II

La señora Couch quedó encantada y Jeffers dijo que lo había dejado patitieso. La señora Couch nunca era tomada de sorpresa, porque tenía objetos tan frágiles como las cartas y las tazas de té para que la previnieran. Había visto todo en las tazas de té.

—Una nueva patrona para la casa —había dicho—. Lo vi tan claro como el día.

—Claro como el barro —se burló Jeffers.

Había cierto rencor entre ellos a causa de las «salidas» de él con las muchachas.

—Allí estaba… una hijita junto a otra grande. Y me dije: «Es una mujer junto al patrón»… y en el extremo estaba la señal del matrimonio.

De todos modos estaba encantada. Todos lo estábamos.

—¡Quién lo habría supuesto en él! —comentó Amy.

—Así son los hombres —añadió Jess, que era versada en el tema —nunca se puede saber nada de ellos.

—Palabra —dijo la señora Couch— que nos gusta la vida con usted, joven Jane. Supongo que tendremos que llamarla ahora «señora». Será la patrona, ¿no?

—Supongo que al patrón le gustará —dije.

La señora Couch asintió. Después dijo:

—Ante los criados se hará lo que sea correcto y adecuado. Pero, para mí, usted será siempre la joven Jane.

Estaba contenta.

—Será una casa como debe ser. Los criados están muy satisfechos. Y además un chiquito. Por suerte lo logró usted antes. El pobre señor Milner nunca había podido… usted me entiende. Pero, con un chiquito en camino, supongo que la boda será pronto. Hay que hacerlo cuando hay un nene en camino.

Y así me preparé para mi matrimonio de conveniencia… Pero a veces estuve a punto de romperlo todo. ¿Qué estaba haciendo? Hacía un año desde que había sido la feliz novia de Joliffe. Y entonces no había tenido dudas ni remordimiento. ¿Y qué había sabido yo de Joliffe? ¿Y qué sabía de Sylvester?

Procuré pensar en él de manera desapasionada. Él me gustaba; podía decirse que le tenía cariño. Me había interesado desde el momento en que me había descubierto en el Cuarto de los Tesoros. Nunca me aburría en su compañía; teníamos un gran interés en común. Me sentía estimulada para aprender, y sabía que él iba a enseñarme. Pensé que este matrimonio podía ser un éxito.

Él había indicado claramente que, entre nosotros, no iba a haber relaciones íntimas. Tendríamos cuartos separados; habría apenas poca diferencia entre la vida que yo llevaba ahora y la que iba a llevar. Me ocuparía de la casa, le ayudaría en los negocios como lo hacía ahora; la diferencia era que yo iba a ser su esposa y que mi hijo nacería en medio de la comodidad, de la seguridad. No tendría que luchar por él, como mi madre había tenido que luchar por mí.

Casi podía oír su voz diciendo: «Hemos arreglado esto para ti, Jane, teniendo en cuenta todo. Tu padre y yo lo hemos arreglado».

La ceremonia matrimonial iba a realizarse en la capillita a un cuarto de milla de la casa. Lógicamente iba a ser una boda intima.

Una semana antes del casamiento fui al correo con Sylvester, como lo hacía diariamente. Él leía las cartas y, si había correspondencia de negocios, me la pasaba. A su debido tiempo yo viajaría para las compras, como él lo había hecho, pero todavía no era lo bastante experta como para hacerlo, Después podría comprar y vender, pero mi aprendizaje no estaba terminado del todo.

Sylvester se detuvo de pronto y me miró.

—Aquí hay una carta de mi sobrino. Propone venir a la boda.

—Joliffe… —dije y mi corazón saltó de manera incómoda.

—No, no. Se trata, de Adam, el hijo de mi hermano Redmond. Ha vuelto a Inglaterra tras dos años en Hong Kong.

—Por lo tanto estará aquí para la boda.

—No esperaba que viniera nadie de la familia —dijo él.

*****

Mi corazón se sobresaltó y pareció detenerse un segundo cuando vi a Adam. El motivo, lógicamente, fue que él había estado de pie dándome la espalda, en la sala, sosteniendo una figura entre las manos, y que, de espaldas, era idéntico a Joliffe.

Cuando se volvió el parecido era apenas perceptible. Este hombre era una pulgada o dos más bajo que Joliffe, pero también era alto; sus anchos hombros le daban menos estatura. Sus facciones eran como las de Joliffe, pero sus ojos eran distintos; los de Joliffe eran azules, los de este hombre, grises, un color más bien frío, como el mar en un día nublado. No tenía las pestañas negras que eran un rasgo tan notable en la cara de Joliffe. Y lógicamente carecía de su encanto. La ilusión no duró mucho. Se trataba sólo de un leve parecido de familia. Sylvester estaba sentado en su sillón; dijo:

—Jane, éste es mi sobrino, Adam Milner. Adam, te presento a la dama que va a ser mi esposa.

Él se inclinó un poco tiesamente. A cada momento se parecía menos a Joliffe.

—Es una suerte estar en Inglaterra para poder asistir a la boda —dijo.

Me analizaba meticulosamente y me pareció percibir una leve hostilidad en su mirada.

—Ven aquí y siéntate, Jane —dijo Sylvester—. He pedido a Ling Fu que nos traiga el té. ¿Qué opinas de esta figura, Adam?

