La viuda

I

Fue para mí un tiempo de gran actividad. ¡Tenía tanto que aprender! Debía adquirir una nueva dignidad; tenía que convencer no sólo a aquellos con los que realizaba negocios que era una mujer capaz, sino que debía, convencerme a mí misma.

Cuando no me sintiera a la altura de las circunstancias, iba a decirme: «Sylvester creyó en ti. Estaba seguro de que podrías hacerlo».

Había cantidad de formalidades; yo pasaba horas con los abogados. Quedé atónita ante la extensión de los negocios de Sylvester, que yo había heredado, en una especie de tutoría para Jason. Decidí mantener floreciente el negocio, no sólo para convencerme de que podía hacerlo, sino por él.

Me parecía haber aumentado de estatura; aprendí a tomar decisiones firmes: comprendí como había que tratar a la gente conservando una amistosa formalidad. Incluso empecé a anhelar nuevas dificultades, porque sentía gran satisfacción en vencerlas.

Sentí que a Adam le hubiera gustado dirigir el negocio.

—Debe usted dejar que yo me ocupe de esas cosas —dijo—. Es demasiado para una mujer.

—No era ésa la opinión de Sylvester —le contesté.

—Bueno, si puedo serle útil en algo…

—Gracias, Adam.

Dejó la «Casa de las Mil Lámparas». No era apropiado que se quedara allí ahora que Sylvester había muerto. Alquiló una casita vecina.

—No estaré lejos si necesita usted algo —me dijo.

Lamenté profundamente la perdida de Sylvester. No me había dado cuenta de lo mucho que significaba para mí hasta que lo perdí. A veces despertaba por la noche con una horrible sensación de desolación, y quedaba desvelada, recordando las bondades que había tenido para conmigo.

Estaba decidida a hacer todo lo que él hubiera deseado que hiciera.

Lo enterramos en el cementerio inglés. Los criados chinos quedaron desilusionados de que no siguiéramos sus ritos. Les hubiera gustado un desfile mortuorio hasta las colinas, con incienso y ofrendas, y que la familia llevara dinero y ropas a la tumba, para que Sylvester los usara en el mundo de los espíritus. De todos modos me sometí a las convenciones en un punto: Jason y yo nos vestimos de blanco. Loti estaba pensativa.

—Gran Señora volver a casarse —dijo.

—¡Casarme! —dije—. ¿Quién te ha metido eso en la cabeza?

Ella tendió las manos y me miró sabiamente. Dije:

—Una inglesa viuda no piensa en volver a casarse hasta que ha pasado un año.

—¿Y qué? —dijo ella, ladeando la cabeza, como un pájaro—. Usted casarse en un año. —Pareció contenta con esto.

Un año, me dije. Joliffe había venido a casa para el entierro. Sentí sus ardientes ojos clavados en mí.

Después del entierro se leyó el testamento, de acuerdo a la costumbre inglesa. No me tomó desprevenida, porque Sylvester me había dicho cuál era el contenido, sólo me sorprendió que fuera tanto. Yo era la heredera, pero, tal como me lo había dicho, existía una cláusula. Sylvester era hombre de cubrir todas las contingencias. En caso de que yo muriera antes que Jason llegara a los veintiún años, Adam quedaría en control de los negocios. Me pregunté si había tenido miedo de que yo me casara con Joliffe y había querido excluirlo.

Al día siguiente del entierro Joliffe vino a casa. Lo hicieron pasar a la sala y, cuando bajé a verlo, él me esperaba con las manos tendidas. Las evité. Temía su contacto. Hasta tal punto era vulnerable.

Él dijo:

—Tengo que hablar contigo, Jane. Tenemos muchas cosas que discutir. Eres libre ahora… ambos lo somos, Jane.

Me di la vuelta. Casi podía ver a Sylvester en su sillón, cubriéndose desesperado los ojos con las manos.

—Por favor, Joliffe —dije— hace una semana que soy viuda. ¿Lo has olvidado?

—Es por eso que tenemos tanto que hablar.

—No aquí —dije— no ahora…

Él vaciló. Después dijo:

—Más adelante entonces, pero que sea pronto.

Corrí a mi cuarto y pensé en Joliffe y en los días que habíamos pasado juntos en París. Recordé la inquieta dicha del encuentro con Joliffe, y como me había enamorado de él. Después se presentaron imágenes del día atroz de la llegada de Bella. Si uno alcanza la cima de la pasión, el descenso es muy duro.

