La víspera de mi boda tuve un extraño sueño del que desperté aterrorizada. Estaba en la iglesia y Aubrey se encontraba a mi lado. El penetrante y embriagador perfume de los lirios se esparcía por el aire, invadiéndolo todo como el olor de la muerte. Tío James —el reverendo James Sandown— se hallaba de pie frente a nosotros. La iglesia era la misma que yo había conocido en mis tiempos de colegiala, cuando vivía en la rectoría con tío James y tía Grace porque no podía reunirme con mi padre en su puesto de avanzada en la India. Oí mi voz incorpórea, resonando en el vacío lugar: «Yo, Susanna, te tomo a ti, Aubrey, por esposo… Aubrey sostenía el anillo. Me tomó una mano y su rostro empezó a acercarse a mí… Entonces, sentí un miedo atroz. No era el rostro de Aubrey y, sin embargo, lo era. No era el rostro que yo conocía. Estaba como deformado y me miraba de reojo, esbozando una extraña y horrible sonrisa lasciva. Oí una voz que gritaba: ¡No! ¡No!». Y era la mía.
Me incorporé en la cama con la mirada perdida en la oscuridad y mis sudorosas manos asían las sábanas. Fue un sueño tan intenso que tardé mucho rato en recuperarme. Entonces me dije que era una estupidez. Iba a casarme a la mañana siguiente. Quería casarme. Estaba enamorada de Aubrey. ¿Cuál podía ser la causa de aquel sueño?
«¡Nervios de la víspera de la boda!», hubiera dicho tía Grace, tan práctica como siempre. Y hubiera tenido razón. Traté de sacudirme de encima los efectos de la pesadilla, pero no pude. Había sido todo tan real.
Me levanté de la cama y me acerqué a la ventana. Allí estaba la iglesia con su torre normanda bajo el cielo estrellado, inexpugnable y desafiando los vientos, la lluvia y los siglos desde hacía ochocientos años, admirada y visitada sin cesar.
—Es un gran privilegio casarse en una iglesia como ésa —me dijo tío James, con orgullo.
Al día siguiente, mi padre y yo avanzaríamos por el pasillo central hasta el lugar donde me aguardaba Aubrey. La escena no se parecería para nada a la de mi pesadilla, pero a mí aún no se me había pasado el susto.
Me acerqué al armario y contemplé el vestido: raso blanco ribeteado de encaje de Honiton y una diadema de flores de azahar que me colocarían en el último momento.
Más allá de la iglesia, Aubrey estaría durmiendo en El Jabalí Negro, la única posada de Humberston.
—El novio no tiene que pasar la noche bajo el mismo techo que la novia —dijo mi tía Grace.
¿Habría tenido él también alguna pesadilla sobre la boda?
Me acosté de nuevo. No quería dormir. Temía que el sueño continuara a partir del instante en que yo grité «¡No! ¡No!», mientras Aubrey me colocaba a la fuerza el anillo en un dedo.
Permanecí tendida en la cama sin poder quitarme la pesadilla de la cabeza.
Conocí a Aubrey en la India, donde mi padre estaba destinado. Acababa de reunirme con él tras vivir siete años en Inglaterra, donde fui a la escuela y pasé las vacaciones en la rectoría, junto a tío James y tía Grace, quienes se ofrecieron noblemente a cuidar de la hija de un cuñado que, como todas las señoritas inglesas de buena familia, se tenía que educar en Inglaterra. Esta necesidad solía causar muchos quebraderos de cabeza a los que servían en las avanzadas del Imperio, aunque, en general, siempre había amables parientes dispuestos a echar una mano.
Recordé la alegría que experimenté al cumplir los diecisiete años. Era junio y yo aún estaba en la escuela, pero sabía que aquel iba a ser mi último curso y que en agosto regresaría a la India, donde había pasado los diez primeros años de mi vida.
Puede que mis ansias de marcharme fueran en cierto modo una muestra de ingratitud, por mucho que deseara reunirme con mi padre. Tío James y tía Grace, junto con mi prima Ellen, fueron muy generosos conmigo e hicieron todo lo posible para que me sintiera a gusto en su casa, pese a que yo era una intrusa, sobre todo al principio. Ellos tenían sus vidas y las tareas de la parroquia exigían mucho esfuerzo. Mi prima Ellen me llevaba doce años y apreciaba enormemente al coadjutor de su padre, con quien pensaba casarse en cuanto él encontrara una casa. Tío James tenía su rebaño de feligreses y tía Grace desarrollaba un montón de actividades: entre ellas, ventas benéficas, fiestas al aire libre, cantos de villancicos y multitud de cosas para todas las ocasiones, incluidas la Asociación de Madres y la preparación de canastillas. Confieso que yo era un poco pelmaza. Mi corazón estaba al otro lado de los mares y, consciente de ser una carga para mis parientes, asumía una actitud de indiferencia y arrogancia, a la que se añadían constantes comparaciones críticas entre una vieja rectoría con una cocinera, una doncella y una criada, y la residencia de un coronel con numerosos criados nativos corriendo sin cesar de un lado para otro con el fin de satisfacer nuestros deseos.
No puede decirse que yo fuera una niña angelical, y tanto mi aya india como la señora Fearnley, que era mi institutriz desde que yo contaba diez años, decían que nunca sabían a qué atenerse conmigo. Era como si yo tuviera una doble personalidad. Podía ser risueña, dócil, amable y cariñosa.
—Es como la luna —solía decir la señora Fearnley, muy aficionada a sacar provecho educativo de todas las situaciones—. Tiene su lado claro y su lado oscuro. No muy a menudo, gracias a Dios —continuaba la señora Fearnley, preocupada, no obstante, de que así fuera.
Pero también podía ser muy terca. Cuando me empeñaba en algo, nada me apartaba de mi objetivo. Con tal de salirme con la mía, era capaz de desobedecer cualquier orden. En tales circunstancias, era una niña de lo más insoportable, completamente distinta de la encantadora chiquilla que con tanta docilidad asimilaba las enseñanzas.
—Tenemos que luchar contra el lado oscuro —decía la señora Fearnley—. Susanna, eres la niña más imprevisible que jamás he conocido.
Mi aya, a la que yo profesaba un inmenso cariño, lo expresaba de otra manera.
—En este cuerpecito moran dos espíritus. Luchan entre sí, ya veremos cuál de ellos gana. Ahora todavía no, porque no eres más que una baba. Eso ocurrirá cuando seas mayor.
En el transcurso de los años que pasé en Inglaterra, los recuerdos de mi infancia pasada en la India me acompañaron siempre y, cuanto más crecía" tanto más placenteros me resultaban. Vivas imágenes acudían todas las noches a mi mente mientras aguardaba la llegada del sueño.
A la muerte de mi madre, mi vida estuvo dominada por mi aya. Mi padre quedó relegado a un segundo plano, majestuoso e impresionante, sólo inferior a Dios. Era un hombre afectuoso y tierno, pero no podía permanecer a mi lado todo lo que hubiera querido, y ahora sé que yo era un motivo de preocupación para él. Las horas que pasábamos juntos poseían un valor incalculable. Me hablaba del regimiento y de lo importante que era, y yo me sentía muy orgullosa de él por los grandes honores que le tributaban adondequiera que fuera.
Sin embargo, fue mi aya, con su trato afable y el perfume almizcleño que la envolvía, la persona que más influyó en aquel período de mi vida. Me encantaba salir a callejear con ella. Me tomaba de una mano y me advertía de que no me soltara, lo cual me infundía una sensación de peligro que hacía doblemente emocionantes nuestras salidas. Percibía ruidos y colores por doquier, mientras nos abríamos camino entre los representantes de todas las tribus y castas. Llegué a identificados a todos: los monjes budistas con la cabeza rapada y la túnica color azafrán, caminando presurosos sin mirar jamás a la gente: los parsis, con los gorros de extrañas formas y las sombrillas: las mujeres que no podían mostrar el rostro, y cuyos ojos enmarcados en negro miraban a través de unas aberturas del velo. Me fascinaba el encantador de serpientes que, tocado con un turbante, interpretaba una extraña música mientras la sinuosa y siniestra cobra se elevaba del cesto, retorciéndose amenazadoramente para asombro de los presentes. A mí se me permitía siempre arrojar una rupia en la jarra que tenía al lado y ello me hacía acreedora a un efusivo agradecimiento y a una promesa de vida dichosa, alegrada por muchos hijos, el primero de los cuales sería un varón.
El perfume almizcleño llenaba la atmósfera: pero había, asimismo, olores menos agradables. Aun con los ojos cerrados, hubiera sabido que estaba en la India sólo por el olor. Me atraían los saris de brillantes colores de las mujeres que no llevaban velo, porque, según decía mi aya, pertenecían a una casta inferior. Yo comentaba que eran mucho más guapas que las de las castas superiores, con sus túnicas informes y el rostro oculto tras los velos.
La señora Fearnley me explicó que Bombay se llamaba «la Puerta de la India» y que nos fue regalada cuando Carlos II se casó con Catalina de Braganza.
—¡Qué regalo de boda tan bonito! —exclamé yo—. Cuando me case, me gustaría que me lo hicieran a mí.
—Estas cosas sólo se dan a los reyes —dijo la señora Fearnley—, y a menudo son más una carga que una bendición.
Subíamos en carreta a la colina Malabar y, desde allí, podía ver la impresionante residencia del gobernador en la punta Malabar. A su alrededor había jardines y los clubes frecuentados por los oficiales y los residentes británicos. La señora Fearnley solía acompañarme en tales paseos y siempre aprovechaba las oportunidades para mejorar mi educación. Pero, a veces, era el aya quien me contaba las cosas que más me gustaba conocer. Me interesaban mucho más los cementerios, donde los cuerpos desnudos de los muertos eran dejados al aire libre para que los buitres devoraran su carne y el sol blanqueara sus huesos —lo cual, según mi aya, era mucho más digno que dados en pasto a los gusanos—, que los relatos sobre la dominación de los mongoles antes de la llegada al país de la Compañía de las Indias Orientales y sobre la suerte que ello supuso para los hindúes, ya que ahora vivirían bajo la protección de nuestra gran soberana.
A menudo, durante las vacaciones escolares que pasaba en Inglaterra, permanecía sentada en mi dormitorio de la rectoría que daba al cementerio con sus grises lápidas, muchas de cuyas inscripciones habían sido borradas por el tiempo, y pensaba en el ardiente sol, en el mar azul, en las cantarinas voces, en los vistosos saris y en las misteriosas miradas visibles a través de las aberturas de los velos. Pensaba en los criados que satisfacían nuestras necesidades: los muchachos con largas camisas y pantalones blancos el astuto y artero khansamah, amo y señor de la cocina, que se encaminaba todos los días a los mercados, seguido de sus criados, dispuestos a cumplir con presteza cualquiera de sus órdenes y a llevar las compras, una vez finalizado el prolongado tira y afloja que cada transacción parecía exigir.
Pensaba en las carretas tiradas por los pacientes bueyes: en las angostas calles y en las persistentes moscas: las multicolores balas de sedas de los comercios, los aguadores y los perros hambrientos, las cabras con sus tintineantes cencerros atados alrededor del cuello, las campesinas llegadas de las cercanas aldeas para vender sus productos: los culis, los campesinos, los tamiles, los patanes y los brahmanes, todos mezclados en las pintorescas calles, y los ocasionales caballeros con chales anudados alrededor del sombrero en los que a veces relucía alguna joya. Y, en contraste con todo ello, los mendigos. Jamás podría olvidar a los mendigos, a los enfermos y lisiados con los suplicantes ojos oscuros que yo temía me persiguieran durante toda la vida, y con los que soñaba cuando mi aya me arropaba en la cama y me dejaba bajo la mosquitera que me mantendría a salvo de los mosquitos que poblaban la noche.
Recordaba vagamente a mi madre, tierna, cariñosa y bella. Yo tenía cuatro años cuando murió. Antes, ella siempre había estado conmigo y me hablaba de casa, que era Inglaterra, con una inmensa nostalgia en su voz y en sus ojos que yo captaba claramente a pesar de mi corta edad. Me hablaba de los verdes campos, de los ranúnculos, de la lluvia típicamente inglesa, suave y delicada, y de un sol siempre tibio y benévolo y nunca, o casi nunca, inmisericorde. A juzgar por sus palabras, aquello debía de ser el mismísimo cielo.
También solía cantarme canciones inglesas: Bebe a mi salud, sólo con tus ojos, Sally la de la calle y El vicario de Bray. Me contaba cómo era su vida cuando tenía mi edad y vivía en la rectoría de Humberston, ya que su padre era el párroco. Al morir éste, le sucedió su hijo James, por cuyo motivo, cuando tuve que irme a vivir allí, no me pareció un lugar del todo extraño, puesto que ya lo conocía a través de mi madre.
Vino luego el día en que ya no pude verla y no me permitieron acercarme a ella porque padecía una especie de fiebre infecciosa. Me acordaba de cuando mi padre me sentó en sus rodillas y me dijo que, a partir de aquel momento, sólo nos tendríamos el uno al otro.
Yo era quizá demasiado pequeña para comprender la tragedia que se había abatido sobre nuestro hogar, pero aun así, intuí, hasta cierto punto, la sensación de pérdida y la tristeza, aunque la magnitud del desastre no me alcanzó de forma inmediata. Unas bien intencionadas damas, sobre todo esposas de oficiales, invadieron mi cuarto y me hicieron muchas carantoñas, diciendo que mi madre se había ido al cielo. Yo pensé que eso debía de ser un viaje a una tierra de verdes praderas y lloviznas, algo así como ir a las colinas, sólo que más exótico, con posibilidad tal vez de tomar el té con Dios y los ángeles en lugar de hacerla con las esposas de los oficiales. Creía asimismo que, al cabo de cierto tiempo, mi madre regresaría. Y me lo contaría todo.
Fue entonces cuando apareció la señora Fearnley. La misma fiebre que mató a mi madre acabó también con su marido, que era oficial y murió la misma semana en que lo hizo mi madre. La señora Fearnley, que había sido institutriz antes de casarse, tenía un futuro un poco incierto y mi padre le ofreció el puesto de institutriz mía en tanto decidía lo que pensaba hacer.
Fue un arreglo provechoso tanto para mi padre como para la señora Fearnley, la cual debía de tener unos treinta y cinco años y era una persona responsable y juiciosa. Yo la apreciaba desde un punto de vista negativo. Para mí, la mayor fuente de emociones era mi aya, misteriosa y exótica, con sus grandes ojos soñadores y el largo cabello negro que tanto me gustaba cepillar. A veces, dejaba el cepillo y se lo alisaba con los dedos mientras ella me decía:
—Eso me produce una gran sensación de calma, pequeña Su-Su. Hay bondad en tus manos.
Y a continuación me hablaba de su infancia pasada en el Punjab y de cómo se trasladó a Bombay para servir a una acaudalada familia y cómo su buen amigo el khansamah la llevó a casa del coronel, donde la mayor felicidad de su vida era estar a mi lado.
Cuando murió mi madre, mi padre pasaba conmigo una hora o más casi todos los días y fue entonces cuando empecé a conocerle mejor. Siempre parecía triste. De vez en cuando, algunas personas acudían a tomar el té en mi casa y me preguntaban cómo iban los estudios. Había en el regimiento uno o dos niños, cuyos padres organizaban fiestas a las que yo solía asistir. Después, la señora Fearnley organizaba otras para que yo pudiera corresponder a la hospitalidad de mis amigos.
El aya entraba para oímos cantar cosas, como La pobre Jenny está llorando y El granjero está en la pocilga o vernos jugar al juego de las sillas vacías mientras la señora Fearnley o alguna otra dama tocaba el piano. Luego, mi aya cantaba algunas canciones. Su versión de La pobre Jenny era realmente conmovedora, mientras que El granjero está en la pocilga sonaba en sus labios como una marcha militar.
Las esposas de los oficiales se compadecían de mí porque no tenía madre. Yo lo comprendí a medida que me hice mayor y me di cuenta de que su viaje al cielo no era la ausencia temporal que yo había imaginado al principio. La muerte era irrevocable y ocurría constantemente a mi alrededor. Uno de los criados de la casa me dijo que muchos de los mendigos a los que yo veía por la calle habrían muerto a la mañana siguiente.
—Vienen a recogerlos con un carro —me contó.
Debía de ser como cuando la peste de Londres, pensé yo. «¡Sacad a los muertos!». Sólo que a los mendigos de las calles de Bombay no había que sacarlos de ningún sitio porque carecían de casa.
Era un extraño mundo de miseria y esplendor, de vida ajetreada y muerte silenciosa, cuyos recuerdos me acompañarían siempre. Veía con los ojos de la imaginación al khansamah en el mercado con una sonrisa triunfal en el rostro, signo inequívoco de que acababa de hacer un, buen negocio. Oía contar a las esposas de los oficiales la triste historia de Emma Alderston que creyó poder burlar a su khansamah haciendo ella misma la compra y entonces los vendedores del mercado se confabularon para cobrarle mucho más de lo que pagaba con la «comisión» del khansamah incluida.
—Lo llevan en la sangre —decía Grace Girling, la esposa de un capitán—, y hay que aceptarlo.
