II

Unos días después cruzamos el Canal.

La casa de Joliffe en Kensington me encantó. Era alta, más bien angosta, sobre una terraza entre una cantidad de otras que mostraban la graciosa elegancia de una época. Había cuatro pisos, y en cada uno grandes habitaciones; Annie y Albert, que nos esperaban, vivían sobre los establos, en las caballerizas que quedaban en la parte de atrás de la terraza. Annie era la típica ex niñera, que adoraba a Joliffe y olvidaba que ya era un hombre. Lo llamaba niño Jo, y lo reprendía de una manera que a él le encantaba, porque era evidente que ella lo adoraba, y Joliffe, según yo estaba descubriendo, consideraba que la adulación de las mujeres era algo que se le debía. Albert, pálido y sarmentoso, era un hombre para todo servicio, que se ocupaba del carruaje, de los caballos y que tenía muy poco que decir.

De inmediato recorrí el edificio. Nuestro cuarto quedaba en el tercer piso. Sus ventanas se abrían sobre un balcón, con vista sobre los pequeños jardines y establos. El jardín apenas podía ser considerado como tal de acuerdo a las proporciones de Roland’s Croft. Era un cuadro de piedras, rodeado por un paseo de tierra donde crecían plantas de verdor perenne. De todos modos había un peral solitario, que daba sus frutos; unas peritas verdes y duras, que Annie dijo eran buenas para hacer compota.

Desde la sala en el primer piso yo podía ver trotar los caballos de los coches enfrente, en el camino de árboles de Kensington Garden. Pronto empecé a deleitarme con aquellos jardines y con frecuencia salía por la mañana a pasear por ellos.

Ahora que estábamos en Londres y había terminado la luna de miel, veía menos a Joliffe. Él tenía una oficina en el centro y con frecuencia estaba allí. Esto me dejaba entregada a mis propias cosas. Paseaba por el sendero florido donde estaban las niñeras con los niños y a veces me sentaba junto a ellas y escuchaba las discusiones acerca de las características de los niños y las de sus patrones. Vagué por el Serpentine y exploré la Orangerie del Palacio, con su fachada del tiempo de los reyes Guillermo y María; pasé ante las ventanas detrás de las cuales nuestra reina había jugado a las muñecas, aunque era difícil imaginar niña a la viuda vestida de negro en que se había convertido. Vi las flores del verano reemplazadas por los recios pimpollos del otoño en el jardín del estanque, y el tupido follaje veraniego gradualmente fue volviéndose rojo y empezó a caer. Me gustaba sentarme junto al Round Pond, para ver a los niños con sus botes, y llevaba pan para alimentar a los cisnes y los pájaros.

Fue en Round Pond cuando percibí por primera vez a la mujer. Era en cierto modo ese tipo de persona que uno no puede menos de observar. Era alta, de pecho voluminoso y tenía abundante pelo rojo que escapaba en rizos debajo de su sombrero. Con su figura de reloj de arena era hermosa, como una fruta demasiado madura, y un poco vulgar.

Yo había tomado la costumbre de ir directamente al estanque para alimentar a los cisnes, y volví a encontrarla allí. Fue al verla por tercera vez cuando sentí que ella notaba mi presencia. Yo me había inclinado para arrojar un pedazo de pan a un cisne y, cuando volví la cabeza, vi que ella estaba de pie, muy cerca de mí. Sus ojos eran grandes, de un azul muy claro; y no cabía duda que estaban fijos en mí.

Caminé rápidamente hacia el palacio y me acerqué al estanque del jardín. Era una réplica del que había hecho construir Enrique VIII en Hampton Court; estaba bordeado por una verja y el sendero alrededor era un intrincado camino donde los árboles se unían sobre las cabezas de los paseantes, tupidos y pesados en verano, con las ramas desnudas en invierno. Había aberturas entre los árboles a ambos lados del jardín, para que la gente pudiera ver desde la verja las flores y el estanque.

Me dirigí al sendero y después de caminar un poco, me detuve para contemplar el jardín desde uno de los claros. En el claro opuesto estaba la pelirroja.

Retrocedí y di un paso como para dirigirme a la izquierda; y cuando ella ya no pudo verme debido a los árboles del sendero, giré bruscamente a la derecha y tomé por la avenida de álamos. Después volví a casa.

Me dije que había imaginado que la mujer me estaba siguiendo. Pero no podía explicar por qué me había sentido tan incómoda; fuera del hecho de que siempre es inquietante ser seguido.

Al llega a casa encontré una carta de mi madre. Venía a Londres para visitarme. Anhelaba verme en mi hogar.

Quedé encantada y, cuando llegó Joliffe, compartió mi placer.

—Tendré que mostrarle hasta qué punto tienes un buen marido —dijo.

*****

Llené la casa de flores: crisantemos, asterias, dalias y estrelladas margaritas. Había consultado con Annie. Para aquel día quería un almuerzo muy especial y Annie estaba decidida a que fuera una comida que mi madre no iba a olvidar jamás.

Joliffe me aseguró que estaría en casa ese día.

Poco después de las doce oí el tintineo del coche y salí a la puerta para saludar a mi madre.

