En las calles de Constantinopla

Un frío día de noviembre, penetramos en el estrecho del Bósforo que separa Europa de Asia. Soplaba un fuerte viento que nos azotaba sin piedad mientras permanecíamos en cubierta contemplando el impresionante espectáculo a pesar de la lluvia. A ambos lados de las bahías y los golfos se elevaban unos promontorios, y los cipreses y el laurel crecían a la orilla del agua. Unas pintorescas embarcaciones semejantes a las góndolas y que, según nos dijeron, se llamaban caiques, surcaban las aguas en todas direcciones. Uno de los golfos formaba el puerto de Constantinopla y, al otro lado, estaba Escútari, que era nuestro destino. Ambas ciudades distaban aproximadamente medio kilómetro.

En la semipenumbra del amanecer, la escena era románticamente hermosa. Con la claridad del día, ya no nos lo pareció tanto.

Vimos entonces las cenagosas playas y el enorme hospital del cuartel que semejaba en principio un palacio del califa elevándose en la oscuridad, pero que era, en realidad, un edificio sucio, destartalado y semiderruido. A su alrededor se levantaban una serie de tenderetes y barracas de distintas nacionalidades. Vi a dos soldados, uno renco y otro con un sucio vendaje alrededor de la cabeza, que se abrían camino con paso vacilante por entre las barracas.

Para desembarcar, tuvimos que ocupar unos caiques que nos llevaron a la orilla.

Enseguida nos trasladamos al hospital de Escútari.

No había carretera, sólo un escarpado y polvoriento camino sin asfaltar. Para llegar al altozano en el que se levantaba el hospital, había que trepar por aquel camino.

La primera impresión que me produjo el hospital fue tan deprimente que tentada estuve de regresar al Vectis y pedir que me llevaran de nuevo a casa. Se respiraba una atmósfera de desesperanza. Henrietta estaba asimismo muy alicaída. No sé qué esperábamos pero, desde luego, nada que, ni de lejos, se pareciera a aquello.

Estábamos sin resuello cuando llegamos a la cima. A medida que nos acercábamos al hospital, aumentaban nuestros recelos. Ahora podíamos ver con más claridad los tenderetes y barracones. En casi todos ellos se vendían bebidas alcohólicas. Vi a una mujer, vestida con un traje de terciopelo estampado, que entraba en el hospital llevando una botella bajo el brazo.

—Son las prostitutas que siguen al ejército —le susurré a Henrietta.

—No puedo creerlo.

—He leído ciertas cosas sobre ellas.

—Pero no pensaba que las hubiera en un hospital.

—Ya veremos.

Y lo vimos.

El hospital era enorme. «Por lo menos, dispondremos de espacio suficiente», pensé. Pero no fue así. Las salas lo ocupaban casi todo. Me quedé asombrada ante la gran cantidad de enfermos y heridos que había. Más tarde supe que la mayoría de los pacientes se encontraban allí no por heridas de guerra, sino por enfermedad. Una epidemia de cólera se había cobrado millares de víctimas.

La humedad empapaba las paredes del hospital y los antaño preciosos azulejos del suelo estaban resquebrajados en buena parte. En el patio se acumulaban la basura y los desperdicios. El desorden y la podredumbre parecían presidirlo todo.

¿Cómo podía un ejército combatir en una guerra disponiendo de semejantes instalaciones?

Me llené de rabia y de indignación contra los gobernantes de nuestro país que habían enviado a los hombres, como el William de Lily, a sufrir aquellas inevitables penalidades. «Es mejor morir en combate —pensé—, que ser trasladado a este hospital».

Las personas como lady Mary Sims y la señora Jarvis-Lee estaban completamente decepcionadas y su deseo de ayudar a la patria se desvanecía por instantes.

La señorita Nightingale estaba desesperada, pero no quería desanimarse. Vi que en el acto empezaba a forjar planes para remediar la situación y hacer frente a las dificultades que, sin duda, nos aguardaban.

Nos asignaron seis habitaciones. Una de ellas era la cocina y las demás eran tan pequeñas que difícilmente podían albergar a más de dos personas cada una.

—Bueno, de momento, tendremos que aceptar lo que hay —dijo la señorita Nightingale.

Esperaba que más adelante hubiera alguna mejora.

Cuando vimos las habitaciones, nos llevamos un susto, pese a que ya estábamos preparadas para lo peor. Adosados a las paredes, había unos sucios y húmedos divanes turcos en los que tendríamos que dormir.

—Lo primero que tenemos que hacer —dijo la señorita Nightingale— es limpiarlos y después repartirlos de tal modo que podamos caber todas. No hemos venido aquí para estar cómodas, sino para cuidar a los enfermos.

Inmediatamente empezamos a limpiar las habitaciones. Eliza no se apartaba de mi lado porque, desde nuestro encuentro en la cubierta del barco, nos habíamos hecho muy amigas. Le conté a Henrietta el episodio y ésta se mostró muy comprensiva y, con su natural encanto, consiguió transmitirle a Eliza su simpatía y amistad. Eliza poseía un innato afán de protección. Era alta, dominante y belicosa, y casi todas las demás la temían un poco. Su actitud para con Ethel revelaba una ternura que ella trataba por todos los medios de disimular. Aunque despreciaba ligeramente nuestra forma de hablar y de comportarnos, nos apreciaba y era amiga nuestra.

—Ése será nuestro rincón —me dijo, guiñándome un ojo—. Lo reclamaremos y, en cuanto nos lo den, será nuestro. Mire —añadió, señalándome un montón de porquería—. ¡Las ratas han estado aquí! ¿Qué otra cosa se podría esperar con tanta basura por todas partes? Aquí, las ratas deben de campar a sus anchas. Me está empezando a picar la piel. No me extrañaría nada que hubiera unos cuantos bichos por ahí.

Yo me alegraba de contar con su amistad, y creo que Henrietta también. A lo mejor, ésta pensaba que su matrimonio con lord Carlton hubiera sido preferible a la situación en la que se encontraba en aquellos momentos. Henrietta no tenía vocación de enfermera, pero su belleza y el encanto de que hizo gala en Kaiserwald le granjeaban el aprecio de los pacientes. Mi caso era distinto. Yo quería ser enfermera por encima de todo y no me importaba tener que serlo en Escútari y no en el hospital soñado que imaginaba.

No recuerdo muy bien nuestra llegada a Escútari. Sin embargo, lo que sí recuerdo con toda claridad son aquellos pobres hombres tendidos en las camas sin apenas ropa ni mantas sino tan sólo unas sucias sábanas con que protegerse del frío. Recuerdo que las ratas corrían por el suelo, y el horrible hedor de la enfermedad y de la corrupción. Sabía que la señorita Nightingale estaba furiosa contra aquellos ministros rodeados de comodidades que habían enviado a los hombres a combatir por la patria sin contar con una adecuada asistencia sanitaria. ¡Qué insensatos y miopes! Todo el mundo creía que el ejército británico era invencible; sin embargo, se necesitaba algo más que poderío para luchar contra la enfermedad. Comprendí enseguida que las enfermedades: el cólera y la disentería, eran un enemigo mucho más temible que los rusos.

Lo primero que hicimos fue fregar y lavar. Teníamos que limpiar un poco el hospital. La suciedad —y las enfermedades— era la maldición de aquella guerra.

No teníamos velas. La señorita Nightingale descubrió que había muy pocas y dijo que debíamos guardarlas para los casos más necesarios. Por consiguiente, nos acostábamos a oscuras en nuestros divanes, Ethel y Eliza a un lado y Henrietta y yo al otro.

