Mi decisión fue tan repentina que no tuve tiempo de advertirles de mi llegada. Pensé que, en el futuro, podría mandar a Joe que acudiera a recogerme con mi coche y me llevara a donde quisiera. Experimentaba una agradable sensación de libertad que jamás había conocido.
Dejé el equipaje en la estación para recogerlo más tarde y me dirigí a la casa en un coche de alquiler.
Polly me abrió la puerta y me miró asombrada. Su sonrisa de placer me reconfortó el corazón.
—Vaya, es la señora —exclamó—. Jane, ven aquí, ha venido la señora.
Las abracé a las dos con afecto y sonreí para mis adentros, pensando en lo que hubiera dicho tía Grace de haberme visto comportarme de aquel modo con las criadas. Sin embargo, yo quería que en mi casa reinara la familiaridad.
—He venido para quedarme —les dije—. He dejado el monasterio… para siempre.
Ambas me miraron en medio de un silencio sobrecogedor. Al fin, Polly dijo:
—Yo sé lo que necesita: una estupenda taza de té.
En realidad, no necesitaba nada pero, cuando me sirvieron el té, les dije que trajeran otras dos tazas y se sentaran conmigo. Su presencia me reconfortaba.
Les conté lo ocurrido, la muerte de Julian y mi decisión de abandonar a mi esposo. Ellas me escucharon con inequívoca simpatía. Como es lógico, no les conté lo del templo.
—Jane, Polly —añadí—, quiero empezar una nueva vida, y vosotras me ayudaréis.
—Estamos dispuestas a ayudarla en todo, ¿verdad, Polly?
Polly me aseguró solemnemente que sí.
—Quiero romper por completo con mi vida anterior. Quiero olvidarlo todo. Jamás olvidaré a mi hijo, pero… hay otras cosas.
Me sorprendió la discreción de las criadas, las cuales me dejaron hablar sin hacerme ninguna pregunta.
—Quiero ser una persona enteramente distinta. Ya no soy la señora St. Clare. Quiero olvidar que lo fui.
Las dos mujeres asintieron. En pocas palabras, les hice comprender que mi matrimonio me resultaba insoportable.
—Voy a recuperar el nombre que tenía antes de casarme. A partir de ahora, seré la señorita Pleydell. —Las criadas volvieron a asentir con la cabeza—. Ni siquiera me llamaré Susanna, sino Anna —añadí.
La idea se me ocurrió en el tren. Volví a oír la voz de mi aya al cabo de los años. Una vez, ella me dijo: «Hay dos personas en ti, Susan y Anna. Susan es la que tiene buen carácter, quiere vivir en paz y acepta las cosas tal como son. Pero Anna es la más fuerte. Consigue lo que se propone y no se conforma con otra cosa».
Estaba en lo cierto. Yo tenía una doble personalidad y ahora necesitaba toda la fuerza, resistencia y determinación de que fuera capaz.
Anna Pleydell ya parecía, de entrada, una mujer distinta de Susanna St. Clare.
—Por consiguiente, me vais a llamar señorita Pleydell. Os será muy fácil.
—Bueno, puesto que ya servimos al coronel Pleydell, no tendrá nada de extraño que ahora sirvamos a su hija, la señorita Pleydell —dijo Jane.
—Ya sabéis lo mucho que amaba a mi padre… y a mi hijo.
Jane se mordió el labio y Polly apartó el rostro para disimular las lágrimas que asomaron a sus ojos.
—Nunca los olvidaré… —dije con la voz quebrada por la emoción mientras las lágrimas brotaban súbitamente de mis ojos.
Era la primera vez que lloraba desde el comienzo de mi tragedia. Lloré con desconsuelo y Jane y Polly lo hicieron también.
Jane fue la primera en sobreponerse. Preparó el té y me lo sirvió.
—Aquí tiene —me dijo—. Con eso no podremos llevar a los cerdos al mercado, ¿verdad?, tal como dijo el granjero cuando perdió la rueda del carro y los caballos se le escaparon.
Polly me miró y sonrió tristemente.
—No —contesté yo—, pero tenemos que ser prácticas. He de decidir lo que voy a hacer. Todavía no lo sé. Los planes no vendrán por sí solos. Sólo sé que aquí estaré mejor que en ninguna otra parte, aunque habrá muchas cosas que me recordarán a mi padre.
—Era un hombre muy bueno y siempre fue amable con nosotras —dijo Jane.
—Era de los que sólo hay uno en un millón —añadió Polly.
—La cuidaremos muy bien, señora… digo, señorita Pleydell. Cuesta un poco acostumbrarse al principio, pero ya lo conseguiremos.
—Voy a ponerle el calentador en la cama, señorita Pleydell —dijo Polly.
—Más te vale —añadió Jane—. Hemos tenido unos días muy húmedos últimamente. La humedad penetra por todas partes.
Comprendí que mi decisión había sido acertada. Más tarde me fui a las cuadras para ver a Joe que ya se había enterado de la noticia.
—Me alegro de volver a verla, señorita Pleydell —me dijo, guiñándome el ojo para que advirtiera que ya había asimilado las instrucciones de Jane y Polly—. Los carruajes son para circular por la calle, no para estarse quietos. Eso no les gusta. Son muy caprichosos. Si lo sabré yo, que me pasé tantos años cubriendo el trayecto de Londres a Bath.
Observé que me miraba con simpatía. Sin duda, Jane y Polly le habrían contado lo ocurrido. Todos querían mucho a mi padre y a Julian y compartían mi dolor mucho más que cualquier persona del monasterio.
«Sí —pensé—, creo que podré empezar una nueva vida».
No fue fácil. Cuando desperté por la mañana, una profunda depresión se apoderó de mí. Había soñado con Julian. «¿Qué hago aquí? —me pregunté—. ¿Qué posibilidades tengo de empezar una nueva vida? ¿Qué importa el lugar donde viva? La pérdida es la misma, tanto si vivo aquí como en el monasterio».
Jane entró trayendo una taza de chocolate caliente. Me preguntó qué me apetecía para desayunar.
—Nada, Jane, gracias.
—¿Le ha parecido cómoda la cama? —inquirió, sacudiendo la cabeza—. ¿Ha pasado una buena noche?
—La cama es muy cómoda y, cuando duermo, sueño.
—Bueno, pues, bébase el chocolate, que eso alimenta mucho.
Jane se quedó allí, dándome a entender que no se movería hasta que me lo hubiera bebido. Me recordaba, en cierto modo, a mi aya. Pensaba mucho en ella últimamente. Ella sabía algo de aquel doctor Demonio. Ojalá me lo hubiera contado.
Me bebí el chocolate para complacer a Jane y luego permanecí tendida en la cama, preguntándome qué iba a hacer cuando me levantara. Hubiera tenido que salir a dar un paseo para complacer a Joe. «A los carruajes no les gusta estarse quietos», decía éste.
Quería enviarle a recoger mi equipaje a la estación para distraerme deshaciéndolo. ¿Por qué pensé que en Londres todo iba a ser distinto?
Los días transcurrían lentamente. Salía de vez en cuando a pasear por las calles de Londres para dar gusto a Joe. Hacía alguna que otra compra y Polly y Jane se esmeraban en prepararme exquisitos platos que yo me limitaba a picotear un poco como si fuera un pájaro, decía Jane haciendo un mohín de disgusto.
—Se está quedando usted en los puros huesos —me dijo Joe—. Conviene que los recubra con un poco de carne, señorita Pleydell. Los huesos no sirven para mucho sin ella.
—Estoy bien, Joe —le contesté.
—Perdóneme que se lo diga, señorita Pleydell, pero no es cierto —replicó él.
Pensé que lo habría comentado con Polly y Jane. Los tres estaban muy preocupados por mí.
Ignoro cuánto tiempo me hubiera pasado en aquel estado de letargo de no haber sido por un accidente que me ocurrió en Oxford Street, a través del cual trabé conocimiento con Lily Craddock.
De vez en cuando salía a comprar alguna chuchería para la casa y me gustaba adquirir algún regalito para Jane y Polly, a quienes tanto debía. Nuestras relaciones no eran las propias de señora y criadas. En la casa se respiraba el mismo ambiente familiar que cuando vivía mi padre, intensificado tal vez por las circunstancias. Ellas apreciaban y hacían suyas mis angustias y yo sabía que todos estaban preocupados por mi salud. Aubrey hubiera dicho que se preocupaban por su futuro y no por el mío, puesto que, si yo enfermara y muriera, ¿qué sería de ellos? Sin embargo, yo estaba segura de que me tenían afecto. Joe me había llevado a una de mis pequeñas expediciones de compras y, al salir de la tienda donde había adquirido unos guantes, nos adentramos en el intenso tráfico de Oxford Street, cuando Joe detuvo bruscamente el coche. Miré a través de la ventanilla y vi que la gente se arremolinaba a nuestro alrededor. Joe bajó del pescante y yo me apeé del vehículo. Entonces vi que, en medio de la calzada, yacía una chica con el rostro ensangrentado.
—Cruzó inesperadamente la calzada… y cayó bajo los cascos de los caballos sin que yo pudiera evitarlo. No tuve tiempo de frenar —me dijo Joe.
Me arrodillé junto a la muchacha.
Era muy bonita y tenía una preciosa mata de rizado cabello rubio; sus ojos azules me miraban con expresión suplicante.
A continuación apoyé una mano en su frente; ella cerró los ojos y pareció tranquilizarse.
—Pero ¿qué haces, Joe? —preguntó el cochero de otro vehículo que pasaba—. Será mejor que la lleves al hospital enseguida.
Pensé que era una buena idea.
Un policía se abría paso entre la muchedumbre. Le expliqué que la chica había cruzado la calle y que había caído bajo los cascos de nuestros caballos.
—Me gustaría llevarla al hospital —añadí.
El agente contestó que era lo mejor que se podía hacer. Un instinto especial me indujo a asumir el mando de la situación.
—Tenemos que comprobar que no se ha roto ningún hueso —dije—. En caso contrario, necesitaríamos una camilla.
—¿Puede usted levantarse, señorita? —le preguntó el policía.
—Déjeme a mí —dije yo, arrodillándome junto a la joven.
Ésta me miró y comprendí que confiaba en mí, lo cual me llenó de alegría. De repente, me sentía capaz de hacer algo por ella.
—La hemos atropellado —le expliqué—. Tenemos que ver si se ha roto algo. ¿Me permite que vea lo que puedo hacer?
Le toqué las piernas y no se quejó. Entonces pensé que, si se podía levantar, no habría fractura. La ayudé a incorporarse y ella se levantó sin dificultad. Estaba claro que no se había roto ningún hueso.
—La llevaremos al hospital —le expliqué. La muchacha me miró alarmada, pero yo la tranquilicé diciendo—: Veremos qué nos dicen.
El policía asintió en señal de aprobación y juntos ayudamos a la chica a subir al coche.
—El St. David no está muy lejos —dijo el policía, y añadió que nos iba a acompañar.
La chica se acomodó entre el agente y yo. Observé que se apartaba del policía y entonces la rodeé con un brazo y la atraje hacia mí. Estaba muy tranquila porque no creía que el daño fuera muy grave.
Le pregunté cómo se llamaba y me contestó que Lily Craddock. Yo le facilité mi nombre y dirección, pero dudaba mucho de que se encontrara en condiciones de recordarlo.
Llegamos frente a un alto edificio de paredes grisáceas.
—Creo que será mejor que la acompañe yo, señorita —dijo el policía.
La chica me miró con ojos suplicantes.
—Vendré esta tarde a ver cómo se encuentra —le dije. Ella esbozó una triste sonrisa de gratitud.
Durante el camino de vuelta, Joe se pasó el rato comentando el accidente.
—Es que no miran por dónde van. Cruzan de golpe entre los cabriolés, las calesas y los carros y se meten por todas partes. No sé qué manía les entra. Se empeñan en cruzar la calle aunque les vaya la vida en ello. En campo abierto es distinto, señorita Pleydell… Hay más espacio y los cascos de los caballos resuenan por el camino.
—Sí, eso debe de ser. Creo que se repondrá. Me parece que no ha sufrido ninguna lesión grave.
