II

El interrogante de quién había puesto la espada de monedas en mi cuarto seguía preocupándome. Se había vuelto de creciente importancia. Era inútil preguntar a los criados. Sabía cómo trabajaba la mente de ellos. Deseaban agradar y, por lo tanto debían siempre dar la respuesta que el interrogador deseaba oír. La verdad no era tan importante como la buena educación. Eran dóciles, suaves y trabajadores; querían vivir en paz; si les pedía que hicieran algo, iban a asentir de inmediato, porque no hacerlo eran malas maneras. Si les era imposible hacer lo que habían prometido, levantaban las manos sonriendo e inventaban alguna excusa, cuando en verdad no habían intentado hacer nada desde el principio. Pero negarse a hacerlo era inconcebible.

Yo había tardado tiempo en comprender esto, y darme cuenta de la diferencia entre la manera de ser occidental y oriental. Sabía que si preguntaba quién había puesto la espada de monedas en mi cuarto iba a encontrar meneos de cabeza, porque, quien lo había hecho sentía que me había inquietado al hacerlo.

Decidí que no podía hacer nada, pero no lo olvidaba. En cuanto entraba al cuarto abría el cajón para ver si la espada seguía allí.

Mientras hacía girar la espada entre mis manos y procuraba descifrar la fecha de las monedas, pensaba en Bella, de pie ante aquella ventana. ¿Cuáles habían sido sus pensamientos? ¡Qué desesperada debía estar! ¿Qué sentía la gente cuando estaba a punto de quitarse la vida?

¡Pobre Bella! ¡Me había parecido tan truculenta cuando la conocí! Tal vez esa truculencia había sido una máscara para ocultar su desdicha.

Lo veía todo claramente: el jardincito con el pavimento irregular y el peral solitario: las ventanas de las cabañas de la caballerizas, que enfrentaban la casa, donde vivían Albert y Annie.

Y a causa de lo que le había pasado a Bella alguien había pensado que yo necesitaba protección y había puesto en mi cuarto una espada de monedas.

*****

Juntas yo y Loti recorríamos el mercado. Ella discutía ferozmente con los vendedores y ordenaba las mercaderías que debían mandar a casa.

Pasaba el séquito de un mandarín. Loti y yo quedamos mirando. Allí estaba el exaltado caballero en su litera, llevada por cuatro hombres. Aquellos hombres tenían sus asistentes, porque se trataba de un mandarín muy importante. En dos filas los ayudantes marchaban junto a la litera. Dos hombres al frente de la procesión llevaban gongs que hacían resonar a cada segundo, para anunciar a la gente que por allí pasaba un gran hombre. Detrás de los hombres con los gongs venían otros con cadenas, que agitaban y hacían sonar al caminar. Algunos gritaban a veces, anunciando que un gran personaje estaba entre ellos. Seguían los miembros de la casa del mandarín, algunos con grandes sombrillas rojas y otros con tablas en las que estaban inscritos los títulos del mandarín.

Mientras pasaba la procesión, hombres y mujeres descalzos permanecían en posturas respetuosas, con la cabeza baja, los brazos colgando a los lados. Y quien levantaba la vista y no mostraba el respeto debido recibía un tajante golpe de uno de los bastones que llevaban varios miembros del personal de la casa del mandarín.

Mientras mirábamos el espectáculo, Loti me dijo en un murmullo:

—Mandarín muy grande. Va a casa de Chan Cho Lan.

De pronto me saludaron.

—¡Pero si es la señora Milner! —y allí estaba Lilian Lang, sonriendo, sus ojos color de porcelana azul bailoteando de curiosidad.

—¿Vio el desfile? ¿Verdad que es divertido?

Pensé que hubiera debido ser más cautelosa, porque mucha gente entendía inglés, y decir que la procesión de un mandarín era «divertida» podía avergonzar al mandarín y a sus costumbres.

Pensé también que Lilian Lang era una de esas mujeres en las que siempre se puede confiar para que digan la frase menos llena de tacto, y para que la digan en el momento más inoportuno.

