Adam, Loti y yo fuimos invitados a visitar a Chan Cho Lan.
Adam me explicó.
—La dama es una fuerza en el distrito. Nuestra familia la conoce desde hace años. En un tiempo actuó como vínculo entre nosotros y algunos ricos mandarines. Es de buena familia y no hay nadie como ella en Hong Kong, porque, al igual que usted, es dueña de su casa y no tiene ahora marido. Posee un gran establecimiento donde enseña a las muchachas las gracias de la vida social.
Le dije que Loti me había llevado a visitarla y que ya la conocía.
—Loti le tiene mucho miedo —dije—. Creo que, cuando me llevó, temía que yo no observara la etiqueta como es debido. Loti, que se educó cierto tiempo en casa de ella, conoce bien la etiqueta. Todo me pareció fascinante. ¿Por qué ha vuelto a invitarnos?
—De vez en cuando invita a los miembros de nuestra familia. Es para mostrar que sigue teniendo buena voluntad hacia nosotros.
Recordé la vez que había estado allí y las extrañas gracias de aquella mujer. Me puse un vestido de seda chiffon blanco, porque aún estaba de luto por Sylvester. Era un color que me sentaba y me sentí contenta. No era que pretendiera rivalizar con la belleza y la gracia de Chan Cho Lan, pero me pareció que debía presentarme lo mejor posible.
Loti estaba encantadora con un cheongsam de seda verde claro; llevaba el pelo suelto y se había puesto en la cabeza una flor de rosa.
Hicimos a pie la corta distancia y, al atravesar los portales oí el gong y los acordes de esa peculiar música china, tintineante y desafinada. Cuando entramos Chan Cho Lan se levantó de su cojín para saludarnos.
Reconocí el aroma de jazmín y rosa cuando se balanceaba ante nosotros… como la belleza en persona. Su vestido era de color lila pálido, bordado de oro; su precioso pelo estaba sujeto con alfileres enjoyados y el delicado color de su cara era exquisito.
Adam parecía enorme a su lado, y ella le hizo una profunda reverencia. Después ambos juntaron las manos y las levantaron dos o tres veces hacia sus cabezas.
Adam dijo:
—¿Han? Tsing, tsing.
—Tsing, tsing —murmuró Chan Cho Lan.
Después me saludó de la misma manera.
Con Adam marchando a su lado, nos condujo desde la sala de recibo hasta un comedor, dónde había una mesa redonda con boles chinos, cucharas chinas y palillos de marfil.
Chan Cho Lan y Adam hablaron en cantonés, idioma que Adam parecía hablar perfectamente. Estaba sentado al lado de la dueña de casa; Loti y yo ocupamos los lugares que nos indicaron. Me sorprendió que Loti estuviera incluida, y me pregunté si era Adam quien lo había pedido. Más de una vez había demostrado su interés en la chica, y era evidente hasta qué punto le gustaba que Loti hubiera caído bien en mi casa.
Un criado trajo servilletas húmedas y calientes en una bandeja. Las tomamos con pinzas y nos limpiamos las manos; eran fragantes y olían a agua de rosas.
Trajeron un té con olor a jazmín, y éste fue evidentemente el preludio de la comida. Chan Cho Lan dijo hasta qué punto nuestra presencia honraba su miserable mesa, y con cuanta alegría nos daba la bienvenida. Adam contestó por los tres. Daba la sensación de conocer exactamente lo que se esperaba que hiciera como si comer en tales circunstancias fuera para él una cosa diaria.
La dueña de casa me estudiaba con interés. Dijo que mi presencia honraba a Hong Kong. Yo era una dama de gran importancia. Muy ilustre. Adam levantó la pequeña taza de té y brindó por las dos ilustres señoras, mientras Chan Cho Lan levantaba las manos y sacudía su hermosa cabeza de lado a lado, obviamente negando que la descripción pudiera aplicarse a ella.
—Vivimos cerca —dijo Chan Cho Lan.
—Vecinos —replicó Adam—. Por lo tanto es bueno comportarse como vecinos. Claramente ella no entendió, y Adam le explicó en cantonés.