—Doy gracias al cielo. No quisiera tener un cadáver sobre mi conciencia. Después de pasarme tantos años conduciendo, no estaría nada bien. Aun así, la culpa hubiera sido de la chica.
—Pobrecilla. A lo mejor, estaba preocupada por algo. Tenía una cara muy agraciada.
—Con las chicas nunca se sabe, señorita Pleydell. Las más agraciadas son a menudo las peores.
Me reí de buena gana. No reía mucho últimamente porque la alegría había huido de mi vida.
Sin embargo, tenía que reconocer que, desde que la chica cayó bajo nuestro coche, no había pensado ni en Julian ni en mi padre. La desgracia de aquella pobre muchacha me había reportado una hora de olvido.
Cuando llegué a casa, Polly me dijo que ya era casi la hora del almuerzo.
—Lo sé —respondí—, es más tarde de lo que pensaba. Atropellamos a una chica en Oxford Street y la llevamos al hospital.
—¡Válgame Dios! —Exclamó Polly—. ¿Le hicieron mucho daño?
—No creo, pero se llevó un buen susto. Ya la examinarán en el hospital. La iré a ver esta tarde.
Ambas muchachas me miraron aterradas.
—No pensará usted ir a uno de estos sitios, señorita.
—¿Te refieres al hospital? Pues claro que iré. Quiero interesarme por la chica. Al fin y al cabo, la atropellé con mi coche.
—Seguramente, hizo lo que no debía. De otro modo, Joe jamás la hubiera atropellado.
—Es probable, pero eso no cambia las cosas. Tengo que ir a verla. Me siento responsable de lo ocurrido.
—Oh, señorita, no vaya usted al hospital.
—¿Por qué no?
—No es lugar adecuado para una persona como usted.
Las miré inquisitivamente y ellas adoptaron a su vez una curiosa expresión que siempre me hacía mucha gracia y con la que querían darme a entender que era una inocentona y no conocía las perversidades de la gran ciudad. Ellas habían nacido y se habían criado allí, eran más expertas que yo y conocían el paño.
—Los hospitales son unos sitios horribles, señorita —dijo Jane.
—Lo sé. La gente de allí está enferma o moribunda.
—Yo antes preferiría morir que ir allí. No permitas que me lleven, Poll, aunque esté a las puertas de la muerte.
—Tengo que ir a ver cómo se encuentra esa chica.
—Señorita, allí sólo va la escoria de la sociedad —dijo Polly—. Hubo un tiempo en que Jane y yo pensamos dedicarnos a enfermeras, ¿sabe? Habíamos cuidado durante muchos años a nuestra madre y teníamos cierta experiencia. Pero las enfermeras… están constantemente borrachas. Es lo más bajo que puede haber.
—Iré a ver a esa chica. Se llama Lily Craddock. Iré esta tarde y nada me impedirá hacerlo.
—Hay un poco de pescado para el almuerzo —dijo Jane, encogiéndose de hombros—. Es tan fresco que se le derretirá en la boca.
Me senté y ambas muchachas se apresuraron a servirme.
Me asombré de que pudiera comer un poco.
Nunca olvidaré mi visita al hospital. En cuanto entré, me asaltó un nauseabundo olor cuyo origen desconocía. Más tarde supe que procedía de la suciedad y de la falta de higiene.
Entré en una sala donde una desaliñada mujer dormitaba sentada junto a una mesa.
La sacudí por los hombros y le dije:
—He venido a visitar a Lily Craddock; ha ingresado esta mañana.
La mujer me miró sorprendida, como si viera en mí algo insólito. Después levantó el pulgar por encima del hombro y me indicó una puerta. La abrí y entré en una estancia.
¡Cuánta razón tenían Jane y Polly! El espectáculo era espantoso. La habitación era alargada y tenía varias ventanas, la mitad de ellas entabladas. El repugnante olor era allí más intenso que en el exterior. Había unas hileras de camas, unas cincuenta o sesenta, calculé, tan juntas que apenas quedaba sitio para pasar entre ellas. Pero lo que más me angustió fueron las personas que yacían en las camas. Algunas parecían cadáveres en distintas fases de descomposición: rostros blanco-amarillentos, cabellos sucios y desgreñados, sábanas llenas de mugre y excrementos. Algunos enfermos se incorporaron sobre los codos para mirarme. Deduje que la mayoría de ellos no se hallaban en condiciones de percatarse de nada.
Avancé por el pasillo central y pregunté en voz alta:
—¿Está aquí una tal señorita Lily Craddock?
Al fin la descubrí al fondo de la sala y me acerqué a ella.
—¡Señorita… es usted! —exclamó, mirándome aliviada—. No pensaba que viniera.
—Dije que lo haría.
Al mirarla, observé que era distinta de los restantes enfermos. Su rostro era casi saludable en comparación con los de los demás.
—No puede quedarse aquí —añadí—. La voy a sacar. La muchacha sacudió la cabeza.
—Sí —dije con firmeza—. Voy a llevarla a mi casa y la cuidaré hasta que se recupere.
Una expresión de asombro se dibujó en su rostro. En aquel momento, se acercó una mujer que parecía gozar de cierta autoridad.
—He venido para llevarme a esta joven —le dije.
—¿De veras? —preguntó, mirándome con insolencia de arriba abajo.
—Supongo que no habrá ninguna dificultad. La atropellé con mi coche que ahora nos aguarda fuera. ¿Quiere traerme su ropa, por favor?
—¿Quién es usted, señora? —preguntó la mujer, visiblemente intimidada por mi presencia.
—Soy la señorita Pleydell, hija del coronel Pleydell, del Ministerio de la Guerra. Tráigame la ropa de esta muchacha. Si no puede andar, la llevaremos en brazos hasta el carruaje. Mi cochero echará una mano en caso necesario.
—Yo… puedo andar —dijo Lily ansiosamente.
La mujer llamó a otra y le dijo:
—Esta joven se va. Necesitamos muchas camas. Algo relacionado con el Ministerio de la Guerra.
Me reía para mis adentros cuando, una vez Lily se hubo vestido —en la cama llevaba tan sólo la ropa interior—, la tomé del brazo y la acompañé hacia la puerta.
Joe nos ayudó a subir al coche.
Miré con inquietud a la chica mientras nos dirigíamos a casa.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunté.
—Mejor, señorita, gracias.
—De haberte quedado en aquel sitio, hubieras terminado muy mal —dije con expresión sombría.
Así entró Lily Craddock en mi vida y, a partir de aquel instante, todo empezó a cambiar.
*****
Mi existencia ya tenía un aliciente. Lo primero que hacía al despertar por la mañana era pensar en mi paciente. Comparada con los moribundos del hospital, la chica ofrecía un aspecto bastante saludable. Sin embargo, cuando estuvo en casa descubrí que estaba débil y desnutrida y que trataba desesperadamente de ganarse el sustento en un mundo que la asustaba y le era hostil.
El cuidado de la enferma ocupaba mis días. Planificaba sus comidas, la atendía y la mimaba, y el placer de verla mejorar progresivamente me compensaba de tantos esfuerzos.
—Creo que mi ángel de la guarda me arrojó bajo las ruedas de su coche —me dijo en cierta ocasión Lily—. Jamás hubiera creído que en el mundo existieran personas como usted. Cuando pienso en todo lo que ha hecho por mí…
Me conmoví hasta lo más hondo de mi ser y pensé para mis adentros: «Eso no es nada comparado con lo que tú haces por mí».
Mi desesperación y mi tristeza se esfumaron. Nunca dejaría de llorar a mis muertos, pero acababa de descubrir casi por milagro que mi vida no era completamente estéril. Podía hacer cosas meritorias.
—Me siento mejor cuando usted me acaricia la frente —me dijo Lily en cierta ocasión—. Usted tiene algo en las manos, señorita Pleydell.
Me las miré. Largos dedos ahusados, «dedos de artista», dijo alguien una vez. Sin embargo, yo no tenía ninguna habilidad artística… a menos que cuidar de los enfermos fuera un arte.
Me angustiaba el recuerdo de los enfermos del hospital y de las enfermeras que había visto, sucias, desaliñadas, descuidadas y apestando a ginebra. Estaba segura de que no atendían debidamente a los enfermos. La idea me parecía terrible, y me alegraba de haber sacado a Lily de allí.
En cuanto a mí, me veo obligada a decir que el hecho de atender a Lily me abría el apetito. Jane y Polly le preparaban platos especiales porque deseaban con toda su alma que se restableciera cuanto antes. A veces, yo sentía la tentación de probar aquellos platos, cosa de la que Jane y Polly se alegraban enormemente. Su mayor deseo era devolvernos la salud tanto a Lily Craddock como a mí.
A veces, me entristecía al pensar en mi hijito abandonado en mi ausencia, sin poder respirar y sin nadie que le atendiera hasta que, al fin, aquel perverso médico quiso hacer un experimento con él. Probablemente, sabía que lo que le administró no le iba a salvar la vida, pero quiso ver qué efecto producía.
Ignoro por qué razón establecí un nexo entre aquel médico y el abandono en que vivían los pacientes del hospital. Aquellas enfermeras sólo se preocupaban de sí mismas. Trabajaban en el hospital porque no servían para otra cosa, lo cual me parecía muy lamentable. Las personas dedicadas al cuidado de los enfermos hubieran tenido que sentir vocación para ello y recibir un adecuado adiestramiento. Sin embargo, lo único que deseaban aquellas mujeres era una vida cómoda y un seguro refugio. Y aquel médico tampoco pretendía otra cosa de la vida. Quería comprobar el efecto que ejercían sus drogas en las personas y no tenía el menor reparo en utilizarlas en sus perversos experimentos.
Recordé la historia de la infame madame de Brinvilliers, que vivió en el siglo XVII. Quería asesinar a las personas que se interponían en su camino pero, antes de envenenarlas, probaba los venenos en los pacientes del hospital para observar el efecto que producían y cerciorarse de que podía utilizarlos sin ser descubierta. Los hospitales de aquel entonces debían de parecerse al que yo había visto. Me imaginé a aquella mujer visitando y cuidando a los enfermos como un ángel y llevándoles comida aderezada con veneno. Aquel médico era un caso parecido, con el agravante de que, siendo médico, tenía más oportunidades que ella de poner en práctica sus métodos asesinos.
Sentía el ardiente deseo de hacer algo. Había cambiado y era como si hubiera vuelto a nacer. Mi vida tenía un objetivo. Había experimentado algo parecido a una revelación divina, y Lily Craddock me la había hecho comprender con toda claridad. Mi aya me había dicho un día: «Tienes manos sanadoras. Eso es un don y los dioses no miran con buenos ojos a los que no utilizan los clones que ellos les otorgan».
¿Poseía yo un don especial? Sí, el de salvar vidas. El sufrimiento de los enfermos del hospital me conmovió profundamente. Me sentía inútil. ¿Qué podía hacer yo? Mi propio hijo no recibió la debida atención. ¡Lo asesinaron! La palabra era muy dura pero, si hubieran avisado a tiempo al doctor Calliber, quizás éste le hubiera salvado. En su lugar, Aubrey llevó junto al lecho de mi hijo a su diabólico amigo, el cual le administró una droga que le mató.
Aunque el hecho de que se tratara de mi hijo me indujera a ser un poco irracional, estaba firmemente convencida de que hubieran podido salvar la vida del niño y no lo hicieron. Quería localizar a aquel médico y enfrentarme con él. Quería impedir que provocara la muerte de otras personas mediante sus diabólicos experimentos.
Había dado un gigantesco paso hacia delante. Mi vida tenía un objetivo y yo procuraría cobrar fuerzas para que, a su debido tiempo, se me revelara el camino que tenía que seguir.
Entretanto, mi mayor placer era atender a Lily Craddock para que recuperara cuanto antes la salud.
La chica llevaba en casa dos semanas y había mejorado mucho pero, a partir de determinado momento, la tristeza se apoderó de ella y los progresos ya no fueron tan visibles.
Jane y Polly descubrieron la razón de ello.
—¿Sabe una cosa, señorita Pleydell? Esta chica está preocupada.
—Pues no tiene por qué.
—Verá, es que está mejorando y yo creo que le gustaba ser una inválida. Ahora piensa: ¿Qué voy a hacer cuando salga de aquí?