—Menuda juerga —dijo Eliza—. ¿Quién hubiera pensado que terminaríamos así?

Estábamos tan agotadas que nos quedábamos inmediatamente dormidas como troncos mientras las ratas correteaban por el suelo.

*****

Al día siguiente, vi a Charles Fenwick. Estaba más delgado que antes. Nuestra principal ocupación era la limpieza, porque el hospital del cuartel era un puro desastre. Tenía razón la señorita Nightingale al ordenarnos que, antes de iniciar cualquier otra tarea, procuráramos limpiarlo todo al máximo. Era casi una empresa sobrehumana y se hubiera tenido que hacer poco a poco pero, por lo menos, podíamos empezar a hacer algo.

Charles se enteró de nuestra llegada y vino a vernos.

Me tomó las manos entre las suyas y me miró a los ojos.

—Conque está aquí —me dijo—. ¿Y Henrietta?

—Ha venido conmigo.

—Estarán ustedes aterradas.

Reconocí que sí. No esperábamos ningún lujo, pero aquello era…

—A todos nos produce el mismo efecto. Tiene usted un aspecto muy saludable, Anna.

—Estoy bien, gracias.

—Aquí hay mucho que hacer. La epidemia de cólera fue la causante de esta situación. Hubiéramos podido hacer frente a las bajas, aunque nos faltaban suministros. Nos sentimos impotentes.

—Algo se hará ahora que está aquí la señorita Nightingale. Está firmemente dispuesta a introducir muchos cambios.

—Hay muchos prejuicios contra ella —dijo Charles, sonriendo—. Las autoridades nos acosan, Anna. Gente que no sabe nada de las condiciones de aquí, gente que nos da órdenes desde Whitehall. Eso no puede llevarnos a nada bueno. Anna, ¿podrá usted soportar estas dificultades? —me preguntó con ansiedad.

—Hemos venido aquí para cumplir una misión y la cumpliremos.

—Usted y Henrietta lo harán, pero en cuanto a las demás abrigo mis dudas. Ya sé que en Kaiserwald las condiciones eran espartanas, pero no se pueden comparar con las de aquí. Aquello no eran más que leves molestias. Esto, en cambio, es muy duro. Y el invierno se nos echa encima.

—Menuda bienvenida nos dispensa.

—Me disgusta que usted y Henrietta se encuentren aquí y tengan que ver las cosas que verán.

—Charles, hemos venido para cuidar a los enfermos y lo haremos.

—Henrietta no podrá soportarlo. No es tan fuerte como usted, Anna. Ni tan decidida.

—Yo creo que se quedará aquí —dije—. Voy a buscarla. Tendrá deseos de verla.

Y así lo hice.

Charles le tomó las manos y la miró a los ojos igual que a mí. Les contemplé con cariño y me pareció lógico que él se sintiera atraído por su encanto.

—¡Charles! —exclamó Henrietta—. ¡Qué alegría verle! Es como en los viejos tiempos. Casi me parece que, de un momento a otro, aparecerá la diaconisa superiora y me lanzará una de sus miradas asesinas.

—Esto es muy distinto de Kaiserwald, Henrietta —intervine yo.

—Ya lo he visto. Aquí hay muchas más cosas que hacer.

—Le estaba diciendo a Anna que va a ser muy duro para ustedes —dijo Charles—. Las mujeres no tendrían que estar aquí.

—Nos enfadamos mucho con los hombres que dicen estas cosas, ¿verdad, Anna?

—Mucho —convine yo.

—Dios las bendiga a las dos —dijo Charles—. Pero estoy sinceramente preocupado por ustedes.

—¿Y qué nos dice de los hombres hospitalizados? Todavía no hemos visto bien las salas, pero…

—Se pondrán muy tristes cuando las vean —contestó Charles.

—En tal caso, me alegro de que hayamos venido —repliqué.

—Nos han dicho que… que el doctor Adair está aquí —dijo Henrietta—. Me refiero al que escribió aquellos libros de que le hablé.

—En efecto —contestó Charles—, pero suele estar siempre en el Hospital General.

—Y eso ¿dónde está? —preguntó ávidamente Henrietta.

—En realidad, ambos hospitales son una misma cosa.

Se encuentra a unos quinientos metros de aquí.

—A lo mejor, algún día tendremos ocasión de conocer a ese famoso caballero —dijo Henrietta.

—Estoy seguro de que sí. Viene por aquí muy a menudo. Está muy disgustado porque no hay suministros.

—Todos lo estamos.

La mención de su nombre me provocó un sobresalto, pese a que nunca me lo quitaba del pensamiento.

—La señorita Nightingale resolverá el problema, estoy segura —dije yo—. Enviará despachos a Londres. Algo hará ahora que está aquí.

—Eso es como pedir peras al olmo. ¡Nuestros políticos no tienen corazón! No quiero hablar de ellos, pero me sacan de mis casillas.

—Lo comprendo muy bien —dije—. Ahora tenemos que seguir con nuestro trabajo. Ya nos veremos.

—Espero que muy a menudo —observó Charles—. Si tienen alguna dificultad, vengan a verme. Veré qué puedo hacer.

—Siempre es un consuelo —dijo Henrietta, sonriendo lánguidamente.

—No está bien que lo diga, pero me alegro de que estén ustedes aquí.

—¿Que no está bien? —preguntó Henrietta—. ¿Y eso por qué?

—Por las penalidades que tendrán que sufrir.

—Olvida usted que nosotras las elegimos libremente —le recordé—. Es lo que queremos.

—Lo sé —contestó Charles—, y creo que son ustedes maravillosas.

Mientras reanudábamos nuestra labor de fregar suelos, Henrietta me dijo:

—Creo que pronto veremos cara a cara a ese médico demoníaco.

Y tenía razón.

Sabía que Charles abandonaba la sala a una hora determinada y que, siempre que podía, gustaba de charlar un rato con nosotras. Aún no habíamos iniciado nuestra labor de enfermeras propiamente dicha. El personal médico conspiraba contra nosotras por considerarnos incompetentes. Pero, como decía la señorita Nightingale, no podríamos desarrollar nuestra tarea con eficacia sin contar con un mínimo de higiene, por lo que, antes de demostrar que éramos dignas de que los profesionales confiaran en nosotras, teníamos muchas cosas que hacer.

Había una pequeña estancia junto a la entrada de la sala y pensé que Charles estaría allí. Mientras me acercaba, oí voces.

—Yo quiero suministros, no una remesa de mujeres como la que ha traído esta Nightingale —dijo una sonora voz—. ¿De qué nos servirán? ¡De nada en absoluto! Serán un estorbo. Se desmayarán, les darán ataques, se pondrán histéricas y exigirán lechos de plumas. Pido suministros y me mandan a estas malditas mujeres.

Me puse tan furiosa que me quedé clavada en el suelo.

—Te equivocas —contestó la voz de Charles—. Algunas de ellas son muy competentes. Tendrás que cambiar de opinión.

—Lo dudo. Ya sé que a estas mujeres les hace gracia la idea de jugar a las enfermeras. La realidad será otra cosa muy distinta. Ya sabes lo que ocurre. El ejército está siendo diezmado, no por los rusos, sino por la enfermedad y el abandono. Porque aquí no hay nada para curar a los hombres. Nada de nada, y ellos van y nos envían un paquete de Nightingales. Pronto vamos a recibir a los heridos de Balaklava y ¿qué tendremos para ellos? ¿Medicamentos? ¿Vendas? ¡No! Una manada de mujeres inútiles.