Nos echamos una en brazos de la otra, y después ella se apartó para echarme un vistazo. Me di cuenta que le agradaba lo que veía.

—Adelante, mamá —dije— ven a ver la casa. Es bastante linda.

—Es a ti a quien quiero ver, Jane, querida —dijo—. Eres feliz, ¿eh?

—Fabulosamente —dije.

—Gracias a Dios.

La llevé a nuestro dormitorio y yo misma la ayudé a quitarse el bonete y la capa.

—Estás más delgada —dije.

—Oh, estoy muy bien, querida. Adelgazar no hace daño. Estaba un poco gorda últimamente.

Ella sacó una botella de ginebra de endrino. La mandaba la señora Couch, convencida de que era la bebida favorita de Joliffe.

—Querrá saber todo lo referente a vosotros cuando yo vuelva —dijo mi madre—. ¡Me alegra tanto verte establecida!

Llegó Joliffe, la saludó cariñosamente, y poco después Annie anunció que la comida estaba servida. Fue una comida feliz, aunque mi madre comió muy poco. Me sorprendió, porque mi padre solía reírse ante el gran apetito de ella. Le hablé de nuestra luna de miel en París y pregunté cómo estaban todos en Roland’s Croft. El señor Milner estaba de viaje por el momento. Todos los criados estaban bien. Amy y el ayudante de jardinero hacían planes para su boda, ya que pensaban casarse para Navidad. Mi madre estaba preocupada por Jess, que seguía siendo demasiado amiga de Jeffers, y la señora Jeffers empezaba a enfadarse de verdad.

—Naturalmente —dijo mi madre— Jeffers es así y, si no fuera Jess, sería alguna otra.

—¡Pobre señora Jeffers! —suspiré—. Detestaría que Joliffe prestara atención a alguna otra.

—Estás a salvo —dijo Joliffe— por dos motivos. Primero: ¿quién puede compararse contigo? Segundo: soy demasiado virtuoso para que me diviertan esas locuras.

Los ojos de mi madre se llenaron de lágrimas. Comprendí que estaba pensando en mi padre. Charlamos mucho durante la comida y después volvimos a la sala y hablamos más.

Ella tenía que partir a las cuatro para tomar el tren, porque tenía que volver el mismo día a Roland’s Croft. Albert trajo el coche y fuimos a acompañarla a la estación; nos abrazamos cariñosamente y ella lloró un poco.

—¡Soy tan feliz de verte casada! —murmuró—. Es lo que siempre he deseado. Que Dios te bendiga, Jane. Que seas siempre tan dichosa como lo eres ahora.

La saludamos con la mano y volvimos a casa.

Fue una velada bastante feliz. Joliffe dijo que debíamos tener una noche tranquila, para nosotros solos, y nos sentamos ante el fuego y vimos imágenes en él, y su brazo me rodeaba mientras el crepúsculo iba invadiendo el cuarto.

—Qué tranquilidad —dije—. Joliffe, la vida es maravillosa, ¿verdad?

Él me acarició el pelo y dijo:

—Sí, Jane, porque estamos juntos.

Unos días después de la visita de mi madre, fui al Round Pond y vi a la pelirroja. Estaba sentada como si esperara a alguien. Al verla sentí un raro estremecimiento en la médula y se me ocurrió la idea: «Me está esperando».

Tuve entonces el ridículo impulso de volverme y correr. Era absurdo. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Qué podía temer de una desconocida en un asiento del parque? Pero parece que me estuviera siguiendo, pensé.

Pasé directamente ante ella y giré hacia el sendero de ramaje intrincado. Me detuve y sin duda alguna, del otro lado del jardín, mirando por uno de los claros, estaba la pelirroja. Debía haberse levantado de su asiento al verme y me había seguido.

Me pregunté si debía esperarla y me dije que, si se acercaba, iba a preguntarle si quería algo de mí. El corazón empezó a latirme con fuerza. ¿Cómo podía acusarla de una cosa semejante cuando no estaba segura? Pero estaba segura de que me seguía.

Se había apartado del claro. Comprendí que retrocedía para venir hacia mí. Si me daba vuelta iba a seguirme. ¿Qué podía querer de mí?

Me endurecí y decidí hablarle. Estábamos ahora casi juntas, ella me miró directamente, me sentí atrozmente repelida, y mi mayor deseo fue alejarme cuanto antes de ella.

No hubo palabras. Pasé ante ella, inconscientemente apresurando el paso. Salí de la alameda. A menos que se hubiera dado vuelta para seguirme iba a demorar unos minutos en recorrer toda la curva.

Me apresuré en salir a campo abierto, hacia el estanque.

Cuando llegué me detuve y la miré. Caminaba lentamente hacia mí.

Crucé el camino y entré en casa abriendo la puerta con la llave.

En el momento que me volvía para cerrar la puerta vi que la pelirroja cruzaba el camino.

*****

Yo estaba en la sala cuando llegó Annie. Dijo que abajo había una «persona» que deseaba verme.

—¿Qué clase de persona, Annie?

—Una mujer —Annie respondió con un leve olfateo, lo que significaba que no aprobaba enteramente a la visita.

—¿Qué desea?

