Así pues, Aubrey y yo nos casamos.
En cuanto terminó la ceremonia, me puse un vestido de viaje de gabardina verde y emprendimos nuestro viaje de luna de miel.
¡Qué experiencia tan maravillosa! Mis dudas y temores se disiparon como por ensalmo. Todas mis inquietudes desaparecieron. Aubrey era un hombre de mundo y comprendió que yo era totalmente inocente, lo cual significa, como es lógico, ignorante.
Con independencia de lo que pudiera ocurrir más adelante, siempre recordaría su delicadeza y su ternura.
Me inició dulcemente en las artes del amor y debo reconocer que las aprendí con deleite, descubriendo en mi naturaleza unos rasgos cuya existencia desconocía.
El amor me pareció maravilloso y me hizo conocer a un nuevo Aubrey capaz de comprender los sentimientos y las necesidades de una mujer. Parecía haber olvidado la decepción que le había producido la herencia perdida, lo cual me indujo a pensar que lo único que le importaba era nuestro amor y la belleza de nuestro entorno. Allí estaba yo, disfrutando de las delicias de la vida matrimonial en el lugar más romántico del mundo.
El Palazzo Tonaletti daba al canal y, desde la galería, podíamos contemplar las góndolas. Qué hermosas eran, sobre todo por la noche, cuando los gondoleros cantaban serenatas a sus pasajeros al pasar bajo los puentes.
El palacio era un edificio espléndido, que tenía una torre a cada lado, unos arcos y una larga galería. Me llamaron especialmente la atención los diseños de mosaico de los pavimentos de mármol. Nos atendían varios criados que satisfacían todas nuestras necesidades. Había un solemne mayordomo llamado Benedetto y varias doncellas que se reían constantemente porque debían de saber que estábamos en viaje de luna de miel. Nuestro dormitorio tenía las paredes y los suelos de mármol jaspeado con predominio del color púrpura, las lámparas eran de alabastro y la enorme cama tenía un precioso dosel de seda en tonos verdes y lavanda.
Por las mañanas, una de las doncellas nos servía el desayuno, murmurando: «Colazione, Signore, Signora». Después se retiraba rápidamente, como si no pudiera reprimir la risa al vernos juntos en la cama.
Paseábamos por las calles besadas por las aguas de los canales y tomábamos café y algún aperitivo en la plaza de San Marcos. Desde el puente de Rialto, contemplábamos el paso de los gondoleros por el Gran Canal. Jamás había visto una ciudad más hermosa. Aubrey conocía muy bien Venecia y se complacía en facilitarme toda clase de explicaciones. Todo lo recuerdo como en retazos: Aubrey de pie a mi lado, señalándome las maravillas del Campanile que el pueblo veneciano había empezado a construir nada menos que en el año 902, aunque se terminó mucho más tarde. Me encantó la torre del Reloj y las dos figuras de bronce que daban la hora en la esfera. Vi muchas cosas hermosas que, sin embargo, no bastaron para que me pasaran desapercibidos los contrastes. Los hermosos palacios de pórfido rojo, alabastro y mármol multicolor semejantes a un helado de coco o algún otro postre por el estilo; el majestuoso Palazzo Ducale, a dos pasos del puente de los Suspiros que evocaba la desesperación y tristeza de quienes lo cruzaban, sabiendo que nunca más volverían a contemplar Venecia.
Las calles de las inmediaciones de los canales eran legres y bulliciosas pero había otras callejas siniestras y oscuras. Cuando se lo comenté a Aubrey, él me contestó:
—Así es la vida. ¿No te parecería aburrido que todo fuera bueno y dulce?
—¿Y por qué iba a ser aburrido?
—Porque jamás podrías saber lo bueno que era si no pudieras compararlo con lo malo.
—Yo creo que lo sabría.
—Sin embargo, no todo el mundo es tan perspicaz como mi Susanna.
Juntos, admiramos los preciosos lienzos de Ticiano, de Tintoretto y de los Bellini. Aubrey era muy entendido en arte y me explicó muchas cosas. Gracias a él, yo iba aprendiendo no sólo lo que era el amor, sino también el mundo.
Fueron unos extraños días cuyo embrujo me hizo creer que, estando casada con Aubrey, la vida siempre sería hermosa.