A mí me gustaba sentarme en la cocina y ver trabajar a nuestro khansamah. Era un hombre alto y corpulento e intuía lo mucho que yo le admiraba. Me daba a probar pequeños bocados y me observaba cruzando las manos sobre el voluminoso vientre mientras yo los saboreaba. Para halagarle, yo adoptaba una expresión de éxtasis.
—Nadie cocina el pollo tanduri como el khansamah del sahib coronel. Es el mejor khansamah de la India. ¡Mire, señorita Su-Su! ¡Un ghostaba! —decía, lanzándome una bola de carne picada de cordero—. Es bueno, ¿verdad? Ahora beba un poco. ¿Le gusta? Nimbu pani…
Yo bebía el zumo helado de lima con jarabe de rosas y le escuchaba hablar de sus platos y, sobre todo, de sí mismo.
Durante diez años, los más formativo de mi existencia, ésa fue mi vida; por consiguiente, no es de extrañar que jamás pudiera olvidarla. Era un recuerdo más vivo que cualquier otro.
Puedo evocarlo con todo detalle. El sol calentaba mucho a pesar de lo temprano de la hora mañanera. Recorría en compañía de mi aya las angostas callejas del mercado y me detenía a admirar el tenderete de las baratijas mientras ella intercambiaba unas palabras con el propietario, pasando por delante de las hileras de saris y las oscuras tiendas en cuyo interior se cocían unas extrañas tortas, esquivando las cabras, rozando alguna que otra vaca, vigilando los rápidos cuerpos morenos de los muchachos que se introducían por entre la gente y, sobre todo, sus morenos dedos todavía más rápidos, hasta que, por fin, cruzamos la plaza del mercado y llegamos a la calle más ancha donde ocurrió lo que digo.
Había mucho tráfico aquella mañana. Aquí y allí, un camello cargado avanzaba desdeñosamente hacia el bazar entre los carros tirados por bueyes. Justo cuando mi aya estaba diciendo que ya era hora de volver a casa, un niño de unos cuatro o cinco años se cruzó en el camino de un carro. Contemplé la escena horrorizada y, en aquel momento, alguien le dio un empujón evitando por un pelo que el carro le pasara por encima.
Corrimos para levantarle. Estaba pálido y muy asustado. Le tendimos al borde de la calle mientras una multitud se congregaba a su alrededor, hablando en un dialecto que yo no entendía. Alguien fue a buscar ayuda.
Entretanto, el niño yacía en el suelo. Me arrodillé a su lado y un extraño impulso me indujo a apoyar una mano en su frente. Enseguida noté algo que no sé describir muy bien, una especie como de júbilo, creo. Al instante, el rostro del niño cambió. Fue como si, por un momento, hubiera cesado el dolor. Mi aya me observaba en silencio.
—Todo irá bien —le dije al niño en inglés—. Ahora vendrán y te encontrarás mejor.
Sin embargo, no fueron mis palabras las que lo calmaron, sino el contacto de mis manos.
Después, todo ocurrió con enorme rapidez. Vinieron para llevárselo. Lo levantaron del suelo con mucho cuidado y lo colocaron en un carro que, inmediatamente, se puso en marcha. En cuanto aparté mi mano de su frente, lo último que vi del niño fueron sus ojos oscuros mirándome y la mueca de dolor que apareció en su rostro.
Fue una sensación muy extraña porque, cuando le toqué, noté que un poder desconocido emanaba de mi persona.
Mi aya y yo reanudamos nuestro camino en silencio.
Aunque no comentamos el incidente, yo sabía que ambas pensábamos en él.
Aquella noche, cuando me arropó en mi cama, el aya me tomó las manos y las besó con reverencia.
—Hay poder en estas manos, pequeña Su-Su —me dijo—. A lo mejor, tienes toque sanador.
—¿Te refieres al niño… de esta mañana? —le pregunté, emocionada.
—Lo vi —contestó ella.
—¿Qué significa este toque?
—Significa que tienes un don. Está aquí, en estas preciosas manitas.
—¿Un don? ¿Para curar a la gente?
—Para aliviar el dolor. No lo sé. Esto se halla en manos más poderosas que las nuestras.
Algunas tardes, salía a dar un paseo a caballo con mi padre. Tenía un caballito propio que era uno de los mayores deleites de mi vida, y se me alegraba el corazón cuando, con mi blanca blusa y la falda de montar, cabalgaba al lado de mi padre. La amistad con éste aumentaba a medida que yo me iba haciendo mayor. Él era un poco tímido con los niños y yo le quería mucho… tal vez porque lo veía algo distante. Me encontraba en una edad en la que el exceso de familiaridad podía generar desprecio. Yo necesitaba un padre a quien admirar, y eso era lo que tenía. Él solía hablarme del regimiento y de la India y de la labor que desarrollaban los británicos, y yo me sentía muy orgullosa del regimiento, del Imperio y, sobre todo, de él. También me hablaba de mi madre y me decía que a ella jamás llegó a gustarle la India. Añoraba constantemente su casa, pero procuraba disimularlo. Por su parte, él estaba preocupado por mí porque era una niña sin madre, cuyo padre no podía prestarle la necesaria atención.
Yo le aseguré que era muy feliz y que la señora Fearnley me hacía mucha compañía y yo la quería mucho y amaba con toda el alma a mi aya.
—Eres una niña muy buena, Susanna —me dijo él. Entonces, le conté el incidente del niño en la calle.
—Fue una cosa muy extraña, padre. Al tocarle, sentí que algo salía de mí, y él lo sintió también porque, cuando le apoyé una mano en la frente, se le pasó el dolor.
—Es la buena obra que hiciste aquel día —dijo mi padre, sonriendo.
—Tú no crees que fue algo extraordinario, ¿verdad? —le pregunté…
—Fuiste como el buen samaritano. Confío en que le prestaran al niño la debida atención. No se puede decir que los hospitales de aquí sean muy eficientes. Si se ha roto algún hueso, que Dios se apiade de él. Tendrá suerte si se lo encajan como es debido.
—Tú no crees que tengo… un toque especial por el estilo. El aya así lo cree.
—¡El aya! —Exclamó mi padre en tono levemente desdeñoso—. ¿Qué sabrá una nativa de estas cosas?
—Pues ella ha dicho que tengo un toque sanador. Le aseguro, padre, que fue como un milagro.
—Apuesto lo que quieras a que al niño le gustó que una damita inglesa se arrodillara a su lado.
Guardé silencio. Comprendí que era inútil hablar con él de cuestiones místicas. Lo mismo me hubiera ocurrido con la señora Fearnley. Eran personas demasiado prácticas y civilizadas. Sin embargo, yo no podía desechar el asunto a la ligera. Pensaba que era una de las cosas más importantes que jamás me hubieran ocurrido.
Cuando cumplí diez años, mi padre me dijo en el transcurso de uno de nuestros paseos a caballo:
—Susanna, ya no puedes seguir así. Tienes que estudiar, ¿comprendes?
—La señora Fearnley dice que soy muy aplicada.
—Querida mía, llegará un momento en que superarás a la señora Fearnley. Me ha dicho que estás muy adelantada y, además, ha decidido volver a casa.
—¡No! ¿Significa eso que vas a buscar a otra persona que la sustituya?
—No es exactamente eso. Sólo hay un lugar donde pueden educarse las señoritas inglesas, y ese lugar es Inglaterra.
Pensé en la enormidad de lo que acababa de decirme mi padre, pero no dije nada.
—¿Y tú? —pregunté.
—Yo debo quedarme aquí, naturalmente.
—Entonces, ¿tendré que irme a Inglaterra… sola?
—Mi querida Susanna, eso es lo que hacen todos los jóvenes de aquí. Tú misma lo has visto. Pronto llegará el momento en que te toque el turno. En realidad, algunas personas piensan que ya deberías haberte marchado.
Y a continuación, me expuso sus planes. La señora Fearnley era muy amable y había sido muy buena con nosotros. Quería regresar a Inglaterra y, cuando lo hiciera, yo me iría con ella. Me llevaría a casa de James, el hermano de mi madre, y de su esposa Grace que vivían en la rectoría de Humberston, la cual se convertiría en mi hogar hasta que yo pudiera reunirme de nuevo con él en la India, cuando cumpliera diecisiete o dieciocho años.
—Pero ¡para eso faltan siete años! ¡Toda una vida!
—No lo creas. Aborrezco la idea de la separación tanto como tú… o tal vez más, pero es necesario. No podemos permitir que crezcas sin recibir una educación.
—Pero si estoy educada. Leo mucho y he aprendido infinidad de cosas.
—No se trata sólo de leer libros, hija mía. Se trata de adquirir los modales sociales para poder alternar en sociedad, la auténtica alta sociedad, no la que tenemos aquí. No, hijita, no hay otra alternativa. De haberla, yo la hubiera descubierto porque lo que menos quisiera es perderte. Me escribirás. Permaneceremos unidos a través de nuestras cartas. Quiero que me cuentes todo cuanto te ocurra. Más adelante, quizá me concedan un largo permiso y vaya a verte a Inglaterra. Entonces, estaremos juntos. Entretanto, irás a la escuela y la rectoría será tu casa durante las vacaciones. El tiempo pasa volando. Te echaré mucho de menos. Como sabes, desde que murió tu madre, tú lo eres todo para mí.
Miraba hacia delante, sin querer mirarme directamente a la cara, temeroso de mostrar la emoción que sentía. Yo, en cambio, fui menos comedida. Una de las cosas que tuve que aprender en Inglaterra fue a controlar mis sentimientos.
Vi el mar, las colinas y el blanco edificio a través de una bruma de lágrimas.
La vida empezaba a cambiar. Todo iba a cambiar, Dispuse de más de un mes para hacerme a la idea y, una vez superado el sobresalto inicial, empecé a experimentar cierta emoción. Había visto los grandes buques que entraban en el puerto y volvían a zarpar. Había visto a chicos y chicas despidiéndose de sus padres. Así era la vida… ¡y ahora, me tocaba a mí!
La señora Fearnley se hallaba ocupada en los preparativos y las clases ya no eran tan regulares.
—Ya casi no puedo enseñarte nada más —me dijo—. Estás mucho más adelantada que otros a tu edad. Lee todo lo que puedas. Es lo mejor que puedes hacer.
Se alegraba mucho de volver a Inglaterra. Pensaba alojarse en casa de una prima hasta que «se orientara un poco», decía.
Mi aya se lo tomó de otra forma. Fue una separación muy triste para las dos. Yo estaba más compenetrada con ella que con la señora Fearnley, porque me conocía desde que era pequeña. Había conocido también a mi madre y, a la muerte de ésta, el vínculo que existía entre nosotras se hizo muy fuerte.
—Al aya siempre le ocurre lo mismo —dijo, mirándome con la paciente resignación propia de su raza—. Tiene que perder a sus pequeños. No son suyos. Los tiene sólo de prestado.
Le dije que encontraría otros. Mi padre ya se encargaría de que así fuera.
—¿Para empezar otra vez? —preguntó—. ¿Y dónde encontraría a otra Su-Su? Son como flores de loto —añadió, tomándome las manos.
—Pero un poco mugrientas —puntualicé yo.
—Son hermosas —dijo ella, besándolas—. Hay poder en estas manos. Y conviene usarlo. No es bueno desperdiciar lo que se nos da. Tu Dios… mis dioses… no quieren ver desperdiciados sus dones. Tu misión, pequeña mía, será usar los dones que se te han concedido.
—Oh, no, aya querida, tú crees que hay algo especial en mí porque me quieres. Mi padre dice que al niño le debió de gustar que yo me arrodillara a su lado y que por eso parecía haber olvidado el dolor. Mi padre dice que eso fue todo.
—El sahib coronel es un gran hombre, pero los grandes hombres no lo saben todo. A veces, el mendigo de la casta más baja posee conocimientos que le están vedados al mayor de los rajás.
—De acuerdo, aya querida, soy maravillosa y especial. Cuidaré de mis valiosas manos.
—Pensaré siempre en ti y, algún día, volverás —dijo ella, besándome solemnemente las manos al tiempo que me miraba con sus soñadores ojos.
—Pues claro que volveré. Vendré en cuanto termine los estudios. Y tú tendrás que dejarlo todo para volver conmigo.
—Entonces ya no me querrás —dijo ella, sacudiendo la cabeza.
—Siempre te querré y nunca te olvidaré.
Luego, el aya se levantó y se retiró.
Me había despedido de todos mis amigos. La víspera, mi padre y yo cenamos solos, según su deseo. Una atmósfera sosegada reinaba en la casa. Los criados estaban muy serios y me miraban en silencio. El khansamah se superó a sí mismo con uno de sus platos preferidos que él llamaba yakhni, un guiso de cordero con especias que a mí me encantaba. Sin embargo, aquella noche no lo saboreé con deleite. Estábamos excesivamente emocionados como para poder comer y sólo tomamos con desgana algún que otro bocado. De postre, nos sirvieron mangos, nectarinas y uva.
Parecía que toda la casa guardara luto por mi partida.
Aquella noche apenas hablamos. Yo sabía que mi padre procuraba por todos los medios disimular sus sentimientos, cosa que hizo admirablemente. Nadie hubiera podido adivinar cuán emocionado estaba de no ser por su risa forzada y la quiebra ocasional de su voz.
Me habló mucho de Inglaterra y de cuán distinta era de la India. En la escuela, tendría que adaptarme a la disciplina y, como es lógico, debería recordar constantemente que era huésped de tío James y de tía Grace, los cuales habían tenido la gentileza de acudir en nuestra ayuda, ofreciéndonos hospitalidad durante las vacaciones.
Exhalé un suspiro de alivio cuando, al fin, pude retirarme a mi habitación y tenderme por última vez bajo la mosquitera. No pude dormir en toda la noche, pensando en cómo iba a ser mi nueva vida en Inglaterra.
El barco ya estaba en la bahía. Yo lo había contemplado muchas veces, tratando de imaginar cómo sería cuando zarpara llevándome a mí a bordo. Pero es difícil imaginar un lugar en el que una no está.
Llegó el día. Nos despedimos, subimos a bordo y entramos en el camarote que la señora Fearnley y yo íbamos a compartir. Había llegado el momento. Saludamos con la mano desde cubierta. Mi padre me miraba muy serio desde el muelle. Le lancé un beso que me devolvió. Vi a mi aya con los ojos clavados en mí. La saludé con una mano y ella levantó la suya.
Deseaba que el barco zarpara de una vez. La separación era muy triste y no quería que se prolongara.
La emoción del viaje me ayudó a superar la tristeza de la despedida. La señora Fearnley fue una compañera muy agradable. Estaba firmemente dispuesta a cumplir la promesa que le hizo a mi padre de cuidar de mí y no me perdía de vista ni un solo momento.
Yo sabía que echaría mucho de menos a mi padre, a mi aya y la India. No sólo tendría que enfrentarme con un nuevo hogar, sino también con la escuela. A lo mejor, los cambios y las nuevas experiencias me serían beneficiosos, ya que, gracias a ellos, tendría menos tiempo para la añoranza. Todo el mundo era muy amable, pero se mantenía en cierto modo a distancia.
A su debido tiempo, la señora Fearnley me acompañó a la rectoría —antes de irse con la prima que había acudido a recibimos al puerto— asumiendo el aire de una persona que ha cumplido una ardua y meritoria misión. Me despedí de ella sin experimentar demasiado sentimiento. Únicamente me percaté de la magnitud de mi soledad cuando me quedé sola en aquella habitación de techo bajo, gruesas vigas de roble y una ventana con reja que daba al cementerio. En el barco tuve muchas experiencias: la novedad de surcar unas aguas que podían agitarse turbulentas o ser tan apacibles como las de un lago; el encuentro con los pasajeros; la visita de nuevos lugares: Ciudad del Cabo y su soberbia bahía y sus montañas; Madeira y sus vistosas flores; Lisboa y su hermoso puerto, y todas ellas me ayudaron a desterrar los temores de mi mente.
Aquella habitación llegaría a serme muy familiar andando el tiempo. Todo el mundo procuraba que me sintiera a gusto. Tío James, que estaba totalmente entregado a su labor como párroco y era un hombre muy adusto, ponía tanto empeño en parecer jovial que sus intentos eran siempre forzados y ejercían precisamente el efecto contrario. Todas las mañanas me decía:
—Hola, Susanna. ¿Te levantaste con la alondra? Cuando me veía haciendo alguna tarea en el jardín, solía decir:
—Ja, ja, el obrero bien merece su salario.
Estos comentarios iban siempre acompañados de una risita que no iba con su carácter. Sin embargo, yo sabía que con ello intentaba alegrarme. Tía Grace era más bien brusca y desabrida, no porque quisiera serlo, sino porque raras veces mostraba sus emociones y el hecho de enfrentarse con una niña solitaria le parecía una situación embarazosa. Ellen era bastante amable conmigo, pero me llevaba doce años y estaba completamente absorta en la persona del señor Bonner, el coadjutor de su padre, que se casaría con ella en cuanto encontrara una casa.
En el transcurso de las primeras semanas, la escuela me pareció odiosa, pero después empezó a gustarme. Allí me convertí en todo un personaje porque había vivido en la India y, por las noches, cuando se apagaban las luces del dormitorio, mis compañeras me instaban a que les contara historias de aquel exótico país. Yo gozaba de mi popularidad y me inventaba toda clase de aventuras espeluznantes. Eso me ayudó mucho durante las primeras semanas. Más tarde fui aceptada debido a mi excelente preparación, fruto de la meticulosa labor de la señora Fearnley. No era ni torpe ni brillante, lo cual es una cualidad mucho más apetecible que ser muy buena o muy mala.