Obedeciendo a un impulso, abrí la puerta y entré. Echaba chispas por los ojos y tenía las mejillas arreboladas de rabia.

—¡Anna! —exclamó Charles.

—Lo he oído todo —dije.

Miré directamente al otro hombre y supe inmediatamente de quién se trataba. Era alto y más delgado de lo que yo imaginaba; tenía el cabello negro y unos brillantes ojos castaños casi negros. Sus pómulos salientes conferían a su rostro una apariencia enjuta; su nariz era larga y recta y su boca se curvaba en una despectiva sonrisa. Su aspecto no me decepcionó. Era casi exactamente tal y como yo lo imaginaba.

—Ah —dijo—, una Nightingale en persona. Bueno, ya dicen que quien escucha su mal oye.

—Le presento al doctor Adair, Anna —dijo Charles—. Adair, la señorita Pleydell.

Él se inclinó e hizo una burlona reverencia.

—He leído algunos de sus libros —le dije.

—Qué amable de su parte.

Esperaba que le hiciera elogios, pero no obtuvo más que un frío silencio.

—Lamento que se haya formado tan mala opinión de nosotras —añadí—. No creo que vayamos a ser un estorbo.

—La señorita Pleydell estuvo en Kaiserwald —le explicó Charles a su amigo—. Causó muy buena impresión allí y se la consideraba una excelente enfermera. La señorita Marlington estaba con ella. Estoy seguro de que cambiarás de opinión… Por lo menos, con respecto a ellas dos.

Empecé a temblar de rabia. En mis pensamientos, le había puesto unos cuernos en la cabeza y unas pezuñas en los pies y me lo imaginaba en el Templo del Pecado de Aubrey. Quería serenarme, pero mi emoción me lo impedía. Aquel encuentro era el objetivo de todos mis esfuerzos. En el transcurso de mis meses de duelo, sólo me sostuvo la idea de la venganza. Al fin, había localizado a mi presa. ¿Quién hubiera pensado que le encontraría en un hospital de Escútari?

Advertí enseguida que era un hombre temible.

—Anna, ¿estás ahí? —Oí que preguntaba la voz de Henrietta—. ¿Está aquí, Charles?

En cuanto la vi entrar, le dije:

—Henrietta, te presento al doctor Adair.

—¡Oh! —exclamó Henrietta, abriendo unos ojos como platos.

Por un instante, temí que dijera alguna inconveniencia.

—Te presento a la señorita Marlington, que estuvo con la señorita Pleydell en Kaiserwald —dijo Charles a su vez. Adair hizo una fría reverencia.

—Mucho gusto —dijo Henrietta mientras el color le volvía de nuevo a las mejillas y se le iluminaban los ojos de emoción.

—El doctor Adair acaba de expresar su desprecio hacia nuestras personas —le dije—. Cree que vamos a desmayarnos y que pediremos lechos de plumas.

—Cualquier cama sería preferible a nuestros divanes llenos de pulgas —dijo Henrietta—. Aunque no fuera de plumas, me daría igual.

—Tendrán ocasión de quejarse de otras cosas, aparte de los divanes —dijo el doctor Adair.

—Pues yo opino que han sido muy valientes al venir aquí —terció Charles—. Les profeso una gran admiración a todas.

—Esperemos que todo el mundo comparta tus puntos de vista —contestó el doctor Adair, moviendo autoritariamente la cabeza para dar a entender que la reunión había terminado.

—Yo también tengo que irme —dijo Charles—. Confío en que todo vaya bien.

—Todo lo bien que puede esperarse —observó Henrietta.

—No debe tomarse en serio lo que ha dicho, Anna —me dijo Charles.

—Pero ¿qué ha dicho exactamente?

—Que somos un hato de mujeres inútiles e incompetentes, un paquete, como él nos ha llamado, y que vamos a ser más un estorbo que una ayuda.

—Estaba molesto porque no le han enviado los suministros que necesita. Todos lo estamos.

—No hablaba de los suministros, sino de nosotras —dije yo—. Nos ha juzgado antes de conocernos. Es arrogante, presumido e insoportable. Creo que su famoso doctor Adair no me va a gustar ni un pelo.

—¿Por qué le llama mío? —preguntó Charles.

—Porque veo que usted le considera casi como un héroe.

—Trabaja con mucho ahínco.

—Y usted también. Todos trabajamos.

—Pero el doctor Adair tiene algo especial.

—Sí. Una aureola de autosuficiencia. «Yo soy un gran hombre. ¡Todo lo que hago es maravilloso!».

—Qué vehemente es usted, Anna. Se ha ofendido por unos comentarios carentes de importancia.

—No sólo por los comentarios —contesté lacónicamente.

Quería retirarme porque temía que mis sentimientos me traicionaran. El odio que sentía por aquel hombre era tan grande que apenas podía disimularlo. El encuentro, aunque lo esperaba con ansia, había sido, hasta cierto punto, demasiado repentino.

—Tenemos que irnos —le dije a Henrietta.

—Nos veremos luego —dijo Charles.

—Vaya —exclamó Henrietta una vez a solas conmigo—, conque ése es el hombre. Impresionante, ¿verdad?

—Es tal como yo lo había imaginado. Ahora que le he visto, le odio más que nunca… si es que eso es posible.

—Pues a mí me ha parecido fascinante —contestó Henrietta. Al ver que la miraba irritada, se echó a reír—. ¿Sabes una cosa? —añadió—. Creo que, sólo por conocerle a él, nuestras penalidades merecerán la pena.

Pero todas las preocupaciones desaparecieron de mi mente aquel terrible día en que trasladaron a Escútari a los heridos de la batalla de Balaklava. El sufrimiento de aquellos hombres era indescriptible. No había otro modo de llevarlos al hospital más que subiendo por el empinado camino. Se le partía a una el corazón de pena al ver a aquellos pobres heridos gimiendo de dolor mientras los camilleros turcos los subían por la escarpada pendiente.

No teníamos camas suficientes para ellos y a muchos tuvimos que tenderlos en el suelo. Nos faltaban mantas y no teníamos suficientes vendas. Pero lo peor era la falta de suministros sanitarios.

Los médicos estaban desesperados. ¿Cómo podrían atender a tantos heridos? La terrible verdad era que muchos que se hubieran podido salvar si hubiéramos dispuesto de los adecuados suministros iban a morir. La señorita Nightingale decidió enviar a diez enfermeras al Hospital General, que, en realidad, era una extensión del cuartel. El resto se quedaría en él. Yo fui una de las elegidas para ir al Hospital General junto con Henrietta. Para nuestra gran alegría, Eliza y Ethel también formaban parte del grupo. Se había comprobado que las cuatro trabajábamos bien en equipo y se consideró oportuno mezclar los bandos de las damas y de las que no lo eran para eliminar en lo posible las hostilidades.

Íbamos a trabajar donde él estaba y aún no sabía si alegrarme o lamentarlo. Me interesaba conocer más detalles sobre el doctor Adair pero, por otra parte, sabía que ambos nos enfrentaríamos. Adair ya nos había manifestado su desprecio, lo cual no era bueno para las buenas relaciones que han de existir entre médicos y enfermeras.