—Ella dice que quiere hablar con usted.

Es una dama entonces.

—Una persona —insistió Annie enfática.

—¿Le ha dado su nombre?

—Dijo que usted la reconocería cuando la viera.

—Es raro —dije— es mejor que la haga subir.

Oí que venían por la escalera. Después Annie golpeó a la puerta y la abrió, Quedé atónita al ver entrar en la habitación a la mujer de pelo rojo.

—Nos hemos visto antes —dije.

Annie, que miraba con mucha desconfianza a la visitante, pareció pensar entonces que todo estaba bien. Cerró la puerta y nos dejó.

—En los jardines —contestó ella con una lenta sonrisa.

—Yo… la he visto a usted varias veces.

—Sí, nunca he estado demasiado lejos, ¿verdad?

—¿Desea usted algo?

—Creo que es mejor que nos sentemos —dijo ella, como si yo fuera la visita.

—¿Quién es usted? —pregunté.

Ella sonrió tristemente y dijo:

—Tal vez yo pudiera preguntarle a usted lo mismo.

—Esto es algo misterioso —dije con cierta frialdad—. Soy la esposa de Joliffe Milner. Si ha venido usted a verme…

Ella interrumpió.

—Usted no es la esposa de Joliffe Milner —dijo lentamente—. Sólo existe una. Y la sorprenderá saber que esa persona no es usted. Yo soy la esposa de Joliffe Milner.

—No entiendo.

—Ya entenderá. Puede usted decir que es la esposa de Joliffe Milner si así lo desea, pero el hecho es que no lo es. ¿Cómo puede usted serlo cuando Joliffe se casó conmigo hace seis años?

—No lo creo.

—Supuse que no iba a creerlo. Habría podido hablarle antes, pero pensé que pediría usted pruebas. Y no hay mejor prueba que una licencia de matrimonio, ¿no?

Sentí que me desmayaba.

—Usted está mintiendo. Eso no es posible… —dije.

—Sabía que iba usted a decir eso. Pero no se puede negar lo que está estampado en blanco y negro, ¿verdad? Mire esto. Nos casarnos hace seis años, en Oxford.

Miré el papel que ella me había metido en la mano y leí lo que allí estaba escrito. Si el documento era verdadero ella estaba casada con Joliffe Milner desde hacía seis años. Era como una pesadilla. Ella cruzó las piernas, levantando unas faldas bajo las cuales emergieron volados de una enagua rosada; sus medias negras tenían adornos bordados a los costados.

—Parece haber sufrido usted una sorpresa —dijo ella, con una risita—. Bueno, la ha sufrido, ¿verdad? No todos los días se entera una que el hombre a quien se considera como marido lo es de otra mujer.

Empecé a decir, temblorosa:

—No sé quién es usted o qué motivos tiene…

—Mi motivo —interrumpió— es decirle lo que usted debe saber. Veo que es usted una dama. Es usted bien educada y no dudo que estaba usted satisfecha de sí misma… hasta este momento. La he observado en los jardines. Me pregunté si convenía hablarle allí. Tuve que hacer un poco el trabajo de detective para dar con Joliffe. Después pensé que esto era mejor. Decidí venir a verla y decirle las cosas. Si usted quiere esperaré aquí a que él venga. ¡Será para él una linda sorpresa! ¿Por qué no tomamos algo fresco? No me vendría mal un vaso de vino.

—No creo una palabra —le dije— de lo que está usted diciendo.

—¿Ni siquiera después de ver la licencia?

—No es posible. Si estaba casado con usted: ¿cómo es posible que se haya casado conmigo?

—No podía hacerlo. Ése es el punto. No está casado con usted: está casado conmigo.

—Él nunca haría una cosa semejante.

—Él creía que yo había muerto. Hice un viaje desde Oxford a Londres por tren. Hace un año. Hubo un accidente en los alrededores de Reading. Usted debe haber oído hablar. Fue uno de los choques más grandes que ha habido. Mucha gente murió. Yo casi morí también. Desgraciadamente para él, no del todo. Estuve tres meses en el hospital y, por cierto tiempo, nadie supo quién era yo. No tenía papeles y no podía recordar mucho. En cuanto a mi devoto marido, no hizo esfuerzo alguno para reclamarme. «Me libré de milagro», se dijo. Hacía tiempo que se había dado cuenta que había cometido un error. Eso demuestra que los jóvenes caballeros que van a Oxford para educarse no deben meterse con camareras, y mucho menos llegar a casarse con ellas. Joliffe era atolondrado. Apenas dije: «Suélteme, señor. Nada de eso sin licencia matrimonial» cuando vino con la licencia, la misma que usted ha visto. Pero el matrimonio es para siempre. Se había olvidado de eso. Y esta es, en pocas frases, la historia de mi vida. No es tan rara. No es el primer joven caballero que ha obrado precipitadamente y que vive para lamentarlo.