Era joven e inocente, y la vida estallaba a mi alrededor.
Una mañana, en el transcurso de uno de nuestros paseos, vimos un grupo de personas al borde de un canal. Preguntamos, y nos dijeron que acababan de sacar el cuerpo de un hombre de sus aguas. Le vi tendido allí, con los ojos desorbitados por el miedo; su tez era del mismo color que una sábana sucia y tenía toda la ropa manchada de sangre a causa del cuchillo que le habían clavado en la espalda.
Aubrey me apartó rápidamente de allí.
Aquel incidente nos persiguió toda la mañana.
—Son cosas que ocurren de vez en cuando —dijo Aubrey—. Esta gente es muy excitable.
Pero yo sabía que nunca podría volver a pasar por aquel sitio sin recordar al muerto.
Así era Venecia. Siniestras callejas oscuras donde la gente se encontraba con sus enemigos, blandiendo afilados cuchillos; después, el rumor de un cuerpo cayendo al agua: la hermosa y soleada ciudad con sus palacios de mazapán y sus gondoleros cantores, el Palazzo Ducale y el puente de los Suspiros y las indescriptibles torturas que se solían infligir en la prisión adyacente.
Pero aquella era mi luna de miel y no quería pensar en cosas tristes. Me había casado con el hombre al que amaba y no hubiera podido haber mayor felicidad.
Me encantaban las tiendecitas en las que me pasaba horas y horas curioseando. A veces, dejaba a Aubrey tomando un aperitivo en la plaza y me entretenía en las tiendas. Él se reía de la fascinación que me inspiraban y no compartía en absoluto mi afición.
Me atraían enormemente las pulseras y los collares de piedras semipreciosas, los pañuelos y las chinelas bordadas, y los chales y las pañoletas de seda.
Quería comprar algunos regalos para mi padre y para Amelia y Stephen.
—Las compras te las dejo a ti —dijo Aubrey.
Me lo pasaría muy bien, buscando las cosas que más les iban a gustar.
Pasaban los días sin que nos diéramos cuenta. Me percaté con tristeza de que sólo nos faltaba una semana para regresar.
Tras nuestro acostumbrado paseo matinal, nos dirigimos a la plaza donde solíamos tomar un café a media mañana. Nos abrimos paso hacia una mesa colocada bajo un parasol a rayas azules para poder contemplar desde allí el paso de los viandantes y el revoloteo de las palomas, esperando que la gente les arrojara migajas.
Mientras tomábamos el café, pasaron un hombre y una mujer, cuyos rasgos me parecieron vagamente familiares. Enseguida les reconocí.
La mujer acababa de detenerse.
—Pero si es Aubrey —exclamó—. Y… la señorita Pleydell.
—Phyllis, Willie… —dijo Aubrey, levantándose.
¡Phyllis y Willie! Yo no recordaba haber oído jamás sus nombres propios y les conocía tan sólo como el capitán Freeling y su esposa.
—Pero ¿cómo es posible…? —Dijo la señora Freeling, con la voz entrecortada por la emoción—. Vaya, vaya… Nada menos que aquí. ¿Qué hacen ustedes en Venecia?
—Estamos en viaje de luna de miel.
—¡Oh, Willie, qué emoción! Y la señorita Pleydell… Oh, perdón, ahora es usted la señora St. Clare. Qué deliciosa sorpresa.
—Siéntense a tomar un café —dijo Aubrey.
—Nos encantaría.
Los recién llegados tomaron asiento en las otras dos sillas que había junto a la mesa.
La señora Freeling había cambiado. Tenía los ojos hundidos y estaba mucho más delgada. Había visto muy pocas veces a su marido y, por consiguiente, no recordaba muy bien qué aspecto tenía.
—¿Y ustedes? —preguntó Aubrey—. ¿Están de vacaciones?
—Querido amigo, la vida son unas vacaciones constantes.
—Supongo que estará usted disfrutando de un permiso, capitán Freeling —dije yo.
La señora Freeling se inclinó hacia mí y apoyó una mano sobre uno de mis brazos.
—Se terminaron los permisos. Basta de obligaciones y de regimiento. Nos hemos librado de todo eso, ¿verdad, Willie?
—He dimitido de mi cargo —dijo el capitán Freeling con cierta tristeza.
—¿Ah, sí?