—Muy agradable —contestó él.

Sylvester levantó las cejas e hizo una mueca.

—¡Es todo lo que mi sobrino puede decir acerca de una hermosa pieza, Jane! Es un Sung genuino.

—Lo dudo —dijo Adam— es posterior.

—Juraría que es un Sung —dijo Sylvester—. Mírala, Jane.

Al tomar la figura que Adam tenía en la mano sentí los ojos del hombre y me parecieron cínicos. Dije:

—No creo ser lo bastante competente como para juzgar.

—Jane es muy prudente —dijo Sylvester— y demasiado modesta, creo. Ha aprendido mucho desde que vino aquí.

—¿Usted vino aquí con su madre, verdad, cuando ella se hizo cargo de la casa? —preguntó Adam.

—Sí —contesté.

—Y ahora es usted una experta.

Su voz era agradable pero sus ojos se burlaban. Imaginé que quería dar a entender que me consideraba una aventurera. Me sentí furiosa contra él. Me disgustaba, no por su actitud, sino por parecerse lo bastante a Joliffe como para recordármelo y traerme dolorosos recuerdos de los días en los que yo había sido lo suficientemente inocente como para creer que podía vivir dichosa para siempre.

—Por supuesto que no soy una experta, Sylvester —dije su nombre con dificultad y siempre con cierta leve turbación— ha sido lo bastante bueno como para enseñarme todo lo que sé.

—No me cabe duda que ha aprendido usted mucho —dijo Adam, y había una insinuación tras sus palabras. Yo leía en su mente. Creía que mi madre y yo éramos unas aventureras. Habíamos venido aquí, nos habíamos instalado cómodamente, después yo me había casado con Joliffe, había sufrido y ahora volvía para atrapar a Sylvester en mi red. Adam empezó a desagradarme.

Ling Fu trajo el té. Yo lo serví y guardé silencio mientras los hombres hablaban. Adam parecía llevar la conversación a temas que me excluían. Quiso saber todo lo relativo al accidente. «Había estado muy preocupado», dijo.

—Me siento halagado —dijo Sylvester.

—Oh, nuestras rivalidades son bastante amistosas —dijo Adam Milner—. El sentimiento familiar nada tiene que ver con los negocios.

Yo lo escuchaba y, sintiendo su hostilidad hacia mí, pensé que había venido para persuadir a su tío de que no se casara. Más tarde pregunté a Sylvester si había sido la intención de Adam.

—Ha quedado muy sorprendido ante la idea de mi matrimonio —reconoció—. Está claro que pensaba que estoy chocheando. Es divertido que se haya interesado tanto. De todos modos le he asegurado que estoy en mi sano juicio y que considero mi matrimonio como uno de los pasos más sabios que he dado.

—Parece un joven amargado.

—Es muy serio y ya ha alcanzado reputación en nuestro negocio por su golpe de vista. Se respetan mucho sus conocimientos sobre el Segundo Gran Imperio Chino. Es experto en las dinastías Tang y Sung. Redmond estaba orgulloso de él. Adam es trabajador y está decidido a triunfar, creo. Siempre ha sido mucho más serio que…

—Que Joliffe —dije rápidamente—. Creo que yo no le gusto.

Sylvester sonrió.

—No creo que sea contra ti personalmente. Creo que ahora a Adam le gustaría asociarse conmigo. Por más que sea muy hábil, tal vez le resulte difícil seguir adelante solo. Suponía que, debido a mi accidente, yo iba a sentirme contento de tenerle conmigo… bajo sus condiciones. Pero yo te tengo a ti para que me ayudes y siempre me ha gustado tener las riendas firmemente en la mano. Y a ninguno de mis sobrinos le agrada sentarse en la parte de atrás del coche. No me uniré a ellos. Ahora que te tengo a ti para ayudarme no hay motivo alguno para que lo haga. Eso es lo que no le gusta.

—Me parece un punto de vista más bien desagradable.

—Son los negocios —comentó Sylvester—. La verdad es que Adam es un joven muy digno. Serio, alerta, experto. Pero, ya que su padre y yo nos separamos, prefiero seguir solo.

—Supongo que vino a ver cómo era yo.

—Debe haberte encontrado interesante. Estoy seguro. Me he dado cuenta por sus maneras.

—No creo que le haya gustado lo que encontró.

Sylvester rió.

*****

Me casé con Sylvester en un típico día de abril: en un momento brillaba el sol, diluviaba en otro. La iglesia estaba decorada con narcisos y ramitos de violetas. Había frescura en el aire.

Sylvester llegó hasta el altar apoyado en su muleta. Debe haber parecido una boda muy poco convencional. Yo llevaba un vestido azul muy amplio para ocultar mi embarazo y un sombrero también azul con una pluma de avestruz curvada.

El señor Merrit, que se consideraba en cierto modo responsable del accidente de Sylvester, y constantemente demostraba su deseo de compensarlo por el hecho, me llevó al altar. Tuve una sensación extraña en la iglesia cuando se hizo la pregunta de si alguien sabía de alguna causa o impedimento por el cual no debiera realizarse la ceremonia; contuve el aliento casi de manera audible, esperando oír alguna voz que dijera: «Sí, tú eres mi mujer. Sabes que lo eres… y que siempre lo serás».