Al término del primer curso, la escuela ya me gustaba y, al llegar las vacaciones, participé de buen grado en todas las actividades del pueblo, tales como fiestas, bailes y canciones tradicionales. Asimilaba todo cuanto ocurría a mi alrededor. Los criados me cobraron mucho cariño.
—Pobre chiquilla huérfana —oí que le decía un día la cocinera a la doncella—, enviada desde el otro extremo del mundo a casa de su tío y su tía que son, como quien dice, unos desconocidos. Y, antes, viviendo en tierras paganas. Eso no es vida para una niña. Es bueno que esté aquí. Yo jamás podría soportar a los extranjeros.
Sonreí para mis adentros. No entendían nada y no hubieran podido imaginar lo mucho que echaba de menos a mi aya.
Mi padre me escribía largas cartas, en las que me hablaba del regimiento y de las dificultades que tenía allí. En una de ellas me decía:
A veces, me alegro de que estés en Inglaterra. Quiero que me lo cuentes todo. ¿Qué tal te lo pasas en la rectoría? Tu madre solía hablar mucho de ella y siempre la añoró. El khansamah se casó la semana pasada. Hubo una gran ceremonia, durante la cual él y la novia recorrieron la ciudad en un carruaje cubierto de flores. El cortejo fue muy vistoso. Tú ya sabes cómo son estas bodas. La novia vivirá en casa y supongo que hará algún trabajo. Espero que el matrimonio no sea tan prolífico como todo el mundo les desea. El aya es feliz. Vive en casa de una excelente familia. El tiempo pasará sin sentir y, dentro de poco, empezarás a hacer planes para tu regreso. Entonces, serás una señorita perfectamente preparada para alternar en sociedad y podrás hacer muchas cosas que espero sean de tu agrado. Serás la dama del coronel. Ya sabes lo que eso significa. Me tendrás que acompañar en los actos oficiales. Bueno, pues, ése es el futuro en el que no me cabe duda de que cumplirás tus deberes con toda la gracia y el encanto necesarios. Al fin y al cabo, serás una damisela inglesa, exquisitamente educada en una escuela muy cara. Ya hablaremos de todo eso más adelante.
Entretanto, te envío todo mi cariño. Pienso constantemente en ti, ansío volver a verte, aborrezco esta separación y me digo que pronto volveremos a estar juntos.
¡Qué cartas más preciosas me escribía! Era más abierto por escrito que en persona. Hay mucha gente así…
Hubiera tenido que alegrarme de tener semejante padre. Y me alegraba. Era una suerte que tuviera al bueno de tío James y a tía Grace y a la prima Ellen que tanto se esforzaban por lograr que yo me sintiera un miembro más de la familia.
Pasó un año… y después dos. Había problemas en la India y mi padre no pudo tomarse el prometido permiso para regresar a casa. Experimenté una gran decepción. Luego me distraje con una obra teatral que se iba a representar en la escuela y con las notas de historia, y no pensé más en la India. Durante las vacaciones de verano, fui a casa de una de mis amigas que vivía en una preciosa mansión de estilo Tudor rodeada de tierras de labranza que ellos mismos cultivaban. Había una habitación de los fantasmas que me intrigaba muchísimo y en la que mi amiga Marjorie y yo dormimos una noche. Pero el fantasma no tuvo la amabilidad de aparecer. Después, Marjorie pasó unos días en la rectoría.
—Es justo que le devuelvas la hospitalidad —dijo mi tía Grace.
Sí, se veía a las claras que intentaban hacerme la vida agradable. Recuerdo aquella época como un periodo feliz de mi vida. La boda tantas veces aplazada de mi prima Ellen dio lugar a muchos preparativos. Después ella se fue a vivir a Somerset en compañía del señor Bonner. Yo intenté prestarle a tía Grace parte de la ayuda que de ella recibía porque deseaba demostrarles mi gratitud por todo lo que hacían conmigo. Me tomaba con más interés las actividades de la iglesia, escuchaba los sermones de tío James con fingida atención y me reía de sus patosos chistes.
El tiempo iba pasando.
Hubo un incidente que se me quedó grabado en la memoria más que ningún otro. Ocurrió poco antes de la boda de Ellen. Yo la acompañaba en una visita. Recuerdo que era a principios de otoño porque se estaba recolectando la fruta.
Cuando llegamos a la granja de los Jennings, vimos a un grupo de personas debajo de un manzano, y Ellen me dijo:
—Ha habido un accidente.
Echamos a correr y vimos en el suelo a uno de los hijos de los Jennings, gimiendo de dolor.
La, señora Jennings se mostraba muy inquieta.
—Tom se ha caído, señorita Sandown —le dijo a Ellen—. Han ido por el médico y tardan mucho en volver.
—¿Cree usted que se ha roto algo? —le preguntó Ellen.
—Eso no lo sabemos. Por eso esperamos al médico.
Alguien se arrodilló junto a Tom Jennings y le ajustó una tablilla a la pierna. Impulsivamente, yo me arrodillé al otro lado y vi que Tom sufría un intenso dolor.
Saqué el pañuelo y le enjugué el sudor de la frente.
Mientras lo hacía, noté la misma sensación que había experimentado en la India cuando el niño cayó bajo el carro.
Tom me miró y pareció tranquilizarse un poco, porque dejó dejo de gemir mientras yo le acariciaba la frente.
Ellen contemplaba la escena asombrada y yo pensé que me iba a decir que me levantara, pero Tom no me quitaba los ojos de encima.
Debieron de transcurrir unos diez minutos antes de que llegara el médico, que felicitó al hombre que había entablillado la pierna y dijo que era lo mejor que se hubiera podido hacer. Ahora, tendrían que moverle con mucho cuidado.
—Si hay algo que podamos hacer —dijo Ellen.
—Gracias, señorita —contestó la señora Jennings—. Ahora que ha llegado el médico, todo se arreglará.
Ellen estaba muy pensativa cuando regresamos a la rectoría.
—Me ha parecido como si tú le calmaras los dolores… —me dijo.
—Sí, ya me ocurrió lo mismo otra vez.
Entonces, le conté lo del niño de la India. Ellen me escuchó amablemente aunque estaba como distraída, y yo deduje que estaría pensando en la casa que acababa de comprar el señor Bonner.
Me pregunté qué habría pensado mi aya. El incidente se comentó durante la cena.
—Se cayó de la escala de mano —dijo tía Grace—, y no sé cómo no hay más accidentes. Es que no tienen cuidado.
—Susanna se portó muy bien —dijo Ellen—. Le acarició la frente mientras George Grieves le prestaba los primeros auxilios. El médico dijo que lo había hecho muy bien y George se puso muy contento, pero yo creo que Susanna fue quien de verdad le alivió.
—Es como un ángel tutelar —dijo tío James, mirándome y dirigiéndome una sonrisa.
Más tarde recordé el incidente y me miré las manos. «El simple hecho de acariciarle la frente a una persona que sufre resulta consolador», pensé. Cualquiera hubiera hecho lo mismo.
El sereno mundo prosaico en el que vivía me obligaba a pensar como los demás. Mi querida aya era muy fantasiosa. Pues claro que sí. Era una extranjera.
Por fin llegó el día en que cumplí diecisiete años.
Todo estaba dispuesto. Una tal señora Emery acompañaría a su hija Constance, que iba a casarse con un oficial, y no tendría inconveniente en llevarme consigo. Mi padre lanzó un suspiro de alivio, al igual que tío James y tía Grace. No hubiera sido correcto que una muchacha de diecisiete años viajara sola.
Llegó el gran día. Me despedí de todos, bajé al puerto de Tilbury en compañía de las Emery, y por fin zarpé rumbo a la India.
La travesía fue muy agradable. Las Emery eran muy simpáticas y Constance no sabía hablar más que de la inminente boda y de las cualidades de su prometido, pero a mí no me importaba porque yo tenía mi obsesión particular.
Qué impresionante espectáculo ofrecía el puerto de Bombay; su montañosa isla bordeada de palmeras se elevaba hasta las majestuosas cumbres de los Ghats Orientales.
Mi padre me esperaba. Nos abrazamos y luego él se apartó un poco para mirarme.
—No te hubiera conocido.
—Ha pasado mucho tiempo. Tú estás igual, padre.
—Los viejos no cambian. Sólo las niñas se convierten en hermosas damas.
—¿Estás en la misma casa?
—Aunque parezca extraño, sí. Hemos pasado unos períodos un poco revueltos desde que te fuiste, y yo he tenido que desplazarme a distintos lugares, como ya sabes. Pero ahora estoy aquí… donde tú me dejaste.
Mi padre agradeció su ayuda a las Emery cuando yo se las presenté. El novio las aguardaba y ellas se fueron con él tras habernos arrancado la promesa de que pronto acudiríamos a visitarlas.
—¿Fuiste feliz en Humberston? —me preguntó mi padre.
—Sí, por supuesto. Todos fueron muy buenos conmigo, pero no es como estar en casa.
—Y las Emery, ¿qué tal se han portado?
—Muy bien.
—Habrá que ir a verlas. Tengo que darles las gracias como se merecen.
—¿Y la gente de aquí? ¿Y el aya?
—Bueno, ahora está con los Freeling. Tienen dos hijos pequeños. La señora Freeling es una joven bastante frívola… y tiene fama de ser guapa.
—Estoy deseando ver a mi aya.
—La verás.
—¿Y el khansamah?
—Está hecho todo un padre de familia. Tiene dos hijos y está muy orgulloso de ello. Pero ven conmigo. Tenemos que ir a casa.
Parecía como si jamás me hubiera marchado.
Sin embargo, las cosas habían cambiado. Yo ya no era una niña. Tenía mis obligaciones y, al cabo de unos días, comprendí que éstas podían ser muy enojosas. Había vuelto convertida en una señorita inglesa perfectamente preparada para sentarse a la mesa del coronel y cumplir los deberes que de mí se esperaban.
*****
En poco tiempo, me vi envuelta en el torbellino de la vida militar. Era como vivir en un mundillo aparte, rodeado por las peculiaridades de un país extranjero. No era exactamente como antaño, o tal vez yo lo había embellecido todo con la imaginación. Los detalles desagradables me molestaban más que en mi infancia. Era más consciente de la pobreza y de la enfermedad. A veces, recordaba con nostalgia las frías corrientes de aire que soplaban en el interior de la vetusta iglesia y la paz del jardín, sus flores de lavanda y sus mariposas, los altos girasoles y las malvas róseas. Más tarde, empecé a recordar con añoranza la mansa lluvia y las fiestas que se organizaban por Pascua y en la época de la cosecha. Tenía a mi padre, claro, pero creo que, si hubiera podido llevarle conmigo, hubiera preferido irme a aquel lugar que ahora se había convertido en mi casa, tal como lo era para muchas de las personas que me rodeaban.
A la primera oportunidad, fui a ver a mi aya. La señora Freeling se mostró encantada con mi visita. Me di cuenta rápidamente de que la posición de mi padre inducía a todo el mundo a adularle, lo cual significaba adular también a su hija. Algunas esposas de oficiales eran casi serviles en la creencia de que, congraciándose con el coronel, favorecerían el ascenso de sus maridos a graduaciones superiores.
Los Freeling vivían en un bonito bungalow rodeado de hermosos arbustos floridos, cuyos nombres yo ignoraba, Phyllis Freeling era una joven muy guapa y bastante coqueta, y yo no esperaba descubrir en ella el menor rasgo interesante. Me ofreció té y empezó a revolotear a mi alrededor como si mi visita fuera para ella un gran honor.
—Procuramos conservar las costumbres inglesas —me dijo—. Es necesario hacerlo, ¿no le parece? No podemos convertirnos en nativos.
Yo escuchaba su parloteo, preguntándome cuándo iba a ver a mi aya, que era la única razón de mi visita. Phyllis me comentó el baile que estaban organizando.
—Espero que usted forme parte del comité. Hay qué hacer muchos preparativos. Si quiere usted un modisto, le puedo recomendar al mejor —comentó la señora Freeling. Luego entrelazó las manos y añadió, imitando el acento indio—: «El mejor dulce de Bombay…». Eso dice él y yo tengo razones más que sobradas para creerle.
Acepté el té y tomé un perfumado pastelillo.
—El khansamah se siente muy honrado de poder preparar el té para la hija del coronel —me dijeron.
Pregunté por los niños y el aya.
—Es estupenda. Los niños son unos ángeles. Quieren mucho al aya y ella es muy buena. A veces, me pregunto si es prudente dejarlos al cuidado de una nativa… pero ¿qué se puede nacer? Tiene una tantas responsabilidades… con el marido, con el regimiento…
Al fin, creí llegado el momento de recordarle mi deseo de ver al aya.
—No faltaba más. Se sentirá muy honrada.
Me acompañaron al cuarto de los niños donde éstos hacían la siesta. El aya aguardaba sentada porque sabía que yo iría a visitarla.
Nos miramos la una a la otra; había envejecido un poco, lo cual era lógico ya que habían transcurrido siete años.
Corrí hacia ella y la rodeé con los brazos. Ignoraba lo que iba a pensar la señora Freeling, pero me daba igual.
—Aya —le dije.
—Mi pequeña Su-Su…
Me conmoví profundamente al oír la versión infantil de mi nombre.
—He pensado en ti muy a menudo —añadí.
Ella asintió en silencio. Un sirviente se acercó a la señora Freeling y le dijo algo en voz baja.
—Bien, las dejo porque supongo que querrán charlar un ratito —dijo ésta.
Pensé que se comportaba de un modo muy discreto. Nos sentamos sin dejar de miramos mutuamente.
Hablábamos en susurros porque los niños dormían en la habitación de al lado. El aya me contó que me había echado mucho de menos. Los babalog Freeling eran muy simpáticos, pero no podían compararse con la pequeña Su-Su… Nunca habría otra como ella.
Yo le conté mi vida en Inglaterra, pero comprendí que le resultaba difícil imaginarla. Ella me dijo que había habido muchos trastornos y peligros en la India… y que todavía habría más.
—Corren rumores —añadió, sacudiendo la cabeza—. Hay cosas secretas… que no son buenas.
Observó los cambios que se habían producido en mi persona. Yo ya no era la misma chiquilla que se fue de Bombay hacía tantos años.
—Siete años son mucho tiempo —le recordé.
—Parece muy largo cuando ocurren muchas cosas y muy corto cuando no. El tiempo está en la cabeza.
Era maravilloso volver a verla.
—Me gustaría llevarte a casa conmigo —le dije.
—A mí también me gustaría —contestó el aya, esbozando una luminosa sonrisa—. Pero tú no necesitas a un aya como los babalog Freeling.
—¿Eres feliz aquí, aya querida?
Ésta guardó silencio y yo me alarmé al ver en su rostro una leve sombra como de tristeza. Me sorprendí porque la señora Freeling no daba la impresión de entremeterse demasiado en los asuntos de los niños. Pensaba que el aya debía gozar de completa libertad, incluso en mayor medida que cuando estaba conmigo porque allí tenía que habérselas con la señora Fearnley.
Yo sabía que era demasiado leal como para contar chismes sobre su señora. Aun así, me inquieté un poco.
El aya leyó mis pensamientos y me dijo:
—En ningún lugar podría ser tan feliz como cuando estaba contigo.
Me conmoví profundamente al oír sus palabras y me asombré de que pudiera pensar tal cosa, recordando lo insoportable que yo era a veces. A lo mejor, el tiempo transcurrido le hacía ver las cosas más rosadas de lo que habían sido en realidad.
—Ahora que estoy aquí, nos veremos muy a menudo —le dije—. Tengo la seguridad de que a la señora Freeling no le importará que venga a visitarte.
—Mejor que no vengas aquí, mi pequeña Su-Su —contestó el aya, sacudiendo la cabeza—. No conviene que vengas demasiado.
—Pero ¿por qué no?
—Es mejor que no. Nos encontraremos en algún sitio. Quizá vaya yo a verte —dijo el aya, encogiéndose de hombros—. Sólo soy el aya de tu infancia… Ya no tuya.
—¡Qué tonterías dices! Siempre serás mía. ¿Y por qué no puedo ir a verte? Insistiré. Ahora soy la dama del coronel. Yo impondré las normas.
—Aquí, no —dijo ella—. No… no es bueno.
Decidí cambiar de tema porque pensé que no le debía parecer correcto que la hija del coronel visitara a su antigua aya en otra casa.
—Tú te irás —dijo, mirándome con expresión profética—. No te veo aquí mucho tiempo.
—Te equivocas. Me quedaré con mi padre. No he venido de tan lejos para irme enseguida. ¿Sabes tú lo que es cruzar todos estos mares, querida aya? Me quedaré aquí, y nos veremos… muy a menudo. Será como antes… o casi.
—Sí, no hay por qué ponerse tristes. No hablemos de separaciones. Tú acabas de llegar y es un día feliz.
—Así está mejor —dije yo, lanzándome a una conversación, puntuada constantemente por un «¿Te acuerdas cuando…?».
