Kaiserwald

Dos días más tarde, me enteré de las actividades de Henrietta, la cual esperaba ansiosamente una carta. Cuando finalmente la recibió, corrió con ella a su habitación.

Al cabo de unos minutos, irrumpió en la mía, mirándome con expresión triunfal.

—Lo conseguí —me dijo.

—Me tienes en ascuas.

—Te dije que durante tu ausencia no había permanecido ociosa. Ya sabes que conozco a la familia Nightingale. Y se me ocurrió la idea de sacar provecho de ello. Ante todo, supe a través de una amiga lo que se proponía hacer la señorita Nightingale. Como a ti, le preocupa muchísimo el estado en que se encuentran los hospitales y el nivel de preparación de las enfermeras. Precisamente, se fue a ese lugar de Alemania, Kaiserwald, para aprender algo al respecto. Quiere que nuestros hospitales atiendan debidamente a los enfermos, y lo primero que hay que hacer es mejorar la profesión de enfermera. Estas borrachas zarrapastrosas que se autodenominan enfermeras y trabajan en los hospitales sólo porque es un medio cómodo de ganarse la vida no sirven para estos menesteres. La señora Nightingale quiere que la profesión de enfermera sea honorable y respetada. Desea que las enfermeras reciban un adecuado adiestramiento y hace gestiones en las altas esferas para conseguirlo.

—No sabía que se propusiera eso.

—Yo quería verla para hablarle de nosotras pero, como es lógico, fue imposible hacerlo. Está ocupadísima y es íntima amiga de los Palmerston, los Herbert y otros personajes influyentes. Sin embargo, me facilitaron su dirección. Le escribí, hablándole de nosotras y, sobre todo, de ti y de tu interés por la enfermería y por ese lugar llamado Kaiserwald —dijo Henrietta, mirándome emocionada—. Recibí su respuesta. No creía posible que pudiéramos ir a Kaiserwald, porque se trata de una institución administrada por diaconisas consagradas por la Iglesia, de la que el hospital no es más que una pequeña parte. No obstante, algunas de estas diaconisas han sido enviadas a crear otras instituciones en distintos lugares de Alemania. Una de ellas está casi enteramente dedicada a un hospital donde se admite a jóvenes que desean ser enfermeras. En caso de que fuéramos admitidas, la señorita Nightingale nos lo haría saber. La esperaba con ansia —añadió Henrietta agitando la carta con gesto triunfal—. No sabía si me contestaría, pero he recibido la respuesta esta misma mañana. Las instancias de las señoritas Anna Pleydell y Henrietta Marlington para adiestrarse en Kaiserwald han sido aceptadas.

—¡Henrietta! —exclamé, llena de júbilo.

—Digamos que he sido muy hábil.

—Has estado magnífica. Y qué callado te lo tenías.

—Quería comunicarte la noticia cuando todo estuviera confirmado. Si se comunica poquito a poco, no resulta tan emocionante.

—Es maravilloso.

—¿Cuándo nos vamos?

—¿El mes que viene?

—¿Por qué esperar tanto?

—Tenemos que prepararnos. Además, debemos estar aquí para la boda de Lily.

—Estaremos ocupadísimas. ¿Cuánto tiempo pasaremos allí?

—Creo que unos tres meses.

—¿Tanto tiempo dura el adiestramiento?

—Yo puedo aprender muchas cosas en tres meses. Y tú también.

«Era precisamente lo que necesitaba», pensé, sonriendo para mis adentros. Quería olvidar el triste final de Aubrey y el renovado dolor que sentí en el monasterio al recordar a mi hijo.

*****

Lily se casó un frío día de octubre.

Yo me alegré con toda el alma del feliz final de su historia. William parecía un joven muy simpático y el señor y la señora Clift estaban encantados con la boda y apreciaban mucho a Lily.

La feliz pareja pasaría una semana de luna de miel en Brighton y, después, Lily viviría en casa de los Clift. Por consiguiente, todo se había resuelto.

Jane y Polly parecían un poco tristes porque se iban a quedar no sólo sin Lily, sino también sin nosotras. Decían que iba a ser casi como antes de que yo me instalara en la casa.

—No exactamente —repliqué—, porque visitaréis a Lily y ella os vendrá a ver aquí. Vivirá a la vuelta de la esquina y nosotras sólo permaneceremos ausentes unos meses.

—No será lo mismo —dijo Jane.

—La vida nunca lo es —sentenció Polly.

Joe estaba, asimismo, un poco alicaído.

—Los coches no están hechos para quedarse en las cocheras y los caballos necesitan hacer ejercicio —comentó.

Le dije que sacara el coche a la calle con regularidad.

—Los coches sin pasajeros son como una salsa sin albóndigas —terció Jane.

—Pero esa situación no será para siempre. Volveremos.

Hicimos los preparativos, dominadas por una incontenible emoción.

A finales de octubre, Jane y Polly nos despidieron en la puerta de mi casa. Polly se enjugó las lágrimas con un pañuelo y, en aquel instante, me percaté de nuevo de lo mucho que las quería. Joe nos llevó a la estación.

—Estaré aquí para recibirlas cuando vuelvan —dijo—. Espero que eso ocurra muy pronto.

—Te buscaremos a la vuelta, Joe —le contesté—. ¿Qué están voceando los vendedores de periódicos?

Joe prestó atención.

—Algo sobre Rusia. En Rusia siempre ocurren cosas.

—Callaos un momento —les pedí.

—Rusia y Turquía están en guerra —dijo Henrietta—. En fin, siempre hay alguien que está en guerra.

—¡La guerra! —exclamé—. Cuánto la aborrezco. Pienso en William Clift. Sería horrible que tuviera que irse a ultramar.

—Rusia… Turquía… —murmuró Henrietta—. Todo eso está muy lejos.

Era cierto. Nos olvidamos de la guerra y decidimos concentrarnos por entero en nuestras futuras actividades.

Cuando vi Kaiserwald, creí encontrarme en un país encantado perteneciente a un cuento de hadas. El edificio era un antiguo castillo almenado que un aristócrata había cedido a las diaconisas para que lo utilizaran como hospital. Se levantaba en un idílico lugar rodeado de boscosas montañas, cuyo aire era, al parecer, muy beneficioso para los enfermos de los pulmones. Un coche nos aguardaba para conducirnos a la casa. Mientras ascendíamos por la empinada carretera, Henrietta y yo nos llenamos de júbilo.

Se aspiraba la intensa fragancia de los pinos y se oía el rumor de las cascadas. De vez en cuando, el tintineo de los cencerros nos anunciaba la presencia de las vacas pastando en los prados. Una ligera bruma lo teñía todo de un neblinoso color azul. Me quedé extasiada antes incluso de ver Kaiserwald.

Al llegar a un claro del bosque, el carruaje se detuvo bruscamente para ceder el paso a una muchacha de larga melena rubia, que guiaba con un bastón a seis gansos que no querían acelerar el paso.

El cochero le dijo algo y ella contestó, encogiéndose de hombros. Mis conocimientos de alemán distaban mucho de ser perfectos y casi había olvidado lo que aprendí en la escuela. Aun así, me pareció entender que la chica se llamaba Gerda y vivía con su abuela en una casita de las inmediaciones.

—Es un poquito corta de entendederas —dijo el cochero, dándose unas palmadas en la frente.

Le contesté que, con sus gansos, ofrecía una imagen muy bucólica.

Ya habíamos llegado al castillo, ante el cual había un pequeño lago que más parecía un estanque. Los sauces rozaban la superficie del agua y la belleza de las montañas era incomparable.

El carruaje avanzó hasta llegar a un patio, en el que descendimos. Una joven salió a nuestro encuentro. Llevaba una bata azul claro y un delantal blanco. Era rubia, tenía la piel muy blanca y se expresaba correctamente en inglés. Nos miró con cierta curiosidad no exenta de escepticismo. Más tarde nos comentó que, sabiendo que éramos dos inglesas de buena familia, no creyó que duráramos en Kaiserwald más de una semana.

Después nos acompañaron al dormitorio, que era una alargada sala de blancas paredes, dividida en pequeños compartimentos, en cada uno de los cuales había una cama. Nos comunicaron que dormiríamos allí y tendríamos que ponernos unos delantales blancos sobre las batas y cumplir todas las tareas que se nos encomendaran.

Había doscientos pacientes en el hospital, casi todos ellos gravemente enfermos.

—En caso contrario, no los admitirían —nos explicaron—. Este lugar es sólo para enfermos graves y las personas que vienen aquí tienen que trabajar de firme. No es frecuente que nos visiten señoritas como ustedes. La diaconisa superiora las ha aceptado para complacer a la señorita Nightingale.

Contestamos que lo comprendíamos y que estábamos dispuestas a aprender el oficio de enfermera.

—Eso sólo lo aprenderán al cabo de varios años de atender a los enfermos —nos respondieron.

—¡Manos a la obra! —dijo Henrietta, esbozando una radiante sonrisa.

Nuestra guía le dirigió una comprensible mirada de incredulidad. Henrietta daba toda la impresión de ser una persona frívola. En cuanto a mí, el dolor y la experiencia habían dejado una visible huella en mi rostro, la cual me confería un aspecto mucho más serio y reposado.

Nos presentaron a nuestras compañeras. Pocas de ellas hablaban el inglés. Eran personas muy religiosas que, por vocación, se dedicaban a atender a los enfermos. Casi todas procedían de familias muy pobres y se ganaban la vida de esta manera, aunque la atmósfera que allí se respiraba era por completo distinta de la que yo vislumbré fugazmente cuando fui a aquel hospital de Londres para recoger a Lily.

Nos condujeron a la presencia de la diaconisa superiora, una dama de mucho carácter, que tenía el cabello canoso y unos fríos ojos grises.

