Pimpollo de loto

I

El impacto de Hong Kong fue tremendo para mí. Yo esperaba un escenario exótico, enteramente diferente a lo que había imaginado y, tras haberme sumergido en la historia, las maneras, las costumbres y el arte chinos, me creía en cierto modo preparada. Pero nunca había podido imaginar algo tan variado, tan lleno de color y tan misterioso.

El centro de la vida era el puerto, uno de los más bellos que conoce el hombre, según creo. Los barcos llegan de todas partes del inundo y había una actividad constante en los muelles. Una faja de mar de una milla de longitud separa la isla de Hong Kong de la tierra firme y los ferries van y vienen constantemente. Desde Kowloon se puede ver el empinado reborde de la montaña y la capital de la isla Victoria. Los sampans y los juncos pululan en las aguas y son el hogar de miles de familias, muchas de las cuales rara vez bajan a tierra. Esta gente me fascinaba. Vi mujeres sentadas en los botecitos, con los bebés colgados a la espalda, mientras preparaban las redes; parecía increíble que aquellos barquitos con sus mástiles de mimbre fueran el único hogar que poseían.

Quizás más que la vida del puerto me intrigaron las calles. Eran como coloridos cuadros con sus avisos de tiendas en forma de estandarte que, a causa de la forma artística de las letras, resultaban muy hermosos; rojos, verdes y azules se mezclaban con el oro y flotaban en la brisa. Quedé encantada con las callejuelas empinadas, que llamaban «calles escalera», bordeadas de quioscos con gran variedad de alimentos: vegetales, frutas, pescado seco. Había vendedores de toda clase de artículos, incluso pájaros en jaulas y exquisitos barriletes de papel pintado.

Los dibujantes de letras me interesaron. Generalmente estaban sentados ante una mesa, con los materiales de escribir a su lado. Con frecuencia miré con lástima a los que habían traído una carta para que les fuera leída, tras lo cual dictarían la respuesta. Me parecieron patéticos mientras miraban los labios del lector, o su pluma cuando escribía los caracteres sobre el papel.

Los adivinos estaban siempre presentes, con sus recipientes llenos de varillas que sacudían antes de seleccionarlos y predecir el futuro.

En todas partes hervía la vida y había profundos contrastes. Allí estaban los mendigos con sus recipientes para pedir limosna y la mirada perdida y desesperada de sus ojos, que me perseguían hasta mucho después de haber arrojado una moneda en el recipiente. Y quedé atónita cuando vi por primera vez a un mandarín, llevado en su litera por seis portadores, mientras su séquito marchaba en dos filas a los lados. Dos miembros del séquito llevaban gongs, que golpeaban a intervalos mientras la procesión pasaba, para que todos se enteraran del regio personaje que estaba en medio de ellos. Al frente llevaban un cartel donde estaban inscritos todos los títulos del mandarín. Era interesante ver el temor y la admiración con que los tenderos y transeúntes miraban la procesión.

Humildes ante tanta gloria, permanecen quietos, con los ojos bajos, y cuando un muchacho miró francamente sorprendido y olvidó bajar la cabeza, recibió un golpe de uno de los bastones llevados por dos hombres del séquito, cuya única tarea parecía ser la de castigar aquéllos que no mostraban el debido respeto.

En contraste con este orgulloso espectáculo estaban los hombres de los carritos —con frecuencia dolorosamente flacos y arrugados—, esperando de pie ante sus vehículos, o corriendo sin aliento por las calles transportando sus cargas.

Cada día descubría algo nuevo que atraía mi interés. Pero, más que todo, estaba fascinada por la «Casa de las Mil Lámparas».

Desde que habíamos salido de Inglaterra cada día había traído nuevas experiencias. Primero había sido el largo viaje de varias semanas por mar, que nos había hecho dar media vuelta al mundo. Para los otros pasajeros nosotros formábamos un grupo desusado: yo, mi viejo esposo, nuestro niño tan pequeño y Ling Fu, el criado de Sylvester. Jason estaba en edad de que todo le pareciera una aventura y, al mismo tiempo, de tomarlo todo naturalmente. Sufrimos las molestias normales de este tipo de viajes, pero me encantó ver que, en cierto modo, éramos buenos marinos. Sylvester había hecho muchas veces el viaje, y era conocido del capitán y de la tripulación. Esto fue muy conveniente, porque, con su invalidez, el viaje hubiera podido ser muy penoso pero estaba tan encantado de verse camino a Hong Kong que pareció, por el contrario, cobrar nuevas fuerzas.

Comimos con frecuencia con el capitán, que nos entretuvo con historias de aventuras en el mar; yo vigilaba constantemente a Jason, porque temía que su espíritu aventurero provocara algún desastre. El viaje pudo ser largo, pero con tantas preocupaciones, no puede decirse que fuese aburrido.

Paramos en varios puertos en el camino y, para alguien como yo, que nunca había salido de Inglaterra, excepto para mi luna de miel en París, aquella fue una experiencia excitante. A Sylvester le costaba trabajo bajar a tierra, pero decidió no impedir mi placer y con frecuencia Jason y yo recorrimos una ciudad extranjera en compañía del capitán y unos oficiales.

Cuando llegamos a Hong Kong el barco se había convertido en un hogar para mí, y sentí una curiosa nostalgia al dejarlo. Pero esto quedó pronto olvidado ante las nuevas experiencias que me abrumaban.