Con frecuencia en los años que siguieron a la pérdida de Joliffe, me había dicho: «Nunca, si puedo evitarlo, volveré a colocarme en situación de sufrir de esa manera». Y recordaba unas sabias palabras de Sylvester: «Comprometerse es sufrir. Debemos tener cuidado de no comprometernos fácilmente». Otra vez me había aconsejado: «Nunca tomes decisiones rápidas. Examina tu problema desde todos los ángulos, pesa con cuidado cada aspecto de él». A veces sentía que Sylvester estaba muy cerca de mí, vigilándome, a tal punto recordaba con frecuencia sus sabias palabras.

Unos días después Loti vino a decirme que Joliffe estaba en la pagoda y que pedía que fuera a reunirme con él.

Fui, y, al entrar, él surgió detrás de mí y me rodeó con sus brazos.

—No, Joliffe —protesté.

—Oh, sí —contestó él, haciendo que me diera vuelta y besándome de tal manera que fui transportada otra vez a los días de nuestra pasión.

—Por favor, Joliffe —dije— suéltame.

—Aún no. ¿Cuándo nos casamos?

—No pienso casarme hasta dentro de un año.

—¡Esa vieja costumbre! ¡Es como si no hubieras sido siempre mi mujer!

—Nunca he sido tu mujer. —Me separé de él—. Tenías ya mujer cuando fingiste una especie de matrimonio conmigo.

—Fórmulas —dijo él—. Nombres en líneas punteadas. ¿Es eso un matrimonio?

—Generalmente se supone que así es —dije.

—No —dijo él—. Tú eres mi mujer, Jane. Tú y yo estamos hechos el uno para el otro. Si supieras lo que sufrí cuando te fuiste…

—Lo sé, Joliffe —le dije tranquilamente.

—¿Entonces por qué vacilas?

—Yo era joven, alocada, no tenía experiencia del mundo. Nunca volveré a ser así. Ahora soy seria.

—¡La mujer de negocios! —dijo él—. Todo Hong Kong habla de ti. Se preguntan cuánto tiempo pasará antes que tengas un marido que te saque el peso de encima.

—Si es un peso, no pienso pasárselo a nadie. Sylvester me ha preparado todos estos años. Me creía capaz. Tengo un hijo para quien trabajar. Quizás ya he recibido bastante de la vida.

—¡Qué tontería! Tendrás muchos hijos. No eres mujer de dejar el amor fuera de tu vida para siempre.

—Tengo que descubrir qué clase de mujer soy, Joliffe. Siempre me sorprendo a mí misma.

—Te has sentido herida, ¿verdad? Te amo, Jane. No quise hablarte de Bella. No en aquel momento. Te lo habría dicho más adelante, cuando fueras mayor y más tolerante con las locuras juveniles. Además creía que era un incidente terminado para siempre. Y después ella surgió de entre los muertos, como quien dice… y me dejaste. Oh, Jane, ¿cómo pudiste hacer eso?

—No había otro camino.

—¡La convencional Jane no podía amar sin la licencia matrimonial, y no puede volver ahora con su verdadero marido, porque debe esperar un año por la muerte de un marido que no era tal!

—Joliffe, te ruego que no hables de Sylvester. Él fue bueno conmigo. Ha representado mucho para mí. Nuestra relación era algo que quizás tú no puedas entender.

—La entiendo perfectamente.

—No, Joliffe, no entiendes. Él ha sido durante años mi mejor amigo. Le debo todo… incluso el haberte conocido.

—Es muy tuyo, convencional, Jane, poner una aureola a los muertos. De inmediato quedan santificados en la mente de alguna gente. Sylvester era un hombre que tenía genio para los negocios. También tenía los ojos puestos en la posibilidad más importante. Se casó contigo porque necesitaba una enfermera, una alumna y un hijo, y tú podías darle todo eso. Seamos prácticos. Aquí, en este lugar, podemos hablar libremente. Esa casa me ahoga.

—¿Por eso has querido verme aquí? —Él asintió.

—Es parte de la casa y no lo es. Hay algo en la pagoda. Siempre me lo ha parecido así —miró hacia la desmoronada estatua de la diosa, y al rayo de sol que penetraba por el techo—. Solía venir aquí cuando era niño. Y pensé: «En la pagoda podré hablar con Jane».