—Casi todos nuestros pacientes están aquejados de enfermedades respiratorias —nos explicó—. Algunos no se recuperarán. Los envían aquí de otros lugares de Alemania porque dicen que estos aires les son beneficiosos. Tenemos dos médicos residentes: el doctor Bruckner y el doctor Kratz—siguió diciendo. En un excelente inglés, nos explicó los objetivos del hospital—: Comparto las opiniones de la señorita Nightingale. No se hace lo suficiente para curar a los enfermos. Aquí se lleva a cabo una labor muy avanzada. Nuestro objetivo es despertar la conciencia de la gente sobre la necesidad de atender a los enfermos y hacer todo lo posible por devolverles la salud. Nuestro trabajo es unánimemente elogiado y, de vez en cuando, recibimos la visita de médicos de otros países. Ya han venido varios médicos ingleses. Les interesan nuestros métodos y creo que hacemos grandes progresos. Aquí se trabaja mucho y la vida es muy dura.

—No esperábamos otra cosa —dije.

—Nuestros pacientes requieren muchos cuidados. Apenas hay tiempo para descansar y, cuando tenemos algún hueco, estamos muy lejos de las ciudades.

—Pero hay unos bosques y unas montañas preciosas.

—Ya veremos —dijo la superiora, asintiendo.

Comprendí que, al igual que la diaconisa que nos había acompañado, no creía que pudiéramos resistir mucho tiempo allí.

La situación no era nada cómoda y me sorprendió que Henrietta la aceptara. Mi caso era distinto. Yo quería trabajar con ahínco para no pensar, y el hecho de encontrarme en circunstancias insólitas me resultaba muy beneficioso.

Nuestro régimen de vida era espartano. No creíamos que nos exigieran tanto. Estábamos obligadas a hacer todo lo que nos mandaban. Las salas estaban impecablemente limpias y nosotras teníamos que lavar la ropa de las camas y fregar los suelos. Nos levantábamos a las cinco de la mañana y a menudo trabajábamos hasta las siete de la tarde, tras dejar a los pacientes bien arropados en sus lechos. Luego, nos reuníamos para leer fragmentos de la Biblia, rezar y cantar himnos. En el transcurso de la primera semana, me encontraba tan agotada que, cuando me metía en la cama, me quedaba inmediatamente dormida como un tronco y no despertaba hasta que sonaba la campana que señalaba que teníamos que levantarnos. Me recordaba, en cierto modo, mis tiempos en el internado.

Las comidas se servían en una alargada sala de blancas paredes donde todas nos sentábamos en el sitio que nos correspondía alrededor de una mesa rectangular.

El desayuno, que tomábamos antes de las seis, consistía a menudo en una rebanada de pan de centeno y una bebida elaborada, según creo, con centeno molido. Eran platos puramente campesinos. A los pacientes les servíamos la comida a las once en punto y, a las doce, comíamos nosotras en el refectorio, generalmente caldo, verdura y un poco de carne o de pescado.

De vez en cuando, disfrutábamos de algún rato de asueto. Al término de la primera semana, durante la cual el agotamiento nos obligaba a tendernos a descansar en la cama, adquirimos la costumbre de sentarnos a la orilla del lago, para escuchar el rumor del follaje acariciado por la brisa. Aunque ya estábamos un poco más acostumbradas a la dureza del trabajo, nos apetecía mucho sentarnos allí un ratito. Por mi parte, yo experimentaba una extraordinaria sensación de paz.

A veces, mientras descansábamos a la orilla del lago, veíamos pasar a los habitantes de la aldea, distante tan sólo dos kilómetros del hospital. Casi todos tenían animales, especialmente vacas, y muchos se dedicaban a bordar vestidos y blusas que después vendían a las tiendas de las ciudades. El leñador pasaba con su hacha al hombro y nos saludaba afectuosamente. Todos sabían quiénes éramos y nos respetaban por ser las enfermeras de Kaiserwald.

Hacía mucho tiempo que no me sentía tan feliz.

Lo que más me gustaba era el trabajo en la sala de los enfermos. Ésta era una alargada estancia de blancas paredes a cuyos dos extremos había sendos crucifijos de gran tamaño. Las camas estaban muy juntas y una cortina central separaba la sección de los hombres de la de las mujeres. Los médicos trabajaban sin descanso y creo que despreciaban ligeramente a las enfermeras y, sobre todo, a Henrietta y a mí porque sabían que no trabajábamos para ganarnos la vida y que, antes de trasladarnos a Kaiserwald, no teníamos la menor experiencia en el cuidado de enfermos. Debían de considerarnos unas jóvenes con la cabeza llena de pájaros que pretendían distraerse del tedio de sus vidas corriendo aquella loca aventura.

Su actitud me irritaba más que a Henrietta. Quería demostrarles que no jugaba a ser enfermera. Me constaba que tenía especiales aptitudes para aquel trabajo y me alegré mucho cuando, un día, una paciente sufrió un ataque de histerismo y sólo pude tranquilizarla yo. Creo que, a raíz de aquel incidente, cambiaron de opinión e incluso la diaconisa superiora empezó a mostrar interés por mí.

—Hay mujeres que han nacido para ser enfermeras —nos dijo la superiora—. Otras, en cambio, necesitan aprender. Usted pertenece a la primera categoría —añadió, dirigiéndose a mí.

Pensé que era el mejor espaldarazo que podía recibir. Cuando a la superiora le preocupaba algún paciente en particular, lo encomendaba a mis cuidados. Eso me estimulaba y me producía una enorme satisfacción.

A veces, me parecía que Henrietta estaba un poco desanimada, aunque se alegraba mucho de verme tan contenta.

—Estoy muerta de cansancio —me dijo un día, sentada a mi lado a la orilla del lago—, pero pienso que es por una buena causa. Hay que soportarlo todo porque forma parte de un gran objetivo y nos permitirá localizar al Rey de los Demonios.

Así llamaba ella al hombre que yo pretendía encontrar. Se inventaba historias acerca de su perversidad y me describía su probable aspecto: era moreno, tenía los párpados entornados y los ojos soñadores, cabello negro y sonrisa satánica.

Una tarde en que ambas descansábamos a la orilla del lago, vimos emerger una grácil figura de entre los árboles. Era Gerda, la chica de los gansos.

Mi alemán había mejorado considerablemente en Kaiserwald porque allí no se hablaba otra cosa, aparte de los ocasionales comentarios en inglés que nos hacían la superiora y la diaconisa que nos recibió el día de nuestra llegada. Incluso Henrietta, que tenía menos conocimientos que yo, se atrevía a conversar, aunque le faltaba seguridad.

—Hola, ¿dónde están los gansos? —le pregunté a Gerda.

—Ya hay quien cuida de ellos —contestó—. Ahora estoy libre —añadió, mirándonos al tiempo que nos dirigía una pícara sonrisa—. Ustedes son unas damas inglesas, ¿verdad?

—Y tú eres una niña alemana.

—Yo también soy una dama.

—Pues, claro, no faltaría más.

—Suelo pasear por el bosque. ¿Ustedes también?

—No tenemos mucho tiempo para pasear, pero debe de ser precioso caminar bajo la sombra de los árboles.

—Los árboles cobran vida por la noche —dijo Gerda. Tenía una mirada distante, como si contemplara algo que a nosotras nos estuviera vedado ver—. Hay gnomos que viven en las colinas.

—¿Los has visto? —le preguntó Henrietta.

—Te tiran del vestido —contestó Gerda, asintiendo con la cabeza—. Quieren atraparte, pero no hay que mirarles nunca a los ojos porque, de lo contrario, te atrapan.

—Entonces, ¿tú nunca les has mirado a los ojos? —le pregunté.

Gerda se encogió de hombros y soltó una risita.

—¿Ha visto alguna vez al demonio? —inquirió—. Le llamaba Der Teufel.

—No. ¿Y tú?

Volvió a reírse y no contestó.

—Vives con tu abuela, ¿verdad? —le pregunté. La chiquilla asintió en silencio.

—¿En una casita junto al bosque?

Gerda movió la cabeza en gesto afirmativo.

—Y cuidas de los gansos y de las gallinas… y ¿de qué más?

—De una vaca y dos cabras.

—Debes de estar muy ocupada.

La niña asintió con la cabeza.

—Fue en el bosque —dijo Gerda—. Era el demonio.

—Ah, conque le has visto, ¿eh?

—Parece que le gusté mucho —añadió la muchacha, riéndose.

Henrietta empezó a bostezar de aburrimiento. En cambio, a mí me llamaban la atención aquella chica tan rara y sus extrañas ideas.

—Mira qué hora es —dijo Henrietta, levantándose—. Vamos a llegar tarde.

—Adiós, Gerda —dije.

—Adiós —contestó la chica.

—Curiosa muchacha —dije mientras echaba a andar en compañía de Henrietta.

—Desde luego, le falta un tornillo —contestó Henrietta.

—¿Qué habrá querido decir con eso del demonio?

—¿Y qué me dices de los gnomos?

—Supongo que oye hablar de estas cosas y se inventa historias. Es muy bonita y tiene un cabello precioso. Qué lástima que sea una deficiente mental. Bueno, menos mal que sirve para cuidar gansos. Parece muy contenta y se enorgullece mucho de su encuentro con el demonio. Me gustaría conocer más detalles sobre su vida. Quisiera conocer a su abuela. Un día podríamos visitarla… aunque no sé si seríamos bien recibidas.

—Aquí apenas tenemos tiempo para la vida social.

—Henrietta —dije—, ¿te molesta vivir aquí? ¿Quieres volver a casa?

—Pues claro que no. Si tú puedes soportarlo, yo también.

—En mi caso, es distinto. Quiero entregarme a algo verdaderamente importante y creo que siempre quise hacer algo así aunque lo ignoraba.

—Yo me quedaré aquí los tres meses. No he olvidado mi objetivo, ¿sabes? Gerda disfruta en sus encuentros con el demonio. Yo estoy dispuesta a hacer lo mismo.

Siempre que tenía una hora libre, salía a dar un paseo. A veces, me tropezaba con Gerda y sus gansos. En tales ocasiones, la muchacha me sonreía, pero apenas hablaba. Era como si no pudiera hacer dos cosas a la vez.

Los gansos nos dirigían unos chirriantes silbidos y ella los tranquilizaba. Eran unas criaturas sumamente hostiles.