Al desembarcar encontramos a Adam Milner, que nos estaba esperando, acompañado por un hombre robusto y agradable, en la mitad de la treintena, con una cara franca y simpática que me gustó de inmediato. Supuse que era Tobias Grantham, jefe de la oficina de Hong Kong de Sylvester, porque Sylvester me había hablado mucho de él. «Es un escocés sagaz» me había dicho. «Estaba en nuestra oficina de Escocia. Vive con su hermana Elspeth. Ella creyó conveniente venir aquí para protegerlo de los peligros del Oriente. Una mujer buena y recta, pero, como muchas de su tipo, un poco incómoda a veces».

El placer de Sylvester por estar en Hong Kong y por ver a Tobias Grantham fue obvio. También quedó contento de que Adam hubiera venido a recibirnos. Yo sabía que siempre había lamentado la separación de la familia, y le encantaba cualquier señal de acercamiento.

Adam me trató con frialdad, pero Tobias Grantham fue muy deferente. Señaló que Sylvester iba a encontrar todo en orden en la casa. Después descubrí que era de este modo como se referían siempre a la «Casa de las Mil Lámparas».

Dos hombres de pantalones y túnicas negros, con el pelo en trencitas y sombreros cónicos de paja, esperaban a respetuosa distancia. Cuando Tobias hizo una señal recogieron el equipaje que estaba a la vista —la mayoría seguía aún en la bodega y sería traído más tarde— y lo pusieron en un carrito.

Jason, apretando mi mano, miraba todo con ojos curiosos. Fue Tobias Grantham quien le habló primero. Dijo:

—¿Es éste el joven señor?

Jason replicó:

—No soy un joven señor. Soy un niño. Soy Jason.

—También puede ser un joven señor —dijo Tobias. La idea pareció agradar a Jason. Tobias se puso en cuclillas, de modo que sus ojos se enfrentaron al mismo nivel.

—Bienvenido a Hong Kong, joven señor.

—¿Es usted chino? —preguntó Jason.

—No, soy tan inglés como usted.

—¿Por qué no es usted chino?

—Porque no lo soy.

Tobias se puso de pie y me sonrió.

—Espero que sea usted aquí feliz, señora Milner.

—Encontrará usted que esto es muy diferente a Inglaterra —dijo Adam.

—Estoy preparada —contesté.

Adam me acompañó hasta el carrito que aguardaba, después ayudamos a subir a Sylvester y Jason se sentó entre nosotros dos.

Los seguiremos cuando hayamos arreglado lo del equipaje —dijo Tobias Grantham.

El hombre del carrito cogió las varas y partimos. Jason tenía los ojos desmesurados de maravilla; y a mí me pasaba más o menos lo mismo.

—Ya estás aquí. Jane —sonrió Sylvester.

—Es fantástico —dije.

En verdad lo era. Por todas partes había carritos tirados por hombrecitos de apariencia frágil, descalzos, con sus delgados pantalones y túnicas, las trenzas flotando cuando corrían.

Bordeamos las apretujadas calles con sus hermosos anuncios agitados en la leve brisa; el aire estaba lleno de olores extraños, cuyo principal ingrediente parecía ser el pescado. Era como una serie de imágenes de color desplegadas ante los ojos, pero, cuando recuerdo el primer día en Hong Kong, la imagen que domina todas es la de la «Casa de las Mil Lámparas».

Quedaba en las afueras de Kowloon y estaba rodeada por jardines, de manera que parecía más aislada de lo que en realidad estaba. Llegamos primero ante un muro con un portal que tenía a cada lado un dragón de piedra. Un viejo con los inevitables pantalones de algodón y la túnica estaba en cuclillas al lado del portal y, cuando nos acercamos, se irguió bruscamente, abrió el portal y se inclinó. Sylvester gritó un saludo. Había casi un canto en su voz. Me di cuenta de hasta qué punto le excitaba estar aquí.

El hombre del carrito atravesó el portal y entramos en lo que parecía un patio; un sendero con piedras de delicados colores llevaba a otro muro y una puerta. La atravesamos y entramos a un patio similar al anterior. Después descubrí que el terreno formaba como una especie de cajas, sin tapas, encajadas la una dentro de la otra. En el centro estaba la casa.

Habíamos llegado a la plaza central y allí estaba la «Casa de las Mil Lámparas». Ante ella había un prado que tenía matas en miniatura y un pequeño río atravesado por un puentecito. Era como un jardín de muñecas. A un lado de la casa, en medio de los pétalos caídos de sus pimpollos púrpura, estaba un árbol de tamaño normal. Parecía inmenso ante los árboles enanos. Yo nunca había visto antes un árbol semejante y más adelante descubrí que era una bauhinia.

Percibí esto en escasos segundos, porque apenas tuve conciencia de algo más que de la casa. Era imponente y se parecía a las que yo había visto pintadas en pergaminos. Se levantaba sobre una especie de plataforma, pavimentada con peldaños de mármol blanco y rosa. Había cuatro pisos, cada uno emergiendo sobre el otro; y estaba construida con una especie de piedra dorada que brillaba al sol. Estaba adornada al estilo chino, con dorados y tallados y había una pérgola donde crecía el mirto.

Unas lámparas pendían intervalos a lo largo de esta pérgola: había una a cada lado del pórtico y una grande en el centro. De inmediato pensé: «Debe haber mil lámparas similares en esta casa».