«Joliffe», pensé llena de pánico. «Oh, ¿dónde estás?». Pero ningún Joliffe interrumpió la ceremonia.

En los reclinatorios estaban los criados, encabezados por la señora Couch, que se secaba los ojos y afirmó después que había sido hermoso, y que le había parecido que la novia era su propia hija.

—Es tan dramático —dijo— cuando uno piensa en el señor Joliffe, que usted espera un hijo de él y que el señor Milner se ha casado con usted. De verdad es una novela, no cabe duda.

Adam Milner sí estuvo presente, desdeñoso, frío, desaprobando. Así me convertí en la esposa de Sylvester Milner.

*****

Después del casamiento la vida siguió como antes y, en unas pocas semanas dejó de sorprenderme.

La ceremonia misma del casamiento había creado una nueva intimidad entre nosotros. Empecé a pensar en mi esposo como en «Sylvester», y eso me hizo más fácil tutearlo. Él había cambiado un poco. Parecía satisfecho, reconciliado con su invalidez.

Yo ansiaba ahora el nacimiento de mi hijo y eso me hacía olvidar todo lo demás. Sylvester estaba muy preocupado por mi salud; tuve la sensación de que deseaba al niño casi tanto como yo. Sabía que su filosofía de la vida era la de los chinos. Uno aceptaba lo que ofrecía el destino y lo agradecía, y era culpa de uno si no obtenía de esto algo bueno. Yo debía tener consciencia de su bondad y de la comodidad que había hallado en aquella casa.

Con frecuencia pensaba en Joliffe, pero el niño empezaba a ocupar todos mis pensamientos. Era ahora muy consciente de su existencia física y me era grato echarme y pensar en él mientras anhelaba el día del nacimiento. La señora Couch estaba encantada.

—¡Niños en la casa! ¡Es lo que siempre he deseado!

Ninguna casa es buena sin esos pícaros… que se meten en todo… Pero crean un hogar.

Amy, que había tenido una hija, adquirió gran importancia. Se consideraba como un oráculo. Disfrutaba mucho dándome consejos acerca de lo que debía y no debía hacer. Jess dijo que aquello la hacía sentirse un poco realizada en la vida.

Y allí estaba Sylvester. Se comportaba como si el niño fuera suyo y no cabía duda que así iba a considerarlo cuando naciera. Tenía proyectos con respecto a él y se volvía más humano que nunca cuando hablábamos de esto.

—Será educado aquí, en casa. Aprenderá a amar las cosas hermosas. Le enseñaremos juntos.

—¿Y si es una niña?

—No creo que el sexo sea una barrera. Si es una niña tendrá todas las ventajas que suelen darse a los varones.

Me sentí conmovida de que quisiera ayudar a planear el cuarto infantil. Lo preparamos en un cuarto contiguo al mío. Lo hice empapelar de azul con un borde de animales, como una especie de dado, y toda la casa se excitó cuando llegó el colchoncito blanco de lana con su manta azul.

Yo solía ir al cuarto y mirarlo maravillada. Los otros también lo hacían. Siempre había allí alguien, en silenciosa adoración del niño que pronto iba a llegar.

Hablábamos de él constantemente. Sylvester y yo estábamos más unidos. Yo procuraba agradecer su bondad hacia mi madre y hacia mí, pero él meneaba la cabeza y decía que sólo había obtenido consuelo y placer desde nuestra llegada a la casa.

Yo lo quería. Siempre lo había respetado. Procuraba decirme a mí misma que había sido afortunada. Y entonces volvían los recuerdos de Joliffe y me veía en la casa de Kensington, y pensaba en Joliffe y en mí viviendo allí… y entonces la vida parecía difícil de soportar, hasta que el anhelo de mi hijo vencía todas las otras emociones.

Sylvester insistió en que viera a un ginecólogo londinense y la señora Couch me acompañó a Londres. Quedé muy conmovida por la alegría de él cuando llegó el informe de que todo era normal. De todos modos insistió en que la partera viviera en casa una semana antes de que su presencia fuera necesaria.

Y a su debido tiempo nació mi hijo. Ante mi gran alegría todo fue perfecto. Lo llamé Jason, como mi padre.

Dominaba la casa… un vivaz chiquito con un poderoso par de pulmones.

A veces pensaba que iba a ser terriblemente mimado, porque no había nadie en la casa que no lo adorara.

La señora Couch quería prepararle platos especiales, y yo tenía que cuidar que no lo sobrealimentara. Amy y ella discutían acerca de esto, y, por una vez, Amy osaba enfrentar a la formidable cocinera.

—Pobrecito —exclamaba la señora Couch—, algunos quieren matarlo de hambre, pero yo no lo toleraré.

—La digestión de los bebés no es como la nuestra —pontificaba Amy.

Y seguían:

Por el hecho de que hayas tenido un niño…

—Que es más de lo que usted tiene…

—¡Qué impertinencia! ¡Tenga usted cuidado, señora Amy!

