Regreso a Kaiserwald

Un poco cansadas del viaje, llegamos por fin a Marsella y seguimos hacia París, donde pernoctamos en el mismo hotel que lo habíamos hecho en el viaje de ida.

De allí nos fuimos a Calais para cruzar el canal.

El cuidado de los soldados que viajaban con nosotras nos mantenía muy ocupadas, a pesar de que ninguno de ellos estaba gravemente enfermo.

Me emocioné profundamente al ver las blancas rocas de Dover. El hogar se me antojaba un sitio seguro y tranquilo, pero no podía por menos que recordar todo lo que había dejado a mis espaldas. Me desconcertaba el hecho de haber dejado traslucir mis sentimientos con tanta claridad. Eliza me hizo comprender su verdadero alcance. ¿De veras se me ponía la cara que Eliza decía? ¡Extática! Iluminada, decía ella. ¿Tanto se me notaba? ¿Se habría dado cuenta Adair?

¡Qué insensata había sido! Quería destruirle y por poco me destruye él a mí.

Ahora tendría que enfrentarme con la verdad. Anhelaba con toda mi alma estar con él. Era la persona más fascinante y compleja que jamás hubiera conocido. Quería averiguarlo todo acerca de él. ¿Había destruido indirectamente a mi hijo? No, Julian ya estaba muerto cuando él le vio. Sin embargo, sí influyó en Aubrey. Mis encuentros con él fueron siempre muy breves y, siempre que le tenía cerca, me llenaba de júbilo hasta que, al fin, mi ardiente cólera se transformó en otra cosa.

¡Pero se había ido con Henrietta!

Seguramente, Adair quería que yo lo supiera y se enfureció conmigo cuando rechacé sus insinuaciones. Quería convertirme en su amante y en su esclava. No aludió para nada al matrimonio. ¿Cómo hubiera podido casarse un hombre como él? Una esposa y una familia normal hubieran coartado su libertad. Él quería proseguir sus aventuras e ir donde le apeteciera. Era arrogante e inmoral; estaba acostumbrado a ir por la vida tomando lo que más le gustaba y dejándolo cuando se cansaba, y no cambiaría de conducta por ninguna mujer.

Era un ser singular. Por eso se creía con derecho a actuar de aquella forma.

Y yo había sido tan tonta que me había dejado atrapar por su hechizo. ¡Cuánto debió de reírse, viéndome resplandeciente de júbilo por el mero hecho de que él me hubiera dirigido la palabra! Si Eliza se percató de ello, también él se debió de dar cuenta. Creería que le había rechazado porque le temía y porque no quería librarme de los convencionalismos.

Y entonces se volvió hacia Henrietta y ella le aceptó sin vacilar.

¡Lo había destrozado todo! Primero, mi matrimonio. ¿Hubiera tenido que quedarme para intentar cambiar a Aubrey? ¿Hubiera tenido que ayudarle a luchar contra su horrible hábito? En aquellos momentos, creí que lo único que podía hacer era dejarle. Pero me había equivocado. ¿Fui insensible e indiferente? Quebranté la promesa de amarle en la salud y en la enfermedad. Más tarde, mi insensato afán de venganza me mantuvo a flote en el mar de angustia en el que me había sumido desde que murió mi hijito.

Me comporté como una estúpida. Hubiera tenido que hacer frente a la vida sin intentar engañarme.

Y ahora, me veía obligada a empezar de nuevo desde el principio.

¿Podía casarme con Charles? ¿Sería justo que lo hiciera, estando enamorada de otro hombre? ¡Y qué hombre! Jamás podría encontrar otro igual. En caso de que volviera a verle, ¿sería lo bastante fuerte como para resistir? ¿Cómo podía casarme con Charles?

Me alegré de tener a Eliza conmigo. Tal vez pudiéramos trabajar juntas en un hospital. Al fin y al cabo, estábamos perfectamente capacitadas para hacerlo.

Las blancas rocas se encontraban cada vez más cerca. Ya casi habíamos llegado.

Una vez en la estación Victoria, tuvimos una gran alegría porque mi carta se recibió a tiempo y Joe me aguardaba con el coche en compañía de Lily. Nunca olvidaré la escena en que ella corrió al encuentro de William para arrojarse en sus brazos.

Después, le miró a la cara para cerciorarse de que, efectivamente, era su William.

—Oh, señorita Anna, usted le salvó —dijo, dirigiéndose a mí—. Usted lo ha devuelto a casa.

—No fui yo quien le salvó, Lily. Fue el médico… El doctor Adair.

—Que Dios le bendiga. Ojalá pudiera darle las gracias por esa buena obra.

Joe se limitó a mirarme en silencio.

—Otra vez en casa —dijo por fin—. Las chicas están en ascuas. Llevan así desde que lo supieron.

—¿Dónde está la señorita Henrietta? —preguntó Lily.

—Se ha quedado allí… una temporadita.

—Yo pensé que iban a regresar las dos juntas.

—Te presento a Eliza, la señorita Flynn. Fue compañera mía y vivirá algún tiempo en casa con nosotras.

—Qué mal lo habrán pasado —dijo Lily—. Me alegro mucho de que usted estuviera allí. No sabe lo que sentí cuando me enteré por su carta de que William estaba a salvo.

—Será mejor que nos pongamos en marcha —dijo Joe—. Los caballos están impacientes. No les gusta permanecer parados mucho rato.

El coche empezó a circular por las calles de Londres. Cuando nos acercamos a la casa, vimos que Jane y Polly nos aguardaban en la puerta.

Descendí del coche y me apresuré a abrazarlas.

—Hoy es un gran día —dijo Polly—. Contábamos los días que faltaban, ¿verdad, Jane?

Jane contestó afirmativamente. Dijo que estaba muy contenta de verme y que dónde estaba la señorita Henrietta.

Le contesté que se había quedado allí durante algún tiempo y que la señorita Eliza se alojaría en la casa.

En el vestíbulo habían fijado un letrero en el que se leía «BIENVENIDAS A CASA». Las miré emocionada y me alegré de tener a semejantes personas a mi servicio.

—Bueno, pues hemos preparado un rosbif estupendo —me comunicó Polly—. Pensamos que le apetecería después de las comidas extranjeras tan raras que habrá usted comido.

—Estáis en todo —le dije.

Eliza parecía un poco cohibida, aunque Jane y Polly se mostraban muy amables con ella.

—La pondré en la habitación de la señorita Henrietta porque está muy bien ventilada y caldeada —dijo Jane—. ¿Cuánto tardará la señorita Henrietta en volver a casa, señorita Anna?

—No estamos seguras de ello. Me parece una buena idea que le deis su habitación a la señorita Flynn.

Qué extraño me resultó sentarme a una mesa cubierta con un mantel impecable y saborear los platos que Jane nos sirvió. Lily y William se quedaron a comer con nosotras y yo insistí en que Jane y Polly se sentaran asimismo a la mesa.

—No es muy correcto que digamos —comentó Jane, pero ambas lo agradecieron de todos modos.

Después Joe acompañó a Lily y a William a la tienda de los Clift, donde les aguardaba sin duda una jubilosa bienvenida.

Me pareció increíble poder tenderme a descansar en la mullida cama de mi dormitorio. Qué frescas estaban las sábanas y perfumadas gracias a los saquitos de lavanda que Polly colocaba en el armario.

Pese a todo, me sentía triste y afligida y pensaba que nunca más volvería a ser feliz. Era una estúpida y la verdad estaba cada vez más clara. Me había enamorado de un mito.

*****

Los días se me antojaban interminables. Nunca tenía suficientes cosas que hacer. A veces, salía de compras para distraerme.

Eliza se aclimató enseguida y se llevaba muy bien con Jane y Polly, las cuales la aceptaron como si fuera de la casa.

—Qué suerte tener la fuerza de un hombre —exclamó Polly, admirada, un día en que Eliza corrió un mueble de una habitación.

Eliza quería ser útil y se empeñaba en ayudar en las tareas de la casa.

Buscábamos un hospital donde pudiéramos trabajar. Leí en el periódico que la señorita Nightingale quería allegar fondos para adiestrar como enfermeras a una congregación de monjas en los hospitales St. Thomas’s y King’s College. Tal vez nos aceptaran allí. Mientras lo pensábamos, Charles Fenwick llegó a Londres.

Su presencia fue acogida con visible aprobación no sólo por parte de Eliza, sino también de Jane y Polly, las cuales nos sirvieron un almuerzo insuperable.

Después de la comida, Charles y yo salimos a dar un paseo por el parque de Kensington.

—Dije que deseaba consultarlo contigo antes de tomar una decisión —me explicó Charles—. Pero se me presentó una oportunidad estupenda y la aproveché.

—Me alegro mucho. Eres tú quien debe decidirlo, Charles.

—Tú ya sabes que yo espero que ésta sea también tu vida.

—No me tengas en cuenta en tus proyectos, Charles, porque puede que yo no…

—Lo comprendo. Estás indecisa. Después de todo lo ocurrido, es natural que así sea. No creo que nadie que haya estado allí y haya visto lo que nosotros vimos pueda volver a ser la misma persona de antes.

—Eres tan bueno y comprensivo que parece una grosería por mi parte…

—¡No digas tonterías! Quiero que seas feliz. Quiero que estés segura de que haces lo mejor para ti.

—Sé que soy una tonta, pero es que estoy confusa.

Nos sentamos junto al estanque Redondo para ver cómo los niños jugaban con sus barquitos.

—No soy una chica joven e inexperta —le expliqué a Charles—. Estuve casada. Todo es maravilloso al principio, pero después cambia y te das cuenta de que cometiste un error.

—Comprendo que tengas miedo —dijo Charles.

—De ti no debiera tenerlo. Sé cuán bueno y amable eres. Tú eres quien debería tener miedo de mí. Si hubiera sido una buena esposa, me hubiera quedado junto a mi marido a pesar de los pesares. A lo mejor, no tengo madera para ser una buena esposa.

—En un matrimonio adecuado, la tendrías. Verás. Primero, iremos a Meriton. Es el nombre de la localidad. Bonito, ¿verdad? Se halla en el condado de Gloucester. Me encanta la campiña de Cotsworld. Ejerceré la medicina en sociedad con otro médico, un tal doctor Silkin. No es viejo, sino un hombre de mediana edad, le calculo unos cincuenta y tantos años, que desea tomarse las cosas con un poco más de calma. Quiere un socio que, a su debido tiempo, se quede con el consultorio. Es una oportunidad excelente. Y, además, el sitio me gustó enseguida.

—Parece ideal… para lo que tú andas buscando.

—He encontrado una casita preciosa que nos iría muy bien por el momento. Está justo al lado de la casa del otro médico. Tiene un jardín con dos manzanos y un cerezo. Sería estupenda para empezar. Me muero de ganas de que la veas.

—Tengo miedo…

—No debes tenerlo. Quiero que sepas que te comprendo perfectamente. Aún no estás segura. Bueno, pues, en este caso, lo mejor es no darse prisa. Pero, de todos modos, ven a verlo. Sin ningún compromiso. Quiero que me digas qué te parece.

—Mientras lo comprendas…

—Te aseguro que sí. ¿Cuándo vendrás? Ven este sábado. Llévate a Eliza, así no viajarás sola. Yo acudiré a recibiros a la estación.

—De acuerdo —dije.

Salimos por el camino de las Flores, donde las niñeras charlaban entre sí mientras los chiquillos correteaban a su alrededor. Pensé que los niños eran encantadores y sentí una punzada de tristeza al recordar a Julian.

Luego regresamos a casa; Jane tostaba unos bollos para tomar el té y Polly daba los últimos toques a un pastel que, según dijo, «había preparado en un santiamén» porque teníamos un invitado.

Estaban eufóricas y adiviné por su cara que consideraban a Charles como si fuera mi prometido oficial.

*****

Charles acudió a recibirnos a la estación con el vehículo que utilizaba para visitar a los pacientes. Eliza y yo nos acomodamos en los asientos de atrás y él se sentó delante para conducir.

La campiña estaba preciosa, o tal vez me lo pareció a mí, porque hacía mucho tiempo que no contemplaba las veredas y los verdes campos donde crecían los ranúnculos y las margaritas. Todo era dulce y apacible.

Al final, llegamos a la ciudad de Meriton, famosa por su antiguo mercado. Se veía por doquier la típica piedra gris de Cotswold y las vallas de las casas ocultaban unos hermosos jardines floridos.

—Qué lugar tan precioso —dijo Eliza—. Nunca creí que hubiera sitios como éste.

—Pues sí, no está mal —dijo Charles con orgullo.

—Parece muy tranquilo.

—Sí, eso sobre todo.

Primero fuimos a casa de Charles. Éste ya había contratado a un ama de llaves, una mujer mayor firmemente dispuesta a cuidarle como una madre. La casa tenía las grises paredes cubiertas de hiedra y estaba rodeada por un jardín.

—Viene un jardinero un par de veces a la semana. Lo he heredado de los anteriores propietarios.

—Te las arreglas muy bien —dije—. Veo que ya te has acostumbrado a Meriton.

—Vamos a almorzar con mi socio. Insistió mucho cuando supo que venías. Tiene una casa muy grande y pensó que allí sería más fácil hablar. En realidad, almuerzo con él todos los domingos. Es una persona muy agradable.

Comprendí lo que quería decir cuando me presentó al doctor Silkin, un hombre muy simpático de rostro lozano y cabello canoso, que nos saludó cordialmente; enseguida me di cuenta de que estaba muy contento de haber encontrado en Charles a un socio enteramente su agrado.

—Quiero presentarles a mi hija —dijo—. Dorothy —llamó—, ¿dónde estás? Ya han llegado nuestros invitados.

No esperaba que la hija fuera tan joven. Le calculé unos veintidós años. Tenía unos encantadores ojos oscuros y una mata de cabello castaño recogido en un moño sobre la nuca. Sus bellas facciones regulares poseían una expresión muy dulce. Era la clase de persona que gusta inmediatamente por la natural bondad que refleja su rostro, cosa que había visto muchas veces en personas mayores, pero muy pocas en alguien de su edad.

—Bienvenidas a Meriton —nos dijo sonriendo—. Charles nos habló de usted y de las cosas tan maravillosas que hizo en Crimea.

—Dorothy siente una enorme curiosidad por todo lo de allí —me explicó Charles, mirando a la joven con cierta indulgencia—. Cree que Florence Nightingale es una santa.

—Probablemente no se equivoca demasiado —contesté.

—¿La vio usted alguna vez? —me preguntó Dorothy.

—Sí, ya lo creo.

—¿Y habló con ella?

—Anna trabajó a sus órdenes y, por consiguiente, es lógico que así fuera —terció Charles—. Anna, quiero que sepas que esta cordial bienvenida se debe a que trabajaste en el mismo hospital que la señorita Nightingale.