—¿Crees que está inquieta por su futuro?
—Me parece que sí.
—Comprendo —dije.
Por mi parte, llevaba algún tiempo pensando en el futuro de Lily.
Sabíamos que era costurera y que a duras penas ganaba para vivir. Hacía dos años que había llegado del campo. Pertenecía a una familia numerosa y los tiempos eran difíciles, por cuyo motivo tuvo que abandonar el círculo familiar e irse a ganar la vida por su cuenta. Había hecho de criada, pero no le gustó. Entonces se trasladó a Londres, pensando que allí podría ganar dinero trabajando de costurera para los ricos.
Era evidente que jamás lo iba a conseguir.
Les expliqué mis propósitos a Jane y Polly.
—Yo no soy rica —les dije—, pero mi padre me dejó lo suficiente como para vivir sin estrecheces, siempre que no cometa extravagancias. Podría ofrecerle a Lily un trabajo en la casa. Os podría ayudar a vosotras… Tal vez cosiendo la ropa y haciendo la compra.
—La compra no —me interrumpió Jane—. No tiene astucia y le tomarían el pelo. Enviarla al mercado con el dinero del ama sería como meter a un mártir en la fosa de los leones. Y ella no es Daniel.
—En tal caso, será mejor que la compra la hagáis vosotras —dije, riéndome de buena gana—. Pero yo podría pagarle a Lily un pequeño salario y, por lo menos, estaría bien alimentada y tendría una casa.
—Es usted igualita que su padre, señorita —dijo Polly—. No se preocupe. Nosotras no sabíamos cómo pedirle que la chica se quedara en casa.
Cuando le hice esa sugerencia a Lily, ésta se alegró tanto que, a partir de aquel momento, se produjo en ella un cambio espectacular y desaparecieron como por ensalmo su inquietud y su desazón.
«Soy casi feliz», pensé.
Por las tardes, solía sentarme a conversar con las criadas, las cuales empezaron a contarme, poco a poco, cómo eran sus vidas antes de venir a trabajar en mi casa. Jane y Polly habían tenido una infancia muy desdichada. Su padre era un matón y un borracho que las tenía totalmente atemorizadas.
—Pegaba a mamá por un quítame allá esas pajas —dijo Jane—. Entraba en casa hecho una furia y empezaba el jaleo. Polly y yo nos escondíamos debajo de la escalera… Y una vez salimos de nuestro escondrijo para evitar que siguiera golpeando a nuestra madre y entonces empezó a pegarnos a nosotras. Una vez te rompió una muñeca, ¿verdad, Polly?
—Nunca la he tenido del todo bien desde entonces —dijo Polly—. A poco que llueva, me empieza a doler. Creo que, al fin, hubiéramos tenido el valor de matarle. Menos mal que un día se cayó por la escalera y se mató antes de que nosotras lo hiciéramos por nuestra cuenta.
—Qué historia tan terrible —dije yo—. Me alegro de que la bebida y la escalera acabaran con él y vosotras no tuvierais que hacerlo.
—Yo hubiera sido muy capaz —exclamó Jane con los ojos brillantes de cólera—. Hay seres que no merecen vivir en este mundo.
Cerré los ojos y vi al misterioso doctor Demonio con sus cuernos y sus pezuñas. Jane tenía razón. Semejantes personas no merecían vivir.
—Lanzamos un suspiro de alivio cuando se fue —dijo Polly—. Mamá fregaba escaleras y, cuando nosotras fuimos lo bastante mayores, nos dedicamos a hacer recados o faenas de limpieza en las casas. A veces, pasábamos hambre, pero no nos importaba demasiado porque nos habíamos librado de él. Luego, murió mamá y nos quedamos solas en el mundo. La cuidamos muy bien, ¿verdad, Jane? Creo que nuestro padre la destrozó, porque nunca tuvo mucha salud. Nos lo estropeó todo cuando éramos pequeñas, ¿verdad, Jane?
—Mira —dijo Jane, asintiendo con la cabeza—, lo que ocurre es que te casas con ellos, tal como hizo mamá, y te parecen adecuados, de lo contrario nadie sería tan tonta como para hacerlo. Y, después de la boda, los ves tal y como son en realidad.
Polly le dirigió a su hermana una mirada de advertencia que yo intercepté. Comprendí a qué se refería. Yo también había contraído un matrimonio desastroso del que acababa de escapar.
Al oír aquellos comentarios, Lily, que ya se sentía una de nosotras, decidió contarnos su historia.
—Nosotros éramos diez hermanos —dijo—. Yo era la sexta y solía cuidar a los más pequeños. Íbamos a espigar cuando llegaba el tiempo de la siega. Y, a veces, recogíamos fruta y recolectábamos patatas. Teníamos que ganarnos la vida como pudiéramos y, a los doce años, me fui a servir.
—¿Y no te gustó? —le pregunté.
—Al principio, sí. Pero había un hijo en la casa, ¿sabe? Hablaba conmigo en la escalera y entraba en la cocina cuando yo estaba sola. A mí me parecía muy simpático. Después empezó a llamarme con la campanilla desde su dormitorio. Hasta que… no puede usted imaginarse el susto que me llevé. No sabía qué hacer. Quería escapar, pero no sabía adónde. Luego, un día entró la señora, nos vio y me echó de la casa. Fue horrible. Me echaron a la calle con lo puesto. Nadie creyó que yo era inocente.
—¡Los hombres! —exclamó Jane—. Los malos son una desgracia.
—Habría que hervirlos en aceite, cortarlos a trocitos y dárselos a comer a los burros —añadió Polly.
—Entonces me vine a Londres. Había una chica en el pueblo que deseaba venir. Decía que las calles estaban pavimentadas con oro y que bastaba con agacharse a recogerlo. Nos fuimos juntas en un carro que iba a Londres. Llegamos a una posada donde nos ofrecieron cama a cambio de que trabajáramos para ellos. Estuvimos tres días. Había allí una señora que se había desgarrado el vestido. Yo se lo cosí y me dijo que tenía muy buenas manos. Me pagó muy bien y me aconsejó que trabajara como costurera. Pensé que era una buena idea. Encontré una habitación que era más bien una especie de alacena y recorrí los talleres de los sastres en busca de trabajo. Me daban camisas, chaquetas y chalecos de hombre para que hiciera los ojales y cosiera los botones. Eso me gustaba más que fregar, pero tenía que trabajar muchas horas para poder vivir. Y las prendas pesaban mucho. Tenía que irlas a recoger y volverlas a llevar. Mi amiga desapareció. No sé qué fue de ella. Dijo que había medios más cómodos de ganarse la vida. Era una chica muy vivaracha y los hombres se fijaban en ella. Me parece que ya sé a qué se refería.
—¿Y qué hacías cuando te encontramos? —le pregunté.
—No miraba por dónde iba. Estaba totalmente trastornada. Volvía del taller del sastre donde acababa de entregar un montón de chalecos. Me había pasado toda la noche haciendo ojales y cosiendo botones porque necesitaba el dinero. Era un taller horrendo, sucio y oscuro. Había visto a aquel hombre otras veces, pero no era el que me solía pagar el trabajo. No me gustaba su aspecto. Tenía la cara grasienta y peluda y estaba muy gordo. «Hola, Ricitos de Oro, supongo que has venido a cobrar», me dijo. Había entregado doce chalecos, y eso es mucha cantidad. Contesté: «Si, señor. Hay una docena». «Muy bien», replicó, «pero primero nos daremos un beso». Yo me asusté mucho y recordé mi primer trabajo como criada. «No», grité. Entonces él se enfadó, arrojó los chalecos sobre el mostrador y empezó a arrancar los botones. «No lo haga», le supliqué. «Lárgate. Aquí no pagamos estas chapuzas», dijo. «Pero si lo ha hecho usted». «Lárgate con viento fresco, ramera. De lo contrario, llamo a la policía», contestó. Me asusté tanto que salí corriendo a la calle. No sabía ni por dónde iba y, de repente, me encontré bajo los cascos de los caballos.
La escuché enfurecida. ¡Pobre muchacha! Cómo la habían tratado. No era extraño que le tuviera miedo a la vida.
Miré a Jane y Polly y comprobé que compartían mi emoción.
—Eso ya nunca te volverá a ocurrir, Lily —le dije con firmeza.
Ella me tomó una mano y la besó, mirándome con expresión inquisitiva. «Tengo que hacer algo», pensé. No sabía qué, pero tenía que averiguarlo. El destino la condujo hasta mí y yo había recuperado la voluntad de vivir. Tenía que cumplir un deber: ayudar a las personas como Lily Craddock.
Había mucha gente mala en el mundo. Hombres y mujeres que explotaban a las personas pero, sobre todo, hombres que explotaban a las mujeres en su propio beneficio. Me imaginaba, como si los viera, al joven que había intentado seducir a Lily y al perverso sujeto de la sastrería. La encarnación de todos ellos era aquel médico, el doctor Demonio, el responsable de la ruina de mi marido y de la muerte de mi hijo.
Acababa de tomar una decisión. Buscaría a aquel médico y le denunciaría ante el mundo por sus manejos.
Aquel propósito me daba ánimos para seguir viviendo, lo cual me era muy necesario.
*****
Lily se instaló en la casa sin ninguna dificultad. Revisaba los armarios y remendaba todo lo que precisaba de remiendos. Encontró unas sábanas que nos disponíamos a tirar y afirmó, indignada, que se podían arreglar. Trabajaba con entusiasmo en su deseo de ser útil. Ignoraba el bien que me había hecho, pero Jane y Polly sí lo sabían y se mostraban indulgentes con ella, comprendiendo que era una pobre muchacha del campo que nunca había tenido la ventaja de criarse en la gran metrópoli.
Quería confeccionarme un vestido de terciopelo verde esmeralda. Vio la tela en una tienda y me convenció para que la comprara.
—Con su melena pelirroja y esos ojos verdes que tiene, señorita Pleydell, es justo lo que necesita. Ya verá qué vestido le voy a hacer —añadió, exhalando un suspiro de felicidad.
Compré la tela para complacerla. Aún no había llegado a la fase de total desinterés por la ropa.
Un día, cuando regresé a casa tras un breve recorrido por las tiendas, me dijeron que una dama y un caballero me aguardaban en el salón. Habían llegado hacía diez minutos y, al decirles Jane que no tardaría en volver, decidieron esperarme.
—Dicen que son el señor y la señora St. Clare —me explicó Jane.
Me quedé perpleja.
Entré en el salón y vi a Amelia con un hombre al que inmediatamente reconocí. Amelia corrió a abrazarme. Estaba muy rejuvenecida.
—Oh, Susanna, cuánto me alegro de verte —exclamó—. Tengo una noticia para ti.
Extendió la mano y Jack St. Clare la tomó en la suya.
—¿Os habéis… casado?
Amelia asintió en silencio.
—Cuánto me alegro.
—Éramos amigos desde hacía mucho tiempo. Nos pareció una tontería esperar.
—Lo veía venir —dije—. Tus cartas te traicionaban.
Les felicité a los dos y me alegré muy sinceramente de su boda. Quería mucho a Amelia. Era una de esas mujeres que necesitan tener a un marido al lado. Esperaba que tuviera hijos y que esta vez no ocurriera ningún percance. Sin embargo, no podía soportar la idea de los niños. Cuando les veía jugar en el parque, me sentía abrumada por el dolor… o la cólera.
Les ofrecí tomar algo. ¿Qué tal un café, un té o una copita de vino?
—Ahora no, gracias —contestó Amelia—. Sólo he venido para decirte que estamos en Londres.
—¿Por cuánto tiempo?
—Sólo una semana. Nos alojamos en casa de mis padres.
—¿Están contentos de tu boda?
—Están encantados. Quiero venir a hablar contigo. Tengo muchas cosas que contarte. ¿Podría venir mañana? Jack tiene que resolver unos asuntos.
—No faltaba más.
Al día siguiente, Amelia vino a tomar el té.
Una vez a solas conmigo, me dijo:
—Espero que no te molestará mi inesperada visita. Sé que deseas alejarte de todo aquello por completo, pero confío en que no me incluyas a mí.
—Desde luego que no.