De ser así las cosas él me lo habría dicho…

¡Joliffe decirle a usted eso! ¡No tiene usted idea de lo que pasa detrás de su bonita facha! Yo acostumbraba a decirle: «Tu encanto será tu pérdida». Le aseguro que me han andado atrás muchos hombres, pero tenía que tocarle a él y ahí quedó atrapado. No podía presentarme a su familia, ¿no es así? Se dio cuenta de esto. ¡Qué roces habría habido! Me alquiló unas habitaciones en Oxford y vivimos allí casi un año. ¡Dicha matrimonial! No duró mucho. Él comprendía su error. Siempre venía con pretextos para escabullirse. Después nos reuníamos en Londres y vino el accidente del tren. Él siempre decía que era un hombre de suerte. Creo que debe haber pensado el día del descarrilamiento que era el día de más suerte en su vida. Pero no vio las cosas con suficiente distancia, ¿no le parece?

—Es una historia tan fantástica —dije.

—La vida con Joliffe Milner siempre será así. Fantástica es la palabra adecuada.

—Es mejor que regrese usted cuando mi… cuando esté aquí el señor Milner.

Ella meneó la cabeza.

—No; me quedaré. Quiero enfrentarlo. Y quiero que esté usted presente cuando lo haga. Porque, de no ser así, él le hará tragar algún cuento. Nuestro Joliffe es un gran cuentista. No; quiero atraparlo de este modo, antes que tenga tiempo de preparar algo.

—Esto puede ser un gran error. Puede haber otro Joliffe Milner que sea su marido.

Ella meneó la cabeza.

—Oh, no, estoy segura de esto.

Yo no sabía qué hacer. Desde el momento en que la había visto por primera vez había tenido un terrible presentimiento. Había habido algo en la forma en que me seguía que me había llenado de temor:

No soportaba estar con ella en aquel cuarto.

—Le ruego que me disculpe… —exclamé.

Ella inclinó la cabeza con una mueca como si fuera la dueña de la casa, autorizándome para partir.

Subí corriendo a nuestro dormitorio. Era una pesadilla. Simplemente no era posible. Era una horrible broma de mal gusto como podía esperarse de una persona semejante. Estaba pensando de ella lo mismo que Annie. ¡Una persona!

Pasé una media hora muy desdichada. Me preguntaba qué estaría ella haciendo en la sala. Imaginé aquellos grandes ojos calculadores examinándolo todo. Si Joliffe era casado seguramente me lo habría dicho. Pero ¿lo habría hecho? Había muchas cosas de él que yo no sabía y cuanto más cosas descubría comprendía que me faltaba aún mucho por aprender.

Me pareció que había pasado un siglo hasta que oí la llave de él en la cerradura. Corrí a lo alto de las escaleras. Él estaba en el vestíbulo y sonrió al verme.

—¡Hola querida!

—¡Joliffe —exclamé— hay una mujer… está aquí!

Él subió las escaleras trepando los peldaños de dos en dos. No esperé que llegara hasta mí. Marché hacia la sala y abrí la puerta de golpe.

Ella estaba sentada en el sofá, con las piernas cruzadas, mostrando los volados de sus enaguas, y una sonrisa pícara en la cara.

Supe que los próximos segundos iban a ser los más importantes de mi vida. En aquel breve tiempo estuve segura que él iba a mirarla, probar que las acusaciones de ella eran falsas, nos iba a mostrar a mí y a ella que él no era el Joliffe Milner cuyo nombre aparecía junto al de ella en la licencia de matrimonio.

Avancé en la habitación. Él me siguió. De pronto se detuvo. Ella sonrió con insolencia. Y en aquel momento sentí que el mundo se desmoronaba a mí alrededor.

—¡Dios mío! —Dijo él— ¡Bella!

Ella contestó:

Ni más ni menos que tu amante mujercita.

—Bella… ¡No!

Un fantasma que vuelve de la tumba. No del todo. Porque nunca estuve en la tumba. Una pequeña sorpresa para un marido tan cariñoso.

—Bella —repitió él—. ¿Qué… significa esto?

—Significa que estoy aquí. La señora de Joliffe Milner viene a reclamar sus derechos conyugales y todo lo correspondiente a eso.

Él no dijo nada. Me di cuenta que estaba completamente apabullado.

—Fue muy difícil dar contigo —dijo ella.

—Pero yo creía…

—Creías lo que deseabas creer.

—Te dieron por muerta. Hubo pruebas. Tu abrigo tenía tu nombre.

Ella rió con exagerada alegría.

—Esa fue Fanny. ¿Recuerdas a Fanny? Tenía un sombrero de piel de foca y yo le presté mi abrigo de piel de foca. ¡Oh! Era un abrigo precioso. Uno de tus regalos, ¿recuerdas? Me gustaba tanto que hice poner mi nombre en el forro. Fuimos juntas a Londres… Ella llevaba mi abrigo de piel de foca y yo el de ella, de castor. La pobre Fanny murió, y creyeron naturalmente que era yo. Yo casi morí también. No pude recordar quién era durante tres meses… Después todo volvió lentamente. Tardé mucho tiempo en encontrarte Joey, pero aquí estoy.

—Todo lo que esta mujer dice… —exclamé— es verdad.

Él me miró inexpresivamente.

Me volví y salí del cuarto.