—¡Vamos, no es sólo por eso! —exclamó el doctor Silkin.

La casa era preciosa y Dorothy actuó como una experta anfitriona. En el comedor vi un óleo colgado sobre la chimenea en el que se veía a una mujer muy parecida a ella y que yo pensé que era su madre.

Más tarde, pude confirmarlo. Había muerto hacía cuatro años y, desde entonces, Dorothy cuidaba de su padre.

—Es un ama de casa perfecta —dijo el doctor Silkin, mirando con cariño a su hija—. Además, me ayuda en mi trabajo. Sabe cómo tratar a los pacientes.

—Y cómo mantener a raya a los más difíciles —añadió Charles, sonriendo—, confortando al mismo tiempo a los que más lo necesitan.

A continuación nos hablaron de la vida en aquella pequeña localidad; las reuniones de los amigos, las ceremonias en la iglesia, las veladas musicales, las cenas íntimas. Observé que Charles estaba enamorado de todo aquello y que se había hecho muy amigo de los Silkin. La situación de la casa era, sin duda, ideal.

¿Encajaría yo allí? ¿Por qué no? Era un estilo de vida muy cómodo y, además, mis conocimientos de enfermería podrían ser útiles. Imaginé que vivía en aquella casita con las paredes de piedra cubiertas de enredaderas. Pero ¿no me sentiría enjaulada? Podría tener hijos que me hicieran olvidar el dolor que aún experimentaba por la pérdida de Julian.

Fue una jornada muy agradable. Al atardecer, Charles nos acompañó a la estación donde se despidió de mí mirándome con cariño.

—Espero que vuelvas muy pronto —me dijo—. Comunícamelo de antemano. Estoy seguro de que les has caído muy bien a los Silkin.

—Me parecen muy simpáticos. Creo que has hecho una buena elección, Charles.

—O sea que te han gustado… y tú a ellos también. Es un primer paso.

—Es un hombre muy bueno —me dijo Eliza, una vez en el tren—. Sería una vida estupenda. Tienes mucha suerte, ¿sabes?

—Si pudiera decidirme…

—Cualquiera que estuviera en su sano juicio lo haría, a no ser que… —dijo Eliza, mirándome de soslayo—, a no ser que tuviera otros planes.

—Yo no tengo ningún plan. Lo que ocurre es que esa vida me parece demasiado cerrada. Temo asfixiarme. Es como tenderse en un mullido colchón de plumas y quedar atrapada en él.

—Menudas fantasías se te ocurren. Y, además, ¿qué tienen de malo los colchones de plumas?

Me recliné en el asiento y, mientras escuchaba el traqueteo del tren, trataba de imaginarme mi vida en aquella casita. De repente, otra figura se insinuó en mis sueños, mirándome con una cínica sonrisa en los labios. «Eso no es para ti —me dijo—. Tú quieres ser libre y ver mundo. Tú quieres abandonar los convencionalismos. Deja de pensar en lo que debes hacer y empieza a pensar en lo que te gusta. Descúbrelo por ti misma. Yo te lo podría mostrar».

Pero Adair no estaba. Probablemente, jamás volvería a verle. Y en caso de que le viera, ¿qué ocurriría? Eliza tenía razón, yo no estaba en mis cabales.

—¿Qué te ha parecido la señorita Dorothy? —me preguntó Eliza.

—Es encantadora —le contesté.

—Sí… Es la bija del médico. Sería una buena esposa… para un médico.

—Desde luego.

—Y puede que lo sea algún día. Todo estaría muy bien, ¿no crees?

—¿Te refieres a Charles?

—Claro, porque está como quien dice a disposición de la primera que lo encuentre.

—Qué forma de hablar tan rara.

—Lo hago para que me entiendas.

—Te entiendo muy bien, Eliza. Quieres decir que, si no me espabilo, Dorothy puede convertirse en la esposa del doctor Fenwick.

—Pues, más o menos, sí. Me parece que ella le admira mucho, con eso de que estuvo en Crimea trabajando con la señorita Nightingale. A sus ojos, debe de ser como un héroe.

—Es que todos aquellos médicos lo fueron.

—Pero el doctor Fenwick, además de héroe, es también un hombre bueno.

—Desde luego, le pones por las nubes.

—A veces, cuando se pierde algo, es cuando más se aprecia.

—¿Me estás diciendo que, si no atrapo al doctor Fenwick cuanto antes, Dorothy Silkin me lo va a quitar?

—Exactamente.

—Pues mira, Eliza, yo me alegro de que exista una Dorothy Silkin. Creo que sería una esposa ideal para Charles. Él se merece lo mejor y ella vale más que yo.

—Tú serías mejor para Charles… Y éste sería muy adecuado para ti.

No sé si conseguiría adaptarme a un lugar como éste. Lo que me ocurrió me hizo cambiar mucho. Te conté algo sobre el monasterio de St. Clare, pero no te lo dije todo. Fue una extraña experiencia. Perdí a mi marido y a mi hijo. Esas cosas no pueden apartarse a un lado sin más. Y después vino lo Escútari. ¿Podría encajar en una serena vida rural? Creo sinceramente que no, Eliza. Pero por nada del mundo quisiera hacer sufrir a Charles. Por consiguiente, hoy, cuando he conocido a esta chica y los he visto juntos… No sé si me comprendes.

—Sí —dijo Eliza—, sería una solución. Te quedarías más tranquila, ¿verdad?

Asentí en silencio y cerré los ojos mientras escuchaba el traqueteo del tren.

Un par de días más tarde, recibí dos cartas. Una era de Henrietta. Reconocí inmediatamente su escritura y la abrí sin dilación. En ella Henrietta me escribía lo siguiente:

Mi querida Anna:

Sin duda te estarás preguntando qué es de mi vida. No estuvo nada bien lo que hice, me refiero a decidir quedarme en el último minuto. Hubiera debido decírtelo antes, pero estaba completamente trastornada y sin saber qué hacer. Primero quería irme y después no. Ya me conoces.

El caso es que ahora soy una mujer casada. Philippe y yo nos casamos. Él me lo venía pidiendo desde hacía algún tiempo, pero yo recelaba, recordando la experiencia que tuve con Carlton y lo difícil que me había sido salir de aquel lío. No quería hacer otro faux pas. Le decía que sí y, al cabo de dos días, que no. Llegó el momento de la partida y entonces pensé: «Si me voy ahora, jamás volveré a verle». Es lo que ocurre cuando largas distancias te separan. Por consiguiente, tenía que quedarme y luchar contra mí misma.

El doctor Adair fue muy amable y me dio muy buenos consejos. Conoce el idioma y las costumbres de aquí. ¡Qué hombre! Sigo pensando que es la criatura más fascinante que jamás he conocido. A Philippe no se lo digo, pero creo que lo sabe. Admira enormemente al doctor Adair. Es un ser único, tú ya sabes lo que quiero decir.

Bueno, pues, el hecho es que, por fin, llegué a la conclusión de que no podía dejar a Philippe y nos casamos sin pensarlo más. Ahora vivimos en Constantinopla hasta que Philippe resuelva unos asuntos que tiene pendientes. Se trata de una cosa muy importante y de alto secreto por cuenta de las autoridades francesas, y tendrá que permanecer aquí algún tiempo. Es algo relacionado con los tratados de paz. Philippe es un hombre muy importante. Después, viviremos en París. ¿No te parece estupendo? Confío en que vengas a vernos y te quedes una temporada con nosotros. Lo pasaremos muy bien.

¿Has vuelto a ver al doctor Fenwick? Espero que todo vaya bien en este sentido.

Anna, queridísima amiga mía, perdóname por mi pequeña deserción, pero tuve que hacerlo y ahora soy inmensamente feliz. Sé que hice bien en casarme con Philippe. En cuanto nos vayamos de aquí, te lo comunicaré. Puede que vayamos a hacerte una visita a Inglaterra, pero tú, por supuesto, irás a París.

Echo de menos las conversaciones que sostenía contigo.

Aún no sé si estoy embarazada. Es demasiado pronto para saberlo. En caso afirmativo, tú serás la primera en saberlo.

Con todo mi cariño,

HENRIETTA

«¡Qué comportamiento tan típico de ella!», pensé sonriendo. Me acababa de quitar un gran peso de encima. No estaba con Damien Adair, sino con Philippe. Ahora todo me parecía comprensible y natural. Adair la había visto en el caique y cruzó el estrecho en compañía de ella. Philippe la debía de estar esperando al otro lado.

El doctor Adair la ayudó mucho porque conocía el idioma y las costumbres de aquella tierra. No hubiera tenido que prestar atención a lo que me decía Eliza. Cuánto sufrimos a veces escuchando a los ignorantes, por muy buenas que sean las intenciones que los guían.

Sentía un gran alivio y un inmenso placer. La emoción que me producía leer la carta de Henrietta me había hecho olvidar la otra. Procedía de Alemania. Para mi asombro, la diaconisa superiora de Kaiserwald me preguntaba en ella si podría efectuar una breve visita a su hospital. Tenía conocimiento de mi estancia en Escútari y recordaba muy bien la excelente labor que había llevado a cabo con ellas. Me suplicaba que acudiera allí en compañía de mi amiga, la señorita Marlington. Me decía que sería cordialmente recibida, porque, de entre todas las enfermeras que habían pasado por Kaiserwald, yo era la que más respeto le inspiraba.

Leí la carta varias veces.

Pensé que necesitaba algo que llenara mi vacío y me librara de la monótona existencia que llevaba desde mi regreso de Escútari.

Comprendí que tenía que ir a Kaiserwald.

Se lo comuniqué a Eliza, pero primero le hablé de Henrietta.

—Como ves, se trataba de Philippe. Nos equivocamos con respecto al doctor Adair.

—O sea que ahora está casada con Philippe.

—¿Sigues pensando que…?

—¿Que primero se fue con él? Pues sí. Creo que se fue con él y después se asustó y aceptó a Philippe para salir del embrollo.

—¡Oh, no, Eliza! Me lo hubiera dicho.

—¿A ti? ¿Sabiendo lo que tú sentías por él?

—¿Cómo, lo que yo sentía?

—Para mí estaba clarísimo.

—A veces, te imaginas cosas que no son ciertas, Eliza.

—No es verdad. No te era, ni mucho menos, indiferente.

—Nadie podía permanecer indiferente ante él. Ni siquiera tú.

—Ah, pero yo me conozco el paño.

—¿No crees que, a veces, tienes mucha fantasía, Eliza? Le tienes una antipatía tremenda a ese hombre.

—Odio a los individuos que tratan a las mujeres como él lo hace. Los tengo muy vistos. Muchos piensan que estamos a su entera disposición. Y él es uno de ellos y por eso le odio.

—Bueno, ahora déjame que te dé la noticia. Me han invitado a ir a Alemania.

Cuando le conté que la diaconisa superiora me había escrito, se quedó asombrada.

—Eso significa que te tiene mucho aprecio —dijo—. ¿Irás?

—La invitación es bastante urgente.

—Quieres ir, ¿verdad?

—Aquí me pongo nerviosa porque nunca ocurre nada. Anhelaba trabajar como enfermera en uno de los nuevos hospitales de aquí, pero todo se desarrolla con mucha lentitud.

—Opino lo mismo que tú.

—Oh, Eliza, tú no sabes lo bonitos que son aquellos bosques. Te producen la impresión de que los gnomos y los gigantes y los personajes de los cuentos de hadas no andan muy lejos. Jamás vi un sitio igual. ¿Te gustaría acompañarme?

—A mí no me lo han pedido.

—La diaconisa superiora ignora que estás conmigo. Yo estuve allí con Henrietta, la primera vez. No veo por qué razón no puedes ir. Eres enfermera. Allí el trabajo es muy duro y eso a ti se te da muy bien. Ella espera a Henrietta, pero tú irás en su lugar.

—Estoy acostumbrada a hacer un trabajo duro.

—No lo es tanto como el de Escútari, desde luego.

—¿Tú crees que podría ir?

—¿Por qué no? Henrietta está invitada. ¿Por qué no podrías ir tú en su lugar? Oh, Eliza, pienso llevarte conmigo a Alemania.

*****

Al cabo de unos días, Eliza y yo emprendimos el viaje. Me costó mucho convencerla de que sería bien recibida.

—Al fin y al cabo —le dije—, la diaconisa superiora espera que vaya con Henrietta y no querría que hiciera este viaje tan largo sola. Dicho sea entre nosotras, tú eres mejor enfermera que Henrietta y eso les interesa mucho en Kaiserwald.

A pesar de sus recelos, el proyecto la entusiasmaba.

Al llegar a la pequeña estación, vimos que el coche del hospital nos aguardaba. Aspiré inmediatamente el perfume de los abetos y me sentí rodeada por la misteriosa atmósfera del bosque. Miré a Eliza y vi que ya empezaba a sucumbir al hechizo del lugar.

Los recuerdos del pasado se agolparon en mi mente en cuanto vi las torres y las almenas de Kaiserwald: Gerda, la chica de los gansos; Klaus, el buhonero; frau Leiben. Pobre Gerda, qué mala estuvo. Pero después se recuperó y ahora debía de ser sin duda más juiciosa. Todo aquello había ocurrido antes de que conociera a Damien Adair, sobre quien recaían entonces todas mis sospechas.

¡Qué insensata me parecía ahora mi actitud! Pero ¿lo era en realidad?

Tenía que olvidarme de mi doctor Demonio. No podría hallar la paz hasta que lo borrara de mis pensamientos. Pero del dicho al hecho media un trecho. Tenía que ser juiciosa. Lo más probable era que jamás volviera a verle.

Nos recibió la misma diaconisa que nos acogió a Henrietta y a mí la primera vez, la que hablaba un poco de inglés. Al ver que miraba a Eliza con extrañeza, le expliqué que la señorita Marlington se había casado y que Eliza ocuparía su lugar. Ella asintió con la cabeza y me dijo que la diaconisa superiora aguardaba mi llegada y solicitaba que acudiera a verla cuanto antes.

Nos acompañaron a su cuarto, donde ella me recibió con los brazos extendidos.

—Cuánto me alegro de que haya venido, señorita Pleydell. Le agradezco que me haya respondido con tanta rapidez.

—Fue un honor que me pidiera venir —contesté—. La señorita Marlington se casó y ya no vive en Inglaterra. Le presento a la señorita Eliza Flynn, que trabajó como enfermera conmigo en Crimea. Espero que no le importe el cambio.

—¿Importarme? Estoy encantada. Bienvenida, señorita Flynn. Es un placer conocer a alguien que hizo semejante labor. Tendremos muchas cosas de que hablar. Habrán vivido ustedes muchas experiencias —añadió la superiora, indicándonos por señas que nos sentáramos—. Va a producirse un cambio en los hospitales y en el cuidado de los enfermos en todo el mundo. Parece que, al fin, se va a prestar atención a este importante sector… Y todo gracias a la señorita Nightingale.