Loti, en silencio y asustada, miraba con una especie de maravilla. Adam parecía haber abandonado sus maneras más bien taciturnas y demostraba ser capaz de seguir una conversación en cantonés o en el inglés básico que usaba Chan Cho Lan.
Cuando trajeron el gran bol lleno de trozos de pollo y de pato, y se esperó que nos sirviéramos, Adam eligió unos trozos para Chan Cho Lan, indicando que buscaba lo mejor para ella. Era la costumbre y Loti hizo lo mismo conmigo.
Todo era muy ceremonioso y fue una suerte que yo estuviera enterada del procedimiento, porque hay pocos lugares donde sea más fácil cometer una falta de buenas maneras que en una comida china. A lo largo de la comida, desde el deem sum hors-d’oeuvre, pasando por los platos de carne —condimentada con semillas de loto y envuelta en una delicada pasta— hasta la sopa de nidos de golondrinas y el postre —fruta empapada en una substancia dulce— logré hacer lo que se esperaba de mí. De cuando en cuando se hacían brindis con sho-shing, un vino destilado de arroz. Era muy dulce y empalagoso.
—Yam seng —dijo Adam a Chan Cho Lan, y ella inclinó su hermosa cabeza y repitió con él:
—Yam seng —mientras vaciaban sus tacitas de porcelana.
Las servilletas húmedas perfumadas fueron traídas varias veces, y nos limpiamos las manos; después Chan Cho Lan se puso de pie. Adam le tomó la mano y los seguimos mientras ella trotaba hacia otro cuarto. Allí nos sentamos en unos almohadones. En un extremo del salón había un dosel bajo el que se sentaban unos músicos.
Resonó el gong y entraron unas bailarinas. Yo nunca había visto bailarinas tan graciosas como aquel día en casa de Chan Cho Lan.
Los vestidos de las bailarinas eran coloridos y alegres, y pronto comprendí que había algo simbólico en las danzas. Era acerca de los amantes, y una de las bailarinas, antes de iniciar la danza, explicaba lo que representaban aquellos movimientos.
Primero estaba el encuentro de los amantes. Ocho muchachas jóvenes y preciosas interpretaron esto, realizando coquetos movimientos a medida que se acercaban y retrocedían. La época del cortejo fue representada por las muchachas que fingían jugar en los campos y cazar mariposas. Llevaban cintas en la mano, y las soltaban al bailar, creando formas simétricas: reían alegres al girar y se unieron a ellas otras muchachas vestidas de hombre, con trajes alegres. Esto era enamorarse, y la expresión de las bailarinas pasó de la frivolidad a la seriedad.
Después vino la danza nupcial, donde una graciosa chica representó a la novia, otra al novio. Más bailarines —invitados a la boda— bailaban con alegre abandono.
La danza terminó cuando el novio partió con la novia y las otras bailarinas los siguieron.
—Ahora vivirán felices para siempre —dijo Chan Cho Lan—. Antes de que se vayan —dijo— quiero que vean los altares. Me miraba a mí, y dije que lo haría encantada.
Ella asintió y con Adam junto a ella, nos precedieron por un corredor iluminado por lámparas similares a las de mi casa. Llegamos ante una puerta cubierta de brocado. Cuando la abrió, nos envolvió el aroma del incienso. Provenía de unos palillos de «joss», que ardían en el cuarto. Un viejo con una larga barba, una túnica de seda que le llegaba hasta los tobillos y un sombrero redondo en la cabeza, se inclinó ante nosotros y se hizo a un lado.
Había una atmósfera de sofocado silencio en la habitación. Después vi el altar. Era deslumbrante; y dominaba en él una estatua de Kuan Yin. La diosa estaba tallada en madera y asentada sobre lo que parecía una isla rocosa. Su hermosa cara benévola nos sonreía. Palillos de «Joss» ardían en su altar.
—La Diosa de la Misericordia —murmuró Chan Cho Lan.
—Preside el altar —murmuró para mí Adam—. Y en los muros podrás ver a los antepasados de Chan Cho Lan. Vi el retrato de hombres que parecían todos similares con sus ropas de mandarín, las largas barbas y las manos cruzadas al frente.