—Mira, mamá —chilló Jason. Acababa de descubrir los dragones a ambos lados del pórtico—. Son como los de Roland’s Croft, pero un poco más grandes.

Le dije que probablemente iba a ver ahora muchos dragones. Él metió el dedo en la boca de uno de los dragones y me miró, para ver si lo vigilaba. Se estremeció de placer.

Subimos tres escalones y llegamos a la plataforma de mármol donde un criado chino pareció materializarse como el genio de la lámpara; abrió la puerta. Entramos en un vestíbulo pavimentado de mármol. Dos columnas de madera sostenían aparentemente la techumbre, porque desaparecían a través del techo donde habían trazado delicados diseños. Las columnas de madera estaban pintadas de rojo con un leve trazo de oro. Me acerqué y comprobé que el trazado representaba al ubicuo dragón.

El misterio del lugar me envolvió. No estaba segura de si había allí una atmósfera enemiga, o si fue sólo la rareza del lugar lo que me hizo imaginar esto. En el vestíbulo pendían seis lámparas. Me di cuenta de que las estaba contando. «Mil son demasiadas», me dije. «¿Dónde cabrían todas?».

Un curioso olor de algo semejante al incienso flotaba en el aire y mientras esperábamos en el vestíbulo fueron apareciendo unas figuras silenciosas. Había doce: eran los criados de Sylvester, que se ocupaban de la casa cuando él estaba ausente.

Se acomodaron en una fila perfecta y uno tras otro se fueron inclinando primero ante Sylvester y después ante mí. Luego todos se arrodillaron y bajaron la cabeza, tanto que llegaron a tocar el suelo.

Sylvester se detuvo un momento, contemplándolos; después dio una palmada y todos se levantaron. Él dijo:

—¿Hau? ¿Tsing tsing? —que significa: «¿Estáis todos bien de salud?», el saludo convencional chino. Después dijo en inglés—: Me alegro de estar aquí. La paz sea con vosotros —me tomó de la mano y fue como si me presentara a ellos.

Todos saludaron e inclinaron las cabezas, reconociéndome. Después se inclinaron ante Jason.

—Te llevarán a las habitaciones que han preparado para nosotros —dijo Sylvester—. Con el tiempo aprenderás a reconocer a los criados.

Creí que eso era imposible, porque todos me parecían idénticos.

Las habitaciones de Sylvester estaban en la planta baja debido a su invalidez, que le impedía subir con facilidad las escaleras. Dejándolo y cogiendo la mano de Jason, seguí a un criado por las escaleras. Llegamos a un corredor. Del techo pendían lámparas Tuvimos que subir aún más escaleras hasta llegar al apartamento que me estaba destinado. Me alegró encontrar un cuartito que comunicaba con el que iba a ser temporalmente de Jason.

Aquellas habitaciones estaban amuebladas en estilo europeo, pero había uno o dos toques que me recordaban que estaba lejos de mi patria. Las cortinas eran de raso azul bordadas en seda blanca. La cama era europea, con almohadones de seda y una colcha haciendo juego. Había taburetes bajos en lugar de sillas, y unos pergaminos delicadamente diseñados en las paredes. Había un espejo muy bonito en un marco de madera dorada sobre una cómoda, pero parecía fuera de lugar en aquel cuarto. De hecho las cosas puestas allí para la comodidad parecían fuera de lugar. La alfombra era lujosamente china, con un dragón arrojando fuego por las fauces. Jason lo vio enseguida y se puso de rodillas para estudiarlo.

El cuarto que comunicaba con el mío y que iba a ser de él, al menos por un tiempo, era una especie de vestidor. Estaba amueblado con mucha sencillez y supe después que Tobias había hecho preparar aquellos apartamentos para nosotros cuando supo nuestra llegada.

—Espero que no estés demasiado cansada y puedas acompañarme en la comida —había dicho Sylvester.

En verdad yo no estaba cansada. Mi mente se sentía estimulada por la nueva atmósfera, y quería absorberlo todo cuanto antes.

Llegaron algunas de mis maletas y empecé a deshacerlas mientras respondía a una infinidad de preguntas de Jason. Era una casa muy rara, dijo. Le gustaba más Rocland’s Croft. Se preguntaba qué estaría haciendo la señora Couch. ¿Iba a venir aquí? Se puso momentáneamente triste cuando le dije que era poco probable, pero la cosa pasó pronto. Al igual que a mí, habían demasiadas cosas nuevas que le interesaban.

Uno de los criados le trajo la comida. Jason frunció el ceño al verla: no se parecía a la comida de Roland’s Croft o del barco, pero debía estar hambriento, porque la comió.

Era una especie de pescado con arroz y alguna fruta.

Me pregunté cómo iba a sentirse al quedar solo en aquel cuarto mientras yo comía con Sylvester. Jason estaba intrigado con la lámpara que pendía del techo y que podía bajarse por medio de una cadena, subiendo luego sola cuando se la soltaba. Dije que había que dejarla encendida toda la noche. El niño estaría perfectamente seguro dejando abierta la puerta de comunicación.

Esto lo consoló, y se quedó dormido casi sin tener tiempo de desvestirse.

Dejé la puerta abierta, saqué algunas cosas de las maletas, me cambié de ropa y bajé a reunirme con Sylvester.

Cuando cerré la puerta de mi dormitorio me pareció que la extraña calidad de la atmósfera me envolvía. Miré a lo largo del corredor con sus hileras de lámparas y no supe hacia donde volverme. Debía haber unas diez lámparas colgando del techo. Estaban encendidas. Mientras esperaba allí una figura pareció materializarse en el extremo del corredor.

