La mujer del parque

I

Fue como haber descubierto un nuevo mundo. Empecé a darme cuenta que yo era muy joven y sin experiencia. Mi existencia actual era intoxicante. Conocía muy poco el mundo. La vida no era como yo había creído que era. Supongo que mis padres habían formado un matrimonio ideal: eran serenos en su felicidad, simples podía decirse. Joliffe nunca fue así.

Era la persona más excitante que yo había conocido y de haber sido tan fácil de entender como mis padres, ¿acaso me habría fascinado tanto? Al emerger del sueño de éxtasis que había sido nuestra luna de miel empecé a ver lo poco que conocía del mundo, hasta qué punto había sido yo una persona simple. Antes todo se perfilaba claramente: lo bueno, lo malo, lo justo, lo erróneo. Ahora unas cosas se mezclaban con las otras. Descubría que cosas que antes hubiera condenado, eran un poco arriesgadas, pero divertidas. La cualidad que más valía era la capacidad para divertirse.

Joliffe era apasionado, tierno y se deleitaba iniciándome en una forma de vida que yo no sospechaba que existiera antes. Mi inocencia le resultaba deliciosa, «divertida» en verdad. Pero al mismo tiempo yo sabía que era algo que no podía continuar divirtiéndolo. Yo tenía que crecer.

Pasamos la primera noche de nuestra luna de miel en un hotel de campaña, con arquitectura Tudor: vigas de roble pisos en declive al estilo «la Reina Isabel durmió aquí». Había antiguas canchas de tenis, también de estilo Tudor, como aquéllas en las que se decía que había jugado Enrique VIII. Y por la noche, después de comer, paseábamos por el viejo jardín Tudor con su brazo invernal, sus jazmines y sus crisantemos amarillos.

Yo vivía en un ensueño; allí estaba Joliffe, mi marido, y ya había notado que los ojos de las mujeres se volvían para mirarlo, pero él sólo tenía ojos para mí, lo que me hacía sentir orgullosa y humilde ala vez.

La primera noche la pasamos juntos en aquel antiguo dormitorio con sus ventanitas con paneles, a través de los cuales los rayos de la luna daban a la habitación un brillo de ensueño, y fue un deleite para Joliffe guiarme hacia el conocimiento. Cuando él se quedó dormido, porque yo no pude hacerlo, contemplé su rostro dormido donde la luz de la luna proyectaba sombras y esa cara me pareció entonces cambiada, vi arrugas donde no las había, y fue como si viera a Joliffe tal como iba a ser dentro de veinte años y me dije apasionadamente que iba a amarlo entonces como lo amaba ahora.

Cuando despertó, le dije lo que había pensado y solemnemente hablamos de nuestro amor. Y curiosamente —como si la premonición de un desastre hubiera lanzado una súbita sombra— me dije a mí misma que, pasara lo que pasara en el futuro, nada podría estropear la magia de aquella noche.

Aquél fue sólo el principio de nuestra luna de miel.

Tenía que ser una luna de miel con estilo, como descubrí que tenían que serlo siempre las cosas con Joliffe. Teníamos que ir a París, una ciudad que amaba mucho.

—Todas las lunas de miel —afirmó— deberían pasarse en París.

Tomamos el tren hasta Dover, cruzamos el Canal con un suave balanceo y tomamos después el tren desde Calais hasta la capital francesa.

—Primeramente hay que comprarte ropa —dijo Joliffe—. Tengo amigos en París. Tal como estás no les puedo presentar a mi ratoncito.

¡Mi ratoncito! Quedé indignada. Él se rió de mí. Me quitó el sombrero, un sombrero que yo consideraba muy audaz, con una plumita verde esmeralda sobre raso negro y cintas verdes de terciopelo que se ataban bajo el mentón. Él hizo una mueca:

—Muy bello para pasear por el bosque, pero no me parece adecuado para los Champs Elysées, querida.

Y mi vestido de lana verde oscuro, con cuello de terciopelo, que mi madre y yo considerábamos la cumbre del buen gusto, fue definido por él como demasiado casero.

Me sentí herida, pero mi ánimo se alegró cuando fuimos a visitar unas pequeñas tiendas y él me compró ropa nueva. Adquirió un vestido con una capita blanca y negra y un sombrerito negro que cubría mi cabeza apenas, ya que era más bien una redecilla con un gran lazo blanco.