—Aún no tenemos nada que decirnos —comenté.

—Necesitas tu año específico —dijo él.

—Sí, necesito mi año.

—¿Y no piensas casarte antes?

—No lo haré…

—¿Y cómo voy a vivir un año sin ti?

—Sugiero que lo hagas de la misma manera que lo has hecho hasta ahora.

—Me pides mucho, Jane.

—Cuando se ama de verdad uno está preparado para dar mucho.

Él me miró fijamente.

—Nunca he sentido por nadie lo que siento por ti. Viviré para el momento en que volvamos a estar juntos. Dentro de un año justo, a partir de hoy, volveré a buscarte. Realizaremos por segunda vez la ceremonia, pero esta vez nos atará de verdad —después se acercó a mí, me estrechó entre sus brazos, me besó y había en su abrazo la misma magia que yo recordaba tan bien.

Pocos días después Adam me dijo que Joliffe había partido de Hong Kong.

*****

No tenía mucho tiempo para salir a cabalgar. Me pregunté si debía contratar una institutriz para Jason, pero eso hubiera representado hacer venir a alguien desde Inglaterra, y a mí me divertía mucho darle lecciones. Jason era muy inteligente, y no era sólo el orgullo maternal lo que me hacía suponer esto; también me divertían las rarezas de Loti, y su avidez por aprender me encantaba. No me resignaba a abandonar el pequeño aula que había montado en uno de los cuartos de arriba. Había puesto allí una gran mesa de madera y un armario donde se guardaban los libros. Sobre la mesa pendía la lámpara central. A Jason le encantaba encender la lámpara de petróleo que había dentro. Desde la ventana podíamos ver la pagoda, que dominaba el paisaje desde todas las ventanas de aquel lado de la casa.

Yo confiaba en Toby. Después de las primeras semanas decidí ir todos los días a El Bajo. Me enteraba de más y más cosas acerca de Toby, y él parecía encantado de enseñarme. Nuestra amistad se hizo más cálida. Sabía que podía confiar en aquel hombre. Le dije que no pensaba quedarme para siempre en Hong Kong. Llegaría el momento en el que yo ya no podría enseñar a Jason, y el niño tendría que ir a la escuela. Esto sucedería dentro de pocos años. Y no concebía la idea de mandarlo a Inglaterra y quedarme yo aquí.

—Hay tiempo para planear eso —dijo Toby.

—Mucho tiempo —contesté—. Sylvester estaba encantado de dejar todo en sus manos. Era el único motivo por el que podía quedarse tanto tiempo en Inglaterra.

—Puede usted confiar también en mí —contestó Toby gravemente y, cuando me miró a la cara, no quise enfrentarme a su mirada. Yo sabía que él anhelaba una relación más profunda. Me había dado cuenta de esto antes, aunque Toby era un hombre demasiado honorable para darme ningún indicio mientras viviera Sylvester, pero yo lo había sentido.

A veces pensaba que aquella podía ser una solución admirable en lo que a los negocios se refiere. Nunca tendría un gerente mejor. Podía ser firme, y seguramente sus opiniones e ideas sobre cómo debían hacerse los tratos eran incuestionablemente honorables, y casi siempre tenía razón. Era un hombre de toda confianza.

En cuanto a mis sentimientos por él, eran profundos. Le respetaba, le admiraba; me gustaba su compañía porque tenía un ingenio que era de la mejor clase, ya que no necesitaba herir a otros para llegar al punto deseado. El matrimonio con él hubiera sido un final feliz en caso de no haber conocido a Joliffe. Hubiera tenido una vida pacífica y tranquila.

Curiosamente mi relación con Adam había empezado a cambiar. Su compañía me estimulaba ahora, en lugar de irritarme. Su aire desdeñoso, grave y más bien crítico me parecía divertido.

Un día fuimos por separado al palacio de un mandarín donde se ofrecían en venta algunos artículos de arte. Yo había empezado a ir sola a esos lugares, y lo hacía con frecuencia, lo que había provocado cierta sorpresa al principio, pero había sido aceptado. Era cosa admitida que yo era una mujer original. Se me conocía como madame Milner, la esposa del gran Sylvester Milner, uno de los comerciantes más ricos del Lejano Oriente. Y él me lo había dejado todo. Al principio se creyó que ésta era la acción de un hombre que empezaba a chochear, enamorado de una esposa mucho más joven que él. Pero yo me había portado bien al parecer. Tal vez mi aceptación se debía a la influencia de Toby. Yo era diferente por ser mujer. Tenía intuición femenina. Mi conocimiento del arte chino era ya formidable. Y tenía un buen administrador en Toby Grantham, quien como sabía todo el mundo, era el mejor. Siguió leal a mí, aunque se rumoreaba que había recibido ofertas atractivas de otras compañías. No era posible hacerme a un lado fácilmente.