Un helado sentimiento de horror se apoderó de mí, y por un segundo comprendí lo que quiere decir la gente cuando afirma que ha quedado paralizada por el terror, porque, si hubiera querido moverme, durante unos segundos no habría podido hacerlo. La luz de las lámparas era difusa, y había una cara que me miraba desde la penumbra. Cuando me recobré mi primer impulso fue correr en dirección opuesta. La figura no se había movido. Parecía estar allí de pie. Me forcé en dar un paso hacia adelante. La figura siguió inmóvil. Al avanzar adquirió forma y pude ver que era una estatua de tamaño natural. Una figura de madera y piedra. Nada más. ¿Cómo podía haber sido tan tonta? Como esta casa había vivido tanto tiempo en mi imaginación, yo había construido fantasías con ella y, ahora que la veía, sentía que era todavía más misteriosa, más extraña, más amenazadora de lo que había imaginado.

Me acerqué a la figura. Era una Kuan Yin, la diosa benévola. Parecía menos bondadosa que las otras que yo había visto. Sus ojos daban la impresión de mirarme directamente… unos ojos velados. Casi imaginé que me decía que me fuera, que es lo que puede hacer una diosa benévola ante alguien que está en peligro.

¡En peligro! ¿Por qué se me había ocurrido esta idea? Pensé en mi hijo, a quien había dejado solo en su cuarto. Era absurdo. Debía ser algo en la atmósfera de la casa.

Volví corriendo a mi cuarto. Abrí sin ruido la puerta, miré hacia el cuarto de Jason. Dormía echado de espaldas, los ojos cerrados, las manos aferradas al borde de la sábana, una sonrisa dichosa en su rostro. Sus sueños eran evidentemente agradables. Tuve ganas de levantarlo y estrujarlo entre mis brazos, pero no me atreví por miedo a despertarlo. Salí en puntillas del cuarto, di la espalda a la figura de KuanYin y encontré la escalera por la que habíamos subido.

Sylvester estaba en el vestíbulo. Se apoyó en su bastón y me contempló mientras yo descendía.

—Bueno, ya estás aquí, Jane —dijo—. Enseguida servirán la comida.

Tomó mi brazo y se apoyó en él un poco pesadamente cuando nos dirigimos al comedor. La luz era escasa porque habían corrido las cortinas de la ventana y sólo contábamos con la luz de la lámpara que pendía del techo.

Había algo extraño en aquel cuarto y yo estaba descubriendo qué era. Era una mezcla de Oriente y Occidente. La mesa y las sillas parecían salidas de un castillo francés, y lo mismo pasaba con la consola con sus patas doradas. Era como si una cultura hubiera sido superpuesta a la otra. Sylvester leyó mis pensamientos. Tenía una manera fantástica de hacerlo, que casi siempre me turbaba. Sentía que él tenía poderes especiales de discernimiento o que yo era muy fácil de comprender.

—Sí —dijo como continuando una conversación— no está de acuerdo con el resto, ¿no es así? Encontrarás lo mismo en toda la casa. Se han traído muebles occidentales para mayor comodidad. Pero estas habitaciones de la planta baja tienen todas paneles, y esto las vuelve aún más extrañas.

Ocupamos nuestros lugares en la mesa.

De inmediato un criado trajo unos platos con sopa; la sopa era sabrosa y yo debía estar más hambrienta de lo que había supuesto. Comimos en silencio mientras los criados entraban y salían, sin ruido. La sopa fue seguida por carne salteada y pescado, acompañados de arroz y té. También trajeron una especie de bebida no muy diferente al whisky, y Sylvester me dijo que estaba hecha de arroz.

La comida fue una especie de ceremonia. Sentí que los criados me observaban atentamente, y estoy segura que Sylvester, al igual que yo, quedó aliviado cuando terminamos. Pasamos entonces a una salita, amueblada como estudio. Estaba escasamente iluminada por la linterna que pendía del techo.

Bueno, Jane —dijo Sylvester— ya estamos aquí.

—Es difícil creerlo.

Él se había sentado en un sillón tallado y yo en un puf de cuero repujado.

—¿Qué opinas de esto? —preguntó.

Aún no lo sé.

—Es demasiado pronto para decidir —dijo él—. Pero quedarás fascinada. Le pasa a todo el mundo. Todos sufren un cambio al llegar a esta casa. Los criados… todos. Incluso mi imperturbable sobrino Adam no es tan inmune a su influencia como pretende serlo.

—Es un joven muy taciturno.

—Oh, es muy serio. Se me parece más que los otros miembros de la familia. Y es extraordinario que sea hijo de Redmond. Por cierto no se parece a su padre. A Tobias le habría gustado quedarse a comer con nosotros, pero creo que no es éste el momento. Mañana hablaremos de negocios.

—Debe tener mucho que contarte.

—Eso ha sugerido. Quiero que estés presente, Jane. Quiero que aprendas todo lo posible acerca de los negocios. Te enterarás aquí de cómo se hacen las cosas, mucho mejor que en Londres. Bueno, Tobias te llevará a los almacenes junto al puerto. Los llaman «El Bajo». Tendrás mucho que ver.

