II

Pasé aquellas vacaciones de verano en Roland’s Croft, y también las siguientes, de manera que empecé a considerar que aquélla era mi casa. Mi familia eran: la señora Couch en su mecedora; el señor Catterwick, rey de la alacena y tieso de dignidad; Amy y Jess que empezaban a contarme sus historias amorosas. La excitación de la proximidad de las vacaciones nunca disminuía y yo amaba todo: el bosque que yo insistía estaba hechizado, el jardín con sus hermosos prados, bien cuidados senderos y canteros de flores y el bosquecillo de abetos en el linde del bosque; las comidas alrededor de la gran mesa; los chismes y el relato de las grandezas de otras casas y de los antiguos días en Roland’s Croft, cuando la Familia estaba presente.

Para mí existía además el tercer piso de la casa, donde estaban los tesoros, y donde tenían su cuartel general Sylvester Milner y su criado Ling Fu.

Había un cambio en la casa cuando el señor Milner estaba en ella y todo se volvía mucho más excitante. Después había comidas y agitación en la cocina, gente en las habitaciones para huéspedes —comerciantes que consumían grandes cantidades de comida y bebían mucho vino—. La señora Couch y el señor Catterwick disfrutaban en esas ocasiones. La casa era entonces como debía ser una casa. A la señora Couch le gustaba trabajar en medio de una especie de excitación para preparar la comida y al señor Catterwick le agradaba que supiéramos que era entendido en vinos. Tras la comida nos sentábamos todos alrededor de la gran mesa y nos enterábamos por Jess y el señor Catterwickde de cómo eran los invitados. El señor Catterwick con frecuencia nos decía que había charlas de alto vuelo y que no podía entender la mitad de lo que decían, y Jess decía que, en algunas casas uno podía escuchar excitantes escándalos.

Esto era más interesante que hablar sobre jarrones, figuras y de lo que pasaba en lugares remotos.

Me hubiera gustado esconderme bajo la mesa y escuchar. Porque yo no dudaba que la persona más interesante de la casa era el señor Milner. A veces, cuando salía al jardín, miraba hacia la ventana enrejada y con frecuencia imaginaba ver allí una sombra. Una vez lo vi claramente. Estaba inmóvil, con la vista baja y yo me quedé quieta, mirando hacia arriba. Empecé a tener la sensación de que me observaba.

Esta idea empezó a obsesionarme. El nunca le había dicho a mi madre que me había encontrado en el Cuarto de los Tesoros. Ella dijo que esto le parecía muy comprensivo de parte de él, aunque hubiera deseado quedar tranquila en el momento. Empezaba a cobrar confianza, a sentir que estábamos aquí seguras. Pero dentro de un año más o menos yo iba a terminar los estudios y entonces se presentaría el problema de lo que debía hacer.

Las chicas del Clunton estaban destinadas a las temporadas de Londres, a asistir a bailes y, a su debido tiempo, a encontrar marido. Mi situación era muy diferente. Mi madre decía que quizás la familia de mi padre comprendería finalmente cual era su deber y que vendrían en mi busca para presentarme en sociedad, pero lo decía sólo a medias, y aunque su punto de vista era optimista también creía que convenía precaverse.

—Serás una muchacha extremadamente bien educada —decía—. Pocos colegios pueden compararse con el Clunton, y si conseguimos que sigas allí hasta que cumplas los dieciocho años tendrás la mejor educación que puede recibir una señorita —yo tenía casi diecisiete: teníamos un año por delante.

—Debemos mucho a la amabilidad del señor Sylvester Milner —dije.

Mi madre estuvo de acuerdo en que había sido un buen día para nosotras aquél en que había contestado el aviso. Es verdad que nada podía haber pasado que cambiara más completamente nuestras vidas y, ya que debíamos resignarnos a vivir sin mi padre, ésta era la mejor manera de hacerlo. Era como formar parte de una familia más grande y siempre pasaba algo interesante.

Al volver a casa para las vacaciones de verano de mis diecisiete años, encontré a mi madre muy nerviosa. Fue a esperarme en el tílburi, y ella misma conducía a Pan, el pony.

Yo siempre me sentía excitada cuando el tren entraba en la pequeña estación, con el nombre de Rolandsmere que estaba cuajada de geranios, pensamientos, lobelias y alisos amarillos. Había lavanda bordeando el cantero y su perfume delicioso invadía el aire.

Percibí que mi madre contenía cierta excitación y que lo que había pasado era bueno. Me abrazó con igual calor y nos acomodarnos en el tílburi. Cuando empuñó las riendas le pregunté cómo estaban todos en Roland’s Croft y ella me dijo que la señora Couch había preparado un pastel de bienvenida, que hacía días que sólo hablaba de mi regreso y que hasta el señor Catterwick había dicho que esperaba que hiciera buen tiempo durante mi estancia. Amy y Jess estaban bien, pero Jess se había hecho demasiado amiga de Jeffers y a la señora Jeffers esto no le gustaba nada. Amy era cortejada por el jardinero soltero y parecía que iban a casarse, lo que sería una gran cosa, porque de este modo no perderíamos a Amy.

—¿Y el señor Milner?

—Está en casa. —Guardó silencio. Por lo tanto su excitación tenía algo que ver con él.

—¿Está bien? —pregunté.

Ella no contestó y exclamé con un miedo súbito:

—Mamá, todo está bien, ¿no es cierto? Él no nos despedirá…

Hacía ya mucho que me había descubierto en el Cuarto de los Tesoros, pero tal vez era el tipo de persona que le gustaba mantener a la gente en suspenso durante largo tiempo. Yo había pensado que él debía ser un hombre bueno, pero también sentía que era inescrutable. Quizás sólo fingía ser bueno.

