Procuré mantener el acuerdo. Joliffe no volvió a escribir. Con frecuencia yo salía a pasear por el bosque y mis pasos que llevaban invariablemente hasta las ruinas donde me había protegido la primera vez que nos encontramos. En un tiempo yo había esperado encontrarlo allí, oír su voz. Creo que, si hubiera venido, lo habría olvidado todo con excepción de mi amor por él. Esperaba cartas todos los días; si me encontraba cerca de la estación cuando llegaba un tren observaba con atención bajar a los pasajeros, esperando que alguno fuera Joliffe.
Pero él no vino y no escribió. Me pregunté qué estaría pasando en Kensington y si Bella estaría con él. En algún momento empecé a reprocharme: él no había venido porque su tío había amenazado con desheredarlo si lo hacía. En otro momento temía que volviera porque me sentía capaz de echar a un lado todos los hechos y de seguirlo.
Trabajaba duro. Estudiaba los libros y los objetos de arte que traían al cuarto de exposición. Aprendía lo más rápidamente posible. Buscaba y logré tener la aprobación del señor Milner. Pensaba: «él tiene razón. Ésta es la muleta en la que puedo apoyarme hasta que me sienta más fuerte».
Él recibía con más frecuencia que antes y los invitados no eran solamente los relacionados con su profesión. Se había vuelto más sociable y visitaba y era visitado por los vecinos de los alrededores. Nuestro vecino inmediato era el señor Merrit, dueño de una gran propiedad. La señora Couch lo quería mucho, porque era entendido en cosas de campo y nunca dejaba de apreciar los platos que ella preparaba. Durante la temporada mandaba una o dos remesas de faisanes con uno de sus criados, y después decía que nadie sabía preparar un faisán como la señora Couch, y que esperaba ser invitado para compartirlos.
La señora Couch ronroneaba y murmuraba mientras se balanceaba en su mecedora y decía que aquello era como en los viejos tiempos, cuando un caballero era un caballero. Lo prefería a aquellos hombres y mujeres que venían a hablar de arte. Yo no estaba de acuerdo, aunque el caballero Merrit era un hombre de carácter muy alegre. Me sentía mucho más satisfecha cuando era invitada a una comida —como sucedía con frecuencia— y podía participar en una conversación inteligente. A veces, durante mis paseos, veía los hermosos pájaros en los bosques del señor Merrit, y lamentaba pensar que eran tan cuidadosamente alimentados para ser cazados después.
Cuando se inició la temporada, con frecuencia oíamos el ruido de los tiros. Yo me alegraba cuando todo terminaba. Pero la señora Couch seguía meciéndose y exponía las diversas maneras de cocinar los faisanes.
Ella había hecho mucho para ayudarme desde mi regreso. Su cariño era cálido y genuino. Con frecuencia meneaba la cabeza hablando de «ese señor Joliffe». Pero yo me daba cuenta que le tenía cariño, y que no adoptaba hacia él la actitud de censura del señor Milner, y se lo agradecía.
Siempre le había interesado conocer el futuro y muchas veces, después del té, hacía que le mostráramos las tazas para leer el porvenir en las hojitas. A veces también tiraba las cartas, tendiéndolas sobre la mesa de la cocina y cloqueaba sobre las picas y los corazones.
Aquella querida señora Couch había estado apegada a mi madre, y se había impuesto el deber de atenderme lo mejor posible.
Empecé a sentir que, pese a mis desdichas, había tenido la suerte de encontrar una morada donde podía curar mis heridas y prepararme para lo que me reservara el porvenir.
Era fin de semana y el caballero Merrit había preparado una gran partida de caza, a la que estaba invitado el señor Milner, que rechazó participar. Me confesó que prefería ver la imagen de un hermoso pájaro en un jarrón o un pergamino, y no muerto sobre el césped esperando que lo recogiera algún perro.
Yo estaba en la cocina con la señora Couch, discutiendo la comida del día siguiente, porque el señor Milner esperaba a unos amigos.
—Si viene el señor Lavers —decía la señora Couch— debemos recordar que le gusta un buen asado. Nada fantasioso. Le gusta la comida sencilla. Unas costillas asadas le vendrán bien, creo, y prepararé alguna salsa picante. Tengo que reprender un poco a Amy. Parece ausente. No me sorprendería que estuviera esperando…
Amy se había casado con el jardinero y Jeffers tenía ahora puestos los ojos en una muchacha de la aldea.
—Le gusta ser un picaflor —dijo la señora Couch— y los picaflores nunca se quedan en un lugar… ¡Dios me valga! ¿Qué es esto?