El hombre de mi carrito era un espectáculo familiar en la ciudad y yo veía que los paseantes me observaban con los ojos bajos. Murmuraban algo acerca de madame y la rareza de los diablos extranjeros, que apreciaban a sus mujeres como si fueran diosas.

En aquella ocasión, como la casa quedaba en el campo, a varias millas de distancia, decidí ir a caballo. Al principio Toby me había acompañado en estas cabalgatas, pero últimamente había tomado la costumbre de ir sola.

La casa del mandarín parecía una talla de marfil a medida que me aproximaba: estaba dorada y ornamentada como la «Casa de las Mil Lámparas», y se levantaba sobre una plataforma pavimentada con hermosos mosaicos.

Un criado se hizo cargo de mi caballo y entré en la casa. La puerta se abría sobre un gran salón cuadrado, que nuevamente me recordó a mi casa. Las vigas del techo estaban sostenidas por columnas pintadas de brillantes colores. Percibí la forma del ubicuo dragón.

En este salón estaban en exhibición diversos objetos y esto era lo que yo y varias otras personas habíamos venido a ver. Casi la mayor parte de la gente eran europeos, y muchos me conocían. Fui saludada por todos y sentí un leve resplandor de satisfacción ante sus modales, que indicaban claramente que yo era aceptada como uno de ellos.

Había una hermosa figura representando un jinete a punto de saltar, que admiré mucho. Estaba mirándola cuando sentí que alguien se paraba a mi lado y, al volverme, vi a Adam.

—veo que tenemos el mismo pensamiento —dijo.

—Es hermosa —dije—. No puedo identificar el período.

—Dinastía Chu, creo.

—¿Tan antigua?

—Probablemente ha sido copiada en un siglo posterior, pero la influencia Chu es visible —su cara brilló un poco—. Tiene tanto movimiento… Decididamente es la influencia Chu. Revela la clase de gente que eran… vivaces y bárbaros.

—Me gustaría saber tanto como usted —dije con admiración.

—He tenido más tiempo para aprender. Además, para mí es una ocupación constante… o dedicación, si quiere. Usted tiene otras cosas que la preocupan.

—De todos modos anhelo aprender lo más posible.

—Está bien, pero nunca me alcanzará.

—¿Por qué no?

—Tiene usted un hijo que es más valioso para usted que cualquier arte.

—Tal vez eso me haga apreciar más la belleza.

Él meneó la cabeza:

—Los vínculos emocionales alejan del arte.

—No es verdad. Grandes artistas han sido con frecuencia grandes amantes.

—Pero el gran amor de sus vidas ha sido el arte. Los dioses del arte no toleran rivalidades. Yo no soy un artista, soy sólo un conocedor. Estudiar estas cosas requiere una entrega total, mucha lectura, mucha investigación. No hay tiempo para más.

—No estoy de acuerdo con usted. Los artistas y los que aprecian el arte no sabrían nada de la vida si no lo experimentaran.

—No es éste el tipo de conversación que se debe tener aquí. La continuaremos más tarde. Voy a intentar adquirir la figura Chu. ¿Y usted?

—La quiero —dije.

—Pues que gane el mejor postor, ya sea hombre… o mujer.

Miramos otras cosas. Había hermosas piezas de marfil. Pujé por algunas, las logré y encontré también un precioso jarrón Ming, que me deleitó.

Los objetos iban a ser recogidos más adelante por alguien que enviaría Toby desde El Bajo. Después volví ante la figura Chu, para intentar rematarla. Ante mi desesperación vi que ya no estaba.

Adam sonreía sardónico.

—Un poco de negociación —dijo.

—Pero…

A veces sucede. Como usted ve, aún tiene que aprender algunas cosas.

Quedé desconcertada, no sólo por haber perdido la ocasión de obtener la pieza, sino por haber sido descubierta en falta… y por Adam.

—No tiene importancia —dijo él— quizás la próxima vez actuemos juntos, yo podré darle algunos consejos. La acompañaré de vuelta, porque no creo que sea conveniente para usted andar a caballo sola por el campo.