El tiempo se había vuelto muy desapacible y el frío no nos permitía sentarnos a descansar a la orilla del lago. En su lugar, dábamos rápidos paseos. En la ciudad, que distaba unos tres kilómetros, se iba a celebrar una feria y a menudo nos tropezábamos con otras personas. Una brumosa tarde, vimos por primera vez a Klaus, el buhonero. Llevaba un carro cargado de toda clase de mercaderías y tirado por un asno.

Nos saludó con un alegre Guten Tag, al que nosotras contestamos cordialmente.

—Damas de Kaiserwald —dijo—. Las damas inglesas de que tanto se habla. No lo hubiera imaginado al verlas. No tiene pinta de enfermera —añadió, dirigiéndose a Henrietta—. Les presento a Klaus, el buhonero. Cualquiera les podrá decir quién soy. Suelo visitar la zona, y estamos en tiempo de feria que es cuando se hacen los mejores negocios. ¿Qué llevo en mi fardo? Algo que les interesará muchísimo, señoras mías: peines, regalos y pendientes para las orejas, sedas preciosas para hacer vestidos, gargantillas y afeites para enamorar a los hombres. Pidan por esa boca lo que quieran. Si Klaus el buhonero no lo lleva esta vez, lo traerá la próxima.

Hablaba a una velocidad endiablada y algunas de sus palabras se me escapaban, pero no era necesario hacer un gran esfuerzo para comprender la esencia de su discurso. Era un gitano muy guapo y moreno, de ojos brillantes, que llevaba aretes en las orejas. Sus andares eran garbosos, altaneros e independientes.

Nos miraba con aire divertido, preguntándose sin duda qué nos habría llevado a Kaiserwald. Creo que lo que más le llamaba la atención era nuestra juventud y nuestro aspecto de forasteras.

—Lo que ustedes quieran, señoras —siguió diciendo—. Se lo piden a Klaus, y él se lo trae. Una pieza de seda o de terciopelo, abalorios que hagan juego con sus ojos, azules para la una y verdes para la otra. Puedo servirles lo que deseen.

—Gracias —contestó Henrietta—, pero aquí no tenemos muchas ocasiones de ponernos estas cosas.

—Siempre hay que buscar un poco de tiempo para la diversión, señoras —nos dijo Klaus, agitando un dedo en gesto admonitorio—. No se pasen el día trabajando. Eso no es natural. En la vida, hay que pasarlo bien y, si no se aprovechan las oportunidades, éstas se escapan y no vuelven jamás. Un poco de seda para un precioso vestido… verde para realzar el tono cobrizo de su cabello. No todas las jóvenes poseen una melena como la suya, ¿sabe? Tiene que sacarle el máximo provecho.

—Ya lo pensaremos —le contesté.

—No tarden mucho en pensarlo, de lo contrario, Klaus el buhonero se irá.

—Pero volverá.

—Claro que volverá. Pero no olvide que el sol sale y se pone y pasa otro día… y cada día nos acerca un poco más a la vejez.

—Nos acaba usted de recordar la fugacidad del tiempo y nosotras disponemos de muy poco. Tenemos que irnos.

—Qué hombre tan curioso —dijo Henrietta mientras nos alejábamos.

—Desde luego, palabras no le faltan —contesté.

El día era muy fresco, pues ya estábamos a finales de noviembre. Un viento racheado barrió las grises nubes del cielo. Henrietta y yo teníamos una hora libre por las tardes y, en días como aquél, nos gustaba pasear por el bosque. Me encantaba oler la fragancia de los pinos y oír el sonido de los cencerros de las vacas, llevado hasta nosotras por el viento. Siempre pensé que los bosques poseían un hechizo especial. No me extrañaba que Gerda tuviera aquellas fantasías.

Pasamos por delante de su casita y la vimos canturreando en el jardín. La saludamos, pero no pareció oírnos. Era un comportamiento muy propio de ella. Nos adentramos en el bosque y, al cabo de unos diez minutos, empezó a llover. A través de las copas de los árboles, vimos unos siniestros nubarrones negros. En lugar de acogernos amablemente, el bosque se había convertido de repente en una amenaza para nosotras. Los árboles parecieron adquirir formas grotescas y el rumor del viento semejaba el gemido de unas voces humanas. Se lo comenté a Henrietta y ésta se echó a reír.

—Para ser una persona tan práctica y sensata, a veces tienes fantasías muy raras —me dijo.

Echamos a correr a través de los pinos y, cuando llegamos al claro en el que se levantaba la casita de Gerda, empezó a llover a cántaros.

Se abrió la puerta de la casa y apareció una mujer. La había visto una vez y sabía que era la abuela de Gerda.

—Se van a quedar caladas hasta los huesos, señoritas —nos dijo—. Entren. Pasará enseguida. No es más que un aguacero.

Me alegré de la invitación porque sentía una enorme curiosidad por las habitantes de aquella casa. Frau Leiben tenía unos sesenta años y la casa estaba impecablemente limpia.

—Gracias por ofrecernos cobijo —le dije.

Es lo menos que puedo hacer. Siéntense, por favor.

Una vez nos hubimos sentado, añadió:

—Aquí todos estamos muy agradecidos a las damas de Kaiserwald porque hacen mucho bien. Y ustedes, que son inglesas, ¿han venido a estudiar nuestros métodos?

Le contesté que permaneceríamos allí tres o cuatro meses y después regresaríamos a casa.

—De vez en cuando, viene gente de fuera —dijo la mujer.

—¿Dónde está Gerda? —le pregunté—. ¿Es posible que esté por ahí con esta lluvia?

—Ya se guarecerá en algún sitio. Un poco de sentido común sí tiene, por lo menos —contestó frau Leiben, sacudiendo tristemente la cabeza.

—Es una niña muy guapa —comenté yo—. Y está graciosísima con sus gansos. Si yo fuera un artista, pintaría su retrato.

—Me preocupa mucho —dijo frau Leiben, lanzando un suspiro—. ¿Qué será de ella cuando yo no esté? ¿Quién cuidará de ella? Si fuera como las otras, se casaría y tendría un marido. Puede que su madre venga a llevársela… Tenía cinco años —añadió— cuando mi hija y su marido la dejaron conmigo. Pensaba que regresarían, pero jamás lo hicieron. Están en Australia. Y ahora, Hernian ha muerto. Las buenas diaconisas hicieron lo que pudieron por él, pero no lograron salvarle la vida y me quedé sola. Hace tres años que estoy sola.

—Aquí la gente es muy servicial —dijo Henrietta—. Debe de ser agradable vivir en un lugar como éste.

—Es cierto —contestó frau Leiben—. Todos fueron muy buenos conmigo cuando murió Herman. La carga no me resultaba tan pesada cuando él vivía porque ambos la compartíamos.

Nos miró como si temiera hablar demasiado. Al fin y al cabo, éramos unas simples desconocidas. La gente solía confiar en mí porque intuía mi insaciable curiosidad por conocer su vida. De repente, frau Leiben decidió contarnos su historia. Ella y Herman tuvieron una hija llamada Clara a la que mimaban en exceso. Se parecía mucho a Gerda, sólo que era más lista e inteligente. Querían lo mejor para ella. Se fue a visitar a una prima suya que vivía en Hamburgo y allí conoció a Fritz y se casó con él.

—De hecho, nunca más volvió —dijo frau Leiben—. Sólo venía a vernos de vez en cuando, y nada más. Ésta ya no era su casa. Nos dimos cuenta de que era feliz y nos alegramos por ella, aunque sufrimos una amarga decepción. Cuando nació Gerda, tuvimos una gran alegría… pero resultó que era anormal. En realidad, ellos no la querían; por lo menos, Fritz no la quiso jamás. Puesto que no era una niña normal, les suponía un estorbo y la trajeron aquí. De vez en cuando venían a verla. Luego, Fritz dejó la Marina y los dos se fueron a Australia. No quisieron llevarse a Gerda. Herman aún no había muerto y quería a Gerda con locura. Ambos salían a pasear juntos por el bosque. Entonces teníamos más vacas. Él le contaba antiguas leyendas de los dioses y de los héroes e historias de los dragones y de los gnomos de las montañas. Ella le escuchaba arrobada. Todo era más fácil cuando Herman estaba aquí. Después mi marido enfermó de los pulmones y murió. No paraba de toser, era una pena. Le llevaron a Kaiserwald y allí falleció y yo me quedé sola.

—Cuánto lo siento —comentó Henrietta.

—Gerda es una niña muy feliz —añadí yo.

—Ella vive inmersa en su mundo de sueños y en las historias que Herman le contaba. Recuerdo la última Navidad que pasamos con Herman. Adornamos el árbol, colgamos los adornos y le pusimos velas. Pronto volveré a tener otro. El viejo Wilhelm, el leñador, me lo trae a casa y yo lo adorno. Gerda se divierte mucho, pero todo resulta muy triste desde que no está Herman.

Observé que había cesado de llover. Tendríamos que darnos prisa para no llegar tarde.

—Ha sido una conversación muy agradable, frau Leiben —dije—. Espero que su hija venga pronto a verla.

—Australia está muy lejos para venir.

—¡Qué historia tan triste! —le comenté a Henrietta durante el camino de vuelta—. Pobre Gerda y pobre frau Leiben.

—No creo que Gerda se sienta muy desdichada —dijo Henrietta—. Es una de las compensaciones de ser así. No se percata de nada y no echa de menos a su madre. No sufre por el hecho de que la hayan abandonado.

—No sabemos lo que piensa. Espero que les traigan un abeto muy bonito. El árbol de Navidad y los adornos son una hermosa costumbre alemana. En Inglaterra está arraigando mucho desde que el príncipe Alberto se casó con la reina.

—Ya la empezó a introducir la reina madre —me explicó Henrietta.

—No sé qué van a hacer en Kaiserwald.

—Supongo que nada. Unos cuantos himnos y plegarias.

—Pues se tendría que hacer algo. Creo que sería muy beneficioso para los pacientes. Pienso que en Kaiserwald falta un poco de alegría.

—Eso se lo tendrías que decir a la D. S.

La D. S. era la diaconisa superiora.

—Puede que lo haga.

—Ve con cuidado. Te podría echar con cajas destempladas.