Su cara colorada se había puesto pálida y su doble mentón temblaba mientras seguía con la boca abierta.
Corrí y miré por la ventana.
Dos jardineros traían una camilla improvisada, en donde estaba tendido Sylvester Milner.
*****
Era una casa silenciosa. Era como si el destino hubiera decidido dar un golpe tras otro. La vida empezaba a convertirse en una pesadilla. Era como si por todos lados la existencia que yo había conocido estuviera huyendo de mí.
Habían traído al señor Milner y llamado enseguida al médico. Este dijo que debía realizar una operación sin demora, y se lo habían llevado.
No podíamos hacer nada, fuera de esperar y charlar. Sólo sabíamos que había recibido un balazo en la espina dorsal y que tenían que quitarle la bala.
La señora Couch preparaba té una y otra vez en la gran tetera de terracota de la cocina y todos nos reuníamos alrededor de la mesa y comentábamos lo ocurrido. Amy, bastante voluminosa bajo su delantal como para confirmar las conjeturas de la señora Couch, fue el centro de la atracción, porque Jacob, su marido, había sido uno de los que había ayudado a traer la camilla.
—Fue durante ese tiroteo —explicó ella—, por eso nadie se dio cuenta en el primer momento. Nadie puede saber cuánto tiempo permaneció allí tendido. Los tiros empezaron después de almuerzo, y lo encontraron a las cuatro. Podía haber estado allí desde hacía media hora o más. Dijeron que fue culpa de uno de los cazadores, ¿verdad, Jake?
Jacob asintió.
—Uno de los cazadores —repitió.
—Te habrían podido tirar al suelo como a una pluma, ¿verdad, Jake?
—Sí, habrían podido —dijo Jake.
—Venía con parte del herbicida que traía para la maleza.
—Las malezas son malas —dijo Jacob y pareció turbado por haber provocado la conversación.
—Y súbitamente tropezó y allí estaba tendido el señor Milner… sangrando, ¿no es así, Jake?
—Cosa fea —confirmó Jacob.
—Entonces él dio la alarma, prepararon la camilla y lo trajeron.
La señora Couch se movió con decisión.
—No sé —dijo—, es como el destino. La muerte no viene sola. La muerte engendra la muerte, como se dice en la Biblia. Cuando bajé las persianas por el luto de la querida señora Lindsay, me dije: «¿A quién le tocará ahora?».
—El señor Milner no ha muerto —le recordé.
—Ha estado bastante grave —dijo la señora Couch—. Habrá cambios en esta casa. Lo he sentido en los huesos la semana pasada. Me pregunto ¿quién será el próximo dueño de casa, quiénes quedaremos? Quizás vuelva a ser como debe ser una casa. Es la verdad. Pero el señor Milner era un hombre bueno a su manera.
Grité:
—¡Por favor, no hable como si estuviera muerto! No lo está.
—Aún —dijo proféticamente la señora Couch.
No pude aguantar más. Salí corriendo del cuarto. Al partir oí decir a la señora Couch:
—Pobre Jane. Sufre por la muerte de su madre. Bastante como para trastornar a cualquiera.
*****
El señor Milner no murió. La operación fue un éxito y su vida fue salvada, pero no pudo recobrar el uso total de sus miembros y quedó semiparalizado. Los médicos dijeron que era un milagro logrado tras la peligrosa operación de sacarle una bala de la espina dorsal. Se demostró que la bala provenía de una escopeta sacada de la sala de armas del caballero Merrit, y no podía saberse qué miembro de la cacería había disparado ese tiro. La explicación obvia era que el señor Milner se había aventurado hasta estar cerca de los miembros de la cacería y que un tiro destinado a los pájaros lo había herido casualmente.
Tres semanas después del accidente se había recuperado bastante como para recibir visitas, y fui a verlo.
Me pareció más pequeño y más joven, su pelo castaño claro era abundante y apenas tenía unas pocas canas.
Se alegró mucho de verme.
—Bueno, Jane —dijo— esto terminará con mis correrías por algún tiempo.
—Quizás no sea así.
—Me han explicado más bien detalladamente lo sucedido. Tengo que prepararme para llevar la vida de un inválido a medias.
—Aunque así fuera, tiene usted muchos otros intereses.
—Ahí tiene usted razón. Todavía puedo comprar y vender, pero los vendedores tendrán que venir a verme. Es suerte que la haya preparado a usted tan bien.
—Me alegrará mucho poder serle de alguna utilidad —exclamé.