Al ver que no me daba ninguna explicación, comprendí que sería indiscreto insistir en el tema.
—Ahora ya estamos en casa —dijo la señora Freeling y nos alojamos con la familia de Willie hasta que decidamos lo que vamos a hacer. A los niños les será muy beneficioso. Hemos querido tomarnos unas vacaciones antes de instalarnos en casa, ¿no es cierto, Willie querido?
—Imagino que unas vacaciones muy agradables —dijo Aubrey—. ¿Cuánto tiempo llevan en Venecia?
—Tres días.
—No es mucho, lo cual explica por qué no nos hemos tropezado antes con ustedes. Venecia no es lo bastante grande como para que uno se pierda durante mucho tiempo.
—Me alegro de que así sea. Hubiera sido una tragedia que no nos encontráramos, ¿verdad, Willie? Acabamos de hacerlo justo a tiempo. Nos vamos dentro de tres días.
—Pues nosotros nos iremos a finales de esta semana —dijo Aubrey.
—Yo me quedaría aquí meses y meses —comentó la señora Freeling, mirándome y sonriendo—. Y apuesto a que usted también. ¿Le gusta vivir en Inglaterra? Pregunta innecesaria porque se le nota en la cara que sí.
—Usted debe de echar de menos la India —dije.
—En absoluto. Me alegro de haberme ido. Algunas veces, me entraban escalofríos por las noches. Aquellos nativos que a veces te miraban con expresión siniestra. Nunca estabas segura de lo que pensaban o de lo que iban a hacer.
—¿Qué fue del aya de los niños?
—Ah… La que antes había sido suya, ¿verdad? Se fue con otra familia… Los Laymon-Jones, si no me equivoco. Los niños le tenían mucho cariño.
—Era un aya muy buena.
—Estuvimos en Roma y Florencia, ¿no es cierto, Willie?
Éste dijo que sí.
—¡Maravilloso! ¡Todos aquellos palacios y aquellas pinturas! Aquel puente tan encantador… ¿Cómo se llamaba, Willie? ¿El ponte Vecchio? ¡Y qué tiendas tan fascinantes!
El capitán Freeling habló conmigo mientras Aubrey charlaba con su esposa. Oí retazos de su conversación. El capitán me preguntó si a mi padre le gustaba trabajar en el Ministerio de la Guerra tras haber vivido en la India, y me explicó que él echaba de menos el ejército aunque estaba seguro de que se acostumbraría a vivir en Inglaterra. Los hijos siempre fueron su preocupación y, más tarde o más temprano, hubiera tenido que mandarlos a estudiar a Inglaterra, lo cual era siempre una experiencia traumática para los niños, tal como yo recordaría probablemente.
Mientras el capitán me hablaba, oí que la señora Freeling le decía a Aubrey:
—Damien está en Venecia.
—Mi familia vive en el condado de Worcester —estaba diciendo el capitán— y, de momento, residimos allí. Es una zona muy hermosa del país, la verdad.
Le contesté que no la conocía y él me formuló varias preguntas sobre el Palazzo Tonaletti. Mientras yo se lo describía, la señora Freeling consultó el reloj y dijo que tenían que irse.
Les estrechamos las manos y nos despedimos de ellos.
—El mundo es un pañuelo —dijo Aubrey mientras regresábamos al palacio—. Qué casualidad haberles encontrado.
—No sé por qué habrá dejado el ejército.
—Debía de preferir, sin duda, otro tipo de vida.
—Pero eso no suele ocurrir.
—Ya habló la hija del soldado. Hay personas que no aprecian demasiado este tipo de vida.
—Quería decir que no es fácil apartarse del ejército. Se lo preguntaré a mi padre. Supongo que volveremos a verles.
—Me imagino que sí. Pero se van dentro de un par de días —contestó Aubrey sin demasiado entusiasmo.
—Nosotros también nos iremos muy pronto —dije—. Oh, Aubrey, ha sido maravilloso. ¿Crees que alguien ha podido vivir una luna de miel como la nuestra?
—Pues claro que no —replicó Aubrey.
Entramos riéndonos al vestíbulo de mármol del palacio.
