitar que utilizara a otras personas tal como utilizó a mi marido y a mi hijo.
Me aferré al banco donde estaba sentada.
—Voy a encontrarle —me dije—. Cuidaré de los enfermos, los curaré y después buscaré a ese monstruo.
En aquel momento, vi que una frágil figura avanzaba tambaleándose por la cubierta. Era Ethel, la chica que había protagonizado el incidente de antes, pálida, delgada y desnutrida, incongruente acompañante de la corpulenta y belicosa Eliza.
Ésta se había percatado de la brecha que las separaba a ellas de nosotras, y estaba profundamente ofendida. Sin embargo, aquélla era la frágil Ethel.
Mientras caminaba, pensé que el viento iba a derribarla. Se agarró al pasamanos, se inclinó hacia delante y permaneció inmóvil un instante contemplando las aguas embravecidas mientras el viento le alborotaba el cabello y rugía a su alrededor. Al ver que se ponía de puntillas, comprendí su intención.
Me levanté del banco. El viento y los cabeceos del barco me impedían caminar, mas, aun así, avancé hacia ella haciendo acopio de todas mis fuerzas.
—¡No! —grité, pero el viento ahogó mi voz y la chica debió de pensar que formaba parte de la tormenta.
Extendí un brazo justo cuando estaba a punto de saltar. La agarré y la puse a salvo.
Cuando se volvió a mirarme, vi en su delicado rostro una mueca de desesperación.
—No, no, no debe hacerlo —le dije—. Ése no es el camino.
Ethel me miró fijamente mientras yo la tomaba del brazo y la acompañaba al banco. Se sentó a mi lado.
—Lo vi… precisamente a tiempo —le dije.
—Quería hacerlo. En realidad, hubiera sido lo mejor —contestó Ethel.
—No. Eso se lo parece ahora. Más adelante, lo verá todo de otra manera, se lo aseguro.
—Él se ha ido —añadió Ethel como si hablara sola—. Nunca lo volveré a tener en mis brazos. Era tan precioso. Era lo único que tenía y ahora ya no está.
—Puede que vuelva.
—Ha muerto —dijo Ethel sollozando—. Ha muerto, mi pequeño ha muerto.
Sentí una inmediata afinidad con ella.
—Lo sé, lo sé —le dije.
—No puede saberlo. No lo puede saber nadie. Mi chiquitín era lo único que yo poseía. Lo era todo para mí. No tenía otra cosa. Si no hubiera salido… pero tuve que hacerlo. Necesitaba ganar dinero. Cuando volví a casa, mi chiquitín había muerto. Yo quería llevarle cosas… Un buen caldo y leche, todo era para él. Cuando volví, me lo encontré frío como el mármol y con la carita blanca como la cera.
—Lo sé, lo comprendo —le repetí—. Nadie podría comprenderlo mejor que yo.
Al fin, conseguí transmitirle la intensidad de mi emoción. Se volvió a mirarme y no pareció sorprenderse de mi angustia. Se acababa de crear entre ambas un vínculo indestructible.
—¿Quiere hablar? —le pregunté—. Si no lo desea, no importa. Quédese sentada a mi lado.
Tras un prolongado silencio, Ethel añadió:
—Sabía que no hubiera debido hacerlo… Pero con la costura no me alcanzaba para vivir.
¡La costura! Tenía el mismo oficio que Lily. Debía de haber muchísimas como ella, cosiendo como locas en sus buhardillas.
Cose que te cose y venga de coser, en la pobreza, el hambre y la sed.
Cose día y noche maldiciendo tu suerte, ya descansarás cuando llegue la muerte.
—Tenía que ganar un poco de dinero… para él.
—Sí, lo comprendo —le dije.
—Yo no lo quería al principio, pero cuando nació… lo era todo para mí, mi pequeño Billy. Y, cuando volví y lo encontré de aquella manera… Jamás hubiera tenido que dejarle.
—No tuvo más remedio que hacerlo. Hizo todo cuanto pudo.
—No hubiera tenido que impedirme que me arrojara al agua —dijo Ethel—. Era necesario hacerlo. Algún día lo comprenderá y se alegrará de ello.
—Usted no puede saberlo.
—Lo sé porque perdí a mi hijo, un chiquillo maravilloso.
—¿Usted?