Me interesaba más el altar, porque a su alrededor había dibujos representando la vida de la diosa sobre la tierra. Allí estaba cuando, siendo princesa, fue azotada por su padre por negarse al matrimonio. En la segunda imagen aparecía en un monasterio, trabajando como criada fregona. Se la veía en diversos estadios de persecución por parte de su maligno padre, y yéndose después al paraíso. Cuando su padre se enfermó, ella había descendido del paraíso para atenderlo. Deificada, glorificada, era la diosa hacia quien todos se volvían en su necesidad.
Era evidente que aquel cuarto con el altar dedicado a la diosa y los antepasados de Chan Cho Lan, era un lugar sagrado, y me sorprendió que hubiera permitido que entráramos allí unos bárbaros como nosotros.
Nos despedimos ceremoniosamente, con muchas inclinaciones y frases de parte de ella, afirmando que el recibimiento había sido miserable y nosotros afirmamos hasta qué punto éramos indignos del recibimiento que nos había hecho, cosa que me pareció un poco irritante. Hubiera querido darle las gracias y decirle que la experiencia había sido maravillosa, y lo hice.
Mientras volvíamos a pie a la «Casa de las Mil Lámparas», tuve la impresión de que Loti parecía haber hecho una visita al paraíso de Fo. Sin embargo estaba también un poco triste Creo que se debía al hecho de haber sido criada en aquel establecimiento, donde Chan Cho Lan no la había educado como a una bailarina para entretener a los invitados, ni la había preparado para un gran casamiento destrozando sus pies. Me pregunté el por qué de aquello y me prometí averiguarlo a su debido tiempo.
Más tarde hablé del asunto con Adam.
—Chan Cho Lan parece gran amiga suya —dije.
—Hace años que nuestra familia es amiga de ella y ahora me considera como el jefe después de la muerte de Sylvester. Esa mujer tiene toda una historia. Cuando niña fue elegida para ser una de las concubinas del emperador. Para ser concubina una dama debe ser de familia noble. La eligen por su belleza, gracia, talentos y la mandan al palacio. No es el emperador quien elige. Lo hacen su madre y su mayordomo. Las chicas van a edad muy temprana al lugar, pero algunas nunca logran atraer la atención del emperador; viven reclusas, custodiadas por eunucos, siempre esperando, creo, que llegue la convocatoria. Nunca llegó para Chan Cho Lan. En caso de haber llegado, no dudo que el emperador hubiera quedado satisfecho. Es la influencia y las relaciones en la corte lo que atrae la atención del amo hacia alguna muchacha. Entretanto viven como colegialas, pintan en seda o bordan, hablan de sus asuntos y de lo que saben del mundo —muy poco en verdad— y cuando han pasado la primera floración de la juventud, alrededor de los dieciocho años, pueden dejar la corte y encuentran marido. Chan Cho Lan pasó a poder de un viejo mandarín que sobrevivió uno o dos años a la boda. A partir de entonces se ha convertido en una dama distinguida por derecho propio. Como le enseñaron todas las gracias para hechizar al emperador, decidió no perder sus dones, sino traspasarlos a algunas muchachas elegidas. Ha tomado bajo su protección a esas elegidas, y enseña a algunas a ser bailarinas, como las que hemos visto hoy. Otras, si son bastante jóvenes cuando llegan a ella, logran que les venden los pies y son educadas para hacer buenos casamientos. Asesora a las chicas y les enseña lo que cree es mejor para ellas. Es una especie de casamentera o procuradora matrimonial, un negocio muy beneficioso, y se dice que es una de las mujeres más ricas de Hong Kong.
—Parecía interesada en mí —dije—. ¿O es algo que he imaginado?
—Lo está… se debe al hecho de que tiene usted la reputación de ser una astuta mujer de negocios… algo muy distinto a la profesión de ella, naturalmente, pero le gusta conocer a alguien que tenga un éxito similar. La vida las ha tratado a ustedes por igual desde el punto de vista de ella, aunque usted sea de un mundo aparte. Además, es usted miembro de nuestra familia, y sólo por esto ella se interesaría.
—Nunca lo he visto a usted tan ansioso por agradar —no pude dejar de decirle.
—Debo devolver la cortesía por la cortesía. Además, en otro tiempo, Chan Cho Lan nos ha presentado muchos mandarines a mi padre y a mí, alguien que andaba en busca de una estatua o pintura raras. También nos informaba si algún conocido de ella quería desprenderse de algo. Ojalá continúe haciéndolo.