Había excitación en él. Estaba encantado, no sólo por estar aquí, sino por tenerme a su lado. Yo sabía que él gustaba de mi compañía, pero era más que eso. Quería que yo aprendiera su negocio: y supe que pensaba que algún día Jason iba a ser el dueño y que yo estaría allí para ayudarlo.

—¿Y la casa? —dijo—. ¿Qué piensas de la casa?

Miré por encima del hombro porque tuve el siniestro presentimiento de que la casa misma me estaba escuchando.

—Apenas la he visto. Estaba casi oscuro cuando llegamos.

—Es la casa más rara que conozco —dijo él lentamente. —Algunos dicen que nunca debieron construirla.

—¿Quién ha dicho eso?

—Los supersticiosos. Está construida en el lugar de un antiguo templo, como sabes. Y hay pruebas de esto. La pagoda formaba en realidad parte del templo.

—¿Qué pagoda?

—Aún no la has visto. Está en el jardín, más allá del muro externo. La verás desde tu ventana por la mañana. Es bastante bonita. Está hecha de piedra y tiene incrustadas piedrecitas de colores que brillan al sol… hay amatistas y topacios. Es una visión maravillosa. Los criados la consideran un lugar sagrado. Le temen.

—¿Acaso no estaba dedicado el templo a Kuan Yin, y no se supone que es una diosa benévola?

—Sí, la Diosa de la Misericordia —dijo él—. Pero incluso ella, según creen, puede no sentirse contenta con el hecho de que hayan construido una casa en el lugar en que estuvo antes su templo, y que esta casa sea propiedad de un bárbaro. ¡Oh, sí, todos somos bárbaros! Nos llaman Kan-Kuei, que significa fantasma extranjero. Somos espíritus o diablos. Diablos extranjeros nos llaman.

—No es muy halagador.

—Lamento decir que implica cierto respeto, porque siempre respetan lo que temen.

—Sin embargo uno de ellos regaló la casa a tu abuelo.

—Tal vez no fuera un regalo muy conveniente… pero me alegro que se la hayan dado. Mi padre adoraba el lugar. Hablaba mucho de ella, y me dejó la casa no sólo por ser yo el hijo mayor, sino porque sabía que me interesaba más que a los otros. Ya verás con el tiempo, Jane. Sentirás el hechizo del lugar. Y ahora creo que debes estar cansada, porque yo también lo estoy.

Cogió una campanilla. El tintineo resonó en la habitación y apareció Ling Fu. No necesitó que le dijeran que su amo quería que lo acompañara hasta su cuarto.

Yo fui al mío. Estaba cansada, pero no me sentía cómoda. Me desvestí y me acosté, no sin antes echar una mirada a Jason, que dormía.

Me sentía sin duda alguna cansada, pero no podía dormir. Estaba de hecho en la «Casa de las Mil Lámparas». Seguía pensando en la primera mirada que había echado a la casa, las paredes, los patios, el edificio color oro con sus dragones a ambos lados del pórtico, los criados que se deslizaban sin ruido, la quietud de la casa, las alfombras, donde en muchas estaba grabado el dragón que respiraba fuego, la atmósfera de Oriente y Occidente mezcladas de manera inquietante. Y las lámparas.

Ansiaba que llegara la mañana. Quería ver el lugar a la luz del día. Quería ir al puerto con Sylvester y enterarme de las transacciones que se realizaban allí. ¡Había tantas cosas que quería saber y no estaba muy segura de lo que me traería el descubrimiento!

Me adormecí y soñé que salía de mi cuarto hacia la escalera, y que la diosa me hacía señas de una manera extraña, sin moverse, y yo no podía evitar avanzar hacia ella. Cuando estaba cerca una voz surgía de ella: ««Vete a tu patria fantasma extranjero. No hay nada bueno para ti en este lugar. Porque no perteneces aquí, diablesa extranjera, vete ahora que aún tienes tiempo». «No puedo» contestaba yo. «No puedo. Debo quedarme aquí…». Sus ojos cambiaban. Ya no eran benévolos: me sentí atrapada en una tuerca helada.

—¡Suélteme! —grité y me desperté… pero la pesadilla seguía en el cuarto.

Alguien me apretaba la mano… había allí alguien.

—Mamá, mamá, tengo miedo —la mano que me agarraba era la de Jason—. Estabas gritando.

El alivio fue grande. Hice que se acostara en mi cama. Él estaba frío y se apretó contra mí.

—Hay un dragón en mi cuarto —dijo.

—Ha sido una pesadilla —le dije.

—No está cuando abro los ojos. Pero le sale fuego de la boca.

—Ha sido un sueño. —Repetí.

—¿Tú también soñaste con él?

—Soñé con algo.

—¿Quieres que me quede a tu lado por si tienes otro sueño?

—Sí —dije— esta noche dormiremos juntos.

—Sólo ha sido un sueño —dijo, para tranquilizarme.

—Así es, Jason; sólo un sueño.

En unos minutos quedó dormido. Y yo poco después.

El cálido cuerpo de mi hijo me dio consuelo en aquella extraña casa.

*****

Por la mañana la casa había perdido mucho de su aspecto siniestro. Era fascinante y quise explorarla.

Sylvester pasó la mañana acostado, porque estaba exhausto. Había arreglado para que fuéramos a los almacenes por la tarde, para que yo echara una mirada mientras él conferenciaba con Tobias Grantham y con el resto del personal. Pensé hacer una gira de exploración y decidí llevar conmigo a Jason, porque todavía no deseaba que se quedara solo en la casa entre criados a los que no entendía. Cuando estuviéramos establecidos y nos acostumbráramos al lugar, la cosa sería distinta.