—Así lo creo —dije—. Ya se han organizado cursos de aprendizaje.

—¿Y qué va usted a hacer ahora?

—Eliza y yo estamos esperando a ver dónde podemos trabajar.

—Han trabajado juntas —dijo la superiora.

—Si, y pensamos seguir haciéndolo. Eliza, la señorita Flynn, es una enfermera profesional.

—Y eso es lo que quiero ser —terció Eliza.

—Nos hace falta este espíritu.

—¿Y dice usted que la enfermera que la acompañó en su anterior visita se ha casado, señorita Pleydell?

—Está en Constantinopla y se ha casado con un francés de la legación francesa de allí.

—Ah, sí, nuestros aliados. Era muy simpática, pero no creo que tuviera verdadera vocación de enfermera. Es una profesión muy dura, tal como ustedes saben.

—En efecto —convino Eliza.

—Y la vocación tiene que ser muy fuerte para poder soportar las penalidades. He dispuesto que les preparen una habitación, creo que necesitan descansar un poco. Ya hablaremos más tarde.

—Gracias —contesté.

La diaconisa que nos había recibido en la puerta nos acompañó a nuestra habitación.

Era un cuarto tan pequeño que más parecía una celda. Había dos camas, una silla, un armario y una mesita. En las paredes sólo colgaba un crucifijo.

—Qué mujer —exclamó Eliza—. ¡Y es ella la que lo dirige todo!

—Eliza —le dije—, tú no sabes el privilegio que esto supone. ¡Nos han asignado una habitación para las dos solas! Henrietta y yo dormíamos en una gran sala, dividida en pequeños compartimentos. ¡Esto es un lujo!

—Me encanta —dijo Eliza—. ¡Imagínate dirigir un sitio como éste! Quiero ver las salas. Quiero ver cómo se trabaja aquí. Y con este bosque que nos rodea y con tantos árboles por todas partes.

—Me alegro de que te guste y de que hayas venido, Eliza. A lo mejor, la diaconisa superiora tiene algo que ofrecernos. En tal caso… bueno. Pero es demasiado pronto para hacer proyectos. Ya veremos.

Más tarde, volvimos a hablar con la diaconisa superiora, la cual se interesó mucho por los métodos que se utilizaban en Escútari. Le hablamos de la terrible falta de suministros y de las enfermedades que tuvimos que combatir, mucho más desastrosas que las heridas de guerra. La diaconisa comentó que estaba muy preocupada por la higiene, cuya ausencia podía provocar muchas muertes.

Fue muy interesante hablar con ella y me halagó muchísimo que depositara tanta confianza en mí. Le agradecí, asimismo, que aceptara a Eliza, la incluyera en la conversación y escuchara atentamente sus opiniones.

Raras veces había visto a Eliza tan contenta. Era evidente que se alegraba de haberme acompañado.

Por la noche, tendida en la cama, pensé que era una suerte poder tenerla conmigo. La quería mucho y deseaba que fuera feliz porque era muy buena a pesar de sus esfuerzos por demostrar lo contrario.

A veces, me sentía tan capacitada para cuidar de mí misma como ella de sí. Pero ¿lo estaba de veras? Me había enamorado muy a pesar mío de alguien que jamás podría darme la felicidad. Recordé mi primera estancia en Kaiserwald, antes de conocer al doctor Adair. Era curioso que la vida se dividiera a veces en secciones: el tiempo que viví antes de conocer la existencia de Adair, seguido por los años en que fue para mí una huidiza figura amenazadora y, finalmente, por la confrontación.

Por fin, me quedé dormida y soñé con él. Me hallaba en el bosque con Gerda. Todo me parecía confuso y lancé un suspiro de alivio cuando desperté.

Eliza se encontraba de muy buen humor.

—¡Qué aire tan puro! —exclamó—. Me encanta la fragancia de los árboles. Qué tranquilo está todo. Me alegro de haber venido. Será bonito trabajar aquí durante algún tiempo.

La miré sonriendo y recordé la alargada mesa de madera junto a la cual nos sentábamos para comer gachas y pan de centeno y beber un brebaje en el que predominaba el centeno molido. Las diaconisas se acercaron a saludarme y yo aproveché la circunstancia para presentarles a Eliza. Muchas cosas habían cambiado desde mi anterior estancia allí, aunque, hasta cierto punto, tenía en determinados instantes la sensación de no haberme movido nunca de aquel lugar.

Después del desayuno, nos acompañaron en un recorrido por las distintas salas y, más tarde, nos dirigimos al estudio de la diaconisa superiora para seguir conversando con ella.

Eliza dijo que esta vez le gustaría trabajar en las salas porque pensaba que el hospital andaba un poco escaso de enfermeras.

Acordamos iniciar nuestra labor al día siguiente.

—Descansen un poco esta tarde —nos dijo la diaconisa superiora—. Han hecho un viaje muy largo y necesitan recuperarse. Sé que a usted le gustaba mucho andar por el bosque, señorita Pleydell.

Por la tarde, salí a dar un paseo con Eliza, tal como solía hacer con Henrietta.

A Eliza le encantó el lugar.

—En mi vida había visto nada igual —dijo—. ¿Qué son estas campanitas que se oyen de vez en cuando a lo lejos?

Le expliqué que eran los cencerros de las vacas que podían perderse fácilmente en el bosque.

—Los cencerros sirven para localizarlas.

Pasamos por delante de la casita donde vivía la abuela de Gerda. No parecía que hubiera nadie dentro. Al llegar a un claro, decidimos sentarnos un rato a descansar.

—Me gustaría mucho trabajar aquí —dijo Eliza—. Se respira una atmósfera de paz. No sé cómo expresarlo, pero es como si las cosas no tuvieran tanta importancia. Todo es importante y no lo es, no sé si me explico bien.

—Creo que sí, Eliza.

—Cuando te cases…

—Aún no estoy segura de que lo haga.

—Si tienes dos dedos de frente, te casarás con el doctor Fenwick.

—Puede que no los tenga.

—Sí, los tienes. Eres una persona muy sensata. Pero estas trastornada y ahora no te das cuenta. Pero te casaras con él porque es el hombre adecuado para ti. Yo, en cambio, ¿qué?

—Eliza, tú siempre serás mi amiga y serás bien recibida dondequiera que yo esté.

—Lo sé. No me resulta fácil decirlo, pero te tengo en un pedestal porque eres una chica muy buena, Anna, una de las mejores. Jamás olvidaré lo que hiciste por Ethel… y también por mí.

—Exageras. Fue Adair quien le salvó la vida a Tom.

—¿Él? Vamos, mujer. Sólo lo hizo para exhibirse. Eres tú quien lo hizo.

—Eso es ridículo, Eliza.

—Quiero decir que deseo para ti lo mejor de este mundo, porque te lo mereces. Tendrás muchos hijos y serás feliz porque el doctor Fenwick es un hombre bueno y los hombres buenos no abundan demasiado. Por lo que yo sé, son tan escasos como la nieve en el mes de julio.

—Eres un poco cínica, Eliza, pero no hablemos de mí. ¿Qué desearías para ti?

—Me gustaría ser la diaconisa superiora de un hospital como éste. Lo dirigiría a mi modo y tendría el mejor hospital del mundo. Es curioso… Cuando llegamos a Escútari, quise dar media vuelta y marcharme. Pero, después de ver todo aquello, me alegré de estar allí y comprendí que deseaba cuidar a los enfermos. Es lo que más me gusta.

—Te comprendo.

Mientras permanecíamos sentadas sobre la hierba con la espalda apoyada contra el tronco de un árbol, Eliza me contó sus sueños. Le había gustado aquel lugar de inmediato y deseaba fundar un hospital donde pudiera establecer sus propias reglas y dedicarse al cuidado de los enfermos.

Nos pasamos un buen rato allí, haciéndonos confidencias.

Quería mucho a Eliza y rezaba para que, algún día, sus sueños se hicieran realidad.

*****

Llamaron a la puerta. Era una de las diaconisas más jóvenes. La diaconisa superiora me rogaba que acudiera una vez más a su estudio.

Acabábamos de regresar de nuestro paseo y Eliza aún estaba pensando en su sueño de tener un hospital como el de Kaiserwald.

—Iré enseguida —dije.

Llamé a la puerta del estudio.

—Pase —dijo la diaconisa superiora desde dentro. Al entrar, vi a un hombre de espaldas junto a la ventana.

—Ah, es usted —dijo la diaconisa superiora—. Me alegro de que haya venido. Creo que ya se conocen.

Miré al hombre sin dar crédito a mis ojos. Llevaba tanto tiempo pensando en él que, por un instante, creí que se trataba de una visión.

—Doctor Adair… —balbucí.

—El mismo —dijo él—. Qué agradable resulta encontrarla aquí —añadió, adelantándose para estrecharme una mano.

—La señorita Pleydell me ha estado hablando de Escútari —dijo la diaconisa superiora—. Me siento muy honrada de tenerles aquí a los dos, así como a la señorita Flynn. Han compartido ustedes una terrible, pero maravillosa, experiencia.

—Nos limitamos a cumplir con nuestro deber. ¿No es así, señorita Pleydell?

—Ciertamente. Trabajamos con ahínco e hicimos todo cuanto pudimos.

—Debió de ser un ambiente muy distinto del de Kaiserwald —señaló la diaconisa superiora.

—Totalmente distinto —dijo Adair.

—Pero siéntense, por favor. ¿Le ha gustado el paseo por el bosque, señorita Pleydell? La señorita Pleydell está enamorada de nuestros bosques, doctor Adair.

—Lo comprendo. Son lugares encantadores. Y muy románticos, ¿verdad, señorita Pleydell?

—En efecto.

El doctor Adair me acercó una silla y la sostuvo mientras yo me sentaba. Me volví a mirarle y le di las gracias. No pude interpretar el significado de su irónica sonrisa.

—Por favor, doctor Adair, tome asiento. Señorita Pleydell, el doctor me ha estado hablando de un proyecto en el que, en su opinión, usted también podría participar… Porque le dije que usted estaba aquí, ¿sabe?

Al mirarle, me pareció ver en sus ojos una expresión maliciosa.

—Sí, señorita Pleydell, me alegré mucho al saber que se encontraba usted en Kaiserwald. El proyecto se refiere a Rosenwald, un lugar un poco parecido a Kaiserwald, aunque no tan grande ni tan bien organizado —dijo Adair, dirigiendo una galante sonrisa a la superiora, la cual inclinó la cabeza complacida y murmuró:

—No siempre fue así, doctor Adair. Hace falta mucho tiempo para organizar un hospital.

—Pero ¿no cree usted que, con una dirección adecuada, Rosenwald podría llegar a convertirse en un Kaiserwald?

—Por supuesto que sí; siempre y cuando en ello colaboraran personas competentes y con vocación de servicio.

—Todos admiramos mucho sus aptitudes, señorita Pleydell —dijo Adair.

—Le agradezco el cumplido.

—El caso es que voy a inspeccionar aquel lugar. Como es natural, la diaconisa superiora no puede hacer el viaje conmigo. Hemos estudiado juntos la cuestión y hemos decidido que, puesto que casualmente se encuentra usted aquí —dijo Adair, esbozando la misma sonrisa de antes—, podría visitar Rosenwald conmigo y darme una opinión sobre sus posibilidades.

—¿Con algún objetivo en concreto?

—No conozco sus planes.

—¿Quiere decir que yo podría trabajar allí?

—Quiero que me dé su opinión. Usted ha demostrado ser una enfermera muy capacitada. Tal vez le interese participar en este proyecto…

—Eso significaría dejar mi hogar… todo…

Se adelanta usted demasiado a los acontecimientos. Venga conmigo mañana. Inspeccionaremos juntos el lugar y usted me dirá lo que opina sobre sus posibilidades. Yo saldré hacia Rosenwald mañana por la mañana a primera hora… a caballo. Usted monta también, ¿verdad, señorita Pleydell?

—Sí, pero no tengo traje de montar.

—¿Le podríamos proporcionar alguno? —preguntó Adair.

La diaconisa superiora contestó que tal vez. En el hospital nadie montaba a caballo, pero una tal fräulein Kleber, que era una experta amazona, estaría sin duda dispuesta a prestarme todo cuando fuera necesario.

—Si hoy pudiéramos dejarlo resuelto, podríamos salir mañana a primera hora. Tardaremos toda la mañana en llegar allí, pero podríamos estar de regreso a la caída de la noche. Si hubiera alguna dificultad, nos podríamos quedar en Rosenwald.

La diaconisa superiora frunció el ceño. Debía de pensar que necesitaríamos un acompañante, pero no podía prestarnos a ninguna de sus diaconisas ya que ninguna de ellas montaba a caballo.

—Eliza Flynn está aquí conmigo, doctor Adair —dije yo—. Puede que la recuerde.

Adair adoptó una expresión pensativa.

—Es una enfermera muy corpulenta… y muy capaz.

—Ah, sí, la Gran Eliza. No considero oportuno que venga. ¿Sabe montar?

—Estoy casi segura de que no.

—Yo pensaba ir solamente con usted, señorita Pleydell. No hace falta que vayamos en comisión. Se trata de hacer una simple visita para echar un vistazo y calibrar las posibilidades.

Sin poder evitarlo, me llené de alborozo. Iba a pasar un día entero con él. No pensé, ni por un momento, que me gustara trabajar en Rosenwald. Lo único que me interesaba era el regreso de Adair y la posibilidad de estar a solas con él… todo el día.

Lo demás me traía sin cuidado.

Eliza se quedó pasmada…

—¡Ese hombre… aquí!

—No te extrañe. Es natural, siendo como es un médico tan famoso. Le interesan los lugares como éste. Alemania es el centro de los mejores hospitales europeos y es lógico que, ahora que se van a emprender todas estas reformas, la gente venga aquí.

—Creo que lo ha organizado todo a propósito. Él te hizo venir aquí…

—¡Vamos, Eliza, no seas absurda! ¿Por qué iba a hacerlo?

—Porque le interesas. Ha terminado con Henrietta y ahora te toca a ti.

—Te digo que vamos a visitar un hospital. Todo eso no tiene nada de romántico ni de misterioso.

—¡Tú y él… solos! Os acompañaré.

—Vamos a caballo y tú no sabes montar. Oh, Eliza, no ocurrirá nada…

—No sé, pero te veo muy contenta.

—Me interesa este sitio… Rosenwald. Puede que nos vayamos allí las dos durante cierto tiempo.

Eliza se ablandó un poco ante aquella perspectiva y yo me apresuré a añadir:

—Tengo que ir a ver a una tal fräulein Kleber, que vive cerca. La diaconisa superiora dice que ella me prestará el traje de montar. Tiene varios y viste aproximadamente mi talla.

—Pero ¿es que la diaconisa superiora permitirá que vayas sola con él?