—No —dijo ella—. Lejos de eso. Ha estado hablando conmigo.

—¿Acerca de qué?

—Acerca de ti.

Como yo me metí en el Cuarto de los Tesoros…

—Se interesa por ti. Es un señor muy bueno, Jane. Me preguntó cuánto tiempo ibas a seguir en el colegio. Le dije que las muchachas de la familia de tu padre habían salido del Clunton a los dieciocho años, y que esperaba que hicieras lo mismo. Él dijo: «¿Y después?».

—¿Y qué le dijiste?

Le dije que teníamos que esperar y ya veríamos. Me preguntó si la familia de tu padre te había ayudado de alguna manera. Le dije que habían ignorado este deber y él dijo que creía que debías pensar en ocupar algún cargo cuando salieras del colegio. Él dijo: «Su hija tendrá una educación que podrá enseñar a otros. Quizá usted está pensando en esto para ella».

Me estremecí.

—No quiero pensar en eso —dije— quiero seguir siempre así… yendo al colegio y volviendo a casa a Roland’s Croft.

—Le has tomado cariño a este lugar, Jane.

—Me ha apasionado desde el primer momento. Está el bosque, y el Cuarto de los Tesoros, y la señora Couch y todos los demás, y, naturalmente, el señor Milner.

—Él quiere hablarte, Jane.

—¿Para qué?

—No me lo ha dicho.

—¡Qué… raro! ¿Qué puede significar esto?

—No lo sé. Pero creo que tu padre sabe cuán ansiosa estoy acerca de tu futuro. Creo que está ocupándose de eso.

—¿Crees que ha perdonado mi entrometimiento?

—Eras muy joven. Creo que te ha perdonado.

—¡Pero es… tan raro!

—Sí —dijo mi madre lentamente— es un hombre raro. Nunca se sabe en qué está pensando. Puede ser algo muy diferente de lo que dice. Pero creo que es bueno.

—¿Cuándo debo verlo?

—Quiere que mañana tomes el té con él.

—¿Crees que va a decirme que no quiere gente curiosa en la casa?

—No lo creo después de tanto tiempo.

—No estoy tan segura. Tal vez le agrade tener a la gente sobre ascuas. Es una especie de tortura.

—No hemos estado sobre ascuas. Nunca he pensado en el asunto después de aquellas vacaciones de Navidad.

—No estoy tan segura. Muchas veces he creído que me vigilaba.

—¡Jane, ya vuelves a imaginar cosas!

—No; lo vi dos veces en la ventana cuando yo estaba en el jardín.

—Vamos, no empieces a montar una de tus fantasías. Ten paciencia y espera a verlo mañana.

—Es difícil porque mañana parece tan lejos.

Apareció el joven Ted Jeffers y llevó el tílburi a los establos. Me dirigí a la cocina. La señora Couch se limpió en un repasador sus brazos enharinados y me abrazó.

—¡Amy —exclamó— Jess… ya ha llegado! —Y las muchachas me rodearon contentas de verme, mientras me decían que había crecido, que tenía que adquirir más color en mis mejillas y que ya era toda una señorita.

—Ahora que ella está aquí tomaremos el té, de modo que no empecéis a parlotear —dijo la señora Couch.

Era en verdad volver a casa. Allí estaba el orgullo de la señora Couch con su inscripción de BIENVENIDA A CASA JANE en letras de helado blancas y rosadas, sus pasteles especiales de patatas y los buñuelos de Chelsea, todos mis bocadillos favoritos, que ella había recordado bien.

—Dicen que será un verano muy cálido —dijo la señora Couch—. Hay todas las señales. Espero que no haya demasiado sol. Es malo para la fruta. Entonces no podré dar a mis budines de ciruelas el sabor adecuado. La ginebra del año pasado salió mejor que nunca, y la de fresas está lista para ser saboreada.

Se había producido un leve cambio en cada uno. Amy estaba ruborizada, con una especie de brillo, porque el jardinero planeaba, según me dijo después «hacerla suya»; los ojos de Jess chispeaban, y ella y Jeffers se lanzaban mutuamente secretos mensajes. El señor Catterwick se inclinó por un momento para decir que era como en los antiguos tiempos, cuando volvía a casa alguien del Clunton, y me sentí feliz de estar allí.

Después del té fui a los establos para ver a Grundel, el pony que el señor Milner me había dejado montar durante la última estancia.

—La ha estado esperando, señorita Jane —dijo el muchacho a quien Jeffers entrenaba como asistente. Y cuando la yegua apoyó su hocico contra mí, creí que realmente decía verdad. Que me había estado esperando.

Después realicé mi habitual paseo por el coto hasta el aunque encantado, y pensé que todo era maravilloso, y que había llegado a amar este lugar. Y todo el tiempo, en el fondo de mi mente, estiba la idea: mañana lo veré. Tal vez me dirá lo que piensa de mí, y por qué no me había prohibido volver a la casa tras haberme comportado tan mal metiéndome en su cuarto secreto; y también iba a decirme porque me había vigilado —estaba segura— desde las ventanas de sus apartamentos.

Al día siguiente estuve lista una hora antes de la fijada para ir a su sala. Me había peinado el cabello atándolo atrás con una cinta roja. Me puse mi mejor vestido. Lo había elegido mi padre unos meses antes de morir. Había sido un regalo de cumpleaños y recordaba el día de septiembre en que había ido a comprarlo. Era de color azul marino, con botoncitos de seda escarlata al frente. Era mi vestido favorito, y mi padre había dicho que me quedaba bien.