*****
Después, ya no volvimos a hablar de los Freeling. Yo creía que Aubrey pensaba lo mismo que yo, o sea, que hubiera sido preferible no toparnos con ellos. La alusión a la posibilidad de volver a verles antes de marcharnos de Venecia debía de ser una de aquellas vagas afirmaciones que se hacen más por cortesía que por intención.
A los dos días, Aubrey me preguntó cuándo iría a comprar los regalos y por qué no lo hacía aquella tarde.
—Sé que no te gusta tenerme al lado cuando vas de compras —dijo—. Por consiguiente, ¿por qué no sales y pasas todo el tiempo que quieras en aquellas deliciosas tiendecitas mientras te espero? Yo sé lo que podría hacer. Podría ir a ver a los Freeling y pasar una hora con ellos. Sería un gesto de pura educación, tras habernos tropezado el otro día con ellos.
Le dije que me parecía una buena idea.
Me pasé horas en las tiendas, tomando decisiones. Había muchas cosas entre las que elegir. Compré una pulsera para Amelia. Era de oro, con incrustaciones de lapislázuli. Cuando estaba a punto de comprarle a mi padre un pisapapeles de mármol, vi unos preciosos platos de pared que me gustaron más. Compré uno que tenía una reproducción de un cuadro de Rafael para Stephen, y otro con la efigie de Dante para mi padre. Estaba segura de que les gustarían y de que a mí me recordarían siempre aquellos mágicos días de Venecia.
Cuando regresé al palacio eran aproximadamente las seis de la tarde. Benedetto me dijo que Aubrey aún no había vuelto a casa. Me tomé un baño y luego me pasé media hora leyendo en la cama, en la certeza de que Aubrey regresaría de un momento a otro.
Al ver que pasaba el rato y no volvía, empecé a alarmarme.
Benedetto acudió para preguntarme si quería que sirviera la cena, y yo le contesté que esperaría.
El mayordomo esbozó una sonrisa comprensiva, suponiendo sin duda que habríamos tenido una pelea de enamorados.
Tenía miedo. Pensé en aquellas oscuras callejas y recordé al hombre tendido en el suelo con las ropas ensangrentadas, recién sacado del canal. No había podido saber el final de la historia. ¿Quién era? ¿Un turista asaltado por unos atracadores? ¿O la víctima de una terrible vendetta?
Me senté en la galería. Después volví a entrar en la habitación y empecé a pasear arriba y abajo.
Aubrey había ido a visitar a los Freeling. Ignoraba en qué hotel se alojaban. La señora Freeling se lo habría dicho a Aubrey, pero él no me lo comentó.
Me sentía ridícula. Me encontraba en un país extranjero, cuyo idioma desconocía, y no sabía cómo actuar. Tenía que haber ocurrido algo, de otro modo Aubrey no hubiera tardado tanto en volver. A lo mejor, los Freeling le habían invitado a cenar. En tal caso, me hubieran pedido sin duda que les acompañara… O, por lo menos, hubieran enviado recado de que Aubrey estaba con ellos. No, eso era imposible. Tenía que haberle ocurrido algo.
¿Qué podía hacer? ¿Recorrer los distintos hoteles de la ciudad? ¿Acudir al cónsul británico? Pero ¿dónde estaba el consulado? ¿Llamar una góndola y pedir que me llevara a la embajada? ¿No estaría exagerando un poco? En ciertas ocasiones, Aubrey me había hecho sentir un poco ingenua. ¿Lo era de veras? ¿Volvería a casa sin más y me diría: «Los Freeling me pidieron que me quedara. Sabía que tú estarías segura aquí»? ¿Era esa la forma de comportarse de los maridos y las esposas mundanos?
Él conocía mis sentimientos. Y por nada del mundo hubiera querido que me preocupara.
Tenía que hacer algo.
Bajé a los aposentos de la servidumbre. Oí sus voces. Estaban conversando con toda normalidad. Al parecer, la ausencia de Aubrey no les alarmaba. Volví a mi dormitorio, salí a la galería y contemplé las oscuras aguas del canal.
Tenía que volver. Era imposible que no recibiera ninguna noticia suya. ¿Cómo podría pasar una noche en semejante situación? Oí las figuras de bronce, que daban la hora en la torre del Reloj. Tenía que pedir ayuda a alguien.
Le pediría a Benedetto que me acompañara. Iríamos a la embajada y denunciaríamos la desaparición de Aubrey.