—Estás armando un alboroto por nada. Ven conmigo a ver a fräulein Kleber.

Eliza me acompañó casi a regañadientes.

Fräulein Kleber vivía en una hermosa casa, no lejos de la casita de frau Leiben.

Cuando ya estábamos muy cerca, oímos el ruido de un disparo. Nos miramos perplejas y, en aquel instante, sonó otro disparo y después otro y otro.

—Aquí pasa algo —dijo Eliza.

Corrimos hacia la casa. No parecía que hubiera nadie. Mientras cruzábamos un cuidado jardín en dirección a unas caballerizas, oímos un nuevo disparo procedente del otro lado de las caballerizas.

Entonces descubrimos de qué se trataba. Habían colocado un blanco contra el tronco de un árbol y una mujer hacía prácticas de tiro. Al oír nuestras pisadas, se volvió a mirarnos.

—Oh, perdonen —dijo—, me estoy preparando para la Schützenfest. Falta menos de un mes y estoy un poco oxidada.

Era una mujer alta y delgada, de una talla muy parecida a la mía.

—¿Hemos venido en un momento inoportuno? —pregunté.

—Oh, no. Son ustedes de Kaiserwald, ¿verdad? Me han avisado de que vendrían y tendré mucho gusto en ayudarla.

Le presenté a Eliza pero, puesto que ésta no hablaba alemán, no pudo participar en la conversación.

—Es muy amable de su parte. No he traído ningún traje de montar porque pensé que no tendría oportunidad de hacerlo.

—Olvidé su visita —dijo la mujer asintiendo—. Sólo pienso en la Schützenfest. La celebramos todos los años y yo siempre participo en ella. Me encanta el Vögelschiessen, ese juego que consiste en tirar a un blanco en forma de loro. Siempre aspiro a que me elijan Schützen-König, rey de los cazadores. Es el premio que se otorga al mejor disparo. Hasta ahora, ninguna mujer lo ha conseguido.

—Le deseo mucha suerte —le dije.

—Entren en la casa. Pero, primero, déjenme que guarde el rifle.

Estábamos en un granero convertido en una especie de sala de armas.

—Mi padre era un gran tirador. Le nombraban König casi todos los años. Éstas son sus armas. Yo las heredé. Pero, por desgracia, no he heredado sus aptitudes.

La mujer guardó el rifle en un estuche y me estudió detenidamente.

—Bueno, más o menos somos de la misma talla y, por consiguiente, no habrá problema.

Entramos en la casa y subimos al dormitorio. Tenía cuatro trajes de montar que me irían bien. Me dijo que eligiera el que más me gustara y yo me decidí por una falda y una chaqueta gris perla con sombrero del mismo color.

—Le sienta como si se lo hubieran confeccionado a la medida —dijo fräulein Kleber cuando me lo probé—. ¿Tiene una buena montura?

—Mañana me la facilitarán.

—Supongo que provendrá de las caballerizas de herr Brandt. Él se encargará de proporcionarle la mejor. Tiene unos caballos magníficos.

—Le estoy muy agradecida, fräulein Kleber.

—Siempre me alegro de poder hacer algo por Kaiserwald. Todos nos sentimos muy orgullosos del hospital. Por eso me alegro de haberla podido equipar.

—Es una mujer muy interesante —le dije al salir a Eliza—. Lástima que no la pudieras entender.

—He captado una o dos palabras —dijo Eliza—. Creo que aprendería el idioma enseguida, si me quedara aquí algún tiempo.

—Seguro que sí.

—Este traje te sienta de maravilla —añadió Eliza—. Te veo como… distinta.

Preferí no hacer ningún comentario.

Pasé el resto del día en las nubes. Era como un sueño. Llegar a Kaiserwald y encontrármelo allí. Parecía un milagro. Pensaba constantemente en él y era como si la intensidad de mis pensamientos le hubiera llevado hasta mí. Pasaría un día a solas con él. Eliza no lo aprobaba, pero yo no quería discutir ese asunto con ella. Cuando nos acostamos aquella noche, fingí quedarme dormida enseguida. Ella, en cambio, estaba completamente despierta.

A la mañana siguiente, me levanté muy temprano y me puse el traje de montar de fräulein Kleber. Sabía que me sentaba muy bien porque los atuendos de montar me favorecían mucho.

Supe que el doctor Adair había elegido unos caballos de las caballerizas de herr Brandt. El suyo era negro y el mío, una yegua zaina. Adair montaba a la perfección, tal como yo suponía. Montado a caballo, parecía una estatua de la mitología griega. Confié en que mi júbilo no se notara demasiado.

Mientras nos alejábamos de Kaiserwald, miré hacia atrás y vi un movimiento en una ventana. Era Eliza. Me imaginaba la expresión de su rostro. Era contraria al proyecto y, cuando se le metía alguna cosa en la cabeza, nada podía hacerla cambiar de parecer. No sería fácil que modificara su opinión con respecto al doctor Adair. Insistía en que se había llevado a Henrietta y en que, después, se la había pasado a Philippe Lablanche. Sin embargo, lo que más temía era que me hiciera alguna trastada a mí.

—¿Qué tal su montura? —me preguntó Adair.

—Parece… muy dócil.

—Estupendo. Los caballos son a veces muy temperamentales y el día será muy largo. Espero que sea usted tan buena amazona como enfermera.

—Solía montar cuando estaba en la India. No soy una experta, claro, pero creo que me las arreglo bastante bien. —Bien, yo estaré a su lado por si algo le ocurriera.

—Me consuela saberlo. ¿Cuánto tiempo estuvo usted en Escútari?

—No más del necesario. Tuve que resolver ciertos asuntos, pero regresé a Inglaterra en cuanto pude.

—¿Vio alguna vez a Henrietta?

—Si, la vi con Philippe Lablanche. Parecían muy contentos.

—Henrietta me dijo en su carta que usted la ayudó mucho.

—Hice lo que pude. Lo demás es cosa suya.

—Espero que todo vaya bien.

—Es cosa suya, ya se lo he dicho.

—El resultado no siempre es el que uno espera al principio.

—Lo único que podemos hacer los demás es desearles mucha suerte.

—Qué extraño que hayamos coincidido en Kaiserwald.

—En realidad, no me parece tan extraño.

—¿Ah, no?

—Yo lo dispuse así. Le pedí a la diaconisa superiora que la invitara a venir. Y, cuando supe que había llegado, vine.

—Pero ¿por qué?

—Tengo un proyecto.

—¿Se refiere al hospital de Rosenwald? ¿Me quiere ofrecer algún cargo de responsabilidad o algo por el estilo?

—Me pareció interesante que usted echara un vistazo al lugar.

—¿O sea que usted lo organizó todo?

—Lo reconozco, sí. Como ve, el encuentro no es tan casual como usted suponía.

—Es algo así como si usted planificara mi futuro.

—La considero una buena enfermera y sus aptitudes no deben desperdiciarse. Ya conoce usted la apurada situación en que se hallan los hospitales de todo el mundo. Siendo una discípula de la señorita Nightingale, estará al corriente de sus planes.

—Pues, sí.

Me sentí un poco decepcionada. Al saber que él había organizado el encuentro, pensé, por un instante, que se interesaba por mí.

—Me gustaría mucho ver ese sitio —dije fríamente.

—Lo sabía. Le aseguro que estoy deseando conocer su opinión.

Cabalgamos un buen rato en silencio. Luego él me preguntó cuáles eran mis planes. Le respondí que estaba a la espera de los acontecimientos. Sabía que se iban a introducir ciertas reformas en los hospitales, pero no estaba segura de lo que podría hacer en ellos.

—¿Y la Gran Eliza?

—Pensamos trabajar juntas.

—Parece que son ustedes muy amigas.

—Eliza es una persona muy buena y leal.

—¿Y usted? —Le pregunté yo a mi vez tras una pausa—. ¿Cuáles son sus planes? ¿Piensa irse a algún país lejano y vivir como los nativos para descubrir los secretos de Oriente?

—Como usted, estoy a la espera de los acontecimientos.

—¿O sea que no tiene ningún proyecto?

—Tengo muchos, pero hay que tener en cuenta una serie de circunstancias. A veces, pienso que hacer planes por adelantado es tentar el destino.

—Quiere decir que el hombre propone y Dios dispone.

—Dios o quien sea.

Cruzábamos una angosta calle de pueblo y tuve que situarme a su espalda. No me sorprendió que la gente le mirara al pasar porque tenía un porte muy distinguido.

Cuando volvimos a salir a la campiña, Adair me habló un poco de Rosenwald. Las enfermeras no serían diaconisas y no se trataría de una institución religiosa, sino de un simple hospital. De momento, el proyecto estaba en mantillas. Había unos enfermos, probablemente no más de treinta, y las enfermeras eran chicas de pueblo de la zona, sin ningún adiestramiento especial.

Se diría que le interesa mucho este lugar.

—Lo que más me interesa es encontrar una persona adecuada que lo sepa dirigir. La diaconisa superior es una mujer muy capacitada. Sin ella, Kaiserwald no sería lo que es.

—Estoy de acuerdo con usted.

—Ya no estamos muy lejos. Espero que no se haya fatigado mucho.

—No, ha sido un trayecto muy cómodo.

—La pequeña yegua se ha portado muy bien. Mire, ya se ven las torres desde aquí. Es precioso, ¿verdad?

Vi que aludía a un pequeño castillo rodeado de bosques, más o menos como Kaiserwald.

Entramos a un patio donde un hombre se hizo cargo de los caballos. El doctor Adair ordenó que les dieran agua y comida.

Nos recibió una mujer que debía de ser la jefa de las enfermeras.

—Necesitarán tomar algo —dijo, mirando con expresión reverente al doctor Adair—. Hay un buen trecho desde Kaiserwald.

El doctor Adair le agradeció el ofrecimiento y pidió que nos lo sirvieran al aire libre porque teníamos que discutir ciertos asuntos.

Nos sentamos a una mesa frente a la fachada del castillo que miraba a un valle. Las lejanas montañas formaban un soberbio telón de fondo y el bosque era precioso.

Me sentía más feliz que nunca. ¿Por qué?, me pregunté. Porque él me iba a ofrecer un puesto de trabajo. Podría trasladarme allí y llevarme a Eliza. El doctor Adair nos visitaría de vez en cuando, a la vuelta de sus viajes a exóticos lugares, y, a lo mejor, pensaría: «Ah, sí, Anna Pleydell, la que dirige Rosenwald».

—Todo esto es muy bonito, ¿no cree? —me preguntó.

—Si, en efecto.

—¿Le parece un buen sitio para trabajar?

—Me gusta mucho.

—La vida sería todos los días más o menos igual. Pacientes que van y pacientes que vienen. ¿Le atrae la idea?

—No sé si ansío la tranquilidad… y nada más.

—No, no esperaba eso —dijo Adair, echándose a reír—. Pero no cabe la menor duda de que es un lugar agradable… para la persona adecuada. Una persona enteramente entregada a su trabajo. Podría ser un pequeño reino en el que la persona que mandara lo gobernaría todo, pero apenas tendría contacto con el mundo exterior. Está buena la cerveza, ¿verdad? Y también el Sauerbraten y la inevitable Sauerkraut. En fin, así es Alemania. También el bosque es muy bonito, ¿no cree?

Contesté que sí.

—Cuando terminemos, efectuaremos un recorrido de inspección porque no quiero regresar demasiado tarde.

Sin embargo, no parecía que tuviera excesiva prisa porque nos pasamos un buen rato saboreando la carne y bebiendo cerveza. El tiempo era estupendo. Había en el aire una ligera bruma que teñía de azul las montañas. De vez en cuando, el doctor Adair se me quedaba mirando muy serio. La escena parecía casi irreal y yo tenía que hacer un esfuerzo para no pensar que era un sueño.

Más tarde, recorrimos juntos la sala. Había unos treinta pacientes, tal como él me había dicho. Los examinó a todos y les hizo muchas preguntas a las enfermeras, no sólo sobre los pacientes, sino también sobre sus obligaciones. Inspeccionamos las cocinas y los dormitorios, muy parecidos por cierto a los de Kaiserwald. La sala de los dormitorios se hallaba dividida en compartimentos y todo estaba muy pulcro y aseado.

Hacia las cuatro de la tarde, Adair decidió emprender el camino de regreso. Me sorprendió que fuera tan tarde. Dudaba mucho de que pudiéramos llegar antes del anochecer. Sin embargo, él no parecía preocupado por eso.

Nos despedimos de las enfermeras y nos marchamos.

—Eso ya está hecho —dijo Adair—. Es una parte muy necesaria del proceso.

—Es el único propósito de la expedición —le recordé. Al ver su sonrisa, comprendí que su actitud había cambiado.

Cabalgamos en silencio durante unos dos kilómetros. Después, Adair acercó su caballo al mío.

—Me temo que nos hemos ido demasiado tarde para regresar a Kaiserwald.

—¿Por qué no nos fuimos antes?

—Ya que estábamos allí, teníamos que verlo todo. Podríamos irnos a una posada.

—No he visto demasiadas durante el camino de ida.

—Pero las hay. Además, un amigo mío tiene un pabellón de caza no lejos de aquí. Sería una excelente idea aceptar su hospitalidad esta noche.

—La diaconisa superiora nos espera.

—Pensará que nos hemos quedado en Rosenwald. Ya le apunté esa posibilidad.

Seguimos cabalgando unos quince minutos. El sol ya estaba muy bajo en el cielo y pronto se ocultaría del todo.

Nos encontrábamos en pleno corazón del bosque.

—Enseguida llegaremos al pabellón. Es un lugar precioso.

—Su amigo se sorprenderá al vernos. A lo mejor, tiene invitados.

—Estoy permanentemente invitado a utilizar este alojamiento siempre que lo desee. En realidad, él no vive allí porque, al fin y al cabo, no es más que un pabellón de caza.

—Podría estar cerrado.

—Siempre hay sirvientes disponibles.

Al llegar a un claro, vimos el pabellón. Era más grande de lo que yo imaginaba: en realidad, se trataba de un castillo en miniatura, incluso con sus torres y almenas. A poca distancia del mismo, había una casita hacia la cual nos dirigimos. Mientras nos acercábamos, apareció un hombre.

—Herr doktor! —exclamó al vernos.

—Hemos venido a pasar la noche, Hans —le dijo el doctor Adair—. Supongo que herr graf no estará aquí.

—No, herr doktor, el señor conde no está. Voy a abrir el pabellón.

—Sí, por favor, Hans. Venimos de muy lejos y estamos hambrientos y cansados.

—Sería mejor que nos fuéramos a una posada —dije—. No estando su amigo aquí…

—No, no… Si el conde supiera que vinimos y nos marchamos, se ofendería muchísimo. Además, puede que venga. Si ha salido de caza, podría pernoctar aquí. Las chimeneas están encendidas, las camas a punto y siempre hay comida.