—Ya sé que has recuperado tu nombre de soltera. Se lo he dicho a Jack y lo comprende perfectamente. Te llamaré señorita Pleydell.
—Y también Anna… Es la segunda parte de mi nombre de pila. Quiero ser una persona distinta.
—Lo recordaré. A veces, me reprocho no haberte advertido antes de que te casaras con él. Stephen pensaba que tú podrías salvarle. Quería muchísimo a su hermano. Cuando te conoció, pensó que tú serías la mujer adecuada. Dijo que serías fuerte y le ayudarías a recuperar el juicio. Pero yo estaba segura de que no tardarías mucho en averiguar la verdad.
—¿Tú crees que yo hubiera podido hacer algo, tal como pensaba Stephen?
—Puede que hubiera habido una remota posibilidad —contestó Amelia, sacudiendo la cabeza—. Pero comprendí que, después de la muerte del niño, no podías quedarte en la casa.
Vacilé un instante, dominada por el recuerdo de mi precioso hijito.
—Mira —dije tartamudeando—, yo dejé a un niño sano y, al volver, me lo encontré… muerto.
—Lo sé, lo sé —dijo Amelia. Y era cierto porque ella también había perdido a sus hijos—. Mira, su afición a la droga la adquirió de muy joven. Leyó aquellos libros y se sintió fascinado por aquel hombre.
—¿El doctor Damien?
—Le dije a Stephen que todo empezó por su causa, pero él no quería creerlo. Aquel hombre era amigo suyo y Stephen le tenía mucho aprecio. Estaba convencido de que todas sus investigaciones eran en beneficio de la humanidad. Yo jamás lo creí. En sus libros se adivinaba cuál era su verdadera naturaleza. Todas aquellas descripciones eróticas demostraban que eso era lo único que perseguía.
Aubrey le conoció en el monasterio y se entusiasmó con él. Damien tiene una especie de poder hipnótico. Poco después de su encuentro con él, Aubrey empezó a consumir drogas.
—Estoy segura de que este hombre ha desempeñado un papel diabólico en nuestras vidas —dije—. Pero un día será conducido ante la justicia, no te quepa duda.
Tras una pausa, Amelia me preguntó:
—Susanna… Mejor dicho, Anna… Tengo que acordarme… ¿Qué piensas hacer?
—Vivir aquí hasta que se me ocurra algún plan.
—Debe de ser difícil vivir como soltera, teniendo un marido del que estás separada.
—No hay razón para que eso me afecte. Tengo esta casa que había alquilado mi padre. Casi todo lo que él poseía lo he heredado yo y me siento muy a gusto aquí.
—Tienes unas criadas muy simpáticas… ¿Son hermanas?
—Sí. Ya estaban con mi padre y ahora están conmigo. Después tengo un cochero y otra chica que es costurera.
—¡Costurera! ¿Tienes contratada permanentemente a una costurera?
—Se ocupa, además, de otros menesteres. La conocí en circunstancias un tanto insólitas.
Le conté la historia y Amelia me escuchó con mucho interés.
—Fui al hospital y la traje aquí —terminé diciendo—. Fue una horrible experiencia que jamás podré olvidar. No me quito de la cabeza todas aquellas camas y aquellas pobres criaturas moribundas, sucias y faltas de atención. No puedo soportar la idea. Hay que hacer algo —añadí mientras Amelia asentía en silencio.
—Bueno, por lo menos te llevaste a la chica y ahora tiene una buena casa. Por cierto, mis padres han organizado una cena familiar a la que sólo asistiremos nosotros. Quieren que vayas tú también. —Vacilé un instante—. Conocen todas las circunstancias y lo comprenden. No será necesario decir nada. Serás sencillamente la señorita Pleydell. Tienes que salir de vez en cuando. No creo que lo hagas muy a menudo, ¿verdad?
—Es lo que menos me apetece —contesté, sacudiendo la cabeza—. Quiero estar sola. Me cuidan bien. Jane y Polly harían cualquier cosa por mí… Y también Lily Craddock y mi cochero Joe.
—Estar con nosotros te distraerá. Te suplico que vengas.
Al fin, accedí, no sin experimentar cierto recelo.
La servidumbre se alegró mucho al saber que pensaba asistir a una cena. Estoy segura de que en la cocina todo el mundo pensó que eso me sentaría bien.
Lily dijo que así tendría ocasión de lucir el vestido de terciopelo verde que ella me había confeccionado. Había añadido a sus funciones la de doncella personal y debo confesar que la desempeñaba a mi entera satisfacción. Tenía un buen gusto innato y me profesaba una admiración que incluso me turbaba un poco.
Joe se alegró también de llevarme a la residencia de sir Henry y lady Carberry, a dos pasos del parque.
—Para eso son los carruajes —comentó muy ufano.
Yo estaba mucho menos entusiasmada que ellos, pese a que mis anfitriones conocían mi historia y no habría peligro de que me formularan preguntas embarazosas. Aun así, todo ello traía a mi mente unos recuerdos que yo quería olvidar.
Fui cordialmente recibida por Amelia, su marido y sus padres.
—No estamos solos —me explicó lady Carberry—. Henrietta y su prometido nos visitaron esta mañana y mamá les invitó a la cena —dijo Amelia en tono de disculpa—. Creo que ya conoces a Henrietta.
La vi acercarse a mí. La recordaba muy bien. Era la atractiva joven que conocí en el monasterio antes de mi boda.
—La honorable Henrietta Marlington y su prometido, lord Carlton —dijo lady Carberry.
El prometido me sorprendió. Era un poco más bajo que Henrietta, la cual tenía más o menos mi estatura, y debía de llevarle por lo menos veinte años. Me decepcionó la elección de la vibrante Henrietta.
—La señorita Anna Pleydell —intervino Amelia, presentándome.
—Ah… Ya nos conocíamos de antes —contestó Henrietta, abriendo mucho sus expresivos ojos—. Yo pensaba que…
—La señorita Pleydell vive ahora en Londres —la interrumpió Amelia con firmeza—. En la casa que su padre alquiló al regresar de la India. Es muy cómoda.
La honorable Henrietta parecía dispuesta a seguir con el tema de nuestro anterior encuentro. Me recordaba como a la prometida de Aubrey y se estaría preguntando qué habría sucedido. Pensé que era una persona impulsiva que hablaba sin detenerse primero a reflexionar. Sin embargo, Amelia consiguió transmitirle la idea de que no convenía hacer preguntas. La presencia de Henrietta en la casa le debía parecer de lo más inoportuna.
En la mesa, me sentaron frente a Henrietta. Hablamos de la India. Lord Carlton la conocía muy bien e incluso tuvo ocasión de conocer a mi padre. La conversación fue muy animada y yo participé en ella con entusiasmo. Después comentamos la Gran Exposición abierta al público entre mayo y octubre del año anterior y la destacada intervención que en ella tuvo el príncipe Alberto.
—La reina se alegra de que, al fin, la gente empiece a apreciarle —dijo lord Carlton.
—Pero el aprecio no durará mucho —añadió sir Henry—. Pronto le descubrirán algún defecto.
—Yo creo que el país va de mal en peor —terció lady Carberry—. Parece que lord Derby va a dimitir.
—Uno de los peores fallos es el funcionamiento de nuestros hospitales —dije yo impulsivamente.
Todo el mundo me miró con asombro.
—Supongo que una joven como usted no conocerá por experiencia estos lugares, ¿verdad? —preguntó lord Carlton.
—Cuéntales tu pequeña aventura, Anna —dijo Amelia.
Les conté los pormenores del accidente y del traslado de Lily al hospital para que comprendieran que podía hablar del asunto con cierto conocimiento de causa.
—Nunca hubiera podido imaginar un lugar semejante —les dije—. El olor era nauseabundo y los enfermos estaban completamente faltos de atención y cubiertos de mugre. ¡Y a eso le llaman hospital! Es una auténtica vergüenza. ¿Cómo se puede tolerar?
Tras una pausa, lord Carlton me dijo:
—Mi querida joven, es usted muy vehemente. Me recuerda a la hija de los Nightingale.
—Por cierto, ¿cómo está Fanny? —preguntó lady Carberry—. Hace un siglo que no la veo.
—Está muy preocupada por Florence. Lo mismo que su pobre esposo, creo. En cuanto a su hermana Partenope… está muy trastornada por lo que ellos llaman la obsesión de Florence.
Fue la primera vez que oí el nombre que, con el tiempo, iba a ser tan importante para mí.
—Lord Carlton, dígame por qué le recuerdo a la señorita Nightingale[1] —dije.
—Se le ha metido en la cabeza que tiene una misión que cumplir y que Dios la ha elegido para eso. Y, ¿a que no sabe usted qué es? ¡Quiere ser enfermera! Usted conoce a la familia, Henry. Es totalmente inaceptable. Una dama no puede convertirse en enfermera.
—Debe de tener unos treinta años —dijo sir Henry—. Ya sería hora de que se librara de estos caprichos.
Hace años que Florence hubiera debido librarse de ellos. Lo que ocurre es que es una cabezota. Aun así, W. E. N. está orgullosísimo de ella.
—¿Quién es W. E. N.? —pregunté.
—William Edward Nightingale, que tiene la desgracia de ser el padre de esta joven tan testaruda. No creo que nunca consigan apartarla de sus ideas. ¿Saben que incluso estuvo en no sé qué sitio de Alemania? Creo que se llama Kaiserwald.
—He oído hablar de eso —dijo lady Carberry—. Si no me equivoco, es una especie de institución benéfica. Creo que tienen una escuela para huérfanos que llevan unas monjas o diaconisas. Y también un hospital. Flo trabajó allí y parece que le gustó mucho.
—Sí, y eso que la trataron como a una criada. Al volver, comentó que jamás lo había pasado mejor.
—¡Y pensar en lo mucho que W. E. N. y Fanny han hecho por ella! Hubiera podido hacer una boda brillante.
—Quizá eso no le parecía lo mejor que puede ocurrirle a una mujer —terció Henrietta.
—¿En Alemania dice usted? —pregunté con emoción.
—Estoy segura de que fue en Alemania.
—Me gustaría conocer más detalles.
—Supongo que es una de estas instituciones benéficas que hoy surgen y mañana desaparecen. La gente se dedica a hacer el bien durante cierto tiempo, pero después se cansa.
—Pobre W. E. N. —dijo sir Henry—, él sólo quiere vivir en paz. Y lo único que quiere Fanny es casar bien a sus hijas. Son muy guapas las dos. Sobre todo, Florence.
—O sea que ella piensa que tiene que cumplir una misión —dije despacio mientras Henrietta me observaba con curiosidad.
—Debe de ser emocionante sentirse llamada. Algo así como el pequeño Samuel, ¿verdad? —comentó ésta—. ¿No es eso lo que le ocurrió?
—Bueno, pues tú también has sido llamada —contestó sir Henry—. Llamada al matrimonio tan pronto como saliste del cascarón.
Todo el mundo se echó a reír y me percaté de que lady Carberry ya estaba harta de las obsesiones de la señorita Nightingale y deseaba cambiar de tema.
Sin embargo, la semilla ya había sido plantada. Me sentía extrañamente nerviosa y experimentaba la impresión de que alguien me guiaba hacia alguna parte. Primero, mi encuentro con Lily Craddock y mi contacto con los horrores de aquellas instituciones llamadas hospitales; después, el despertar del letargo en que me había sumido mi tristeza y el enfrentamiento con la necesidad de seguir adelante, con independencia de lo que hubiera sucedido, y finalmente, la revelación de aquella noche.
Las ideas se arremolinaban en mi cerebro.
Joe estuvo muy locuaz durante el camino de vuelta y me contó sus aventuras en el trayecto de Londres a Bath. Sin embargo, apenas le escuché porque mis pensamientos estaban muy lejos. Le veía muy contento pues debía de pensar, al igual que Jane y Polly, que mi salida nocturna era un indicio de recuperación.
Al día siguiente, recibí una visita. Me sorprendí al ver en el salón a la honorable Henrietta Marlington.
—Espero que no le importe esta visita tan temprana —me dijo, tendiéndome las manos—. Necesitaba venir. Tenía que hablar con usted. No pude hacerlo anoche porque es un secreto. Bueno, en realidad, parece una indiscreción, pero no lo es en absoluto. —Al ver mi cara de asombro añadió—: Quiero que usted me ayude y creo que podrá hacerlo. Sé que me comprenderá.