Pero me quedé en la galería. Las góndolas pasaban sin cesar. Recé para que una de ellas se detuviera y me trajera a Aubrey.
Cuando pensaba que ya no podía resistir más la espera y tenía que salir inmediatamente en su busca, se detuvo una góndola frente al palacio y de ella descendió un hombre muy alto. Se encontraba de espaldas a mí y llevaba una capa y un sombrero negros. Después, el hombre y el gondolero ayudaron a una tercera persona a descender de la embarcación.
Era Aubrey.
Así con fuerza la barandilla. No podía ver el rostro del desconocido porque lo ocultaba el sombrero. Me quedé petrificada y exhalé un suspiro de alivio. Aubrey estaba a salvo.
Di media vuelta, salí de la habitación y me dirigí corriendo hacia la escalera. Aubrey subía en aquel momento, pero nadie le acompañaba. El hombre de negro se había esfumado.
—Aubrey —grité.
—Susanna… Oh, mi querida Susanna.
Me arrojé en sus brazos. Mi esposo tenía un aspecto muy raro: llevaba la corbata torcida, miraba con ojos extraviados y le temblaban las manos.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté.
—Déjame subir… Ya te lo explicaré.
Le tomé de un brazo y subimos a trompicones.
—¿Te ha atacado alguien?
Él asintió en silencio porque apenas podía hablar. Cuando llegamos al dormitorio, se hundió en un sillón.
—Te serviré un poco de coñac —le dije—. O lo que tú prefieras.
—Oh, Susanna, cuánto lo siento… Cuánto siento lo ocurrido —me contestó—. ¿Estabas preocupada?
—Tremendamente. No sabía qué hacer.
—Querida mía, ésa era mi mayor inquietud. ¿Qué pensarías… qué harías?
—¿Te han hecho daño?
—Estoy más bien aturdido y un poco trastornado. Pero no tengo ningún hueso roto.
—¿Puedes decirme qué ha ocurrido?
Aubrey asintió.
—Fui a ver a los Freeling. Me marché a eso de las seis. Quería estar en casa antes de tu regreso. Tomé un atajo por una calleja. Reconozco que fue una estupidez.
—¡Oh, no! —No podía quitarme de la cabeza la imagen de aquel hombre tendido en el suelo al borde del canal, con toda la ropa ensangrentada.
—Se me acercaron dos hombres, cuyo aspecto no me gustó. Volví sobre mis pasos, pero había otros a mi espalda. Me golpearon en la cabeza y me desmayé.
—¡Oh, mi querido Aubrey, qué espanto! Hubiera tenido que hacer alguna averiguación, hubiera tenido que ir a la embajada.
—No hubiera servido de nada. Cuando recuperé el conocimiento, no sé el tiempo que debió de transcurrir, me encontraba solo, en una especie de choza. Estaba oscuro y apenas podía ver nada. Cuando mis ojos se acostumbraron un poco a la oscuridad, exploré el lugar. Encontré una puerta, pero estaba cerrada por fuera. Me sentía muy débil. Apenas podía tenerme en pie. Grité. Pero, al parecer, no debía de pasar nadie por allí.
—Supongo que te habían robado.
—Si llevaron la bolsa. Era lo que buscaban.
—Pero ¿por qué te encerraron?
—Porque, a lo mejor, no querían que diera la alarma demasiado pronto.
—¡Oh, qué malvados!
Aubrey asintió y, tomándome una mano, la besó.
—Te acompañaba un hombre… en la góndola —dije.
—Sí. Me acompañó a casa. No sé qué hubiera hecho sin él. A estas horas, aún estaría en aquella choza.
—Yo no sabía qué hacer —dije—. Me sentía estúpida, inepta e impotente. Hubiera tenido que decirle a Benedetto que me acompañara a pedir ayuda.
—Hiciste mejor esperando. No sé qué hubiera pensado si, al volver, no te hubiera encontrado en casa.
—¿Y ese hombre?
—Mientras yo intentaba hallar algún medio de salir, oí unas pisadas y pedí socorro. Alguien me contestó. Afortunadamente, era inglés y le pude explicar lo ocurrido. Dijo que iría en busca de ayuda, pero entonces descubrió una ventana, la rompió y entró. Después, consiguió sacarme.