Me sorprendió recordar tantas cosas de un pasado largo tiempo olvidado.
Los niños se despertaron y me los presentaron. Eran unas regordetas criaturas de cuatro y dos años.
Al salir, bajé para despedirme de la señora Freeling.
La encontré sentada en un sofá al lado de un joven. Ambos se levantaron al verme entrar.
—Ah, ya está aquí —dijo la señora Freeling—. La señorita Pleydell ha venido a visitar a su antigua aya que ahora casualmente es la mía. Qué detalle tan delicado, ¿verdad? .
—No lo es —dije yo— porque la quiero mucho.
—Siempre recordamos con cariño a nuestra niñera. Pero olvido que no se conocen ustedes. Le presento a Aubrey St. Clare. Aubrey, tengo el placer de presentarle a la señorita Susanna Pleydell, la hija del coronel.
Ésa fue la primera vez que vi a Aubrey, y en el acto me sentí atraída por su encanto y por la belleza de su rostro. Tenía aproximadamente mi estatura, pero es que yo era excepcionalmente alta. Tenía el cabello rubio, casi dorado, unos claros ojos azules y unas facciones regulares.
—¡Me alegro de conocerla! —dijo, estrechándome cordialmente la mano.
—Pero, siéntese, señorita Pleydell —terció la señora Freeling—. Beba algo. Es un poco temprano, pero no importa. En realidad, nunca es demasiado temprano.
Tomé asiento al lado de Aubrey.
—Tengo entendido que acaba de regresar a la India —dijo éste.
Se lo expliqué con cierto detalle.
—¡Recién salida de la escuela! —Exclamó Phyllis Freeling, soltando una estridente risita—. ¿No le parece emocionante?
—Volver a la India lo debe de ser mucho, desde luego —contestó Aubrey—. Extraño y curioso país, ¿no cree, señorita Pleydell?
Convine en que así era.
—¿Ha observado usted algún cambio?
—Era muy pequeña cuando me fui… diez años para ser exactos. Creo que me llevé una imagen un poco idealizada. Ahora lo veo tal como es de verdad.
—Claro —dijo él—, ése es uno de los castigos de la edad adulta.
Observé que me miraba con suma atención y me halagó su interés. Había conocido a muy pocos jóvenes, sólo los que vivían en Humberston y los amigos de tío James y tía Grace. Comprendí que éstos me habían protegido celosamente, aunque con mucha discreción. Ahora, en cambio, gozaba de cierta libertad. Sí, era una persona adulta y ello me llenaba de júbilo.
*****
A partir de aquel día, vi muy a menudo a Aubrey St. Clare. Me halagaba que éste me prestara tanta atención. Aunque Aubrey St. Clare me habló de la India, país que parecía conocer muy bien. Deduje por sus palabras que no pertenecía al regimiento, y me pregunté qué estaría haciendo en la India, aunque no me atreví a hacer indagaciones. La señora Freeling llevaba todo el peso de la conversación. Me pareció que coqueteaba un poco con el visitante y me pregunté si ello no serían figuraciones mías por encontrarme aún bajo la influencia de la rectoría de Humbetst, donde todo se hacía de forma sumamente convencional.
Al cabo de un rato, dije que tenía que marcharme y Aubrey St. Clare se levantó, y se ofreció a acompañarme a casa.
Le dije que estaba a dos pasos.
—Aun así… —insistió él.
—Oh, sí —terció la señora Freeling—, conviene que alguien la acompañe.
Le agradecí su hospitalidad y me fui con Aubrey St. Clare.
Al salir del bungalow, volví la cabeza y vi un movimiento de cortinas. El aya me estaba mirando desde la ventana. ¿Estaba inquieta de verdad o sólo me lo pareció a mí?
Se mostraba también muy atento con Phyllis Freeling, el caso me parecía distinto, porque ella estaba casada.
Mi padre le tenía simpatía y creo que se alegraba de que yo tuviera un acompañante. Probablemente hubiera preferido que estuviéramos, en Inglaterra, para, de este modo, presentarme debidamente en sociedad. Quería que yo disfrutara de la vida y lamentaba no poder pasar más tiempo conmigo.
Aubrey era encantador. Tenía una personalidad maravillosa que cambiaba de acuerdo con las personas a quienes trataba. Con mi padre se mostraba muy serio y hablaba de los problemas de la India; a mí me describía sus viajes por todo el mundo; había visitado incluso Arabia y conocido gentes de todas las razas. La exploración de las distintas culturas le parecía fascinante y se expresaba de una manera sumamente gráfica; y sin embargo, con la señora Freeling adoptaba una actitud de lo más frívola y parecía la clase de hombre que a ella debía de gustarle. Tenía, sin duda, un don especial.
Poco a poco, se estaba convirtiendo en mi compañero constante. Mi padre me permitía ir con él a los bazares, donde no hubiera podido entrar sola. Las cosas ya no eran allí como cuando yo era niña, me dijo. Flotaba cierta intranquilidad y el regimiento se encontraba en estado de alerta.
No era nada serio, decía él, pero los nativos eran imprevisibles. No razonaban como nosotros y, por consiguiente, prefería que yo fuera donde quisiera, siempre que lo hiciera acompañada de un hombre fuerte.
Fueron días muy agradables.
Vi a mi aya varias veces, pero ella no era partidaria de que la visitara en el bungalow de los Freeling. Le sugerí que acudiera a vernos a nuestra casa y así lo hizo una o dos veces, pero le era muy difícil. Yo sabía que algo la preocupaba, pero no se me alcanzaba qué pudiera ser y, a decir verdad, estaba tan distraída con todo lo que acontecía a mi alrededor y, sobre todo, con mi nuevo amigo, que no le presté toda la atención que hubiera sido del caso.
Un día en que nos encontrábamos bajo los albaricoqueros del jardín tomando una bebida refrescante que acababa de servimos un criado, Aubrey me dijo:
—Pronto tendré que volver a casa.
Yo le miré consternada. Nunca había pensado en su partida y, de repente, me percaté de lo mucho que apreciaba su compañía.
—He recibido graves noticias de mi familia —añadió.
—Lo siento.
—Yo también. Es mi hermano… mi hermano mayor. Está enfermo. En realidad, no creo que viva mucho tiempo. Va a ser un cambio muy grande para mí.
—Le quieres mucho.
—Nunca estuvimos muy unidos. Sólo somos dos hermanos y no nos parecemos en nada. Él lo heredó todo… una fortuna bastante considerable. Y puesto que no time hijos, todo me corresponderá a mí en caso de que muera, lo cual es bastante probable. No creo que viva más de un año.
—Qué situación tan penosa para ti.
—Por consiguiente… tengo que irme. Pronto tendré que empezar a organizar la partida.
—Te echaremos mucho de menos.
Aubrey se inclinó hacia mí, me tomó la mano y la oprimió con fuerza.
—Yo echaré de menos a todo el mundo, todo lo de aquí… y, sobre todo, a ti.
Me emocioné mucho al oír esas palabras porque él siempre me había dado a entender que me admiraba y yo sabía que existía entre ambos una mutua atracción. Sin embargo, era totalmente profana en semejantes materias y no estaba muy segura de mí misma. Sólo sabía que me pondría muy triste cuando se fuera.
Me habló de su casa. La finca se encontraba en el condado de Buckingham y pertenecía a su familia desde hacía varios siglos.
—Mi hermano está muy orgulloso de ella —dijo—. Yo nunca he tenido este apego por las casas. A mí me gusta viajar, ver mundo. Él quería entregarse a los deberes de un propietario rural. Si él muere, todo eso recaerá sobre mí. Pero aún abrigo la esperanza de que mi cuñada Amelia tenga un hijo antes de que él se muera.
—¿Te parece probable, estando él tan enfermo?
—Nunca se sabe.
—¿Cuándo te irás?
—Ten por seguro que me quedaré aquí todo lo que pueda.
Aquella noche, en el transcurso de la cena, le dije a mi padre que Aubrey se iría muy pronto.
—Cuánto lo lamento, hija. Tú le echarás mucho de menos, ¿verdad? —preguntó mi padre, observándome con atención.
—Pues, sí, muchísimo —contesté yo tras vacilar un poco.
—Pues quizá no sea el único que se vaya.
—¿Qué quieres decir?
—Sabes que ha habido muchos desórdenes aquí últimamente. Nada serio, pero hay cierto peligro y algo más que tú ignoras, Susanna. Hace dos años, sufrí una enfermedad.
—¡Una enfermedad! ¿Qué clase de enfermedad? No me dijiste nada.
—No quería alarmarte. Ya pasó. Pero en el Cuartel General lo supieron.
—Padre, ¿de qué me estás hablando?
—De que pronto tendré que retirarme.
—Pero si estás muy bien. Mira qué buen aspecto tienes.
—Aun así, estoy envejeciendo. He recibido ciertas insinuaciones, Susanna.
—¿Insinuaciones?
—Creo que muy pronto me destinarán al Ministerio de la Guerra, en Londres.
—¿Lo dices en serio, padre? ¿Y qué tipo de enfermedad fue ésa?
—Unos pequeños trastornos del corazón. Pero ya pasó.
—¡Oh, padre, y no me dijiste nada!
—Pasó y no había por qué hacerlo.
—Hubieras tenido que informarme.
—Era totalmente innecesario. Pero, tal como te digo, habrá cambios aquí.
—¿Cuándo volveremos a casa?
—Ya conoces cómo actúa el Cuartel General. Cuando se adopta una decisión, no hay aplazamiento. Es cuestión de dicho y hecho, y otro vendrá aquí para ocupar mi lugar.
—Oh, padre, ¿y eso a ti te va a gustar?
—Si he de serte sincero, no lo lamentaré.
—Pero todos estos años en la India… Quisiste que yo volviera.
—Tenía mis motivos para hacerlo. Comprendí, a través de tus cartas, que estabas idealizando este lugar y pensé que, si no volvías, lo ibas a lamentar toda la vida. Quería que regresaras y lo vieras con ojos de persona adulta. Además, piensa en tu decepción si no hubieras venido.
—Eres muy bueno conmigo.
—Querida hija, pensé que tenía que compensarte de muchas cosas. Tu infancia solitaria… ser enviada a casa de unos extraños, por muy parientes que fueran…
—Hiciste lo mejor y es lo que les ocurre a todos los niños en nuestra situación.
—Cierto, pero eso no cambia las cosas. Los motivos no importan. Espero órdenes de un momento a otro y entonces será cuestión de hacer las maletas y marcharnos.
Yo no lo sentí demasiado. Ya me estaba preguntando si vería a Aubrey en Inglaterra.
Aquella noche, en la cama, pensé en mi aya. La tenía un poco olvidada. Cuando abandoné Inglaterra, pensé en la alegría del reencuentro. Pero, tal como decía mi padre, las cosas cambian. Jamás la olvidaría y tampoco podría olvidar lo que habíamos sido la una para la otra en mi infancia; sin embargo, yo no era una niña y estaba haciendo emocionantes incursiones en el mundo de los mayores. Los sentimientos que Aubrey me inspiraba me tenían tan presa que tendía a olvidarme de todo lo demás.
*****
Elegí un momento en que sabía que la señora Freeling estaría en el Club del Regimiento al que solía acudir a menudo. La había visto allí en compañía de jóvenes oficiales. Aubrey también visitaba el club y yo misma le había visto allí con ella, pero no estaba celosa. No se me pasaba por la cabeza que pudiera haber nada serio entre ellos, porque la señora Freeling estaba casada. Yo era muy ingenua por aquel entonces.
El aya se alegró mucho de verme y yo me avergoncé un poco porque llevaba mucho tiempo sin ir a visitarla.
—Los niños ya duermen —me dijo.
Nos sentamos en la habitación contigua, dejando la puerta abierta para poder oírlos en caso de que se despertaran.
—Tuviste razón al decirme que no me iba a quedar aquí mucho tiempo —le dije mientras ella me miraba con tristeza—. Mi padre me ha dicho que cualquier día de estos recibirá órdenes del Ministerio de la Guerra.
—Te irás de aquí, sí. Tal vez sea mejor.
—Aya querida, tengo la sensación de que acabo de llegar.
—Corren malos tiempos. Tú ya no eres una niña.
—Los malos tiempos corren en todas partes, o al menos eso creo yo.
El aya sacudió la cabeza en silencio.
—A ti te ronda algo en la cabeza —dije, tomando sus manos—. ¿Por qué no me lo dices? No eres feliz aquí. Podría pedirle a mi padre que te buscara otro sitio.
—Quiero mucho a los pequeños —contestó el aya.
—Y la señora Freeling y el capitán… ¿no son buenos contigo? A mí bien puedes decírmelo.
—Me dejan con los niños. El capitán los quiere mucho.
—Entonces, ¿es la señora Freeling? ¿Se entremete en tus asuntos? ¿Te riñe?
Mi aya sacudió la cabeza y, tras dudar un momento, empezó a decir:
—Aquí se celebran fiestas, reuniones, hacen cosas muy raras. Yo sé lo que es. Lo cultivan en las aldeas. Lo vi cuando era pequeña. Crece muy bien en la India… tan bonito como parece y tan inocente, y las amapolas agitan sus cabecitas. No te lo imaginas. Florece si el terreno es suave y suelto y se abona con estiércol y se riega a menudo. Lo he visto sembrar en noviembre y, en enero, ya está listo cuando las semillas de las flores son del tamaño de un huevo de gallina.
—Pero ¿de qué me estás hablando?
—Lo llaman opio —contestó el aya—. Está aquí… en todas partes. Algunos lo venden por dinero. Algunos lo cultivan ellos mismos. Lo fuman en pipa y se vuelven muy raros… muy raros.
—¿Quieres decir que se drogan? Dímelo.
—No debo. No es asunto mío. Yo no querría que mi pequeña se mezclara con esta gente.
—¿Te refieres a la señora Freeling?
—Por favor, olvida lo que te he dicho.
—Quieres decir que aquí se celebran fiestas, orgías. Tengo que decírselo a mi padre.
—Oh, no, por favor, no lo hagas. No hubiera debido hablar. Me he equivocado. Olvídalo. Olvídalo, te lo ruego.
—¿Y cómo podría? Dices que fuman opio. Hay que acabar con eso.
—No, no —dijo el aya—. Hace tiempo que ocurre. Aquí, en las aldeas, es tan fácil cultivarlo. Por favor, no digas nada. Pero no vayas a estos sitios. No permitas que te tienten para que lo pruebes.
—¡Tentarme! Eso es imposible. Aya, ¿estás segura de ello?
—No lo estoy, no…
—Pero, si acabas de decirme…
El aya cerró los ojos y sacudió la cabeza. Me pareció que estaba asustada y traté de tranquilizarla.
—Los he visto aquí. Tienen una cara muy rara. Hay un hombre que viene muy a menudo. Es el médico demonio. Quiere opio. Lo compra y se lo lleva. Observa a la gente y la tienta. Creo que es un demonio.
«Vaya por Dios —pensé más tranquila—, todo es una fantasía».
—Háblame de este médico demonio —le pedí.
—Es alto, tiene el cabello negro como la noche. Le vi una vez. Llevaba una capa negra y un sombrero negro.
—Eso es muy satánico. Dime, ¿tenía pezuñas?
—Creo que sí —contestó el aya.
Exhalé un suspiro de alivio. Recordé algunas de las historias que ella me contaba durante mi infancia: las hazañas de los dioses Siva, Visnú y Brahma, en los que creía fervientemente. Yo no me las tomaba en serio. Puede que hubiera observado cierto comportamiento frívolo en los invitados de la señora Freeling y que hubiera deducido de ello que se encontraban bajo los efectos del opio. Su preocupación por mí la llevaba a exagerar lo que había visto. No sabía si comentárselo o no a mi padre pero, puesto que ella me había suplicado que no lo hiciera, decidí olvidarme del asunto. Tenía muchas cosas en que pensar, porque, a las dos semanas de haber mantenido aquella conversación con mi padre, se recibieron los despachos de Londres.
El coronel Bronsen-Grey ya se hallaba en camino para ocupar el puesto de mi padre y nosotros teníamos que preparar la partida.
Parecía cosa del destino y yo no podía evitar sentir cierta emoción. Esta vez, no abandonaría la India tan a regañadientes como la primera.
Aubrey St. Clare se puso muy contento y, al enterarse que teníamos reservado pasaje en el Aurora Star, decidió regresar a casa en el mismo barco. El hecho de que yo no lamentara tanto nuestra partida porque Aubrey nos iba a acompañar demostraba bien a las claras cuales eran mis sentimientos. No teníamos casa en Inglaterra, y mi padre dijo que nos alojaríamos en un hotel hasta que encontrara una residencia provisional y supieran con toda exactitud qué cometido le iba a asignar el Ministerio de la Guerra. Entonces, podría buscar una residencia permanente, que ojalá fuera en Londres.
Mi aya se despidió de mí con los ojos llenos de lágrimas. Era muy fatalista y eso la ayudaba a superar el dolor de la separación. Todo estaba predeterminado, decía, y cuando regresé, ella ya sabía que yo no iba a permanecer mucho tiempo en la India.