Mi madre se presentó en mi cuarto, con el ceño un poco fruncido.

—¡Ah, ya estás lista, Jane! Sí, estás bien. Estás muy atildada.

—¿Qué querrá decirme él, mamá?

—Pronto lo sabrás, Jane. Ten cuidado.

—¿Qué quieres decir?

—No olvides que le debemos todo esto.

—Trabajas aquí duramente. Creo que debe alegrarse de tenerte aquí.

—Fácilmente podría encontrar otra ama de llaves. No olvides que te ha permitido venir y vivir aquí casi como a un miembro de la familia. No muchos lo habrían aceptado y no sé qué habríamos hecho sin esto.

—Lo recordaré —dije.

—¿Estás lista?

Asentí y juntas subimos la escalera hacia los apartamentos de él.

Mi madre golpeó la puerta. La voz del señor Milner, más bien aguda nos dijo que pasáramos.

Estaba sentado en un sillón con su chaqueta de terciopelo color vino. Se levantó cuando entramos.

—Adelante, señora Lindsay —dijo.

—Aquí está mi hija —dijo mi madre innecesariamente, porque él ya me había clavado los ojos. Él asintió.

—Gracias, señora Lindsay —después se dirigió a mí—. Tome asiento, señorita Lindsay.

Mi madre vaciló un momento y después nos dejó. Ocupé el asiento que me había indicado y él volvió al que tenía cuando entramos.

—He notado su presencia desde que llegó usted a casa —dijo.

—Sí —contesté.

—Entonces se ha dado usted cuenta.

—Creí ver que me miraba usted desde sus ventanas.

Él sonrió. Mi franqueza parecía divertirlo.

—¿Qué edad tiene usted, señorita Lindsay?

—Cumpliré diecisiete en septiembre.

—No es mucha edad, ¿no le parece?

—En un año tendré dieciocho.

—Bueno, a esto quería llegar. Ahora tomemos el té —golpeó las manos y, como por milagro, apareció Ling Fu.

Sylvester Milner le dijo algo en un idioma que después supe era cantonés. Ling Fu se inclinó y desapareció.

—Le parece a usted raro que yo tenga un criado chino, señorita Lindsay, porque nunca ha conocido usted antes a alguien que lo tuviera. ¿No es así? —no esperó la respuesta—. Lo cierto es que no es nada raro. Es muy natural. He pasado buena parte de mi vida en China… principalmente en Hong Kong, y allí es normal ser chino. Tengo allí una casa. Usted sin duda está enterada que falto de esta casa a veces por meses enteros. Entonces estoy en mi otra casa. ¿Qué sabe usted de Hong Kong, señorita Lindsay?

Me torturé los sesos, porque no quería parecer ignorante. Desesperadamente quería parecer inteligente ante sus ojos. Sentí que era necesario para mi futuro.

—Creo que es una isla en la costa de China. Un protectorado británico, supongo.

Él asintió.

—La bandera británica —dijo— fue levantada en el mástil de Posesión en enero de 1841. La isla era entonces casi un desierto. No había ni una casa. La cosa ha cambiado en cuarenta y cinco años. Ahora es muy distinto, El fin de la Guerra del Opio nos puso en posesión, como quien dice. ¿Qué sabe usted de la Guerra del Opio, señorita Lindsay?

Dije que no sabía nada.

—Tendrá que aprender. Creo que le parecerá interesante. Somos una gran nación comerciante. ¿Cómo cree usted que Iremos llegado a ser grandes? Nos hemos engrandecido con el comercio. Nunca lo desprecie. Hace vivir bien a muchos. No es que dude acerca de sus nobles ideas sobre nuestra bandera, ¿eh? Flota sobre el Canadá, la India, Hong Kong… y esto nos enorgullece. Pero ¿quiénes han izado allí la bandera? Los comerciantes, señorita Lindsay. Es algo que nunca debe usted olvidar. La China entró en guerra contra nosotros en 1840, hacen cuarenta y seis años, porque suministrábamos opio, que traíamos de la India, a la China. Usted dirá que estaba mal. Hicimos que muchos conocieran la droga. Sí, estuvo mal. Era un mal comercio, pero incluso eso trajo trabajo y riqueza a muchos. Una de las cosas que deberá aprender es que siempre hay más de un lado en un mismo asunto. Hay muchos. La vida sería muy simple si no hubiera más que un lado. Todos sabríamos exactamente lo que se debe hacer, porque sólo existiría lo bueno y lo malo. Pero no hay nada enteramente bueno ni nada enteramente malo. Por eso nos equivocamos. Aquí está el té.

La tetera era azul con un dragón de oro tallado, y las tazas tenían el mismo diseño. Silenciosamente Ling Fu desapareció. Sylvester Milner sirvió el té.

—Té chino, señorita Lindsay. Muchas cosas en esta casa tienen sabor chino, como estoy seguro que ya usted habrá descubierto, dado su deseo de conocimiento.

Me tendió una taza de té y, en un recipiente con el mismo diseño azul y el dragón dorado, me ofreció un bizcochito diminuto, que sabía a miel y nuez. No me pareció hecho por la señora Couch.

—Espero que el té le agrade.

Le dije que me gustaba, aunque era distinto al espeso brebaje que nos servían en la cocina.

—He estado yendo y volviendo de la China desde que tenía quince años, señorita Lindsay, desde que era menor que usted ahora. Hace ya treinta años. Toda una vida… cuando uno tiene diecisiete, ¿verdad?

—Sí, parece mucho tiempo.