—Si está en mi mano, la ayudaré.
—Me gustó lo que hizo por aquella chica y su interés por los hospitales.
—Cualquiera se interesaría si los viera.
—No creo. Pero usted se casó con Aubrey St. Clare, ¿verdad? No se preocupe, no diré una sola palabra. Necesito saberlo porque es importante para mí.
—¿Por qué?
—Verá, es como un ejemplo.
—No la comprendo.
—Permítame que se lo explique. ¿Puedo sentarme?
—No faltaría más. Perdone, pero me ha sorprendido su visita. ¿Le apetece tomar una taza de té?
—Crearía una mayor intimidad, ¿no le parece?
Hice sonar la campanilla y Jane se presentó inmediatamente en el salón.
—Nos apetece tomar un té, Jane —le dije.
—Muy bien, señora —contestó la muchacha.
Me hacía siempre mucha gracia su habilidad para asumir el papel de doncella modélica cuando la ocasión lo requería. En cuanto estábamos solas, nuestras relaciones no eran en absoluto las propias entre ama y criada.
—Es una casa muy agradable —comentó Henrietta cuando Jane se retiró.
—Sí, mi padre y yo la encontramos a nuestro regreso de la India.
—Supe de la muerte de su padre. Fue una pena.
—Y tan inesperada —dije—. Siempre es más duro de aceptar.
Henrietta asintió con la cabeza.
—Supongo que la casa tiene el tamaño adecuado para usted —dijo.
Sonreí. Mi visitante hacía comentarios intrascendentes en espera de que llegara el té y pudiéramos conversar a solas sin que nadie nos molestara.
Jane nos sirvió el té y se retiró discretamente.
—Se preguntará usted por qué he irrumpido en su casa de esta manera —dijo Henrietta—. No es un comportamiento muy convencional, ¿verdad? Pero es que yo tampoco lo soy, lo mismo que usted, según creo. Por eso he tenido el atrevimiento de venir.
—¿Qué le preocupa?
—Muchas cosas.
—¿Y piensa que yo puedo ayudarla?
—No conozco a nadie más que pudiera o quisiera hacerlo.
—Cuénteme de qué se trata.
—De mi boda. Lo he pensado detenidamente y no me apetece casarme.
—Pero ¿por qué cree usted que yo puedo ayudarla en eso?
—Creí que usted podría decirme qué debo hacer.
—Sólo se me ocurre aconsejarle que rompa el compromiso, cosa que sin duda usted sabrá hacer mucho mejor que yo.
—Déjeme que se lo explique. Todos desean que esta boda se celebre.
—Y lord Carlton más que nadie, supongo.
—No sólo él. También mi madre, mi padre y toda la familia. El clan de los Marlington es muy numeroso. Están en todas partes, son terriblemente pobres y tienen que llevar adelante el nombre de la familia, las fincas y demás. Me he pasado toda la vida oyendo hablar de la podredumbre de la madera y de los escarabajos de la techumbre. Yo aceptaba la situación hasta que me di cuenta de que todos confiaban en mí. «Henrietta hará una buena boda», decían. Me educaron con este propósito. Todo su dinero, muy escaso por cierto, lo invirtieron en mí. La mejor escuela del mundo donde me inicié en todas las artes. Bailo, canto, toco el piano pero, sobre todo, domino el arte de la conversación… No de la conversación seria, sino de la trivial y frívola, destinada a engatusar, halagar y adorar a los hombres que me rodean, siempre y cuando sus caudales sean dignos de que yo les preste atención.
—Creo que muchas jóvenes son educadas con estos mismos propósitos e ideales —dije sonriendo.
—¿Usted no lo fue?
—Yo no tuve una educación normal. Vivía en la India, ¿comprende? Y eso era muy distinto. Una vez en Inglaterra, me enviaron a un internado y pasaba las vacaciones con unos parientes en una rectoría rural, un ambiente muy humilde comparado con la sociedad en la que usted se mueve.
—¡Qué suerte tuvo usted, señorita Pleydell! Mi familia esperaba con ansia el momento de mi presentación en sociedad. No sé por qué razón pretendían que yo obrara el milagro.
—Es usted muy guapa.
—Si se me mira bien, no soy tan bonita como parezco —contestó Henrietta, haciendo una mueca.
—Pero tiene una enorme vitalidad. El atractivo no es tanto una cuestión de rasgos como de personalidad. En su escuela la prepararon muy bien. O, a lo mejor, no tuvieron que hacerlo porque usted poseía cualidades innatas.
—Estoy empezando a pensar que ojalá hubiera nacido bizca y pecosa.
—Por favor, no desprecie los dones que sus hadas buenas le otorgaron. Pueden serle útiles aunque algunas veces le causen problemas. Pero siga, se lo ruego.
—Bueno, pues, salí perfectamente preparada y ellos querían obtener muy buenos dividendos de su inversión. Hubo un joven que me gustaba mucho, de buena familia, pero falto de dinero… y me apartaron de él. Más adelante, apareció en escena Tom Carlton. Fue la respuesta a las plegarias ele mi familia. Es uno de los hombres más ricos del país. Hizo una fortuna y adquirió un título nobiliario. Necesitaba una esposa con buenos antecedentes aristocráticos y los Marlington se la podían proporcionar. Nuestra familia se remonta casi a Guillermo el Conquistador. Tenía que ser un matrimonio ideal. Dicen que es la unión perfecta de los millones de los Carlton y la sangre azul de los Marlington.
—Pero la única persona que no lo ve así es la futura esposa.
—Al principio, me pareció maravilloso —dijo Henrietta, asintiendo—. Tom estaba entusiasmado conmigo. Es un hombre sumamente generoso y yo me alegraba de no tener que oír hablar de las humedades y la madera podrida. Durante una semana, fui muy feliz. Estábamos a salvo y yo había salvado a toda la familia.
—Pero luego se dio usted cuenta de que el matrimonio es algo más que el orgullo familiar.
—Exactamente. Y, desde entonces, me he estado preguntando qué puedo hacer.
—¿Y por qué cree que yo puedo ayudarla a adoptar una decisión? Soy una desconocida para usted. Es la tercera vez que nos vemos. Sólo sé lo que me ha contado.
—He sido sincera con usted. ¿Lo será usted conmigo? Le juro que no contaré ni una sola palabra de lo que me diga.
Su estado de ánimo cambió en cuestión de segundos. Hacía apenas unos minutos, casi parecía el trágico cordero inmolado en el altar del orgullo familiar. Ahora brillaba en sus ojos la emoción propia de los conspiradores.
Me parecía una muchacha deliciosa y comprendía muy bien que el astuto lord Carlton hubiera sucumbido a su encanto consciente de que el cebo que había atraído a los Marlington era su fortuna.
—No quiero que se hable de mis asuntos —dije.
—Guardaré silencio, se lo juro.
—Muy bien, pues. Me casé con Aubrey St. Clare, pero el matrimonio no fue afortunado. Tuve un hijo y me quedé junto a mi marido por su causa. Cuando el niño murió, me fui.
—¿Se fue? Eso me parece un acto de valentía por su parte.
—No fue valentía. Sencillamente, no podía quedarme allí y decidí marcharme. Tuve suerte. Mi padre me dejó dinero suficiente para vivir desahogadamente aunque sin cometer extravagancias, y eso es lo que estoy haciendo.
—Yo también tengo ingresos propios. Mi familia piensa que es una miseria, pero a mí no me lo parece tanto… siempre y cuando no contrate a un ejército de criados y no quiera arreglar la humedad de las techumbres y las maderas podridas. ¿Qué haría usted en mi lugar?
—¿Qué puedo decirle? —contesté, encogiéndome de hombros—. No conozco los detalles. Tiene que haber otras cosas que usted no me ha contado.
—Creo que anoche fue una velada fatídica.
—¿De veras?
—Si, mi encuentro con usted… y oigo todos aquellos comentarios sobre Florence Nightingale. He conocido a los Nightingale. No a Florence, pero sí a su madre y su padre. No me fijé demasiado en ellos, pero estoy segura de que, si Florence hubiera estado presente, todo hubiera sido distinto. En cualquier caso, la conversación de anoche me hizo comprender que podía escapar de la trampa siempre y cuando tuviera el valor de personas como usted y la señorita Nightingale.
—¿Pretende acaso romper su compromiso?
Henrietta asintió en silencio.
—Si lo considera oportuno, debe hacerlo.
—Mire, al principio, sólo pensé en la alegría de mi familia, en lo contento que estaba Tom y en lo estupendo que sería no tener que preocuparse por lo que cuestan las cosas… Pero, después, pensé en todo lo que tendría que soportar. Él es muy simpático, pero a veces me mira de una forma que, francamente, señorita Pleydell, me asusta un poco, mejor dicho, mucho. Y además…
Acudió a mi mente el recuerdo de aquella noche en Venecia en que, al abrir los ojos, vi a Aubrey de pie junto a la cama. ¿Cómo se podían conocer los secretos deseos que anidaban en el corazón de las personas? Contemplé a aquella joven tan lozana y atractiva. Lo que me ocurrió a mí podía dejar una cicatriz para toda la vida. Modificar las perspectivas y ahogar los más sanos y naturales instintos.
Comprendí que Henrietta tenía que romper aquel compromiso en cuanto vi una sombra de terror en su hermoso rostro.
—Me sorprende que me exponga sus problemas. Apenas me conoce. Tiene que haber alguien más próximo a usted.
—¿Quién? ¿Mis padres? ¿Los amigos de mis padres? Todos piensan que es un partido fabuloso. Dicen que todas las chicas casaderas se mueren de envidia porque yo he conseguido el trofeo. Ya sabe usted cómo es la gente. Tom es muy respetado. Es un lord que se ganó él mismo el título, cosa que merece aplauso, aunque, como usted sabe, la gente tiene mejor opinión de los que lo heredan. Es amigo de personajes importantes como lord Derby, lord Aberdeen y lord Palmerston. El príncipe Alberto le tiene en gran estima porque aporta muchos negocios al país. Debería sentirme honrada y halagada y, sin embargo, tengo miedo.
—Es una cuestión que debe decidir usted.
—Yo sé lo que usted haría en mi caso. Rompería el compromiso. Es fuerte y la admiro. Abandonó a su marido, lo cual equivale a un suicidio social. Pero a usted no le importa, ¿verdad?
—Yo no aspiro a alternar en sociedad.
—El príncipe Alberto no la recibiría. Es muy puritano.
—Puedo pasar muy bien sin la compañía del príncipe Alberto. No quiero que nadie me reciba. Me encuentro a gusto aquí. Estoy dispuesta a seguir así hasta que averigüe qué puedo hacer.
—Me pareció maravilloso que acudiera usted al hospital —dijo Henrietta, mirándome con emoción.
—¿Maravilloso? Fue horrible.
—Lo sé, pero sacar de allí a aquella chica fue un gesto extraordinario. De ahí que haya recurrido a usted.
—Mi querida señorita Marlington, en este asunto la decisión la debe tomar usted.
—Si estuviera usted en mi lugar, ¿se casaría con él?
Cerré los ojos. Me asediaban los recuerdos. ¿Cómo podía Henrietta saber lo que esperaba de ella aquel hombre tan maduro? No estaba enamorada de él, eso se veía enseguida, y tenía miedo. Recordé el sueño que tuve la víspera de mi boda. ¿Fue una premonición? No lo reconocí como tal. Sin embargo, las premoniciones que recibía Henrietta estaban mucho más claras.
—Usted no está enamorada —le dije—. De lo contrario, querría casarse con él.
—¿Cree que debo romper el compromiso?
—¿Cómo puedo aconsejarla? Eso debe decidirlo usted.
—En mi lugar, usted ¿qué haría?
No le contesté.
—Ya lo sé —exclamó Henrietta con expresión triunfal—. Gracias, señorita Pleydell.
De repente, se puso muy contenta y me empezó a contar los divertidos incidentes del día que tuvo lugar su presentación en sociedad. Su primer baile fue una pesadilla antes de empezar pero, al final, se convirtió en un éxito.