—Va a casa de esa mujer misteriosa —dijo en voz muy alta.

Loti nos miraba con una sonrisa, una sonrisa que podía significar cualquier cosa.

—Subamos a un carrito —dije— y charlemos un poco.

—Venga a casa —dijo ella— no queda lejos y tomaremos un té. Es toda una ceremonia, ¿verdad? No importa, yo nunca desdeño un té.

Dije a Loti que regresara en un carrito y tomé otro con Lilian, para ir a su casa.

Ella charló sin parar mientras tomábamos el té. Le pregunté:

—¿Suele usted salir sola?

Abrió sus grandes ojos azules de bebé.

—¿Por qué no? Es seguro, ¿verdad? Nadie me hará daño.

Yo siempre salgo con Loti.

—Esa chinita… o mestiza, ¿verdad? Es bonita. Le dije a Jumbo: «Qué encanto es esa criatura… si yo fuera Jane Milner no le quitaría los ojos de encima».

—¿Por qué? —pregunté.

—¡Estos maridos! —dijo ella con picardía.

Me sentí molesta y me dije que era una mujer estúpida.

—Y particularmente Joliffe.

—¿Por qué Joliffe particularmente?

—Gusta tanto a las mujeres, ¿verdad? ¡Pobre Joliffe, aquel fue un asunto atroz! Hubo tantas habladurías. Pero siempre las hay, ¿verdad?

Hubiera querido gritarle que se callara y, por otro lado, quería saber lo más posible. Dije:

—Yo no estaba en ese momento en Inglaterra.

—Fue una suerte dado lo que sucedió. No podrán decir que usted estaba implicada, ¿verdad? ¿Le molesta que hablemos de ello?

Me hubiera gustado abofetearla. ¡Si me importaba oír insinuaciones acerca de mi marido! ¿Qué estaba sugiriendo ella? ¿Que la gente creía que él había matado a Bella?

—Usted ya sabe cómo son… como es la ley, quiero decir. Y la prensa. Ella tenía una hermana que les entregó la historia de su vida… y allí estaba escrito que Joliffe creía que ella había muerto y que había vuelto a casarse. Fue con usted, ¿verdad? ¡Qué novela! Bueno, parecía que… —hizo una pausa.

—¿Qué? —dije.

—El hecho de que usted existiera… comprende, y que se hubiera casado con él… o hubiera creído hacerlo… y después ella murió de esa manera… y aquí usted se ha casado con él… y está el chiquito… Es bueno que esté usted aquí… tan lejos. La gente habla, ¿verdad? Jumbo dice que debo callarme la boca. Pero yo digo sin pensar lo que me pasa por la cabeza. Y estoy segura que todo andará bien ahora. Usted es muy feliz, ¿verdad? ¡Está tan enamorada! ¡Y Joliffe es tan encantador… fascinante! Siempre lo he pensado… y lo han pensado muchas. Jumbo se puso muy celoso. Pero les pasa a muchos maridos. Joliffe es ese tipo de hombre, ¿sabe?

Hubiera querido irme. Lamenté haber venido con ella. Pero había tenido la sensación que, de no hacerlo, ella iba a gritar sus chismes en el mercado.

Lamenté que hubiera venido a Hong Kong.

Se dio cuenta que la conversación me resultaba muy desagradable e hizo un estudiado esfuerzo por cambiarla.

—¡Ese mandarín… qué cuadro! Tiene una elevada opinión de sí mismo. Es una vergüenza que azote a los pobres que no se inclinen. Iba a casa de esa Chan Cho Lan. Se supone que es una gran dama. Sus uñas tienen veinte centímetros de largo —lanzó una risita—. Es una manera rara de juzgar la buena raza. Significa que no usa las manos. Si lo hiciera esas gloriosas uñas se quebrarían, aunque estén protegidas por vainas enjoyadas. Dicen que en realidad es una cortesana. Ella y esas chicas a las que está educando para que realicen grandes matrimonios… bueno, alianzas, ¡una especie de escuela del encanto! Jumbo dice que lo que hace es preparar a las chicas y después las negocia con hombres ricos… mandarines y algunos europeos adinerados… y que las vende por muchos taeles de plata. Las pobres chicas no tienen mucho que decir en el asunto. Es una especie de contratista matrimonial… sin el matrimonio. También ha sido una famosa cortesana… quizás lo es todavía. La visitan muchos hombres. ¿No es excitante?