*****

Pedí una cita con la diaconisa superiora, o una audiencia, tal como la llamaba Henrietta. Me la concedió de mil amores y yo noté en la actitud de la dama un respeto hacia mí que Henrietta no había conseguido despertar en ella.

La diaconisa superiora me invitó a sentarme. Tenía el escritorio cubierto de papeles que tocaba de vez en cuando como para darme a entender que estaba muy ocupada y no me podía dedicar mucho tiempo.

Fui directamente al grano.

—Se acerca la Navidad y me gustaría saber qué haremos ese día.

—Cantaremos villancicos y rezaremos unas oraciones especiales.

—¿No habrá ninguna fiesta?

—No la entiendo, señorita Pleydell.

Bueno pues, por ejemplo, un árbol —dije. Pero al ver su mirada de asombro, añadí—: He pensado que podríamos poner dos, uno a cada extremo de la sala. Después, podríamos descorrer la cortina que separa la sección de hombres de la de mujeres para que todos pudiéramos estar juntos. Me gustaría hacerle un regalito a cada enfermo. No sería mucho, claro, una bagatela. Los podríamos colgar de los árboles y distribuirlos uno por uno.

Me dejó proseguir mi explicación porque el asombro la había dejado sin habla. Comprendí que mi temeridad le parecía inaudita. Nadie le hablaba de aquella manera a la diaconisa superiora. Nadie se atrevía a introducir nuevos métodos en Kaiserwald.

—Señorita Pleydell —dijo la superiora, levantando un dedo para interrumpirme—, creo que no lleva usted aquí el tiempo suficiente y desconoce nuestro sistema. Estas personas están enfermas, algunas de ellas muy gravemente…

—Creo que a los pacientes menos graves les sentaría bien un poco de diversión, sería un pequeño alivio para ellos. Sus jornadas son muy largas y ellos se aburren, lo cual les produce apatía y les quita el deseo de vivir. Si pudieran distraerse un poco, se animarían.

—Aquí no estamos para animar a la gente, señorita Pleydell, sino para curar sus cuerpos.

—A veces, lo uno depende de lo otro.

—¿Me está diciendo que usted sabe dirigir un hospital mejor que yo?

—No, de ninguna manera. Tan sólo que, a veces, los de fuera pueden aportar sugerencias útiles.

—La idea es absurda. No podemos malgastar el dinero. Lo necesitamos para cosas más razonables.

—Pero es que eso es muy razonable. Creo que la alegría espiritual contribuye a curar el cuerpo.

—Y, si accediera a su disparatada sugerencia, ¿qué? ¿Dónde encontraríamos el dinero para comprar todas estas… bagatelas? ¿Sabe que aquí tenemos a cien pacientes?

—Lo sé. Estoy segura de que nos regalarían los árboles. Los habitantes de esta zona nos aprecian mucho.

—Y usted, ¿cómo lo sabe?

—Porque he hablado con ellos. Les conozco lo bastante como para saber que harían todo lo posible por una causa como ésta.

—¿Y las bagatelas?

—Yo las compraría. Y la señorita Marlington también colaboraría. Hay un buhonero que nos las podría conseguir. Pequeños detalles, pañuelos, adornos, algo que les haga comprender que es un día especial.

—Y lo es. Conmemora el nacimiento de Jesucristo. Cantaremos villancicos navideños y yo me encargaré de que les recuerden el significado de la Navidad.

—Pero el nacimiento de Jesucristo tiene que ser motivo de júbilo. Estoy segura de que el estado de los pacientes mejoraría. Tenemos que procurar que esperen con ansia ese día. Creo que el hecho de sentirse felices y contentos es bueno para su salud.

—Pues yo creo, señorita Pleydell, que está usted perdiendo mi tiempo y el suyo.

Fue su manera de despedirme.

No me quedó más remedio que retirarme.

*****

A los pocos días, la diaconisa superiora me mandó llamar.

—Siéntese, señorita Pleydell —me dijo.

Así lo hice, temiendo que fuera a anunciarme mi expulsión del centro. Mi sugerencia la había escandalizado. Era una mujer profundamente religiosa, de fuerte y noble carácter, pero sin el menor sentido del humor. Yo sabía que, a menudo, tales personas carecen de comprensión humana. Debía de creer que todo el mundo estaba obligado a aceptar su elevado código moral en el que no se incluían las frivolidades que yo le había propuesto introducir.

Pero sus palabras me dejaron de una pieza.

—He estado pensando en sus ideas, señorita Pleydell. He observado que tiene usted cierto talento para el cuidado de los enfermos, aunque no siempre se adapta a nuestros métodos.

«Vaya por Dios —pensé— ya estamos».

—Posee usted todas las cualidades de una buena enfermera. Cree que un poco de diversión sería beneficioso para los pacientes y estaría dispuesta a aportar su colaboración económica. Tiene suerte de poder hacerlo —añadió, esbozando una leve sonrisa. Era la primera vez que la veía sonreír—. Su amiga, la señorita Marlington, no está tan capacitada como usted. Pero es una persona alegre y voluntariosa y creo que los pacientes le tienen simpatía. He hablado con el doctor Bruckner y con el doctor Kratz y ambos opinan que lo que usted propone no ejercería efectos perjudiciales en los pacientes. Señorita Pleydell, voy a permitirle poner en práctica su experimento. Ya veremos qué enfermos estarán en condiciones de participar y si ello les afectará negativamente.

—No lo creo posible.

—Ya veremos. Yo no quiero tener nada que ver con el asunto. Será cosa exclusivamente suya, usted conseguirá los árboles… y pagará las bagatelas de su propio bolsillo. Lo organizará todo usted sola y podrá contar con la ayuda de otras enfermeras, en caso de que ellas estén de acuerdo. Lo dejo enteramente en sus manos. Para usted serán las alabanzas o los reproches.

—No sabe cuánto se lo agradezco —dije.

La diaconisa superiora hizo un gesto con una mano y vi de nuevo en sus labios el asomo de una sonrisa. Me pareció adivinar que me miraba con cariño.

Corrí alborozada en busca de Henrietta, que se entusiasmó con mi idea. Primero, teníamos que elaborar un plan. Buscaríamos al buhonero. La feria aún no había terminado y él había montado allí un tenderete. Iríamos a verle al día siguiente y le pediríamos al leñador que nos consiguiera dos árboles, los más grandes y mejores que encontrara. Los podría cortar una semana antes de Navidad para que estuvieran lozanos.

—Bueno —dije—, ahora tenemos que localizar a Klaus, el buhonero. Mañana iremos a la feria.

Nos sorprendió la reacción de las enfermeras. Casi todas querían colaborar, excepto las más ancianas, que consideraban pecaminosa la diversión. Siempre había unas cuantas dispuestas a relevarnos para que, de este modo, pudiéramos organizar los preparativos.

Los pacientes ya sabían que colocaríamos un gran abeto en la sala el día de Navidad y yo me alegré de ver que la perspectiva les alegraba. Los que no estaban muy graves hacían comentarios entre sí. Sólo los más enfermos se mostraban indiferentes.

Estaba segura de que encontraríamos al buhonero en la feria. Ésta se clausuraba el treinta de noviembre y, por lo tanto, teníamos que darnos prisa.

La feria se celebraba en un campo situado en las afueras de la localidad. Ya desde lejos, Henrietta y yo oímos el sonido de los violines. Las vistosas barracas de color rojo y azul contrastaban con el verde de los árboles. Al acercarnos, vimos a unas jóvenes vestidas con traje regional, con unas cofias puntiagudas y muchas enaguas bajo unas faldas acampanadas que dejaban al descubierto los blancos encajes. Los hombres llevaban calzones de cuero y se tocaban con sombreros de tres picos adornados con plumas. Me pareció que estaban todos muy contentos. En la plaza, un grupo de jóvenes danzaban al son de dos violines. Pensé que ojalá pudiera llevarlos al hospital para que alegraran a los enfermos. Nos quedamos un rato a mirarlos y después arrojamos unas monedas en el sombrero colocado sobre los adoquines para que los viandantes pudieran manifestar su aprecio.

Nos abrimos paso por entre los tenderetes cargados de mercaderías tales como guarniciones, artículos de vestir —zapatos, botas, vestidos—, verduras, huevos y queso, chucherías, telas y joyas de todas clases.

Pregunté por Klaus el buhonero y nos indicaron dónde se encontraba su tenderete.

Allí estaba, subido sobre una caja de madera, arengando a los viandantes y engatusando o reprendiendo a las mujeres por no saber reconocer el valor de sus mercaderías.

—¡Es la mejor ocasión de su vida! —gritaba—. Vamos, señoras, ¿en qué piensan? ¿Van a dejar escapar una oportunidad como ésta? Venga aquí, preciosa, cómprese una bonita pieza de terciopelo suave como la seda. Con la figura que tiene, se lo merece. Acérquese, señora.

La mujer cayó en la trampa y empezó a acariciar el terciopelo. En aquel instante, Klaus se percató de nuestra presencia.

—Bienvenidas, señoras. Vengan a comprar. Ustedes, damas inglesas, saben distinguir lo bueno.

—Atienda a esta señora, Klaus —le dije—. Después hablaremos con usted.

Klaus vendió la pieza de tela y nos miró expectante.

—Quiero que me aconseje sobre los adornos que puedo colgar en un árbol navideño —le dije.

—Ha encontrado al hombre más indicado, preciosa mía. Klaus tiene todo cuanto usted necesita. Eche un vistazo. ¿Qué le gusta más? Si Klaus no lo tiene, se lo proporcionará.

—Es para el hospital —le contesté.

—¿Lo quiere de balde? —me preguntó, mirándome con recelo.

—No, no. Pensamos pagarle. Quisiéramos comprar unos cien regalitos.

—¡Cien! —exclamó Klaus—. Eso es muy serio. Hablaremos, pero no aquí en la calle. Eso se habla alrededor de una mesa. Así es como se hacen los grandes negocios.

Se acercó los dedos a la nariz, supongo que para darnos a entender que era un hábil comerciante.

—¡Ven, Jacob! —gritó. Un muchacho, que era casi un niño, se acercó presuroso—. Encárgate del tenderete. Yo voy a hablar de negocios con las señoras.