—Tenía miedo de que nadie me sacara a bailar. Quedarse sin pareja es el mayor temor de todas las chicas. En cambio, si triunfas por todo lo alto, todas las madres se ponen celosas menos la tuya, claro. Es un auténtico suplicio.
—Del cual salió usted airosa, sin duda.
—Tuve muchas parejas y fue divertido durante algún tiempo. Después apareció Tom y todo el mundo empezó a halagarme. Todos me mimaban y cuidaban como si friera su salvadora. La responsabilidad es tremenda.
Habíamos vuelto al tema del principio.
Antes de irse, Henrietta me tomó una mano y la estrechó con fuerza.
—¿Puedo llamarle Anna? —me preguntó.
—Pues, claro.
—Y usted me llamará Henrietta.
Convine en hacerlo. Pensé que no volvería a verla, aunque probablemente me enteraría de si había roto o no su compromiso a través de las notas de sociedad de la prensa.
No estaba preparada para lo que vino después. Dos días más tarde, un coche de alquiler se detuvo frente a la puerta de mi casa. Miré a través de la ventana y, con gran asombro, vi descender a Henrietta. El cochero llevó dos maletas de viaje hasta la puerta.
Jane fue a abrir.
Oí la voz de Henrietta, que preguntaba:
—¿Está la señorita Pleydell en casa? ¿Quiere entrar estas maletas, por favor? —Dijo al cochero—. Muchas gracias.
Esperé hasta que Jane entró en el salón donde yo estaba leyendo.
—Ha vuelto aquella joven, señora —me dijo en tono ceremonioso—. Y parece que piensa quedarse.
Arrebolada y triunfante, Henrietta fue conducida al salón.
—Ya lo he hecho —anunció—. No podía enfrentarme con mi familia y he preferido marcharme.
—Pero…
—Pensé que me permitiría quedarme algún tiempo… sólo hasta que se acostumbren. Se va a armar un escándalo tremendo.
—¿No hubiera sido mejor quedarse para afrontar la tormenta?
—Verá, es que pienso que hubieran intentado convencerme.
—Sin embargo, si usted ya lo había decidido…
—Usted no conoce a mi familia. Lloran, gimen y rechinan los dientes. No hubiera podido resistirlo. No soy tan fuerte como usted. Mamá se hubiera echado a llorar y yo no soporto verlo. Al fin, hubiera cedido y no debo hacerlo. Lo único que podía hacer era marcharme. Entonces pensé que, si usted había sido tan compasiva con la chica del hospital, también lo sería conmigo. No me va a echar de su casa, ¿verdad?
—Pues claro que no. Pero no sé si ha obrado usted correctamente.
—Me siento mucho más tranquila. Tom Carlton me daba mucho miedo. Me miraba como si pensara yo qué sé. Es muy mayor y ha tenido amantes de todas clases. Creo que no hubiera estado a la altura de lo que él imaginaba. Por consiguiente, para él es mejor que me vaya antes de que ambos comprendamos que hemos cometido un error. Me gustaría quedarme aquí hasta que pase la tormenta. Tom encontrará a otra y, con el tiempo, mi familia superará la decepción. Al fin y al cabo, las carcomas llevan cientos de años comiéndose la madera y puede que, más adelante, alguien de la familia recupere la fortuna y alguna de mis parientas encuentre un benefactor y se case con él. Hablo demasiado, ¿verdad? Lo sé, pero si supiera el alivio que siento…
—Puede quedarse esta noche —le dije—. Tal vez mañana cambie de idea. ¿Les ha dicho a sus padres adónde iba?
—En mi nota les digo que me voy a casa de una amiga. Tengo varias. A Tom le he escrito una carta, tratando de explicarle que no me siento preparada para el matrimonio.
—Dispondré que le preparen el dormitorio. Sólo tenemos una habitación sobrante. La casa no es muy espaciosa.
—Lo sé, por eso me gusta. Estoy hasta la coronilla de mansiones señoriales y de la ropa de lino que hay que preservar a costa de la propia dignidad.
—Creo que debe usted tener en cuenta su futuro. Mire, yo soy una mujer que ha abandonado a su marido. La sociedad no es muy condescendiente con las personas como yo.
—¿Y a quién le importa la sociedad?
—A mí, no. Pero ¿está segura de que a usted tampoco?
—Totalmente. Me encantará hablar con usted.
—Creo que hace usted unos juicios demasiado precipitados.
—Es posible, pero acierto en algunos de ellos y estoy convencida de que usted y yo vamos a ser amigas.
Así fue cómo Henrietta Marlington se quedó a vivir conmigo.
*****
Como es de suponer, la familia de Henrietta no la dejó escapar fácilmente. Durante varias semanas, hubo idas y venidas, coacciones y amenazas. Me asombró la firmeza de Henrietta. Me parecía una muchacha más bien frívola; sin embargo, esa frivolidad ocultaba una férrea determinación. A mí me molestaba un poco ser el centro de aquella tormenta y en más de una ocasión pensaba que ojalá no hubiera aceptado la invitación a ir a cenar en casa de los padres de Amelia. Por otra parte, cada vez me encariñaba más con Henrietta. Era una criatura encantadora y su presencia en la casa nos llenaba de alegría. Jane, Polly y Lily se habían convertido en fervientes admiradoras suyas y estaban dispuestas a empuñar las armas contra todo el clan de los Marlington y el propio lord Carlton en caso de que persistieran en su empeño de obligar a Henrietta a hacer algo que la repugnaba.
La madre de Henrietta vino a verme para suplicarme que intentara convencer a su hija de que pensara en su futuro.
Le contesté que eso era precisamente lo que hacía la muchacha.
Me replicó que Henrietta era muy joven y testaruda y que por eso no se daba cuenta de la gran ocasión que se le ofrecía. Yo podría convencerla porque ejercía una gran influencia sobre ella.
Le expliqué que sólo había hablado con ella un par de veces cuando se presentó en mi casa. Ignoraba por completo cuáles eran sus sentimientos. Sencillamente, me había rogado que la acogiera en mi casa mientras adoptaba una decisión. Yo no podía convencerla ni en un sentido ni en otro.
Por fin, llegaron a la conclusión de que todo intento de persuadir a Henrietta sería inútil, aceptaron lo inevitable y le pidieron que regresara a casa. La joven declinó el ofrecimiento. Para entonces, ya formaba parte de nuestro hogar y todos nos alegrábamos de su compañía.
Durante más de dos meses, los asuntos de Henrietta dominaron nuestras vidas. Cuando, al fin, cesó la tormenta, descubrí que me había alejado un poco más de mi tristeza y que empezaba a adquirir nuevos intereses.
Más adelante, fue Lily Craddock quien reclamó nuestra atención. Yo había observado en ella un cambio muy visible. Salía muy a menudo y, aunque siempre había sido una chica muy agraciada, ahora ofrecía un aspecto radiante.
Jane y Polly no tardaron en arrancarle su secreto.
Lily acudía con frecuencia a una mercería donde encontraba los mejores encajes y sedas de colores de todo Londres. Los propietarios eran un tal señor Clift y su esposa. Hacía unas semanas, cuando Lily se encontraba en la tienda, entró un apuesto soldado.
—Oh, William —le dijo la señora Clift, que atendía a Lily—, quiero presentarte a la señorita Craddock. Es una de nuestras mejores clientes.
—Al parecer —dijo Jane mientras me contaba la historia—, se enamoraron a primera vista… y eso fue todo. Fue lo que se dice un flechazo.
—O sea que ésta es la razón del cambio de Lily —dije.
—Lily se ha echado novio —añadió Polly.
Todas nos alegramos mucho de su suerte, sobre todo, al saber que las intenciones de William Clift eran serias.
Los Clift la invitaron un día a tomar el té y Lily regresó a casa rebosante de contento. Yo le dije que tenía que devolverle a William la invitación, y enseguida se iniciaron los preparativos en la cocina. Jane hizo un pastel y Lily puso un cuello y unos puños nuevos a su mejor vestido. Henrietta pensó que todos teníamos que estar presentes y que el té se tenía que servir en el salón. Pero Jane no quiso dar su brazo a torcer. ¿Qué pensarían los Clift si la servidumbre tomara el té con su señora en el salón?
¡No! Jane sabía cómo se hacían las cosas. Se tomaría el té en la cocina, que era el lugar adecuado, y después, Henrietta y yo bajaríamos y seríamos debidamente presentadas a William.
Todo se desarrolló según los planes previstos. Henrietta y yo bajamos en el momento oportuno y fuimos oficialmente presentadas.
William era un muchacho muy apuesto, cuyo viril porte quedaba realzado por el uniforme. Me dijo que esperaba dejar el ejército cuando se casara para dedicarse a la tienda, que ahora era mucho más próspera que cuando él se alistó. Él y Lily vivirían allí con sus padres después de la boda.
Me pareció ideal y me alegré mucho por Lily.
Cuando William se fue, Lily me manifestó entre lágrimas lo mucho que me agradecía todo lo que había hecho por ella.
—El día más feliz de mi vida fue aquel en que caí bajo las ruedas de su coche —me dijo—. Cuando pienso que hubiera podido ser el coche de otra persona, me estremezco de miedo.
Fue uno de los más bellos cumplidos que pudiera recibir, aunque yo lo consideraba inmerecido. En realidad, apenas hice nada. Yo era la que más provecho sacó de la situación. El hecho de interesarme por los problemas e las personas que me rodeaban me había distraído de los míos.
Henrietta ya estaba definitivamente instalada en la casa. Formaba parte del hogar y me decía que se sentía una persona distinta, alegre y feliz.
—Comparada con tu vida anterior, ésta debe de ser para ti una existencia muy humilde —le dije.
—Sin embargo, aquí disfruto de algo que jamás había conocido. ¡Libertad! —me contestó con aire pensativo—. ¿Sabes una cosa?, empiezo a creer que ése es el don más preciado del mundo. Aquí pienso lo que me apetece. Ya no creo que lo que me han metido en la cabeza es la verdad absoluta. Tomo mis propias decisiones. ¡Cuánto me alegro de no haberme casado con Tom Carlton! Ahora sería su mujer, ¡imagínate!
—Inmensamente rica y apreciada por la sociedad —le recordé.
—Mis derechos de nacimiento vendidos a cambio de un plato de lentejas.
Me eché a reír. Comprendía lo que quería decir. Solía hablar de su infancia, de su mayoría de edad y de su misión en la vida, tal como ella la llamaba:
—Encontrar un marido rico y devolver la prosperidad a la familia… Ahora soy libre. Me casaré con quien quiera o tal vez con nadie, si eso es lo que me apetece. Voy a donde quiero. Hago lo que me gusta. Bendita libertad.
Sin darme cuenta, empecé a confiar en ella y le comenté un poco mi vida de casada que había culminado con la muerte de mi hijo.
—Lo que más deseo es el olvido. Quiero hacer en mi vida algo tan importante que no me vea obligada a mirar hacia atrás constantemente. Quiero olvidar la decepción, la desilusión y la tristeza. Henrietta, deseo atender a los enfermos y ayudarles a recuperar la salud.
—¿Quieres ser enfermera? —me preguntó Henrietta, horrorizada.
—Sí, eso creo. —Extendí las manos y las observé atentamente—. Me parece que tengo talento para serlo. Mis manos poseen el poder de sanar. Es algo casi de naturaleza mística que sólo se ha manifestado en una o dos ocasiones.
—Tus manos son muy hermosas —dijo Henrietta, tomándolas entre las suyas—. Deberían estar adornadas con esmeraldas de gran valor, brillantes y otras gemas por el estilo.
—No —repliqué yo, retirándolas—, están destinadas a hacer cosas más útiles.
—Anna, hablo en serio, tú no puedes ser enfermera. Ya viste cómo eran cuando recogiste a Lily.
—Pero yo quiero modificar esta situación. Quiero que todo cambie.
—La señorita Nightingale está empeñada precisamente en lo mismo. Antes de marcharme de casa, oía hablar de ella sin cesar. Como tú, está indignada por lo que ocurre en los hospitales. Como es de suponer, todo el mundo piensa que su actitud es muy poco femenina. Su familia ha hecho todo lo posible por apartarla de estas ideas. Pero nadie puede impedir que una mujer como ella haga lo que se ha propuesto hacer —añadió Henrietta sonriendo.