—Mi marido también murió. No suelo decírselo a nadie. Prefiero que me consideren soltera. Es un secreto.
—No diré ni una palabra.
—Gracias. Ya ve que la comprendo. Mi hijito también lo era todo para mí.
—Él no pasaba hambre.
—No, pero, aun así, lo he perdido. Se lo digo para que vea que la comprendo.
Me emocioné al recordar a Julian y se me llenaron los ojos de lágrimas.
Cuando Ethel me miró, vi que estaba llorando.
No sé cuánto tiempo permaneceríamos allí, azotadas por el viento y sin hablar. Yo pensaba en mi hijo y ella, en el suyo. Éramos la misma cosa: dos mujeres afligidas, compartiendo en silencio nuestra pena mientras la tormenta arreciaba a nuestro alrededor.
Alguien acababa de aparecer en la cubierta. Era Eliza.
—Madre mía —exclamó con voz pastosa—. ¿Qué haces aquí, Ethel?
—Quería acabar con mi vida, Liza —dijo Ethel.
—Pero no lo hiciste.
—Ella… me lo impidió. —Eliza me miró con hostilidad—. Me habló de su vida. Fue muy buena conmigo… y no permitió que me arrojara al agua.
—No hubieras tenido que subir sola.
—Tenía que hacerlo, Liza. Ya no podía resistirlo más. Eliza sacudió la cabeza.
—¿Qué le contaste? —le preguntó a su amiga.
—Le conté lo de mi niño.
—La comprendo muy bien —dije yo—, porque también perdí a mi hijo.
—Como esto siga así, todas acabaremos arrojándonos por la borda —comenzó Eliza—. De haber sabido lo que iba a pasar, nunca me hubiera metido en este lío —y dirigiéndose a mí, añadió con ternura—: Necesita que la cuiden.
—Sí —convine.
—Tuvo mala suerte. Muy mala suerte. No está hecha para estas cosas. Necesita que la cuiden. ¿Cómo fue?
—Yo estaba aquí sentada. Ethel apareció de repente… y comprendí lo que iba a hacer. La acompañé aquí y hablamos un rato. Descubrimos que habíamos pasado por experiencias similares.
—¿Usted? ¡No es posible!
—Sí. Estaba casada y perdí a mi marido y a mi hijito.
—Yo creía que era soltera.
—Es un secreto —terció Ethel por primera vez—. No debes decírselo a nadie, Eliza, lo he prometido.
—Prefiero que me consideren soltera —añadí—. Es una manera de olvidar.
Ethel asintió enérgicamente mientras una ola gigantesca levantaba el barco. En aquel momento, pensamos que íbamos a zozobrar.
—¿Crees que conseguiremos llegar a nuestro destino? —preguntó Ethel.
—Cualquiera lo sabe —contestó Eliza.
Por mi parte, tenía mis dudas. El fragor de las olas y los crujidos del casco del buque me sacaban de quicio. Creí que, de un momento a otro, el barco se partiría por la mitad y todo el mundo se vería arrojado a las turbulentas aguas. No me importó que ellas conocieran mi secreto. A Ethel le sería beneficioso saber que yo también era una madre desolada. Las penas compartidas son menos dolorosas.
—Es curioso que hayamos llegado hasta aquí para acabar de esta manera —dijo Eliza.
—Nunca pensé en semejante posibilidad —contesté.
—Pues estamos metidas de lleno en el fregado —dijo Eliza. Y tras una pausa, añadió—: Estoy muy preocupada por ella.
—Ya lo sé, Liza —dijo Ethel—, pero no tienes por qué estarlo. Lo hice por mi propia voluntad.
—No sé. Estas cosas dan mucho que pensar. Verá, señorita… hum…
—Pleydell —dijo Ethel—. Nunca debes mencionar que ha estado casada.
—¿Lo saben sus amigos?
—Sólo la señorita Marlington.
—¿La guapita? Es su mejor amiga. No tiene muy mala pinta.
—Es muy simpática. Le gustará.
—A las demás, no las soporto. Son unas presumidas. Te miran como si fueras una basura.
—Todas estamos para hacer lo mismo, y la señorita Nightingale dijo que no habría distinciones.
—Ah, bueno, pero es que la señorita Nightingale es toda una dama —dijo Liza—. Como usted.
—Gracias.
—No sé qué se nota cuando una se ahoga.