—Se puede aprender mucho en treinta años. Soy un comerciante. Mi padre también lo fue. A su debido tiempo heredé el negocio. Nunca me he casado, así que no tengo hijos que vengan después de mí. Todo hombre espera un hijo. Todo rey quiere un heredero. El rey ha muerto, viva el rey, ¿eh, señorita Lindsay?

—Ciertamente así es.

—Comprendo que ya debe usted haber deducido que tengo cuarenta y cinco años —hubo un leve chispazo en sus ojos—, una muchacha tan ávida de conocimiento como usted enseguida debe haberse dado cuenta. Le ruego que no se sienta incómoda. No tengo paciencia con la gente no curiosa. ¿Qué pueden saber de la vida y qué puede saber nadie sin aprender? Voy a confiar en usted porque a usted le interesa todo lo que la rodea. No pudo usted resistir ir al cuarto prohibido. Bueno, señorita Lindsay, usted es Eva. Ha probado usted del árbol del conocimiento y ahora deberá sufrir las consecuencias.

Por un segundo creí que iba a decirme que estábamos despedidas, y esto fue en cierto modo una especie de tortura lenta. Yo había leído en alguna parte que los chinos la practicaban y, como él había hablado tanto de la China, tal vez aquélla era su manera de decírmelo.

Las palabras siguientes disiparon mi miedo.

—Creo que usted y yo podemos sernos mutuamente muy útiles.

—¿Cómo, señor Milner? —pregunté.

—Ya llego al punto. Soy un comerciante que se ocupa de comprar y vender. Durante mis visitas a China, en mis viajes a través del mundo y en este país he descubierto objetos raros y valiosos. Los vendo en el inundo entero. Muchos coleccionistas esperan lo que yo he descubierto. Usted ha visto mi pequeño museo. Algunas de esas piezas valen mucho dinero. Vendo algunas con gran ganancia, otras con una pequeña y no me decido a separarme de otras. Mi colección cambia necesariamente. Algunas veces es más costosa, pero siempre vale bastante dinero. Y siempre representa negocios. Tal vez entienda usted algún día el placer que puede sentirse en manejar esos hermosos objetos. Permita que le sirva más té…

Lo hizo y yo comí otro bizcochito de miel y nuez. Él sonrió con algo que me pareció aprobación.

—Veo que es usted… adaptable —dijo—. Esto es bueno. Y ahora vayamos a la cuestión. Necesito una secretaria. Cuando digo una secretaria no me refiero a alguien que se limite a escribir las cartas que yo dicte. Necesito algo más que eso. Necesito una persona que esté dispuesta a aprender algo acerca de las mercaderías con las que trafico. Como usted ve la persona que busco debe tener cualidades muy especiales. ¿Empieza a entenderme? —preguntó.

—Creo que sí.

—¿Y qué le parece la propuesta?

No pude ocultar mi excitación.

—¿Quiere usted decir que podré llegar a aprender algo acerca de esas cosas preciosas y que realmente podré serle útil?

Él asintió.

—He hablado con su madre acerca del futuro de usted. Cuando la encontré en mi cuarto de exposición tenía usted las varillas de milenrama. ¿Sabe lo que son esas varillas?

—No, pero recuerdo las varillas.

—Supongo que deben haberla fascinado. Dicen el futuro para quienes entienden su mensaje. A mí me han dicho que la vida de usted está de alguna manera vinculada a la mía.

—¿Estas varillas le han dicho eso? ¿Pero cómo…?

—Cuando conozca más las costumbres de Oriente no será usted tan escéptica. Hace miles de años que se conoce el poder de las varillas de milenrama. Consulté las varillas después que usted se fue: quería saber si su presencia iba a ser significativa en esta casa si iba a ser de importancia. La respuesta fue afirmativa.

—Como adivinar la suerte —dije. Él sonrió.

—Creo que será usted una buena alumna.

—¿Cuándo debo empezar?

—Cuando haya terminado su educación. Dentro de uno o dos años. Entretanto quiero que estudie unos libros que voy a darle. Le enseñarán a conocer las grandes obras de arte.

—¿Y seguiré viniendo aquí como de costumbre para pasar las vacaciones? ¿Estudiaré aquí?

—En esta misma casa —dijo—. Tendrá usted una llave para el cuarto de exposición. Estudiará usted los objetos que hay allí y aprenderá a conocer su valor. Se enterará usted también un poco de la manera en que marcha mi negocio. Su madre me ha dicho que no ha recibido usted nada de la familia de su padre, y será necesario que se gane la vida. ¿Como qué? ¿Institutriz? ¿Dama de compañía? ¿Qué otra cosa existe para una muchacha en nuestros tiempos? Esto será distinto. Le ofrezco la posibilidad de aprender de echar una ojeada hacia el mundo fascinante del arte. ¿Qué dice usted?

—Digo que deseo hacer esto. Lo deseo mucho en verdad. ¿No podría dejar el colegio y empezar enseguida?

Él rió.

—Eso no es posible. En primer lugar debe usted terminar su educación. Después tendrá que empezar como aprendiza. Por suerte ese aprendizaje podrá hacerlo estando todavía en el colegio. Durante las vacaciones podrá estudiar los libros que le daré para leer y verá algunos de los tesoros más maravillosos que han salido de la China.

—Dichoso el día en que vine aquí. Será maravilloso.

