Mis tranquilos cálculos quedaron borrados. Comprendí que nunca hubiera podido casarme con nadie que no fuera Joliffe. Estaba tan sometida, tan ansiosa, tan enamorada como en los años anteriores. Estaba inquieta. No quería mirar más allá del futuro inmediato. Y sabía que no iba a dejar que nadie se cruzara en mi camino.
Estaba viviendo en el paraíso de Fo, donde se realizan todas las perfecciones imaginables para los deseos y las necesidades del hombre. Todo lo que me rodeaba era hermoso. Todo había cambiado. El mundo se había convertido en un lugar de maravilla.
Estaba enamorada y no iba a permitir que ninguna barrera trabara mi felicidad. Iba a casarme con Joliffe.
Después comprendí que algunas personas iban a sentirse heridas ante aquella dicha. En primer lugar el bueno de Toby. Nunca olvidaré la expresión afligida de su cara cuando se lo dije.
—De modo que él ha vuelto —dijo con voz apagada.
—Sí —contesté sobriamente— y en cuanto volvió comprendí que era inevitable.
Toby no contestó. Miró por la ventana de la oficina hacia el puerto, los sampans amontonados con las cuerdas de colgar ropa tendidas entre ellos, el ir y venir de los hombres de los carritos. Veía a miles de ellos, pero no los veía: veía sólo el sueño que se había forjado de que estuviéramos juntos; y el regreso de Joliffe había destruido ese sueño.
Todo lo que él dijo fue:
—Jane, no debería usted apresurarse.
—Lo sé —contesté amablemente. —De verdad no me apresuro. Usted conoce mi historia. Joliffe y yo estuvimos juntos tres meses y Jason es hijo nuestro. Tenía que ser, Toby.
Él asintió.
—¿Y Jason? —dijo.
—Joliffe es el padre de Jason —contesté.
—¿Habrá cambios… aquí? —movió vagamente la mano.
—¿Quiere usted decir en el negocio? ¡Oh, no! Quiero que todo siga igual… como lo quería Sylvester.
Toby meneó la cabeza.
—Toby —dije— no habrá diferencia para usted. Entiéndalo. Usted era gerente de Sylvester y lo seguirá siendo.
Pero él se limitó a mirarme tristemente. Sentí una súbita rabia de que la piedad hacia él estorbara mi felicidad.
Adam pareció menos resignado. En el primer momento quedó petrificado; después se enojó. Se enojó contra el destino, contra Joliffe, contra mí.
—¡De modo que va usted a casarse con Joliffe! —dijo.
—Creí haber estado casada antes con él —contesté amablemente—. Y ahora que él está libre y yo estoy libre…
—Usted está loca —dijo él.
—No lo creo, Adam.
—Creía que iba usted a tener el sentido común de darse cuenta que la cosa no va a marchar.
—Mi instinto me dice lo contrario.
—Como siempre, usted cree lo que desea frente a las circunstancias. ¿Por eso que la engañó, le dio un hijo sin padre para traer al mundo, un niño que no tenía nombre hasta que mi tío se lo dio?
—No fue culpa de Joliffe. Él ignoraba que su mujer estaba viva.
—Es usted muy inocente, Jane. Por eso me preocupa.
—Tengo bastante experiencia del mundo y soy capaz de defenderme.
—No me parece. Se metió usted en un lío, logró salir libre y ahora está dispuesta a hacer lo mismo.
—No estoy de acuerdo con usted.
—No, claro que no. Basta que él se presente con unos cuentos creíbles y usted está dispuesta a dejarlo todo…
Sentí pena; comprendí que se sentía herido. Sabía que, en los últimos meses, había creído posible que yo me casara con él. Incluso yo misma lo había pensado vagamente. Debía haberle dicho desde el principio lo que yo sabía en mis sentimientos más profundos; nunca iba a existir nadie fuera de Joliffe.
Había algo que me trastornaba aún más. Yo estaba haciendo lo que Sylvester me había prevenido que no hiciera. Me había dicho que no confiaba en Joliffe. Y había indicado que deseaba que me casara con Adam al nombrarlo tutor de Jason. No podía haber hablado más claramente. No podía sacar de mi mente a Sylvester, y su recuerdo proyectaba una sombra sobre el éxtasis de mi reunión con Joliffe. En sueños podía oír su voz: «Es una trama que se repite».