—Lo será usted. Parece usted apenada por mí. Eso demuestra su buen corazón y esto es bueno. Simpatía por el dolor de los otros y coraje ante el propio dolor. Es uno de los mayores dones de cualquier ser humano. El destino es bueno con usted. Jane. Le ha dado la oportunidad de aprender esta lección.
—Desearía que el destino fuera un poco menos bueno.
—Nunca proteste contra el destino, Jane. Lo que debe ser será. Es como lo ven los chinos. Acepte con dulzura el destino, sométase a él, considérelo como una experiencia. Nunca proteste contra él. Entonces saldrá adelante.
—Lo intentaré.
—Vuelva a visitarme. Traiga algunas cartas, papeles. Trabajaremos aquí juntos.
—¿Lo permitirán los médicos?
—Los médicos saben que el destino ha decidido inmovilizarme en cierta medida. Tengo que aprender a adaptarme. El tiempo que pierda en lamentar lo ocurrido no me trae nada bueno. Es algo que debemos recordar. Como un buen general debo reagrupar mis fuerzas y seguir la batalla. Usted me ayudará, Jane.
—Haré todo lo posible.
—Venga mañana y hablaremos de negocios. Ya verá entonces que me recobraré rápidamente.
Acudí todos los días hasta el hospital mientras estuvo internado, encargándome de la correspondencia; también había libros y catálogos que estudiábamos juntos. Aquellas sesiones fueron la salvación para ambos. Y después se confirmó la sospecha que me roía desde hacía cierto tiempo.
Estaba embarazada.
*****
A su debido tiempo el señor Milner volvió a la casa. Había recobrado en parte el uso de las piernas, y podía caminar cojeando lentamente apoyado en una muleta. Este fue un gran progreso. Seguían haciendo averiguaciones acerca de la manera en que había ocurrido el accidente, y quién era el que había disparado la bala fatal, pero no se obtuvo nada decisivo. La conclusión fue que se trataba de un tiro casual, cosa bastante frecuente por lo demás.
En la casa se estableció en una rutina levemente cambiada, que pronto se volvió normal. En lugar de los viajes del señor Milner. Había invitados que venían a verlo. Con frecuencia se quedaban a comer y permanecían en la casa una o dos noches. Yo era ama de llaves, dueña de casa y secretaria, lo que me mantenía muy ocupada. Y estaba agradecida por esto.
Joliffe escribió otras dos veces. En la primera carta me rogaba que volviera a su lado. En la segunda, que llegó dos semanas después, sentí que el deseo de que yo hiciera eso era menos apremiante. Iba a «mover cielo y tierra», decía, para quedar libre; entonces todo se arreglaría.
Él estaba siempre en mis pensamientos, pero comprendí que lo veía de manera distinta. Ante mis poco mundanos ojos, cuando estaba ciegamente enamorada de él, lo había visto como a un ser perfecto; ahora veía a un nuevo Joliffe, un joven aventurero, no siempre seguro de sí mismo, que se arriesgaba… no siempre de manera honorable… Veía a Joliffe, el pecador. Era como haber estado mirando un cuadro a través de un velo, que lo volvía nebuloso y maravilloso, y, al quitar el velo, empezaban a percibirse los fallos. No creo haberlo amado menos. Sabía que aún podía hechizarme, pero lo veía de manera diferente y deseaba mirar más y más profundamente lo que allí había.
Por raro que parezca me alegré de que me diera un respiro. Tal vez se debía al hecho de que mi cuerpo estaba cambiando y yo debía cambiar también. Una nueva vida crecía en mí, y esto en sí es siempre un milagro para la mujer que lo vive, por corriente que parezca la experiencia para el resto del mundo.
En los primeros días de certidumbre, la maravilla de lo que estaba ocurriendo oscureció todo lo demás. Me alegré entonces de estar sola, de poder pensar en lo que aquello significaba. En aquel momento no podía pensar en el lado práctico de la cosa. Sólo pensaba en la maravilla de tener un hijo.
Después empecé a preguntarme cómo iba a nacer mi hijo. Yo no estaba casada: ¿cómo podía tener un hijo?
Había algo misterioso en Sylvester Milner. Siempre me había parecido así. Se sentaba en su sillón con aquella sonrisa inescrutable y con frecuencia yo sentía, cuando volvía los ojos y los posaba en mí, que estaba mirando directamente al fondo de mi mente. Pareció que esto se confirmaba, porque me dijo un día:
—¿Me equivoco al pensar que espera usted un hijo?