—En una mar como ésta, la muerte sería muy rápida —contesté.
—Las tres nos hundiríamos juntas —añadió Ethel.
—No creo que la situación sea tan grave —dije—. A lo mejor, a nosotras nos lo parece porque no estamos acostumbradas a ello.
—Es curioso, nunca pensé que pudiera morirme… Por lo menos, no ahora —observó Eliza—. Por eso me preocupo por ella. Fui yo quien la llevó por aquel camino. Para mí estaba bien y pensé que también lo estaría para ella.
—¿Qué ocurrió?
—No te importa que se lo cuente, ¿verdad, Eth? Necesito desahogarme. Ella no podía ganarse la vida. Cosía día y noche, pero no ganaba para vivir. «Mira, chica, hay medios más fáciles», le dije yo. La llevé conmigo por ahí. A todo se acostumbra una. Entonces va y se enamora de un tipo la muy tonta —añadió Eliza, dándole a Ethel un cariñoso empujón—. Él parecía quererla mucho y todo marchaba bien. Iba a casarse con él, pero queda embarazada y el tipo se larga. Si yo no la hubiera metido en todo aquello, a estas horas Ethel seguiría cosiendo y, a lo mejor, hubiera podido salir adelante.
—Hizo cuanto pudo por ayudarla —dije.
—Es cierto, pero no lo conseguí. Después, ella siguió en lo mismo… por el niño. Un día le dejó para irse por ahí y, al volver, se lo encontró muerto.
—Es una historia muy triste.
—Nunca se sobrepuso a la pérdida.
—Lo sé. No es posible.
—Entonces yo me dije: Bueno, pues nos iremos a la guerra. Seremos enfermeras. Ambas habíamos trabajado algún tiempo en los hospitales. Fue horrible… Nos pasábamos el día fregando suelos y ganábamos una miseria. Pero, por lo menos, adquirimos experiencia. Sin embargo, siempre me he sentido responsable de ella.
—Ya he visto que Ethel confía mucho en usted.
—Pero, aun así, sale a escondidas e intenta matarse. Figúrese. Si usted no se hubiera encontrado aquí, a estas horas ya estaría en el fondo del mar.
—Afortunadamente, estaba aquí, y Ethel ha prometido no volver a hacerlo. Cuando le apetezca hablar, me buscará y ambas hablaremos de nuestros hijitos.
—Me alegro mucho —dijo Eliza—. Me alegro de que usted estuviera aquí.
Permanecimos sentadas en silencio, tomadas del brazo para que los cabeceos del barco no nos descoyuntaran los huesos. Creo que las tres conseguimos consolarnos mutuamente.
La tormenta amainó durante un rato, pero luego volvió por sus fueros. De vez en cuando, nos contábamos detalles de nuestras vidas y nos preguntábamos cómo sería Escútari. Yo les describí mi estancia en Kaiserwald y les hablé de la diaconisa y de la magia del bosque.
A veces, casi tenía que hablar a gritos para que me oyeran sobre el trasfondo del temporal. Les conté también mi infancia en la India y la muerte de mi padre.
Ellas me contaron, a su vez, las historias de su vida. Eliza había tenido una infancia muy dura, no conoció a su padre y vivió con un padrastro. Cuando tenía diez años, el hombre intentó abusar de ella, obligándola así a marcharse de casa y a ganarse la vida a una edad muy temprana. El desprecio que le inspiraban los hombres debía de ser fruto de lo mucho que éstos la habían hecho sufrir. Sin embargo, era fuerte y decidida. En aquellos momentos, nadie hubiera podido aprovecharse de ella. Ethel, como Lily, procedía del campo y se había ido a la gran ciudad para intentar mejorar su suerte.
Tras escuchar el triste relato de sus vidas, empecé a comprenderlas mejor a las dos. La agresividad de Eliza se debía a la denodada lucha que había tenido que mantener para sobrevivir, y la timidez de Ethel era una manifestación de su incapacidad para abrirse camino por sí sola.
Aquella noche, las tres nos hicimos muy amigas. El temor de que el Vectis no sobreviviera a la tormenta nos indujo a desahogarnos y consolarnos mutuamente.
Tuvimos que permanecer varias horas sentadas en aquel banco. Cuando amainó el temporal, descubrimos que se había establecido entre nosotras un fuerte vínculo de amistad.