Yo quería irme. Lamentaba más que nunca haber venido. No pensaba en Chan Cho Lan. Mi mente estaba llena con lo que había pasado en la casa de Kensington, cuando el cuerpo destrozado de Bella había sido hallado sobre aquel embaldosado del patio.

*****

Por aquel tiempo Toby enfermó. Joliffe aprovechó la oportunidad para registrarlo todo y quedó muy satisfecho con lo que había encontrado.

—Sylvester era un buen negociante —concedió—. No cabe duda. Toby Grantham ha sido un capataz bueno y leal. Tus negocios están en excelente orden, querida.

—Son nuestros negocios, Joliffe —dije.

Él meneó la cabeza con tristeza.

—Todo es tuyo. Es lo estipulado.

—Es distinto siendo marido y mujer. Detesto pensar que no lo compartimos todo.

Me besó con gran ternura.

Unos días después fui a visitar a Toby. Su hermana Elspeth abrió la puerta y vi en su boca aquel gazmoño movimiento de desaprobación que había percibido después de mi casamiento.

La casa brillaba y chispeaba. Nadie hubiera supuesto que estaba en Hong Kong, era tan escocesa en todo sentido. Elspeth era el tipo de mujer que no abandona ninguna de sus costumbres. Tuve la certeza que la casa era exactamente como debía haber sido su hogar en Edimburgo.

Había tapetes de hilo sobre la repisa de la chimenea, y algunos adornos de Staffordshire, uno de un escocés con su falda corta, tocando la gaita. Los almohadones eran de tartán y supe que tenían los colores de su clan.

—¡Bueno —dijo—, así que viene usted a ver a Tobias!

—Espero que se encuentre mejorado.

—Ah, se está reponiendo.

Tenía un delicioso acento de Edimburgo, más pronunciado que el de Toby.

Me condujo al cuarto de él. Estaba reclinado en unas almohadas, examinando unas facturas. Parecía pálido y fatigado.

—Hola Toby —dije—. ¿Cómo se encuentra?

—Mucho mejor, gracias —sus ojos brillaron de placer al verme. —Le agradezco la visita.

—Tonterías, estaba ansiosa por saber cómo se encontraba usted.

—Pronto estaré de vuelta en el negocio.

—Lo echamos de menos, Toby.

—Tendrá que recobrarse antes de volver —dijo Elspeth tajante.

—Naturalmente.

—Y ahora dista mucho de estar fuerte. Ha trabajado demasiado —asintió con la cabeza, implicando que había trabajado duro para gente que no lo apreciaba.

Nunca iba a perdonarme que me hubiera casado con Joliffe cuando había podido hacerlo con su hermano. Me senté y hablamos de negocios un rato, hasta que Elspeth interrumpió diciendo que era hora que su hermano descansara.

Me despedí de él y, en la salita, ella calentó la tetera en una lámpara de alcohol y preparó el té. Trajo panecillos, preparados según una receta escocesa, mientras hablaba de Tobias que había estado trabajando de más. No se resignaba que yo hubiera rechazado el matrimonio que a ella le parecía el mejor que podía hacer cualquier mujer… a causa de un hombre que ya había demostrado que no se le podía tener confianza. Al menos así aparecían las cosas para su mente prosaica.

—Está preocupado —dijo, haciendo un movimiento hacia el techo, indicando la habitación donde estaba Toby. Yo le he dicho: «No debe importarte lo que hagan los otros. La gente se prepara su propia cama y debe acostarse en ella».

—Estoy de acuerdo —asentí.