Nos acompañó al otro lado de la plaza, hacia una extensión de césped que había delante de la posada. Cuando hacía buen tiempo, el dueño colocaba allí mesas y sillas. En invierno, en cambio, el Biergarten no se utilizaba.

Entramos y Klaus pidió cerveza. Nos la sirvieron en unas grandes jarras mientras él apoyaba los brazos sobre la mesa y nos miraba en silencio.

Le expliqué brevemente nuestro proyecto. Él nos sugirió pañuelos de fantasía de distintos colores y bordados para las mujeres, collares de cuentas, adornos, pequeños cuencos de vistosos colores, cuadritos que representaban escenas del bosque en verano y en invierno, figurillas, juglares con cascabeles en los tobillos, abanicos… Y, para los hombres, pañuelos grandes, rompecabezas… Ya pensaría en otras cosas.

—Veo que tiene muchas ideas —le dije—. Los necesitamos dos semanas antes de Navidad.

—Eso está hecho —contestó Klaus—. Lo traeré todo en mi próxima visita y lo tendré listo para ustedes.

—¿Podemos contar con ello? —preguntó Henrietta.

—Pues claro que pueden contar con Klaus —dijo éste, mirándola ofendido—. Cuando yo digo una cosa, la hago. ¿Cómo podría hacer negocio si no? Suelo venir por aquí dos veces al mes. Nunca fallo. Y, cuando digo que traeré algo, lo traigo.

—Estoy segura de que podemos confiar en usted, Klaus. Sobre todo, sabiendo, como sin duda sabe, que estos pobres enfermos del hospital dependen de usted. Si no nos trajera los regalos, sufrirían una terrible decepción. Ya hemos encargado los árboles. Ya ve usted lo importante que es todo eso.

—Tienen mi palabra, señoras. Ahora, vamos a hacer los cálculos. ¿Cuántos hombres hay?

Nos bebimos la cerveza y nos reímos de Klaus, el cual estaba encantado con el pedido, pero temía no cobrarlo. Al fin, le dije que Henrietta y yo lo pagaríamos todo.

—Discúlpenme que les mencione una cosa tan vulgar como el dinero, pero es que soy un pobre que se gana la vida de esta manera.

—No faltaba más —dije—. ¿Quiere que le paguemos algo a cuenta?

—Mein Gott! —Exclamó Klaus—. Es un placer hacer negocio con semejantes damas. Tengan la seguridad de que les traeré puntualmente los regalos. Si no estuvieran ustedes tan por encima de mí, me enamoraría perdidamente de las dos.

Se nos hizo tarde, pero alcanzamos nuestro objetivo. Klaus nos traería sin falta lo que necesitábamos porque ya le habíamos entregado una cantidad a cuenta.

Al llegar al hospital, nos dijeron que la diaconisa superiora quería vernos inmediatamente.

Henrietta hizo una mueca.

—Ahora nos dirá que perdemos demasiado tiempo en todo eso. Ya lo verás. Estoy segura de que la D. S. no es partidaria de la idea y espera que fracasemos.

—No lo creo. Creo que, si comprueba que eso es beneficioso para los pacientes, se alegrará.

—A saber qué querrá ahora de nosotras.

—Vamos a verlo.

La encontramos sentada detrás de su escritorio. Al vernos entrar nos saludó con la cabeza y nos rogó que nos sentáramos.

—De vez en cuando, recibimos visitas del extranjero —nos explicó—. Son personas importantes, generalmente médicos. La semana que viene recibiremos la visita de un personaje muy famoso, como lo son todos los que vienen aquí. Es un médico de Inglaterra. Aquí, casi nadie domina el inglés, lo cual constituye a menudo un obstáculo. Deseo que ustedes dos hablen con el visitante y le expliquen todo cuanto quiera saber, si pueden hacerlo. Como ustedes no ignoran, mi inglés es muy imperfecto. Espero que sean muy serviciales con el doctor Fenwick.

—Lo haremos encantadas —dije.

—Será un placer —añadió Henrietta.

—Creo que se quedará aquí unas semanas. Es lo que suele ocurrir. Le prepararemos una habitación. Me gustaría que ustedes lo supervisaran todo porque sin duda sabrán mejor lo que él espera. Quisiera, asimismo, que lo recibieran cuando llegara.

Le repetimos que lo haríamos todo con mucho gusto.

—Vaya sorpresa —me dijo Henrietta al salir del despacho—. ¡Qué emocionante! Vamos a ver a un inglés y, por si fuera poco, famoso. ¡Imagínate! Un poco de presencia masculina no nos vendrá nada mal.

—Ya tienes al doctor Bruckner y al doctor Kratz.

—Te los regalo —respondió Henrietta, encogiéndose de hombros.

—Gracias, pero no lo acepto. Eres muy frívola, Henrietta. Antes de convertirlo en el héroe de tus sueños, espera a ver al doctor Fenwick.

—Tengo la impresión de que será muy guapo y encantador, justo lo que necesito para alegrar mis días.

—Ya veremos —dije.

*****

Cumpliendo su palabra, Klaus nos facilitó los regalitos a su debido tiempo y nosotras quedamos encantadas con el trato.

Empezamos a preparar los boletos y los números y, cuando faltaba una semana para la Navidad, colocamos los árboles en la sala y los adornamos con velas. Se expusieron los regalos y los enfermos se entusiasmaron con ellos. Estaba segura de que la idea iba a ser un éxito. Fue entonces cuando llegó el doctor Charles Fenwick.

La premonición de Henrietta resultó acertada. Aunque no fuera lo que se dice guapo, era un hombre apuesto y encantador; tendría unos treinta años y su seriedad indicaba bien a las claras que estaba plenamente entregado a su trabajo. Cuando Henrietta y yo le recibimos, se congratuló de que hubiera dos inglesas en el lugar. Nuestra común nacionalidad hizo que surgiera inmediatamente la amistad.

Henrietta comentó que era una suerte poder hablar con alguien en inglés. Al ver que yo arqueaba las cejas, añadió:

—Me refiero a una persona del sexo masculino.

El doctor Fenwick nos hizo muchas preguntas sobre el funcionamiento del hospital y consideró que nuestro plan navideño era excelente. Pasaba mucho tiempo con el doctor Bruckner y con el doctor Kratz, con quienes cada día visitaba a los enfermos. Quería conocer los detalles de cada caso y comparar notas. Los métodos de Kaiserwald le parecían inmejorables.

Un par de veces salió a dar un paseo por el bosque con nosotras. La zona le parecía preciosa y dijo que lamentaba no poder quedarse mucho tiempo. Sólo permanecería en el hospital seis semanas como máximo.

Nos miró sonriendo como para darnos a entender que nosotras seríamos una de las razones, o tal vez la principal, de su pesadumbre.

Le dije que tanto Henrietta como yo nos marcharíamos al cabo de un mes. Nos habían aceptado durante tres meses y el período estaba a punto de finalizar. Nos habían concedido la autorización gracias a la amistad de Henrietta con la señorita Nightingale.

—Se comprende que no esperaran demasiado de unas damas como ustedes —dijo el doctor Fenwick—. ¡Craso error! De todos modos, supongo que ninguna de las dos poseía experiencia en este campo.

—Ninguna en absoluto —le contesté.

—Pero Anna tiene unas cualidades innatas para este trabajo —terció Henrietta—. Incluso la diaconisa superiora lo ha advertido y aprueba su labor.

—Yo me di cuenta enseguida.

El doctor Fenwick nos comentó la espantosa situación en que se encontraban los hospitales de todo el mundo —para nuestra vergüenza, nuestro país no era una excepción— aunque, por suerte, había lugares como Kaiserwald y sus filiales, y se empezaba a hacer algo para mejorar las cosas. Nos habló de los pacientes y nos comentó los síntomas, cosa que el doctor Bruckner y el doctor Kratz no hacían jamás, y cuando se refirió a Inglaterra, comprendí que estaba preocupado por el sesgo que tomaban los acontecimientos.

—¿Aún está Rusia en guerra contra Turquía? —le pregunté—. Nos enteramos de la noticia antes de nuestra partida.

—La situación es alarmante —contestó el doctor Fenwick—. Cuando empiezan estas cosas, nunca se sabe cómo terminarán. Durante muchos años, Rusia ha codiciado las riquezas de Constantinopla y del sultán.

—Menos mal que eso queda muy lejos de casa —terció Henrietta.

—Las guerras tienen por costumbre arrastrar también a los que se encuentran muy lejos —dijo el doctor Fenwick, mirándola muy serio.

—¿No pensará usted que nosotros nos veremos envueltos en esta idiotez?

—Ojalá pudiera tener el convencimiento de que no. Sin embargo, no podemos permitir que Rusia adquiera demasiado poder. Además, tenemos obligaciones con los turcos. El primer ministro es contrario a la guerra.

—¿Quiere usted decir que nosotros… podríamos entrar en guerra?

—En caso de que se agrave la situación, sí. Palmerston está a favor de esa idea y hay mucha gente que le apoya. No me gusta nada el cariz que han tomado los acontecimientos. La gente glorifica la guerra. Para el hombre de la calle que está tranquilamente sentado en su casa, todo se reduce a enarbolar banderas y entonar himnos patrióticos. Para el pobre soldado, ya es otra cosa. El espectáculo que yo he visto… heridos, muertos…

—Es una conversación un poco triste, teniendo la Navidad a la vuelta de la esquina —dijo Henrietta.

—Perdónenme. Me he dejado llevar por los sentimientos.

El doctor Fenwick se echó a reír y yo le hablé de mis proyectos navideños y de mi esperanza de que la diaconisa superiora los aprobara.

Pero me sentía inquieta a pesar de lo lejos que estaba todo aquello. Nosotras nos hallábamos allí, en medio de los bosques y las montañas y en plena época navideña. Iban a ser unas navidades muy distintas de las que antaño conocimos.

Al llegar el gran día, me desperté muy nerviosa. No podía quedarme a holgazanear en la cama. Eran las cinco de la mañana… hora de levantarse.