Estuve a punto de protestar, pero, como había mostrado mi falta de experiencia en un asunto, estaba un poco apabullada.

Cuando volvíamos él habló de varias dinastías y percibí que se refocilaba en una especie de alegría interna. Lo hubiera escuchado horas embelesada.

—Esa Suprema Idea que tiene usted de la mujer es absorbente por el momento —dijo él—. Se está usted comportando muy bien, pero, con el tiempo, se cansará.

—Si se refiere usted a que siga haciendo lo que mi marido quería que hiciera, le aseguro que no me cansaré.

—Podrá usted siempre decir la última palabra acerca de cómo dirigir las cosas. Pero ¿no cree que en algún momento los asuntos de familia serán más importantes?

—¿Se refiere usted a la educación de mi hijo?

—Naturalmente, pero, si usted volviera a casarse…

Guardé silencio.

—Es usted joven y atractiva. Se presentarán ocasiones de matrimonio. Después de todo, tiene usted mucho que ofrecer. Es usted una mujer de mucho valor.

—Un buen partido, como quien dice —contesté.

—Algunos deben tener certeza de eso.

—¿De modo que soy un anzuelo para los cazadores de fortunas?

—Juraría que hay uno o dos que estarían encantados de ocuparse de sus intereses.

—Quizás, pero descubrirán que he decidido ocuparme yo misma de ellos.

—Debería usted casarse —dijo amablemente—. Pero tenga cuidado, cautela antes de dar un paso en esa dirección.

—Le prometo ser muy cautelosa.

Él se inclinó hacia mí bruscamente y puso su mano sobre la mía. Después se apartó de golpe.

—Si alguna vez necesita usted ayuda sobre cualquier cosa —dijo— será para mí un placer dársela.

—Gracias.

Cuando me ayudó a bajar del caballo me pareció que me sostenía un poco más de lo necesario; nuestros ojos se encontraron brevemente; su mirada perdió frialdad.

Más tarde la pieza Chu llegó a casa. Me la enviaban a mí y cuando me di cuenta de lo que era, fui a ver a Adam para decirle que se había producido un error. La pieza que él había comprado había sido enviada a mi casa y no a la de él.

Él sonrió.

—No hay error. Es para usted.

—Pero usted la compró.

—Es verdad, y ahora es suya. Un regalo mío.

—Adam —exclamé— ¡es una pieza tan bella!

—No se me habría ocurrido regalarle algo que no le pareciera deseable.

Me di la vuelta: sentía una nueva emoción.

Él dijo tranquilamente:

—Me alegro de que le guste.

Y de pronto me di cuenta que había tres hombres que deseaban casarse conmigo.

Joliffe que lo había dicho con tanta vehemencia. Toby que me lo había demostrado a través de su devoción, y ahora Adam, que acababa de decírmelo con una figura Chu.

Tuve la mareante sensación de que la casa se estaba riendo de mí. ¡Nada menos que tres hombres! La respuesta no era difícil: eres joven, eres moderadamente atractiva y muy rica.

Con todos los asuntos prácticos de los que tuve que ocuparme con la muerte de Sylvester, no había tenido tiempo de pensar en la casa; y de pronto al comprender que yo era la dueña de la «Casa de las Mil Lámparas», la idea empezó a obsesionarme.

Paseaba de un cuarto a otro. Me gustaba estar sola, meditar, preguntarme si era verdad que las raras emociones que el lugar despertaba provenían sólo de mi imaginación. Era muy fácil creer que una casa como aquélla era una cosa viva, que me estaba diciendo algo.

Anhelaba la presencia de Sylvester, poder hablar con él como lo habíamos hecho. Lo echaba mucho de menos y me resultaba imposible cesar de lamentar su pérdida. Yo me había apoyado en él. Constantemente hubiera deseado pedirle consejo acerca de algún nuevo descubrimiento y hubiera deseado hablar con él de muchas cosas. A veces despertaba de una especie de ensueño, en el que me veía tocando algún objeto que me había deleitado. Me decía: «Tengo que mostrárselo a Sylvester». Y entonces venía la triste realidad de que no volvería a verlo nunca más, nunca podría mostrarle nada. Ni gratitud, ni respeto, ni amor… porque la verdad era que lo había amado profundamente.