—Ahora es distinto, Sylvester —murmuré esa mañana al despertar.
Era distinto. Joliffe estaba libre ahora, y yo lo amaba tanto que nunca iba a poder ser feliz sin él.
Hasta Loti parecía desesperada.
—El año ha terminado —dijo— y usted casarse. La casa no estar contenta.
—Qué tontería —repliqué.
Ella levantó las manos en un gesto desesperanzado; sus cejas como medias lunas se levantaron. Después se llevó el dedo a los labios.
—Usted oír. Usted sentir.
—No oigo nada —dije.
—Está aquí. La casa no contenta.
Había miedo en sus ojos; miró por encima del hombro como si realmente creyera que una deidad iba a adelantarse y golpearnos de muerte.
—La diosa previene —dijo—. Se oye en los cascabeles. Dicen: «No bueno».
—¡Semejantes tonterías! —dije—. Primero la diosa perdía prestigio porque una mujer era propietaria de la casa; quería que encontrara marido rápidamente… según dijiste. Y ahora voy a casarme y aún no está contenta. ¿Qué quiere?
—Usted no entender, Gran Señora —dijo.
Pero si la diosa estaba descontenta junto con Loti, Toby y Adam, había alguien que estaba radiante.
Jason me puso las manos sobre las rodillas y me miró, con la cara radiante.
—Tendré un padre —dijo.
—Sí, Jason —contesté—. Eso te gusta, ¿verdad?
Él rió. Claro que le gustaba.
—Te diré algo —dijo poniéndose de puntillas.
—Te oigo, Jason.
—Él ha sido mi padre todo el tiempo. Me lo dijo.
*****
Nos casamos y me sentí tan dichosa como no había creído volver a serlo.
Joliffe había querido una luna de miel, pero yo me negué. Tendríamos que llevar a Jason, dije, si nos íbamos. Él protestó un poco pero finalmente estuvo de acuerdo conmigo, porque, ¿dónde íbamos a ir fuera de China? Y no me parecía conveniente llevar con nosotros a Jason.
—¿Qué importa una luna de miel? —dijo Joliffe—. Lo importante es el matrimonio… estar juntos por el resto de la vida, Jane. ¡Qué perspectiva!
Era una perspectiva gloriosa. Ahora podíamos empezar a soñar y planear, como lo habíamos hecho hacía años. Retomábamos los hilos de nuestra historia.
Eran unos días de maravillosos aquéllos en los que él y yo salíamos solos dejando a Jason al cuidado de Loti; otras veces lo llevábamos con nosotros. Cruzábamos a la isla de Hong Kong y hacíamos picnics en la arenosa playa de Big Wave Bay. A veces salíamos a cabalgar y contemplábamos a los trabajadores en los mullidos campos. Hacíamos compras en el Mercado de Ladrones y espiábamos en los templos donde brillaban los palillos de «joss» en los altares y el incienso pendía en espirales desde el techo; nos hicimos echar la suerte por el adivino de la calle y el gorrión domesticado sacó para nosotros la carta de la suerte. Tomamos una lancha y recorrimos la bahía y arrojamos monedas a los chicos que se zambullían en el agua clara para recogerlas. Todo parecía bello: los sampans balanceándose en el agua, las mujeres con los bebés colgados a la espalda, los hombres de los carritos con sus sombreros coolies, los dueños de los quioscos sentados en el pavimento discutiendo con los que compraban mercaderías. Era un lugar hermoso con su aroma de pescado seco por todas partes y los anuncios pintados colgando de las tiendas adornadas con exquisitas letras chinas.
Era otra vez París. Era el halo del amor que lo envolvía todo, acentuando los colores, convirtiendo el mundo en una danza, poniendo incluso un toque de belleza en los rostros fatigados por el trabajo de las mujeres hakka.
Una mañana en la que estaba acostado, despierto y hablaba de la maravilla de estar otra vez juntos, Joliffe mencionó a Jason, y dijo cuán encantado estaba con el niño, cómo había pensado en él constantemente y había luchado contra un destino que lo separaba de su hijo.