—No sirve para nada —declaré.

—Mi querida Jane. Debes saber que lo que menos se espera de un sombrero es que sirva para algo. Debe ser picante, elegante, decorativo, nunca útil.

—¿Cómo es posible que entiendas tanto de ropa femenina? —pregunté.

—Sólo entiendo acerca de la ropa de una mujer. Y entiendo porque es mi esposa y la adoro.

Me compró un vestido de noche que me pareció bastante audaz Joliffe dijo que era lo que me convenía. Era de raso blanco, y me regaló un broche de jade con diamantes para que armonizara. Cuando me lo puse quedé sorprendida ante mi imagen. Realmente yo era una persona diferente.

Durante aquellas dos semanas en París fui a la vez delirantemente dichosa y presa de vagos temores. Estaba hechizada por aquella ciudad mágica. Me gustaba más por la mañana, cuando había olor a pan recién horneado en las calles y una excitación en el aire que significaba que la gran ciudad empezaba a vivir. Llena de dicha, vagué por los mercados de flores a ambos lados de la Madeleine, con Joliffe a mi lado. Compré cantidades de rosas para decorar nuestro dormitorio, y su hechicero perfume quedó grabado en mí para siempre. Recorrimos los bulevares, subimos al Sacré-Coeur y exploramos Montmatre; me estremecí ante los rostros crueles y burlones de las gárgolas de la histórica Notre-Dame; me reí de los vendedores en Les Halles. Me deslumbraron los tesoros del Louvre y me mezclé con los artistas y estudiantes que poblaban los cafés de la rive-gauche. Era lo que debía de ser una luna de miel. Y cualquier visión nueva y maravillosa, cualquier experiencia extremecedora, se reducían todas a una sola: Joliffe estaba a su lado.

Era el mejor de todos los compañeros; conocía muy bien la ciudad. Pero empecé a percibir que el Joliffe de nuestros paseos matinales era muy distinto del de las noches.

Empecé a darme cuenta de que la gente era más complicada de lo que yo había supuesto en mi inocencia —por lo menos algunas personas, entre las que podía incluirse a Joliffe—. Algunas tenían muchas facetas. En aquella época yo no podía entender por qué mi marido disfrutaba de los placeres simples durante el día y por la noche escogía sutilmente los sofisticados. Esto me alarmaba vagamente. Me sentía en desventaja.

Por la tarde corríamos las cortinas, nos echábamos en la cama, charlábamos o hacíamos el amor.

—Es una antigua costumbre francesa —decía Joliffe, y aquéllos eran los momentos más felices.

Después, por la noche, nos uníamos a sus amigos, que eran muchos. Íbamos al Marguery para que él probara un lenguado especial con su salsa del Marguery, que no podía encontrarse en ningún otro lugar del mundo; cenábamos en el Moulin Rouge e íbamos a ver los bailes del bar Tabarin; nos reuníamos con los amigos de Joliffe en el Café de la Paix. Yo esperaba que comiéramos alguna vez solos, pero esto sucedía rara vez. Siempre había amigos con nosotros. Hablaban atropelladamente en francés, y esto me resultaba a veces difícil de seguir; bebían lo que a mí me parecía mucho, y compartían bromas cuyo sentido yo no entendía. En aquellas ocasiones me parecía perder contacto con Joliffe y entonces era difícil creer que él fuera el mismo hombre con quien compartía aquellas interesantes mañanas y tranquilas tardes.

Vi a los pintores y a Toulouse-Lautrec; nos mezclamos con los literatos y con la gente del mundo teatral; eran personas llenas de color, más grandes que la vida, mujeres con cutis exquisitos, que inocentemente supuse que eran naturales; estaban vestidas con una elegancia como para dejar sin aliento; me hacían sentir torpe y fuera de lugar, y ansiaba la paz del cuarto de nuestro hotel.

Pero Joliffe amaba esta sociedad, Nunca se hartaba de ella. Me sentía enojada y en cierto modo humillada por la manera en que algunas mujeres miraban a Joliffe. Era todavía más desconcertante porque a él parecía gustarle.