—¡Oh —dije con una sonrisa— entonces se trata de negocios después de todo!
No podía olvidar la gracia exquisita de las bailarinas. Loti por su parte continuaba como aturdida.
—¿Usted gustar danza? —preguntó.
—Sí, me gustó.
—Y todo lleva al matrimonio.
—Supongo que es un tema común —dije. Loti no entendió esto.
—Fue para usted —dijo—; es una señal. Usted casarse pronto.
—No tiene nada que ver conmigo personalmente. Era el tema de la danza.
—Fue para usted —dijo ella sabiamente—. Casi ha pasado un año.
—Vamos, Loti —dije—. ¿No estás contenta con las cosas tal como están?
Ella sacudió con vehemencia la cabeza.
—No ser bueno para la casa. La casa pide amo —dijo.
—Bueno, yo soy quien debe decidir eso, Loti —le recordé.
—Usted decidir —dijo ella confiada—. Un año después muerte del amo usted decidir.
Loti parecía convencida de que yo iba a casarme. Yo no estaba tan segura.
*****
Mientras estaba echada en la cama contemplaba la lámpara que pendía del techo. Mil lámparas, pensé. ¿Estarían en las lámparas el secreto de esta casa?
Debía ser así. ¿En qué se diferenciaba esta casa de otras? Porque se decía que contenía mil lámparas. Miré alrededor de la habitación. No era una de las más grandes de la casa. Estaba la gran lámpara pendiente en el centro y otras pequeñas colocadas a intervalos alrededor de las paredes. Conté veinte. Después estaba el cuarto en el que dormía Jason. Debía haber allí unas quince.
Me dije: «El secreto debe estar en las lámparas». Había premura en los negocios aquel día y olvidé las lámparas, pero las recordé por la noche.
Ya había comido y tomaba el café cuando se presentó Adam. Quedé sorprendida de verlo a esta hora, pero explicó su visita con la excitación producida por una pieza interesante que había comprado ese día.
—No pude demorar los deseos de mostrársela —dijo— estoy seguro que es un descubrimiento. ¿Qué le parece?
La sacó de una bolsa de calicó y la sostuvo reverentemente en la mano.
—Es un quemador de incienso —dije.
—Así es. ¿De qué dinastía diría usted qué es?
—Diría que es del siglo II o I antes de Cristo. En ese caso debe ser de la dinastía Han.
Él sonrió afectuosamente. Siempre parecía otra persona en aquellos momentos, y era en esas ocasiones cuando yo descubría que simpatizaba más y más con él.
—¿Dónde la encontró? —dije.
Un mandarín amigo de Chan Cho Lan quería venderlo. Ella lo vio y me dio la primera posibilidad.
—Recuerdo un quemador de incienso que le gustaba especialmente a Sylvester —dije. Mi voz se quebró y Adam me lanzó una mirada penetrante.
—Debe sentirse usted muy solitaria en esta casa —me consoló.
—Estoy bien, tengo a Jason… y Loti es una gran compañía.
Él pareció satisfecho y asintió, como para recordarme que era él quien la había traído.
—Está usted pálida —prosiguió con solicitud, casi con ternura—. ¿Sale usted lo suficiente?
—Oh, sí.
—Pero no puede usted hacer caminatas como en Inglaterra. ¿Quiere que salgamos ahora a caminar? Daremos una vuelta por los jardines y después iremos a la pagoda. ¿Qué le parece?
—Bueno —dije—, encantada. Buscaré un chal.
Subí, eché una mirada a Jason que estaba profundamente dormido y volví junto a Adam.
Caminar era siempre una experiencia interesante en la «Casa de las Mil Lámparas». En los patios había senderos con arcos por los que subían plantas trepadoras; se podía dar toda la vuelta a la casa por esos senderos. Pero yo siempre me sentía limitada por los muros y me gustaba atravesar los cuatro portales e ir a la pagoda.
Lo hicimos. Yo nunca podía entrar allí sin recordar a Joliffe, que me había esperado allí una vez, para abrazarme al entrar.
La pagoda era fantasmagórica de noche. Un débil rayo de luz penetraba desde el techo y caía sobre la cara de la diosa.