Llegué bamboleándome a nuestro dormitorio y me pregunté qué podía hacer ahora. Estaba enloquecida; mi felicidad se había desintegrado tan rápidamente que no podía pensar con claridad. La única idea que martilleaba en mi cabeza era: «Joliffe es el marido de esa mujer. No el tuyo. No tienes nada que hacer en esta casa. Le pertenece a ella».

¿Qué podía hacer? Tenía que irme. Dejarlos juntos. Tenía que hacer algo. Agarré una maleta y empecé a poner en ella algunas cosas. Después me senté y me cubrí la cara con las manos. Quería apartar la visión de este cuarto, donde había sido tan feliz, porque ahora sabía que esa felicidad no estaba construida sobre bases firmes. Se había desmoronado tan rápidamente como los castillos de naipes que mi madre acostumbraba a hacer cuando yo era niña.

Joliffe entró en la habitación. Parecía haber sido golpeado: toda su seguridad lo había abandonado. Nunca hubiera creído poder ver en él aquella expresión.

Dio un paso hacia mí y me estrechó en sus brazos.

Me apoyé unos momentos contra él procurando olvidar la atroz escena que había ocurrido en la habitación de abajo. Pero supe que tenía que enfrentar la verdad.

Me aparté de él y dije:

—Joliffe, no es verdad. No puede ser.

Él asintió miserablemente.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Creía que ella estaba muerta. Creía que todo estaba muerto y enterrado. Era algo que yo quería olvidar que había ocurrido.

—¡Pero te casaste con ella! ¡Esa mujer es tu esposa! ¡Oh, Joliffe no puedo soportarlo!

—Creí que había muerto. Su nombre figuraba entre los que murieron en el desastre. Yo no estaba en el país en este momento. Cuando volví me enteré de las noticias y las acepté como verdaderas. ¿Cómo podía saber que era otra la que llevaba su abrigo?

—Por lo tanto ella es tu mujer.

—Haré algo Jane. Encontraremos la solución.

—Ella está aquí, Joliffe. Está en esta casa. Abajo. Dijo que venía a quedarse.

—Tendrá que irse.

—¡Pero es tu mujer!

—Eso no me obliga a vivir con ella.

—Yo sólo puedo hacer una cosa —dije.

Él me miró con aire desdichado.

—Me iré —dije—. Me iré a Roland’s Croft. Iré con mi madre. Ya veremos lo que decidimos hacer.

—Tú eres mi mujer —dijo.

—No lo soy. Ella es tu mujer.

—No te vayas, Jane. Nos iremos de aquí. Partiremos, iremos al extranjero.

—Pero ella es tu mujer. Nunca te permitirá olvidarla. Yo no puedo quedarme aquí. Deja que vuelva con mi madre. Me quedaré con ella cierto tiempo hasta que… encontremos alguna solución.

—No puedo dejarte ir, Jane.

—No hay otra alternativa. Me iré enseguida. Será más fácil de este modo.

Él discutió conmigo. Nunca lo había visto así. Su matrimonio con Bella había sido una locura juvenil. Iba a encontrar la manera de librarse de ella, me prometió. Yo era su mujer, no la mujer que estaba allá abajo.

Pero yo sabía que esto no era así. Sabía que tenía que irme.

La realidad parecía haber retrocedido. Era difícil creer que no estaba en medio de una pesadilla. Hice dos maletas y esto ayudó a calmarme. Se me ocurrió entonces que era así como debía ser siempre la vida con Joliffe. Yo nunca iba a saber qué o quién podría surgir del pasado. Joliffe era la persona más excitante del mundo, y esto se debía en parte a ser tan imprevisible. Yo había vivido una vida tranquila y protegida. No estaba preparada para lo que podía sucederle a un aventurero como Joliffe. Se me ocurrió entonces la idea de que en verdad nunca había conocido a Joliffe. Lo amaba, es verdad —su apariencia, su personalidad, su alegría, el espíritu de aventura que era innato en él— pero no conocía al hombre verdadero. Gradualmente había empezado a comprender. Era como si una máscara se fuera levantando lentamente y me mostrara lo que yo ignoraba que existía.

Yo había sido inocente, poco mundana: aquel día empecé a crecer.

Albert me llevó a la estación. No dijo nada, pero su expresión era muy triste. Un mozo llevó mis maletas y las puso en un compartimiento de primera clase, y, de este modo viajé de vuelta a Roland’s Croft.

Ya era de noche cuando llegué a la pequeña estación. Nadie me esperaba esta vez, aunque el jefe de estación, que me conocía, dijo que la diligencia de la estación volvería en quince minutos si yo quería esperarla.

—Una visita inesperada, señora Milner —dijo—. Creo que en la casa no sabían que usted venía.

—No; no saben —respondí.

—Bueno, tendrá usted que esperar unos quince minutos más o menos.

Adiviné que quince minutos representaban treinta y no me equivoqué, pero, a su tiempo, llegué a la casa.

Jeffers llegó corriendo al oír el ruido de las ruedas. Me miró atónito.

—Caramba —dijo— ¡es la joven señora Milner! ¿La esperaban? No me dieron órdenes de que fuera a buscarla.

—No me esperan —le aseguré—. ¿Quieres pedir que bajen mis maletas, por favor?