—Tobias se parece a su padre. Amable, siempre dispuesto a dar un paso hacia atrás. Mi madre solía decir que no había hombre mejor en el mundo que aquel con quien se había casado, y que tampoco había ninguno que supiera menos para salir adelante. Creo que lo mismo puede decirse de Toby. Desearía que volviera a Edimburgo.

—No podríamos arreglarnos aquí sin él.

—Estaba pensando en las cosas de las que él puede prescindir.

—No creo que desee irse, ¿verdad?

—No estoy muy segura. Lo único que sé es que la vida que lleva aquí no es para él. Estará mejor en un buen almacén escocés. Nunca se ha acostumbrado a la vida de aquí.

—Pero han vivido ustedes mucho tiempo aquí, señorita Grantham.

—Oh, sí, vine con Tobias hace ya quince años. Él era entonces un joven de veinte años. Yo tenía diez años más. No podía dejarlo venir a un lugar como este sin que alguien se ocupara de su hogar.

Era ferozmente militante en la defensa de su hermano. Estaba enojada conmigo porque yo lo había herido.

—Viviendo aquí tanto tiempo uno aprende cosas —dijo—. Yo sé mucho acerca de este lugar. No siempre es lo que parece ser.

—¿Es acaso algo distinto?

—Quizás no. Pero es más diferente bajo la superficie que la mayoría de otros lugares. Yo temí en un tiempo que Tobias fuera a casarse con una china. No me gustan los matrimonios mixtos.

—¿Alguna vez pensó hacerlo?

—No. Tobias sólo estuvo una vez a punto de casarse. Pero yo temía que se enredara con alguna muchacha china, como han hecho algunos… frunció el ceño.

—Pero nunca lo hizo.

—Es un hombre que siente el mayor respeto por la religión y el matrimonio, y todo lo que eso implica. Mi hermano Tobias es un hombre muy bueno. Eso es raro. Muchos han tomado queridas. No siempre se ha sabido. ¿Ha oído usted hablar de Chan Cho Lan, la fabulosa casamentera, con su escuela para muchachas chinas?

—Sí, la he visitado.

—Esas muchachas que tiene… arregla transacciones con ellas… y no sólo con sus compatriotas. Muchos caballeros europeos tienen queridas, ¿sabe? Dicen que las casamenteras o celestinas siguen una antigua tradición china, y que se trata de una profesión honorable. Naturalmente todo se hace con tacto. Un hombre debe pagar por lo menos veinte mil taels de plata por una chica, y darle una criada, y hay una cláusula en el contrato diciendo que, cuando se canse de ella, debe encontrarle un marido. Debe dejar que le crezcan las uñas hasta alcanzar los veinte centímetros… lo que es una manera de decir que no hará trabajos domésticos, aunque no imagino cómo podría hacerlos teniendo los pies en la condiciones que los tienen. Esto es lo que sucede y todo brilla por encima y Chan Cho Lan es tratada con gran respeto. La gente la visita y es amiga de ella. Me pregunto cómo o qué sería considerada su actividad en Edimburgo o Glasgow.

—Los distintos países tienen costumbres distintas, señorita Grantham.

—Ah, sí, hay excusas. Lo que he querido decir es que mi hermano Tobias jamás se ha acercado a uno de esos establecimientos en todos los años que ha vivido aquí. Es un hombre bueno y virtuoso, y algún día, si Dios quiere, será un buen marido para alguna mujer que tenga el buen sentido de darse cuenta.

Elspeth Grantham me resultaba tan molesta como Lilian Lang. Y tuve la sensación de que ambas querían prevenirme.

Prevenirme. Primero la espada de monedas… ahora estas dos mujeres.

¿Estaba teniendo fantasías?

¿Estaba viendo avisos donde no los había?

*****

Por lo menos Jason era feliz. Nunca había echado de menos un padre, pero esto no significaba que no apreciara tener uno. Adoraba a Joliffe. Esto era indudable. Siempre que hablaba de él decía «mi» padre. Lo cierto es que hablaba constantemente de él y rara vez decía una frase en la que no mencionara a «mi» padre.