—Es bueno que te vayas —dijo—, aunque los que te aman tengan que sufrir por tu partida. Habrá problemas aquí y me alegra saber que estarás a salvo. Los monzones no han traído la lluvia y las cosechas son malas. Cuando hay hambre, las gentes buscan a alguien a quien echarle la culpa y suelen echársela a los que envidian, a los que tienen lo que ellas desearían tener. Sí, me alegraré de que te vayas. Es mejor para ti. No seas tan impulsiva como siempre fuiste, pequeña Su-Su. Primero, piensa. No confundas la escoria con el oro.
—Te prometo, querida aya, que reprimiré mis impulsos. Pensaré siempre en ti y procuraré ser juiciosa.
Entonces, el aya me abrazó y me besó solemnemente.
Cuando zarpamos, la última persona que vi desde la cubierta fue a mi aya, sola y desvalida, de pie en el muelle con su sari azul pálido agitado suavemente por la brisa.
*****
Fue una travesía mágica y me lo pasé muy bien. Qué distinto de cuando, siendo una chiquilla solitaria bajo la tutela de la señora Fearnley, intenté no protestar demasiado por el hecho de que me arrastraran lejos de mi padre y de mi querida India. Esta vez era otra cosa. Mi padre parecía rejuvenecido. Sólo ahora me daba cuenta de la tensión bajo la que había tenido que vivir. Nunca me habló de sus temores sobre posibles disturbios, pero debían de estar allí, como una corriente subterránea de inquietud. Recuerdo las noches iluminadas por la luna en que yo, apoyada en el pasamanos, contemplaba el aterciopelado cielo y las doradas estrellas, escuchando el suave murmullo del oleaje. Aubrey me acompañaba constantemente. Por la mañana, paseábamos juntos por cubierta, nos entreteníamos con juegos, conversábamos con nuestros compañeros de mesa a la hora de las comidas y después bailábamos. Hubiéramos deseado que aquellos días no terminaran jamás. Yo procuraba no pensar en el momento de la despedida cuando llegáramos a Tilburn, desde donde mi padre y yo nos trasladaríamos a Londres y Aubrey se iría a la majestuosa mansión del condado de Buckingham.
La vida en el barco tenía un aire irreal. Parecía que una flotara en un mundillo aparte. Allí no había problema, sólo largos días soleados, contemplando desde la cubierta los retozos de las marsopas y los delfines, el salto rasante de los peces voladores y la ocasional joroba de alguna ballena.
Una vez, un albatros, y probablemente su pareja, siguieron el barco durante tres días. Admiramos aquellas bellas criaturas con sus alas de cuatro metros de envergadura, que sobrevolaban el barco en círculos hasta el punto de que, a veces, pensábamos que iban a posarse en la cubierta. Esperaban las sobras de la comida que diariamente arrojaban al agua.
Fueron días apacibles de mares en calma y cielos azules mientras el barco navegaba rumbo a casa.
No obstante, hubo un día en que esquivamos un huracán y las sillas se deslizaron por la cubierta sin que nadie pudiera permanecer de pie. Yo lo interpreté como un recordatorio de que nada dura eternamente y la paz más perfecta puede romperse en un instante.
Llegamos a Ciudad del Cabo, que yo recordaba de mi anterior travesía. Esta vez fue distinto. Mi padre, Aubrey y yo dimos un paseo en un carruaje adornado con flores y tirado por dos caballos que llevaban sombreros de paja. Me pareció más emocionante que la primera vez, debido probablemente a que iba mejor acompañada.
*****
Ocurrió a la noche siguiente, cuando acabábamos de zarpar de Ciudad del Cabo. Tuvimos una travesía un poco movida al rodear el cabo y ahora navegábamos hacia el norte, rumbo a las Canarias. Habíamos dejado a nuestra espalda el calor tropical y la temperatura era suave sin que apenas soplara viento.
Mi padre se había acostado, cosa que siempre solía hacer después de cenar, y yo me quedé a solas con Aubrey. Buscamos nuestro lugar preferido en la cubierta y nos sentamos el uno al lado del otro, escuchando el murmullo del agua contra el costado del buque.
—Ya no tardaremos mucho —dijo Aubrey—. Pronto llegaremos a casa.
—Ha sido una travesía maravillosa —dije yo, mirándole con cierta tristeza.
—Por una razón en particular —replicó él. Yo esperé y entonces él me tomó una mano y me la besó—. Tú.
—Tú has tenido mucha parte en nuestra felicidad —contesté yo, riéndome—. Mi padre está encantado de que estés aquí, porque, de esta manera, se puede ir a la cama con la conciencia tranquila, sabiendo que estoy en buenas manos.
—¿Eso es lo que piensa de mí?
—Bien sabes que sí.
—Susanna, he estado pensando una cosa. Cuando lleguemos a Inglaterra… ¿qué ocurrirá?
—¿Qué ocurrirá? Todo está organizado. Mi padre y yo nos iremos a un hotel y buscaremos inmediatamente una casa. Y tú… ya tienes donde ir.
—Cuando lleguemos a Inglaterra, no nos diremos «Adiós, me alegro de haberte conocido», ¿verdad?
—No sé lo que ocurrirá cuando lleguemos a Inglaterra.
—¿No te parece que eso depende un poco de nosotros?
—Hay una teoría según la cual todo lo que ocurre depende de nosotros, mientras que otra cree en el destino. Lo que tiene que ser, será.
—Yo creo que somos dueños de nuestro destino. ¿Querrás casarte conmigo?
—¿Lo dices… en serio?
—Totalmente en serio.
—Aubrey… —musité.
—Supongo que ahora no me vas a decir «Ha sido tan de repente», ¿verdad?
—No.
—Entonces, ¿aceptas?
—Creo… que sí.
—¿Sólo lo crees?
—Bueno, nunca nadie se me había declarado antes y no sé cómo tiene una que comportarse en estos casos.
Aubrey se echó a reír y, volviéndose a mirarme, me estrechó en sus brazos y me besó.
—Lo deseaba desde hacía mucho tiempo —dijo—. ¿Tú también?
—Me parece que sí.
—¡Te parece! ¿Es que no lo sabes seguro? Eres tan clara en tus puntos de vista sobre otras cosas…
—Me siento una principiante… en el amor.
—Eso es lo que más me gusta de ti. Tan joven, inocente y… honesta.
—Yo quisiera ser un poco más mundana, como algunas de las esposas de los oficiales. Como la señora Freeling, por ejemplo.
Por un instante, Aubrey guardó silencio. Me pareció que dudaba y que iba a decirme algo. Luego, intuí que había cambiado de idea y me pregunté si no habrían sido simples figuraciones mías.
—Esta gente no es auténticamente mundana, ¿sabes? —Me dijo al final—. Siempre se las dan de distinguidas. No quieras parecerte a ellas, te lo suplico. Sé tú misma, Susanna. Eso es lo que a mí me gusta. Qué noche tan perfecta —añadió, tomándome una mano con la mirada perdida en las aguas—. Un mar en calma, una suave brisa y Susanna ha prometido casarse conmigo.
Cuando le comuniqué la noticia a mi padre, éste se mostró ligeramente contrariado.
—Eres muy joven —me dijo.
—Tengo dieciocho años. Es una edad casadera.
—En ciertos casos… sí. Pero tú acabas de salir de la escuela. No has tenido ocasión de conocer a otras personas.
—Ni falta que me hace. Sé que quiero a Aubrey.
—Bueno… Supongo que no hay nada que objetar. Hay una finca en el condado de Buckingham que seguramente será suya algún día. Parece que tiene una sólida fortuna.
—No te esfuerces en interpretar el papel del papá interesado porque no se te da muy bien. Sabes que, si yo le quiero y soy feliz, a ti te parecerá bien.
—Más o menos —convino mi padre—. Desde luego, para resumir las situaciones en pocas palabras, te las pintas sola. Es curioso la de gente que se compromete en matrimonio durante las travesías por mar. Debe de ser algo que se respira en el aire.
—Mares tropicales, peces voladores, delfines…
—Huracanes, marejadas y mareos.
—No seas tan prosaico, padre. No es propio de ti. Dime que estás contento y orgulloso de tu hija que ha conseguido encontrar marido sin la costosa temporada de Londres que ibas a organizar para introducirla en sociedad.
—Mi querida niña, yo sólo quiero tu felicidad. Si tú eliges a este hombre y eso te hace feliz, no pido otra cosa —dijo mi padre, besándome con cariño—. Tendrás que ayudarme a encontrar una casa en Londres —añadió—. Aunque ahora estarás sin duda muy ocupada con tus propios asuntos.
—En efecto. Oh, padre, ¡y yo que pensaba cuidar de ti!
—Ahora tendrás un marido al que cuidar. Estoy profundamente ofendido.
Le abracé y sentí, de repente, una súbita punzada de inquietud. ¿Debió de ser muy grave su enfermedad? ¿Por qué había decidido el Cuartel General retirarle de la India?
Me sentía inmensamente feliz. El futuro era tan emocionante que muchas veces tenía que recordarme a mí misma que la perfección absoluta raras veces se da en la vida. Hay que buscar el gusano en la madera y el defecto en el diamante. Nada hubiera podido ser más perfecto que aquella noche en que Aubrey me pidió que me casara con él.
Teníamos mucho de qué hablar y un montón de cosas que organizar. Aubrey nos acompañaría a Londres y nos dejaría en nuestro hotel antes de trasladarse a su casa. Después, mi padre y yo efectuaríamos nuestra primera visita al monasterio de St. Clare, en el condado de Buckingham.
Deseaba llegar a Tilbury; ahora ya no temía el momento de la llegada como al principio, cuando pensé que significaría despedirme de Aubrey tal vez para siempre. En cuanto a Aubrey, se hallaba sumido en un estado de euforia que me producía una inmensa satisfacción porque sabía que yo era la causa de ella.
Así pues, nos despedimos de Aubrey, prometiendo visitarle en su casa al cabo de dos semanas. Nos dijo que su cuñada Amelia estaría encantada de recibirnos. A su hermano, no sabía en qué estado le iba a encontrar.
Yo me pregunté si los invitados serían bien recibidos en la casa, estando su hermano tan enfermo, pero él me aseguró que era una casa muy grande, que tenían muchos criados y que tanto su hermano como su cuñada tendrían mucho gusto en conocerme.
Alquilamos unas cómodas habitaciones en un hotel un poco anticuado situado en Piccadilly, recomendado por tío James, que solía utilizarlo en sus breves visitas a Londres; al día siguiente, me dediqué a buscar casa mientras mi padre se presentaba en el Ministerio de la Guerra.
Encontré una casita todavía sin amueblar en Albemarle Street, y deseaba que mi padre le echara un vistazo en la primera ocasión.
*****
Mi padre volvió a casa muy agitado. Le iban a destinar a un puesto de cierta responsabilidad en el Ministerio de la Guerra. Visitó la casa y dijo que haríamos el traslado a principios de la próxima semana. Yo estuve ocupada unos días en la contratación de la servidumbre y en la organización del traslado a la nueva casa, alquilada inicialmente para un período de tres meses.
—Eso nos dará tiempo para buscar otra casa como es debido —dije—, y si para entonces aún no la hemos encontrado, podremos quedarnos aquí un poco más.
—Probablemente, lo que yo necesitaré será un apartamento de soltero —señaló mi padre con cierta tristeza— porque tú formarás un nuevo hogar con otra persona.
—Los preparativos de una boda son muy laboriosos y yo todavía estaré contigo algún tiempo. Además, te visitaré muy a menudo. El condado de Buckingham no está muy lejos.
La búsqueda fue muy emocionante. Siempre me interesaron las casas. Creía que cada una tenía su propia personalidad. Las había alegres y misteriosas e incluso levemente siniestras. Mi padre se reía de mis fantasiosas ideas, pero yo experimentaba de verdad estas sensaciones.
Me alegraba de que mi padre se encontrara a gusto en el Ministerio de la Guerra. Temía que, tras pasarse tantos años en el servicio activo, las tareas administrativas le resultaran aburridas. Pero no fue así. Se le veía contento y yo no pude por menos que congratularme de ello. A veces se le veía un poco cansado, pero eso era natural porque ya no era un jovencito. De vez en cuando, yo me preguntaba qué clase de enfermedad debió padecer, pero él siempre se mostraba remiso al respecto. Pensé que le molestaba recordarlo y no se lo volví a mencionar. Ahora se encontraba restablecido y yo no quería turbar la paz del momento. Me dije, por tanto, que no había razón para que me preocupara, en la absoluta certeza de que todos íbamos a ser felices a partir de entonces.
*****
Nos instalamos en la nueva casa, que era ideal para nosotros. Jane y Polly, las dos criadas que contraté, eran unas chicas muy dispuestas y serviciales. Eran hermanas y se alegraban de haber encontrado trabajo en la misma casa.
Mi padre decidió que necesitaba un carruaje para ir y venir del Ministerio de la Guerra, y adquirió uno, junto con un cochero llamado Joe Tugg, un viudo de unos cincuenta años que se alegró mucho de entrar a nuestro servicio, ya que, tal como decía a menudo con orgullo, había sido el cochero del coche postal de Londres a Bath durante veinte años hasta que «el vapor me quitó el pan», queriendo significar con ello que el advenimiento de los ferrocarriles había sido la ruina de muchos cocheros. Joe se instaló en las dos habitaciones que había sobre las caballerizas de la parte de atrás de la casa. Nuestro hogar era, por tanto, muy cómodo.
—Tenemos que quedarnos con todos ellos cuando encontremos otra casa —le dije a mi padre.
Éste se mostró de acuerdo.
Recibí una carta de la cuñada de Aubrey, la cual firmaba como Amelia St. Clare. En ella me decía que le encantaría conocerme y me felicitaba por mi compromiso matrimonial. Su marido estaba muy enfermo, pero sentía muchos deseos de conocerme. No tenían por costumbre organizar fiestas o recepciones debido al estado de su marido, pero me tratarían como a un miembro más de la familia.
Era una carta muy cordial y afectuosa.
Aubrey me escribió que deseaba verme y que acudiría a recibirnos a la estación.
Una noche, dos días antes de la visita, mi padre regresó a casa muy cariacontecido.
—No creo que pueda ir —dijo—. No puedo dejar el despacho. Tendré que quedarme allí… tal vez todo el fin de semana. Ha ocurrido algo de vital importancia en la India y mis profundos conocimientos del país hacen de todo punto necesaria mi presencia.
Sufrí una amarga decepción.
—Puedo ir sin ti, padre —le dije después—. Jane y Polly te cuidarán muy bien.
Mi padre frunció el ceño por toda respuesta.
—Vamos, no soy una niña —dije—. He viajado mucho y, si quieres una carabina, allí está Amelia St. Clare.
Pero él no quería dar su brazo a torcer.
—Pienso ir, padre —le anuncié con firmeza—. Tú debes quedarte. No puedes abandonar tu puesto, y menos que nunca ahora que acabas de empezar. Yo me adelantaré y, a lo mejor, tú podrás reunirte con nosotros más tarde. Yo debo ir. Al fin y al cabo, estoy comprometida en matrimonio.
—Bueno… —dijo mi padre, no demasiado convencido—. Te dejaré en el tren y Aubrey te recogerá en la estación.
—¡Por el amor de Dios! Ni que fuera un paquete.
Así pues, un sofocante día estival emprendí viaje al monasterio de St. Clare.
*****
Mi padre me «había puesto», tal como él decía, en un vagón de primera clase. Mientras le saludaba con la mano, traté de apartar a un lado mis inquietudes. Estaba preocupada por su salud y por la misteriosa enfermedad que había padecido en la India. Me hice el propósito de obligarle a contármelo todo en cuanto volviera.
Pero, a medida que me acercaba a mi destino, cedí a la emoción del inminente reencuentro.
Aubrey me esperaba en el andén.
Corrió sonriendo hacia mí y me tomó las manos.
—Bienvenida, Susanna. Cuánto me alegro de verte —dijo, rodeándome con un brazo mientras llamaba al mozo que nos observaba con gran interés—. Bates, ¿quieres poner el equipaje en el coche?
—Sí, señor —contestó Bates mientras Aubrey me acompañaba al coche.
Me quedé boquiabierta de asombro. Era impresionante, de color morado y tirado por dos preciosos caballos tordos. Yo no era muy entendida en caballos, pero comprendí que aquellos eran soberbios.
Aubrey se percató de mi admiración.
—Es magnífico —dije.
—Lo he tomado prestado de mi hermano, que ahora no puede llevarlo.
—¿Cómo está?
—Muy grave.
—Quizá no hubiera debido venir.
—Tonterías. Por aquí, Bates. Eso es. Vamos, Susanna, siéntate al lado del conductor —dijo Aubrey, ayudándome a subir.
A continuación se acomodó a mi lado y tomó las riendas.
—Háblame de tu hermano —le pedí.
—Pobre Stephen. Lleva varias semanas agonizando. Los médicos piensan que no vivirá más de tres meses… aunque puede morir en cualquier momento.
—Qué pena.
—Ahora ya ves por qué tuve que volver a casa. Amelia desea mucho conocerte.
—Me escribió una carta muy amable.
—No me cabe duda. La pobre está pasando una época muy dura.
—Siento que mi padre no pudiera venir. Lo comprendes, ¿verdad?
—Pues claro. En realidad, era a ti a quien yo quería ver. Espero que te guste la casa. Tiene que gustarte, ¿sabes?, porque va a ser nuestro hogar.