Durante los primeros días, dedicamos todo nuestro tiempo al cuidado de los enfermos. Los sufrimientos que veía a mi alrededor me trastornaban hasta tal punto que no lograba quitármelos de la cabeza. Sabía que jamás podría olvidarlos y me llenaba de tristeza al pensarlo. Ahora, con la objetividad que confiere el tiempo, veo un borroso espectáculo de sangre y horror que jamás pensé presenciar. En ningún otro lugar se hubieran podido comprender mejor los horrores de la guerra que en aquel hospital de Escútari. La estupidez y la insensibilidad de los hombres que lo organizaban todo desde sus despachos me indignaban profundamente, induciéndome a llevar a cabo unas tareas que, de otro modo, no hubiera tenido el valor de realizar.

Los días y las noches se sucedían sin darme cuenta mientras corría incansablemente de cama en cama. Apenas dormía y me emocionaba la esperanza que veía reflejada en los ojos de aquellos hombres cruelmente heridos. La señorita Nightingale recorría las salas, levantando en alto su linterna y deteniéndose junto a las camas de los heridos más graves para musitarles unas palabras de consuelo y hacernos a nosotras las oportunas sugerencias. Los padecimientos de los soldados renovaban mi firme deseo de ayudarles. Sabía que aquella era mi misión y, en algunas ocasiones, el contacto de mis manos con una frente febril parecía ejercer un efecto milagroso.

Henrietta trabajaba con eficacia. Carecía de mi fuerza y se cansaba fácilmente, pero su presencia femenina llevaba el consuelo a muchos hombres. Era tan bella que parecía una flor y nada podía privarla de su exquisita finura, ni siquiera el agotamiento o el poco favorecedor uniforme que vestía. Ethel se conmovía a menudo, pero los pacientes se daban cuenta de ello y le tenían cariño. Eliza, en cambio, era muy fuerte y podía levantar a un hombre sin la menor dificultad. Por consiguiente, cada una de nosotras daba, a su manera, lo mejor de sí misma.

Durante los primeros días en los que estuve completamente enfrascada en el trabajo y en la realización de tareas casi imposibles, me olvidé prácticamente de todo lo demás. Ni siquiera recordé que estaba allí para encontrar al hombre que, en mi opinión, destruyó a mi marido y había matado a mi hijo. Él estaba cerca de mí, trabajando sin descanso como todos los demás. Le veía de vez en cuando; a menudo, tenía la bata blanca teñida de sangre, la expresión de su rostro era muy seria y sus ojos estaban encendidos de cólera. A veces, nos ladraba las órdenes con un inmenso desprecio, dándonos a entender así con toda claridad que no esperaba demasiado de nosotras y se preguntaba qué demonios hacíamos en su hospital.

Yo sabía que era consciente de mi presencia, aunque a veces pasaba por mi lado como si Charles no nos hubiera presentado. En otras ocasiones, por el contrario, me saludaba haciendo una leve inclinación de cabeza y me daba alguna orden.

—Vaya a lavar a aquel paciente. Tenga cuidado, está muy grave.

A veces, me entraban deseos de gritarle, pero nunca lo hacía. Todo el mundo le obedecía sin rechistar y le profesaba un gran respeto.

Una terrible mañana en que trasladaron a otros heridos al hospital, vi entre ellos a un hombre con la pierna derecha destrozada.

Estaba tratando de aliviarle cuando se acercó el doctor Adair acompañado de otro médico, apellidado Legge. Retrocedí mientras ellos examinaban al herido.

El otro médico se apartó y Adair le dijo:

—Gangrena. Hay que amputar.

—El dolor matará a ese hombre —contestó el doctor Legge.

—La gangrena le mataría de todos modos. Voy a correr el riesgo y, cuanto antes, mejor.

—No lo resistirá.

—Voy a hacerlo —dijo el doctor Adair. Y mirándome a mí, añadió—: Usted me asistirá.

—Pero… —dijo el doctor Legge, horrorizado.

—Ha venido aquí para trabajar como enfermera —le explicó el doctor Adair—. Si las mujeres quieren ser profesionales, tendrán que acostumbrarse a estas cosas. Nos vemos obligados a echar mano de lo que tenemos. Bien sabe Dios que es muy poco —añadió con sorna.

No supe si se refería a mí o a las instalaciones sanitarias; supuse que a ambas cosas.

—Voy a llevar a cabo la operación ahora mismo.

—Ese hombre no podrá resistirlo.

—Hay una posibilidad de que se salve y voy a intentarlo.

Fue una horrible pesadilla. La intervención se tuvo que realizar en la misma sala. No disponíamos de otro sitio. Colocaron al paciente sobre una tabla sostenida por caballetes.

—Eso va a ser horrendo, señorita… hum… Nightingale —me dijo el doctor Adair, torciendo la boca en una mueca—. Espero que no se desmaye. De nada le serviría y nadie le haría caso. No dejaremos abandonado al paciente para administrarle sales a usted.

—No esperaba semejante cosa y no pienso desmayarme.

—No esté tan segura de ello. Usted intentará tranquilizar al paciente. Sosténgale una mano. Deje que se agarre a usted. Haga todo cuanto pueda.

—Lo haré.

Utilicé toda mi fuerza y recé sin cesar.

—Dios mío, Dios mío —repetía una y otra vez, y aquel pobre hombre decía conmigo:

—Dios mío.

No miré lo que hacían porque comprendí que no podría soportarlo. Me limité a sostenerle la mano y él se agarró a la mía con tanta fuerza que me la dejó entumecida mientras ambos seguíamos rezando juntos.

Al final, el paciente perdió el conocimiento.

—No se puede hacer nada más —dijo el doctor Adair. Aparté el rostro y pensé que no había superado tan mal la peor prueba de mi vida.

Al día siguiente vi al doctor Adair y éste ni siquiera tuvo la amabilidad de darme las gracias por mi participación.

El herido murió en el transcurso de aquel mismo día. Lo supe a través del propio Adair, con quien me tropecé a la entrada de la sala.

—Nuestra operación no tuvo éxito —me comunicó Adair.

—Parecía… innecesaria —dije.

—¿Innecesaria? Pero ¿sabe usted lo que es la gangrena? Es la muerte de los tejidos. Es la consecuencia de la interrupción del aporte de sangre.

—Lo sé. Hubiera muerto, pero parece innecesario haberle sometido a ulteriores tormentos.

—¿Me está dando consejos, señorita… Nightingale?

—Desde luego que no. Me limito a decir que es una lástima que un hombre ya sentenciado a muerte haya tenido que sufrir, innecesariamente, una amputación.

—Nuestra misión es salvar vidas, señorita Pleydell. Si hay alguna posibilidad de ello, tenemos que aprovecharla. En el mejor de los casos, salvamos una vida y, en el peor, adquirimos un poco de experiencia.

—O sea que el paciente, que ya ha sido utilizado por los que desean hacer la guerra, aún tiene que serlo para otros usos. Puede servir para que los médicos famosos todavía adquieran más fama.

—Ha dado usted en el clavo —dijo Adair, inclinándose y haciéndome una burlona reverencia antes de proseguir su camino.

*****

La experiencia me conmovió profundamente, pero no tuve tiempo de meditar mucho sobre ese asunto. Seguían llegando hombres de Balaklava, sin duda la batalla más inútil que jamás se haya librado. Cierto que la carga de la Brigada Ligera fue extraordinaria. Sublime, la llamaron cuantos no tuvieron ocasión de ver a los desdichados supervivientes. Los que murieron en aquella salvaje y temeraria carga corrieron mejor suerte.

Poco después, lady Mary Sims y la señora Jarvis-Lee regresaron a casa, alegando que podrían servir mejor a la patria permaneciendo en Inglaterra. Tal vez fuera verdad porque, como enfermeras, eran unas ineptas, mientras que organizando bailes y bazares en beneficio de los hospitales serían muy eficientes.