—Y ese testamento de Sylvester —dijo—. ¡Pensar que ha nombrado a Adam como tutor! No me gusta, Jane.
—Es sólo en caso de que yo muera —dije.
Él me estrechó contra sí.
—No menciones eso.
—Mi amor, es algo en lo que no pienso.
—De todos modos no sucederá. Moriré yo antes.
—No —dije con temor.
Nos abrazamos, pero Joliffe soltó una carcajada.
—¿Quién va a morir? Somos jóvenes, ¿verdad? Estamos sanos. Viviremos años y años, ambos. De todos modos tú eres más joven que yo, Jane. Por eso, yo moriré primero.
—No podría soportarlo —dije.
—¡Qué tontos somos! —Él me revolvió el pelo—. Decimos que uno va a morir primero porque no queremos ser el que quede con vida. Pero le tocará a uno de los dos.
Por un momento guardamos silencio, después reímos, hicimos el amor y fuimos dichosos, pero, antes de dormirnos, Joliffe dijo:
—Hay que cambiar eso, Jane.
—¿Cómo… puede cambiarse?
—Fácilmente. Sylvester ha nombrado a Adam tutor de Jason. No puedo tolerar que nadie sea el tutor de mi hijo. Pero es lo que sucederá si tú… Jane…
—Si yo muriera —dije—; sí, si yo muriera mañana Jason lo heredaría todo, y Adam sería su tutor.
—Sylvester no sabía que tú y yo íbamos a casarnos —dijo Joliffe.
Quedé pensativa. ¿Qué había pensado Sylvester? Él sabía el dolor que yo había padecido al perder a Joliffe. ¿Se le había ocurrido alguna vez que Joliffe pudiera volver, que nos casáramos? Naturalmente que lo había pensado, pero, de todos modos, había nombrado tutor a Adam… quizás por el mismo motivo.
Joliffe dijo:
—Eso debe cambiarse. Será fácil. Tú puedes hacerlo. Tienes poder para eso.
—No estoy segura. Ésos son los términos del testamento.
Y pensé: ¿Por qué nombró Sylvester a Adam? ¿Por qué creía que iba a casarme con Adam? ¿Por qué quería que yo me casara con Adam?
—Debes hacerlo, Jane. Jason es hijo mío —besó con ternura mi oreja—. No tolero incluso que esté escrito que otro puede ser su tutor.
—No pienso morir en mucho tiempo, Joliffe.
—¡Dios, no! Vivirás muchos años. Y volveremos a Inglaterra. Iremos a Roland’s Croft. Siempre me gustó el lugar. Es tuyo ahora. Me pregunto qué estará haciendo la vieja Couch. ¡Se alegrará tanto de vernos! ¿No te gustaría volver? ¡Cómo me gustaría estar allí… ir al bosque donde nos conocimos! ¿Recuerdas ese día? La lluvia… ¿cómo nos protegimos?
—Nunca lo olvidaré. No creo que Jason recuerde ahora muy bien a Roland’s Croft.
—Tendrá que ir al colegio. Entonces todos volveremos.
—Sí —dije— todos volveremos. Toby se encargará aquí de los negocios. Pero primero quiero descubrir el secreto de las mil lámparas.
—Lo descubriremos juntos… entre otras cosas.
—¿Por ejemplo?
—Tendrás que descubrir cuánto te quiero y cuánto me quieres tú.
—¿Crees que ya no sé cuánto te quiero?
—Éstas son cosas mucho más importantes que el asunto de las lámparas. Y oye Jane, para poner las cosas en orden, vete mañana a lo del abogado y arregla las cosas. Nadie más que yo puede ser el tutor de mi hijo.
—Veré mañana al abogado —prometí.
*****
El abogado Lampton, que se había ocupado de los asuntos de Sylvester desde hacía años, escuchó atentamente lo que yo le dije. Era evidente que estaba muy enterado de la cuestiones de la familia y tuve la certeza de que Sylvester había discutido con él la conveniencia de aquel testamento.
—Ha sido la voluntad de Sylvester Milner que su hijo, Jason, estuviera bien cuidado en caso de morir usted. Era algo que lo preocupaba extremadamente.
—Lo sé —dije— pero mi hijo tiene padre. A ningún padre puede gustarle que otro hombre sea tutor de su hijo.