—Estoy emocionadísima.
—No es fácil acostumbrarse a estas viejas mansiones. Para quienes hemos crecido en ellas son como parte de la familia.
—Sin embargo, tú estuviste lejos de casa durante mucho tiempo. Sé lo mucho que has viajado. Tienes que contármelo todo algún día.
—Bueno, ahora la casa será mía. Las cosas parecen distintas cuando pertenecen a otra persona. Aunque siempre fue mi hogar, mi hermano era el dueño y yo siempre temía sentirme un huésped.
—Lo comprendo.
—Creo que te parecerá interesante. Apenas queda nada del antiguo monasterio. La casa fue construida por un antepasado mío en el siglo dieciséis cuando se levantaron muchos edificios en los terrenos antiguamente ocupados por viejas abadías y monasterios. Es un auténtico edificio Tudor, isabelino tardío, y hay en la finca algunos restos de murallas y un par de contrafuertes que nos recuerdan cómo era aquello antes de la Disolución.
—No sabía que su historia fuera tan antigua. Pensaba que era sencillamente una vetusta mansión.
—Bueno, tú misma lo verás.
Después, los caballos se lanzaron al galope y la repentina sacudida me arrojó contra Aubrey, el cual se echó a reír alegremente.
—Estos caballos tordos son tremendos. Ya te enseñaré algún día lo que son capaces de hacer.
Yo me reí alborozada. Era emocionante estar al lado de Aubrey y llegar a la vieja casa que iba a ser mi hogar. Me sorprendió su magistral dominio de los caballos y la sensación de júbilo que ello le producía.
Llegamos a un muro de piedra. La verja de hierro estaba abierta y la cruzamos para enfilar una calzada. Ahora, los caballos iban al trote.
Al ver la casa, se me cortó la respiración de golpe. No imaginaba que pudiera ser tan grande. El torreón central, con entrada y rastrillo, estaba flanqueado por dos torres almenadas.
Aubrey me miró, satisfecho de mi visible admiración.
—Es maravilloso —balbucí—. ¿Cómo pudiste dejarlo durante tanto tiempo?
—Ya te lo dije. No pensaba que pudiera llegar a ser mío.
Atravesamos la entrada y llegamos a un patio en el que en el acto aparecieron dos caballerizos. Aubrey le arrojó las riendas a uno de ellos, descendió y después me ayudó a bajar a mí.
—Ésta es la señorita Pleydell, Jim —dijo.
Yo sonreí y el hombre se llevó la mano a la frente.
—Que entren inmediatamente el equipaje —ordenó Aubrey. Luego me tomó del brazo y me dijo—: Ven conmigo.
Del patio pasamos a un cuadrilátero. Los muros estaban cubiertos de enredaderas y las ventanas, con celosías, tenían la apariencia de unos ojos que miraran por debajo de unas pobladas cejas. Había una mesa y unas sillas con cojines escarlata, y varias macetas con arbustos floridos contribuían a animar el ambiente. Era muy bonito, pero yo experimenté cierta sensación de claustrofobia, como si las paredes se me tuvieran que caer encima.
A través de un pasadizo con bóveda moldurada, llegamos a un patio más espacioso. Ante nosotros había una pesada puerta tachonada de hierro y un panel que yo supuse que se podría descorrer para que los de dentro pudieran mirar a los de fuera sin franquearles la entrada.
Aubrey abrió la chirriante puerta que daba acceso a un hermoso pasillo. Admiré las vigas del techo y las paredes encaladas en las que colgaban armas y trofeos. A ambos lados había unas armaduras que semejaban centinelas que guardaban el lugar. Contemplé con asombro los paneles heráldicos de las ventanas y observé que en todos ellos figuraba, claramente visible, la flor de lis.
—Es… sorprendente —dije.
—Ya veo que te ha impresionado —observó Aubrey, mirándome con una conmovedora alegría casi infantil—. Pero, al mismo tiempo, te veo un poco alarmada. No hay por qué. Ésa es la parte antigua de la casa, y la dejamos tal como está. Tenemos una parte más cómoda en la que yo vivo. Estoy seguro de que convendrás conmigo en que hay que conservar lo antiguo, aunque las comodidades modernas sean mucho más satisfactorias. Ah, aquí está mi cuñada. Amelia, permite que te presente a mi prometida. Susanna, te presento a Amelia, la señora St. Clare.
La cuñada de Aubrey acababa de bajar por la escalera situada al fondo del pasillo. Debía de tener unos treinta años y, más que hermosa, era elegante. Llevaba el cabello recogido hacia arriba, supongo que para parecer un poco más alta de lo que era, aunque puede que yo la considerara bajita porque mi estatura era superior a la normal. Parecía simpática y sus ojos azules me miraban inquisitivamente, lo cual era perfectamente comprensible.
—Bienvenida al monasterio —dijo, estrechándome la mano—. Me alegro mucho de que haya venido, y lamento que su padre no haya podido acompañarla. ¿Quiere ir directamente a su habitación? Seguramente querrá descansar un poco después del viaje.
—No está muy lejos de Londres y no me siento cansada en absoluto. Me ha impresionado mucho esta casa tan maravillosa. No tenía idea de que fuera tan… señorial.
—En efecto, es fascinante. Mi marido hizo del cuidado de esta casa y de la correspondiente finca la razón de toda su vida.
Había en su voz una infinita tristeza y la miré con cariño.
—Venga por aquí —dijo—. Mandaré que suban agua caliente. Sin duda querrá lavarse. Ya están subiendo su equipaje.
La seguí escaleras arriba. Desde lo alto de las mismas, me volví a mirar a Aubrey y observé en su rostro una expresión que no supe descifrar.
Llegamos a una galería de retratos. Al fondo, vi un estrado con un piano.
—A ésta la llamamos la galería larga —dijo Amelia—. Justo encima está la solana. Ambas estancias reciben mucho sol, pero la solana más que ninguna.
Cruzamos la galería y empezamos a subir por una corta escalera de caracol. Nos encontrábamos ahora en un corredor.
—Los dormitorios principales están aquí. La he puesto en el cuarto verde. Tiene una vista muy bonita como casi todas las habitaciones de la casa.
El cuarto verde era una espaciosa estancia de techo abovedado y ventanas que daban a la calzada del jardín. Había una cama con cuatro pilares de nogal y una colcha de seda verde. El escritorio era asimismo de nogal y las sillas estaban tapizadas en tonos predominantemente verdes.
—Es precioso —exclamé.
—Aquí hay un gabinete. Ah, y aquí está la jarra de agua caliente. Ya han subido el equipaje. Una de las doncellas la ayudará a deshacerlo.
—Yo misma lo haré —dije—. Llevo poca cosa.
—Espero que se encuentre a gusto —añadió Amelia en tono vacilante—. Mi marido desea mucho conocerla.
—Yo también tengo grandes deseos de verle.
—Está muy enfermo.
—Sí, ya lo sé.
—Bueno —dijo Amelia, tratando de disimular su angustia—, aquí la dejo. Cuando esté lista, toque la campanilla. Vendré a buscarla… o le mandaré a una doncella.
—Se lo agradezco mucho —contesté.
En cuanto Amelia se hubo retirado, una tremenda emoción se apoderó de mí. Me imaginé viviendo en aquella mansión como dueña y señora de la misma. Después pensé en Amelia, que había ocupado aquel puesto y todavía lo ocupaba, y me pregunté si me debía considerar una usurpadora.
Me gustaba la personalidad de aquella mujer. Me había acogido con una cordialidad que a mí me parecía sincera y tuve la impresión de que amaba profundamente a su marido.
Me lavé rápidamente, deshice el equipaje y me puse un ligero vestido de tarde. A continuación, toqué la campanilla. Enseguida apareció una doncella. Era joven y adiviné por su cara que debía de ser muy curiosa, porque no me quitaba los ojos de encima. Le pregunté cómo se llamaba y me contestó que Emily. Le comuniqué que ya estaba preparada para reunirme con mis anfitriones.
—Oh, sí, señorita —contestó ella—. ¿Quiere que le deshaga el equipaje?
Le dije que ya lo había hecho yo y pareció decepcionada. Supuse que debía querer describirles mis vestidos a los demás criados.
—Muéstreme el camino, Emily —le dije.
—Oh, sí, señorita. Van a servir el té en el salón de invierno, señorita. Si tiene la bondad de seguirme…
Así lo hice, y bajamos primero por la escalera de caracol y después por otra. Emily llamó con los nudillos a una puerta y la abrió. Entré y vi a Amelia, presidiendo la reunión, sentada ante la bandeja del té. Aubrey se levantó al verme.
Era una estancia muy hermosa, de techo muy alto como todas las demás y con las paredes cubiertas de tapices y los asientos de las sillas en encaje de punto de agua. Se respiraba una atmósfera muy hogareña.
—Te has dado mucha prisa —dijo Aubrey—. Espero que te guste la habitación.
—Más que gustarme, me parece espléndida. No creo que jamás me acostumbre a vivir en una casa como ésta.
—Sin embargo, tendrás que acostumbrarte.
—¿Cómo le gusta el té? —Preguntó Amelia—. ¿Fuerte? ¿Flojo? ¿Crema de leche? ¿Azúcar?
Se lo dije y ella me ofreció la taza.
—Después del té —añadió Amelia, tiene que venir a ver a Stephen. Sabe que ha llegado y arde en deseos de conocerla.
—Tendré mucho gusto. ¿Está en cama?
—En estos momentos, sí. A veces, se levanta y se sienta en un sillón junto a la ventana. Eso, cuando tiene un buen día.
—Iré cuando usted me lo diga.
—La cocinera ha hecho estos pastelillos para usted. Tiene que probarlos. Se enfada si no aprecian sus creaciones.
—Gracias. Son deliciosos.
—Quiero enseñarte la casa —dijo Aubrey.
—Me muero de ganas de verla —contesté yo, mirando a través de la ventana.
—Aquello son las caballerizas —dijo Aubrey.
—Parecen muy grandes.
—Mi padre tenía unas cuadras muy buenas y Stephen también. Somos una familia muy aficionada a los caballos.
—¿Le gusta montar? —me preguntó Amelia.
—No he montado mucho. Solía dar paseos con mi jaca en la India, pero en la escuela apenas practicábamos la equitación. Cuando estuve con mi tío y mi tía en el campo, monté un poco. Me gusta, pero no soy precisamente lo que se llama una amazona.
—Eso se arregla enseguida —terció Aubrey—. Aquí se necesita un caballo porque vivimos muy aislados.
—La ciudad se encuentra a unos tres kilómetros de distancia —señaló Amelia—. Y, además, es muy pequeña.
Luego me hizo preguntas sobre la India y yo le hablé de mi añoranza de aquellas tierras cuando vivía en la rectoría de mi tío.
—Durante todos los años que estuve en la escuela, lo vi todo a través de un cristal de color de rosa. Después, cuando regresé…
—Se quitó las gafas —dijo Amelia, interrumpiéndome— y lo vio bajo la fría luz del día.
—Pero se las volvió a poner cuando me vio a mí —terció Aubrey, riéndose mientras Amelia le miraba levemente escandalizada.
Al terminar el té, Amelia dijo que iba a ver cómo estaba Stephen. En caso de que se encontrara despierto, le parecía un buen momento para que yo le visitara. Tras lo cual, me dejó sola con Aubrey por unos momentos.
—Es una situación muy triste para Amelia —dije mientras Aubrey me miraba en silencio—. Debe de estar muy preocupada por su marido.
—Lleva mucho tiempo enfermo y ella sabe, desde hace varias semanas, que no tiene curación.
—Es muy valiente.
—¿Crees que te va a gustar esta casa? —me preguntó Aubrey tras una pausa.
—Pues… sí, creo que sí.
—Parece que dudas un poco.
—Es que, de momento, me resulta un poco extraña. Hostil, tal vez.
—¡Hostil! ¿A qué te refieres?
—Tú dices que las casas forman parte de la familia. Pero las familias no suelen aceptar a los intrusos. Y yo voy a ser eso precisamente.
—Tonterías. ¿Experimentas la impresión de que Amelia no te acepta?
—No. Ciertamente que no.
—¿La caseta de la entrada? ¿El rastrillo, tal vez? ¿El salón de invierno? ¿Crees que te rechazan?
—Bueno, es que todo me ha pillado un poco por sorpresa. No me imaginaba un lugar tan «antiguo». Tú no me advertiste lo suficiente.
—No quería exagerar por temor a que luego sufrieras una decepción.
—¡Como si eso fuera posible!
Se abrió la puerta.
—Está despierto —anunció Amelia—. Arde en deseos de conocerla.
—Vamos, pues —dijo Aubrey.
Stephen St. Clare se hallaba recostado en unas almohadas en la enorme cama con dosel de petit-point sobre fondo crema. Se veía a las claras que estaba muy enfermo. Tenía el rostro de color amarillo grisáceo y los ojos oscuros profundamente hundidos. Sus manos semejaban unas garras y descansaban sobre la colcha.
—Te presento a Susanna, Stephen —dijo Aubrey. Los ojos hundidos me observaron con interés.
—Me alegro de conocerla.
—Y yo a usted —contesté.
Amelia acercó una silla a la cama y yo me senté. Ella y Aubrey se sentaron un poco más lejos.
Amelia le explicó a su marido que me quedaría con ellos una semana y que después regresaría a casa para hacer los preparativos de la boda.
—Creo que es eso lo que piensa hacer, ¿verdad? —me preguntó.
Contesté que sí.
—Imagino que la boda se celebrará en su casa —dijo Stephen.
—Mi padre y yo lo hemos estado discutiendo —repliqué—. Hemos pensado celebrarla en la rectoría de mi tío. A éste le gustará oficiar la ceremonia porque yo pasé una considerable parte de mi infancia allí. —Miré sonriendo a Aubrey—. Apenas hemos hablado de los preparativos.
—Espero que no lo demoren demasiado —dijo Stephen.
—No hay razón para que lo demoremos —terció Aubrey, mirándome y sonriendo—. Por lo menos, eso espero —añadió.
Stephen asintió.
—No he podido hacer gran cosa últimamente, ¿verdad, Amelia? —dijo.
—No, pero tenemos un buen administrador. Las cosas marchan bien. Y ahora que Aubrey está en casa…
—Amelia ha sido una gran ayuda para mí —dijo Stephen—. Tal como usted lo será para Aubrey.
—Lo haré lo mejor que pueda.
Stephen asintió en silencio.
—Creo que necesitas dormir, Stephen —dijo Amelia, mirando a su marido con inquietud—. Ya tendrás tiempo de ver a Susanna antes de que se vaya. Puedo llamarte Susanna, ¿verdad?
—No faltaba más.
—Nosotros seremos Amelia y Stephen. Al fin y al cabo, vamos a ser de la familia. Stephen, Susanna vendrá a verte mañana.
Stephen asintió con los ojos entornados.
Amelia se levantó y yo hice lo mismo.
—Vendré a verte muy pronto —dije, inclinándome sobre la cama.
Los ojos hundidos se abrieron y Stephen me dirigió una sonrisa.
Salimos del dormitorio y Amelia cerró la puerta.
—Hoy está muy débil —dijo Aubrey.
—Lo sé. Pero se empeñó en ver a Susanna.
Aubrey dijo que iba a llevarme a dar un paseo por los jardines y que después me mostraría las cuadras. Amelia se retiró y nosotros salimos al jardín.
*****
A lo largo de los días sucesivos, me fui familiarizando poco a poco con el monasterio de St. Clare y sus ocupantes. Me pareció que conocía a Aubrey mejor que antes. A menudo, las personas son distintas cuando están en su casa. Me sorprendió el entusiasmo de mi prometido por el monasterio. En la India parecía un nómada, un hombre de mundo un tanto cínico. Ahora era casi una persona distinta. Descubrí en él ciertos rasgos que antes me habían pasado inadvertidos. Su apasionado amor por la casa, incrementado tal vez por la certeza de que pronto sería suya dada la grave enfermedad de su hermano. Se pasaba mucho rato en las caballerizas y me mostraba las distintas características de los caballos. Su audacia se ponía de manifiesto cuando conducía el carruaje. Le encantaba controlar a sus magníficos caballos tordos y los lanzaba al galope a una velocidad de vértigo hasta el punto de que, cuando yo iba con él, poco faltaba para que saliera despedida del coche. Cuanto más corría, más disfrutaba. Yo pensaba que era un poco peligroso y así se lo decía.
—Conmigo, no —contestaba con orgullo—. Ejerzo un control absoluto sobre los caballos.
Me parecía que amaba el peligro por sí mismo y, de no haber sido un jinete tan experto, hubiera temido por su vida. El orgullo que le producían sus proezas con los caballos era un poco ingenuo y le confería un aire vulnerable que me parecía delicioso.
Cada día, cuando me levantaba, me acercaba a la ventana y me decía, contemplando el jardín: «Esta casa tan grande será mi hogar. ¿Seré feliz aquí?».
Todo me entusiasmaba. Cada día descubría nuevos aspectos y, sin embargo, a veces experimentaba una leve repulsión. Pensaba que todas las casas antiguas debían de ejercer el mismo efecto. El pasado estaba muy próximo y era como si se hallara encerrado entre aquellos muros y se insinuara constantemente en el presente. Pensé que todo eran figuraciones mías y que, si mi padre hubiera estado conmigo, se hubiera burlado de ellas.