La gente hablaba mucho del célebre doctor Adair. Qué suerte teníamos de que estuviera en el hospital, de todo el mundo. Era lo que yo imaginaba: un médico inteligente, pero desprovisto de la menor compasión o sensibilidad. Los enfermos eran para él un simple material de experimentación. Estaba segura de que sabía muy bien que no podría salvar la vida de aquel hombre, amputándole la pierna pero, aun así, lo hizo en la esperanza de aprender algo. Los sufrimientos de los demás le traían sin cuidado. Lo importante para él era adquirir conocimientos y contribuir con ello a la mayor gloria del doctor Damien Adair.

Cuando las terribles consecuencias de la batalla empezaron a desvanecerse y se enterraron los muertos mientras los supervivientes se debatían entre la vida y la muerte, me pasé dos días sin ver al doctor Adair y la vida se me antojó extrañamente vacía. Echaba de menos el resentimiento y la cólera que ya formaban parte de mi existencia. Mi determinación de darle su merecido era más fuerte que nunca.

Un día, me enteré de que Adair ya no estaba en el hospital.

Me tropezaba a menudo con Charles, el cual seguía trabajando en el cercano hospital del cuartel. Al verle, le pregunté qué le había ocurrido al doctor Adair.

—Se ha ido… según creo, por unas semanas.

—¿No se habrá tomado unas vacaciones?

—A lo mejor necesitaba un respiro.

—¿Un respiro, con todo lo que aquí está pasando?

—Ha trabajado muchísimo.

—No más que otros. Yo creía que su sitio estaba aquí.

—Trabajaba día y noche sin descanso.

—Como todos los demás.

Por una extraña razón, todo el mundo se obstinaba en defenderle.

La vida seguía su triste curso. Tras la victoria de franceses y británicos en la batalla de Inkermann, creímos que Sebastopol caería en nuestras manos y que ello supondría el punto de inflexión en la guerra. Por desgracia, se volvió a cometer un error de apreciación. Sebastopol se encontraba asediada y así seguiría durante cierto tiempo. La victoria no iba a ser fácil.

El invierno se nos echaba encima y las bajas llegaban incesantemente al hospital. Disponíamos de muy poco tiempo libre, pero nuestros superiores sabían que necesitábamos un respiro de vez en cuando, so pena de caer enfermas.

Convenía que nos alejáramos un rato del hospital, y un día, nos dijeron que unas cuantas de nosotras podíamos tomar un caique y visitar Constantinopla durante una hora.

Salimos en un grupo de seis. No nos permitían ir en pareja. Nos encargaron de paso que recogiéramos ciertos suministros que necesitábamos.

Nos alegramos mucho de poder abandonar la tristeza del hospital y la perpetua presencia del dolor y, durante aquel corto espacio de tiempo, queríamos olvidar los horrores que nos esperaban a nuestro regreso.

El caique nos llevó al otro lado del Bósforo donde se levantaba la romántica Constantinopla con sus soberbias cúpulas y alminares. Visitamos el viejo y siniestro castillo de las Siete Torres, donde la rebelde soldadesca había dado muerte a varios sultanes, y donde otros muchos prisioneros permanecieron encarcelados durante años, sufriendo espantosas torturas. Yo quería ver el palacio de Topkapi, residencia de los sultanes, y sus fabulosos tesoros y harenes.

A menudo, contemplaba la estrecha franja de agua e intuía, al otro lado, la existencia de un mundo desconocido, totalmente distinto de la Inglaterra victoriana y, tal vez, semejante en cierto modo a la India de mi infancia, que, vista más adelante con ojos de persona adulta, perdió para mí buena parte de su hechizo.

Nos aconsejaron que tuviéramos mucho cuidado. Sabíamos que había, en realidad, dos ciudades: la llamada Constantinopla cristiana y la otra, que a menudo se llamaba Estambul y era un barrio turco situado en la parte sur del Cuerno de Oro. Unos puentes unían ambas zonas, pero nos habían advertido de que, bajo ningún pretexto, nos atreviéramos a entrar en Estambul.

Yo deseaba contemplar aquellas muestras de arquitectura musulmana y bizantina.

Nuestros uniformes y nuestros chales de hilo con las palabras HOSPITAL DE ESCÚTARI bordadas en rojo llamaban poderosamente la atención de los transeúntes, los cuales se apartaban a un lado para cedernos el paso.

Lo que más sedujo a casi todas las enfermeras fueron los bazares y las tortuosas callejuelas, tan abarrotadas de gente que apenas se podía dar un paso.

—No me pierdas —me susurró Henrietta, tomándome del brazo—. Me asustaría mucho si me quedara sola.

Las calles eran cada vez más angostas y en las tiendas, que más parecían cuevas, se vendían toda clase de cosas: adornos de latón, joyas y sedas. Muchos propietarios permanecían sentados a la puerta de su establecimiento, fumando sus narguiles; se escuchaba el sonido de una extraña música y los muchachos corrían descalzos, abriéndose paso por entre la muchedumbre y recordándonos, con su presencia, la necesidad de no perder de vista nuestros bolsos.

Nos detuvimos ante un tenderete para examinar unos pendientes. Los había en esmalte de distintos colores y eran preciosos.

—No son muy adecuados para lucirlos en las salas de los enfermos —comenté.

—Mi querida muchacha, no nos quedaremos aquí eternamente. Tú espera. En cuanto caiga Sebastopol, volveremos a casa.

—Ojalá no te equivoques.

—Yo me voy a comprar estos azules. A ti te quedarían bien los verdes.

El viejo apartó a un lado su narguile y el tira y afloja se prolongó un buen rato. Teníamos que regatear, pero no sabíamos hacerlo y creo que decepcionamos un poco al dueño del negocio, el cual hubiera preferido ganar menos y divertirse un poco más.

Una vez adquiridos los pendientes, descubrimos que habíamos perdido a nuestras compañeras.

—No importa —dijo Henrietta—. Ya encontraremos solas el camino.

—Será mejor que nos pongamos en marcha enseguida —le contesté.

Intentamos desandar el camino pero, en lugar de salir del laberinto de los bazares, cada vez nos introducíamos más en él.

Observé que un hombre moreno nos miraba, y me pareció que nos seguía.

Salimos a una calleja.

—Probemos por aquí —dijo Henrietta—, hay menos gente. A lo mejor, encontraremos a alguien que hable inglés y nos pueda facilitar alguna información.

Avanzamos unos pasos y vimos que nos encontrábamos en un callejón sin salida. Dimos media vuelta y, en aquel instante, un grupo de adolescentes se acercó a nosotras. Dos de ellos se situaron a nuestra espalda y los demás nos cerraron el paso.

Tomé a Henrietta de un brazo y traté de avanzar, pero los muchachos nos rodearon. Uno me agarró por la capa y los demás asieron a Henrietta por una manga.

—Necesitamos regresar a los caiques —dije yo—. Tenemos que volver al hospital.

—Dinero —pidió un mozalbete, extendiendo una mano—. Para niño pobre.

—Somos unas pobres enfermeras —contestó Henrietta, mirándome—. No tenemos dinero.

Era evidente que no entendían ni una palabra. La expresión de sus rostros era amenazadora.

No sé qué hubiera pasado de no haber aparecido en aquel momento en la calleja el hombre a quien yo había visto en el bazar.

Avanzó directamente hacia nosotras y soltó una sarta de palabras que debían de ser improperios contra los muchachos, porque éstos se escabulleron a toda prisa como alma que lleva el diablo.