El señor Lampton asintió.
En verdad se trata del negocio, señora Milner. El señor Milner quiso que su sobrino se hiciera cargo de él en caso de morir usted antes de que su hijo tuviera edad para dirigirlo por sí mismo. Y eligió a ese sobrino.
—Sé que lo consideraba firme y serio, como en verdad lo es. Pero mi matrimonio lo cambia todo. Mi marido trabaja ahora conmigo. Sería un error poner lo que él está construyendo en manos de otro… en caso de mi muerte.
—Naturalmente nada la impide a usted hacer testamento a favor de su marido, pero existe la posibilidad de que, en caso de que usted muriera, Adam Milner cuestione el testamento. Ningún tribunal entregará la custodia de un niño cuyo padre está vivo a otro hombre, pero el negocio puede traer complicaciones. Aunque le repito que puede usted testar a favor de su marido.
—Lo haré —dije.
*****
Al volver a casa conté a Joliffe lo que había pasado.
—De manera que te asegurarás de que no me quiten a Jason…
—Ciertamente lo haré y sin demora. Supongo que Adam se enojará.
—No se lo digas.
—¿Te parece correcto?
—Escucha, Jane: tú no te vas a morir. Las cosas seguirán como están por años y años. No es necesario darle un disgusto.
—Pero él seguirá creyendo…
—Déjalo que crea lo que quiera. Si tiene sentido común se dará cuenta que nunca permitiré que nadie se haga cargo de mi hijo.
—En cierto modo me parece justo…
Él me rodeó con sus brazos y rió.
—No queremos rencores. Las relaciones con Adam son ahora bastante amistosas. Deja que sigan así.
—¿Y si yo muriera…?
—No morirás. Yo no lo permitiré.
Me estrechó con fuerza y yo olvidé temporalmente mis preocupaciones. Pero aquella noche soñé con Sylvester. En el sueño me clavaba fijamente la mirada unos segundos, como lo había hecho años atrás en Roland’s Croft, cuando yo le había dicho que iba a casarme con Joliffe: después meneaba tristemente la cabeza.
*****
Una semana después empecé a sentir los mareos por primera vez.
Me sentía perfectamente normal al despertar, pero, cuando dejé la cama, el cuarto pareció vacilar a mi alrededor. Fue sólo un segundo, pero me dejé caer en el lecho, presa de una oleada de náuseas.
Descansé echada sobre las almohadas. Joliffe había salido temprano aquella mañana. Iba a ver unos marfiles a unas millas de Kowloon.
Me sentí mejor al recostarme y me pregunté si estaría encinta. No había otras señales. Pensé que sería una gran dicha tener otro niño.
Había hecho testamento nombrando a Joliffe tutor de su hijo y poniéndolo a cargo de todo hasta que Jason fuera mayor de edad, en caso de que yo muriera. Era absurdo, pero me producía inquietud la idea de morir y dejar a Jason y a Joliffe. Creo que es lo que debe pasarle a la mayoría de la gente cuando hace un testamento.
Joliffe trabajaba con entusiasmo en el negocio que había sido de Sylvester. Había dicho que marido y mujer no podían ser rivales. A Toby no le había gustado mucho la idea, aunque no lo demostró claramente, pero yo lo conocía lo bastante como para percibir cierta tristeza en sus maneras.
Con algunos hombres se habría producido una situación muy difícil, pero Toby no era tipo de imponerse. Dirigía el negocio, era el mejor gerente dentro de la profesión. Adam hubiera querido llevarlo consigo, pero él había seguido siéndome fiel, incluso ahora con la llegada de Joliffe, que se había encargado de muchas cosas.
Llegó Loti y se plantó junto a mi cama.
—¿No estar bien hoy, señora?
—Me sentí un poco descompuesta al levantarme.
—Quédese en cama.
—Ni pienso. Ya me levanto.
Ella me miró ansiosa y trajo mi salto de cama para que me lo pusiera.
Me puse de pie. El cuarto seguía firme.
—Estoy ya mejor —dije— no ha sido nada.
Pero todo el día me sentí desanimada y dormí por la tarde.
Pensé en Sylvester. Él se había quejado de mareos al levantarse y en esos días solía dormir mucho y no sentía deseos de hacer nada más.