Y no cabía duda que Joliffe sabía tratar a los niños. Nunca los desdeñaba y ellos nunca dejaban de admirarlo. No los trataba como si fueran niños; podía participar en un juego como si fuera igual a ellos. Parecía capaz de echar hacia atrás los años y convertirse en un chico casi de inmediato, pero seguía siendo siempre el héroe, el que sabía. Siempre me daba la certeza de que tenía tiempo de sobra para Jason. Era como si quisiera compensar los años de la separación.

Juntos hacían volar barriletes, porque Jason nunca se cansaba de su barrilete. Con frecuencia los veía, altos en el cielo. Y no hay barriletes como los barriletes chinos. Yo acostumbraba a contemplarlos desde los cuartos más altos de la casa, y todos mis terrores se evaporaban cuando sabía que mi marido y mi hijo estaban juntos.

Con frecuencia navegaban. Joliffe sacaba a Jason en su lancha y recorrían las bahías y cruzaban a la isla de Hong Kong. Conocían a mucha gente que vivía en las aldeas flotantes y a veces yo veía a Jason gritando un saludo a una mujer con un bebé a la espalda, o a algunos pescadores ocupados con las redes.

Joliffe hacía fácilmente amigos. Era conocido como Adam jamás podría llegar a serlo. Pensé que Jason iba a ser como su padre.

Antes de mi casamiento yo había sido el centro de la vida de Jason. Siempre venía a mí en busca de consuelo; también lo hacía ahora, pero éramos dos, y comprendí que Joliffe representaba para Jason la seguridad, una seguridad que yo nunca hubiera podido darle. Siempre había habido en la actitud de Jason hacia mí cierto tono protector. Se había fortalecido ahora, pero el hombre fuerte era Joliffe, el hombre ante quien debía ceder a su vez. En cierto modo esto me gustaba. Supongo que todo niño necesita un padre y por cierto era difícil encontrar uno más devoto que el de Jason.

No era sólo que Joliffe representara la seguridad: era su habilidad para ser compañero de juegos lo que lo volvía tan atractivo. Jugaban juntos a las adivinanzas; compartían bromas secretas en las que hasta yo quedaba fuera.

Al contemplarlos me preguntaba el por qué de aquel miedo que me roía, por qué la ocasional conciencia de un futuro desastre. ¿Por qué pensaba frecuentemente en la pobre Bella, acercándose a la ventana y arrojándose al vacío, porque la vida le era insoportable? ¿Por qué pensaba en los chismes de Lilian Lang y en los avisos encubiertos de Elspeth Grantham?

Joliffe y Jason solían jugar al volante chino. En este juego, en lugar de golpear con una raqueta un corcho al que habían puesto un círculo de plumas, había que usar los pies. El juego les gustaba bastante y el lugar favorito era fuera de los muros de la casa, cerca de la pagoda.

Una vez, durante este juego, encontraron la puerta trampa. Volvieron a casa llenos de excitación. Yo estaba recostada.

Me había sentido un poco descompuesta al levantarme. Había vuelto la sensación de mareo que había sentido antes. Había pasado ya, pero siempre en esos días me quedaba una especie de flojera, y el deseo de descansar horas por la tarde.

Oí que Joliffe me llamaba, me levanté apresurada del lecho y fui a su encuentro.

¡Jane, ven a ver! ¡Algo extraordinario! ¡Estoy seguro que se trata de una puerta trampa!

Salí de la casa siguiéndolos, pasamos los tres portales y llegamos a la pagoda.

La lápida cuadrada de piedra había estado cubierta por matorrales y Joliffe los hizo a un lado para mostrármela.

—El volante de Jason cayó en medio de las matas —explicó— y, cuando fui a buscarlo, encontré esto.

Me sentí sorprendida.

Desde mi casamiento el entusiasmo por descubrir el secreto de la casa había sido sobrepasado por otros asuntos. Ahora volvía.

Tuve la certeza de que estábamos al borde de un descubrimiento.