Luego, el hombre se volvió a mirarnos y, en un deficiente inglés que dificultaba la comunicación, me pareció entender que nos ofrecía su ayuda.

—Queremos ir donde están los caiques. Tenemos que volver al hospital.

—Hospital —repitió el desconocido, señalando con un dedo nuestros chales.

Miré a Henrietta y exhalé un suspiro de alivio. Estábamos de suerte.

—Sigan —dijo nuestro libertador.

Nos sacó del callejón sin salida y nos acompañó a un lugar donde unos dos o tres coches de punto aguardaban.

—No necesitamos un coche —dije yo—. La zona portuaria no puede quedar muy lejos.

Pero el desconocido ya estaba ayudando a Henrietta a subir a uno de ellos. Mientras yo me acomodaba a su lado para hacerla bajar, el vehículo se puso en marcha y nuestro salvador dio unas instrucciones al cochero.

Enseguida me di cuenta de que no nos dirigíamos al puerto.

—Ése no es el camino —le musité a Henrietta.

—Oh, Anna, ¿qué piensas que va a ocurrir?

Sacudí la cabeza. No me atrevía a imaginar las intenciones que abrigaba aquel desconocido, cuando, horrorizada, observé que estábamos cruzando uno de los puentes que unían, sobre el Cuerno de Oro, la Constantinopla cristiana con aquella zona de la ciudad en la cual nos habían aconsejado que no entráramos.

El caballo iba a un trote tan rápido que yo temí que fuéramos a volcar de un momento a otro. Afortunadamente, no ocurrió tal cosa, pero varias veces estuvimos a punto de atropellar a los niños y ancianos que se cruzaban en nuestro camino. Nos encontrábamos en una calle en la que había unos edificios muy altos y misteriosos, y sin apenas ventanas.

Después, el coche atravesó un portal y se detuvo en un patio.

—Bajen —nos ordenó el hombre.

Miré a Henrietta sin saber qué hacer. Sin embargo, no nos quedaba otra alternativa. Nuestro secuestrador nos había dado a entender bien a las claras que teníamos que obedecer. Primero, hizo bajar a Henrietta y después, a mí. Tomándonos de un brazo, franqueó con nosotras la puerta de un oscuro pasadizo. Vimos una escalera.

—Arriba —dijo nuestro secuestrador.

—Oiga, pero ¿qué sucede? —le pregunté—. Quiero saberlo. Somos enfermeras. Enfermeras inglesas. Usted nos dio a entender que nos llevaba al puerto. ¿Dónde está? No daré un paso más.

Por toda respuesta, me tomó de un brazo y me empujó hacia la escalera.

—Anna… —oí que decía Henrietta.

—Tenemos que escapar —dije.

—Pero ¿cómo…?

En lo alto de la escalera apareció un hombre. Nuestro secuestrador le dijo algo y él se apartó a un lado. Ambos intercambiaron unas rápidas palabras. A continuación, el hombre que nos había llevado hasta allí nos tomó de un brazo y nos obligó a avanzar por un pasillo.

Nos empujaron al interior de una pequeña estancia oscura con muchos cortinajes y divanes adosados a lo largo de las paredes, y cerraron la puerta a nuestra espalda.

Yo me acerqué a ella e intenté abrirla, pero no pude porque estaba cerrada bajo llave.

—Es inútil —dijo Henrietta—. Estamos prisioneras.

Nos miramos mutuamente, tratando de disimular el temor que experimentábamos.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó Henrietta. Sacudí la cabeza, desconcertada.

—Nos comportamos como unas estúpidas. ¿Por qué nos perdimos? Malditos pendientes…

—Yo creí que las demás estaban cerca.

—¿Qué nos va a ocurrir? —Dijo Henrietta mientras yo la miraba en silencio—. He oído contar historias tremendas. Ha habido casos de mujeres que fueron secuestradas y llevadas a los harenes —añadió.

—¡Oh, no! —exclamé.

—¿Por qué no? Así viven los sultanes, ¿no? Tienen los harenes repletos de mujeres. Las hacen cautivas durante las guerras y las convierten en esclavas.

—Son nuestros aliados. No olvides que estamos combatiendo en su guerra.

—¿Y qué les importa? Este hombre nos seguía. A lo mejor, ya estaba todo preparado… Los chicos que nos rodearon y el desconocido que nos rescató para traernos aquí. ¿Crees que estamos en el palacio de un sultán?

—Desde luego, esto no es el Topkapi.

—Oh, Anna, espero que no nos separen. En el transcurso de todos estos días tan tristes, deseé que sucediera algo que me distrajera del olor de la sangre, de la enfermedad y de los horrores. Rezaba para que ocurriera algo… Cualquier cosa que me sacara de aquel lugar. Y ahora, mira qué ha pasado. Ignoro cómo será un harén.

—No creo que se trate de eso. Fíjate en nuestra pinta. No podemos ser objeto de deseo. Mira qué uniformes… y qué pelo llevo. Aquí nunca me lo puedo lavar bien. Ambas estamos pálidas y ojerosas. No somos adecuadas para el harén de un sultán.

—Pero resultamos exóticas por nuestra condición de extranjeras. Una vez bañadas en leche de burra y cubiertas de joyas, quedaríamos preciosas —dijo Henrietta, soltando una histérica carcajada.

—Ya basta, Henrietta —la reprendí—. Vamos a necesitar de todo nuestro ingenio. Hemos de encontrar el medio de huir.

—No podemos separarnos ni un momento —contestó Henrietta—. Cuando estoy contigo, no tengo tanto miedo como tendría si estuviera sola.

—Procuraremos permanecer juntas.

—¿Qué pensarán en el hospital?

—Que desobedecimos las órdenes y nos separamos del grupo.

—¡Fue el grupo el que se separó de nosotras! ¿Crees que enviarán a alguien a buscarnos?

—Ni lo sueñes. Necesitan a la gente para cosas más importantes.

—Anna, ¿qué será de nosotras?

—Hay que esperar. Tú procura estar preparada. Tenemos que salir de aquí.

—Pero ¿cómo? Y, en caso de que lo logremos, ¿dónde estamos?

—Podríamos encontrar el camino de la zona del puerto. Es lo único que tenemos que hacer. Allí hay muchos caiques. Presta atención.

Se abrió la puerta y apareció nuestro moreno secuestrador.

—Vengan —nos dijo.

—¿Adónde nos lleva? —le pregunté.

No me contestó.

Henrietta y yo nos miramos con inquietud. Aguardábamos una oportunidad. Teníamos que estar preparadas para cuando ésta se nos presentara. Agarrándonos firmemente por un brazo, el hombre nos hizo subir un tramo de escalera. Sólo entonces soltó a Henrietta para poder llamar con los nudillos a una puerta. Una voz, desde dentro, dijo algo y entonces nuestro secuestrador abrió la puerta y nos empujó al interior de una estancia.

Las pesadas cortinas estaban corridas. Vi una mesa sobre la que una ornamentada lámpara iluminaba la habitación y a un hombre reclinado en un diván. Su rostro me resultaba ligeramente familiar.

«No puede ser —pensé—, y, sin embargo…». Mis sospechas quedaron confirmadas en cuanto oí la voz del hombre.

—Un par de ruiseñores —dijo el hombre.

—¡Doctor Adair! —balbuceó Henrietta.

—Sabía que el contingente de mujeres nos traería problemas.