—Me hubiera gustado verla cuando esto era un templo —dije.
Adam estuvo de acuerdo conmigo.
¡Qué noche tan tranquila! Pronto será la Fiesta del Dragón. En el quinto día del quinto mes se supone que está de humor cruel. Verá usted algunos artefactos fantásticos en el agua y también en tierra. Dragones respirando fuego, y gongs resonando para apartarlo de sus malos propósitos.
Jason va a estar muy contento. Y a mí también me resultan excitantes estos desfiles. Creo que me acostumbraré con el tiempo… si sigo aquí.
—Claro que seguirá usted aquí. Pasará aquí la vida… aquí y en Inglaterra. Siempre ha sido así en nuestra familia.
—¿Cuándo piensa usted volver a Inglaterra? —le pregunté.
—Depende de muchas cosas.
—¿Se irá usted antes de que pase el año?
—No —contestó con firmeza.
—¿No depende de lo que suceda, por lo tanto?
—Sé que me quedaré todavía un tiempo aquí.
Pensé: «Esperará hasta que haya transcurrido el año y entonces me pedirá que me case con él».
Lo miré a la luz de la luna. Parecía fuerte, sereno, un hombre lleno de dignidad. Era tan dogmático como siempre, pero esto ya no me molestaba. Me gustaba medir mi ingenio con el de él. En cierto modo él era una provocación como jamás podría serlo Toby. Toby siempre iba a estar de acuerdo conmigo… o procuraría al menos ver mi punto de vista; Toby era bueno, cariñoso, se podía confiar en él. No estaba tan segura de Adam. Sólo sabía que, cuanto más tiempo pasaba junto a él, más interesante lo encontraba.
Dije de pronto:
—Me desperté esta mañana con la certeza de que el secreto de la casa está en las lámparas.
Él se volvió bruscamente y me miró.
—¿Cómo, en las lámparas?
—No lo sé. Es lo que tendremos que descubrir. Se llama la «Casa de las Mil Lámparas». ¿Por qué?
—Probablemente porque las lámparas son una característica de la casa.
—Mil lámparas —dije—. Voy a contarlas. ¿Las ha contado alguien alguna vez?
—No lo sé. ¿Y qué se sacaría con esto?
—Tampoco lo sé. Por lo menos tendré la satisfacción de ver si hay mil. ¿Quiere ayudarme a hacer la cuenta?
—Con placer. ¿Cuándo?
—Mañana. Cuando la casa esté en reposo.
—¿Es un secreto entonces?
—Por algún motivo no quiero que nadie sepa que las estoy contando.
—Mañana pues —dijo él— cuando la casa esté en reposo.
*****
Era por la tarde; la casa estaba en silencio; sólo ocasionalmente, por una ventana, se oía el tintineo de los cascabeles. Adam y yo estábamos juntos en el salón; él tenía un papel y un lápiz, porque estábamos decididos a tomar nota cuidadosamente. Empezamos a contar en el vestíbulo y seguimos por las habitaciones de abajo, viendo como aumenta el número.
—Empiezo a preguntarme —dijo Adam— cómo han podido meter mil lámparas en la casa.
—Es lo que tenemos que descubrir.
Terminamos con las habitaciones de abajo; después recorrimos todas las del piso siguiente. Uno de los criados nos vio y debe haberse preguntado qué estábamos haciendo, pero su expresión siguió impasible, y ya estábamos acostumbrados a esta aparente indiferencia ante nuestro proceder.
Llegamos a la parte más alta de la casa, que se usaba muy poco. No había nada occidental en aquellos cuartos, que conservaban el mobiliario chino. Había alfombrillas chinas en el suelo, en preciosos tonos de azul y casi todas adornadas con el dragón; había pinturas en las paredes representando delicadas escenas nebulosas, como las que se originaron en las pinturas de la dinastía Tsang y que han formado parte del arte chino desde entonces.
Son en verdad exquisitas —dije—, deberíamos usar estas habitaciones.
—¡Es una casa tan grande! Necesitaría usted una familia enorme para llenarla. Quizás —añadió— la tendrá usted algún día.
—¡Quién sabe!