Era un sentimiento penoso.
«Pobre Sylvester», pensé. «Me gustaría que supiera que está con tanta frecuencia en mis pensamientos».
*****
Acababa de llegar un barco de Inglaterra, lo que siempre representaba excitación. Trabajaban mucho descargando en los muelles y, a su debido tiempo, las mercaderías eran llevadas a El Bajo. Siempre nos interesaba saber lo que nos enviaban los agentes de Londres.
También había pasajeros y, para muchos, ocasión de recibir antiguos amigos. Joliffe tenía cantidad de amigos y le gustaba recibirlos en casa. La actividad social había aumentado desde mi casamiento. A veces comíamos a la manera china, lo que siempre interesaba mucho a la gente que acababa de llegar, especialmente si era la primera vez que venían a Hong Kong. A los criados también les gustaba. Les parecía que la casa «se honraba» cuando venían europeos y eran recibidos a la manera china.
Joliffe estaba en mejores relaciones con Adam. Era como si quisiera compensar lo que habíamos hecho con el testamento, pero yo seguía sintiéndome incómoda en presencia de Adam, y hubiera preferido decirle lo que sucedía. Después de todo era razonable. Naturalmente yo deseaba que mi marido no sólo fuera tutor de mi hijo, sino también custodio de sus intereses, especialmente ahora, que Joliffe trabajaba en el negocio. Adam era un hombre lógico: estaba segura que iba a entender.
Mucho de aquella reserva que me había irritado al comienzo de la relación volvió a él. Pero estaba contenta de que él y Joliffe se entendieran mejor.
Cuando Joliffe quería que diéramos una comida, siempre invitaba a Adam, y decía: «¿Hay alguien a quien desees invitar? Hagamos que esto sea una reunión de familia». Aquello era típico del carácter libre y fácil de Joliffe y, con frecuencia, Adam venía a la «Casa de las Mil Lámparas».
Una noche ocurrió algo inquietante. Abrí uno de mis cajones y encontré un objeto que no había visto antes. Intrigada lo saqué y lo examiné. Era una cantidad de viejas monedas en cada una de las cuales habían hecho un agujero cuadrado: estaban unidas por un trozo de hierro en forma de espada con una empuñadura en forma de cruz.
No supe quién la había puesto allí. Mientras estaba sentada examinándola, entró Loti. Dijo:
—Usted querer llevar esta noche su vestido de seda azul. Yo lavar…
Después se interrumpió de golpe y quedó mirando fijamente el objeto que yo tenía en la mano.
—¿Qué pasa, Loti? —pregunté.
Ella siguió con la mirada fija: después se encogió de hombros y rió, pero era la risita que yo asociaba con el horror o el miedo.
—Usted tener espada de monedas —dijo—. ¿Quién darla?
—Estaba en mi cajón. ¿Quién la puso allí y qué es? ¿Qué significa?
Ella meneó la cabeza y volvió el rostro hacia la pared.
—Vamos, Loti —dije impaciente— ¿de qué se trata?
—Alguien ponerla —dijo ella.
—No hay duda que alguien la puso en mi cajón. ¿Sabes quién puede haber sido?
Ella sacudió la cabeza.
—Debe haber sido uno de los criados.
—Para suerte —dijo ella— debe colgar sobre la cama.
—No lo creo —dije—, pero me gustaría saber quién la ha puesto ahí.
Loti cogió con viveza la espada de monedas y la examinó.
—Usted ver fecha en monedas. Si colgar sobre cama el emperador en cuyo reino hicieron monedas vigilar a usted. Apartará los espíritus del mal.
—Es interesante —dije yo. Ella asintió.
—Estas espadas estar siempre en casas donde viene la muerte. Si hay crimen en la casa… o, si alguien matarse… debe haber espada de monedas para alejar espíritus del mal y proteger.
—En la casa donde se ha cometido un crimen o alguien se ha suicidado… pero…
Loti meneó la cabeza.
—Haber malos espíritus cuando alguien quitarse la vida… la propia o la de otro. En esa casa hay espada de monedas. Protege.
—No ha habido crimen ni suicidio en nuestra familia. Loti guardó silencio.
—Bueno —dije— me pondré mañana el vestido de seda. Buenas noches, Loti.