—¿Qué significa todo esto? —pregunté. El temor de las últimas horas había dado paso a una inmensa sensación de júbilo y emoción—. Hemos sido vejadas, traídas aquí en contra de nuestra voluntad. Se nos ha hecho creer…

Miré a Henrietta. Su estado de ánimo también había cambiado. Vi que en sus ojos había un destello de excitación.

—El significado es muy sencillo —contestó el doctor Adair—. Dos mujeres insensatas empezaron a recorrer los bazares, estaban a punto de sufrir un robo, fueron rescatadas y traídas aquí. Y menos mal que llevaban el uniforme. Estos chales han sido sus talismanes. El Hospital de Escútari. Todo el mundo lo conoce y sabe que ustedes proceden de allí. Por eso las han traído aquí.

—¿A usted? —pregunté.

Tengo amigos en esta ciudad. Mi relación con el hospital es bien conocida. Por eso, cuando dos ruiseñores abandonan el nido y son descubiertos revoloteando por los barrios de mala fama de la ciudad, son apresados y llevados hasta mí.

—No puedo creerlo —dije.

—¿Qué otra cosa podía ser? —preguntó Henrietta.

—En efecto. Me sorprende que les permitieran recorrer la ciudad.

—Íbamos en grupo —explicó Henrietta.

—¿Y perdieron a las demás?

—Ellas nos perdieron a nosotras. Nos detuvimos a comprar una cosa y nos extraviamos.

—Pero ¿en qué lugar estamos? —pregunté—. ¿Qué hace usted aquí? Esto no es un hospital.

—Yo tengo mi propia vida fuera de los hospitales —contestó el doctor Adair—. Mi presencia aquí es asunto mío.

—¡Y vestido como un sultán! —exclamó la pobre Henrietta, soltando una risita histérica.

—Estoy seguro de que son ustedes unas jóvenes perfectamente educadas y de que sus niñeras debieron de decirles muchas veces que, en la mejor sociedad, no se hacen preguntas impertinentes.

—A mí no me parece impertinente —replicó Henrietta.

—¿Quiere decirnos, por favor, qué pasa? —pregunté yo, interrumpiéndola.

—No faltaba más. Un amigo mío las encontró en la calle. Vio que corrían un serio peligro. Las estuvo observando durante algún tiempo y las siguió hasta un lugar donde estaban a punto de sufrir un atraco… y probablemente algún daño. Las rescató y, al ver de dónde venían, las trajo hasta mí. Han tenido mucha suerte. Primero, por llevar el uniforme y, segundo, porque yo estaba aquí.

Creo que las reprenderán por volver con retraso al hospital, y espero que las castiguen como merecen. Eso tiene que ser una lección. Nunca deben aventurarse solas por estas calles. Esto no es Bath ni Cheltenham y las señoritas bien educadas no tienen que vagar solas por aquí. Estamos en un país extranjero. Aquí, las ideas son distintas… al igual que las costumbres y los modales. Recuérdenlo. Ahora les ofreceré un café porque estamos aguardando la llegada de un amigo mío que las acompañará al hospital.

—¿Y usted…? —pregunté.

Adair me miró, arqueando las cejas.

—Yo… —balbucí—, pensé que regresaría. Las bajas son cada vez más numerosas y parece que…

Miré a mi alrededor y después contemplé el turbante que casi le confería el aspecto de un desconocido. Parecía más moreno y tenía los ojos más brillantes.

—Veo que me reprocha esta autocomplacencia —dijo.

—Le necesitan en el hospital.

Adair me dirigió una enigmática sonrisa cuyo significado no supe descifrar.

En aquel instante, llamaron con los nudillos a la puerta y entró un hombre portando una bandeja con café y pastelillos. Mientras el hombre dejaba la bandeja sobre la mesa, el doctor Adair le dijo algo que no comprendí.

—Necesitan tomar algo —añadió Adair, dirigiéndose a nosotras—. Así es como se bebe el café en este país. Espero que les guste. —Nos sirvió el espeso y azucarado café y unos pastelillos aromatizados con especias—. Estoy seguro de que su aventura en Crimea ya empieza a aburrirlas un poco. Es lo que tienen de malo las aventuras. Nunca son exactamente como uno las imaginaba. Debían de suponer ustedes que lucirían unos inmaculados delantales blancos y unos uniformes a juego, y que interpretarían el papel de ángeles compasivos en favor de estos pobres hombres. Pero la cosa ha resultado ser un poco distinta, ¿verdad?

—No esperábamos nada de todo eso —contesté—. Sabíamos que habría que soportar muchas penalidades y sufrimientos.

—Pero ¿como los que aquí han visto?

—Ya pudimos ver algo en Kaiserwald —contestó Henrietta—. No obstante, reconozco que tiene usted razón. Nunca imaginé nada semejante.

—De haberlo sabido, ¿quizá no hubiera venido?

—No —contestó Henrietta—. Anna, en cambio, sí. ¿No es cierto, Anna?

—Sí.

—Usted es una de esas jóvenes que nunca reconocen sus errores —dijo Adair, mirándome con recelo.

—Eso no es cierto. Me equivoco muchas veces y no me importa confesarlo.

—Cuando se trata de cosas triviales tal vez; pero ¿y en las importantes?

—Repito que no es cierto. He emprendido cosas importantes, he fracasado y nunca me he querido engañar, pensando que no era culpable del fracaso.

—Anna es una persona insólita —dijo Henrietta—. Una persona muy curiosa. Lo supe en cuanto la conocí. Por eso recurrí a ella cuando decidí cambiar de vida.

—¿Y pretenden ustedes seguir aquí hasta el final? —preguntó el doctor Adair, mirándonos inquisitivamente a las dos.

—Nos quedaremos hasta que ya no nos necesiten —contesté.

—Pero yo espero que la guerra termine pronto —añadió Henrietta—. Dicen que Sebastopol no puede resistir y que ésa es la clave de la victoria. Cuando caiga, la guerra habrá terminado.

—«Ellos» se engañan muchas veces. El optimismo es una buena cosa y una gran ayuda… pero aún lo es más el realismo.

—¿Cree usted que la ciudad tardará en caer? —pregunté.

—Creo que los rusos son plenamente conscientes de su importancia y están tan decididos a resistir como lo están los franceses y los británicos a vencer.

—No podría soportar esta vida durante muchos años —dijo Henrietta.

—En tal caso, debe regresar. Creo que algunas ya lo han hecho.

—Se han ido las que no tenían vocación de enfermera —dije yo—. Nosotras no nos arrepentimos de nada.

Volvieron a llamar a la puerta. El doctor Adair contestó, supuse que en turco, y el hombre que nos había servido el café entró acompañado de un desconocido. Éste era alto, moreno y tenía los ojos castaños, pero parecía casi rubio comparado con nuestro anfitrión.

—¡Philippe! —Exclamó el doctor Adair—. Me alegro de que hayas venido enseguida. Permíteme presentarte. Monsieur Philippe Lablanche. Te presento a la señorita Pleydell y a la señorita Marlington.

Philippe Lablanche nos saludó haciendo una inclinación de cabeza.

—Han tenido la desgracia de perderse en la ciudad —le explicó el doctor Adair—. ¿Serás tan amable de acompañarlas a Escútari?

—Será un placer —contestó el galante francés, contemplándonos con una admiración que yo creí iba dirigida a Henrietta, que estaba preciosa a pesar del uniforme.

—No te ofreceré café porque tienen que regresar cuanto antes —dijo el doctor Adair. Y dirigiéndose a nosotras, añadió—: Monsieur Lablanche es uno de nuestros inestimables aliados. Cuidará muy bien de ustedes.