Se me acercó más y por un momento pensé: «¿Puedo en verdad confiar en Adam? Nunca llegaré a conocerlo del todo, pero esto puede volver la vida más excitante. Siempre habrá algo que descubrir en él».
Fue como si él hubiera presentido mis pensamientos. Me tocó brevemente la mano y creí que en ese momento iba a pedirme que me casara con él.
Él apartó la mano casi enseguida y por un momento pareció distante. Probablemente pensaba que no convenía hablar de matrimonio hasta que hubiera transcurrido el año de viudez. ¡Cuán distinto era de Joliffe!
—Una casa tan grande —dijo con ligereza— me pregunto si construyeron la casa para las lámparas o si las pusieron después…
Yo vacilé un momento, luego exclamé:
—Quizás esa sea la clave. ¿Se ha construido la casa de acuerdo a las lámparas?
—¡A quién se le ocurre algo semejante! ¿Quién puede querer mil lámparas?
—El dueño de la casa debe haberlas querido, de lo contrario no las habría puesto. Adam, estoy casi segura que la clave del misterio está en las lámparas.
—Bueno, sigamos contándolas como primer paso. ¿Cuántas tenemos ya?
—Quinientas treinta y nueve.
—Pero hemos recorrido toda la casa y estamos lejos de las mil. Es inexacto. No es la «Casa de las Mil Lámparas».
Me acerqué a la ventana y miré. Vi la pagoda que siempre me intrigaba. Adam se acercó y se plantó a mi lacio.
—Me fascina —dije—. Supongo que es por ser parte del antiguo templo. ¿Puede usted imaginarlo, Adam?
Él asintió y cerró a medias los ojos.
—La pagoda con sus tres pisos decorados y sus ornamentos no debía estar entonces gastada por el tiempo —musitó—. El templo mismo… donde se levanta ahora esta casa; el sendero pavimentado que lleva al pórtico, figuras colosales de piedra sosteniendo cada uno de los pedestales de granito… guardias aterradores del templo, probablemente representando a Chin-ky y Chin-loong, guerreros de gran renombre. Pasaríamos una puerta y la distribución sería un poco como es ahora; entraríamos en un patio con árboles y senderos, y después cruzaríamos otra puerta y así sucesivamente hasta llegar al templo. Allí estarían reunidos los sacerdotes; imagino los cantos y el resonar de los gongs cuando se inclinaban en reverencia ante la gran diosa. Los sacerdotes deben haber vivido cerca del templo, porque tenían el deber de atenderlo y de adorarlo diariamente.
—Lo puedo imaginar muy claramente —dije—, casi veo a los sacerdotes saliendo de la pagoda y oigo el sonido de los gongs. Pero debo parecerle demasiado fantasiosa para tener buen sentido.
—Creo que combina usted las dos cosas. El peligro es que deje usted que una cosa se sobreponga a la otra y, si es la imaginación, puede llevarla a hacer un juicio falso.
—Es usted muy prosaico —dije.
—Entonces si lo soy y usted falla por el lado de la fantasía, somos una buena pareja.
Me aparté de él.
—¿Cuántas hemos contado? —pregunté.
Él miró el papel.
—Quinientas cincuenta y tres.
—No quedan ya muchas. ¿Dónde estarán esas mil lámparas?
Cuando terminamos de recorrer la casa la cifra era de quinientas setenta.
—Naturalmente —dije— esto tiene que incluir también los patios. Venga. Completaremos la lista.
Recorrimos los patios y entramos en la pagoda. Contamos treinta lámparas más, lo que formaba un total de seiscientas.
—No puede haber más —dijo Adam.
—Tiene que haberlas.
—¿Dónde están entonces? Estamos todavía lejos del total.
Estábamos de pie en la pagoda y vi el resplandor del cielo a través del techo. Oí el débil sonido de los cascabeles que me pareció tenían un tono burlón. Dije:
—Estoy segura que la solución del misterio está en las lámparas. Lo sé. Es como si la casa me lo estuviera diciendo.
—No es usted como Juana de Arco, que oía voces, ¿verdad?
—Quizás.
—¡Oh, Jane!
Me volví hacia él con cierta impaciencia.