Joliffe también estaba ansioso. Teníamos que arrancar la matas. Teníamos que levantar la lápida. Ambos estábamos convencidos que esto nos llevaría a un pasaje subterráneo que conducía hacia el legendario tesoro.

Pero no sabíamos muy bien lo que convenía hacer. ¿Debíamos procurar levantar nosotros mismos la piedra o debíamos pedir ayuda? Joliffe opinó que no era prudente pedir ayuda de fuera. La «Casa de las Mil Lámparas» había sido una leyenda durante tanto tiempo que podía llamar demasiado la atención.

Estoy segura —dije— que existe otra parte de la casa que debemos descubrir. Es la «Casa de las Mil Lámparas», y sólo hemos contado seiscientas.

El entusiasmo de Joliffe no conocía límites. Estaba seguro que íbamos a encontrar una fortuna. Imaginaba los más ricos tesoros.

—¿Sabes qué vamos a encontrar, Jane? La Kuan Yin original. Vale una fortuna.

—Supongo que tendremos que regalarla a algún museo —dije.

—Al Museo Británico —dijo Joliffe—. ¡Pero qué hallazgo!

—Tal vez a los chinos no les guste que la saquen del país.

—Tendrán que aceptarlo.

—Bueno, veremos, porque aún no la hemos encontrado.

Arrancamos las matas y vimos claramente la lápida de piedra, pero no había indicación de cómo podíamos levantarla.

—Lo único que podemos hacer —dijo Joliffe cuando la hubimos examinado minuciosamente en busca de un resorte secreto— es levantarla y ver lo que hay debajo.

Fue difícil realizar la operación sin llamar la atención. Los criados eran conscientes de lo que estábamos haciendo. Adam se presentó y se unió a nosotros.

—Aquí puede estar la respuesta al misterio —dijo, con los ojos brillantes.

Todos visualizábamos una escalera que iba a llevarnos a los sótanos debajo de la casa, en los que estaba oculto el tesoro.

¡Qué desilusión nos aguardaba! Tras muchos esfuerzos los hombres lograron mover la lápida de piedra. Sólo había tierra debajo… el hogar de miles de escurridizos insectos.

Joliffe y Adam levantaron entre los dos la lápida y, al hacerlo, se les escapó de entre las manos. Rápidamente saltaron hacia atrás en el momento en que la piedra golpeó contra la pared de la pagoda.

Hubo un ruido como de desmoronamiento.

Estábamos demasiado apabullados por la desilusión para darnos cuenta del daño causado, pero, cuando entramos a la pagoda vi con horror que el golpe había dañado a la diosa de piedra. Parte de la cabeza yacía en fragmentos en el suelo.

Joliffe dijo, con mal humor:

—Parece que realmente ha perdido la cara.

*****

Era inevitable que el daño provocado a la estatua fuera considerado un mal presagio.

Nosotros —diablos extranjeros— lo habíamos hecho. La diosa iba a enojarse con nosotros. Descuidadamente habíamos dañado su imagen.

—Muy malo para la casa —dijo Loti—. La diosa no estar contenta.

—Debe saber que fue un accidente.

Ella meneó la cabeza y tuvo una risita.

Cuando fui más tarde a mi cuarto encontré la espada de monedas colgando de la pared, encima de la cama.

—¿Quién la ha puesto ahí? —pregunté. Loti asintió, indicando que ella lo había hecho.

—¿Por qué?

—Mejor —dijo ella—. Protege. Mejor lugar.

Era evidente que pensaba que yo necesitaba una protección especial.

—Oye, Loti; yo no levanté la lápida. Simplemente estaba mirando. ¿Por qué soy yo quien necesita ser protegida contra la ira de la diosa?

—Usted Ama Suprema. La casa pertenecerle.

—¿Y por lo tanto soy responsable de lo que pasa en ella?

Loti indicó, asintiendo, que esta injusta suposición era verdad.

Para no contrariarla dejé la espada de monedas donde Loti la había colgado. Y debo confesar que sentí cierta tranquilidad al verla allí. Me estaba volviendo supersticiosa, como suele ocurrir a la gente que se cree amenazada.