Me costaba trabajo que hicieran las paces. Incluso Jeffers, que hasta ese momento sólo había demostrado interés en las mujeres jóvenes, torcía la cabeza y decía:

—Caramba…

Naturalmente mi hijo era el bebé más inteligente que haya existido. Cuando le salió el primer diente la señora Couch quiso hacer un pastel para festejarlo; cuando él burbujeó algo que sonaba como «brr» todos afirmamos que había dicho «mamá». «La verdad es que está charlando» dijo la señora Couch, y a todos nos pareció que apenas exageraba. Yo acostumbraba a llevarlo a la sala cuando tomábamos el té y lo presentaba en toda su gloria ante la mirada admirativa de Sylvester.

Cuando cumplió un año hicimos una fiesta en el salón de servicio. Un pastel con una vela. Sus brillantes ojos miraron el pastel con apreciación y su mano gordita tuvo que ser contenida para que no agarrara la llama.

—Bueno, nunca lo hubiera dicho —dijo la señora Couch— pero usted sabe muy bien de qué se trata, ¿verdad, mi niño?

La hija de Amy, que estaba presente, tomó un trozo de helado del pastel cuando creía que nadie la miraba, y fue reprendida por la señora Couch, lo que representó una nueva discusión con Amy.

Jess acunaba a Jason en sus brazos, con una mirada lejana en los ojos, lo que significaba que pasar un buen rato aquí y allá estaba muy bien, pero que eran los niños quienes contaban.

Y después yo lo llevé al cuarto infantil y lo bañé, porque no quería que una niñera se ocupara de mi hijo, y lo puse en su camita blanca y azul, y me entregué a mi ensueño favorito: imaginaba que Joliffe estaba a mi lado y ambos mirábamos a nuestro hijo. Entonces sentía una amarga soledad, un anhelo que era a veces tan grande que sentía que nada —ni siquiera Jason— podía compensarme por la pérdida de Joliffe.

Cuando el niño dormía y yo estaba solitaria en mi cama, recordaba cada minuto de la luna de miel con Joliffe.

Me decía entonces que, si no hubiera experimentado el amor y la pasión, no lo echaría ahora de menos. Pero, sin ellos, no habría tenido a mi precioso Jason.

El niño era toda mi vida. Me daba consuelo; llenaba el vacío que sentía sin Joliffe, aunque no lo lograra totalmente.

Deseaba a Joliffe. No podía ocultar el hecho. Y cada vez era más consciente del vacío de mi vida.

Pensaba en los años futuros, esos años que Sylvester había planeado tan cuidadosamente para Jason… y que iban a ser años estériles, porque, para asegurarla vida de Jason yo me había casado con un hombre a quien quería en cierto modo, como se puede querer a un maestro respetado. Pero yo era joven: había conocido la pasión profunda; había amado. Debía ser sincera conmigo misma —todavía amaba— a un hombre que era el marido de otra mujer.

Al recordar, pensaba en la gran comprensión y humildad de Sylvester. Había sido, sabía, mucho más considerado con mis sentimientos que yo con los de él.

Entendía que yo había amado a Joliffe y que Joliffe me había traicionado —aunque tal vez no deliberadamente—. Pero estaba segura que Sylvester lo consideraba culpable. Sylvester creía que Joliffe era un irresponsable; no había querido que yo me casara con él porque suponía que no era un marido conveniente. Había conocido a Joliffe desde la niñez. Naturalmente eran dos personas muy diferentes. ¿Cómo podían simpatizar mutuamente?

Sylvester hacía todo lo que estaba a su alcance para que mi vida fuera interesante… y lo era en verdad. Era sólo que faltaba en ella la fuerza vital. Yo era joven y en modo alguno de naturaleza frígida. Había probado la dulzura de la unión con un amante y nunca podría olvidarlo.

El gran vínculo entre nosotros era, lógicamente, Jason, y, además, Sylvester confiaba cada vez más en mí. Yo leía mucho después de acostar a Jason, y empezaba a ser moderadamente experta en asuntos chinos. Aprendí la religión y las costumbres del país. Fui una o dos veces a Londres, a las oficinas de Sylvester en Cheapside. Conocí allí a sus empleados y realicé para él algunos negocios. Quedé encantada con mi éxito, y lo mismo le pasó a él.

—Es maravilloso —dijo— en verdad te estás convirtiendo en mi mano derecha.

Lo que era bien poco para pagar lo que él había hecho por mí.

Pensé entonces que quizás algún día Jason iba a sustituirlo en el negocio y que yo estaría a su lado para ayudarlo y aconsejarlo. Éste era un nuevo incentivo.

Sylvester presintió esto y me alentó. Me habló de la oficina de Londres que era pequeña comparada con las de Kowloon.

—Allí se hacen los negocios en grande. Allí están nuestros depósitos y oficinas. Algún día, Jane, irás allí.

—Tendré que esperar a que Jason sea un poco mayor. —Él asintió.

—Me gustaría ir contigo. Deseo mucho volver a ver mi «Casa de las Mil Lámparas».

Cuando se mencionaba ese nombre, no sé por qué, sentía un estremecimiento. Sylvester hablaba mucho de la casa. Procuraba describirla, pero la casa eludía mi imaginación y no podía visualizarla. Una casa construida hacía muchos años sobre el emplazamiento de un templo. Me excitaba la idea de verla.

—Tal vez yo pueda hacer el viaje —decía él.

—Eso me parece imposible.

—¿Acaso no dicen los filósofos que no hay nada imposible?

—¿Cómo podrías ir?