Una noche, cuando volvíamos al hotel en nuestro coche dije:

—He llegado a la conclusión de que deberé acostumbrarme a la forma en que te miran las mujeres.

Él contestó:

—¿Cómo me miran? —Aunque naturalmente lo sabía.

—He oído decir que las mujeres se sienten atraídas por los hombres que gustan de ellas. ¿Es esto verdad?

—¿Acaso no nos atraen siempre aquéllos a quienes les gustamos?

—Me refiero a las mujeres en general. No tienen tiempo de saber si gustas de ellas personalmente. Es algo que saben por instinto. ¡Gustas a las mujeres, Joliffe!

—Oh, es porque soy guapo —dijo él en broma. Se volvió hacia mí—. En todo caso me es indiferente lo que piensen de mí. Sólo existe una cuya opinión cuenta.

Joliffe decía cosas como éstas. Podía disipar horas de duda en un segundo, y aunque había empezado a sentir que había en él muchas cosas que yo no sabía, al igual que otras cosas de la vida, cada día lo amaba más.

Muchas de las personas que conocíamos eran sus asociados de negocios.

—En un trabajo como el mío —decía— tengo que viajar mucho. Es necesario. Cuando me entero que hay tesoros en París, en Londres, en Roma… voy a verlos. Siempre ando a la caza de tesoros.

—¿Se pueden encontrar aquí tesoros chinos?

—Los hay en todas partes. Hubo una época en la que estuvo de moda coleccionar piezas chinas. Se hacía en toda Europa. Por eso muchos tesoros chinos han venido a parar aquí.

Un día me llevó a visitar a un comerciante en la Rive-Gauche. Fue uno de los días más dichosos.

Allí, en un cuartito oscuro, había algunos objetos muy bellos. Lancé exclamaciones de deleite, y me di cuenta hasta qué punto había echado de menos el cuarto de exposición de Roland’s Croft, y trabajar con el señor Milner.

Quedé deleitada ante la sorpresa de Joliffe y del comerciante cuando reconocí algunos exquisitos pergaminos de la dinastía Tsang y los situé alrededor del siglo X. Agradecí la enseñanza que había recibido.

Fui así arrastrada a una nueva intimidad. Bebimos vino en un cuartito en la parte trasera del negocio: yo, Joliffe y monsieur Ferrand, el comerciante. Tuve la sensación de entrar en un círculo mágico. Me sentí muy feliz. El vino y la dicha llegaron a mis mejillas. Me brillaban los ojos. Siempre sería así, me dije.

Monsieur Ferrand quiso mostrarnos unos anillos que había recibido. Alguien había venido con ellos desde Pekín. El jade era hermoso: de delicioso verde manzana algunos, otros de transparente esmeralda. A mí me gustaba más el tono manzana, aunque sabía que los más oscuros eran más valiosos.

Había uno de tono verde claro exquisitamente tallado con un ojo cuya pupila era un diamante. Algo muy desusado.

—Sé dice que es el ojo de Kuan Yin —explicó monsieur Ferrand—. Tuve que pagarlo a buen precio, debido a la leyenda. El dueño de este anillo siempre podrá mirar a la diosa en los ojos. Esto puede ser muy útil.

—Nunca he visto antes una pieza semejante.

—Espero que no. Esta debe ser única.

Lo tomé y lo deslicé en mi dedo. Joliffe tomó mi mano desde el otro lado de la mesa, sus ojos clavados en los míos. Estaban llenos de amor y pensé —bastante curiosamente en aquel momento— que cualquier cosa que pasara valía este momento.

—Queda bien en tu dedo, Jane.

—Imagínese usted, señora —dijo monsieur Ferrand— la diosa de la fortuna estará siempre a mano.

Joliffe rió.

—Tiene que ser tuyo, Jane. Casada conmigo es posible que lo necesites.

—Casada contigo soy la persona que menos puede necesitarlo.

Una sombra cruzó momentáneamente su rostro. Nunca le había visto antes una expresión semejante: triste, casi temerosa. Pero enseguida volvió a alegrarse.

—De todos modos tiene que ser tuyo. Aunque no debería decir esto ante monsieur Ferrand, porque tengo que llegar con él a un acuerdo sobre el precio.

Hablaron del anillo y yo volví a probármelo. Finalmente se pusieron de acuerdo y volví a colocarlo en mi dedo. Joliffe tomó mi mano y besó el anillo.