—Nunca se puede mirar bastante lejos hacia el futuro —dijo él—. Debo decirle que soy dueño de un negocio de éxito y muy beneficioso. Usted ya sabe de qué se trata. Compró y vendo. Debido a mi conocimiento del arte y del país del que este proviene, sé comprar al precio justo. Y los que están interesados en tener colecciones valiosas saben que pueden confiar en mí. Mi padre era un gran traficante; recorrió el mundo, pero se concentró en China. Dejó el negocio a sus hijos, de los cuales yo soy el mayor. Debíamos haber trabajado unidos, pero hubo diferencias y nos separamos. Nos hemos convertido en cierto modo en rivales, lo que era inevitable. Yo he sido el que ha tenido más éxito. Se creó una situación un poco incómoda. Mi hermano Redmond nunca superó la desilusión de que nuestro padre me dejara a mí la «Casa de las Mil Lámparas».

—«La Casa de las Mil Lámparas» —dije como un eco.

Él sonrió.

—Ah, veo que el nombre le interesa. Es intrigante, ¿verdad? Es el nombre de mi casa en Hong Kong.

—¿Realmente hay en ella mil lámparas?

—Hay lámparas en cada cuarto. En alguna época debe haber habido mil, y eso dio el nombre a la casa.

—Son muchas lámparas. Debe ser una casa muy grande.

—Lo es. Fue regalada a mi abuelo por un gran servicio que prestó a un mandarín, altamente ubicado.

—Parece un cuento de las Mil y Una Noches —dije.

—Exceptuando —dijo él— que este cuento es chino. Mis ojos brillaban de excitación. Sentí que se había abierto una puerta y que miraba hacia un mundo extraño y exótico.

Dije: —Anhelo empezar a estudiar—. Esto le agradó.

—Me gusta su impaciencia, y su curiosidad. Son lo que necesito. Tendrá usted que aprender naturalmente. Es probable que cuando sepa usted cuánto hay que aprender no quiera seguir adelante. Tiene un año para decidirse.

—Ya he decidido —contesté con firmeza.

Él quedó satisfecho.

—Si ha terminado usted con el té la llevaré al cuarto de exposición. Como he dicho le daré una llave para que entre allí cuando lo desee. Estudie lo que vea allí. Compare esas cosas con las réplicas e imágenes que verá en los libros que voy a darle. Perciba la gracia, aprenda a descubrir el período en el que fue creado un objeto. Algunos objetos no tienen centenares, sino miles de años. Venga ahora conmigo al cuarto de exposición.

Lo seguí, él abrió la puerta y una vez más entré en aquel cuarto.

Mis ojos se dirigieron de inmediato hacia el Buda de bronce que me había parecido maligno y que tanto me había asustado cuando quedé encerrada en el cuarto. Su mirada siguió la mía.

—¿Se había fijado usted en ésta? —dijo—. Es una hermosa pieza. Nunca me he decidido a separarme de ella. Es del siglo III o IV antes de Cristo. En esa época los misioneros budistas pasaron de la India a la China. Leerá usted esto en la historia. Vinieron viajando en caravanas, a veces a pie. Viajaron años y, cuando pasaban por el Asia, descansaban un poco y levantaban altares en los que adoraban durante sus breves estancias. Fue en tiempos de la dinastía Tsang cuando el budismo alcanzó su mayor influencia en China, y fue en esta época cuando se hizo esa imagen.

—Debe ser viejísima.

Él sonrió.

—Vieja para los cánones ingleses. Para los chinos… —se encogió de hombros.

—Algo maligno hay en ella —dije— los ojos le siguen a uno.

—Oh, ésa es la habilidad del artista.

—Parece que estuviera en cierto modo vivo.

—Todo gran arte lo está. Mire esta figura de Kuan Yin, diosa de la misericordia y la compasión. ¿No le parece una pieza hermosa?

Era la figura de una mujer sentada en una roca; estaba tallada en madera y pintada con exquisitos colores y láminas de oro.

—Se dice que escucha todos los llamados de socorro —dijo—. Debe ser de la dinastía Yuan, es decir, entre el siglo XIII y XIV.

—¡Deben ser muy valiosas estas cosas!

Él puso momentáneamente la mano en mi brazo.

—Así es. Por esto no quiero vender algunas. Tendrá usted que aprender acerca de las diversas dinastías y del arte que se produjo en ellas. Necesitará mucho estudio y, cuando deje usted el colegio, a su debido tiempo, ya estará usted lista para hacerse cargo de sus tareas.

Me mostró algunos pergaminos con delicados paisajes.

—Es un arte que debe ser aprendido a lo largo de muchos años —dijo—. Al principio no hay que querer abarcar demasiado. Le enviaré un libro para que lea y pronto volveremos a tomar juntos el té. Entonces le diré más.

Dije con vehemencia:

—¡Deseo tanto aprender!

Me dirigí directamente a mi cuarto, donde me esperaba mi madre.

Ella me miró ansiosamente.

—Ha pasado algo maravilloso —le dije—. Voy a estudiar arte chino, voy a estudiar su colección, y voy a trabajar con él. Él me enseñará.

Mi madre se apartó y me mantuvo alejada, tendiéndome el brazo.

—¿Qué significa todo esto?

—Era para lo que quería verme. Le gusta mi curiosidad. Voy a aprender. Seré su secretaria… no, ¡su ayudante! Estudiaré hasta que salga del colegio y entonces ya sabré mucho y trabajaré con él.

—Dime las cosas como se debe, Jane, por favor. Nada de imaginaciones.

—Es verdad. Estudiaré. El futuro está asegurado. Nada de ser institutriz. No seré dama de compañía de alguna vieja horrible. Aprenderé cosas acerca de la China y voy a trabajar con Sylvester Milner.