La casa debía tener unas veinte habitaciones. Todas eran similares y tenían una característica: la lámpara que pendía del techo. Eran de hierro forjado y hermosamente talladas con figuras de hombres y mujeres. Nuevamente me pregunté si podría haber mil lámparas. Me prometí contarlas un día. Al recorrer la casa encontré criados que me hicieron profundas reverencias y que, sin embargo, apartaban los ojos ante mi paso.

Salimos a los patios, atravesamos las tres puertas y pasamos a los terrenos linderos. A Jason le encantaron los jardines en miniatura y tuve que explicarle cómo se mutilaba a los árboles. Su carita se contrajo, porque sintió pena por ellos.

—Creo que son desdichados —dijo— quieren ser grandes como los otros árboles.

Y después descubrimos la pagoda. Naturalmente era magnífica, con sus paredes brillantes y sus cascabeles que tintineaban suavemente al ser movidos por la brisa.

—¡Oh, mira, mamá! —Exclamó Jason—. Es un castillo… no… es una torre.

—Es una pagoda —dije. Y supe que era la pagoda de la que había hablado Sylvester.

—¿Qué es una pagoda?

—Eso —contesté.

—¿Quién está ahí?

—Nadie. Es parte de un templo.

Jason quedo atónito, maravillado. Atravesamos un arco donde en un tiempo debía haber habido una puerta. Dentro había un olor extraño, parecido al incienso. Y dominando el espacio circular, estaba la conocida figura de la diosa. A cada lado de ella ardía una varita de Joss y era esto lo que producía aquel aroma penetrante.

—¿Para qué las han puesto? —murmuró Jason.

—Alguien las ha colocado allí para la diosa. Esperan que ella ruegue por ellos.

—¿Y lo hará?

Se supone que ruega por todos los que se lo piden.

—Pero si es una diosa, ¿por qué tiene que rogar por ellos? ¿Por qué no les da lo que le piden?

—Chist…

—¿Es como en la iglesia? —murmuró Jason.

—Sí, como la iglesia.

Miré hacia las altas paredes. Pude ver el cielo a través del techo. Aquella pagoda debía tener centenares de años. Había estado aquí cuando existía un templo, en el lugar donde se levantaba ahora la casa. Pero la ruinosa estatua de la diosa seguía allí, tallada en piedra y había personas (probablemente algunos criados) que todavía quemaban para ella varitas de Joss.

Salimos al sol y volví a llevar a Jason al jardín en miniatura. Él se arrodilló, examinó los arbolitos y el pequeño puente sobre el río de imitación. Estaba tan encantado con el jardín que olvidó el templo.

Le dije que podría quedarse allí un rato, si prometía no ir más allá del muro. Después lo dejé y volví a la casa. Ling Fu apareció de pronto y me dijo que había llegado una visita y que Sylvester quería que lo acompañara a recibir a esa persona.

Me condujo hasta un cuarto vecino al dormitorio de Sylvester, que estaba amueblado como sala. Adam estaba allí.

—He venido a ver si puedo ser útil en algo —me dijo.

—Muy amable de su parte.

—Naturalmente he estado preocupado por mi tío —se volvió hacia Sylvester—. No creí que pudieras hacer el viaje.

—Oh, vamos. ¡No estoy tan incapacitado como parece!

Adam se sentó, cruzando sus largas piernas. Tenía aspecto elegante y no se le podía negar cierta dignidad. Llevaba un chaleco azul oscuro y una casaca ajustada: la camisa era muy blanca, con reborde de volados, y su corbata azul, haciendo juego con la casaca. El azul hacía que sus ojos parecieran menos acerados. Sobre una mesa estaba su sombrero de copa y su bastón con mango de ébano.

—Supongo que irás esta tarde a El Bajo —dijo.

—Espero ir esta tarde —Sylvester se volvió hacia mí—. Son los almacenes. ¿Te he dicho que los llaman aquí El Bajo? No pude discutir ningún punto importante anoche con Toby; por lo tanto estoy ansioso por ir allá lo antes posible.

—Confías mucho en Tobias —dijo Adam.

—Nunca he tenido motivo para no hacerlo.

—¿Se te ha ocurrido que alguna vez pueda tener ganas de trabajar por su propia cuenta?

—No todo el mundo piensa así —la sonrisa de Sylvester era burlona—. Puede ser una empresa azarosa —añadió.

Me pareció que la expresión de Adam se endurecía. Cambió de tema bruscamente y se volvió hacia mí.

—Aquí todo le parecerá muy distinto a como es en nuestro país —dijo—. Más que nada la gente. Su punto de vista no es como el nuestro. A veces esto vuelve difícil la comunicación.

—He leído bastante —le dije—. Sylvester siempre me ha proporcionado libros, de manera que no me siento tan extraña como puede parecer. Creo que me adaptaré rápidamente.

Tiene usted un niño que cuidar y sé que se ocupa usted mucho de mi tío.

—Jane está también muy enterada de los negocios. Quiero que venga El Bajo y oiga lo que se comenta.

Adam guardó silencio unos momentos y me pareció percibir una mueca levemente burlona en su boca. Era evidente que no creía que mi ayuda pudiera ser muy valiosa. Después dijo, pensativo:

—Necesita usted una acompañante… una especie de intermediaria… una doncella quizás.