—Y te acompañó a casa. Hubieras tenido que hacerle pasar para que yo le diera las gracias.
—No quería gratitud. Se alegró de poder ayudar a un compatriota en apuros.
—Temía que ocurriera algo por el estilo desde que vi aquel hombre que sacaron del canal.
—Hay gente tan pobre que es capaz de matar por unas liras.
—Oh, Aubrey, quiero volver a casa. No quiero quedarme aquí por más tiempo.
—Olvidas lo maravillosamente bien que lo hemos pasado.
—Pero esto… lo estropea todo.
—No, querida mía, nada puede estropear lo que ya hemos gozado. Voy a traerte un coñac, estoy seguro de que lo necesitas —añadió, rodeándome con un brazo.
—De acuerdo. Así beberemos juntos.
Nos sentamos para comentar los acontecimientos de aquella noche y el suplicio por el que ambos habíamos pasado. Yo me sentía frustrada y avergonzada de mi ignorancia e incapacidad para afrontar la situación.
—No supe qué hacer —repetía una y otra vez. Aubrey trató de consolarme, a pesar de su cansancio—. Me gustaría que fueras a ver a un médico mañana —le dije—. No sabes si te han lastimado.
—No, no —contestó Aubrey, sacudiendo la cabeza—. Sólo estoy trastornado. Me encontraré bien después de un buen sueño reparador.
—Eso lo vas a tener ahora mismo.
Le ayudé a desnudarse y le arropé en la cama como si fuera un niño. Se le cerraron los ojos casi inmediatamente.
Me acosté a su lado y repasé los acontecimientos de aquella noche pero, al fin, me venció el sueño.
Me desperté de repente. Aún no había amanecido. Una de las lámparas estaba encendida y arrojaba una turbia luz en la estancia. Había un hombre de pie junto a la cama.
Me incorporé sobresaltada.
Era Aubrey. Pero no el Aubrey que yo conocía. Mientras se acercaba a la cama, vi en él algo distinto.
—Aubrey, ¿qué ocurre? —le pregunté.
—Despierta, Susanna. Ya es hora.
—Pero…
Aubrey echó hacia abajo la ropa de la cama y apoyó las manos en mi garganta y mi camisón, el cual era de fina secta y se rasgó sin dificultad.
—Pero ¿qué… qué estás haciendo? —grité.
Aubrey soltó una espantosa carcajada lasciva que jamás le había oído anteriormente. Sus manos me rozaban la piel. Creí que estaba soñando, pero sabía que no era así. La pesadilla de la víspera de mi boda se había convertido en realidad.
Tomé los restos del camisón y traté de cubrir mi desnudez.
—No —dijo él—, no, Susanna. Esta noche estás creciendo —añadió, asiéndome con temblorosa mano—. Tienes que aprender… toda clase de cosas. Ahora eres una chica mayor. Siempre lo fuiste, claro… pero, a partir de este momento, lo tendrás que ser más… Tendrás que despedirte de la inocente Susanna.
Su forma de hablar era de lo más extraña y sus ojos estaban nublados. Traté de zafarme de su presa, pero no pude. Pensé que estaba borracho o que había enloquecido. Algo le había pasado.
Estaba mareada y no reconocía a mi marido en aquel hombre. Me parecía un extraño y sentía deseos de huir. Pero ¿adónde? ¿Y si me encerrara en una de las habitaciones… o corriera a los aposentos de los criados en demanda de protección?
Me sentía tan impotente como la víspera. Era como si me hubieran arrastrado a otro mundo, un mundo extraño en el que todo era distinto de como yo creía que era.
Sin embargo, aquel era Aubrey, mi marido, el hombre a quien había jurado amar en la pobreza y en la prosperidad, en la salud y en la enfermedad. Estaba enfermo. Tenía que metérmelo bien en la cabeza.
Aubrey se burló de mí y de mi inocencia, y yo comprendí que deseaba destruirla.
Así lo hizo aquella noche. Quedé destrozada y exhausta, asqueada y asustada.
El suplicio debió de durar casi dos horas. Jamás podría olvidarlo. Jamás volvería a ser la misma. Mi cuerpo me parecía impuro. Nunca recuperaría la inocencia ni volvería a creer en el mundo. Yo, que era apasionada por naturaleza y me complacía en amar, acababa de conocer la corrupción del amor.