—¿Es… tan obvio? —pregunté.
Él meneo la cabeza.
—No; pero yo lo he adivinado.
—Sólo he tenido la certeza hace unos días. No hubiera supuesto que…
Él levantó la mano.
—Se debe a cierta serenidad en su comportamiento, cierta paz, una especie de satisfacción… no puedo describirlo. Se ve en los rostros de las mujeres de algunos cuadros chinos del último periodo. Una cualidad indefinible, pero que los artistas atraparon. Tal vez se debe al hecho de que he mirado tanto esas imágenes que puedo reconocer la expresión.
—Sí —dije— voy a tener un hijo.
Él asintió.
*****
Sucedió unos días después. Yo había comido en la sala de servicio, porque no había invitados y, en esas ocasiones, el señor Milner comía solo en su cuarto.
La señora Couch hablaba acerca de la forma en que habían cambiado las cosas. Estaba ahora enterada del casamiento de Joliffe. Era imposible mantener el secreto ante ellos, y la cosa se había convertido en el gran tópico de conversación de la sala de servicio, aunque no discutían el asunto cuando yo estaba presente. Ya me había acostumbrado a la súbita turbación que se producía cuando yo entraba en el cuarto.
La señora Couch meneaba la cabeza y se refería ocasionalmente a Joliffe como si estuviera muerto. Después sus ojos chispeaban al recordarlo.
—¡Era alguien —decía— y cómo le gustaba mi ginebra de endrino!
Se sentaba a la mesa con las manos cruzadas, ronroneaba sobre las cartas, y su cara adquiría innumerables expresiones cuando las interpretaba.
—Corazones, ah, siempre me han gustado. Buena suerte y campanas de boda. Un hombre buen mozo y moreno… aquí está… la mira directamente —y cuando aparecían las picas un estremecimiento reverberaba en la cocina. Ella se enorgullecía de predecir el porvenir. Había visto la muerte de mi madre.
—Estaba en las cartas un año antes de que muriera —había visto, pero no había querido comentarlo, que mi relación con Joliffe iba a acarrearme lágrimas—. Aparecieron tan claramente como que usted está ahora ahí sentada. Se lo podría haber dicho… —y ahora el accidente del señor Milner—. Apareció una pica. La vi como muerte… bueno, estuvo cerca y fue esa carta del corazón la que lo salvó.
Yo siempre sonreía ante esto y me preguntaba si diría que lo había visto en las cartas cuando supiera mi embarazo. Se preparaba a tenderme las cartas, como decía, cuando Ling Fu se deslizó silencioso en la cocina. El señor Milner pedía que yo fuera a su cuarto.
Me dirigí allí enseguida.
—Ah, Jane —dijo— tengo que decirle algo. Hace cierto tiempo que lo pienso y voy a sugerírselo ahora. Naturalmente podrá parecerle a usted ridículo, absurdo, pero al menos creo que, dadas las circunstancias, debería tomarlo en cuenta.
Aguardé con curiosidad.
—No me cabe duda que usted ha pensado con cuidado en su situación. Espera usted un hijo y es una mujer soltera. Sé que fue usted engañada y que no ha sido culpa suya, pero el hecho es real. Esto, con el correr de los años, podría crear una situación embarazosa, no sólo para usted, sino también para el niño. Es por este motivo que he decidido exponerle mi plan.
Hizo una pausa y me miró como si pensara cual era la mejor manera de proponer una sugerencia que podía ser considerada ridícula.
—Cuando su hijo nazca no podrá usted seguir llamándose señorita Lindsay. Esto creará para usted una situación insoportable. Naturalmente podría usted llamarse señora Milner, pero no tiene derecho a usar ese nombre. Está usted en una situación difícil. De no ser por el niño podría usted olvidar toda la experiencia e iniciar una nueva vida. Con un niño no es posible.
Parecía dar vueltas alrededor del tema. Y esto no era normal. No se mostraba exteriormente turbado, pero adiviné que lo estaba.
Hizo una pausa y me miró gravemente.
—De hecho usted podría convertirse en la señora Milner… casándose conmigo.
Quedé atónita. Había esperado todo menos esto. No podía creer que había oído correctamente. Guardé silencio y él dijo, con tristeza.
—Veo que la idea le repugna.
Seguí sin poder hablar.
Él prosiguió:
—Me pareció… que era una solución.
Mi voz sonó desusadamente alta cuando contesté:
—¿Se casaría usted para dar una solución a las dificultades de otra persona?