—Usted colgar encima de la cama —dijo—. Mantiene el bien aquí, fuera el mal.
Meneé la cabeza.
—Es una pieza interesante. Me pregunto quién la habrá puesto en mi cajón.
*****
Le conté el incidente a Joliffe.
—Joliffe, ¿has oído hablar de una espada de monedas?
—Naturalmente. Son fascinantes. Los chinos son muy supersticiosos al respecto.
—Loti me habló algo de ella.
—Las antiguas valen bastante. Depende, naturalmente, de la fecha de las monedas. Las cuelgan sobre la cama como un amuleto. Se usan en casas donde ha habido una muerte violenta, particularmente en caso de suicidio.
—Pusieron una en mi cajón. Me pregunto quién lo habrá hecho. ¿Fuiste acaso tú, Joliffe?
—Querida, si quisiera hacerte un regalo de ese tipo no lo habría escondido en un cajón.
—¿Pero quién puede haberla puesto?
—¿Le has preguntado a Loti?
—Ella no sabe nada. Pero quedó bastante preocupada. Parece que es una especie de talismán.
—Interesante —dijo Joliffe.
Después olvidamos el asunto, porque todavía no podíamos sobreponernos a la excitación que nos producía el hecho de estar juntos. Pero más tarde pensé en el talismán.
*****
Íbamos a dar una comida y decidimos que fuera a la manera china. Durante todo el día se prepararon platos y había una agradable agitación entre los criados.
Joliffe estaba ansioso de que la comida fuera un éxito, y cuando Adam prometió llevar a los invitados a casa de Chan Cho Lan para ver unas danzas, quedó encantado.
—Conocerá usted a los Lang —dijo Adam—. Él es un viejo amigo mío. Su mujer murió hace poco, pero ha vuelto a casarse. Es la primera visita de su nueva esposa a China. Dicen que es encantadora pero una cabeza hueca. Quedará fascinada con todo.
Toby y su hermana fueron invitados y, por lo tanto, se podría también hablar de negocios. Yo sentía cierto temor ante la idea de que los dos hombres que habían querido casarse conmigo estuvieran allí, con mi marido.
Cuando me vestí para la comida, con un vestido de seda verde, me observé atentamente en el espejo y procuré verme tal como me veía Joliffe. Yo no era ni guapa ni fea; tenía cierta vitalidad y mucha compostura, adquirida durante mi matrimonio con Sylvester y acrecentada durante el año de viudedad. En los últimos meses me había ablandado un poco; me había hecho vulnerable, como sucede cuando se está enamorado.
Consideré esto y me estudié a mí misma. Amar era quizás una bendición. Uno no podía amar sin miedo a causa del amado. Si Jason sufría alguna enfermedad infantil, yo padecía agonías mentales imaginándolo muerto y siguiendo su ataúd hasta la tumba. Todo porque lo amaba. Y ahora Joliffe… me aterraba que no estuviera a mi lado. Visualizaba todos los peligros que podían acecharlo en este país. Amar era sufrir. Yo era en verdad vulnerable.
Y esta mujer de apariencia normal… no, tal vez no me hacía justicia, quizás debía decir esta mujer tolerablemente atractiva, joven y no llamativa, había tenido tres pretendientes… todos hombres capaces y con encanto.
Vi que mis labios se curvaban levemente, vi el relámpago de cinismo en mis ojos. Puesto que yo era una mujer muy rica, podía ofrecer mucho más que mi sola persona. Y sin embargo no podía creer que aquellos hombres fueran interesados… no enteramente. Joliffe me amaba; me lo había dicho cien veces. ¿Y Adam y Toby? También me lo habían mostrado; y Toby con su dolorosa resignación. Es raro, me dije. Estoy segura de que les importo algo, pero la fortuna puede haber hecho que el platillo se incline a mi favor.
En este estado de ánimo bajé para la comida.
Adam tenía razón cuando había dicho que la señora Lang era una cabeza de pájaro. Era una mujer muy bonita, con esponjoso pelo rubio, y hablaba incesantemente en frases entrecortadas, muchas de las cuales quedaban sin terminar.