—No espero que usted entienda. Oí por primera vez el nombre de la casa cuando era una colegiala y supe que iba a representar algo para mí. La casa y yo tenemos una especie de… ¿cómo se dice? Afinidad. Usted no entiende eso, ¿verdad, Adam?
Él meneó la cabeza.
—Pero yo lo creo —dije enfáticamente—. Y creo que Sylvester lo sabía. Estoy decidida a descubrir el secreto de la casa.
Adam apoyó la mano en mi brazo.
—El secreto… —dijo— no hay secreto. La casa fue regalada a mi bisabuelo; está construida en el lugar de un antiguo templo. La leyenda se ha formado a causa de esto. Después a alguien se le ocurrió la idea de llenarla de lámparas.
—Y se convirtió en la «Casa de las Mil Lámparas». ¡Nada menos!
—Es evidente que la casa está llena y no pudieron poner más. No. Mil Lámparas no es más que un nombre pintoresco, y ha sido empleado sin relación con el hecho real, que está lejos de llegar a ese número.
—Su razonamiento parece lógico.
—Espero ser siempre lógico, Jane.
—Supongo que… yo no lo soy siempre.
—Se dice que es característica femenina ser un poco ilógica a veces.
—¿Y lamenta usted ese rasgo femenino en mí?
—Lo cierto es que me parece atractivo, pero…
—¿Pero qué, Adam?
—Creo que todas las mujeres como usted necesitan alguien que se ocupe de ellas.
«Hay algo en la pagoda», pensé. «La gente se pone nerviosa aquí».
Dije rápidamente:
—Nos faltan unas cuatrocientas lámparas. Tenemos que descubrir dónde están. Si lo hacemos tal vez obtengamos la solución del acertijo.
Al regresar hacia la casa discutimos un poco. Adam estaba seguro que habían dado aquel nombre a la casa porque les parecía poético; yo estaba segura que había algo más que eso. Seguí creyendo que el secreto estaba entre las lámparas.
*****
¡Lámparas! Soñé con lámparas. Lo primero que vi al despertar fue la lámpara que colgaba en el centro del cuarto, donde una lámpara de petróleo ardía toda la noche. Cuando llegó la Fiesta de las Lámparas me deleitó ver tantas y tan variadas, como el año pasado. Sylvester vivía entonces y habíamos iba al puerto para ver la procesión. ¡Qué despliegue de lámparas de todo tipo! Muchas estaban hechas de papel y seda. Las nuestras eran de acero forjado y sólidas.
Después de la Fiesta de las Lámparas estudié los diseños de las nuestras y, ante mi deleite, vi que el trazo era similar. Todas representaban amantes. En el salón de abajo los amantes se encontraban por primera vez. Había muchachas bailando y arrojando cintas, exactamente como lo había visto en casa de Chan Cho Lan; todas las lámparas en el primer piso parecían tener el mismo grabado: pero, cuando subí, vi que las del piso alto representaban a los amantes tomados de la mano. En el piso siguiente los amantes se abrazaban.
Era excitante. Una especie de relato. Se encontraban; se enamoraban, y supuse que los últimos grabados representarían el matrimonio.
Era interesante, pero, cuando se lo dije a Adam, él rió ante la idea. Dijo que era muy hábil haber descubierto que los grabados eran diferentes en cada piso, pero parecía una secuencia natural de acontecimientos, y no veía en esto nada que pudiera llevarnos al descubrimiento del secreto.
—¿Ha oído alguna vez la frase: «No dejes piedra sin remover»? —pregunté.
—Muchas veces —contestó.
Él sonrió con indulgencia: pero yo seguí fascinada con las lámparas.
*****
Se acercaba la época en la que iba a celebrarse la Fiesta de los Muertos.
Fue como el año pasado. Yo recordaba muy bien cómo había cambiado la atmósfera de la casa, cómo se descuidaban los deberes y una atmósfera de excitación lo invadía todo. Parecía que cada uno tenía algún pariente muerto a quien había que hacerle sentir que no había sido olvidado.
Desde las ventanas vi a la gente dirigiéndose a las colinas; al salir a cabalgar pasé cerca del cementerio, donde se levantaban casitas de esterilla junto a las tumbas, todas con La forma de la última letra del alfabeto griego: omega, lo que podía ser significativo. Habían llevado comida a las colinas y pronto iba a iniciarse la fiesta.