—Hay bastantes criados —dijo Sylvester—. Jane podrá elegir.

Adam meneó la cabeza:

—No es lo que he querido decir. Esta gente apenas habla inglés. Necesita alguien que la ayude a cuidar al niño, alguien que pueda acompañarla a las tiendas. No podrá hacerlo sola.

Sylvester pareció incómodo.

—Puedo sugerir una persona —prosiguió Adam—. Lo cierto es que conozco la más apropiada —se volvió hacia mí—. Necesita usted alguien que pueda estar con usted… alguien que sea más que una criada… alguien que sepa bastante inglés como para poder hablarle de China y que le ayude a usted a entender a los chinos. Tengo la respuesta. Es una muchacha joven… mitad china, mitad inglesa. Habla un inglés perfecto. Ha sido educada en una casa menos cerrada que las de la mayoría. Creo que Pimpollo de Loto es la chica que le conviene.

—¡Qué hermoso nombre!

—Es la versión inglesa. Es bonito y ella es… muy presentable. Tiene más o menos unos quince años, pero ésa no es una edad inmadura en China. Se la mandaré y si usted simpatiza con ella… puede aceptarla.

—¿Quién es esa chica? —preguntó Sylvester.

—He tenido tratos con su familia. Les encantará que consiga un trabajo. Sí, Jane, debe usted conocer a la pequeña Pimpollo de Loto y, si le gusta, verá usted que puede ser una compañera muy útil. Cuando salga de compras la necesitará. Ella discutirá por usted y, en cierto modo, será una especie de guardiana. Le ayudará a cuidar al niño. Verá usted que es útil de mil maneras. Asunto arreglado, pues.

Sylvester dijo:

—Me doy cuenta que Jane va a necesitar a alguien. Podemos probar con esa chica.

—La mandaré para que la vean —replicó Adam:

Cuando él se fue vi que Sylvester estaba pensativo.

—Adam está decidido a hacerse simpático, —comentó.

—Parece que eso te sorprendiera —repliqué.

—Bueno, hubo una querella y lo he visto poco en los años que precedieron a la muerte de su padre. Tengo la sensación de que ahora le gustaría que uniéramos fuerzas.

—¿Y a ti te gustaría?

—No, no ahora. Tengo otros planes —sonrió cariñosamente y creí entender. En un tiempo Adam y Joliffe hubieran sido sus herederos naturales. Esto era ahora difícil debido a la aparición de Jason.

Cambió de tema y me habló del distrito en la época en la que vivía su padre. Entonces los vendedores salían fuera, anclaban en el puerto y el artículo principal que traficaban era el opio. Habían pasado cincuenta años desde la Guerra del Opio entre Gran Bretaña y China, al fin de la cual la bandera británica había sido izada en la isla de Hong Kong.

—Entonces no era más que un peñón pelado. Ahora es activa, floreciente. La gente va y viene en ferry entre la isla y Kowloon cientos de veces al día. Todo el lugar hierve de vida. El té es una de las exportaciones más ventajosas. Este clima es apropiado. El té da trabajo a la gente e ingresos al gobierno. Los chinos son una raza muy trabajadora, Jane. Fue un gran día cuando se izó la bandera británica en el Mástil de Posesión, y hemos prosperado desde entonces. Pero tienes que aprender algo acerca del país, aunque a veces quedes desconcertada.

Sylvester se recostó en su sillón, con aire fatigado.

—¡La idea de que Tobias pueda establecerse por su cuenta! —dijo riendo—. Sí, es probable que Adam esté sugiriendo que quiere volver conmigo. Me pregunto cómo andan sus negocios. No demasiado bien, supongo. Sin duda lo sabremos. Naturalmente en nuestro trabajo es muy fácil cometer un error.

—¿Lo crees realmente? Parece muy satisfecho.

—Conozco bien a Adam, Jane. Siempre pone buena cara. Podemos arriesgar mucho capital en algo que, aunque sea intrínsecamente bueno, tenga poco valor de venta. A veces tenemos tanto capital invertido y bloqueado en nuestras piezas que nos resulta difícil, sin pedir prestado, enfrentar a los acreedores. Mi padre y yo hemos sido de carácter más cauteloso que Redmond y mi hermano Magnus. Ellos podían dejarse llevar por el entusiasmo. Yo nunca he sido así. Tobias ha sido entrenado por mí. Confío mucho en Tobias.

—Es amable de parte de Adam enviarnos esa chica.

—Oh, sí, es una buena idea. Bueno, esta tarde iremos a El Bajo.

—¿Te sientes con fuerzas?

—Te tengo a ti para apoyarme. Puedes ayudarme a subir al carrito y Tobias nos esperará en El Bajo.

*****

Dejé a mi hijo al cuidado de Ling Fu, porque, durante el viaje, se había hecho una amistad entre ellos. Decían poco, pero había una tranquila satisfacción en la compañía mutua, y yo sabía que, con él, Jason estaba seguro.