Miré a Henrietta, acostada en la cama. Dormía profundamente. Me levanté y me acerqué a ella. Estaba preciosa con su rizado cabello rubio enmarcándole desordenadamente el rostro. Tenía un aire inocente y casi infantil. Me invadió una oleada de ternura al pensar en las penalidades que había sufrido y en lo distinta que hubiera sido su vida en aquellos momentos de haberse casado con lord Carlton. Y, sin embargo, no se arrepentía. Hablaba mucho de la libertad y yo la comprendía porque también la apreciaba mucho.

—Despierta —le dije—. Y feliz Navidad.

—Anda, déjame en paz —gimoteó, abriendo lentamente los ojos—. Soñaba en una cosa muy bonita. Me encontraba en el bosque y un gnomo perverso me perseguía. Entonces, aparecía un apuesto caballero montado en un corcel, para salvarme. ¿A que no sabes quién era?

—¿No sería tal vez el doctor Charles Fenwick?

—Eso hubiera sido demasiado lógico y mucho más emocionante —contestó Henrietta, sacudiendo la cabeza—. Se cubría el rostro con una máscara y, cuando se la quitó, vi que era moreno y tenía los ojos negros. Nada menos que nuestro malvado doctor Demonio. Me fastidia que me hayas despertado precisamente ahora. Quería ver qué pasaba. ¿Sabes, Anna? Últimamente nos hemos olvidado mucho de nuestro proyecto. Estoy segura de que tú no habrás pensado más que en nuestro árbol de Navidad.

—Hemos tenido que organizar muchas cosas y, además, teníamos deberes más urgentes que cumplir.

—¿Por qué no me has dejado quedarme en el bosque con nuestro Demonio?

—Vamos, llegaremos tarde al desayuno.

Fue un día memorable que jamás olvidaré. Me sorprendió la transformación que los árboles de Navidad habían producido en la sala. Los enfermos menos graves lo comentaban animadamente entre sí y llevaban muchos días esperando el momento con ansia.

¡Al fin llegó la Navidad! Recordé los años pasados en la India, cuando los ingleses se afanaban en organizar lo que ellos llamaban unas navidades inglesas. Sin embargo, jamás lo conseguían del todo porque no tenían los medios suficientes. Las navidades tradicionales que yo conocí eran las de la rectoría, con las fiestas infantiles en la sala de actos de la iglesia, los cantores de villancicos con sus faroles, y las ceremonias de la iglesia en la que el coro de niños proclamaba con voces inocentes e impersonales la gloria del nacimiento de Jesucristo, aunque sus pensamientos estuvieran realmente en otra parte: en el pato asado y en el pastel de Navidad, llevado a la mesa flameado con coñac. Y el vino casero de Grace y los ritos de la iglesia. Ésas eran las navidades que yo recordaba. Y también las navidades en el monasterio, sabiendo que Aubrey y yo estábamos cada vez más distanciados el uno del otro, y las navidades con Julian, cuando yo instalaba la cunita en su cuarto y preparaba la imagen del Niño Jesús que colocaba en ella el mismo día de Navidad, pensando que, al año siguiente, mi hijito podría comprenderlo todo mejor. Pero ya no hubo año siguiente para él.

Las navidades eran un tiempo para dedicarlo al recuerdo y yo estaba segura de que jamás podría olvidar las de Kaiserwald.

El reparto de regalos fue muy emocionante. El doctor Fenwick extrajo los números y Henrietta sacó los nombres. Yo tomaba el regalo y se lo entregaba al paciente a quien le había correspondido.

Los enfermos parecían muy felices, no tanto por el pañuelo, el abanico o las jarritas o estuches, cuanto por la atmósfera navideña y el ambiente de fiesta que se respiraba.

La distribución de los regalos se efectuó después del almuerzo y más tarde ofrecimos un pequeño concierto a los enfermos. Una enfermera tocó la flauta dulce y el doctor Kratz hizo una exhibición de sus dotes de violinista. Henrietta, que poseía una bonita voz, interpretó unas canciones.

Me conmoví profundamente al escucharla. Eran antiguas canciones inglesas que los pacientes no entendían, pero que supieron apreciar de todos modos. El repertorio fue muy variado. Nos cantó El vicario de Brary, seguida de Annie Laurie, Venid, doncellas y mancebos y Una mañanita. Supo transmitir la exuberancia de los campesinos con tanta eficacia que, si bien no entendieron las palabras, los enfermos consiguieron captar los sentimientos que expresaban. Con los bucles dorados enmarcándole el rostro, Henrietta estaba muy hermosa.

Observé que el doctor Fenwick la observaba mientras cantaba, y pensé: «Creo que se está enamorando de ella».

Me pareció de lo más natural que un hombre se enamorara de Henrietta.

*****

La aventura navideña alcanzó un resonante triunfo que nadie hubiera podido negar. Con su honradez característica, la diaconisa superiora no tuvo inconveniente en reconocerlo. Otra persona hubiera podido criticarnos y decir que algunos pacientes se habían fatigado o que habíamos causado molestias a los que se encontraban más graves. Sin embargo, no fue así, y las ventajas superaron con mucho los inconvenientes.

La diaconisa superiora nos llamó a Henrietta y a mí a su despacho, y nos dijo:

—Todo estuvo muy bien. Los médicos no tienen más que elogios para ustedes. Ambas han trabajado con ahínco, sin descuidar sus restantes deberes.

—¡Quién lo hubiera creído! —exclamó Henrietta al salir—. Me ha parecido incluso que sonreía. No podía esbozar una sonrisa de oreja a oreja, pero ha estado a punto de hacerlo.

—Por lo menos, ha reconocido que fue un éxito.

—No tenía más remedio que hacerlo porque eso estaba muy claro.

Nos pasamos unos días celebrando nuestro triunfo hasta que llegó Año Nuevo.

—Dentro de poco —le recordé a Henrietta—, tendremos que irnos.

—¿Lo lamentarás?

—No lo creo. Ha sido una experiencia interesante y me parece que he aprendido muchas cosas. Me siento una experta y ha sido maravilloso, pero no quisiera pasarme toda la vida aquí. ¿Y tú?

—Esto va a ser muy aburrido sin el doctor Fenwick.

La miré fijamente sin decir nada.

—¿Tú no lo crees así? —me preguntó.

—Pues claro.

—Es como un recuerdo de nuestro país. Es bonito tener a alguien que comprende nuestras bromas… alguien con quien poder hablar con naturalidad. Ya sabes a qué me refiero.

—Lo sé muy bien.

—Te admira mucho.

—Y a ti también, creo.

—Piensa que tú tienes algo especial —dijo Henrietta, encogiéndose de hombros—. Dice que no tendrías que dedicarte a las humildes tareas de una enfermera, sino a dirigir y organizar… Te aseguro que le has causado muy buena impresión.

—Creo que tú también.

—Dos inglesas evidentemente acostumbradas a las comodidades de la vida viniendo a un lugar como éste. Como es lógico, no le dije que todo formaba parte de un gran proyecto y que, bajo el disfraz de enfermeras, somos unos sabuesos que siguen el rastro de un monstruo.

—Me alegro de que no lo hicieras. Nos hubiera tomado por locas.

Henrietta se echó a reír y yo me pregunté si correspondería a los sentimientos del médico.

Hacía mucho frío y las montañas estaban nevadas. Más tarde, nos dijeron que las condiciones climáticas podían ser muy duras en aquella zona. En Kaiserwald se empezaron a hacer preparativos como si hubiera que resistir un asedio. Una de las enfermeras me dijo que una mañana podíamos levantarnos y encontrarnos con que la nieve había tapado las puertas. El año anterior, se habían pasado tres semanas sin poder salir del hospital. Teníamos que estar preparadas para esta eventualidad.

Henrietta y yo teníamos que marcharnos en febrero. Sabía que echaría de menos aquel lugar, pero deseaba irme. Estaba segura de que el cambio de ambiente y la sensación de ir acercándome cada vez más a mi objetivo habían mitigado mi tristeza. Sin embargo, ésta podía abatirse de nuevo sobre mí en cualquier instante.

Charles Fenwick dijo que, si nos parecía bien, intentaría regresar a Inglaterra con nosotras. Henrietta se puso muy contenta.

—¿Significa eso que tendrá que prolongar un poco más su estancia aquí? —le pregunté.

—Tal vez un poco, pero he hablado con la diaconisa superiora y está de acuerdo. Considera oportuno que viajen ustedes con un acompañante y no le parece correcto que atraviesen Europa solas.

—Ya lo hicimos al venir.

—Sí, y eso la sorprendió mucho. Permitirá con sumo gusto que me quede hasta que ustedes se vayan, cosa que ocurrirá, si no me equivoco, a principios de febrero.

Accedimos a esa proposición.

Los días adquirieron un nuevo sabor porque estaban contados. Yo había demostrado con creces que estaba capacitada para ser enfermera. Lo reconocía incluso la diaconisa superiora, la cual me trataba con un respeto que no le demostraba a Henrietta y ni siquiera a sus mejores enfermeras.

Mantuve varias conversaciones con el doctor Fenwick, en el transcurso de las cuales éste me comentó las enfermedades de los pacientes y la mejor forma de tratarlos. Me dijo que muchas veces se sentía frustrado porque ignoraba las causas y le resultaba difícil trabajar a ciegas y tener que hacer experimentos.

—Sin embargo, tenemos que descubrir el origen de las enfermedades —añadió—. ¿Qué podemos hacer? Creemos que un determinado método puede ser útil, pero no lo sabemos hasta que lo ponemos en práctica.

A veces, me hablaba también de la situación política.

—Espero que todo eso no nos arrastre a la guerra. La gente no se da cuenta de los horrores de la misma… De lo que supone para los soldados resultar heridos en campos de batalla extranjeros sin contar con hospitales, atención sanitaria, médicos ni enfermeras…

—Tuve ocasión de visitar un hospital en Londres —le dije—. Fue una experiencia espantosa.

—En tal caso, le será fácil imaginar cosas mil veces peores.

—Es necesario cambiar esta situación.

El doctor Fenwick me observó con la admiración que yo vi reflejada en sus ojos el día en que Henrietta cantó Una mañanita.