—Que siempre te acompañe la buena suerte, querida —dijo.

Me senté en el coche reclinándome contra él, mientras giraba una y otra vez el anillo en mi dedo.

—He llegado a la cumbre de la dicha — dije —ya no puede haber nada más.

Joliffe me aseguró que sí había.

*****

Volaban los días. Días felices exceptuando las veladas, en las que recibíamos o éramos recibidos por sus amigos o socios en el negocio. Entonces los ojos me dolían por el humo y las luces, los oídos se fatigaban con las música y me esforzaba en traducir lo que estaba segura eran las atrevidas bromas de la gente que venía, se sentaba a nuestra mesa y bebía con nosotros champaña. Muchas mujeres parecían conocer a Joliffe. Como las otras, le dirigían una mirada especial.

Hubo un día dichoso en el que comimos tranquilos en el hotel a solas, en una mesa rodeada de palmeras. Recuerdo que yo llevaba un vestido de tafetán a rayas verdes y blancas, que Joliffe había elegido para mí. Ya me había acostumbrado a las ropas que llevaba. Empecé a preguntarme si mi personalidad había cambiado. Comprendí que, cuando mi madre me viera, iba a advertir enseguida si se había producido un cambio.

Después de la comida dije:

—Joliffe, no te conozco muy bien.

Él levantó las cejas, fingiendo estar sorprendido.

—¿Quiere decir que estás viviendo con un hombre a quien no conoces?

—Sé que te amo.

—Con eso me basta.

—Joliffe, hablo seriamente.

—Yo siempre soy serio contigo, Jane.

—Quiero hablar de cosas prácticas. ¿Eres rico?

Él rió.

—Debo confesar, Jane, que no te has casado con un millonario. ¿Quieres que anulemos el matrimonio basándonos en esto?

Él había dicho que siempre era serio al hablar conmigo, pero no era así. Pude ver una expresión evasiva que invadía ahora su rostro.

—Estamos viviendo aquí de manera un poco dispendiosa.

—Todo hombre tiene derecho a vivir dispendiosamente su luna de miel.

—¿Quiere decir que economizaremos al volver a casa?

—¡Economizar! ¡Qué palabra siniestra! No será tan caro vivir en nuestra casa en Londres como en este hotel en París, si te refieres a eso.

—¿Cómo será la vida en Londres? Todavía no hemos planeado nada.

—Hemos tenido cosas mucho más excitantes que hacer.

—Sí, pero ya es hora de que nos establezcamos.

—Primero has querido economizar y después establecerte. Me he casado con una mujer muy práctica.

—Eso debería alegrarte. Tenemos que pensar en el futuro.

—El presente me parece arrobador. —Sus ojos chispearan al mirarme—. Dejo el futuro en manos de Dios.

—Joliffe, creo que eres un poco frívolo.

—Culpable quizás, pero eso debería ser probado.

—Creo que eludes el futuro.

—¿Cómo es eso posible cuando tú estás en él?

—¿Me amas mucho, Joliffe?

—Infinitamente.

—Entonces todo saldrá bien. ¿Tienes una casa en Londres?

—Tengo una casa en Kensington. Frente al parque… a los jardines, ¿sabes? Kensington Gardens. Es muy agradable. Una casa alta, más bien angosta, cuidada por un hombre excelente y su mujer.

—¿E iremos a vivir allí?

—Cuando estemos en Londres. Viajo mucho por mis negocios.

—¿Dónde?

—Por todo el mundo. A Europa y Oriente y a un lugar llamado Roland’s Croft. Es allí donde hice el gran descubrimiento. Allí encontré mi fortuna.

No había manera de lograr que hablara seriamente. Quería evitar la cosa. Ésta era una noche hecha para el amor y ¿cómo podía yo, poner obstáculos?

Más adelante me explicó que había heredado de sus padres la casa de Londres y que la usaba desde entonces como un pied à terre. Albert y Annie eran criados de su familia desde hacía años. Annie había sido su niñera. Tenían la casa en orden cuando él viajaba y lo atendían cuando estaba en Londres.

Ya los había preparado para la llegada de su esposa.