Él pareció un poco desconcertado. Amy estaba en la puerta. Su sorpresa era evidente.

—Hola, Amy —dije—. Por favor dígale a mi madre que estoy aquí.

—Pero, señorita Jane, su madre no está aquí.

—¿Que no está aquí? ¿Dónde está?

—Es mejor que entre usted a la casa —dijo ella.

Algo misterioso estaba ocurriendo. Éste no era el recibimiento que yo había esperado. Amy había corrido hacia los departamentos de servicio para llamar a la señora Couch.

Cuando apareció la cocinera corrí hacia ella. Ella me estrechó entre sus brazos y me besó.

—Oh, Jane —dijo— me ha dejado usted atónita.

—¿Dónde está mi madre, señora Couch? —pregunté—. Amy me ha dicho que no se encuentra aquí.

—Es verdad. Hace tres días que se la llevaron.

—¿Dónde?

—Al hospital.

—¿Ha sufrido algún accidente?

—No exactamente, querida. Es su enfermedad.

—¿Su enfermedad?

—Sí, esa tos y lo demás. Hace cierto tiempo que no andaba bien.

—No me habían dicho nada.

—No, ella no quería preocuparla.

—¿Qué tiene?

La señora Couch pareció inquieta.

—El señor está en casa —dijo—. Creo que sería conveniente que lo viera. Yo iré a decirle que usted ha llegado, ¿qué le parece? ¿Dónde está el señor Joliffe? ¿No ha venido con usted?

—No. Él está en Londres.

—Le diré al señor. Vaya usted a su antiguo cuarto y yo anunciaré su visita.

En una bruma de temor me dirigí a mi antiguo cuarto.

Parecía que algo terrible le estaba ocurriendo a todos los que yo quería. ¿Qué era este misterio respecto a mi madre? No había misterio con Joliffe. La verdad era atrozmente clara. Era casado y yo no era su mujer. Pero mi madre… ¡en el hospital! ¿Por qué no me lo habían dicho?

Allí estaba el cuarto tan conocido. Me acerqué a la ventana, miré hacia las ventanas con rejas del cuarto de exposición, y dolorosos recuerdos de la noche en que me había encontrado allí con Joliffe se apoderaron de mí. ¡Joliffe, que me había engañado entonces; que ya estaba entonces casado, de manera que yo no era su esposa! ¿Qué estaba sucediendo?, me pregunté. Todo se desmoronaba a mí alrededor.

La señora Couch estaba en la puerta.

—El señor la espera —dijo.

La seguí a la habitación donde con tanta frecuencia nos habíamos sentado y habíamos bebido el té de la tetera con el dragón.

El señor Milner se levantó al verme entrar y me tomó la mano.

—Siéntese —dijo—. Lamento tener que darle malas noticias —prosiguió— pero es inútil seguir ocultándoselo. Hace cierto tiempo que su madre está muy enferma. Tiene tuberculosis. No quería que usted lo supiera. Por eso no se le dijo a usted nada. Estaba ansiosa de que usted no se preocupara en los primeros meses de matrimonio. Finalmente se sintió tan mal que ha sido necesario llevarla al hospital para que pudiera ser atendida. Es donde está ahora.

—Pero… —empecé a decir.

Él hizo un gesto para que me callara.

—Ya sé que es un gran golpe para usted. Tal vez hubiera sido mejor prevenirla. Hace algunos años que su madre padece esa enfermedad. En los últimos meses se ha agravado. Creo que debe usted prepararse para el hecho de que no pueda vivir mucho.

No pude hablar. El dolor me invadía. Él me miró con una compasión muy real y reconfortante.

—No puedo creerlo —dije.

—Ya sé que es duro. Pero creímos que un golpe súbito sería mejor para usted que una prolongada ansiedad. Ella sólo ha pensado en usted.

—Lo sé. ¿Puedo verla?

—Sí —contestó.

—¿Ahora?

—Debe usted esperar hasta mañana. Jeffers la llevará al hospital.

—Pero yo quiero verla enseguida.

—No puede usted verla a estas horas. Está muy enferma. Tal vez no la reconozca. Tómese tiempo para acostumbrarse a este dolor.

Parecía tan sabio, sentado allí con su chaqueta de fumar color fresa y su gorrita de terciopelo, que sentí cierto consuelo al contemplarlo.

—Es demasiado —dije de pronto— esto… y lo de Joliffe…

—¿Joliffe? —preguntó él rápidamente.

Comprendí que iba a tener que decírselo todo, y lo hice.

Él guardó silencio.

—¿Sabía usted que él ya estaba casado? —pregunté.

—Si lo hubiera sabido se lo habría dicho. Pero no me sorprende. ¿Qué piensa usted hacer?

—No lo sé. Pensaba consultar la cosa con mi madre.

—Ella no debe saber esto. Se sentía muy feliz en la creencia de que había alguien que se ocupaba de usted.

—No, no debe saberlo.

—Deberá usted decidir lo que va a hacer.

—Lo sé.

—Podría usted naturalmente quedarse aquí. Podría usted volver a trabajar conmigo. Sería una solución.

Por primera vez desde que la mujer de Joliffe me había dicho la verdad, sentí un relámpago de consuelo.