Aubrey pareció agotarse de repente y yo le di gracias a Dios. Después se tendió en la cama y se quedó dormido casi de repente.
Me senté junto a la ventana que daba a la galería y contemplé el panorama. Me sentía aturdida y perpleja. No sabía qué hacer. ¿Podía dejarle? ¿Cómo podría explicarle a nadie, ni siquiera a mi padre, lo ocurrido? ¿Cómo era posible que el dulce y tierno amante se hubiera convertido en un monstruo depravado? Con su comportamiento, había conseguido que le odiara y me odiara a mí misma. Me sentía decepcionada, joven e inexperta. Aquel día había sido una revelación para mí. Siempre pensé que era capaz de cuidar de mí misma, pero estaba claro que no era así, porque, ante una situación incomprensible, me sentía desvalida, inútil e inepta.
Algo le había ocurrido a Aubrey aquella noche. Pero ¿qué? ¿Cómo era posible que se hubiera comportado de aquella manera? Ignoraba aquella faceta de su carácter, sensual y dispuesta a convertirme en una víctima despreciada. Ahora estaba completamente segura de que no me amaba. ¿Cómo podía alguien comportarse de este modo con una persona a la que amara? Y, sin embargo, ¡qué tierno y considerado fue conmigo durante las anteriores semanas de nuestra luna de miel! ¡Qué feliz me hizo! Y ahora, en cambio, ¡esta noche tan horrible! Era algo misterioso y sobrenatural, casi como si un demonio hubiera transformado a Aubrey de la noche a la mañana.
Quería huir y ocultarme. Al amanecer, me bañé. Quería librarme de todas las impurezas de aquella horrible experiencia… ¡Como si pudiera hacerlo sencillamente con agua y jabón! Jamás podría olvidar lo ocurrido aquella noche. Me vestí y abandoné el palacio. Comencé a pasear por la orilla del canal. La ciudad empezaba a desperezarse. Me enfrentaba, una vez más, con un dilema. ¿Qué debía hacer?
Regresé al palacio.
Aubrey ya se había levantado. Me miró sonriendo, tal como solía hacer durante las primeras semanas de nuestra luna de miel.
—¿Te ha apetecido salir a dar un paseo muy de mañana?
Asentí en silencio, sin poder mirarle a la cara.
—Me encuentro muy bien esta mañana —dijo Aubrey—. Debo de haber dormido muchas horas.
—Te… has pasado despierto toda la noche —le dije.
—¿De veras? No lo recuerdo. ¿Qué vamos a hacer hoy? Olvidé preguntarte si compraste los regalos.
Me quedé asombrada y pensé para mis adentros: «¡No lo recuerda! ¿Qué puede significar eso?».
—Aubrey —dije—, creo que deberías ir al médico.
—Ni hablar —contestó él—. Me encuentro perfectamente bien esta mañana —añadió, esbozando aquella encantadora sonrisa suya que yo conocía tan bien—. Vamos, no exageres y sé buena chica. No estropees los últimos días.
—Aubrey, pero ¿acaso no lo recuerdas? —le pregunté—. Esta noche te has comportado de una manera muy rara.
—¿De veras? —replicó él, mirándome perplejo mientras se acariciaba la nuca—. ¿Qué dije?
—No te entendía. Parecías… otra persona.
—¿Tuve acaso una pesadilla?
—Tal vez la tuve yo.
—Pobre Susanna, lamento que te asustaras tanto. Eso era lo que más preocupado me tenía. Mi pequeña aventura no era nada comparada con tu inquietud. Sólo me robaron la bolsa. «El que roba mi bolsa, roba basura. Era mía, ahora es suya y ha sido esclava de miles…». ¿Sabes qué vamos a hacer? Iremos a echar un último vistazo a nuestros lugares preferidos.
¡No lo recuerda!, pensé. ¿Qué le habría ocurrido? ¿Una lesión cerebral? Parecía el Aubrey de siempre.
¿Serían figuraciones mías? Pero ¿cómo hubiera podido imaginar cosas que antes ignoraba? Además, la prueba era mi cuerpo humillado y magullado. Le habían lastimado sin duda. ¿Sería el golpe en la cabeza? Eso podía producir efectos muy raros en la gente.