Amelia —no me costaba ningún esfuerzo tutearla porque era muy cordial y hospitalaria— me había mostrado la casa, los distintos dormitorios, y la solana con sus canapés, sillas y largos espejos, y sus ventanas y gabinetes, en uno de los cuales había un torno de hilar a mano. Me acompañó también a la larga galería de retratos e incluso a las cocinas, donde me presentó a la cocinera, a quien yo no olvidé felicitar por sus habilidades culinarias, y al patio de la cocina, con las calderas y los molinillos de mano para moler el trigo y los guisantes.
A medida que pasaban los días, crecía mi afecto por Amelia. Hubiera querido consolarla de su tristeza porque amaba a su marido y había sido feliz a su lado, y ahora lo iba a perder. Se tomaba mucho interés por la casa y me mostró las mejoras que había introducido. Me contó que habían tenido que arreglar el tejado y que fue muy difícil encontrar tejas medievales impermeables. Me mostró las tapicerías que había elegido para algunos dormitorios, en sustitución de las antiguas, excesivamente raídas. Amaba la casa e iba a perder no sólo a su marido sino también su hogar. Tal vez se quede aquí, pensé yo. Al fin y al cabo, las grandes familias seguían viviendo en sus hogares ancestrales. Ella había sido la señora de aquella casa y ésta sería siempre su hogar.
Sin embargo, tenía mis dudas y no me parecía delicado hablar de aquel tema. A Aubrey tampoco se lo comenté. Era mejor dejar que las cosas siguieran su curso natural.
Aubrey y yo solíamos recorrer la finca a caballo. Yo temía no estar a la altura de las circunstancias, pero él se mostraba en todo momento muy solícito conmigo. Refrenaba constantemente su caballo y, cuando nos lanzábamos al galope, me vigilaba sin cesar para que yo me sintiera segura. En cambio, cuando conducía el carruaje, actuaba con una temeridad rayana en la imprudencia, aunque los caballos respondían siempre a la menor de sus indicaciones. Yo estaba cada día más enamorada y me atraía su vanidad y su obsesivo amor por la casa. Comprendí, por primera vez, que me necesitaba para que cuidara de él y eso me produjo una enorme satisfacción.
Hubo un par de recepciones —con muy pocos invitados porque. Tal como Aubrey decía, no podía haber muchas diversiones en el monasterio, estando Stephen tan enfermo— para presentarme a algunos vecinos y a los amigos más íntimos de la familia. Tuve ocasión de conocer a los padres de Amelia, sir Henry y lady Carberry, que regresaban a Londres tras pasar unos días en el campo, en casa de unos amigos suyos. Se quedaron sólo para el almuerzo y les acompañaba una encantadora joven a quien me presentaron como la honorable Henrietta Marlington. Era la hija de unos amigos suyos y se la llevaban consigo para que pasara una temporada en Londres con ellos, tras haberla recogido en casa de las personas a quienes habían visitado. La joven era extraordinariamente atractiva, más por su vitalidad que por su belleza, pese a ser ésta muy considerable. Nos habló mucho de la temporada y nos divirtió con la descripción de su presentación a la reina en el salón Real y de la solemnidad de la espera, sosteniendo la cola del vestido en el brazo izquierdo hasta que llegó el instante de entrar con la soberbia cola extendida a su espalda. La reina le dirigió una penetrante mirada y extendió una mano para que se la besara mientras la estudiaba con atención como si hubiera descubierto algún defecto en ella.
Los padres de Amelia sentían un gran afecto por Henrietta, lo cual era muy comprensible. Sentí que su visita fuera tan breve.
Yo conversaba muy a menudo con Amelia porque Aubrey tenía muchas cosas que aprender sobre la finca tras su larga permanencia en el extranjero. Casi todas las mañanas se las pasaba con el administrador.
Un día, Amelia me habló con más confianza que otras veces.
—No sé cómo viviré sin Stephen —me dijo.
—Puede que se recupere —contesté, sabiendo muy bien que eso era imposible.
—No —replicó ella con tristeza— ya no es posible. Hasta hace un mes, creí que se restablecería. Algunas veces, parecía el mismo de siempre. Pero, en realidad, iba empeorando poco a poco. Siempre me hablaba de la finca. Sólo recientemente se ha dado cuenta de que ésta será para Aubrey, que nunca mostró el menor interés por ella.
—Pues ahora parece que le interesa mucho.
—Sí, ha cambiado. Supongo que pronto será suya. Nosotros… Stephen y yo… siempre abrigamos la esperanza de tener hijos. Oh, Susanna —añadió Amelia tras una pausa—, no sabes cuánto he deseado tener hijos. Stephen también los quería. Es lo único en lo que le he fallado.
—No puedes echarte la culpa por eso.
—Hubiera sido capaz de hacer cualquier cosa. He tenido tres abortos.
—Cuánto lo siento.
—Del primero… creo que tuve yo la culpa. Faltaban cuatro meses para el parto y yo salí a dar un paseo a caballo y perdí al niño. Me encantaba montar. Nos gustaba a todos… A Stephen, a Aubrey y a mí. Íbamos a caballo a todas partes. Era una locura. Ése fue el primero.
—Qué pena.
—La segunda vez, tuve mucho cuidado. Pero, al cabo de dos meses, sufrí un aborto. La tercera vez, el embarazo duró tres meses.
—Debió de ser horrible.
—Sufrimos una gran decepción, sobre todo, yo. Pensaba que le había fallado a Stephen porque él ansiaba tener un hijo… Un varón al que poder adiestrar en la administración de la finca.
—Lo comprendo.
—Qué se le va a hacer. Supongo que la vida es así.
—Pues sí.
—Disculpa este desahogo, pero me pareces tan comprensiva… Estoy segura de que serás una buena esposa para Aubrey. El necesita a una mujer como tú.
—Bueno, yo creo que sabe cuidarse solo.
Amelia no contestó. Estaba infinitamente triste, pensando sin duda en los hijos que había perdido.
*****
Un día, me quedé a solas con Stephen. Aubrey se había ido a visitar una de las alquerías de la finca. Me hallaba en mi dormitorio cuando Amelia acudió a decirme que Stephen quería verme.
Bajé a su habitación. Le encontré sentado en un sillón y envuelto en mantas. Fuera de la cama, aún se le veía más enfermo.
Tras conversar un rato juntos, Amelia nos dejó solos.
—Me alegro de que te cases con Aubrey —dijo Stephen.
—Me complace que así lo pienses. Muchas familias no aceptan la presencia de intrusos. Cuando conocí a Aubrey, no hubiera podido imaginar que vivía en un lugar como éste.
—Es una gran responsabilidad —dijo Stephen, asintiendo—. Él será quien continúe la tarea. Es como una cadena forjada a lo largo de los siglos. No nos agrada la idea de que pueda romperse. Si hubiera tenido un hijo… —añadió, sacudiendo la cabeza mientras yo recordaba lo que Amelia me había contado—. Pero ahora me alegro de que estés aquí. Aubrey necesita a alguien que esté constantemente a su lado y que impida… —Hizo una pausa. Creí que estaba a punto de revelarme algo importante, pero cambió de idea. Me dio unas palmadas en una mano, y añadió—: Estoy seguro, desde que te conocí, de que eres la mujer más adecuada para él.
—Gracias.
—Tú serás fuerte. Y él necesita fortaleza porque… Le miré fijamente, pero no dijo más.
—Sí… Me estabas diciendo… —le espoleé.
Los ojos hundidos parecieron escudriñar mi mente. Quería decirme algo. O tal vez temía que no fuera oportuno hacerlo. Una gran curiosidad se apoderó de mí. Estaba segura de que era alguna cosa que yo debía saber. Con respecto a Aubrey.
Pero entonces Stephen se reclinó en el sillón y cerró los ojos.
Entró Amelia y tomamos el té juntos.
Me pregunté qué era lo que iba a decirme Stephen.
*****
Eran las últimas horas de la tarde. Había oscuras nubes en el cielo y yo pensé que descargaría una tormenta antes de que finalizara el día. Estaba contemplando los retratos de la galería. Comprobé lo mucho que se parecía Aubrey a algunos de sus antepasados. Estudié los rostros, algunos pensativos, otros sonrientes, algunos alegres y otros tristes, y me pareció que todos ellos me examinaban desde los lienzos.
Sola en la semipenumbra del atardecer experimenté una sensación muy extraña. Había momentos, en aquella casa, en que tenía la impresión de que las invisibles figuras del pasado me observaban con interés, estudiando a la muchacha que había tenido el atrevimiento de penetrar en el cerrado círculo de la familia.
Había un retrato que me llamaba poderosamente la atención, tal vez porque el rostro del hombre me recordaba el de Aubrey. Sus ojos me seguían dondequiera que fuera y la expresión parecía cambiar constantemente. Me parecía ver las comisuras de sus labios curvándose hacia arriba en un gesto burlón, como si supiera que su figura me fascinaba y repelía a la vez. Los blancos rizos de la peluca le llegaban casi hasta los hombros y estaban coronados por un sombrero de ala ancha de aspecto vagamente militar. Llevaba una casaca de terciopelo morado, ceñida a la cintura y, debajo de ella, un chaleco profusamente bordado y casi de la misma longitud. Los botones eran como joyas. Los calzones estaban ajustados por debajo de las rodillas con unas adornadas hebillas que hacían juego con las de los zapatos. Era, en conjunto, un caballero muy elegante.
—¡Hola!
Tuve un sobresalto y, por un instante, pensé que me había hablado el lechuguino del retrato. Giré en redondo. Estaba tan absorta en la contemplación de los retratos que no había oído entrar a Aubrey.
—Veo que te fascina especialmente Harry St. Clare —me dijo, tomándome de un brazo—. Estoy seguro de que no eres la primera.
—O sea que éste es Harry St. Clare. Debe de ser un antepasado muy lejano. El retrato se debió de pintar hace unos cien años.
—En efecto. El sombrero lo evidencia. Es un Dettingen… Se llamaban así por el nombre de la batalla. Tú debes de conocer la fecha. Creo que allá por mil setecientos cuarenta.
—Sí.
—Después de la batalla, estos sombreros causaron furor. Y hay que suponer que a Harry le gustaba vestir a la última moda.
—¿Conoces la historia de todos tus antepasados?
—Sólo de los que se distinguieron especialmente, como Harry.
—Y él ¿cómo se distinguió? ¿Luchando en Dettingen?
—¡Ni hablar! Era demasiado listo como para eso. Harry era un pillastre. La auténtica encarnación del diablo. Participó en una serie de escándalos e incurrió en la cólera de su padre, de su abuelo y de toda la familia en general.
—¿Qué hizo?
—Nada de provecho. Se metió en toda clase de líos. Estuvo a punto de acabar con la fortuna de la familia. Murió joven. Dicen que el diablo se lo llevó. Supongo que ahora estará armando alboroto en el infierno. Seguramente es lo que más le gusta.
—Me da la impresión de que le tienes simpatía.
—Bueno, ¿acaso los bribones no son más divertidos que los santos? No es que de estos últimos haya habido demasiados en la familia. Harry era socio de uno de aquellos clubes del Fuego Infernal tan en boga en sus tiempos entre los jóvenes de tendencias libertinas y con dinero suficiente para poder entregarse a sus vicios.
—¿Qué hizo?
—Maldades. Se entregó a la práctica de la magia negra. Adoraba al demonio. Cometió toda clase de depravaciones. Era socio del club de sir Francis Dashwood en Medmenham, cerca de West Wycombe. Dashwood construyó un edificio en forma de monasterio en el que los socios del club adoraban al demonio. Misas negras… depravaciones… orgías. Jamás podrías imaginar las perversidades que cometían —dijo Aubrey, y los ojos le brillaban de emoción—. Harry no se conformó con eso, sino que fundó su propio club y superó a Dashwood.
—El retrato lo pintó un artista muy hábil —dije yo—. Cuando lo miras, parece que cobra vida.
—Es el carácter de Harry que llega hasta ti. Ya ves que no era un hombre corriente. Ahora, observa allí a Joseph St. Clare con su hija Charity. Vivieron cien años antes que Harry. Son los St. Clare virtuosos. Pero ¿a ti no te parece que Harry es más interesante?
—Creo que el retrato es mejor.
—No te engañes. Eso se debe a que Harry te está mirando. Quiere tentarte y arrastrarte a su locura. Le gustaría convertirte en miembro de su club del Fuego Infernal.
—Qué oscuro se ha puesto. Parece que el tiempo ha empeorado de golpe.
Aubrey encendió una de las lámparas que había sobre la consola y la sostuvo en alto. Bajo la luz de la lámpara, el rostro de Harry St. Clare adquirió una expresión malévola.
Aubrey se echó a reír y, cuando me volví a mirarle, creí ver en su rostro un fuerte parecido con su antepasado.
Me estremecí de pies a cabeza y, precisamente en aquel momento, se oyó el rumor de un trueno en la distancia.
Después, Aubrey posó la lámpara sobre la mesa y, tomándome en sus brazos, me dio un apasionado beso. Nunca se había comportado de aquella forma.
Me turbé un poco y, al volver la cabeza, me pareció que Harry St. Clare se burlaba de mí.
*****
Al finalizar la cena de aquella noche, Amelia nos comunicó una inesperada noticia.
Habíamos cenado en el salón de invierno porque sólo éramos tres. Yo supuse que el comedor principal únicamente se utilizaba cuando había invitados.
A la salida del salón de invierno, había un coquetón saloncito en el que nos reunimos para tomar el café.
Amelia estuvo como ausente durante la cena y yo creí adivinar que estaba nerviosa. Al final, se armó de valor y nos dijo:
—Tengo algo que comunicaros. No quería mencionarlo hasta que estuviera absolutamente segura. Voy a tener un hijo.
El silencio hubiera podido cortarse con un cuchillo. Intuí los sentimientos de Aubrey sin necesidad de mirarle.
—Eso cambia mucho las cosas, claro —dijo Amelia, tartamudeando—. Stephen está contentísimo. Creo que eso le ha hecho mucho bien.
—Te felicito —le dije—. Debes de ser muy feliz. Es lo que siempre quisiste.
—Al principio, no podía creerlo —añadió Amelia, mirándome casi con gratitud—. Pensé que lo imaginaba y no quise hablar de ello hasta estar completamente segura. Pero ahora el médico lo ha confirmado.
Me levanté y me acerqué a ella para abrazarla. Me alegraba mucho la noticia porque sabía lo mucho que había sufrido por esta causa. Pero, al mismo tiempo, adivinaba lo que debía de sentir Aubrey. Estaba obsesionado con el monasterio desde que supo que iba a ser suyo. Me pregunté qué estaría pensando. Por un instante, pareció que se había quedado sin habla. Yo le miré expectante. Al final, le oí decir, haciendo un supremo esfuerzo:
—Bueno, pues, tengo que añadir mi felicitación a la de Susanna. ¿Cuándo…?
—Sólo estoy de dos meses. Quería estar segura antes de decirlo. Todavía falta mucho tiempo, claro. Esta vez, tendré mucho cuidado. Es como un milagro. Después de tantas decepciones… y estando Stephen de esta manera. Será un aliciente para él. No os imagináis lo feliz que me siento. Claro que eso os obligará a cambiar vuestros planes…
—Sí, efectivamente —dijo Aubrey en un tono levemente irónico.
—Lo comprendo —dijo Amelia—. En cierto modo, lo siento, aunque, en realidad, no puedo lamentarlo demasiado porque deseaba este hijo con toda mi alma…
Me percaté de que Aubrey estaba desconcertado.
—Tenemos que brindar por el feliz acontecimiento —comenté.
—Yo no voy a beber alcohol —contestó Amelia—. Quiero tener mucho cuidado.
—En tal caso, brindaremos Susanna y yo —dijo Aubrey. Amelia no sabía hablar de otra cosa.
—Es un milagro —repitió—. Es como una compensación de todos mis sinsabores.
—Creo que, a veces, hay compensaciones en la vida —convine yo.
—Debió de ocurrir poco antes de que el estado de Stephen se agravara, porque, algunas veces, parecía casi el de antes. El auténtico deterioro de su salud se produjo hace muy poco.
—Me alegro mucho por ti, Amelia.
—Estaba segura de ello. El caso de Aubrey es distinto porque ésta es su casa, ¿comprendes? Sé lo que siente. Pero si supieras lo contento que está Stephen porque su hijo… o su hija será el siguiente dueño del monasterio de St. Clare.
A continuación, Amelia dijo que tendría mucho cuidado, que consultaría con el médico y que seguiría todos sus consejos. Tenía que evitar que le ocurriera otro percance.
Cuando nos quedamos solos, Aubrey dio rienda suelta a su decepción.
—¡Pensar que haya podido ocurrir eso! —exclamó con amargura—. ¿Tú crees que Stephen ha podido engendrar un hijo?
—Eso parece. Amelia dice que había períodos en que se encontraba muy bien. Sólo hace un mes que está grave.
—¿Qué quieres que diga?
—¿Qué insinúas…? ¿Que este hijo no es de Stephen? ¡Vamos, Aubrey!
—¿Y por qué no? La situación era desesperada. Es su manera de quedarse con todo.