*****

Sylvester Milner me acompañó al hospital. Quedó esperando en el coche cuando yo entré.

Cuando me llevaron a la habitación en la que estaba mi madre, apenas pude reconocerla, tanto había adelgazado. No tuvo fuerzas para sentarse, no podía moverse mucho, pero supe que me reconocía y una gran alegría inundó sus ojos. Me arrodillé junto a la cama y como me angustiaba mirarla, tomé su mano y la apreté contra mi mejilla.

Sus labios se movieron débilmente:

—Jane…

—Estoy aquí, querida —dije.

Sus labios se movieron pero su voz era tan débil que tuve que inclinar la cabeza para oírla.

—Sé feliz, Jane. Yo lo soy… porque a ti te ha ido tan bien. Tienes a Joliffe…

No pudo decir más. Me senté en su cama, con su mano entre las mías.

Debo haber permanecido allí casi una hora hasta que vino la Hermana para decirme que debía irme.

Sylvester Milner y yo volvimos en silencio a Roland’s Croft.

Antes de terminar la semana murió mi madre. En menos de doce días yo había recibido dos golpes terribles. Creo que el uno apartaba al otro de mi mente, pero hacía poco tiempo no hubiera creído posible ninguno de los dos. Yo había ido en busca de mí madre para contarle mis desdichas, y ella ya no estaba allí. Aquello era todavía más difícil de entender que el hecho de que yo no era la mujer de Joliffe. En lo profundo de mi corazón, desde que supe que él había sacado la Kuan Yin de su vitrina, había esperado cualquier cosa de parte de Joliffe. En alguna parte en el fondo de mi mente estaba el inquietante pensamiento de que había algo que no era del todo real en nuestro romántico encuentro y nuestro apresurado matrimonio. Pero era difícil aceptar que mi madre, que siempre había estado a mi lado, estuviera muerta. Y la idea de que ella había estado muriéndose mientras yo me divertía alegremente en París, me hería profundamente.

La señora Couch hizo bajar todas las persianas cuando murió mi madre. Dijo que esto indicaba que había una muerte en la casa. Cuando volvimos del entierro trajo sandwiches de jamón, que eran lo adecuado, dijo, y demostraban el respeto debido ala muerte. Después bajó las persianas en el momento apropiado. Se podía confiar en que supiera ese tipo de cosas, me dijo para consolarme, porque su madre había tenido catorce hijos y había enterrado a ocho.

Me quedé con ellos en la sala de servicio y la señora Couch y Jeffers compitieron en el relato de otros funerales a los que habían asistido. En otro momento yo habría visto la parte humorística de todo esto, pero ahora sólo podía ver a mi alegre y pequeña madre, y pensaba en su silencio en la tumba, y aquello era más de lo que podía soportar.

Subí a mi cuarto y apenas hacía un rato que estaba allí cuando golpearon en la puerta. Era Sylvester Milner. En la mano tenía un sobre.

—Su madre dejó esto para usted. Me pidió que se lo entregara el día de su entierro —sus bondadosos ojos sonreían amablemente—. Ha alcanzado usted las máximas profundidades —prosiguió—. Ahora empezará a emerger. Estas tragedias forman parte de la vida, y no olvide una cosa: «La adversidad fortalece el carácter». No hay en la tierra nada que sea totalmente malo, nada totalmente bueno.

Después me puso el sobre en la mano. Cuando se fue lo abrí, y la visión de la caligrafía un poco descuidada de mi madre trajo lagrimas a mis ojos.

Mi querida Jane: (había escrito)

Estoy muy enferma. Hace tiempo que lo estoy. Es esta maldita enfermedad, la tara de mi familia. Se llevó a mi padre cuando era más o menos de mi edad. No quería que lo supieras, Jane, querida, porque sabía hasta qué punto iba a ser penoso para tú. Las dos hemos estado siempre muy unidas, ¿verdad?, especialmente después de la muerte de tu padre. Te la oculté. A veces he tosido tanto que había sangre en mi almohada y temía que la vieras al entrar de sorpresa en mi cuarto. No quería que sospecharas que no estaba bien, ¿sabes? Y nunca lo has sabido, Estaba preocupada por ti. Has sido mi única preocupación. Pero hemos tenido mucha suerte. Tu padre se ha ocupado de nosotras. El bueno y cariñoso señor Milner ha sido como un padrino. Primero me dio el empleo (en el que me desempeñé muy bien, te lo aseguro), después permitió que tú vinieras aquí (claro que yo no habría aceptado trabajar sin esto), y después encontramos a la señora Couch y a los demás, que han sido como una familia para nosotras. De manera que todo ha salido muy bien. Y después él pidió que tú trabajaras con él. Quedé contenta, aunque no era exactamente lo que deseaba. Quería verte establecida. Quería que fueras feliz, como lo fui yo con tu padre, y cuando se presentó Joliffe y se enamoró de tú a primera vista —y tú de él— mi dicha desbordó. Ahora tienes un marido que se ocupará de ti, como se ocupaba de mí tu padre. El día después de visitarte fui a ver a un especialista. Me dijo que no me quedaba mucho tiempo y que debía internarme en un hospital. Entonces me dije: «Señor, has dejado ahora que tu sierva se vaya en paz». Porque supe que podía irme alegremente. Tú y Joliffe estáis muy enamorados. Él estará ahora a tu lado. Te cuidará y hay algo que acostumbraba a decir tu padre. Era casi como si hubiera sabido que iba a irse antes, dejándome. Era algo de Shakespeare, algo que decía más o menos esto: «No llores por mí cuando me haya muerto»… y después sigue: «Que yo en tus dulces pensamientos sea olvidada, si pensar en mí te hace sufrir».