Cuando mi madre comprendió que las cosas eran en verdad así, dijo:

—Tu padre lo ha arreglado. Sabía que se estaba ocupando de nosotras.

*****

Puse todo mi entusiasmo en el nuevo proyecto. Leí vorazmente en aquellas vacaciones de verano. Pasaba mucho tiempo en el que había cesado de llamar el Cuarto de los Tesoros. Era ahora el cuarto de exhibición. Estaba muy orgullosa de ser la única persona en la casa, fuera de Ling Fu y del señor Milner, que tenía la llave de esta habitación. A veces tomaba el té con el señor Milner, estábamos haciéndonos buenos amigos.

El resto de la servidumbre me miraba con una especie de sorprendido terror. Aunque había sido aceptada cariñosamente en el salón de servicio, ahora suponían que yo no era enteramente uno de ellos. Es verdad que yo pasaba casi todo el tiempo en el Clunton, pero ahora el señor Sylvester Milner me había elegido especialmente.

Mi madre estaba radiante de satisfacción. Me examinaba, ladeando un poco la cabeza, torciendo los labios y a veces éstos se movían, como si estuviera hablando con mi padre. Yo sabía que lo hacía cuando estaba sola. Una vez le oí decir, al llegar ante ella inesperadamente: «Bueno, no nos hemos arreglado tan mal sin los altos y poderosos Lindsays». Estaba segura de que mi padre compartía su placer y su orgullo. El señor Milner era el padrino del cuento de hadas, que había barrido nuestra ansiedad con un movimiento de su varita mágica.

¡Eran en verdad unos días dorados! Yo permanecía horas echada en el bosquecillo de abetos, con un libro ante mí, sumergida de lleno en el pasado. «Empiece lo antes posible» me había aconsejado Sylvester Milner.

Leía sobre las dinastías Shang y Chou, y la venida de Confucio que, con sus discípulos, había compilado libros que narraban las tradiciones y las costumbres de sus tiempos. Me metí en las dinastías Tsin y Han hasta llegar a las Yuen y Ming y estudié una civilización mucho más antigua que la nuestra.

Sabiendo ya un poco pude clasificar con más facilidad los jarrones y ornamentos y entender lo que expresaban, y, cuanto más aprendía, más fascinada me sentía. Al terminar aquel verano estaba dedicada a esto y con gran nostalgia volví al colegio para el curso de invierno.

Cuando me interesaba un tema siempre sobresalía en él, y ahora lo que más deseaba era dejar el colegio y empezar mi nuevo trabajo. Me apliqué a las lecciones, pero estaba alejada del mundo de las estudiantes. Sus pequeñas comedias y dramas me parecían infantiles; no era exactamente que yo no les fuera grata, pero me mantenía apartada y mi anhelo por partir era intenso.

Decidí que cuando fuera a casa —como empezaba a nombrar a Roland’s Croft— iba a pedir dejar enseguida el colegio, sin esperar cumplir dieciocho, años.

Aquella Navidad, para mi gran desilusión, el señor Milner estaba de viaje. Los festejos transcurrieron de manera muy similar a los del año anterior, pero ya no me interesó tanto decorar el árbol y el salón, y probar el pastel.

Pasaba mucho tiempo en el cuarto de exposiciones e imaginaba que la expresión de la cara del Buda de bronce había cambiado y que había una velada aprobación en sus largos ojos astutos.

Leía más que nunca y tenía permiso del señor Milner para pedir cualquiera de los libros de lo que él llamaba su Biblioteca China. Ésta era un cuarto muy pequeño, que comunicaba con el estudio. La aproveché muy bien.

Algo desagradable sucedió aquella Navidad. Tan sumergida estaba en mis propios asuntos que no le presté al principio atención. Mi madre y yo caminábamos por el bosque y ella hablaba de su tema favorito: cuánto la alegraba que Sylvester Milner hubiera simpatizado conmigo. De pronto dijo:

—Un momento, Jane: estás caminando demasiado deprisa para que yo pueda seguirte —se sentó en el tronco de un árbol: la miré y noté que sus mejillas estaban arreboladas. Siempre había tenido vivos colores en la cara pero nunca tanto como ahora y creí ver que estaba algo más delgada.

Me pareció que su aspecto había cambiado. Me senté a su lado y dije:

—¿No te sientes bien?

—Es un poco de frío —dijo ella—. Pasará.

No pensé más en ello, pero, por la mañana, cuando fui a llevarle su regalo de Navidad, encontré que aun no se había levantado. Esto era desusado, porque en general se levantaba temprano.

—Feliz Navidad —dije.

Ella despertó de pronto, me sonrió y después apoyó la mano en la almohada. Era como si procurara ocultar algo.

Quedé intrigada, pero ella sonreía y yo estaba tan inquieta por ser la mañana de Navidad que pronto olvidé el incidente.

Más tarde, cuando hablamos de mi futuro, ella pensó que era una excelente idea apresurar mis estudios.

—Cuanto antes empieces con el señor Milner tanto mejor será —dijo.

*****

Pero el señor Milner creyó conveniente que yo completara mis estudios y sólo cuando volví a casa en el verano, en julio, dejé para siempre el colegio. Tenía sólo diecisiete años, iba a cumplir dieciocho en septiembre. Mis tareas con el señor Milner habían empezado.

Estaba totalmente absorbida. Cada mañana pasaba una hora con él, y él me dictaba cartas que después yo debía escribir. Había desarrollado un buen estilo comercial para hacerlo. Sentía gran orgullo en deletrear los nombres de las diversas dinastías sin tener que consultarlo, y a medida que mis conocimientos aumentaban todo parecía volverse más interesante.