Hong Kong era maravilloso. Naturalmente había oído comentar… pero no había adivinado hasta qué punto. Ese querido Jumbo… Así llamaba a su marido… le había dicho que quedaría encantada, y de verdad lo estaba. ¡Tantos botes! ¡Qué paisaje! No es que a uno le gustara vivir en un barco… ¡Y los bebés colgados de la espalda de sus madres! Era raro que no se cayeran…
Tenía tendencia a dominar la conversación con su charla incesante que podía resultar pesada para los que querían hablar de cosas más serias.
La señora Lang había conocido a Joliffe en Londres y era evidente que se interesaba más en él que en los otros invitados. Procuraba hablar con él todo el tiempo a través de la mesa.
Yo prestaba atención a Jumbo, que me hablaba de un jarrón que había descubierto. Era de porcelana decorada en esmalte verde y negro, y podía ser de la dinastía Ching. Al mismo tiempo oí que la señora Lang decía a Joliffe:
—Querido, qué momento tan terrible… pobre mujer, pobrecita… Y tanto alboroto… tan incómodo para usted…
Joliffe dijo:
—Es el pasado. Mejor olvidarlo.
—Tiene usted razón, siempre es mejor olvidar lo desagradable… Y ahora tiene usted esta esposa maravillosa… Pero mi pobrecito Joliffe… ¡sentí tanta pena por usted! Tantas cosas en los diarios… ¡y la gente que se puso tan desagradable! Siempre lo son… quiero decir, siempre buscan echar la culpa a alguien, ¿no es así? Y si se trata de una mujer o de un marido… lo primero que hacen es sospechar del otro…
Debí haber demostrado claramente que no atendía a la descripción del jarrón Ching, porque Jumbo dijo:
Querida Lilian, estás hablando de más.
—Querido Jumbo, siempre lo hago, ¿verdad? Pero tenía que decirle a Joliffe cuán desolada me había sentido… Una época terrible… Ya ha pasado por suerte y él está dichosamente casado… me siento tan feliz por él…
Joliffe me miraba intensamente. Yo bajé los ojos. Tenía miedo. Había algo concerniente a Bella que yo ignoraba.
El individuo llamado Jumbo debía estar acostumbrado a rectificar los tropiezos de su mujer; dijo suavemente:
—Estaba hablando de ese jarrón Ching. Me gustaría que usted lo viera, Joliffe. Creo que se lo venderé al conde de Grasse. Está muy interesado. ¿Ha visto usted su colección?
—Sí —contestó Joliffe— es magnífica.
—Ésta será una linda adquisición.
Miré a Joliffe a los ojos. Él procuraba calmarme. Era la suya una expresión que yo conocía bien. Significaba: «puedo explicártelo». Ya la había visto antes.
*****
Nunca hubo una reunión más larga. Los invitados volvieron a casa después de la exhibición de danzas y transcurrieron horas hasta que partió el último carrito.
En nuestra habitación esperé a Joliffe. Él se demoraba. En cuanto entró, le dije:
—¿Qué sugería esa mujer?
—¡Ah, la señora Lang! ¡Es una estúpida con cabeza de pájaro! Me sorprende que Jim Lang se haya casado con ella. Ya tiene edad de saber mejor lo que hace…
—Ella dijo algo acerca de… Bella.
—Sí, acerca de Bella. ¿Qué dijo?
—Dijo algo en el sentido de que te echaban la culpa. Bella ha muerto, ¿verdad?
—Bella ha muerto —dijo él.
—Joliffe, dime por favor a qué se refería esa mujer.
Él suspiró.
—¿Tenemos que volver sobre el tema? Bella ha muerto. Ese incidente en mi vida ha terminado para siempre.
—¿Estás seguro, Joliffe?
—¿Qué quieres decir? Claro que estoy seguro. Mira, Jane, es tarde. Hablaremos en otra ocasión.
—Tengo que saberlo ahora, Joliffe.
Él se acercó y puso las manos sobre mis hombros, hechizándome con su encanto.
—Estoy cansado, Jane. Vamos, ven a la cama.
Me mantuve firme.
—No podría dormir. Quiero saber a qué se refería esa mujer.
Él me rodeó con su brazo y me llevó hacia la cama. Nos sentamos allí, juntos.
—Se refería a la muerte de Bella.