—Es extraordinario…

—Es lo que suele hacerse en general —dijo Adair sonriendo—. Me parece que recela usted un poco.

—Es que, de repente, todo ha cambiado.

—¿En qué sentido? Dígamelo.

—Cuando nos fuimos a ver el hospital, todo me pareció normal y razonable.

—¿Y ahora ya no se lo parece?

Un joven salió de la casita para hacerse cargo de los caballos.

—Buenas tardes, Franz —le dijo Adair—. ¿Frieda está bien?

—Sí, herr doktor.

—¿Y el pequeño?

—También.

—Nos quedaremos a pasar la noche aquí. Tu padre nos abrirá el pabellón. ¿Tiene tu madre algo para cenar?

—Pues claro. Como ya sabe usted, siempre estamos preparados.

—Muy bien.

—Herr graf estuvo aquí hace un mes.

—Eso me dijeron. Agradezco mucho que tanto él como vosotros nos dispenséis esta cordial acogida.

—Herr graf se molestaría mucho si no utilizara usted el pabellón cuando pasa por aquí.

—Eso le he dicho a mi acompañante.

—Es un sitio precioso —dije.

—Y también muy cómodo, gracias a la buena familia Schwartz —contestó el doctor Adair—. Entremos. Creo que las chimeneas ya estarán encendidas —añadió, tomándome de un brazo mientras nos encaminábamos hacia el edificio.

—Bueno —dijo—, ¿está usted más tranquila? Ya ve que no allanamos la morada de nadie y que no quiero tenderle ninguna trampa. Esto es, efectivamente, el pabellón de caza del conde Von Spiegal y es cierto que ambos somos amigos y él se tomaría como un insulto que, estando aquí, nos fuéramos a una posada.

—Tiene suerte de contar con semejantes amigos.

—Es cierto.

Entramos a un espacioso vestíbulo. La chimenea ya estaba encendida.

—Las camas están listas. Sólo falta ponerles los calentadores.

—¿Es esa la famosa eficiencia alemana?

—Eficiencia sí es, desde luego. Y, puesto que estamos en Alemania, tal vez tenga usted razón.

Apareció una regordeta mujer de sonrosadas mejillas y cabello pajizo.

—Ah, aquí está Else —dijo el doctor Adair—. Else, te presento a la señorita Pleydell. Sé que has venido a atendernos.

—Tenemos sopa caliente y venado frío. ¿Le parece bien, herr doktor?

—Me parece justo lo que necesitamos.

—¿Y las habitaciones? ¿La de roble y la…?

Else vaciló, mirándonos en silencio. Me ruboricé ante aquella insinuación. Quería saber si tenía que preparar una habitación o dos.

—La habitación de roble y la contigua, por favor, Else —contestó el doctor Adair, consciente de mi turbación—. Es agradable estar aquí. Menos mal que me acordé de que nos encontrábamos cerca del pabellón. Es mucho mejor que pernoctar en una posada del camino. Siéntese, la comida aún tardará un ratito en llegar, creo.

—Una media hora, herr doktor —dijo Else.

—Estupendo. Entretanto, aprovecharemos para lavarnos un poco. ¿Nos podrían traer un poco de agua caliente?

—Frieda la traerá.

—¿Qué tal está Frieda?

Else puso los brazos en jarras y nos dirigió una pícara mirada.

—Esperando otro hijo —dijo el doctor Adair—. ¿Qué edad tiene el pequeño Fritz? Aún no ha cumplido los dos años, ya lo sé.

—Frieda está contenta.

—¿Todo va bien?

—Sí, herr doktor.

—Venga a sentarse junto al fuego —me dijo Adair.

—Veo que les conoce muy bien a todos.

—En efecto. He estado aquí muchas veces. El conde es un hombre muy hospitalario. La veo como inquieta —añadió, mirándome fijamente—. Déjeme que lo adivine. Piensa que va a quedarse a solas con un hombre de dudosa fama. ¿Acierto?

—¿Tengo que pensar eso? —pregunté rápidamente.

—Tal vez.

—No es usted el mismo que cuando salimos esta mañana —dije—. Se mostraba frío… casi reservado.

—Y ahora soy más cordial y un poco más afable, ¿verdad?

—Dígame por qué me ha traído aquí.

—Para que tenga cobijo esta noche. No hubiera sido muy cómodo dormir en el bosque, y algunas de las posadas de aquí dejan mucho que desear.

—¿Sabía que vendríamos aquí… cuando salimos esta mañana?

—Pensé en esa posibilidad. Será mejor que aclaremos la situación. Los criados se irán a su casa y nosotros nos quedaremos solos en el pabellón. ¿Qué le parece?

—No creo que la diaconisa superiora esperara semejante cosa.

—Pero eso no es asunto de su incumbencia, ¿no cree? Somos usted y yo quienes tenemos que decidirlo. ¿Qué opina al respecto? No hace falta que lo pregunte. Tiene usted un rostro muy expresivo. Recuerdo muy bien el odio y el desprecio que reflejaban sus ojos en ciertas ocasiones. Mire, usted y yo pasaremos la noche solos en este lugar. Es un sitio muy romántico. Un pabellón de caza en el corazón del bosque. Usted cree que yo no soy de fiar, que soy un monstruo en cuya compañía no debería estar jamás ninguna mujer respetable. Quizá tenga razón. Pero permítame tranquilizarla. Si lo desea, le diré a Hans y a los demás que hemos decidido marcharnos. Nos iremos a una posada o, si eso tampoco le parece correcto, reanudaremos el camino y regresaremos de noche a Kaiserwald. Usted ha de tomar la decisión.

—¿Cómo podríamos irnos ahora? Ya lo están preparando todo.

—Podríamos decirles que hemos cambiado de planes. Son unos buenos criados que nunca hacen preguntas sobre el comportamiento excéntrico de los que mandan.

Apareció Frieda con dos jarras de agua caliente. Adair conversó con ella unos momentos sobre sus hijos, el que tenía y el que esperaba. Yo le miré, pensando en lo encantador que podía ser cuando quería.

A continuación, subimos al piso de arriba.

—La habitación de roble es la mejor —me dijo Adair—, por consiguiente, se la ofrezco a usted.

Ciertamente era deliciosa; tenía una chimenea cuyas alegres llamas proyectaban sombras en toda la habitación. Las velas estaban encendidas y había una enorme cama de cuatro pilares con dosel y un aguamanil con su correspondiente palangana en una especie de gabinete aparte.

Me lavé con agua caliente y me arreglé el peinado.

Al poco rato, llamaron a la puerta.

—Pase —dije.

Entró Adair. Se había quitado la chaqueta y ahora llevaba una camisa blanca de seda con los botones superiores desabrochados.

—Ah —dijo—, ya está preparada. Debe de estar hambrienta. Creo que la cena ya está lista. Comeremos abajo. Los criados son muy discretos.

Abajo, en una sala de techo muy alto y con las paredes llenas de trofeos —armas de fuego y lanzas utilizadas probablemente a lo largo de los siglos—, habían puesto una mesa, y había una humeante sopera en el centro.

Había, asimismo, una botella de vino.

Else nos sirvió la sopa y escanció el vino.

—Es del conde, de sus propios viñedos —me explicó el doctor Adair—. Siempre exige que se les sirva lo mejor a sus invitados. Dice que sus cepas tienen una calidad especial.

Else comentó que, excepto la sopa, todo lo demás sería frío. Nos sirvió la carne de venado y el pan y también una tarta de manzana, y puesto que la cena era fría, nos dejó solos.

—Cuando terminen, déjenlo aquí. Yo lo quitaré todo después… para no molestarles —dijo.

—Es usted muy amable. Buenas noches, Else.

Yo le di también las buenas noches.

El sesgo de los acontecimientos me mareaba un poco. Adair lo había organizado todo de antemano. Yo lo sabía, pero no podía evitar alegrarme. Me sentía más animada que nunca. Era inútil que intentara ocultarlo. Quería estar con él. No quería ser juiciosa, tal como me aconsejaba Eliza. Deseaba vivir el presente y no pensar en el sentido común, en el futuro o en mi bienestar. Le quería a él y sanseacabó. Llevaba demasiado tiempo viviendo una existencia serena y aburrida. Quería vivir sin pensar en las consecuencias.

Adair retiró la silla para que yo me sentara, y después se sentó frente a mí.

—Por nosotros… y por esta noche —dijo, levantando la copa.

Bebí con él.

—Vamos a probar esta sopa. Estoy seguro de que es excelente. Else es muy buena cocinera. Tengo muchas cosas que decirle pero, primero, cenaremos.

—No sabe cuánto deseo saber qué tiene que decirme.

—La luz de las velas es muy sugestiva, ¿no cree? —preguntó Adair—. Qué silencioso está todo. De noche, se oyen a veces los rumores del bosque… los pájaros, los animales nocturnos… Es fascinante.

Estaba tan emocionada que apenas probé la sopa. Me preguntaba qué intenciones tendría Adair pero, en el fondo de mi corazón, las conocía muy bien. Adair se levantó y tomó mi plato.

—Está haciendo el papel de criado, lo cual es muy insólito en usted.

—Es que ésta es una noche insólita —me contestó él—. El venado procede de estos bosques. Estoy seguro de que le gustará.

—Gracias. ¿Se dedica usted a la caza cuando viene por aquí?

—Yo no soy cazador… de animales. Es una distracción que no me atrae demasiado. Usted ya conoce mis aficiones y, entre ellas, no figura la caza.

—Usted caza… información y conocimientos.

—Bueno, en mi calidad de médico, me interesan, como usted ya sabe, los métodos que se emplean en los distintos lugares del mundo. Ése es mi coto de caza.

—Lo sé.

—Hay muchos prejuicios en nuestra profesión. Y yo soy un hombre que no quiere seguir los caminos que otros me han trazado. Eso me ha traído muchas críticas… y no sólo de los miembros de mi profesión.

—Quiere decir que estos métodos heterodoxos no siempre son aprobados.

Adair asintió en silencio y volvió a llenarme la copa.

—El conde querrá saber que hemos apreciado su vino. Se molestaría si no le hiciéramos el honor que se merece.

—Yo no bebo mucho.

—Ni yo. El vino amodorra los sentidos y yo no quiero que eso ocurra. Quiero saborear todos los instantes de esta noche.

—¿Qué iba a decirme?

—Algo que usted seguramente ya sabe. Acabo de descubrir una cosa.

—¿Ah, sí? ¿De qué se trata?

—De que mi vida es muy aburrida sin usted —contestó Adair, mirándome fijamente.

Le miré sin decir nada.

—No la veo muy sorprendida —añadió—. Y es porque ya lo sabía.

—Usted me ha mostrado aquel hospital y me ha insinuado que yo podría dirigirlo —contesté, sacudiendo la cabeza—. Yo creía que ésa era la razón de su interés.

—Ésa no es ciertamente mi intención.

—Pero usted se ha comportado como si…

—Preparaba el escenario. Quería traerla hasta aquí, en el mismo corazón del bosque, donde pudiéramos estar solos… completamente solos.

Me levanté y entonces él se me acercó y me rodeó con los brazos.

—Tiene que conocer la dicha que podemos sentir juntos.

A continuación, me abrazó y me besó, no una, sino varias veces. Estaba completamente aturdida. «No me importa —pensé—. Aunque sólo sea por esta noche, quiero estar aquí. Quiero estar con él… Y, si después no vuelvo a verle, habré pasado esta noche con él».

Cuando me soltó, le oí reírse muy quedo. Era una risa triunfal.

—Ya ves lo que son las cosas —me dijo. Yo le miré perpleja—. Estamos hechos el uno para el otro —añadió—. Tú querías odiarme. Sin embargo, no podías hacerlo… a menos que me quisieras.

—No lo sé. Estoy desconcertada —dije.

—Pero, en tu fuero interno, lo sabes. Me encanta el color rojizo de tu cabello a la luz de las velas; los ojos se te ponen más verdes cuando eres feliz. En estos momentos, son de un verde profundo.

—Por favor —dije—, vamos a sentarnos.

—¿Para terminar de cenar? Excelente idea. Tenemos tarta de manzana. No podemos ofender a Else.

Me sentía más tranquila. Sentado frente a mí, Adair me miraba con sus profundos y brillantes ojos oscuros. Recordé cómo había hipnotizado a William y experimenté el deseo de perderme en aquellos ojos. Una voz interior me decía que tuviera cuidado, porque él era un experto seductor y habría conocido muchas ocasiones como aquélla en el transcurso de su vida. Así debía de tratar a todas las mujeres con las que deseaba pasar un rato divertido. Pero yo no quería escuchar aquella voz. Llevaba demasiado tiempo sola.

No quería pensar en lo que sucedería más adelante. Yo misma me sorprendía de mi actitud. Aquél era mi enemigo, el hombre a quien había jurado destruir, y ahora allí estaba, convertida voluntariamente en su víctima.

Él debía de adivinar mis pensamientos y sabía que podría vencer cualquier resistencia que yo le opusiera.

—Tenías muchos prejuicios con respecto a mí antes de conocerme —dijo Adair—. Y yo sé por qué. —Por un instante, me alarmé—. Leíste mis libros y te parecí excesivamente audaz, ¿no es cierto? ¿Qué podía pensar una señorita bien educada de un hombre que había vivido como los nativos en una tienda y que vivió durante cierto tiempo como los árabes, los indios, los turcos…?

—Habrás vivido muchas emociones.

—La vida tiene que ser emocionante, ¿no crees? —Por desgracia, no lo es para todo el mundo.

—En ese caso, la gente tiene que averiguar el por qué y poner remedio a ello.

—Creo que eso a ti se te debe de dar muy bien.

—Y a ti también, seguramente. Tú tienes tus secretos. Oh, no te alarmes. No intentaré arrancártelos. Te has metido en la cabeza que la vida no es para gozarla. Y mi misión, mejor dicho, mi deber, es demostrarte que estás equivocada.

—¿Y cómo piensas hacerlo?

—Enseñándote lo agradable que puede ser.

—¿Lo crees posible?

Adair asintió sonriendo.

—Cuando comprendí lo mucho que te quería, puse manos a la obra.

—A lo mejor no soy la sencilla criatura que tú crees. A mí no me engañan los halagos y las dulces palabras.

—Lo sé muy bien, pero yo no pienso en las palabras, sino en los hechos.

Apartando a un lado la servilleta, Adair se levantó y extendió las manos para tomar las mías y atraerme hacia sí.

—Mi querido ruiseñor —dijo—, esto era inevitable.

Traté de hablar, pero el corazón me latía con tanta fuerza que no pude hacerlo. Cuando él me estrechó en sus brazos, me quedé inmóvil.

—Todavía es muy temprano —dijo—. La habitación de roble tiene un balcón. Vamos a contemplar el bosque desde allí.