Una vez me mostró un hermoso jarrón que había adquirido y me pidió que lo ubicara. Me equivoqué en unos trescientos cincuenta años, pero él quedó satisfecho.

—Tiene usted mucho que aprender, Jane —dijo— pero está usted venciendo el obstáculo de la ignorancia.

Estaba aprendiendo algo no sólo acerca del arte de la China y su historia, sino también acerca de Sylvester Milner. Era el mayor de tres hermanos: todos habían trabajado en el negocio de su padre, aunque el menor, Magnus, se había sentido muy poco atraído por los negocios.

—No es una profesión que pueda seguirse con éxito a menos que haya una dedicación completa —explicó el señor Milner. Mi hermano Redmond tenía esa dedicación, pero nos resultó difícil trabajar juntos. Había demasiadas cosas sobre las que no nos poníamos de acuerdo y después de la muerte de mi padre, nos separamos. Redmond murió recientemente de un ataque al corazón, pero dejó un hijo, Adam, que ha proseguido con el negocio. En cierto modo somos rivales comerciales —el señor Milner pareció entristecido—. Adam es buen trabajador y una autoridad en muchos aspectos de este trabajo… un muchacho serio, muy diferente a su padre. Tengo dos sobrinos, señorita Lindsay, Adam y Joliffe.

—¿Son hermanos?

No, Joliffe es hijo de mi hermano menor, Magnus. Magnus se casó con una joven actriz. Procuró serlo él también, pero sin mucho éxito. Magnus nunca tuvo éxito. El y su mujer se mataron cuando los caballos de un coche que él conducía se desbocaron. Joliffe tenía sólo ocho años entonces. Ahora es otro de mis rivales —suspiró—. ¡Ah, Joliffe! —añadió. Esperé que dijera algo más, pero fue como si ya lo hubiera dicho todo.

La señora Couch mencionó un día a Joliffe. Estaba sentada en la mecedora y dijo:

—¡Oh, ese Joliffe! ¡Es digno de usted!

Sus ojos chispeaban y dijo casi con picardía:

—«Por Dios, señor Joliffe», le dije una vez «no creerá usted que va a andar detrás de mí como detrás de las muchachas, ¿no?». Y él me contestó: «Usted es en el fondo del corazón una muchacha, señora Couch». Picante. Siempre tiene lista una respuesta.

—¿Suele venir aquí?

—De vez en cuando. Sin anunciarse. Al señor Milner esto no le agrada. Es lo que se dice un caballero muy meticuloso. Naturalmente, como es sobrino, el señor Joliffe considera que ésta es su casa… una de ellas por lo menos.

A Jess se le formaban hoyuelos cuando hablaba del señor Joliffe.

—Uno haría cualquier cosa por él —me confesó.

Y cuando su nombre fue mencionado el señor Jeffers pareció un poco burlón y murmuró algo diciendo que las mujeres no sabían distinguir a un calavera cuando lo veían.

Amy dijo que el señor Joliffe no era lo que se dice guapo, pero que, cuando él estaba presente, uno no podía mirar a nadie más —ni siquiera cuando nos hablaban—. Tenía algo, pero había que tener cuidado.

Hasta la cara de mi madre cambiaba al hablar de él. Sí, había visitado la casa. Era un joven encantador y le había gustado atenderlo cuando había venido. Pero nunca se quedaba mucho tiempo… Era inquieto. Montaba mucho a caballo y siempre estaba yéndose. Ella creía que, como el señor Milner no tenía hijos, probablemente iba a nombrar heredero a su sobrino.

Después de la primera vez, el señor Milner nombró una o dos veces más a Joliffe, y me pareció que no compartía la opinión de las mujeres.

Parecía que Joliffe poseía un talento natural para detectar las obras de arte. De todos modos el señor Milner meneó la cabeza de tal modo que comprendí que no aprobaba enteramente a Joliffe.

—Era el deseo de mi padre que mi hermano y yo trabajáramos juntos. En ese caso hubiéramos controlado buena parte del mercado. Y ahora somos tres firmes rivales en lugar de trabajar juntos. Tal vez no sea fácil trabajar conmigo.

—A mí no me parece así.

Él sonrió satisfecho.

—Pero usted, querida Jane, está en una situación muy distinta. Tanto Adam como Joliffe quieren llevar las riendas. Y es algo que yo no puedo permitir.

Me hubiera gustado saber muchas cosas acerca de la familia del señor Milner, pero tras hablarme de la existencia de aquellos parientes, guardó silencio, y comprendí que lo que me había dicho era porque, en cierto modo, estaba relacionado con sus negocios. Hablaba mucho más del arte chino y de lo que este arte había producido en las varias dinastías.

*****

Con frecuencia se enteraba de algún precioso objeto que alguien quería vender y viajaba donde fuera. Recorría todo el país para ver esas cosas. Una vez vino en estado de gran nerviosismo porque creía haber hecho un gran descubrimiento. Pidió el té mientras me contaba por qué estaba tan excitado.

—He encontrado otra Kuan Yin. Recordará usted sin duda a la diosa de la compasión y la misericordia. Es una hermosa pieza, no muy grande. Puede muy bien ser una que buscaba mi padre. Aunque creo que a esa nunca se le permitió salir de China. Sin embargo… no puedo estar seguro.

—Ya tiene usted una en la sala de exposición —dije.

Él asintió.