En cuanto a los negocios, yo ya sabía de qué se trataba. Había sido educado en la tradición. Si hubieran elegido otra cosa para él, no habría sido capaz de hacerla.

—Esta búsqueda de artículos tan significativos en belleza, historia, leyenda, en lo que sea… es irresistible, Jane. Algunos hombres quieren cazar zorros, ciervos o jabalíes porque en ellos el instinto de la cacería es innato. Yo nunca he querido cazar para matar animales. Me parece algo sin objeto, pero desenterrar los tesoros escondidos por el mundo, me ha fascinado desde que vivía con mi tío y oía que él y mi primo Adam hablaban de esas cosas. Después, cuando mi tío Sylvester estaba con ellos, porque todos trabajaban juntos en esa época, yo escuchaba. Aprendí mucho, y me prometí ser algún día un coleccionista más importante que ellos.

—Entiendo perfectamente, —dije— yo siento lo mismo. Joliffe voy a ayudarte. ¡Me alegra tanto haber logrado aprender algo! Sé que no es mucho, porque este estudio requiere toda la vida. ¿Pero quedaste satisfecho de mí, verdad, cuando reconocí aquel pergamino?

—Me sentí orgulloso de ti.

—Le debo todo eso a tu tío y cuando lo recuerdo me siento un poco avergonzada. Él hizo mucho por mi madre y por mí… y yo lo he dejado.

—¿No sabías acaso que una mujer debe dejarlo todo y seguir a su marido?

—Sí, sí, pero creo que tu tío Sylvester se sintió herido.

—¡Por Dios Jane! ¿Suponía él acaso que eras una especie de esclava?

—Siempre mostró hacia mi madre y hacia mí la mayor bondad, pero me enseñó, me entrenó… y antes de poder serle útil lo abandoné.

—No te preocupes por el viejo tío Sylvester. Ya se le pasará. ¿Te ha hablado alguna vez de la «Casa de las Mil Lámparas»?

—Sí, la ha mencionado.

—¿Y qué te dijo?

—Que era suya y que estaba en Hong Kong. ¡Qué nombre raro para una casa! Mil lámparas son demasiadas. ¿La has visto?

—Sí.

—¿Es tan romántica como suena?

Él vaciló.

—Es una casa rara. Repelente en cierto modo, pero fascinante. La vi por primera vez cuando tenía catorce años.

El tío Redmond, que vivía entonces, nos llevó a mí y a Adam. Por aquel tiempo creyó que yo iba a trabajar con él. Los lugares pueden a veces producirnos una impresión que nunca se olvida. Una casa con un nombre semejante…

—Me gustaría verla. Puedo imaginármela. ¿Realmente tiene mil lámparas?

—Hay muchas. Lámparas en el pórtico, y cascabeles de viento que producen un extraño tintineo. Yo quedé impresionado porque fue mi primera visita a Hong Kong. Todo era entonces muy extraño. La casa parecía oscura y los criados con sus trencitas y su silenciosa manera de moverse me impresionaron profundamente. Me pareció el lugar más raro que había visto. Cuando mi tío vive allí se adapta a las costumbres chinas. Recuerdo que una vez me dijo que uno debe respetar siempre las costumbres de los otros pueblos. Cuando se está en Roma hay que hacer como los romanos, y lo mismo se aplica a la China.

—¿Es verdad que la casa le fue regalada a uno de tus antepasados?

—A mi bisabuelo. Era médico. Fue a China y trabajó con el pueblo. Un mandarín rico e influyente le quedó muy agradecido porque salvó la vida de su esposa durante un parto difícil y también salvó a la criatura. Fue un varón y los varones son siempre importantes para los chinos. Generalmente dejan a las niñas abandonadas en las calles para que mueran de hambre, pero no lo hacen con los varones. Son muy poco amables con los de tu sexo, a los que consideran de escasa importancia.

—Y de ese modo el mandarín regaló a tu bisabuelo la «Casa de las Mil Lámparas»…

—Sí. El mandarín murió pocos años después del nacimiento de su hijo. Escribió una carta que está en posesión de la familia. Traducida dice que la casa es un miserable regalo por el nacimiento de un hijo, pero entre las mil lámparas yace el mayor tesoro y dejaba éste al cuidado del hombre a quien iba a estar eternamente agradecido.

—Es muy misterioso.