—Haré todo lo posible.

—Hay un coche en el patio. Con él os podréis trasladar al puerto.

—En tal caso, ya podemos marcharnos, señoras —dijo monsieur Lablanche.

—Queremos darle las gracias —le dije yo al doctor Adair al tiempo que nos levantábamos.

Éste inclinó deferentemente la cabeza.

—No sé qué hubiéramos hecho sin su ayuda —añadió Henrietta, estremeciéndose de miedo.

—Conviene que reflexionen sobre todo ello —dijo Adair—. Considérenlo una valiosa experiencia y procuren que eso les sirva para ser menos temerarias en el futuro.

—Temí que nos drogaran y nos condujeran a algún harén —le dijo Henrietta.

—Espero no haberlas decepcionado demasiado.

—Todo ha terminado de la mejor manera posible —contestó Henrietta, echándose a reír—. Muchas gracias, doctor Adair. Mil veces gracias.

—Con una basta —dijo Adair.

Abandonamos la estancia y, al llegar al patio, vimos que un coche nos aguardaba. Al subir, no pude evitar sentirme algo desconcertada por la aventura. ¿Qué hacía Adair allí, vestido de aquella forma y viviendo como un pachá turco? ¿Qué significado tenía todo aquello? ¡Qué hombre tan misterioso! Cuanto más le conocía, más me intrigaba.

Philippe Lablanche se mostró encantador. Comparado con el doctor Adair, parecía amabilísimo. Mientras recorríamos la vieja ciudad, nos fue indicando los distintos lugares de interés. Anochecía y, desde los alminares, el almuédano convocaba a los fieles a la oración. La ciudad, bella y misteriosa, parecía inquietante y siniestra bajo la escasa luz. Miré a Henrietta y vi que la emoción le había arrebolado intensamente las mejillas, sumiéndola en una especie de estado hipnótico.

Philippe Lablanche nos contó que estaba adscrito al ejército francés y que el doctor Adair era un gran amigo suyo.

—Es un hombre maravilloso —dijo—. No conozco a nadie como él. Es… ¿cómo se dice en su idioma…?

—¿Singular? —apunté yo.

—¿Qué significa singular?

—Alguien que no tiene igual.

—Eso define al doctor Damien Adair.

—¿Ha leído sus libros? —le pregunté.

—Pues claro. Han sido traducidos al francés, pero puede que la traducción no sea muy fiel. Algún día, espero leerlos en el original, tal como los escribió el doctor.

—Es un hombre muy amante de las aventuras.

—Son para él tan necesarias como el aire que respira.

—Usted también habrá vivido muchas aventuras, monsieur Lablanche.

—En efecto, pero así es la guerra.

—Supongo que no debemos preguntarle a qué se dedica, ¿verdad? —preguntó Henrietta.

—Qué comprensiva es usted.

—En tal caso, no se lo preguntaremos —añadió Henrietta—. Dejaremos volar nuestra imaginación y nunca conoceremos la verdad.

—Muy amable de su parte, hacerme objeto de sus pensamientos.

Más amable es usted, acompañándonos a lugar seguro.

—El doctor Adair tiene razón. No es conveniente que las damas recorran solas estas calles.

—Creímos que nos iban a conducir al harén de algún sultán —dijo Henrietta, soltando una carcajada.

—Pues… hubiera podido ocurrir. No sería la primera vez. Más de una dama ha desaparecido. Esta gente no piensa como nosotros.

—Ya lo sé —dije—. Las mujeres carecen de importancia en algunos países, sólo existen para servir a los hombres.

—En efecto, señorita. Como ve, en lugares desconocidos tenemos que estar preparados para las costumbres desconocidas.

—Jamás olvidaremos este día, ¿verdad, Anna? —preguntó Henrietta—. Las primeras horas de libertad… ¡Qué felicidad! Y después, perdernos y ser conducidas por estas calles sin saber adónde íbamos. ¡Si aquel hombre nos hubiera dicho algo! Pero el pobre no podía porque no comprendía nuestro idioma. Y, al final, la sorpresa del doctor Adair vestido de sultán… ¡Qué maravilla!

Henrietta miró a Philippe Lablanche con expresión zalamera, como suplicándole que nos contara lo que sabía sobre las extrañas costumbres del fascinante médico.

Sin embargo, a pesar de su sincero deseo de complacernos, Lablanche no nos dijo nada.

Estábamos cruzando el Bósforo.

—Dejamos Europa y nos vamos a Asia —dijo Henrietta—. ¡Qué aventura tan emocionante! Y, sin embargo, no es más que un canal de agua. ¡Qué lugar tan hermoso! Ojalá pudiéramos visitarlo mejor. Es curioso que, estando aquí, sólo podamos ver hileras de camas de hospital.

—Creo que son ustedes extraordinarias —dijo Philippe Lablanche—. Sé que son un gran consuelo para los heridos.

—El doctor Adair no opina lo mismo —indiqué.

—Oh, no. El cree que desempeñan ustedes un gran trabajo. Nadie podría dudar de ello. Hemos oído hablar mucho de ustedes y de la señorita Nightingale. Se la considera una heroína, casi una santa. Y ustedes que colaboran con ella son unos ángeles compasivos. Nunca las olvidarán.

—Nosotras no nos consideramos unos ángeles, ¿verdad, Anna? —Preguntó Henrietta—. Eso sería imposible en un hospital. Aunque creo que a algunos heridos les gusta vernos. En cambio, los que mandan piensan a menudo que somos un estorbo.

—Eso no es cierto. Lo que ocurre es que no tienen tiempo de felicitarlas por lo que hacen. Hay tantas cosas que hacer. Las acompañaré al hospital —añadió Philippe Lablanche cuando llegamos a la otra orilla.

—No se moleste —le contesté—. Ahora ya no hay peligro.

—No consideraría cumplida mi misión si no lo hiciera. Además, le diré una cosa: he de resolver un asunto en el hospital. Muchos de nuestros hombres están allí. Tengo ciertos deberes y voy de vez en cuando.

—En tal caso, puede que volvamos a vernos —dijo Henrietta.

—Así lo espero. Es más, lo procuraré.

Subimos por la ladera. Sin la luz del sol que nos mostrara su decadencia, el hospital parecía casi romántico en la oscuridad. En aquel instante hubiera podido ser el palacio de un sultán.

—Le estamos muy agradecidas —dijo Henrietta—. Ha sido usted muy amable no haciéndonos sentir como un par de insensatas. ¿No es cierto, Anna?

—En efecto. Queremos darle las gracias, monsieur Lablanche.

—He tenido mucho gusto en acompañarlas —contestó el francés, tomando primero mi mano y después la de Henrietta mientras ella le miraba con una radiante sonrisa en los labios.

—Gracias, muchas gracias —dijo Henrietta, sin soltarle la mano.

—Adiós —dije yo.

—Adiós, no. Yo vengo por aquí muy a menudo. Las buscaré. Digamos más bien au revoire. Es una despedida mucho más bonita… de momento.

—Desde luego —convino Henrietta.

—Vamos —dije—. Ojalá no hayamos causado demasiados trastornos con nuestro retraso.

Entramos en el hospital. Faltaban unos minutos para que se iniciara nuestro turno de guardia. «Es el final de nuestra pequeña aventura», pensé. Pero no podía quitarme de la cabeza al enigmático doctor Adair.

Miré a Henrietta. Estaba segura de que a ella le ocurría lo mismo.