—Puedo recorrer una habitación apoyado en un bastón. Camino un poco por los jardines. Tal vez, si me decido, podré superar mi invalidez lo suficiente como para hacer el viaje.

Sus ojos brillaban ante la idea, y aunque yo creía que era imposible, dejaba que lo imaginara. Cuando hablaba de la «Casa de las Mil Lámparas» se producía un cambio en él: parecía más joven, más vital que en cualquier otro momento. Entonces yo casi creía en la posibilidad de que hiciéramos el viaje.

*****

Una vez, cuando Jason tenía dieciocho meses, hice uno de los acostumbrados viajes a Londres. Yo anhelaba esos días. Me gustaba sentir que era experta en los negocios, y la expectativa de ver a Jason al regreso ponía una nota feliz en el día.

Jeffers me llevaba a la estación y, después del viaje en tren, yo tomaba un coche para ir a la oficina de Cheapside. Cuando terminaba con mis tareas tomaba otro coche para volver a la estación, y Jeffers me esperaba al fin del viaje. Esto se había convertido en una rutina. Yo ya no era una muchacha. Era una mujer de negocios.

En esta ocasión todo ocurrió como de costumbre. Llegué a la oficina, donde me esperaban. Vi a John Heyland, el jefe de la oficina, a sus dos asistentes y al joven encargado de la sala de almacenaje. Allí examiné unos adornos de jade que iban a ser entregados a los compradores. Trajeron el almuerzo desde un restaurante cercano y almorcé con el señor Heyland, que hablaba de los viejos días, antes de la separación de la familia. Él creía que aquello era una lástima. Ahora había tres firmas en lugar de una, y el señor Sylvester, el señor Adam y el señor Joliffe trabajaban cada uno por su cuenta. Heyland había estado en la oficina de Hong Kong con el padre del Sylvester, que, me aseguró, se levantaría de la tumba si supiera que había una división en la familia.

Decidí hacer unas compras antes de tomar el tren; salí temprano de la oficina, y al llegar a la calle, me topé con Joliffe.

—¡Oh, Jane! —exclamó, sus ojos tan llenos de excitación que los dolorosos recuerdos invadieron mi mente y por unos segundos me sentí feliz por el simple hecho de que él estuviera presente. Después tartamudeé:

—¿Cómo supiste que estaba aquí?

Surgió todo el antiguo hechizo de su sonrisa, con algo de picardía. Él acostumbraba a decir: «¿No sabías que soy omnisciente?».

—Simple deducción —dijo ahora—, un movimiento de cabeza, un guiño, una palabra en la dirección justa.

—Alguien de aquí te lo ha dicho —dije sin aliento. ¡Oh, Joliffe, no tienes derecho…!

Él me tomó del brazo y lo apretó con fuerza.

—Tengo todos los derechos.

—Tengo que tomar el tren.

—Todavía no —dijo.

Mi corazón saltó con dicha anticipada al recordar que me había tomado dos horas para ir de compras.

—Tengo que hablar contigo, Jane.

—¿Qué tienes que decirme? Todo está claro, ¿no es así?

—Tenemos mucho que hablar. Aclarar las cosas.

—No puedo perder el tren. Jeffers me espera.

—Que espere. En todo caso aún faltan dos horas para tu tren. Tomaremos un coche. Conozco un lugar donde podremos tomar el té. Estaremos solos…

—No, Joliffe —dije con firmeza.

—Está bien entonces. Iremos a la estación. Estaré contigo hasta la partida del tren. Eso nos dará un poco de tiempo para hablar.

Antes que yo pudiera contestar él había llamado un coche. Nos sentamos uno junto al otro y él me tomó la mano y me miró a la cara, y yo me di vuelta, temerosa de las emociones que podía despertar en mí.

—Así que tenemos un hijo —dijo él.

—Por favor, Joliffe…

—Es mi hijo —prosiguió— quiero verlo.

—No me lo puedes arrebatar —dije, asustada.

—No pienso hacerlo. Lo quiero a él y a ti… principalmente a ti, Jane.

—Es inútil.

—¿Por qué? ¿Por qué has hecho ese matrimonio tonto?

—No fue tonto. Era lo que convenía hacer. El niño tiene un hogar maravilloso Crecerá con la seguridad necesaria.

—Que no podía tener conmigo…

—¿Cómo podrías dársela, cuando tienes viva a tu mujer?

—Jane, te juro que creía que ella había muerto. Debes creerme.

—Crea lo que crea, el hecho es que ella existe. Estará siempre en nuestra vida. ¿Cómo puede criarse bien una criatura en esas circunstancias?

—Me dejaste antes de saber que esperabas un hijo. No me amabas, Jane.

El coche se detuvo ante la estación. Bajamos y él me cogió con firmeza del brazo, como si temiera que yo fuera a huir. Fuimos a la confitería de la estación. Era ruidosa, como suelen serlo esos lugares. De vez en cuando oíamos la llegada de los trenes, los agudos silbidos, los gritos de los mozos. No era la atmósfera ideal para discutir un problema altamente emocional.

Tomamos dos tazas de té que ninguno de los dos deseaba, porque lo único que anhelábamos era estar el uno en brazos del otro y dejar las explicaciones para más adelante.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó él, desesperado.