—No es eso enteramente. Ha sido usted dañada por un miembro de mi familia. Usted creyó estar casada y ahora espera un hijo. Si usted se casa conmigo el niño se llamará Milner. Me encargaré de que el niño, o la niña, sea educado como mi hijo o mi hija. No tendrá usted problemas financieros. Esto, desde su punto de vista. El mío es que siempre he deseado tener un hijo o una hija propios. Nunca me he casado. Alguna vez sentí tentación de hacerlo… pero de algún modo nunca ocurrió. Ahora, debido a mi accidente, no puedo engendrar un hijo. Los médicos me lo han dicho. Si nos casamos consideraré a su hijo como si fuera mío. Tendré su compañía… usted me ayudará en mi trabajo. Como ve, las ventajas no están de un solo lado. ¿Qué me dice?
—Yo… no puedo pensar muy claramente por el momento. Quiero que sepa usted que aprecio su bondad hacia mí… y hacia mi madre. Desde el momento en que llegamos aquí encontramos la seguridad. Ella le estaba muy agradecida.
Él asintió.
—Tiene usted remordimientos. No me ve usted como a un marido. Entienda, le ruego, que no seré un marido en todo el sentido de la palabra. Usted conoce mis desventajas. Será un matrimonio de amistad, de camaradería, ¿entiende?
—Sí, entiendo.
—Piénselo. Será usted la dueña de esta casa, el futuro de su hijo quedará asegurado. Él, o ella, tendrá la mejor educación y un hogar confortable. Y yo tendré alguien que se ocupe de la casa, que sea una compañera, alguien que comparta mis intereses y que me ayude a seguir adelante con mis negocios. Necesito esa ayuda, Jane. Y sólo usted puede dármela. Puede ser un matrimonio conveniente para ambos.
—Sí —dije— lo veo.
—¿Y su respuesta?
—Aún no estoy preparada.
—Entiendo. Quiere usted algún tiempo para pensar. Naturalmente. No hay prisa… con excepción, claro está, del niño.
Volví a mi cuarto. En los últimos meses habían sucedido tantas cosas que me preguntaba qué iba a pasarme ahora.
«Oh, Joliffe, pensé, ¿dónde estás?».
¿Podía acaso esperarlo? ¿Podía volver con él? ¿Y mi hijo? Primero tenía que pensar en el niño. En verdad el niño llenaba mis pensamientos, excluyendo a Joliffe. Era doloroso pensar en él. ¿Volvería algún día conmigo? ¿Y si lo hacía y yo estaba casada con su tío? Imaginé los reproches y vi a Sylvester explicando que se había hecho lo que parecía más conveniente.
Empecé a imaginar cómo iba a ser mi vida si me casaba con él. Era la señal de que en verdad consideraba la posibilidad.
¡Un matrimonio de conveniencia! ¿Por qué habla de ellos la gente con un leve dejo de piedad? ¿Por qué un matrimonio de conveniencia no podía ser una unión dichosa, más que otra de súbita pasión en la que no había habido matrimonio después de todo?
Quería olvidar a Joliffe. En alguna parte profunda de mi mente, algo nacido de mi nuevo conocimiento de la vida, estaba la convicción de que debía olvidar a Joliffe. Sabía que él no era libre; no creía que Bella fuera a darle jamás la libertad; y tampoco podía estar muy segura de lo que podía esperar de él. Era demasiado encantador: la vida le había dado demasiado; esperaba que los dones de la fortuna llovieran sobre él, y los recibía sin preguntarse si tenía derecho a recibirlos.
Joliffe era un compañero maravilloso para una muchacha romántica, pero: ¿lo era para una mujer seria, con un hijo a su cargo?
Además yo no era ya la muchacha que se había refugiado bajo el alero de una selva encantada con un dios bajado del Olimpo. ¡Oh, no! Era una mujer en una situación difícil. Iba a ser una madre soltera y tenía un hijo en quien pensar.
En esta casa podría ocuparme de mi hijo como mi madre se había ocupado de mí. Sylvester Milner había sido un buen padrino para nosotras. Lo seguía siendo, porque me había hecho una propuesta que solucionaría todas mis dificultades.
¿Qué pasaría si no me casaba con él? ¿Podría continuar viviendo aquí? Tal vez. Pero mi hijo no tendría padre.
Sylvester había ofrecido serlo. Con un padre semejante el futuro del niño estaba asegurado.
Yo ya no era una muchacha romántica. Iba a ser madre. Tenía ante todo que pensar en mi hijo.
Y comprendí entonces que iba a aceptar la propuesta de Sylvester.