Y que así sea querida Jane, si es que, al mirarte desde el más allá te veo triste. Es algo que no podría soportar. Quiero que digas esto: «Tuvo una buena vida. Tuvo un marido y una hija que eran el mundo entero para ella. Ahora ella ha ido a reunirse con el uno, y ha dejado la otra en manos de alguien que la ama».

Adiós, mi preciosa criatura. Sólo te pido una cosa: que seas feliz.

Tu madre.

Doblé la carta, la puse en la caja de sándalo donde guardaba las cosas que me eran preciosas, y después ya no pude contener mi dolor.

Al día siguiente del entierro recibí una carta de Joliffe.

Mi querida Jane (escribía):

Mi tío me ha escrito diciendo que tu madre ha muerto. Desearía estar a tu lado para consolarte. Pero mi tío me ha amenazado para el caso de que vaya a verte. Creo que ha querido decir que me borrará de su testamento. ¡Como si esto pudiera alejarme! El dice que necesitas tiempo para recobrarte de los dos trágicos golpes y que lo mejor es que trabajes con él.

Jane, necesito verte. Tenemos que hablar. Yo era un joven loco cuando me casé con Bella, y sinceramente creía que ella había muerto. Ella jura que no me dara la libertad. Se ha instalado en casa. Estoy consultando con los abogados. Es un caso desusado. No sé que podrán hacer.

Escríbeme unas palabras y no olvides que estoy a tu disposición para cuando quieras verme.

Te quiero,

Joliffe

Leí y releí la carta. Después la doblé y la puse junto con la de mi madre en la caja de sándalo.

Durante el té en la sala del señor Milner, éste me mostró unas cerámicas que había comprado.

—Fíjese en este trazo delicado —dijo— el bosque y las colinas envueltos en niebla. ¿Verdad que es delicado y hermoso? ¿Diría usted que es del periodo Sung?

Dije que, dentro de lo que yo entendía, parecía serlo. Él asintió.

—No cabe duda. ¡Qué fascinante calidad fantasmal hay en este trabajo! —me miró atentamente—. Creo que ha recobrado usted interés en este trabajo.

—Nunca he perdido interés.

—La cosa es así: la atracción está allí siempre. Está usted olvidando su dolor. Ésta es la manera. ¿Se ha comunicado con usted Joliffe?

—Me ha escrito.

—¿Y le pide que vuelva con él?

No contesté y él meneó la cabeza.

—No puede ser —dijo—. Joliffe es como su padre. Podía ser irresistible y encantador. Distinto a sus hermanos. Redmond y yo éramos los hombres de negocios, el padre de Joliffe era quien encantaba. Vivía en un mundo propio. Creía lo que deseaba creer. La cosa marchaba hasta cierto punto y después tenía que pagar. No debe usted reunirse con él.

—No puedo hacerlo: él tiene una mujer.

—Sí, tiene mujer, pero le ha pedido a usted que vuelva con él. Es idéntico a su padre. Todo debe salirle bien… es lo que él cree. ¿Por qué? Porque él es Joliffe y fascina a todo el mundo… o a casi todo el mundo. No puede creer que no haya fascinado al Destino. Pero el Destino no se deja hechizar por el encanto. El Moviente Dedo escribe; y tras escribir, se mueve; toda tu piedad e ingenio, no te hará cancelar una línea, ni todo el encanto (si puedo parafrasear) borrará de él una palabra. Éstos son los hechos. Usted creyó estar casada y no lo está. Ha sido para usted una trágica experiencia. Déjela atrás. Empiece ahora. Con el tiempo la herida ya no le dolerá.

—Lo procuraré.

—Si lo intenta en serio lo logrará. La haré trabajar muy duramente, porque el trabajo es el mejor médico. No tengo ama de llaves. Quisiera que, en cierta medida, se encargara usted del trabajo de su madre. La señora Couch la ayudará. Ya ha señalado que no desea tener aquí personas extrañas. Decidirá usted sobre las comidas cuando yo tenga invitados. Con frecuencia nos acompañará usted, hablaremos de negocios, cosa que usted está estudiando. Seguirá usted leyendo los libros que voy a darle, y tal vez me acompañará cuando haya alguna venta. Su vida estará tan ocupada que tendrá poco tiempo para entregarse al dolor. Es lo que su madre desearía. No vea a Joliffe. Le he escrito diciéndole que no lo recibiré aquí. Tendrá que arreglar antes sus cosas. ¿Acepta usted seguir mi consejo?

—Estoy segura —contesté— que sus consejos son buenos, y haré todo lo posible por seguirlos.

—Entonces hemos llegado a un acuerdo.