—Algo se hará, sin duda. Es consolador saber que hay personas como usted en este mundo.

—Me sobrestima usted.

—No lo creo así.

No pude evitar sentirme orgullosa. Poco después, Henrietta se unió a nosotros y enseguida empezamos a bromear.

Estábamos a finales de enero, la temperatura había subido un poco y la nieve ya comenzaba a derretirse. Me puse unas sólidas botas y salí a dar un paseo por el bosque.

Llegué a la casita de frau Leiben y me pregunté si Gerda habría salido. Mientras pasaba por delante de la puerta, ésta se abrió y oí que me llamaban. Reconocí de inmediato la voz de frau Leiben.

—Fraulein, fraulein Pleydell… Venga enseguida.

Entré rápidamente en la casita y la señora Leiben me acompañó a una habitación en la que Gerda yacía sobre una cama, retorciéndose de dolor.

—Ayúdeme, por favor —me suplicó frau Leiben, tartamudeando.

—Gerda, ¿qué te ocurre? —pregunté, mientras me acercaba a la cama—. ¿Dónde te duele?

La niña siguió gimiendo sin contestarme.

—Vaya al hospital —le dije a frau Leiben—. Pídale a uno de los médicos que venga aquí enseguida.

La mujer se puso las botas y una capa y se alejó a toda prisa. Estaba muy asustada porque se veía a las claras que la niña se encontraba gravemente enferma.

—Gerda —dije—, tú ya me conoces. Estoy aquí contigo. Voy a cuidar de ti.

Apoyé una mano sobre la frente de la chica y ésta pareció tranquilizarse un poco.

Sin embargo, al cabo de unos minutos, volvió a gritar de dolor.

Nunca el tiempo transcurrió más despacio. El doctor Fenwick tardó una eternidad en llegar.

—Vuelva al hospital y disponga algún medio de transporte —me dijo, tras echar un vistazo a Gerda—. Quiero que ingrese de inmediato.

Salí a escape.

En Kaiserwald le asignaron a Gerda una minúscula habitación, que más parecía una celda, porque no podía estar junto con las demás pacientes.

El doctor Bruckner se unió a Charles Fenwick y ambos mandaron llamar a una de las enfermeras. Yo me ofendí un poco por no ser la elegida. Experimentaba la impresión de que mi presencia tranquilizaba a Gerda. La niña me conocía y confiaba en mí. Me costó un esfuerzo regresar a mi trabajo sin saber lo que ocurría.

Era tarde y no podía dormir. Decidí averiguar lo que ocurría por el medio que fuera y me dirigí sigilosamente a la habitación que ocupaba Gerda. Todo estaba en silencio y una terrible angustia se apoderó de mí.

Se abrió la puerta de la habitación y apareció Charles Fenwick.

—¡Señorita Pleydell! —exclamó éste, mirándome fijamente.

—Estaba preocupada por Gerda.

—Se encuentra un poco mejor.

—Gracias a Dios.

—Vivirá, pero su estado es grave.

—¿Puedo verla?

—Será mejor que no. Espere a mañana. Ha estado muy grave.

—¿Qué ha sido?

—Vuelva a la cama —dijo Fenwick sin contestar a mi pregunta—. Mañana tendrá que levantarse muy temprano. Se recuperará —añadió, apoyando una mano en uno de mis brazos—. Es fuerte y está sana. Mañana hablaremos. Buenas noches, señorita Pleydell.

No tuve más remedio que irme a dormir.

*****

A la mañana siguiente, me dirigí a la habitación de Gerda. Abrí la puerta y asomé la cabeza. La niña se hallaba tendida en la cama y el cabello rubio se derramaba sobre la almohada. Estaba tan pálida como un cadáver.

Había una enfermera sentada junto al lecho.

La saludé con un Guten Morgen y pregunté por la paciente.

—Ha tenido una noche tranquila —me respondió.

Por la tarde, Charles Fenwick acudió a verme y preguntó si Henrietta y yo saldríamos a pasear por el bosque. Al contestarle yo que sí, solicitó acompañarnos.

Mientras paseábamos bajo los árboles, me interesé por Gerda.

—¿Se ha recuperado del todo?

—Creo que aún tardará varias semanas en hacerlo. Estuvo a punto de matarse.

—¡Matarse! —exclamé asombrada.

—Tuvo un cómplice, claro.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Henrietta.

—Gerda estaba embarazada. Acaba de sufrir un aborto.

—¿Cómo? ¡Eso es imposible! —exclamé.

—Es demasiado joven —terció Henrietta.

—Fue lo bastante mayor como para eso —dijo Charles.

—¿Gerda? No. No puedo creerlo.

—Esa niña sabe más de lo que usted se figura. En primer lugar, queda embarazada y luego intenta librarse del hijo.

—Cosa que, al parecer, ha conseguido —dijo Henrietta.

—Y, de paso, por poco se mata.

—Sigo sin poder creerlo.

—Los hechos lo demuestran.

—Pero ¿quién…?

—Hay personas capaces de aprovecharse de una niña como ella.

Acudieron a mi mente vagos fragmentos de la conversación. ¿Qué nos dijo sobre su encuentro con el demonio en el bosque? ¿Qué quiso darnos a entender? ¿A quién se refería?

—Pobre niña inocente —comenté.

—No tan inocente —me corrigió Charles—. Sabía muy bien lo que hacía cuando quiso librarse del hijo.

——Pero ¿cómo pudo una niña como ella conseguir los medios…?

—Sin duda tomó algo que le dio su amante.

—Eso es horrible. ¿Sabe quién pudo ser?

—Alguien que tenía ciertos conocimientos sobre estas cosas —contestó el médico, sacudiendo la cabeza.

—Estos conocimientos pueden ser peligrosos. ¿Ha hablado con ella?

—No. Todavía está demasiado grave. Doy gracias a Dios de que consiguiéramos traerla aquí a tiempo. Si usted no nos hubiera avisado, señorita Pleydell, eso hubiera podido ser el final para Gerda.

—Me alegro de haber pasado aquel día por delante de la casita, ¿por qué no nos avisó frau Leiben?

—Seguramente ya sabía lo que ocurría y pensó que podría atender ella sola a la niña.

—¿Quiere usted decir que, a lo mejor, fue su abuela quien le facilitó la sustancia?

—Eso nunca se sabe. Yo sólo sé que Gerda estaba embarazada y tomó algo para librarse del hijo… lo que efectivamente consiguió, aunque por poco se muere ella también.

—Es terrible…

—La advertiré de que nunca más vuelva a hacerlo.

—El caso es que dio resultado —dijo Henrietta—. Eso es lo que pensará Gerda.

—Tenemos que insistir en que no vuelva a hacerlo.

—Sus propios padecimientos la convencerán más que todas las palabras —dije yo.

—Es cierto —convino Charles Fenwick—. Sin embargo, nunca hubiera debido hacerlo.

—Yo jamás me he dejado llevar por las lisonjas de un amante —añadió Henrietta—, pero todos somos seres humanos.

—Me gustaría saber cómo consiguió este producto. Probablemente, se lo facilitó alguna anciana. Hay que descubrir quién fue y acabar con eso.

—Bueno —dijo Henrietta con aire pensativo—, quizá todo ha sido para bien.

—Yo no quisiera tomar semejante decisión —contestó Charles—. Y me gustaría conocer más detalles sobre el caso. Ante todo, quién fue el bribón que se aprovechó de su inocencia y quién le facilitó el peligroso brebaje. Quiero someterla a vigilancia durante un día hasta que su estado se normalice.

—¿Cree que ahora no es normal?

—No lo es. Se encuentra como aturdida.

—Es imposible averiguar lo que sabe Gerda.

—Desde luego, está muy alterada. Voy a encomendársela a sus cuidados, señorita Pleydell. No se la pude encomendar al principio porque necesitábamos a una enfermera con conocimientos de obstetricia. Ahora creo que usted será la mejor para ella.

—¿Quiere que empiece a atenderla enseguida?

—Antes quiero hablar con la diaconisa superiora. Ya ha dado autorización para que usted atienda a la niña, pero primero iré a verla… Lo haré en cuanto regresemos al hospital.

*****

Me senté junto a su lecho. ¡Qué débil estaba Gerda! Le aparté los despeinados bucles de la frente; la niña abrió los ojos y me miró sonriendo.

—Estoy en Kaiserwald —dijo.

—Exactamente. Estuviste enferma, pero ahora ya te encuentras mejor.

Gerda asintió con la cabeza y volvió a cerrar los ojos.

—Me alegro mucho —musitó—. Me siento más tranquila.

Se quedó dormida y no la desperté hasta que le llevé un poco de caldo.

—¿Me voy a quedar aquí? —preguntó.

—Sólo hasta que te encuentres mejor.

—Estuve muy mala, ¿verdad? —preguntó, haciendo una mueca—. Me dolía muchísimo el cuerpo.

—Fue por culpa de lo que tomaste, Gerda. ¿Dónde conseguiste la medicina?

La niña esbozó una enigmática sonrisa.

—¿Sabías el efecto que te iba a hacer?

—Me lo tomé para encontrarme mejor.

—Te causó muchos dolores.

—Pero mejoré.

—Me hablaste del demonio —le dije—. Le encontraste en el bosque. ¿Fue el demonio quien te lo dio? Gerda frunció el entrecejo.

—¿A quién encontraste en el bosque, Gerda? La muchacha no contestó.

—Me dijiste que era el demonio.

Gerda asintió, sonriendo. Comprendí que estaba reviviendo mentalmente la escena en el bosque en compañía de su seductor.

—¿Quién fue? —le pregunté en voz baja.

—El demonio —me contestó en un susurro.

—¿Y quién te dio la medicina?

Gerda cerró los ojos. Estaba muy débil y me pareció prudente no seguir atosigándola. «Le estoy haciendo recordar la escena —pensé—. Le estoy causando inquietud cuando lo que ella necesita es tranquilidad. Debo esperar hasta que se encuentre mejor».

Pero algo me hizo comprender que no conseguiría averiguar nada a través de Gerda.