—Y todo esto… —dije yo, señalando la mesa.

—Vendrán más tarde para quitarlo cuando nos hayamos retirado. ¿No te parece que éste es el más romántico de los lugares? Qué distinto de aquel cuartito del Hospital General de Escútari, en el que tantas veces nos peleamos. ¿Te acuerdas?

—Me acuerdo —contesté.

Rodeándome con un brazo, Adair me acompañó a la habitación de roble, donde los troncos encendidos de la chimenea iluminaban con su parpadeante luz las paredes revestidas de madera. Salimos al balcón y contemplamos un instante el espeso bosque. El aroma de los pinos era embriagador. Una oscura forma pasó volando; después se oyó el ulular de un búho.

—Los murciélagos vuelan bajo esta noche —dijo Adair, y me besó—. Cuánto tiempo llevo deseándolo —añadió—. Y qué feliz soy esta noche.

—Me siento tan sorprendida, tan…

—Feliz —dijo él, terminando la frase—. Di la verdad, ruiseñor. Tú no quieres separarte de mí.

—Estoy sola aquí —dije.

—Pero viniste por tu propia voluntad. Aunque te necesito mucho, jamás te hubiera obligado a hacerlo. Si no quieres tenerme a tu lado, puedes decirme que me vaya.

Le acaricié el rostro con una mano y él me la tomó y me la besó.

—No me comprendo a mí misma —dije.

—Yo sí te comprendo, cariño —contestó Damien Adair—. Has estado sola, luchando con tu tristeza, odiando en lugar de amar, sin querer percatarte de cuán agradable puede ser la vida. Y esta noche, porque estoy aquí contigo, porque estamos en el corazón del bosque, porque hay magia en el aire, te olvidarás de todas las barreras que has levantado a tu alrededor, dejarás de sufrir y vivirás de verdad.

Una especie de flojera se apoderó de mí. No quería oponer resistencia. Quería abrirle los brazos a Adair. Al día siguiente, me enfrentaría con su locura, pero aquella noche deseaba ceder. Dejé que me acompañara a la cama y nos sentamos el uno al lado del otro.

—Por fin —dijo Adair, besándome—. Olvidémonos de todo menos de que estamos aquí juntos y de que yo significo para ti lo mismo que tú para mí. Cuando eso ocurre, el resultado no puede ser más que uno.

Cuando me volví a mirarle, Adair me besó en la garganta y en los labios y yo experimenté una dicha que jamás hubiera creído posible.

*****

Amanecía ya. Me desperté y permanecí tendida, pensando en lo que había ocurrido. Jamás había experimentado tanta pasión y tanta dicha. Pensé en Aubrey y en los primeros días de nuestro matrimonio. Había sido un amante muy tierno y nuestras relaciones parecían idílicas. Pero, luego, vino el despertar de Venecia y la lenta comprensión de que lo que verdaderamente me interesaba no era Aubrey, sino estar enamorada y ser admirada y adorada… El amor y el placer.

Sin embargo, lo de aquella noche había sido una emocionante aventura con un hombre que me atraía irresistiblemente y que, a pesar de todo, seguía siendo un misterio para mí.

Estaba completamente extasiada y sólo podía pensar en él. Lo que había sentido por Aubrey era algo muy distinto. Era como comparar la pálida luz de la luna con los rayos del sol.

Volví a notar la misma flojera de antes. Había sucumbido voluntariamente, mejor dicho, mi ansia había sido tan grande como la de Adair. Descubrí en mí a una nueva persona, una mujer sensual y exigente cuya existencia desconocía. Fue Adair quien despertó aquella faceta de mi carácter.

Me temblaban las manos y, de repente, sentí que él me tomaba una de ellas entre las suyas.

—¿Ya despiertas, ruiseñor? —me preguntó.

—Sí. Pronto llegará la mañana.

—Y entonces tendremos que irnos de aquí. ¿No te arrepientes de nada… Susanna?

—No —contesté—. De nada en absoluto. —Me sobresalté súbitamente al darme cuenta de que Damien había utilizado mi verdadero nombre. Me acababa de llamar Susanna, y yo siempre había sido para él un ruiseñor o la señorita Pleydell.

—¿Por qué me has llamado así? —le pregunté.

—¿Y por qué no? Es tu nombre. Susanna St. Clare, un nombre encantador. Tú jamás fuiste Anna. Susanna es otra cosa. Tú eres Susanna.

—Sabías que yo…

—El secreto celosamente guardado del ruiseñor —contestó él—. Jamás fue un secreto para mí.

—¿Y por qué no me lo dijiste?

—¿Acaso hubiera sido correcto que yo mencionara algo que tanto te empeñabas tú en ocultar?

—¿Cuándo lo descubriste?

—Desde el principio. Te vi en Venecia.

—Y yo a ti también. Aquella noche en que acompañaste a Aubrey a casa.

—O sea que tú sabías quién le había acompañado. El perverso doctor Damien que, en tu opinión, le había arrastrado a la locura.

—Sí, estaba absolutamente convencida de ello.

—Lo sé.

—Y tú dijiste que yo era una esposa frívola e insustancial, que fue una lástima que Aubrey se casara conmigo y que yo hubiera podido salvarle.

—Bueno, ¿y acaso eso no es cierto?

—Pero ¿cómo? Fue algo horrible. Y aquella cueva…

—Aubrey era muy absurdo y melodramático. Cuando se enteró de lo que hacía Francis Dashwood en Medmenham, quiso hacer lo mismo. En realidad, era un chiquillo.

—Tú fomentaste su afición a la droga.

—¡Eso no es cierto! —protestó Damien con vehemencia—. Me interesaba conocer los efectos que causaba por su valor científico. Necesitaba estudiarlos.

—Y los estudiabas a través de personas como él. Les permitías tomar drogas para observar qué efecto tenían en ellos.

—De ninguna manera. Las drogas las probaba yo mismo. Ellos tomaban las suyas.

—Hubieras podido adquirir el hábito.

—Ni hablar de eso. Yo sabía lo que hacía.

—Estuviste allí… en aquella cueva.

—Sí, y fue una revelación asombrosa para mí.

—Estabas en la India cuando empezó todo.

—Allí se había formado un grupito. No recuerdo los nombres de las personas. Una estúpida mujer que se aburría y organizó un pequeño club. Estuve con ellos algunas veces. Tenía que aprender.

—¿Por qué no intentaste salvar a Aubrey?

—Estaba preocupado por él y quise hacerlo. Su hermano era un gran amigo mío. Pensé que podría apartarle de aquel hábito pero, cuando empezó a organizar las orgías en la cueva, comprendí que era un caso perdido, sobre todo al marcharte tú. A partir de aquel instante, rodó cuesta abajo.

—Y aquella noche… —dije yo con voz entrecortada por la emoción—, cuando murió mi hijito… tú estabas allí. Le administraste una de tus drogas. Hiciste un experimento con él… y murió.

—Eso tampoco es cierto. Te dije que ya había muerto cuando entré a verle. Es cierto que estaba allí, en la cueva, observando los peligrosos juegos de aquella gente sometida a los efectos de la droga. Aprendí mucho por este medio. Al volver a la casa, una de las criadas estaba histérica. La vieja niñera se había emborrachado como una cuba. Cuando subí a verle, el niño ya había muerto. Murió de una congestión pulmonar.

—Si te hubieran avisado antes…

—¿Quién sabe? Tal vez…

—Si yo no me hubiera ido…

—Ah, si tú no te hubieras ido…

—No sé a qué conclusión quieres llegar. Mi padre se estaba muriendo. Tenía que ir a verle. Mi hijo se encontraba bien cuando me marché.

—Perdona —dijo Damien—. Sé lo mucho que has sufrido.

Sentí que las lágrimas resbalaban por mis mejillas. Recordé nuevamente aquellos días… el terrible instante en que entré en la casa y me encontré muerto a mi hijito.

Damien me tomó un mechón de cabello y lo enrolló alrededor de un dedo.

—Todo eso ya pasó —me dijo con dulzura—. Tienes un futuro por delante. Tienes que dejar de llorar. Tienes que volver a vivir. —Al ver que yo no contestaba, añadió—: Susanna St. Clare. Es un nombre muy hermoso. Tiene simetría. Pero creo que Susanna Adair sería mejor.

—¿Me estás sugiriendo… que me case contigo? —pregunté con voz vacilante.

—No sé de qué otra manera podrías llevar mi apellido. ¿No te parece bonito?

Le miré con arrobo mientras él me rodeaba amorosamente con los brazos.

—Tienes que decirme que estás de acuerdo conmigo —añadió Damien—, porque, tal como ya te he dicho, la vida me resulta muy aburrida sin ti. Y si algo no soporto es el aburrimiento. Por favor, cásate conmigo enseguida, mi pequeño ruiseñor.

—Tienes mucha prisa.

—Nunca la tengo. Lo que ocurre es que llevo mucho tiempo pensándolo.

—Pues nadie lo hubiera dicho.

—Tenía que derribar la muralla defensiva que tú habías levantado contra mí.

—Pues ya lo has conseguido.

—¿De veras? Creo que todavía me consideras un ogro o algo por el estilo.

—Aunque fuera cierto… no me importaría —dije, soltando una carcajada.

—Así me gusta. Que me aceptes con todos mis pecados. Me temo que son muchos. Buena parte de tus acusaciones son ciertas, ¿sabes?

—Conozco tu vida errante, tus conquistas… tus incursiones por lugares no frecuentados por los caballeros ingleses.

—Cierto, pero gracias precisamente a estas incursiones, puedo ahora comprender el valor del verdadero amor.

—Tú sacas provecho de todo.

Así es como vivo, Susanna. Voy a mostrarte cómo se hace. ¿Vendrás conmigo a esos lejanos rincones del mundo?

—Sí —contesté.

—¿En cuanto yo te lo pida? Yo improviso siempre las cosas.

—Si nos casamos… —dije.

—Cuando nos casemos —me corrigió él.

—Podríamos tener hijos.

—Cabe esa posibilidad.

—Si tengo otro hijo, nunca le dejaré al cuidado de ninguna niñera. Jamás. Por fuerte que sea la tentación.

—¿Y bien?

—Tú querrías seguir viajando por el mundo… entregarte a tus locas aventuras. Y entonces, ¿qué?

—Si tuviéramos un hijo —contestó—, la situación cambiaría para los dos. De eso no me cabe la menor duda. Sin embargo, puede que te deje alguna vez para buscar algún ambiente distinto. En tal caso, te prometo que mis ausencias serán muy breves.

—No te imagino ejerciendo tu carrera como…

—Como un médico normal. Mi querida Susanna, yo soy un hombre polifacético. Cuando llegue el momento de abandonar mi vida de aventuras, sentaré la cabeza y viviré tranquilamente con mi familia. Entonces buscaré otro medio de aumentar mis conocimientos sobre la medicina y sobre la vida. Creo que seré un padre ideal.

Cerré los ojos y pensé: «La felicidad perfecta es despertar una mañana en un pabellón de caza situado en el corazón del bosque en compañía del hombre a quien amo».

*****

El bosque era una maravilla a primera hora de la mañana.

Nos levantamos al amanecer y nos pusimos en camino. Todo parecía perfecto: el sol matutino penetrando a través del follaje; los trinos de los pájaros; la suave brisa que agitaba las ramas de los abetos y la inolvidable fragancia que se aspiraba en el aire.

Jamás pensé que pudiera existir semejante dicha.

—Tendremos que marcharnos en el transcurso de los próximos días —me dijo Damien—. Una vez en Inglaterra, nos casaremos en cuanto podamos. No veo ninguna razón para aplazar la boda, ¿no crees?

—No —contesté.

Damien me miró sonriendo. Durante mucho tiempo, había tratado de calmar mi dolor a través del afán de venganza, pero el amor era mucho más dulce.

«La vida será maravillosa —pensé—. Al lado de Damien, nada será vulgar. Le seguiré en todas sus aventuras y tendré un hijo que llenará mi existencia. Claro que nunca olvidaré a Julian. ¿Cómo podría una madre olvidarse del hijo de sus entrañas? Pero veré a Julian en mi hijo y este hijo será también el de Damien. Seré feliz por siempre jamás. Le agradecí a Dios que me hubiera sacado de mi desdicha para llevarme a la perfecta felicidad y pensé que el presente no hubiera sido tan maravilloso sin los sufrimientos del pasado».

En este estado de ánimo regresé a Kaiserwald.

La diaconisa superiora nos dio la bienvenida y yo adiviné por su cara que recelaba un poco de nuestra ausencia nocturna.

—Nos entusiasmamos tanto en Rosenwald que se nos hizo tarde —le explicó Damien—. Ya que estábamos allí, queríamos verlo todo. De todos modos, pasamos la noche en el pabellón del conde Von Spiegal.

—¿Cómo está el conde? —preguntó la superiora, lanzando un suspiro de alivio.

—Ah, pues muy bien.

Con eso se dio por satisfecha.

Eliza fue más dura de pelar. Me di cuenta enseguida de que estaba trastornada. Me pareció mejor comunicarle la noticia inmediatamente.

—Me voy a casar con el doctor Adair —le dije.

—¡Oh! —exclamó—. Qué decisión tan apresurada. Te veo distinta.

Al ver que yo asentía en silencio, cambió rápidamente de tema y me preguntó por Rosenwald. Le hablé con entusiasmo de las posibilidades que ofrecía aquel lugar.

—De momento, tienen unas enfermeras que no son profesionales. Sería un gran reto para alguien que lo quisiera convertir en otro Kaiserwald.

—Pensé que de eso te ibas a encargar tú.

—Yo también lo pensé al principio. Creí que él me quería mostrar aquel sitio justamente por eso.

—Pero él lo hizo con otra intención. No lo pensaste demasiado, ¿verdad?

—No tuve que pensar nada, Eliza. Lo supe sin más. A veces, ocurren estas cosas.

—Creo que cometes un error. Si te casas con él, te arrepentirás enseguida.

—Pues yo creo, por el contrario, que me alegraré —dije.

—Estás muy enamorada, ¿verdad?

—Si, Eliza, muchísimo.

—El doctor Adair es uno de esos hombres a los que basta con levantar un dedo para que una se arroje en sus brazos.

—Mi querida Eliza, hay muchas cosas que no sabemos los unos de los otros. Eso es lo que yo más quiero para mí. Soy más feliz que nunca. He olvidado toda mi amargura. Él me hace sentir viva.

—Pero ¿cuánto durará?

—Toda nuestra vida, Eliza. Yo me encargaré de que así sea.

—Cuéntame algo más acerca de Rosenwald —me pidió Eliza.

No permitiría que las insinuaciones de mi amiga me deprimieran. Quería ser feliz. Damien le comunicó a la diaconisa superiora que nos iríamos muy pronto porque pensábamos casarnos enseguida.