Tenía que procurar no apartarme de él y recordar mi promesa.
«En la salud y en la enfermedad…».
Llamaron con los nudillos a la puerta. Era una de las doncellas.
—Signore, Signora, colazione.
No sé cómo pude pasar el día sin traicionar mis sentimientos, comportándome como si nada insólito hubiera ocurrido. Aubrey era el mismo que había sido durante toda nuestra luna de miel, sin contar las horas de aquella noche.
Sin embargo, no podía olvidarlo. Los recuerdos acudían incesantemente a mi mente, pese a mi deseo de olvidar. Aubrey no parecía percatarse de mi inquietud. Temía la llegada de la noche; pero, cuando nos retiramos a descansar, Aubrey se mostró tan amable y solícito como siempre. Era como si aquella pesadilla jamás hubiera existido.
Empezaba a encontrarme un poco mejor. Incluso llegué a pensar que todo había sido fruto de mi imaginación. Me habían descrito algunas de las horribles torturas que se infligían a los que cruzaban el puente de los Suspiros y de quienes nunca se volvía a saber nada. Me obsesionaba el recuerdo del muerto que habían sacado del canal. ¿Y si hubiera exagerado lo ocurrido? Estaba sumamente trastornada e inquieta. Pero ¿cómo podía inventarme prácticas cuya existencia yo ignoraba? Venecia había ejercido un extraño efecto en mí. Detrás de la belleza, se ocultaba mucha podredumbre.
Cuando regresara a casa, podría analizar la situación con más serenidad. Pasaría una temporada con mi padre. Sabía que jamás debería contarle las experiencias de aquella noche, pero su sentido común y su actitud práctica ante la vida me serían muy útiles.
Entretanto, lo único que podía hacer era comportarme como si nada hubiera ocurrido.
Aubrey se negó a ir al médico, pero me prometió hacerlo cuando regresáramos al monasterio, pese a constarle que no sufría ningún daño.
Al llegar el último día, lancé un suspiro de alivio.
Le dije a Benedetto que no hacía falta que me enviara a una de las doncellas para ayudarme a hacer el equipaje, porque había poca cosa y yo misma lo podía hacer.
Tomé la chaqueta de Aubrey, la que llevaba cuando le atracaron. Estaba sucia y no se la había vuelto a poner desde entonces. Al doblarla, noté que había algo en el bolsillo. Introduje la mano y lo saqué.
No podía creerlo. Era la bolsa objeto del atraco. Era una de aquellas bolsas de cuero que se cierran con una anilla de oro. Tintineó cuando la saqué. Dentro había dinero.
Lo conté. Era una considerable suma, aproximadamente la que solíamos gastar en un día.
No lo comprendía.
Salí a la galería donde Aubrey esperaba que terminara de hacer el equipaje, y se la mostré.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Tu bolsa. Al final, aquella gente no se la llevó.
—¿Dónde la encontraste?
—En el bolsillo de la chaqueta que llevabas.
—No es posible.
—Sí lo es. ¿Por qué te golpearon y te dejaron sin sentido, si después no se llevaron la bolsa?
—No lo entiendo.
—Ni yo. ¿No miraste a ver si la tenías?
—Cuando recuperé el conocimiento… no sé lo que hice —contestó Aubrey, frunciendo el ceño—. A lo mejor, pensé que se la habían llevado. Me sentía muy raro, Susanna… Me siento un poco extraño desde entonces.
—En tal caso, tienes que ir al médico.
—Lo haré en cuanto volvamos a casa.
Le entregué la bolsa.
—¿Por qué piensas que te atacaron si no era para robarte? —le pregunté.
—Querrían robarme.
—Entonces, ¿por qué no se llevaron nada?
—Puede que les sorprendieran.
—¿Y por qué te llevaron a una choza y te encerraron dentro?
—Cualquiera sabe los motivos de estos bellacos. Sea como fuere, me alegro de haber recuperado la bolsa. Le tengo un cariño especial. —La tomó y la arrojó a un sillón. Las monedas tintinearon en su interior y Aubrey se rió—. O sea, que soy más rico de lo que pensaba —dijo.
—Voy a terminar de hacer el equipaje.
Mientras lo hacía, pensé para mis adentros: «Todo eso es muy misterioso. Qué contenta me pondré cuando ya esté en casa».