*****

La niña recuperaba las fuerzas día a día. Al cabo de dos semanas, abandonó Kaiserwald y regresó al lado de su abuela. Se la veía más frágil y delgada que nunca y no parecía percatarse de lo que había ocurrido.

Hablé con su abuela. La pobre mujer estaba muerta de pena. Traté de consolarla.

—¡Que eso le haya tenido que pasar a un miembro de mi familia! —exclamó—. Jamás creí que pudiera ocurrir.

—Frau Leiben —le dije—, ¿tiene usted idea de quién…?

—Hay muchos jóvenes por aquí. Van a las ciudades cuando son mayores. Aquí no hay nada para ellos… y los que se quedan son buenos chicos. Jamás se aprovecharían de Gerda.

—No podemos estar seguros de eso. La niña me dijo algo del demonio.

—Es una de sus fantasías. Siempre ha sido muy fantasiosa. A veces dice que ve a los gnomos. De eso tienen la culpa las historias que le contaba Herman.

—¿Sabe usted algo acerca de la sustancia que tomó?

—Nada. Yo la veía un poco cambiada. Ignoraba que estaba de tres meses.

—Se debió de llevar usted una sorpresa tremenda. Y lo peor es que hubiera podido matarse. Los médicos querrían saber quién le facilitó la sustancia. En caso de que lo averigüe, creo que debería comunicárselo. Quieren evitar que eso se repita. —Al ver que me miraba escandalizada, añadí—: No me refiero sólo a Gerda, sino a cualquier otra chica que pudiera encontrarse en la misma situación.

—Si supiera algo, se lo diría —dijo frau Leiben.

Comprendí que no mentía.

*****

Febrero se nos había echado encima. Era el mes en el que debíamos partir. Estábamos tan preocupadas por Gerda que casi no nos dimos cuenta de ello.

Nuestros paseos por el bosque adquirieron un nuevo significado para mí. Pronto tendré que despedirme de todo esto, pensaba a menudo. Quién sabe si volveré alguna vez.

Fue una experiencia muy útil porque, en cierto modo, había tendido un puente entre mi persona y mi dolor. Hubo momentos en que incluso me olvidé de la pérdida que había sufrido. Empezaba a creer que podría forjarme una nueva vida.

Charles Fenwick se las arreglaba para estar libre, cuando nosotras lo estábamos, y los tres solíamos dar largos paseos por el bosque. Nuestras conversaciones se centraban ahora en la vuelta a casa.

Charles estaba muy complacido de la situación hospitalaria alemana aunque pensaba que podían mejorarse mucho las cosas, sobre todo en el campo diagnóstico, ya que no en el de la atención sanitaria.

—Aquí las van a echar mucho de menos —nos dijo—. Han sido ustedes una gran ayuda.

—También a usted le echarán de menos —le contesté.

—Bueno, Kratz y Bruckner son muy eficientes, metódicos y concienzudos.

—Muy alemanes —añadió Henrietta.

—Y que lo diga. Han convertido esta institución en un hospital de primer orden. Me hizo grandes elogios de él un amigo mío que estuvo aquí no hace mucho tiempo.

—Otro médico, supongo.

—Sí, y muy eminente, por cierto. El doctor Adair.

—¿Le gustó todo esto?

—Muchísimo. Y eso que es un hombre muy exigente. Comentó que podían mejorarse ciertas cosas. Lo que ocurre es que no aprueba la actual situación de los hospitales en todo el mundo.

—¿Cree usted que intentará hacer algo por mejorarla?

—No me cabe la menor duda de que sí. Es la clase de hombre que, cuando se propone algo, no para hasta conseguirlo. Tiene una energía prodigiosa.

—Parece una persona extraordinaria —comentó Henrietta.

—Sobre eso no puedo opinar —contestó el doctor Fenwick, echándose a reír—. Se ha visto envuelto en ciertos escándalos.

—Ardo en deseos de averiguar más detalles sobre él —dijo Henrietta.

—Bueno, es lógico que a un hombre como él le acompañe el escándalo. Estuvo en Oriente, viajó mucho por aquellas tierras y vivió entre los nativos como si fuera uno de ellos. Ha escrito varios libros sobre sus aventuras. Cree que no debemos cerrar los ojos a los métodos de otras razas por el simple hecho de que nos sean desconocidos. Considera que podríamos utilizar, con provecho, algunas de sus drogas y, asimismo, sus sistemas de curación.

—¿Cómo dice que se llama este médico? —Pregunté mientras el corazón me latía furiosamente en el pecho.

—Adair.

—Yo leí una vez un libro escrito por un médico que hizo lo mismo. Pero no se llamaba Adair. ¿Acaso se llamaba Damien?

—Ése es su nombre de pila —dijo Charles, soltando una carcajada—. Escribe bajo el nombre de Damien. Al parecer, no sería oportuno que utilizara su apellido. Necesita ampararse en cierto anonimato.

Al ver que Henrietta estaba a punto de decir algo, le dirigí una mirada de advertencia.

—¿Y estuvo aquí hace poco? —pregunté.

—Pues sí. Debió de ser poco antes de que ustedes llegaran.

La cabeza empezó a darme vueltas. Hubiéramos podido coincidir con él. Me imaginé la escena de nuestro encuentro.

—¿Le ve usted… con frecuencia?

—¡No, qué va! Está aquí, allí y en todas partes. Siempre anda ocupado en algún proyecto. Ya les digo que es un hombre eminente. Pero, esta vez, pude verle a la vuelta. Me habló de este lugar y dijo que merecía la pena visitarlo. En realidad, fue él quien me lo arregló todo.

—Qué interesante —dije—. Después de haber leído sus libros…

—Puede que le conozca algún día.

—Así lo espero —contesté.

*****

—Al fin, ya estamos sobre su rastro —dijo Henrietta cuando Fenwick se fue a ver a un paciente.

—Imagínate. Hubiéramos podido tropezarnos con él.

—El destino nos ha traído hasta aquí. Siento curiosidad por conocerle. Parece que Charles le profesa una gran estima. ¿No te da la impresión de que lo idealiza?

—Sí —contesté—. Es el efecto que suele ejercer en determinadas personas. A mi cuñado Stephen le ocurría lo mismo.

—Debe de ser un hombre fascinante.

—Es diabólico —dije.

—Bueno, pero eso no significa que no sea fascinante. Estas personas suelen serlo mucho. ¿Qué vamos a hacer?

—No estoy segura de ello. Pero, por lo menos, hemos descubierto quién es. Conocemos su nombre y eso ya significa un gran progreso.

—Y ahora somos, además, enfermeras diplomadas. Pero ¿crees de veras que tenemos experiencia?

—No demasiada. Sencillamente, nos hemos pasado unos meses haciendo camas y lavando ropa.

—No obstante, Kaiserwald es un centro muy famoso y, ahora que tenemos esta profesión, podríamos coincidir con él en alguna parte. Hay que procurar que así sea. ¿Crees que Charles se despedirá de nosotras con un simple «Adiós, he tenido mucho gusto en conocerlas» cuando volvamos a casa? Yo no lo creo. Estoy segura de que hemos ganado un amigo. Y no olvides que él es a su vez amigo de nuestro doctor Demonio. Le invitaremos a nuestra casa. Jane y Polly se pondrán muy contentas. Y le diremos (o, mejor dicho, eso se lo diré yo porque estas cosas resultan más propias de mí): «Traiga a este amigo suyo tan interesante. Sentimos mucha curiosidad por todo lo relacionado con Oriente y, tal como usted sabe, Anna vivió en la India».

La perspectiva me entusiasmaba.

—¿Quién le echará la cicuta en el vaso? —añadió Henrietta—. Será mejor que lo hagas tú. Tienes más motivos. Yo temo mucho enamorarme de él.

—Eres repulsiva.

—Sí, ya lo sé, pero es que todo eso me emociona muchísimo.

—Se me acaba de ocurrir una idea, Henrietta.

—¿Cuál?

—Él ha estado aquí. Recuerda que es diabólico. Puede que viera a Gerda en el bosque. Ella dijo que vio al demonio, ¿verdad? Tal vez…

—Oh, no —exclamó Henrietta, mirándome horrorizada—, nuestro brillante y mundano doctor Demonio no hubiera querido tener tratos con la inocente y pequeña Gerda.

—¿Por qué no? Creo que podría ser muy atractiva para un hombre de esa calaña. A lo mejor, quería hacer un experimento. ¿Acaso no se pasa la vida haciéndolos? ¿Y de dónde sacó Gerda el brebaje que por poco la mata? Charles dijo que fue algo muy eficaz. Se lo debió de proporcionar alguien que conocía los efectos. —Henrietta me miró con incredulidad—. Todo encaja —añadí—. Serían demasiadas coincidencias. Él ha estado aquí. Me lo imagino estudiando los métodos, acosando a preguntas a los pobres Bruckner y Kratz, visitando a la diaconisa superiora en su despacho, exigiendo conocerlo todo. Su sonrisa arrogante, su mirada despectiva. Supongo que debe de hablar correctamente el alemán. Es lógico que así sea. Después… para relajarse un poco, sale a dar un paseo por el bosque y se tropieza con la encantadora niña de los gansos. Buen material para sus experimentos. «Ven conmigo, pequeña. Te enseñaré los deleites de la naturaleza». A lo mejor, quería ver qué clase de hijo podía producir una muchacha tan simple como ella tras aparearse con el más brillante de los hombres. Pero, después, prefirió administrarle una dosis de su brebaje, tal vez para eliminar las pruebas de su retozo en el bosque. Puede que, en el fondo, sólo se tratara de eso: una pequeña diversión para su majestad.

»Lo he estado pensando y cada vez estoy más convencida de que él es el responsable de todo. ¿Quién, si no, hubiera podido ser? Los vecinos de frau Leiben respetan demasiado a su nieta y jamás se hubieran atrevido a hacer semejante cosa. Son gente amable, simpática y servicial. Ojalá Gerda nos lo contara todo.

—Por lo menos —dijo Henrietta—, ahora ya sabemos quién es nuestra presa. No temas, le encontraremos a su debido tiempo. Presiento que así será.

—Sí —dije yo—, le encontraremos.