—Ella murió de una enfermedad incurable. Fue agravada por su accidente. Es lo que me has dicho. ¿No es acaso verdad?
—Es verdad… en cierta medida.
—Debe ser verdad o mentira. ¿Cómo puede ser verdad en cierta medida?
—Bella murió víctima de una enfermedad incurable. Es lo que te he dicho.
—Pero eso es sólo verdad en cierta medida. ¿Qué significa eso?
—No te dije que se había suicidado.
—Ella… se suicidó —contuve el aliento—. ¡Oh, Joliffe, eso es verdaderamente terrible!
—Había ido a ver a un especialista. Sabía lo que le esperaba. Progresivamente iba a empeorar y el final iba a ser… doloroso. Se quitó la vida.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—No quería preocuparte. No era necesario decírtelo. Estaba muerta y yo era libre. Eso era todo para ti.
Guardé silencio unos momentos, después dije:
—¿Cómo lo hizo?
—Se tiró por una ventana.
—¿En la casa de Kensington?
Él asintió. Pude verlo claramente. El cuarto de arriba que daba sobre el jardín pavimentado, con su solitario peral.
—Albert y Annie…— empecé a decir.
—Fueron muy buenos… me ayudaron mucho, como puedes suponer.
—¿Qué quiso decir esa mujer al referirse a la culpa?
—Hubo una investigación. Ya sabes hasta qué punto las pesquisas son severas. Se supo que no vivíamos exactamente en armonía. Algunos censuraron.
—Quieres decir que te echaron la culpa…
—No lo hizo nadie en particular. Fueron murmuraciones aquí y allá.
Me estremecí. Joliffe me estrechó contra él.
—No lo tomes tan a pecho, Jane. Ya ha pasado. Hace casi tres años. Es inútil revolver ahora la cosa. ¡Cómo desearía que esa mujer no hubiera puesto los pies en casa! —con suavidad fue soltando los broches de mi vestido—. Ven —dijo—, es inútil seguir escarbando el pasado.
—Hubiera preferido que me lo dijeras —exclamé—; detesto enterarme de esa manera.
—Te lo habría dicho a su debido tiempo. Ahora no quería estropear las cosas.
Le había oído usar palabras casi idénticas. Se había casado con Bella y la había creído muerta en un accidente, pero no había querido decirme nada, y yo no había tenido noción de su existencia hasta que apareció con sus devastadoras noticias; del mismo modo no había sabido, hasta que me enteré por la conversación de una invitada frívola, que Bella se había suicidado.
Joliffe me tranquilizó. ¡Me amaba tanto! Quería que nuestra dicha fuera perfecta. ¿Iban a echarle en cara toda la vida una locura juvenil? Se había casado con Bella, la había creído muerta y se había casado conmigo. Debíamos olvidar las feas tragedias del pasado. Todo andaba bien entre nosotros.
Siempre sabía calmarme; siempre podía hacerme ver un futuro rosa. Era su fuerza. Me podía demostrar que, mientras él estuviera a mi lado, y pudiéramos seguir unidos, yo era feliz.
Así me fue llevando a una sensación de seguridad. Ya no quise ver más allá de esta noche, en la que me rodeaban los brazos de Joliffe.
Pero después, por la mañana, cuando quedé sola en nuestro dormitorio abrí el cajón y vi allí la espada de monedas.
Pude oír la voz de Loti: «Una protección contra el mal… el mal que hay en una casa donde se ha producido un suicidio o una muerte violenta».
Muerte violenta, pensé. Eso podía significar un asesinato. El asesinato podía no ser violento. Podía escabullirse en silencio…
Mentalmente vi el rostro de Sylvester, la cara consumida, la piel color pergamino, tensa sobre los huesos prominentes.
Después lo recordé cómo había sido la primera vez que lo había visto en el Cuarto de los Tesoros. Era diferente entonces.
Muerte violenta. Suicidio… o asesinato.
Cogí la espada de monedas, que traía buena suerte a una casa donde había estado el mal. Un talismán. Alguien había pensado que yo lo necesitaba. ¿Quién? ¿Y contra qué?
Había un miedo real ahora en la casa. Estaba allí, como una presencia. Estaba al acecho de una víctima. ¿Quién era esa víctima? ¿Acaso alguien quería prevenirme que era yo?