—Tal vez haya habido algún error en la traducción, pero parece que la casa es un don, y también una especie de recipiente de algo de más valor. Es intrigante. Pero ya sabes que los chinos adoran los acertijos.

—¿Y qué era ese tesoro?

—Nunca ha sido descubierto.

—¿Quieres decir acaso que lo han buscado?

—La gente lo ha buscado desde que la casa fue regalada a mi bisabuelo. Pero no han encontrado nada. Parece que el viejo mandarín estaba ansioso por demostrar su gratitud y la casa fue mucho más de lo que mi bisabuelo había esperado por algo que hacía corrientemente en el curso de su profesión, pero la leyenda ha persistido, y la «Casa de las Mil Lámparas» es considerada con cierto temor.

—¿Te refieres a la gente que vive cerca?

—Y también los criados. Siempre está preparada porque mi tío es la clase de hombre que no anuncia su llegada. Quiere llegar y partir sin ruido.

Me pregunto si alguna vez veré la «Casa de las Mil Lámparas».

Yo te llevaré. Iremos juntos.

—¡Mil Lámparas! ¿Cuántos cuartos hay para que quepan tantas?

—Tal vez no sean mil. Es una frase poética. A los chinos les gusta. Suena mejor que ochocientas noventa y cinco. Nunca las he contado pero las lámparas son características del lugar. Están en cada cuarto, en el pórtico, en el jardín… En todas partes. Adentro de ellas hay lámparas de petróleo. Son muy efectivas cuando están encendidas. Si alguna vez se me presenta la ocasión, haré una búsqueda como es debido para saber si el viejo mandarín contaba un cuento cuando hablaba del tesoro.

—¿Será tuya alguna vez?

—Mi tío no tiene familia. Como sabes nunca se ha casado: Naturalmente la habría heredado el tío Redmond en caso de haber vivido, y también está Adam… Adam tiene dos años más que yo. Pero como tío Redmond no se entendía muy bien con tío Sylvester, y Adam es su hijo… Bueno ya entiendes lo que quiero decir. No es imposible.

—¿Y tú deseas esa casa, Joliffe?

—La deseo muchísimo. Algo me dice que los mandarines no mienten cuando están a punto de reunirse con sus antepasados. Sí, quiero esa casa… la quiero mucho. Sólo hay una cosa que quiero más y ésa es mi Jane.

Fue difícil olvidar esta conversación. La «Casa de las Mil Lámparas» se había apoderado de mi imaginación. Podía imaginar todas aquellas lámparas colgando de los techos fijas en las paredes, todas con pequeñas lamparitas dentro. Y algún día iba a verlas. ¡Lo anhelaba tanto! Era excitante y sin embargo había un profundo sentimiento de nostalgia al recordar que para llegar a mi dicha presente me había visto obligada a abandonar al señor Milner.

Mientras paseábamos por la Rive-Gauche hablábamos mucho. Yo empezaba a tener un panorama de la vida de Joliffe y a planear cómo adecuar mi vida a la de él.

Era evidente que él sentía entusiasmo por su trabajo, y una y otra vez me sentí agradecida de poder compartir ese entusiasmo. Una vez más me sentí agradecida al señor Milner. Él me hablaba libremente y mi felicidad crecía, La vida iba a ser maravillosa.

Entonces hice un descubrimiento que puso freno a mi felicidad. Fue como la primera señal de una nube en el horizonte azul.

Habíamos comido con unos amigos de Joliffe, y regresamos a nuestro hotel. Hicimos el amor y quedamos adormilados uno junto al otro. Yo llevaba el anillo de jade con el ojo tallado de Kuan Yin y dije:

—Creo en él. Desde que me lo regalaste mi vida ha sido especialmente maravillosa.

—¿Qué dices? —preguntó Joliffe semidormido.

—Hablo de la Kuan Yin —contesté.

—Si pudiera encontrar el original…

—Lo buscaremos Joliffe. ¿Qué harás si lo encuentras?

—Es un problema. Puedo guardarlo y lograr que la diosa escuche mis gritos de desesperación y venga en mi ayuda, o venderla y ganar una fortuna. ¿Qué prefieres, Jane?

—Depende de hasta qué punto creas en la leyenda.

—Las fortunas son más tangibles que las leyendas.