El primer pensamiento de la superiora fue para Rosenwald.

—Yo pensé que tal vez la señorita Pleydell… Hubiera sido un reto para ella.

—En efecto —contestó Damien sonriendo—, pero el reto que ahora asume es todavía mayor.

Eliza me acompañó cuando fui a devolverle el traje de montar a fräulein Kleber. En cuanto nos acercamos a la casa, oímos el rumor de los disparos. Por lo visto, seguía con sus prácticas de tiro. Rodeé el granero por la parte de atrás y vi a varias personas reunidas.

—Oh, está usted aquí, señorita Pleydell —dijo fräulein Kleber—. Ha venido a devolverme el traje. ¿Le ha sido útil?

—Me fue muy bien. ¿Cómo podré agradecérselo?

—Deseándome suerte en la Schützenfest.

—Se la deseo con todo mi corazón.

—Todos éstos son vecinos míos que participarán en la Fest. Yo les presto las armas.

—Me parece que es usted una benefactora, porque presta sus cosas a todo el mundo.

—Es tonto que les preste las armas a mis rivales.

—Estoy segura de que usted les superará a todos.

—Si no lo consigo, no será por falta de práctica. No sabe cuánta gente viene a practicar conmigo. Bueno, puesto que tengo las armas de mi padre, más vale que sirvan para algo. Entre a beber un vaso de vino.

Le di las gracias y dije que no quería interrumpir sus prácticas; además, teníamos que regresar a Kaiserwald enseguida. Faltaban dos días para nuestra partida.

—Me alegro de haberla podido ayudar.

—Muchas gracias. Le deseo que no falle ningún disparo.

—Qué mujer tan simpática —le dije a Eliza al salir.

*****

En mis pensamientos yo le llamaba el doctor Damien, el doctor Demonio. Se lo dije y él me contestó:

—Bueno, pues ahora seré Damien, el marido ideal.

—Ya veremos si te haces acreedor a este título. Ahora me limitaré a llamarte Damien, sin más.

—Me gusta tu manera de decirlo. Me haces sentir un dios.

Adair se quejaba de que no pudiéramos estar solos en el hospital porque siempre venía alguien a interrumpirnos.

—Esta amiga tuya, la Gran Eliza, se pega como una lapa. Escupe fuego por la boca cada vez que me ve.

—Confundes las metáforas. Son los dragones los que escupen fuego, no las lapas.

—Es una mujer muy eficiente y puede convertirse en un dragón en un abrir y cerrar de ojos. Vamos a dar un paseo por el bosque. Allí podremos trazar planes. ¿Te das cuenta de que todavía tenemos que resolver muchas cosas?

—Sí, desde luego. Iremos por separado, de lo contrario, Eliza nos seguirá. Me reuniré contigo en el claro dentro de unos diez minutos.

Le dije que me parecía muy bien.

Jamás olvidaré aquella tarde. Había vivido situaciones dramáticas, pero jamás me había visto arrojada desde las cumbres del éxtasis al abismo de la desesperación.

Salí muy contenta del hospital. Nunca creí que las cosas pudieran cambiar con tanta rapidez.

Llegué al claro. Damien ya se encontraba allí. Al verme, corrió a mi encuentro. En aquel instante, sonó un disparo y vi que Damien se quedaba inmóvil y después se desplomaba lentamente al suelo.

Corrí a su lado. Había sangre por todas partes.

Al verle tendido sobre la hierba, murmuré horrorizada:

—Damien… muerto… Damien…

Me arrodillé a su lado.

Tenía los ojos cerrados y estaba completamente inmóvil.

Había que hacer algo de inmediato. Pensé que la bala le había penetrado por la espalda. Necesitábamos a un médico sin demora.

Regresé corriendo al hospital. Afortunadamente, el doctor Kratz y el doctor Bruckner estaban allí y actuaron con gran celeridad y eficiencia. Sacaron una camilla y trasladaron a Damien al hospital. Fue una suerte que pudieran atenderle tan deprisa.

Pensé que debía de estar muy grave porque permanecieron con él durante mucho rato.

—Dios mío, no le dejes morir —recé—. Ahora, no. Acabamos de encontrarnos. No podría resistirlo. Haré cualquier cosa, pero no dejes que se muera.

Era la plegaria incoherente de una mujer asustada que acababa de ser lanzada desde el cenit de la felicidad al nadir de la desgracia.

Esperé la salida de los médicos. Me respetaban bastante y yo sabía que me dirían la verdad.

—Hemos extraído la bala —me dijeron.

—¿Se recuperará? —Los médicos guardaron silencio—. Les ruego que me lo digan.

—Lo ignoramos. La bala le ha alcanzado la columna. Todavía es muy pronto para decir algo.

—Yo le cuidaré —dije.

—Sí, por supuesto.

—¿Puedo verle?

—Está inconsciente.

—Me sentaré a su lado.

Ambos se miraron y asintieron.

Entré y me senté al lado de la cama. ¡Qué distinto parecía! Estaba muy pálido, mantenía los ojos cerrados y tenía las facciones más afiladas. Era un hombre rebosante de vida, y ahora parecía que estuviera muerto.

La diaconisa superiora entró en la habitación y apoyó una mano sobre mi hombro.

—Será mejor que le deje —me aconsejó—. Tiene que descansar y usted necesita cuidados, hija mía. Rezaremos para que se recupere —añadió al ver la angustia que se reflejaba en mis ojos—. Es un hombre muy fuerte. Siempre se sale con la suya y, ahora que ustedes han forjado estos planes, sentirá más deseos que nunca de vivir.

La superiora me acompañó a mi habitación y me obligó a tenderme en la cama.

Cuando entró Eliza, le dijo:

—Cuide a la señorita Pleydell. La necesita.

Eliza asintió.

*****

¡Qué largos me parecieron los días! ¡Qué largas las noches! No podía dormir y Eliza tampoco.

—Tal vez todo sea para bien —dijo ésta.

—Eliza, si él se muere, nunca más volveré a ser feliz —le contesté—. He sido tan desgraciada y he meditado tanto sobre la crueldad de la vida que ahora me doy cuenta de que exageraba la magnitud de mis problemas. Todo eso ya lo he superado. Él me hizo comprender lo insensata que fui. Con Damien, hubiera podido volver a ser yo misma. Si no se recupera, perderé esta oportunidad. Cuando me pidió que nos casáramos, sentí una inmensa alegría. Quiero estar a su lado constantemente. ¿Lo entiendes, Eliza?

—Creo que ya empiezo a comprenderlo.

—Tiene que reponerse. Tú y yo le cuidaremos hasta que recupere la salud. ¿Me querrás ayudar, Eliza?

—Sí, por supuesto que te ayudaré.

—Gracias.

—Yo pensé que podrías ser feliz en aquella casa con el doctor Fenwick —dijo Eliza—, pero ahora veo que es eso lo que tú necesitas… a pesar de todo.

—Me alegro de que lo comprendas, Eliza.

A la mañana siguiente, hablé con los médicos. Las noticias eran consoladoras.

—Creemos que tiene muchas posibilidades de recuperarse.

Exhalé un suspiro de alivio; pero entonces vi que los médicos intercambiaban una mirada.

—¿Qué ocurre? —les pregunté.

—No sabemos cómo quedará… en caso de que se recupere.

—Comprendo.

—Sí, señorita Pleydell. Lo único que podemos hacer ahora es esperar.

Mi preocupación por Damien me hizo olvidar el misterio que intrigaba a todo el mundo.

¿Quién había disparado con la evidente intención de matarle? Estaba solo en el claro. Alguien debió de disparar contra él desde el escondrijo de los árboles.

Había mucha actividad en la zona a causa de la inminente celebración de la Schützenfest y se oían constantemente disparos de armas de fuego… La gente practicaba el tiro al blanco por doquier. ¿Y si el doctor Adair hubiera sido alcanzado sin querer por alguien no demasiado ducho en el manejo de las armas de fuego?

Examinaron la bala, pero ésta era de tipo corriente y no se pudo averiguar nada. ¿Quién podía querer matar al doctor Adair? Él no vivía allí y ni siquiera era un médico residente, sino tan sólo visitante.

El blanco de fräulein Kleber no estaba muy lejos. ¿Y si le hubiera disparado alguien que erró el tiro? Parecía la explicación más probable.

Las investigaciones proseguían, pero nadie daba con la clave del misterio. No parecía que nadie hubiera pretendido asesinar al doctor Adair. Transcurrió una semana durante la cual pasé sucesivamente de la esperanza a la desesperación. Damien seguía luchando y el doctor Kratz dijo que se aferraba a la vida con asombrosa tenacidad. Mi presencia a su lado le consolaba muchísimo. Cuando yo no estaba con él, Eliza tomaba el relevo, cuidándole y protegiéndole en todo momento. Ella que tanto le había odiado, ansiaba ahora su recuperación.

Al principio, temimos que quedara paralítico. Traté de imaginarme cómo sería su vida de confinamiento en la cama. Juré cuidarle y entregarme a él en cuerpo y alma.

Pero su fuerza de voluntad obró el milagro. Al cabo de una semana, ya podía mover las piernas y, al cabo de tres, empezó a caminar con la ayuda de un bastón.

Entretanto, proseguían las investigaciones. Nadie reconocía ser el autor del disparo. ¿Sería posible que alguien lo hubiera hecho sin darse cuenta?

Yo salía alguna vez a pasear por el bosque. Eliza y la diaconisa superiora insistían en que lo hiciera por mi bien y, aunque yo hubiera deseado no separarme ni un minuto de Adair, comprendía que tenían razón.

Mis paseos me llevaban invariablemente al claro. Un día, mis pensamientos volvieron a Gerda y a lo que le había sucedido. La niña dijo que se tropezó con el demonio en el bosque, el cual la sedujo y le hizo tomar un brebaje para que se librara del hijo que esperaba.

Recordé la conversación que había mantenido con su abuela. No había visto a frau Leiben desde mi regreso a Kaiserwald. La puerta de la casita estaba cerrada. Empecé a dudar. Al principio, pensé que el demonio del bosque era Damien. ¿Y si fuera cierto? ¿Y si frau Leiben lo supiera y hubiera disparado contra él para vengarse?

No. El hombre a quien yo conocía jamás se hubiera aprovechado de una niña inocente. Sin embargo, no podía estar segura de ello y, curiosamente, aunque fuera verdad, mi actitud con respecto a él no hubiera cambiado.

La idea acudía a mi mente cada vez que iba al bosque.

Pensé en frau Leiben, completamente entregada a una nieta que no era como las demás niñas, sino que soñaba despierta cuando sacaba a sus gansos a pasear por los campos.

¡Cómo debía de odiar frau Leiben al hombre que había seducido a su nieta! Me la imaginaba jurando vengarse. ¿Acaso no juré yo vengarme del hombre que consideraba culpable de la muerte de mi hijo? Si, comprendía muy bien cuáles habían de ser los sentimientos de frau Leiben.

La casita estaba precisamente en el claro. La anciana hubiera podido dispararle fácilmente desde una ventana. Un día, al pasar, vi la puerta abierta.

—Frau Leiben —llamé, acercándome.

Ésta apareció en la puerta, me miró un instante y me reconoció.

—Pero, bueno… si es fräulein Pleydell. Conque ha vuelto, ¿eh?

—Llevo aquí muy poco tiempo. Aún no la había visto.

—Estuve fuera. Acabo de regresar. Hubo aquí un accidente… durante mi ausencia.

—Sí, dispararon contra el doctor Adair.

—¿Quién lo hizo?

—Es un misterio —contesté, mirándola fijamente—. Alguien que debía de tener un arma y…

—En esta época del año, se oyen siempre muchos disparos por aquí, pero nunca se habían producido accidentes.

—Es un poco raro que le alcanzara una bala perdida.

—Cuando me lo dijeron, no podía creerlo —contestó frau Leiben.

En caso de que fuera la culpable, lo disimulaba muy bien.

—¿Cuánto tiempo llevaba ausente, frau Leiben?

—Un mes… puede que algo más. Acabo de volver.

Me la imaginé volviendo a su casita. ¿Tendría escondida un arma de fuego? Casi todos los lugareños la tenían porque eran muy aficionados a la caza de palomas. En la zona, abundaban los zorros, que había que eliminar porque causaban estragos en los gallineros. Me la imaginaba mirando desde la ventana y disparando contra Damien en un arrebato de furia. Hubiera sido muy fácil hacerlo. Después hubiera podido esconderse temporalmente. Tenía una coartada perfecta.

—Es algo espantoso —dijo—. Tengo entendido que el doctor Adair ya está en vías de recuperación.

—Pues sí.

—¿Sospecha él quién…?

Sacudí la cabeza en silencio.

—Entre un momento, por favor.

Lo primero que vi al penetrar en la casita fue a un niño en una cuna.

—Le he traído conmigo —dijo frau Leiben con ternura—. ¿No le parece un ángel?

—¿De quién es? —pregunté, acercándome.

—De Gerda.

—¡De Gerda! ¿Dónde está ahora?

—Viaja con su marido. No paran mucho en ningún sitio. Tienen una casita preciosa a unos sesenta kilómetros de aquí. De allí vengo. Llevan una vida un poco errante.

—O sea que se casó.

—Pues, sí. Jamás pensé que pudiera ocurrir.

—¿Y su marido…?

—Puede que le recuerde. Es Klaus, el buhonero. Siempre le tuvo mucho aprecio a Gerda y ella a él. Gerda se adapta muy bien a la manera de ser de su marido. No hace preguntas y los dos son personas que se salen un poco de lo corriente. Mi nieta parece ahora más juiciosa y él es más tierno y delicado. La cuida, es inteligente y se gana bien la vida. Gerda le acompaña a todas partes y es muy feliz con él. Tiene a alguien que cuide de ella. Como usted sabe, sus padres se fueron. No la querían y eso dejó una huella muy profunda en ella. En el colegio, no podía estudiar como los demás niños porque se pasaba la vida soñando. Y después ocurrió aquel tremendo percance. De solo recordarlo, se me pone la carne de gallina. Mi pequeña Gerda, embarazada.

—¿Lo sabe Klaus?

—Por supuesto. El hijo era suyo y él jamás lo negó.

Lancé un suspiro de alivio. Estaba segura de que la solución la iba a encontrar allí… pero tenía miedo.

—Sin embargo, ella me dijo un día que se había encontrado con el demonio en el bosque y yo pensé que debía de ser algún desconocido.

—No fue así. Ella sabía muy bien que no hubiera debido hacer lo que hizo. Yo siempre se lo advertía, pero supongo que no supe educarla. Le dije que era pecado y que el demonio tentaba a las niñas y ella pensó que era el demonio que la tentaba en Klaus. No sabe usted los líos que se arma Gerda. Llegó a pensar que el demonio se manifestaba a través de Klaus.