—¿Cómo puedes decir semejante cosa? —exclamé, horrorizada—. ¡Y de Amelia!
—Porque podría ser verdad.
—Yo no lo creo así.
—¿Te das cuenta de lo que eso supone para nosotros?
—No he pensado demasiado en ello.
—Mi hermano querrá que me quede aquí —dijo Aubrey, irritado—. Seré una especie de tutor hasta que su hijo alcance la mayoría de edad. Un custodio de este niño que un día llevará la corona.
—Bueno, ¿y por qué no?
—Pero ¿es que no lo comprendes? —me preguntó Aubrey, mirándome casi con desprecio.
—Pues claro que lo entiendo.
—No serás la dueña de esa casa. Lo será Amelia. ¿No das cuenta de lo que eso significa?
—Si nos quedamos aquí, yo me daré por satisfecha. Aprecio mucho a Amelia. Nos hemos hecho muy amigas.
Aubrey apartó el rostro con gesto de impaciencia. Estaba tan disgustado como un niño a quien acabaran de arrebatarle un juguete. Me compadecí de él y quise consolarle.
—Todo irá bien, Aubrey —le dije—. Estaremos juntos. Eso es lo más importante. Lo que cuenta son las relaciones humanas, no las casas.
—Eres una buena chica, Susanna —observó Aubrey, esbozando una leve sonrisa—. Supongo que debo considerarme afortunado, ¿no?
Le expresé mi esperanza de que ambos lo fuéramos.
*****
Aubrey pareció olvidarse de su decepción porque apenas la mencionaba. En su lugar, empezó a hacer planes para la boda.
—Tiene que celebrarse cuanto antes —dijo.
Me alegré de su impaciencia. En principio, me había enamorado de él porque era guapo y simpático y parecía un hombre de mundo, aunque apenas le conocía. Supongo que estas cualidades bastaban para atraer a una joven con muy poca experiencia de la vida y de los hombres. Ahora, le veía de otra manera. Me lo imaginaba de pequeño, creciendo en aquella maravillosa casa, un poco indolente y sin querer asumir ninguna responsabilidad, aunque tampoco le agradara el papel de segundón. ¿Debió de sentir celos de su hermano mayor? Tal vez sí. Hubiera sido natural. Después se fue y viajó por medio mundo, procurando ganarse la vida por sí solo. El hecho de que le llamaran para convertirse en heredero de la finca familiar le indujo a cambiar de actitud, haciéndole comprender lo mucho que amaba su viejo hogar. De repente, cuando ya pensaba que todo iba a ser suyo, aparecía otro pretendiente. Comprendí lo decepcionado que estaba y traté por todos los medios de consolarle.
Convine en que debíamos casarnos cuanto antes.
—Éste no es lugar apropiado para celebrar una boda —dijo Aubrey—. A juzgar por el aspecto de Stephen, lo más seguro es que hayamos de asistir a un entierro.
—Pobre Stephen. Creo que ahora se aferrará más a la vida. Querrá conocer a su hijo.
—Tal vez.
—Mi padre dice que deberíamos casarnos en la rectoría. A mis tíos les gustaría mucho, y mi tío oficiaría la ceremonia. Al fin y al cabo, aquello fue mi hogar durante mucho tiempo. Sé que a mi padre no le gustaría que me casara en una vivienda amueblada.
—¿Cuándo será?
—Dentro de cinco semanas… o seis… o dos meses.
—Cuanto antes, mejor.
—Cuando vuelva a casa, empezaré a ponerlo todo en marcha. Creo que tendré que quedarme unas semanas en casa de tío James y de tía Grace. Tienen que leer las amonestaciones. Habrá muchas cosas que hacer y el tiempo nos pasará volando.
—En tal caso, te ruego que pongas inmediatamente manos a la obra.
Así acordamos hacerlo.
Cuando visité de nuevo a Stephen, le vi muy mejorado. No cabía duda de que la noticia del próximo nacimiento de su hijo había ejercido el efecto de un tónico.
Hablaba con más claridad y le brillaban los ojos.
—Me alegro de que os caséis pronto —dijo—. Aubrey te necesita. Cuídale bien.
Le contesté que así lo haría. En opinión de Stephen, Aubrey debía de ser el hermano pequeño incapaz de cuidar de sí mismo.
*****
El hecho ocurrió la víspera de mi partida. Salí a dar un paseo por el jardín. Me encantaba el parque que rodeaba la casa. En él, una se podía tropezar inesperadamente con vestigios del antiguo monasterio: un muro semiderruido sobre el que crecían las enredaderas, unas baldosas entre la hierba, un resto de algo que quizá habría sido una columna.
Era fascinante.
El embrujo del monasterio ya empezaba a apoderarse de mí. Me pregunté si llegaríamos a vivir en él. En caso de que Stephen se recuperara, seguramente no; pero tampoco podía imaginarme a Aubrey en su papel de tutor, tal como él decía.
Sin embargo, Stephen no podía recuperarse. El cambio que en él se había producido era meramente superficial. Tenía mejor cara porque era más feliz, pero la felicidad no podía sanar su dolencia.
Era difícil imaginar el futuro, a pesar de que hacía apenas unos días yo pensaba que podría hacerlo. Creía que viviríamos allí y tendríamos hijos —mi deseo a este respecto era tan intenso como el de Amelia—, que amaría la vieja mansión y que mandaría colgar los retratos mis hijos en la galería larga.
Acababa de llegar a un bosquecillo. Jamás me había aventurado más allá del mismo. Los abetos crecían muy juntos y producían una sensación de oscuridad y misterio. Avancé por entre los altos troncos de cortezas rojizas y sentí, tal como me había ocurrido otras veces en el monasterio de St. Clare, que estaba a punto de hacer un descubrimiento. La extensión del bosquecillo no era muy grande y, cuando llegué al otro lado, vi que el terreno ascendía hacia una pequeña loma.
Subí a la cima y vi al otro lado una acusada pendiente de unos dos metros y medio. Bajé por entre la masa de plantas trepadoras que cubrían la pendiente y descubrí que detrás de ellas no había tierra, sino algo que podía ser una puerta.
Aparté a un lado las enredaderas. Sí, en efecto, era una puerta.
La examiné presa de una gran emoción y me pregunté, adónde conduciría. Era curioso, pero la puerta llevaba, al parecer, a una especie de cueva que había bajo la loma.
Vi una cerradura. Empujé la puerta, pero no se abrió.
Miré a mi alrededor. Reinaba un profundo silencio. Experimenté la sensación de que alguien me observaba, y me sentí rodeada por una atmósfera maléfica.
Me aparté de la puerta y la observé desde cierta distancia. Las plantas trepadoras la habían vuelto a cubrir y la loma adquirió nuevamente el aspecto de un accidente más del paisaje… un tanto insólito, eso sí, aunque no demasiado. Se me ocurrió pensar que la loma no era natural y me pregunté qué habría detrás de aquella puerta.
Rodeé la loma y regresé al bosquecillo. En cuanto penetré en el mismo, tuve la extraña sensación de que alguien me seguía. Oí el súbito desplazamiento de una piedra y el crujido de la maleza. El corazón empezó a latirme con fuerza y aceleré el paso como una estúpida.
De repente, me asieron por un brazo. Emití un jadeo y, al volver la cabeza, vi… a Aubrey.
—Pero ¿qué ocurre, Susanna? —me preguntó.
—Me has asustado. Pensé que me seguían.
—Y era cierto. Amelia me dijo que habías salido a dar un paseo y vine a buscarte.
—¿Por qué no me llamaste o me hiciste saber que eras tú?
—Me gusta sorprenderte. Ocurre algo, ¿verdad?
—Ahora que tú estás aquí, ya no. Me he comportado como una tonta. Acababa de ver una puerta.
—¡Una puerta!
—Sí, que conduce al interior de la loma.
—¿Y eso qué tiene de extraño? Aquí encontrarás toda clase de cosas raras, ¿sabes? Son los restos del antiguo monasterio. Se armaría un escándalo si intentáramos quitar algo. Dicen que son reliquias del pasado.
—Sí, lo sé. Pero eso era una puerta. Debía conducir a algún sitio.
Aubrey me miró con ojos brillantes, como si le hiciera gracia mi caprichoso comportamiento. Pretendía sin duda inculcarme la idea de que él estaba allí para protegerme.
—¿Volvías a la casa? —me preguntó, rodeándome los hombros con un brazo.
—Sí.
—¿Y por qué te asusta una puerta?
—No sé. Era extraño… que estuviera allí…
—¿Temías que se abriera y saliera el demonio?
—Tuve una sensación muy extraña —dije, echándome a reír—. Y después, cuando sentí que me seguían en el bosque…
—Lamento haberte asustado, mi querida Susanna. Siempre creí que eras una persona muy práctica.
—Pues no creo que lo sea demasiado. Soy un poco fantasiosa.
—¿Y qué fantasías te inspira aquella puerta? Claro que, en estas casas, incluso a las personas más realistas se les puede perdonar que tengan algún arranque de fantasía. Te diré que no eres la primera en descubrir la puerta. Una vez la mandamos abrir… Bueno, de eso hace ya mucho tiempo, cuando yo era pequeño. No hay nada detrás. Es, sencillamente, una cueva. Debía de ser una especie de almacén de los monjes. Volvieron a colocar la puerta y la dejaron tal como estaba.
—Comprendo. Yo pensé que debía de haber algo… significativo detrás de una puerta tan recia.
—Siento haberte asustado, Susanna.
—He sido una tonta.
Mientras regresábamos a la casa, Aubrey habló de la boda con entusiasmo.
*****
Al día siguiente, abandoné el monasterio. Aubrey insistió en acompañarme a casa. Durante el viaje de regreso a Londres adoptó una actitud completamente distinta y volvió a ser el hombre que yo conocí en la India y a bordo del barco: afable, despreocupado y confiado. No habló en ningún momento de la llegada del niño que había agostado sus esperanzas de heredar la finca.
Mi padre se alegró mucho de verme. Dijo que Jane y Polly le habían atendido espléndidamente y que, desde el punto de vista material, no me había echado de menos.
Aubrey regresó aquel mismo día al condado de Buckingham y, más tarde, mi padre me pidió una descripción detallada de la visita. Yo se lo conté todo mientras él me miraba con inquietud.
—¿Y sigues empeñada en casarte con Aubrey? —me preguntó.
Le contesté que sí.
—Bueno, pues, en tal caso, creo que tenemos que escribir inmediatamente a tu tío James y empezar a ponerlo todo en marcha. Tendrás que comprar muchas cosas y eso es mejor hacerlo en Londres. Después tendrás que pasar un mes con tu tío y tu tía antes de la boda. Vas a estar muy ocupada. El tiempo se te pasará sin darte cuenta. He llegado a la conclusión de que me gusta esta casa y de que Jane y Polly la llevan muy bien y me atienden de maravilla. Ya he solicitado por escrito una prórroga del alquiler. No hay razón para buscar otra casa de la que tú te vas a marchar enseguida. Aquí me las arreglaré muy bien y será tu hogar siempre que lo desees.
—Veo que lo tienes todo resuelto. Eso es lo que se llama precisión militar.
—Más o menos. Mi querida hija, me alegraré mucho de verte felizmente casada.
—¡Pobre padre! He debido de ser una gran responsabilidad para ti.
—Bueno… Lejos de casa y con una niña a la que educar… Tuve algunos instantes de inquietud, pero todo se arregló de la mejor manera y, además, siempre supe que mi hija sabría cuidar de sí misma.
—Espero no defraudar tu confianza.
—¿Por qué lo dices? —preguntó mi padre, mirándome alarmado—. ¿Acaso ha ocurrido algo?
—No —contesté con vehemencia—. No.
Pero yo también me preguntaba por qué lo había dicho. ¿Estaba tal vez inquieta sin saberlo?
*****
Las semanas siguientes pasaron volando. Me hice las pruebas del vestido de boda y compré cosas que necesitaba. Pasaríamos la luna de miel en Venecia. Unos amigos de la familia St. Clare nos iban a prestar su palazzo y pensábamos quedarnos un mes allí.
Tío James y tía Grace fueron tan amables como yo esperaba. Se alegraron de que quisiéramos celebrar la boda en la vieja iglesia normanda y de que hubiéramos elegido a tío James para oficiar la ceremonia. Yo pasaría un mes con ellos antes de la boda. Mi padre nos visitaría los fines de semana y siempre que pudiera. Sería una boda bastante íntima a causa de la enfermedad del hermano del novio.
Aubrey se trasladaría a Humberston unos días antes de la ceremonia y ya tenía reservada habitación en El Jabalí Negro.
Todo parecía desarrollarse sin la menor dificultad.
A su debido tiempo, llegué a Humberston. Me emocioné mucho al volver a ocupar el dormitorio, cuya ventana daba al cementerio. Acudieron a mi mente los recuerdos de mi terrible soledad y añoranza, y de mi nostalgia de la India, mi padre y mi aya.
Me pregunté qué estaría haciendo ella. No era completamente feliz con los Freeling. Adoptó conmigo una actitud ligeramente mística y me dio a entender algo que no supe comprender.
Ahora todo era distinto. Pronto me iría de Humberston y mi casa sería el monasterio. Pero, primero, pasaríamos una maravillosa luna de miel en Venecia.
Era feliz, me repetía a mí misma una y otra vez. Estaba completamente satisfecha.
Casi todas las jóvenes se hubieran considerado afortunadas de encontrarse en mi lugar. Al fin y al cabo, yo no era exactamente una belleza. Mi melena pelirroja llamaba la atención, pero tenía el cabello áspero y liso y, aunque había aquí y allí alguna que otra onda, los bucles brillaban por su ausencia y, a menudo, no me podía peinar debidamente. Mis ojos eran verdes y estaban en consonancia con el cabello, pero tenía las pestañas y las cejas rubias y la piel extremadamente blanca, cosa que a mi pobre aya la tenía siempre muy preocupada: temía que fuera excesivamente delicada y no pudiera soportar los ardientes rayos del sol de la India. Nunca me permitían salir a la calle sin encasquetarme un gran sombrero de ala ancha, ni siquiera cuando estaba nublado. Mi elevada estatura me confería un aspecto desgarbado y poco femenino porque muchas veces tenía que mirar desde arriba a los jóvenes que me presentaban. A los hombres les gusta ser ellos quienes miren desde arriba a sus mujeres… no sólo física, sino quizá también espiritualmente. Y yo, que no era enteramente vulgar, pero tampoco una belleza arrebatadora, había conseguido lo que muchas mujeres hermosas me hubieran envidiado. Sin duda, tenía mucha suerte.
Mi prima Ellen llegó con sus dos hijas la víspera de la boda. Se alegraba mucho del feliz acontecimiento y me habló con menos circunspección que antes, recordando los acontecimientos del pasado. Fue un encuentro muy simpático, en cuyo transcurso acudió a mi memoria un incidente que yo casi tenía olvidado.
—¿Recuerdas a Tom Jennings… el chico que se cayó de la escalera de mano?
—Sí, claro. El que se rompió una pierna.
—Nunca olvidaré la escena, cuando tú te arrodillaste a su lado. Te limitaste a acariciarle la frente y a consolarle con tus palabras.
—Mi aya decía que mis manos tenían poder para sanar.
—Son cosas que se dicen por aquellas tierras.
—Pero a un niño de Bombay le hice lo mismo que a Tom. Fue entonces cuando mi aya se dio cuenta.
—A lo mejor, serías una buena enfermera.
—¿Sabes una cosa? Creo que me gustaría mucho —dije tras reflexionar un instante.
—¡Menos mal que no tendrás ocasión de serlo! —exclamó Ellen, echándose a reír—. Te vas a casar… y muy bien, por cierto. Estamos todos muy contentos. El oficio de enfermera no es propio de una dama… Es una de las profesiones más bajas… algo así como la milicia.
—Estás hablando con la hija de un militar.
—Tienes razón, pero es que yo no me refería a los hombres como tu padre, sino a los soldados rasos. ¿Por qué ingresan en el ejército? Pues porque no valen para otra cosa… o porque se han metido en algún lío. A las enfermeras les ocurre más o menos lo mismo.
—Me parece increíble. ¿Acaso proteger la patria no es una noble acción? ¿No lo es cuidar a los enfermos?
—Debería serlo, pero hay tantas cosas que deberían serlo y no lo son. Pero ¿por qué perdemos el tiempo hablando de todo esto, habiendo tantas cosas que hacer? Debes de estar muy ocupada.
Tenía, efectivamente, muchas cosas que hacer, pero aquella conversación había despertado mis recuerdos dormidos. Me miré las manos, muy blancas y finas. Los largos dedos ahusados parecían finos, pero poseían una enorme fuerza. Los miré sonriendo. Eran lo más hermoso de mi persona.
Así pasó el tiempo.
Llegó la víspera de la boda. Todo estaba a punto. Mi padre ya se encontraba en Humberston y aquella noche durmió en uno de los pequeños dormitorios que se abrían al pasillo. Ellen y su familia ocupaban otras dos habitaciones. La rectoría estaba llena a rebosar y, al otro lado del cementerio, Aubrey dormía en El Jabalí Negro.
Me fui a la cama y tuve la pesadilla… La pesadilla que me hizo despertar sobresaltada, preguntándome cuál pudo ser el motivo que la desencadenara.