—Yo volveré a Roland’s Croft. Y tú junto a tu mujer.

—No puedes hacerme esto.

—¿Qué sugieres que haga?

Él se inclinó sobre la mesa y me tomó la mano.

—No vuelvas —dijo con intensidad— deja partir ese tren. Tú y yo nos iremos juntos.

—Debes estar loco, Joliffe. ¿Qué sería de mi hijo?

—Podrías traer contigo a nuestro hijo. Podrías ir ahora a recogerlo. Y tú y yo nos iremos lejos, juntos. Saldremos del país. Te llevaré a Hong Kong. Empezaremos una nueva vida…

Por un momento me entregué al lujo de creer que eso era posible. Después retiré las manos.

—No, Joliffe —dije— puede parecerte posible a ti, pero a mí no. En primer lugar, tienes una mujer. Está contigo ¿verdad Joliffe? Vamos, dímelo. ¿Lo está?

Él guardó silencio y sentí un dolor agudo en el corazón, porque comprendí que así era. La imaginé en la casa donde yo había sido tan feliz. Entonces era un hecho que estaban juntos. Annie y Albert la atenderían como me habían atendido a mí. Era más de lo que podía soportar.

Ya sabes cómo sucedieron las cosas —dijo él—. Yo era joven y alocado. Y nuevamente te juro que la creía muerta.

—Me parece que aceptaste esa solución más bien alegremente.

—Seré sincero contigo —dijo con vehemencia Joliffe—. Quedé aliviado. No puedes entender esto, Jane. No eres tan impulsiva como yo. Me casé con Bella y me arrepentí casi enseguida. Cuando creí que se había matado reconozco que sentí alivio. Era como si el destino borrara un error y hubiera algo nuevo para empezar.

—¡Pobre Bella! ¿De modo que creíste que su muerte era una acción bondadosa del destino, que te aliviaba? ¿Qué pensaría ella de eso?

—¡Vamos Jane! Te digo la verdad. No soy un santo. He cometido el mayor error que puede cometer un hombre. Me he atado por toda la vida a Bella. Naturalmente sentí alivio cuando creí que el episodio estaba borrado para siempre.

—¡Qué sorpresa debes haber tenido al volver a verla!

—La mayor de mi vida.

—Hubiera sido mejor que no te hubieras alegrado tanto… por ti… quizás por Bella, y seguramente por mí.

—Has cambiado. Te has vuelto dura.

—He aprendido a conocer un poco el mundo. Quizás ya no me engaño tan fácilmente, Tengo ahora un hijo por quien debo luchar.

—Que también es mío.

—Sí. Joliffe. Pero el niño considera a Sylvester como a un padre.

Joliffe golpeó la mesa con el puño.

—¿Cómo has podido hacer eso, Jane? ¿Cómo has podido casarte con él? ¡Con un viejo! ¡Con mi propio tío!

—Es un hombre bueno y no me ha hecho más que bien. Ama al niño. Le dará todo lo que una criatura necesita.

—¿Y su verdadero padre?

—Tienes mujer. Preveo disgustos interminables. No puedo lo permitir que mi hijo se críe en circunstancias que traerían dificultades a cada momento. Tiene ahora un buen lugar, un hogar pacífico y seguro. ¿Cómo podría educarlo contigo, que tienes una mujer que puede presentarse en cualquier momento? Se llama Jason Milner, y tiene todo el derecho a llevar ese nombre. Creo que he hecho por mi hijo lo mejor posible, dadas las circunstancias, y eso es lo que más me importa.

—¿Y yo?

—Todo ha terminado, Joliffe. Procuremos no recordar.

—Es lo mismo que pedir al sol que no brille o al viento que no sople. ¿Cómo podré olvidarte jamás? ¿Cómo podrás olvidar tú?

Revolví el té, que se había enfriado. Después dije:

—Joliffe, ¿qué estás haciendo ahora? Dímelo.

Él se encogió de hombros.

—Desearte todo el tiempo —dijo—. Tenía que verte. Tengo un amigo en la oficina de tu marido. Me dijo que venías… y esperé.

—Él no tenía derecho a hacer eso. Ha sido desleal para Sylvester. ¿Quién lo ha hecho?

Él sonrió y meneó la cabeza.

—Alguien que se apiadó de mí —dijo.

—¿De manera que Bella se ha instalado en tu casa? —pregunté. Él asintió.

—Primero me mudé a un hotel. Ella no quiso irse. Amenazó con toda clase de cosas si la dejaba.

—Y entonces volviste con ella…

—No he vuelto a ella. Vivimos en la misma casa. Y ahí acaba todo. Espero partir dentro de unas semanas. Tengo negocios en China. Iré por un tiempo a Cantón y después a Kowloon. Me quedaré en el extranjero. Puedo manejar muy bien las cosas desde allá, donde se hacen las principales compras.

—Ella irá contigo.

—Me voy para huir de ella.

—De modo que la dejarás en tu casa… —Yo había pensado en esa casa como nuestra. La imaginé yendo a los jardines para dar de comer a los cisnes en el Round Pond, y anhelé aquellos días en los que había sido tan maravillosamente feliz.

El reloj de la cafetería actuaba de mala fe, decidí: sus minuteros avanzaban con demasiada rapidez. El tiempo precioso se acababa. Él siguió mi mirada.