Sentí retroceder hasta el día de la muerte de Sylvester. Recordé nuestra última conversación. No podía olvidar su aspecto, su cara consumida, su color apergaminado, su certeza de que había llegado el fin, y su ansiedad por dejar la casa en orden.
Y en la noche del 5 de abril —la culminación de la fiesta de los Muertos— Sylvester había fallecido.
En el momento me pareció una coincidencia. Ahora se me presentaba con insistencia la idea de que era extraño que hubiera muerto aquella noche.
Llegó el día. Había tensión en la casa. Todos los criados se habían ido a las colinas.
—Deseará usted estar a solas con su dolor —dijo Loti antes de partir—. No se tirará usted sobre su tumba, pero pensará en él.
Sí —contesté— pensaré en él.
—En China señora llevar luto tres años por señor. Espíritus extranjeros de luto sólo un año.
—A veces el luto es largo, Loti.
—Usted dijo un año y casarse.
—He dicho que no me casaría antes de un año.
—Pero usted casarse. La casa lo quiere.
—¿Todavía temes que la diosa se avergüence porque una mujer es propietaria de la casa edificada sobre su templo?
Loti tuvo una risita enigmática.
—Casa contenta de que pronto tener amo.
Tenía una canasta llena de golosinas sacadas de la cocina, que llevaba a la tumba de sus antepasados.
—Hay que cuidar a los antepasados —dijo—. Es el pecado mayor no hacerlo. Buda dice que un hombre bueno se ocupa de sus muertos. Si no lo hago nunca iré a Fo.
Asentí, porque había discutido el Fo con Sylvester. Era el paraíso habitado por los seguidores de Buda —un reino de oro donde los árboles producían piedras preciosas en lugar de frutos. Estaba dominado por el mágico siete. Había siete hileras de árboles, siete cercados, y siete puentes, y los puentes estaban hechos de perlas. Por encima de todo presidía Buda, sentado sobre una flor de loto. Todo era perfecto en el Fo. Allí nadie tenía jamás hambre o sed; no había dolor y no se envejecía. Era la esperanza de cada uno, hombre o mujer, alcanzar ese paraíso, que sólo podía lograrse por medio de las buenas obras. Y como el principal deber del hombre era respetar y honrar a sus antepasados, uno de los días más importantes del año era la Fiesta de los Muertos.
Fui a la sala. Allí estaba vacío el sillón de Sylvester. Deseé que estuviera vivo para poderle decir hasta qué punto le estaba agradecida, y que nunca iba a olvidar que se lo debía todo.
No puedo decir que no amara mis posesiones, porque las amaba. Estaba orgullosa de ser la cabeza del negocio que él había creado. Y estaba orgullosa de ser la propietaria de la «Casa de las Mil Lámparas».
¡Qué tranquila estaba la casa! Todos se habían ido a las colinas. Ling Fu había llevado a Jason a El Bajo, porque él y Toby salían a cabalgar ese día. Debía haberlos acompañado, pero tuve la extraña sensación de que deseaba quedarme sola en la casa aquella tarde.
Ningún sonido… sólo el ocasional tintineo de los cascabeles en el viento y, de vez en cuando, a la distancia, el sonido del gong cuando alguna procesión subía la colina.
Un pensamiento seguía dándome vueltas en mi mente: el año ha terminado.
Mientras esperaba allí, en el cuarto de Sylvester, y pensaba en sus últimas horas, se oyó un gran alboroto en la casa. Era como si todo se hubiera puesto de pronto alerta y aguardara.
Sentí que mi corazón se agitaba. Tuve cierto presentimiento de lo que podía significar aquello.
El gong que había resonado era el que quedaba junto al pórtico, y eso significaba que teníamos visitas.
Supe quién era y la conocida alegría y temor lucharon entre sí. Me dirigí a la puerta.
—He vuelto como prometí hacerlo —dijo Joliffe. Después entró y cerró la puerta tras de sí.
—Estaba decidido a no esperar un minuto más —prosiguió.
Y me tomó entre sus brazos y comprendí que nunca había pensado seriamente en Adam o Toby, porque nadie existía en el mundo para mí —y nunca iba a existir— fuera de Joliffe.