—Me pregunto si la que encontró tu tío es la verdadera y en caso de serlo, lo que él hará con ella.

—¿Ésa? Ésa es una entre centenares.

—¿Cómo lo sabes?

—La hice analizar.

—¿Cómo? —exclamé completamente despierta. Joliffe abrió un ojo y me estrechó contra él.

—¿Quién vio una luz en aquel cuarto? ¿Quién se presentó en bata de dormir y encontró en lugar de un ladrón… a un amante?

—¿Qué estás diciendo Joliffe?

—Ahora eres parte de la familia, querida Jane. La luz que viste en aquel cuarto era la mía. Qué ojos penetrantes tienes y, ¿qué estabas haciendo despierta a aquella hora cuando se suponía que toda la casa dormía profundamente?

—Joliffe, no entiendo.

—Entonces no estás aplicando tu perspicacia habitual. ¿Por qué crees que elegí aquel momento para hacer una visita? Porque sabía que tío Sylvester tenía la Kuan Yin.

—¿Cómo entraste en el cuarto? Yo era la única persona en la casa que tenía una llave.

Él rió.

—Eso no es verdad Jane. Yo tenía otra llave.

—¿Pero cómo? No hay más que tres. La del tío Sylvester, la de Ling Fu, y la mía.

—Dentro de lo que sé hay cuatro. Quizás más. Ya ves que yo tengo una.

—Pero… ¿cómo?

—Mi querida Jane, hace años que conozco Roland’s Croft. He sido huésped de mi tío. En un tiempo me estuvo preparando para que trabajara con él.

—¿Y te dio una llave?

—Digamos que yo la adquirí.

—¿Cómo?

—Aprovechando la ocasión, sacándola de su escondite y mandando hacer otra. Ahora tengo acceso a la habitación cuando se me da la gana, siempre que sepa encontrar la oportunidad.

—¡Oh, Joliffe!

—Veo que estás sorprendida. Tienes que crecer, Jane, si quieres estar en este negocio. Somos rivales… y hay que saber lo que pasa en el campo enemigo; todo está permitido en el amor y en la guerra. Y ésta es una especie de guerra. ¡Oh, no!

Él me abrazó y me besó, pero yo no respondí.

—Estoy cansado de la Kuan Yin, Jane.

—Quiero saber lo que ocurrió.

—Oh, tesoro, ya lo has entendido, ¿no? Fui a la casa cuando mi tío no estaba… Me deslicé en medio de la noche hasta ese cuarto, saqué la Kuan Yin, la llevé para que la examinaran y después la traje de vuelta. En el momento de colocarla en su sitio mi muy curiosa futura mujercita me descubrió, y nos encontramos a la luz de la luna… no, no había luna. Es lástima, porque hubiera sido muy adecuado. De todos modos tuvimos que arreglarnos con la luz de las estrellas y allí tuvo lugar el hechicero y tierno interludio que debe haber hecho que todos los dioses me tuvieran envidia. Jane, te quiero.

—Pero eso estuvo mal hecho —dije.

—¿Qué quieres decir con eso de mal hecho?

—Entrar en la habitación de esa manera… es como robar.

—Tonterías. No he sacado nada sin volver a ponerlo en su sitio.

—¿Por qué no viniste cuando estaba allí tu tío? ¿Por qué no le pediste…?

—Hay secretos en el negocio. Tienes que entenderlo. Dentro de lo que sabemos algún rival puede tener la Kuan Yin original. Y es posible que la tenga oculta, esperando el momento de venderla. Así son los negocios, Jane.

—Presentarse en la casa, ir a su habitación privada y sacar la Kuan Yin…

—Sabía que no era peligroso hacerlo. Él no estaba y yo sabía dónde había ido. Sabía que tenía tiempo para volver a colocarla en su sitio. Pero terminemos con esto. Estoy harto del tema.

Pero yo no pude olvidar el hecho. Me sentía engañada en cierto modo, aunque a quien habían engañado era a Sylvester Milner.

No me gustaba esta manera de hacer negocios. Y la cosa hizo que viera a Joliffe de manera diferente. Lo amaba tan profundamente como siempre, pero ya no era lo mismo. El temor se había deslizado en mi hermosa existencia. Era el miedo a lo que podía descubrir después.