Loti hablaba de la casa como si se tratara de una cosa viva. Temía que estuviera avergonzada por pertenecer ahora a una mujer.

Repliqué que la diosa sobre cuyo templo se decía había sido construida era también una mujer. ¿No era este motivo para que se sintiera satisfecha y no enojada? Loti estaba segura de que no era así.

—Las mujeres —decía, meneando la cabeza y haciendo una mueca— no contar. Los hombres… ser diferente.

Loti misma era prueba de la falta de importancia de su sexo. Recordaba que, cuando nació, la habían abandonado en la calle para que muriera: diariamente en la ciudad flotante de sampans, se veía niños atados a las barcas para que no cayeran al agua y se ahogaran, pero esta precaución no se tomaba con las niñas. Sentí indignación por el trato que se daba a las mujeres chinas. Sus pies eran mutilados si pertenecían a las clases altas, la única educación que recibían era aprender a bordar y pintar sobre seda, y servían a los hombres que le eran elegidos como maridos. Incluso cuando eran entregadas en matrimonio debían soportar a las concubinas de su marido bajo el mismo techo.

Cuando meditaba en todo esto entendía el punto de vista de Loti de que una casa esencialmente china se sintiera humillada al ser posesión de una mujer.

—Usted casarse en un año —decía con certeza Loti— entonces haber amo en la casa. No haber más desprestigio.

Yo contestaba:

—Siempre será mi casa.

Loti se encogía de hombros, riendo. No creía en esto.

*****

Desde que me había regalado la figura Chu mis relaciones con Adam habían cambiado.

Íbamos juntos a los remates y con frecuencia nos encontrábamos en casa de los traficantes. Creo que Toby estaba algo fastidiado por nuestra creciente amistad, aunque era demasiado discreto para mencionarlo.

Adam era un hombre que parecía tener un propósito: había en él una tranquila determinación. Y yo sabía que, cuando terminara el año de luto, iba a pedirme que me casara con él. Y lo mismo haría Toby.

Pensaba mucho en ambos, pero Joliffe estaba siempre en el fondo de mis pensamientos, porque Joliffe iba a volver. Era imposible pensar de manera desapasionada en Joliffe, como podía pensar en los otros. Después recordaba cómo había entrado subrepticiamente en el Cuarto de los Tesoros de Sylvester y había sacado la diosa para hacerla tasar, y pensaba que Toby habría dicho que esto era inmoral, porque Toby era un hombre de honor. ¿Y Joliffe? Joliffe era un aventurero; en tiempos antiguos hubiera sido un bucanero. Podía imaginarlo en alta mar, abordando barcos y robando tesoros… y quizás también mujeres. Yo había amado a Joliffe, pero sentía afecto por Adam y por Toby. Pero no creía estar comprometida con ellos. ¿Qué era estar enamorada? Yo podía alejarme y ver cuál era mi relación con Adam y con Toby, pero no podía hacerlo en lo que concernía a Joliffe. Podía decidir seguir con él una determinada conducta, pero, cuando él estaba presente, podía cambiar mis propósitos completamente. Y había otra persona con quien yo estaba profundamente comprometida: Jason, mi hijo. Él estaba antes que todo. Me había casado con Sylvester a causa de él, y ahora, si volvía a casarme, Jason estaría otra vez antes que nada.

Tanto Toby como Adam parecían darse cuenta de la parte importante que iba a desempeñar Jason para mi elección.

De los dos, Jason prefería a Toby. Jason era totalmente feliz en su compañía. Tanto Adam como Toby le habían dado lecciones de equitación y, en aquel periodo, cabalgar era su pasión. Toby sabía cómo manejarlo; tenía la adecuada combinación de firmeza y amistad; nunca le hablaba como superior; eran conversaciones de hombre a hombre y, al mismo tiempo, Jason lo respetaba. Adam era más distante. No era hombre que se entendiera bien con los niños, pero me di cuenta que Jason sentía por él un gran respeto.

Una vez pregunté a mi hijo si simpatizaba con Adam. Contesto que sí, que le gustaba.

—Es primo de Joliffe —añadió, como si ese fuera el motivo.