—Yo quiero hacer algo de provecho, Henrietta. Tengo los pensamientos revueltos y sueño mucho por las noches. Y en mis sueños aparece constantemente la figura de un hombre perverso. Se llama Damien. Lleva una vida muy extraña. Vivió como los nativos en los más alejados confines del mundo.
—¿Acaso escribió un libro?
—Sí.
—Si es el que yo creo, se trata de un gran médico… De un auténtico pionero.
—Se hace pasar por tal. Yo quiero encontrarle. Necesito averiguar detalles acerca de él. Le considero responsable de la degradación de mi marido… y de la muerte de mi hijo.
—¿De qué forma?
—Le interesan las drogas: el opio, el láudano y otras drogas extrañas que se encuentran en Oriente. Experimenta con ellas. Tal vez las prueba él mismo con moderación pero, sobre todo, las utiliza en otras personas para observar los efectos. Destruye vidas para hacer descubrimientos y aumentar su fama. ¿Has oído hablar alguna vez de madame de Brinvilliers, la envenenadora?
—Vagamente. ¿No es la que probaba los venenos en los enfermos de los hospitales?
—Sí. Bueno, pues yo lo equiparo con ella. Son gente de la misma calaña.
—Pero, según creo, ella era una mujer perversa que envenenaba a la gente para quedarse con su dinero.
—Y él es un hombre perverso. Envenena a la gente en nombre de la ciencia para poder después revelar al mundo sus grandes descubrimientos. Aún es peor que madame de Brinvilliers porque es un hipócrita.
—También lo era ella; recorría los hospitales como si fuera una benefactora de los pobres pacientes a los que posteriormente envenenaba.
—Bueno, ambos son iguales. Quiero encontrar a este hombre, Henrietta. Quiero verle cara a cara y trabajar en secreto hasta que logre desenmascararle. Quiero atraparle… con las manos en la masa de sus turbios manejos.
—Eso me parece impropio de ti —dijo Henrietta, mirándome asombrada—. Eres siempre tan sensata y razonable.
—¿Y ahora no te parezco sensata ni razonable?
—No. Eres impulsiva. Odias a un hombre al que jamás has visto.
—Le vi una vez… en Venecia. Acompañó a Aubrey al palacio donde nos alojábamos… completamente drogado.
—¿Y tú le consideras responsable?
—Por completo.
—¡Qué emocionante! ¿Y cómo te propones localizarle?
—No lo sé.
—Por eso me parece todo tan descabellado.
—Forjo planes que después rechazo por imposibles. Pero mi decisión es irrevocable. No pararé hasta que le encuentre. Necesito hacerle ciertas preguntas. Sólo cuando le conozca, podré descubrir sus métodos.
—Creía que ya los conocías.
—Me consta, sin lugar a dudas, que es un ser perverso. Causa mucho daño y yo le encontraré, Henrietta.
—Muy bien, pero ¿cómo?
—Parece cosa del destino. Él es médico. —Me miré las manos—. Yo ansío atender a los enfermos y modificar la terrible situación en que se encuentran los hospitales. Si me convierto en enfermera, tendré más posibilidades de encontrarle. Sé que lo haré muy bien. Mi primer paso será convertirme en enfermera.
—¿Cómo?
—Todavía lo ignoro.
—Tú no puedes presentarte en un hospital. No te admitirían. No encajarías con aquella gente tan miserable.
—He oído hablar de la señorita Nightingale. Quiere modificar el tipo de cuidados que se prodigan a los enfermos. Estoy segura de que aceptaría de buen grado a personas como yo, deseosas de ayudar a los enfermos. Las presuntas enfermeras de los hospitales no atienden como es debido a los ancianos, los enfermos y los pobres. Y eso tiene que cambiar. Son los seres más desamparados de la sociedad. La señorita Nightingale pretende modificar esta situación y necesita a su lado a personas que sientan la vocación de ser enfermeras. ¡Quiero adiestrarme para ser enfermera, Henrietta!
—Creo que a mí también me gustaría hacerlo —dijo Henrietta, asintiendo.
—¿A ti?
—¿Por qué no? Me gustaría hacer algo de provecho. No quiero pasarme la vida holgazaneando. Ya lo he decidido. Me prepararé contigo para ser enfermera.
—¿Recuerdas la cena en casa de los Carberry?
—¿Cómo podría olvidarla? Fue entonces cuando supe que tú me ayudarías.
—Allí comentaron que la señorita Nightingale estuvo en no sé qué lugar de Alemania. Creo que en Kaiserwald.
—Lo recuerdo.
—Quiero averiguar más detalles al respecto. Tú conoces a la familia, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y ves de vez en cuando a tus antiguos amigos?
Henrietta asintió en silencio.
—Quizá podrías hacer algunas averiguaciones.
—¿Sobre Kaiserwald y la posibilidad de que dos aspirantes a enfermera se trasladen allí?
—Exactamente.
A Henrietta se le iluminaron los ojos de emoción. Estaba intrigada y yo me pregunté si lo que de verdad la atraía era la idea de localizar al doctor Demonio y no la profesión de enfermera.
Los entusiasmos habían echado raíces. La emoción del compromiso de Lily ya se había esfumado un poco. Ésta se había convertido ahora en una juiciosa joven que preparaba su ajuar y, aunque eso era muy agradable, Henrietta prefería otro tipo de actividad.
El gran proyecto, tal como ella lo llamaba, era ahora su principal preocupación y a él se entregó con toda la habilidad propia de un agente secreto.
Pocos días más tarde, me sorprendió recibir una carta del monasterio de St. Clare. Abrí el sobre con dedos temblorosos. Era de Amelia y en ella me escribía lo siguiente:
Mi querida Anna:
Te sorprenderá que te escriba desde esta dirección. Pero es que Jack y yo estamos aquí. Nos rogaron que viniéramos. Aubrey está gravemente enfermo. Era inevitable. Al parecer, su estado de salud se agravó considerablemente cuando tú te fuiste y nos han dicho que, en tales casos, el declive es muy rápido.
El médico cree que no vivirá mucho tiempo. Le permiten tomar dosis de láudano, que, naturalmente, contiene opio, porque esta droga es la causante de su estado. No pueden privarle de ella por completo, porque, según los médicos, es probable que en tal caso adoptara una conducta violenta.
Me duele mucho tener que comunicártelo porque me consta que, a pesar de lo ocurrido, tú sientes algo por él. En sus períodos de lucidez, habla constantemente de ti. Si pudieras venir y permanecer a su lado algún tiempo, los médicos creen que se tranquilizaría.
Mi querida Anna, lamento mucho haber tenido que decírtelo y, si me contestas que no puedes venir, lo comprenderé. Te escribo porque los médicos me lo han sugerido. Creo que a Aubrey le queda muy poco tiempo de vida. Tal vez tú podrías calmarle un poco. Creo que está profundamente arrepentido y querría hacer las paces contigo.
Con todo mi cariño y en la esperanza de volver a verte muy pronto,
AMELIA
Me quedé anonadada. No esperaba volver a ver a Aubrey ni el monasterio.
Mi primer impulso fue pensar: «No, no, no puedo ir. No puedo resucitar los viejos recuerdos. Eso es pedirme demasiado».
Me pasé todo un día sin contestar a la carta.
Al observar mi inquietud, Henrietta quiso saber qué me ocurría. Le mostré la carta.
—No puedo ir —dije con vehemencia. Reviviría todo lo que intento olvidar. Veré a mi chiquitín por todas partes. Con todo lo que ha pasado, he conseguido olvidarme un poco de lo que allí sucedió. Ahora se volvería a abrir la herida.
—Anna Pleydell —me dijo Henrietta solemnemente—, si no vas, te remorderá la conciencia toda la vida. Te conozco muy bien y sé que así será. Tu marido te falló. Necesitabas marcharte. Querías ser libre. Sé muy bien lo que eso significaba para ti. Sí, las viejas heridas se volverán a abrir. Sufrirás pero, si no fueras a verle, sufrirías mucho más en los años venideros.
Reflexioné acerca de lo que Henrietta acababa de decirme. A pesar de su aparente frivolidad exterior, era una muchacha muy juiciosa. Al fin, decidí ir al monasterio.
Jack St. Clare acudió a recibirme a la estación.
—Verás a Aubrey muy cambiado —me dijo mientras nos dirigíamos al monasterio.
—Lo supongo. Pero ha sido todo muy repentino, ¿verdad?
—Creo que hace aproximadamente un año que no le ves.
—Sí —contesté.
—El médico dice que las fases finales son muy rápidas.
—Se va a morir, ¿verdad?
—No creo que pueda vivir mucho tiempo en el estado en que se encuentra. Ha adelgazado muchísimo. Se muestra nervioso e irritable y apenas prueba bocado. Creo que sufre dolores cuando intenta comer. El médico dice que, si le privaran por completo de la droga, podría sufrir trastornos e incluso un colapso.
—¿Adoptaría una actitud violenta?
—Si no le administraran un poco de droga, sería capaz de cualquier cosa con tal de conseguirla.
—¿Es conveniente que se quede en casa?
—No puede ir a ningún otro sitio. Le administran a diario una pequeña dosis de láudano. La espera con ansia. Es muy doloroso verle en semejante estado y pensar en lo que fue y en lo que hubiera podido ser. El médico consideró conveniente informarte de la situación y, aunque no cree posible una mejoría, estima que tu presencia puede tranquilizarle.
Guardé silencio, temiendo lo que se avecinaba. Amelia me recibió cordialmente.
—Sabía que vendrías —me dijo.
Me acompañaron a la habitación de Aubrey. Dormía. Apenas le reconocí. Parecía mucho más viejo que cuando le vi por última vez.
Yacía boca arriba y respiraba afanosamente.
—Vamos a la habitación —me dijo Amelia—. Cuando despierte, le dirán que estás aquí. No te he preparado tu antiguo dormitorio. Pensé que preferirías otro.
¡Qué bien me comprendía Amelia!
Recorrí la galería que tan bien recordaba, en la que el perverso Harry me miraba irónicamente desde su retrato, para dirigirme a una habitación de la fachada de la casa que daba a la calzada cochera. Mientras contemplaba el jardín, me imaginé a Julian correteando por la hierba. Saqué fuerzas de flaqueza para poder afrontar los recuerdos que sin duda me asaltarían.
Más tarde, cuando vi a Aubrey, no pude por menos que compadecerme de él. Estaba tan débil como un anciano.
—Susanna —susurró—, finalmente has venido.
Me senté junto a su lecho y él me tendió una mano. Se la tomé y la oprimí con fuerza.
—Qué agradable me resulta —dijo—. Siempre me gustaron tus manos, Susanna. Me serenaban el espíritu. Dios sabe lo mucho que ahora necesito serenarme. Me alegro de que hayas vuelto. Es muy amable de tu parte. Quiero pedirte que me perdones.
—Ya todo terminó. No le echemos la culpa a nadie.
—Las cosas hubieran podido ser muy diferentes.
—Supongo que sí.
—Hubiera sido tan fácil. ¿Recuerdas…?
—Recuerdo muchas cosas.
—Yo quería que fuera… un cambio decisivo. Quería abandonar mis antiguos hábitos.
—Ya lo sé.
—Si por lo menos…
—No lamentemos lo que ya no tiene remedio.
—Perdóname, Susanna.
—Perdóname tú a mí también.
—A ti, no —dijo Aubrey—. A ti no tengo nada que perdonarte. Últimamente, he pensado mucho en lo distinta que hubiera podido ser nuestra vida.
—Lo sé.
—Quédate conmigo.
—Para eso he venido.
—No viviré mucho tiempo, ¿sabes?
—Tal vez te recuperes.
—¿De lo que me ocurre? No, Susanna. Vi a un hombre una vez… exactamente igual que yo. Es una necesidad espantosa. Sería capaz de todo con tal de satisfacerla… Incluso de matar. Es algo horrible.
—Lo comprendo.
—La gente tendría que saber lo que ocurre antes de empezar.
—Lo sabe —dije—, pero sigue adelante.