—Nos queda poco tiempo —dijo—. Ven conmigo, Jane.

—No puedo hacerlo.

—Tú eres mi auténtica mujer.

—No, soy la mujer de Sylvester.

—Esa unión es una burla del matrimonio. ¿Qué es un matrimonio? ¿Es amar? ¿Es compartir? ¿Es vivir en una intimidad que hace que el uno sea parte del otro? ¿O es poner el nombre en un contrato? Eres mi mujer, Jane. Eres parte de mi vida y eres mía, y, cuando te apartaste de mí, cuando intentaste cortar esa intimidad que hay entre nosotros… rompiste nuestro matrimonio. Debemos estar unidos. ¿No te das cuenta?

—Estás casado con Bella —dije— y yo con Sylvester. Y así debe seguir siendo.

—¿Qué sabes del amor? Es evidente que no sabes nada.

—Si supieras cuanto he sufrido… si pudieras entender… —respondí furiosa.

Él me tomó la mano.

—Jane, Jane, ven. Busca al niño y vente conmigo.

Miré el reloj.

—Tengo que irme.

Él se levantó conmigo y su mano apretó mi codo.

Sacudí la cabeza. Tenía que alejarme de él. Temía a cada momento aceptar lo que él me proponía. Sentía un salvaje impulso de arrojarlo todo lejos, excepto mi vida con Joliffe. Era eso lo que deseaba más que nada: Joliffe y mi hijo. Los tres debíamos estar juntos.

Pero incluso en ese momento el sentido común me dijo que aquel deseo era imposible.

El tren estaba entrando en la estación… sólo nos quedaban unos momentos. Él me tomó las manos: sus ojos suplicaban.

—Ven, Jane.

Sacudí la cabeza; mis labios temblaban y no me atreví a hablar.

—Pronto partiré —dijo él— y será por mucho tiempo.

Yo seguía sin poder hablar.

—Somos el uno del otro, Jane… los tres —dijo él.

El tren estaba en la estación. Retiré las manos. Él abrió la puerta del vagón. Entré en el compartimento y me planté ante la ventana. Él quedó en el andén; el anhelo que yo sentía se reflejaba en sus ojos.

El tren empezó a moverse. Seguí en la ventanilla hasta que ya no pude verlo y me dije: «Esto es lo que quieren decir cuando afirman que a alguien le han destrozado el corazón».

*****

Tardé cierto tiempo en volver a Londres. Di pretextos y corté mis visitas. Cuando finalmente volví a ir, fue en la creencia de que Joliffe ya había partido para China.

Mi hijo era mi consuelo. Ningún niño ha tenido jamás un hogar más feliz. Estaba protegido, y esto lo hacía feliz. Era un niño curioso y, como decía la señora Couch, «todo le interesaba». Ningún niño ha sido jamás amado más tiernamente. Para mi él lo era todo en el mundo. Y yo sabía que Sylvester lo adoraba. Creo que él nunca había imaginado tanta dicha… incluso incapacitado como estaba. Me alegraba que el matrimonio no hubiera sido un fracaso para él. En cuanto a la señora Couch, nada le daba más placer que tener a Jason en la cocina y se sentía sobrecogida de deleite cuando él se sentaba en el suelo y jugaba con las tapas de las cacerolas. Nada de lo que le dábamos lo atraía tanto, cuando tenía dos años, como las tapas de las cacerolas, y esto deleitaba a la señora Couch, ya que estos preciados objetos provenían de sus dominios.

Su segundo cumpleaños fue festejado con un pastel con dos velitas, y creo que la señora Couch nunca puso tanto cariño en algo que antes hubiera cocinado. Para ella él era «El Niño Meterete», o «El señor Sabelotodo» o «Mi Señor de Tal y Cual». «Está día y noche bajo mis pies» decía, chasqueando la lengua. Naturalmente él la amaba. Sacaba pasas y nueces de la mesa cuando ella no miraba: ella fingía perseguirlo con el rodillo y, cuando estaba cansado, ella lo recogía en su amplio regazo y le cantaba para hacerlo dormir.

Su presencia había cambiado la casa, pero, quizás más que a nadie, había afectado a Sylvester.

Me enteré de muchas cosas acerca de él. Siempre había sido sobrepasado por sus hermanos, el padre de Joliffe y Redmond. Siempre se había mostrado distante y no se destacaba cuando estaba entre la gente. Había compensado esto con una habilidad para los negocios que los otros no podían igualar. Me pregunté por qué no se había casado antes, y con frecuencia pensaba que el nuestro era un matrimonio tan desusado que apenas podía ser llamado matrimonio. Una vez, me había dicho que, años atrás, había pensado en casarse. Ella era una joven actriz, hermosa, vivaz, encantadora… debió haberse dado cuenta que nunca iba a pensar en él seriamente. Se había casado con el padre de Joliffe.

Sí; yo estaba aprendiendo. Y también acerca de sus sentimientos hacia mí. Yo le había interesado desde el momento de mi llegada a la casa. ¡Había visto en mí vitalidad, curiosidad, un deseo de aprender que había ganado su respeto!