Yo pensaba casarme cuando llegara el momento. No era mujer que deseara pasar la vida sola. Jason estaba creciendo: necesitaba un padre. Y con frecuencia, a medida que transcurrían las semanas, yo pensaba en el matrimonio y en vivir mi vida… quizás entre Inglaterra y Hong Kong, como lo había mecho Sylvester. Deseaba tener más hijos; quería una vida llena. Quería el consuelo de una gran familia y un hombre a mi lado que fuera un compañero, y al mismo tiempo deseaba la satisfacción de aumentar mis conocimientos y la excitación de la caza de tesoros. Curiosamente los tres hombres que estaban constantemente en mis pensamientos podían compartir también mis intereses.

Yo quería compartir la casa con alguien y, cuando estos pensamientos ocupaban demasiado mi mente, procuraba no pensar en Joliffe. ¡Oh, Sylvester, pensaba, si tú estuvieras aquí no tendría este dilema!

Un día que Adam y yo volvíamos de asistir a una venta, hablamos de esto. Dije:

—Supongo que se reirá usted de mí, pero, desde que ha pasado a mis manos, la siento diferente.

—¿Diferente en qué sentido? —preguntó él.

—No puedo explicarlo. Es una diferencia sutil. Cuando estoy sola en un cuarto siento que hay allí una presencia… que se me está sugiriendo algo.

Él sonrió.

—Eso ocurre al crepúsculo, no cabe duda.

—Es posible.

—Las sombras hacen trabajar la imaginación y en un lugar como la «Casa de las Mil Lámparas» la imaginación está alerta.

—Hay algo en la casa que me hace sentir esa aura de misterio… y que hay algo siniestro en ella.

—Es la casa de un oriental. Pese a su conocimiento de las cosas chinas es ajena a todo lo que usted ha conocido y esperado de la vida. Y también reconozco que es una casa rara. Todos esos cuartos… y cada alcoba con lámparas.

—¿Y cree usted que ése es el único motivo por el que siento algo raro?

—Es muy probable.

—Sylvester decía que contenía algún tesoro.

—Ésa es una leyenda.

—¿Dónde podría estar?

—¿Quién puede decirlo?

—Si existe algo, debe haber un lugar secreto y escondido en la casa.

—Si lo hay, ha eludido a los propietarios anteriores. Han buscado en cada habitación.

—¿Cree usted que es sólo una leyenda que se ha formado?

—Creo que es muy posible que así sea.

—Soy la primera mujer propietaria de la casa. Es una provocación en cierto modo.

—¿Y qué piensa hacer?

—Procuraré encontrar la solución.

—¿Por dónde piensa empezar?

—Tendré que esperar la inspiración. ¿Dónde cree usted que puede estar el tesoro?

—Depende de qué tesoro.

—Sylvester no creía que se tratara de oro o plata o piedras preciosas. Creía en algo más sutil. Se me ha ocurrido que podría tratarse de la estatua de Kuan Yin. La estatua, ¿sabe? La que buscan todos los comerciantes.

—¿Cómo se le ha ocurrido esa idea?

—La casa está construida en el lugar de un templo. Hay una estatua de la diosa en la pagoda y otra en la casa.

Adam me miraba intensamente. Sus ojos se habían oscurecido con una inquietud que procuraba ocultar. Encontrar la Kuan Yin era el sueño de todo comerciante.

—¿Cree usted que el mandarín que regaló la casa a mi bisabuelo, se la hubiera dado en caso de poseer la Kuan Yin?

—Podía ser el sacrificio último. Su mujer y su hijo habían sido salvados.

—¡Cómo corre su imaginación, Jane!

—Es lo que solía decirme mi madre. Será una idea loca, pero encontraré esa estatua si está en la casa.

—¿Cómo?

—Buscaré en cada habitación.

—Se ha hecho ya centenares de veces.

—Pero el secreto debe estar ahí.

—Si lo hay, en ochenta años nadie lo ha descubierto.

—Tal vez yo lo descubra.

Adam tuvo una de sus raras sonrisas.

—Uniré fuerzas con usted. ¿Dónde empezaremos?

—Eso es lo que tengo que descubrir. Tal vez la casa me lo diga —dije sonriendo porque había percibido como se curvaban sus labios.

Era un hombre muy práctico. Nunca se entregaba a vuelos de fantasía. Quizás era el hombre que necesitaba en mi vida. Me pregunté: «¿No me equivoco al creer que Sylvester deseaba esto? Debe haber confiado en Adam, ya que lo ha nombrado tutor de Jason».

¿Y Jason? Jason simpatizaba con él. Tenía la confianza de los niños hacia un hombre fuerte… además, era el primo de Joliffe.