—Ya… Pero trató de librarse del hijo.

—Eso también fue obra de Klaus. En aquel instante, no le apetecía casarse y sentar la cabeza. ¿Qué hubiera podido hacer con un hijo? Entonces le dio a Gerda aquella sustancia para que se la tomase dentro de los primeros dos meses… si quedaba embarazada. ¡Pobre Gerda, como si ella supiera de estas cosas! El caso es que tardó demasiado y por poco se muere de no ser por ustedes que la salvaron, en Kaiserwald. Klaus dijo que la sustancia que le dio le hubiera hecho efecto de no haberse demorado tanto en tomarla. Solía venderla a muchas chicas, que la usaban sin ningún temor. Disculpe —dijo frau Leiben al oír el llanto del niño. Lo tomó en brazos y me lo mostró—. Es muy listo y se parece a Klaus. Y eso es un Klaus en miniatura.

—Usted se alegra de tenerlo en casa.

—Me hace recordar los viejos tiempos, cuando me dejaron a Gerda —contestó frau Leiben sonriendo—. Vuelvo a sentirme joven y mi vida tiene un objetivo. Este pequeñajo es más listo que el hambre. No se parece a mi pobre Gerda. Incluso a esta edad, ya se veía que no era como los demás niños. Él, en cambio, ha salido a su padre.

—Me alegro de que Gerda sea feliz y de que le vayan bien las cosas.

—Nunca la vi tan dichosa. Le encanta esta vida errante, y Klaus la cuida muy bien. A veces, vienen por aquí. ¿Cuánto tiempo se quedará usted con nosotros?

—Pues todavía no lo sé.

—Bueno, espero que no se vaya muy pronto. Nunca olvidaré lo que hicieron las buenas gentes de Kaiserwald por Gerda.

Le dije que debía irme y atravesé el bosque con aire meditabundo.

Me avergonzaba de haber culpado a Damien de lo que le había ocurrido a Gerda. Me había inventado deliberadamente la historia para suavizar el dolor de mis heridas. El odio había sido para mí como un bálsamo calmante. ¿Cómo podría compensarle de lo que hice?

El estado de Damien mejoraba de día en día. Ya daba pequeños paseos por la orilla del lago y allí nos sentábamos a hablar de nuestro futuro.

Mi felicidad era inmensa.

—Podía haberme quedado inválido —me dijo Damien un día.

—Lo sé, pero yo estaba dispuesta a pasarme la vida cuidándote.

—Eso no hubiera sido apropiado para una mujer tan fuerte como tú.

—Pensaba hacerlo de todos modos.

—Creo que hubieras sido una buena enfermera.

—Desde luego… Y de mil amores.

—Te hubieras cansado… con el tiempo.

Sacudí la cabeza enérgicamente.

—Yo quería ir a Egipto en cuanto nos casáramos. Es un país fascinante. Te hubiera encantado.

—Nos iremos a mi casa de Londres y nos quedaremos allí hasta que te recuperes del todo y puedas viajar.

—Y eso, ¿quién lo decidirá?

—Yo, por supuesto.

—Veo que voy a casarme con una mujer de carácter.

—Es mejor que lo sepas.

—Últimamente, he estado pensando que soy un hombre de suerte. Me disparan un tiro que hubiera podido dejarme inválido para toda la vida pero, por casualidad, no me alcanza ningún punto vital. Eso ya es de por sí un milagro. Y, además, tengo a mi Susanna, que me hace de enfermera y me protegerá durante el resto de mi vida.

—También yo soy una mujer de suerte porque he encontrado al único hombre que puede ser el compañero de mi vida; y lo curioso es que me haya elegido a mí, a pesar de todos sus devaneos.

—No somos dos jovenzuelos que se lanzan a la aventura de la vida sin saber nada. Conocemos los escollos, ¿verdad? Como tú ya sabes, yo he vivido en condiciones difíciles en los lugares más extraños de la tierra. He hecho montones de cosas inaceptables en la sociedad civilizada. En otras palabras, he vivido la vida plenamente. Y tú, amor mío, conoces el sufrimiento. Las lecciones que ambos aprendimos servirán para enriquecer nuestras vidas. Y, de momento, ya nos permiten disfrutar mejor del ahora.

—Es cierto.

Le confesé a Damien que le había considerado culpable de la desgracia de Gerda a quien él ni siquiera conocía.

—Eso de no tener que estar a la altura de un ideal es una ventaja —dijo Damien, y soltó una carcajada—. Ahora lo único que tengo que hacer es demostrarte que no soy tan malo como supones.

Su recuperación progresaba a muy buen ritmo y pronto estaría bien del todo.

Aunque Damien deseaba volver a casa, yo prefería que nos quedáramos todavía una semana para que, de este modo, estuviera más fuerte. Nos iríamos a mi casa, que sería nuestro refugio en Londres a la vuelta de nuestros viajes.

Tengo a Jane y Polly —le dije a Damien—, y también a Joe, el cochero. Es su casa y ellos forman parte de la familia, por así decirlo. Les quiero tener siempre a mi lado.

A Damien le parecía muy bien. Nos casaríamos en cuanto llegáramos.

Un día en que estábamos sentados a la orilla del lago, Eliza se nos acercó y nos dijo:

Tengo algo que deciros. No sé qué vais a hacer. Quería callar, pero ya no puedo más. No puedo seguir viviendo así. A veces, he sentido la tentación de arrojarme al lago.

—Pero, Eliza, ¿de qué hablas?

—Fui yo. Yo lo hice. No sé cómo lo llaman aquí. En nuestro país, sería homicidio frustrado o algo por el estilo. ¿Aquí la ahorcan a una?

—Oh, Eliza… Conque fuiste tú —dije.

—Se me ocurrió de repente —contestó ella, asintiendo—. Le oí decir que se reuniría contigo allí y no sé qué sentí. Pensé no sólo en él, sino también en mi padrastro y en los hombres que me habían explotado. Eran los hombres. Quería vengarme y vengar a todas las mujeres. Pero, sobre todo, lo hice por ti. Siempre me dije que nunca querría amar a nadie… que nunca habría en mi vida nadie que me importara más que yo misma. Pero, después, pensé en lo que hiciste por Lily y por mí y en la suerte que tuve el día que te conocí. Recordé aquella noche de la tormenta y pensé que te merecías lo mejor. Creía que el doctor Fenwick y tú seríais felices en aquella casita, rodeados de vuestros hijos, pero él vino a desbaratarlo todo.

—Y entonces, me pegaste un tiro —dijo Damien, sonriendo—. No lo hiciste del todo mal, aunque por fortuna no diste en el blanco.

—Le doy gracias a Dios. Qué desastre hubiera podido provocar, tomándome la justicia por mi mano. Hubiera podido matarle y me hubiera arrepentido toda la vida. Ahora comprendo que le hubiera causado un daño enorme a Anna.

—¿Era la primera vez que manejabas un arma? —le preguntó Damien lleno de curiosidad.

—Sí, pero había observado a esa gente —contestó Eliza—. Sabía cómo lo hacían. La puerta del granero estaba abierta, el granero de fräulein Kleber, ¿sabe? Vi las armas y tomé una que estaba cargada. Luego salí y me oculté entre los árboles. Cuando usted llegó, le disparé. A continuación, dejé el arma en su sitio y huí a toda prisa. Una o dos veces quise volver al granero y tomar un arma para suicidarme. Ahora veo que no hay que aconsejar a la gente sobre lo que tiene que hacer. Anna jamás se hubiera casado con el doctor Fenwick. Yo lo hacía por su bien. Después, cuando comprendí lo que usted significaba para ella, quise morir. Comprendí que me había comportado mal porque ella jamás se hubiera recuperado si usted hubiera muerto. Pensé que no había lugar para mí en este mundo… después de lo que hice.

—Oh, Eliza —exclamé—. Y todo lo hiciste por mí.

—Sí. Por ti. A veces, le tomo afecto a la gente. Me encariñé con Ethel y quise cuidarla porque me pareció que ella sola no hubiera podido hacerlo. Pensaba que tú tampoco sabías cuidar de ti misma. Le dije a Ethel que podría ganar más dinero en mi oficio… y mira lo que pasó. Tuvo un hijo y se le murió. Pobre Ethel, se murió de pena. Sentí que debía cuidarla porque no sabía andar sola por el mundo y no conocía a los hombres. Pero, por suerte, encontró a Tom y ahora son felices. Después viniste tú. Me encariñé contigo la noche de la tormenta. Vi que tenías algo especial y que me hacías ver las cosas y a las personas de una manera distinta. Más tarde, apareció el doctor Fenwick y pensé que era uno de los pocos hombres buenos que hay en el mundo. Pero tú pusiste los ojos en él…

—Y decidiste quitarme de en medio —concluyó Damien.

—Pensé que Anna lo comprendería con el paso del tiempo y que lo superaría…

—Todo parece muy lógico.

—Ahora que ya lo he dicho, me he quitado un peso de encima. ¿Qué vais a hacer conmigo? Supongo que me denunciaréis. Él sí, por lo menos. Esto es el final. No se perderá gran cosa. Lo mejor de mi vida fue, aunque parezca extraño, aquel horrible hospital de Escútari donde trabajé contigo y con Ethel y donde conocí al doctor Fenwick y donde pensé que había un poco de bondad en el mundo.

—Oh, Eliza —exclamé, acercándome a ella y rodeándola con mis brazos.

—Así soy yo —dijo ella—. Una asesina, ¿verdad? Lo intenté y fallé, pero hubiera podido hacerlo.

—Lo comprendo, Eliza, y sé cuánto has sufrido: tu padrastro, todos aquellos hombres, la humillación y la degradación. El doctor está bien y se recuperará. Oh, Eliza, haré todo lo que pueda por ayudarte.

—Lo sé, lo sé… Ahora comprendo que te hubiera destrozado la vida. Pero no eres tú quien debe decirlo, sino él, ¿no crees? Es a él a quien yo intenté matar.

—¿Por qué no acabaste conmigo cuando me cuidabas? —le preguntó Damien, mirándola fijamente—. No te hubiera sido demasiado difícil.

—Entonces ya lo había comprendido. Lo supe en cuanto disparé y más tarde cuando vi el dolor de Anna. Quise matarme. Hubiera hecho cualquier cosa por volver atrás en el tiempo y no haber tomado el arma y dejar que las cosas siguieran su curso. Después, hice lo que pude para compensarlo y le cuidé para que se restableciera.

—Me cuidaste muy bien porque eres una enfermera excelente… una de las mejores. Sin embargo, no fue muy lógico que primero me pegaras un tiro y luego me cuidaras con tanta competencia.

—Ya se lo he dicho: entonces comprendí lo que Anna sentía por usted.

—Todo lo hiciste por ella —dijo Damien—. Y fue mucho. Acabo de tomar una decisión sobre lo que voy a hacer.

Ambas le miramos temerosas mientras él esbozaba una sonrisa enigmática.

—Sugeriré que Eliza vaya a Rosenwald.

—A Rosenwald… ¿para qué? —balbucí.

—Para dirigir el hospital, naturalmente. Es una mujer decidida que no se arredra ante nada cuando considera necesario hacerlo. Precisamente la persona que buscamos. Allí podrás expiar tu pecado, Eliza. Y, cuando hayas salvado la primera vida, podrás decirte: «Ahora he borrado mi mala obra».

—¿Quiere decir… que no me va a entregar a la justicia, ni me denunciará?

—No. Creo que este plan es mucho mejor.

—¿Cómo puede confiar en mí? Yo quise matarle. ¿Cómo sabe que no volveré a hacer algo semejante?

—Una vez es suficiente. Nunca volverás a intentarlo.

—¿Y se atreverá a confiarme la vida de los enfermos?

—Ibas a quitarme la vida porque, en tu opinión, yo era despreciable y constituía una amenaza para alguien a quien tú querías. Era un razonamiento lógico y yo soy un gran defensor de la lógica.

—Pero lo que yo hice fue una perversidad…

—Es cierto, pero tus motivos no eran egoístas. Hiciste lo que hiciste por el bien de otra persona. Eso demuestra una enorme capacidad de afecto. Tú quieres mucho a alguien a quien yo también quiero. Eso significa que ambos tenemos muchas cosas en común. Tu valoración con respecto a mí no era del todo errónea. Efectivamente, soy un ser indigno y tú estás perfectamente capacitada para dirigir un hospital. Qué suerte tuviste de que la bala no diera en el blanco. Si me hubieras matado, ahora no podría ofrecerte Rosenwald.

—Hablas con mucha frivolidad —tercié yo.

—En absoluto. Eliza dio rienda suelta a sus sentimientos. Jamás volverá a intentar matar a alguien, porque ahora sabe que no puede condenar por completo a las personas y que hay que conocer todas las circunstancias antes de emitir un juicio. Sabe que nadie es enteramente malo… ni siquiera yo; y nadie es enteramente un santo, ni siquiera el doctor Fenwick. Eliza es ahora más juiciosa que antes. Sabe que todos tenemos que seguir nuestro propio camino y que no hay que intentar cambiar el de los demás. Llevará a cabo una labor excelente en Rosenwald. ¡Las denuncias serían una absurda pérdida de tiempo! Este asunto siempre quedará entre nosotros. Yo maté a un hombre una vez. Entró en mi tienda con un cuchillo. Le estrangulé y enterré su cadáver en la arena. Lo hice en defensa propia. Estuve angustiado durante algún tiempo; pero el día en que le salvé la vida a un paciente, pensé que mi cuenta ya estaba saldada. Lo mismo le ocurrirá a Eliza —añadió Damien, sonriendo—. Creo que debes ir cuanto antes a echarle un vistazo a Rosenwald.

Eliza se emocionó profundamente.

—Me alegro de habérselo confesado —dijo levantándose—. Llevaba este peso encima desde que ocurrió y ya no podía seguir soportándolo más. Una noche, contemplé el lago y pensé que estaba muy sereno y tranquilo…

—Oh, Eliza, cuánto me alegro de que nos lo hayas dicho.

—No puedo creer que él me haya ofrecido esta oportunidad —contestó Eliza—. No sé cómo es posible que alguien trate de esta manera a la persona que intentó asesinarlo.

—Bueno —dijo Damien—, es que un pecador comprende mejor que un santo las debilidades de la gente. Y, cuando se comprenden las cosas, se perdonan. Tú eres fuerte, Eliza. Tienes el valor de hacer lo que consideras justo. Eres capaz de amar con todas tus fuerzas y ésa no es una cualidad muy corriente, créeme. Antepones los intereses de la persona amada a los tuyos propios, y yo te admiro. En un abrir y cerrar de ojos, conseguirás que Rosenwald supere a Kaiserwald.

—Jamás he conocido a nadie como él —dijo Eliza, señalando con la cabeza a Damien.

—Ni yo tampoco —le contesté.

FIN