Mi madre había creado una atmósfera hogareña en Roland’s Croft; cuando yo iba a la casa durante las vacaciones, la casa se había convertido en un hogar. Él siempre había querido tener un hogar. Después, naturalmente había ocurrido el accidente y toda su vida había cambiado.

Nuestro matrimonio había suavizado algunos de nuestros problemas. Yo tenía un hogar para el niño, un nombre, seguridad, y él había adquirido la familia que siempre había deseado; cuando nació Jason, lo consideró de inmediato como a su hijo. Dijo en más de una ocasión:

—La cosa ha marchado bien, ¿verdad?

Y yo le aseguraba que así era.

El tercero y cuarto cumpleaños de Jason fueron celebrados como el acontecimiento del año. Las navidades eran ahora importantes. Había un gran árbol en la cocina y me sorprendió que Sylvester quisiera uno en su sala. Lo adorné con ayuda de Jason. Y, en la cocina, él ayudó a la señora Couch a colgar en el árbol ratones de azúcar y bolsitas de chucherías. «No saques los ojos de los ratones cuando yo vuelva la espalda. Y no te metas las bolsitas en la boca», reprendía la señora Couch. «El lugar de los ojos es en los ratones, y las chucherías deben estar en sus bolsas».

Pero ella era la primera en poner un dulce en su boca, y aunque a veces lo mimaba demasiado, lo compensaba con el amor que le tenía.

A veces me preguntaba qué pensaría Sylvester al oír los gritos de deleite y el estallido de las trompetas, porque a Jason le gustaba hacer ruido con cualquier forma. No tuve que preguntar mucho. Le gustaba, como nos gustaba a todos, porque el pivote de nuestra existencia era aquel hijo mío… mío y de Joliffe.

Fue durante el cuarto cumpleaños de Jason cuando la idea se convirtió en certeza. Habíamos adornado las habitaciones y, entre las chucherías de papel, había algunas lámparas chinas. Dentro tenían trozos de velas y eran muy bonitas cuando estaban encendidas. Sylvester las miró fijamente cuando las pusimos. Y cuando Jason se fue a la cama, me dijo:

—Me recuerdan a mi casa de Hong Kong.

—«La Casa de las Mil Lámparas» —dije—. ¿Son parecidas a éstas?

—No, son muy distintas. Tengo que volver allí, Jane. Iré.

—¿De verdad crees que puedes hacer el viaje?

—Si tú vienes conmigo, sí.

—¡Dejar a Jason!

—No te pido eso.

—Entonces, ¿quiere decir que lo llevaremos con nosotros?

—Quiero que vaya conociendo el negocio a medida que crezca. Nunca es demasiado temprano para aprender. Si uno se mete en estas cosas desde la infancia se convierten en parte de la vida.

—¡Pero llevar tan lejos a un niño!

—No será el primero. Tú misma le enseñarás. Empezará sus lecciones durante el viaje y las proseguirá en Hong Kong. Hace seis años que no voy allí. Tengo informes de lo que sucede, pero no basta. Tengo que ir. Y quiero que me acompañes, Jane.

Cuanto más pensaba en la idea menos imposible me parecía. Le pedí que me dijera algo más acerca de la «Casa de las Mil Lámparas». Él procuró explicarlo, pero sobrepasaba mi imaginación.

Sabía que era una casa antigua, que había sido construida en el emplazamiento de un templo, que ocupaba el centro de varios patios amurallados, que la rodeaban. «Es como un acertijo chino —decía Sylvester— se pasa por una puerta primero, y después por otra y otra. Hay cuatro patios amurallados y en el centro está la casa».

Yo ansiaba verla. Había luchado duramente aquellos años para olvidar a Joliffe, pero no lo había logrado. Con frecuencia pensaba en Bella y la imaginaba viviendo en la casa que por poco tiempo había sido mi hogar. ¿Era acaso verdad que llevaban vidas separadas? ¿Era mucho lo que me había ocultado Joliffe? Bueno; me dije con orgullo, es por eso que me atrae. Siempre habrá algo por descubrir.

Mi concentración en el niño me había salvado quizás de huir con Joliffe, porque no creía poder soportar aquellos años estériles de no haber tenido conmigo a mi amado hijo.

Ahora la idea de ir a un país nuevo, de ver la casa que escapaba a mi imaginación, me llenaba de entusiasmo.

Celebramos el quinto aniversario de Jason y, poco después, tomamos la decisión. Los médicos de Sylvester opinaron que el viaje era posible y que ningún daño podía hacerle; de hecho uno de ellos pensó que el estímulo podía hacerle bien.

La señora Couch quedó horrorizada. La idea de llevar a niños pequeños a vivir entre paganos era algo que escapaba a su entendimiento. Estaba llorosa e indignada y supe que era porque su cocina, como ella decía, no sería su cocina sin el Niño Meterete, que entraba y salía a cada momento.

Durante un rato guardó silencio. Le dije que no creía que el viaje fuera prolongado, pero siguió meneando la cabeza. Trajo las cartas y leyó en ellas futuros desastres. Incluso se presentó el as de picas, una y otra vez. Las tazas de té dieron su aviso. Había un viaje por mar y nada bueno saldría de esto.

Pese a los malos pronósticos seguimos adelante con nuestros planes.

Y un día de otoño, cuando Jason estaba próximo a cumplir seis años, partimos de Southampton hacia el Lejano Oriente.