El carrito nos llevó al puerto donde estaban los almacenes y vi ahora más distintamente que el día anterior la hirviente vida del lugar. Los hombres de los carritos, corriendo con sus cargas, los pies descalzos, los sombreros cónicos atados bajo el mentón con cuerdas y las trencitas flotando, despertaron mi piedad, porque parecían demasiado frágiles para tirar de los carruajes y de sus ocupantes. Había ruido, clamor y en todas partes el persistente olor del pescado. En el mar estaba la aldea flotante —sampan tras sampan, uno al lado del otro: las viviendas de familias que nunca habían conocido otra morada—. En estos botecitos —algunos alegremente pintados, otros oscuros y descascarados—, las familias habían vivido por generaciones enteras. Las ropas tendidas flotaban en la brisa y vi a una mujer bañando a un bebé en la cubierta de uno de los sampans. Olores de cocina llenaban el aire. Desde otro sampan un muchacho se zambullía en busca de las monedas que un viajero europeo arrojaba al agua. Se erguía en el reborde del barco —como una silueta contra la luz— vestido sólo con un taparrabo. Vi gente comprando en un barco de legumbres y Sylvester me dijo que esta gente había vivido en los botes toda su vida, habían nacido en ellos, se habían criado allí y rara vez bajaban a tierra.

Si entraras en uno —me dijo— sin duda encontrarías un altar y varas de Joss ardiendo. Verías un papel rojo de la suerte, para ahuyentar los demonios. Mira esa lancha de ahí —señaló una embarcación que se balanceaba en el agua—. Fíjate en los ojos pintados en ella. Es para que pueda ver el camino. Traería mala suerte navegar en una embarcación como esa sin ojos.

—Parecen muy supersticiosos.

—Son muy pobres —dijo Sylvester— y es muy importante para ellos tener lo que llaman un buen Joss. Es decir, buena suerte. Por eso queman varas de Joss en los templos o en los botes-viviendas, y tienen cuidado de no provocar la ira de los dragones.

La gente pasaba apresurada —generalmente vestida de manera similar— los hombres y las mujeres con sus túnicas y sus pantalones negros y, con frecuencia, el sombrero cónico para protegerse del sol.

Vi una mujer llevando un bulto tan pesado que apenas podía bambolearse: estaba vestida de negro, sus ropas polvorientas y gastadas y llevaba un sombrero con un borde de seda negro.

Sylvester siguió mi mirada y me dijo que era una de las mujeres Hakka.

—Vinieron del sur de China durante la dinastía Yuen y se establecieron al noroeste de Hong Kong. Trabajan duro, especialmente las mujeres, generalmente en trabajos manuales. Verás muchas en los campos.

—Parecen tener una vida muy dura.

—La vida suele ser dura para las mujeres chinas.

Comenté el penetrante olor a pescado y Sylvester dijo:

—Es raro que este lugar haya sido bautizado Hong Kong, que significa Puerto Fragante.

—Un precioso nombre —dije— pero muy poco adecuado.

—No cabe duda que antes toda esta actividad debe haber sido fragante.

El carrito se detuvo cuando llegamos a El Bajo. Tobias nos esperaba, me ayudó a bajar y después hizo lo mismo con Sylvester.

Apoyado en mi brazo de un lado y del otro en su bastón, Sylvester entró al edificio con Tobias.

Pasamos a una oficina elaboradamente amueblada. Había una vitrina y en ella algunas hermosas piezas de jade y de cuarzo rosado.

Trajeron un sillón para Sylvester, que anhelaba sentarse después del esfuerzo realizado y, cuando estuvimos sentados todos, Tobias nos habló de lo que había pasado durante los años en los que había dirigido el negocio, con sólo esporádicas comunicaciones postales entre él y Sylvester.

Sylvester podía ver que el intercambio había sido bueno. Naturalmente vería las piezas de interés que se habían comprado, y él mismo había encontrado algunos bellos ejemplares en Inglaterra. Pese al hecho de que los últimos años habían sido difíciles para algunos comerciantes, Tobias se las había arreglado muy bien.

—¿Qué sabe usted acerca de los negocios de mi sobrino Adam? —preguntó Sylvester.

—Puede usted hablar delante de mi mujer. Comparto con ella todos mis secretos.

Tobias se encogió de hombros.

—Creo que ha tenido algunas dificultades.

—¿Sabe usted si son importantes?

—Dudo que él quisiera confiarme algo, pero he oído rumores.

—Ha estado muy solícito conmigo y esto me ha hecho pensar. Bueno, puede usted acompañar a mi mujer para que vea las oficinas, Tobias. Yo esperaré aquí y echaré un vistazo a los libros.

Y Toby, como pronto empecé a llamarlo mentalmente, me llevó a ver todo. Quedé impresionada. Ignoraba que fueran tan grandes. Me explicó muchas cosas; como las mercancías eran compradas y embarcadas a distintos lugares del mundo, y qué clase de obras de arte tenían más rápida aceptación en el mercado.

—Cuando un cliente busca un objeto determinado —prosiguió Toby— el pedido se hace a varios comerciantes, como nosotros. De modo que todos buscamos esa pieza valiosa para el mismo cliente. La competencia es aguda. Por eso resulta tan excitante. Tengo entendido, señora Milner, que vendrá usted aquí de vez en cuando para ver cómo marchan las cosas.

Me gustaría mucho. Solía ir de vez en cuando a las oficinas de Londres.

—Son una especie de apeadero: es aquí donde se realizan los principales negocios —me explicaba y sentí que simpatizaba más con él a cada minuto. Había en él una franqueza muy atractiva.

Antes de que volviéramos a reunirnos con Sylvester, dijo:

—Si necesita usted algo en cualquier momento, señora Milner, mándeme llamar y puede usted estar segura que haré todo lo que esté a mi alcance. —Sentí que había encontrado un amigo.