—Háblame de Venecia… De las primeras semanas que pasamos en Venecia antes de que yo cediera a mi vicio. Si entonces… hubiera podido empezar. Quizá me hubiera salvado.
Le hablé de Venecia, de los gondoleros y del palacio, del Palazzo Ducale, los románticos puentes y toda la magia de nuestra luna de miel.
Aubrey no quería soltarme la mano. Decía que lo tranquilizaba. Luego se sumió en un profundo sueño reparador.
Ojalá hubiera podido continuar en aquel estado.
Más tarde le oí gritar y chillar, dominado por la necesidad de la droga. Le atendía un enfermero que más parecía un carcelero. Era un hombre fuerte y fornido porque tenía que controlar a Aubrey en los peligrosos momentos de la abstinencia.
—Así pasa los días —me explicó Jack—. Tiene momentos de lucidez y serenidad, pero cuando necesita la droga se pone hecho una furia. La dosis nunca es suficiente, ¿comprendes? La adicción es muy profunda. Jaspers sabe cómo manejarle. Cuando se comporta así, procuramos no acercarnos a él.
Después de los ataques, Aubrey quedaba agotado y se pasaba horas y horas durmiendo, lo cual era muy beneficioso para él, según el médico, ya que no podían administrarle sedantes porque casi todos ellos contenían opio, que era precisamente el enemigo contra el que estaban luchando. Hubiera sido una imprudencia aumentar la dosis diaria de droga.
Hablé mucho con Amelia y con Jack. A la muerte de Aubrey, Jack heredaría el monasterio de St. Clare. A instancias de los abogados, ya había asumido la responsabilidad de algunos asuntos de la finca. Por consiguiente, el monasterio seguiría en manos de un St. Clare. Me alegré mucho por él y por Amelia.
Sin embargo, aquellos días fueron muy tristes para mí porque me hicieron revivir mis sufrimientos. Una vez, subí al cuarto de los niños y me quedé sentada allí hasta el anochecer, llorando por mi hijo perdido.
La nostalgia y el dolor que experimentaba eran tan intensos como el primer día. Recordaba los primeros pasos de Julian, su primera sonrisa, su primer diente, sus deditos curvándose alrededor de los míos, el brillo que asomaba a sus ojos cuando me veía.
Volví a llorar por mi querido hijo y dije para mis adentros: «Lo haré. Buscaré al hombre bajo cuya influencia Aubrey ha quedado reducido a una ruina y vive ahora los últimos días de su miserable existencia y cuyos experimentos me robaron a mi hijito».
Amelia me sorprendió allí y me dijo en tono de reproche:
—No debes quedarte aquí rumiando. No es prudente. Creí que habías iniciado una nueva vida. Y, además, ahora tienes a Henrietta. Tal vez no hubiera debido pedirte que vinieras.
—Me alegro de haber venido —contesté—. Pero eso ha cambiado las cosas… Mis sentimientos con respecto a Aubrey son distintos. Tal vez hubiera podido ayudarle al principio. Aunque me resulte doloroso, no me arrepiento de haber venido. Tenía que ser. Me doy cuenta de que no había olvidado ni un solo detalle. Lo llevaba todo guardado en mi interior.
—Tienes que seguir adelante con la nueva vida que te has forjado —me dijo Amelia.
—Sí, pienso hacerlo. Creo que mi vuelta aquí ha fortalecido la decisión que he tomado.
Transcurrió otro día. Aubrey estaba más débil. Me senté junto a su lecho y recordamos de nuevo el pasado, nuestro encuentro en la India y los mágicos días en el barco. No supe entonces que él buscaba en mí su salvación. Él era un hombre mundano y sofisticado, mientras que yo era completamente inexperta e inocente. De haber sido más hábil, hubiera podido adivinar algo. Pero no fue así y ahora pensaba que, en cierto modo, le había fallado. No supe apartarle de sus antiguos hábitos y mi amor no fue lo bastante fuerte como para obligarme a permanecer a su lado.
Sostuve su mano en la mía porque a él le gustaba.
Cuando vi que empezaba a ponerse nervioso, me retiré. El cambio que se producía en él era espantoso. No quería verle en aquel estado, sujetado por el hombre que yo consideraba su carcelero.
Al día siguiente me levanté temprano. Contemplé el jardín a través de la ventana y pensé en el caballito que quería comprarle a Julian cuando creciera un poco. Deseaba huir de aquellos recuerdos tan perniciosos.
Los habitantes de mi casa de Londres me habían ayudado muchísimo. Traté de recordarlos a todos: la frívola Henrietta, las juiciosas Jane y Polly, el querido Joe y sus recuerdos del trayecto de Londres a Bath, y Lily, con su romántico idilio. Todos me habían ayudado a pasar aquellos difíciles meses y ahora que me encontraba lejos de ellos, empezaba a sumirme de nuevo en la tristeza.
Mientras pensaba en todas estas cosas, llamaron a la puerta.
En cuanto entró Amelia, comprendí que algo había pasado.
—Se trata de Aubrey —me dijo ésta—. Se ha ido. Ha desaparecido.
—Pero ¿adónde?
—No esta en la casa —contestó Amelia, sacudiendo la cabeza—. Jack y yo le hemos buscado por todas partes.
—¿Adónde puede haber ido?
—Jaspers no tiene ni idea. Anoche tomó su dosis y pareció que se dormía. Esta mañana, la cama estaba vacía.
—¿Qué puede haberle ocurrido?
—No tenemos ni idea. No puede haber ido muy lejos. Su ropa está aquí.
—¿Crees que se habrá lastimado?
—Hemos pensado en esta posibilidad.
—¿Habrá encontrado el láudano?
—Jaspers dice que no. Lo guarda bajo llave en un armario de su habitación. Nadie forzó la cerradura y el frasco está igual que cuando él lo guardó.
—¿Qué vamos a hacer?
—No puede haber ido muy lejos con su ropa de dormir… Sólo llevaba puestas las zapatillas y la bata. Tiene que estar en algún lugar de la casa.
—¿Le han buscado por todas partes?
—Sí. Y ahora volverán a hacerlo. Creí que debías saberlo.
Bajé con Amelia a la planta baja y nos encontramos a Jack.
—No hay manera de encontrarle —dijo éste, preocupado.
—¿Crees que habrá salido de la casa y estará en los campos? —le pregunté a Amelia.
—Le estamos buscando. No puede haber ido muy lejos.
Les seguí afuera y me encaminé hacia el bosque.
—Por allí ya le hemos buscado —me gritó Jack.
—Me pregunto si no… —musité.
Se me acababa de ocurrir una idea y atravesé el bosque corriendo hasta llegar al otro lado. Subí a la loma y, al descender por la pendiente de la otra parte, observé que la entrada del templo estaba abierta. Algo me decía que iba a encontrarle allí.
Entré. Dentro, la atmósfera era muy fría y se aspiraba el olor de las drogas que allí se consumían.
Experimenté el impulso de dar media vuelta y no entrar en aquel lugar de perdición. Temía que la puerta se cerrara a mis espaldas y no pudiera escapar.
Recordé la primera vez que estuve allí. Busqué una piedra de gran tamaño y la apoyé contra la puerta. Respiré una bocanada de aire puro antes de adentrarme por el pasadizo que daba acceso a la sala en la que se adoraba al demonio.
Entonces vi el ídolo y a Aubrey. La enorme estatua de ojos amarillos, con sus cuernos y sus pezuñas, yacía en el suelo y alguien estaba debajo. Supe que era Aubrey.
*****
Para mí aquello fue como un símbolo. La estatua representaba al hombre que le había destruido. En el transcurso de uno de sus accesos, Aubrey se había ido al templo con la intención de atacarla y la estatua se le cayó encima y le mató. El mayor temor de Aubrey desde que se iniciaron aquellos accesos de violencia era el de causarse daño a sí mismo o bien a terceros. Al fin, sus temores se hicieron realidad.
Pobre y desdichado Aubrey.
Me quedé en el monasterio hasta después del entierro. A la ceremonia asistieron muy pocas personas. Dadas las circunstancias, Amelia y Jack consideraron conveniente que todo se llevara a cabo con el mayor sigilo. Después se leyó el testamento, que fue el que yo suponía. Jack era ahora el amo del monasterio. A mí se me asignó una suma de dinero, cuyas rentas, añadidas a las de mi padre, me permitirían vivir sin estrecheces económicas.
Amelia y Jack me despidieron afectuosamente, no sin antes arrancarme la promesa de una pronta visita.
Había comunicado a Londres la hora de mi llegada y Joe me aguardaba en la estación. Al entrar en la casa, Henrietta se arrojó en mis brazos y Jane y Polly aguardaron a prudente distancia hasta que pudieron saludarme.
Había flores por todas partes, y sobre los cuadros colgaban ramas de laurel.
—¡Te hemos echado mucho de menos! —dijo Henrietta.
Experimenté la sensación de haber regresado a mi verdadero hogar.
Henrietta quería que le contara todos los detalles de lo ocurrido. Cuando le describí el horrible final de Aubrey, me escuchó llena de asombro.
—Estoy segura de que pretendía derribar aquella espantosa estatua —dije—. Tenía por lo menos cien años de antigüedad y se le debió caer encima. Creo que la identificaba con Damien, el hombre que le destruyó.
—Algún día le encontraremos —dijo Henrietta, esbozando una enigmática sonrisa.
—A ti te parece un intento descabellado.
—Casi todas las cosas que merecen la pena lo son. Te veo muy triste —añadió Henrietta.
—Siento remordimientos por lo que le ha ocurrido a Aubrey. Hubiera debido quedarme para atenderle.
—Hiciste lo que consideraste más oportuno en aquel instante. No tienes que culparte de nada. ¿Cómo hubieras podido vivir con un hombre que se drogaba sin cesar? Hiciste lo más acertado. No hay que mirar hacia atrás, sino hacia delante.
—Tienes razón. Me parece que he llegado al término de una fase. Ahora soy viuda, Henrietta.
—¡Lo cual es más respetable que ser una mujer que abandonó a su marido!
—Supongo que sí. Además, soy un poco más rica.
—Ésa es una buena noticia. Tu situación económica no era muy boyante, ¿verdad? Habías tomado bajo tu protección a una costurera. Si alguna vez te remuerde la conciencia por Aubrey, recuerda lo que hiciste por Lily. No puedes salvar a todo el mundo.
—Eres un gran consuelo para mí, Henrietta. Me alegro de que estés aquí.
—¿Ves cómo te alegras? Eso significa que tengo razón. Piensa en todo lo que me han mortificado por haber rechazado a Tom Carlton.
—¿Estás segura de que no te arrepientes?
—Completamente. La vida es emocionante y está llena de posibilidades. No he permanecido ni un solo instante ociosa desde que te fuiste.
—¿Qué has hecho?
—De momento, es un secreto.
—No me gustan los secretos que no comparto.
—A mí tampoco. Pero ya lo conocerás a su debido tiempo. No quiero estropearlo contándote la mitad antes de que todo esté listo.
—Me muero de curiosidad. ¿Se trata acaso de un enamorado?
—La gente siempre piensa lo mismo. Si una chica tiene un secreto, todo el mundo supone que es un amante. Incluso tú, Anna.
—Entonces, ¿no lo es?
—Veo que te alegras. ¿Acaso temías que me fuera?
Asentí en silencio.
—A veces me preguntaba si no sería una carga para ti. Te hice partícipe de mis problemas y no te di ocasión de rechazarme. Todo ocurrió porque vi en ti algo especial. Sabía que íbamos a ser amigas. Nunca podré agradecerte lo que hiciste por mí. Pase lo que pase, siempre seremos amigas. Mi secreto es algo que nos afecta a las dos.
—Puesto que ya me has dicho una parte, ¿por qué no me cuentas el resto?
—Lo haré a su debido tiempo. Ten un poco de paciencia —dijo Henrietta, cambiando rápidamente de tema. Los proyectos de la boda de Lily seguían a buen ritmo.
—Lo único que lamento es que sea soldado —comenté—. Los soldados se van y dejan solas a sus mujeres.
Henrietta hablaba por los codos y yo la escuchaba en silencio. Me alegraba de encontrarme nuevamente en casa, sabiendo que un doloroso capítulo de mi vida acababa de cerrarse para siempre.