—Es una hermosa pieza, pero ¡ay!, no es la Kuan Yin. Ésta es una imagen de la diosa que fue hecha por un artista durante la dinastía Sung. Esto sucedió hace unos novecientos años. Fue creada en un tiempo muy convulsionado, cuando la guerra civil y el derramamiento de sangre eran la maldición de la China. El emperador Sung-kau-tsu era un hombre muy dotado; pero usó sus dotes para someter a los vasallos tártaros y en las batallas que siguieron murieron millones. Como fue una época de grandes sufrimientos la gente apeló a la diosa Kuan Yin, de quien se dice que escucha todo grito de dolor o angustia. Existe la leyenda de que la diosa inspiró al artista de la imagen y que ella misma está en ella. No sólo se trata de la pieza más bella que se ha visto, sino que posee una cualidad mística. El sueño de todo coleccionista es encontrar a la Sung Kuan Yin.

—¿Y usted cree haberla encontrado?

Él sonrió ante mi entusiasmo.

Mi querida Jane, cuatro veces he creído encontrarla. He descubierto las más hermosas Kuan Yins, y cuando las he tenido en la mano me he dicho: «Es ésta. No puede haber otra tan bella». Pero cada vez me he equivocado. La pieza que usted ha visto es en verdad hermosa. Por eso la conservo. Pero ¡ay, no es la Kuan Yin que todos buscan!

—¿Cómo la reconocerá cuando la encuentre?

—¡Cuando la encuentre! Seré el hombre más afortunado de mi profesión si esto ocurre alguna vez.

—¿Y esta nueva…?

—No espero demasiado, porque la desilusión sería grande. Por eso procuro calmarme.

—¿Cómo podrá nadie reconocer esa imagen si usted, que tanto sabe, no puede estar seguro?

—El creador grabó en alguna parte de la madera de la imagen la palabra Sung, pero esto puede ser copiado, y lo han copiado. Primero hay que asegurarse que la pieza sea en verdad de la dinastía Sung. Esto nos pondrá a mitad de camino. Pero había varias copias, incluso en esa época. El artista, tras grabar las letras, las pintó con una mezcla que sólo él conocía. Hay una sutil diferencia en esta pintura… una leve luminosidad que nunca se desvanece. Hay que hacer muchas pruebas para asegurarse de que sea la pieza verdadera. Y naturalmente, las que datan del periodo Sung son muy valiosas por sí mismas. Pero es esa pieza especial la que buscan todos los coleccionistas.

—Siendo las otras tan hermosas, ¿por qué ésta es tanto más valiosa?

—Puede decirse que se debe a la leyenda a la que está vinculada. El hombre que encuentre esta pieza y la guarde habrá dado protección a la diosa… según dice la historia. Ella escuchará sus gritos de angustia; nunca dejará de socorrer sus necesidades y, como tiene poder ilimitado, lo protegerá mientras la tenga en su poder. Este hombre tendrá buena fortuna y será dichoso todos los días de su vida.

—Me parece que es la leyenda lo que la hace valiosa.

—Es verdad, pero también es una obra de arte.

—¿Realmente cree usted tener esa pieza?

Él sonrió y meneó la cabeza.

—En lo profundo del corazón no lo creo, porque creo que nunca se la dejará salir de China. Encontré esta aquí en una subasta en una casa de campo. Nadie sabía qué era. Figuraba en la lista como «Figura china». Había allí otras piezas chinas… casi todas del siglo XVIII y XIX. Pero ésta es una adquisición y voy a someterla a prueba.

Poco después que el señor Milner trajo a su casa la Kuan Yin que estaba ahora en la sala de exposición, se enteró de dos subastas importantes en los Midlands y decidió visitar a ambas. Me dijo que iba a estar fuera unas dos semanas, y sonriendo añadió:

—Es una de las ocasiones en las que me alegra contar con una ayudante para que se ocupe de mis asuntos cuando no estoy aquí.

Ling Fu viajó con él, como salía hacer con frecuencia y supe por algunos de los comerciantes que venían a la casa que el criado chino del señor Milner era conocido en los círculos artísticos.

Quedé encantada de que dejaran las cosas a mi cargo y varias veces al día miraba la cajita de sándalo que tenía en el fondo de uno de mis cajones, porque en esta caja estaba la llave del cuarto de exposición, ¡tanto temía perderla!

Mi mayor diversión era andar a caballo y caminar, y el bosque me deleitaba. Siempre me habían gustado los árboles, el crujido de las hojas en verano, las móviles formas que las sombras proyectaban en el suelo cuando brillaba el sol, las ramas tendidas hacia el sol en invierno, formando un encaje entrelazado contra el frío azul.

Pero creo que lo que más me fascinaba era la historia del bosque, que había sido hecho por Guillermo el Conquistador en el siglo XI, y me gustaba sentarme bajo un árbol o en un tronco caído e imaginar que veía a los cazadores de hacía siglos, con sus arcos flechas persiguiendo a los ciervos y jabalíes salvajes. Tenía un rincón favorito. Era una vieja ruina y debía estar así desde hacía centenares de años. La hiedra crecía sobre las antiguas piedras. Toda una pared estaba aún en pie y de ella emergía parte de un alero. Con frecuencia yo lo había usado como protección de alguna llovizna súbita.

Esto fue lo que sucedió aquel día. Yo había ido a hacer mi paseo de la tarde en el bosque. Los árboles estaban llenos de hojas, y era agradable caminar a la sombra en un día pesado y cálido. Me sorprendió la quietud porque los murmullos usuales en el bosque guardaban silencio aquel día… había una atmósfera de quietud abrumadora. Me pregunté si en un día semejante William Rufus se había alejado al galope del grupo de la cacería, y si había tenido alguna premonición de que nunca iba a volver. Un relato decía que su cuerpo había sido encontrado dentro de las paredes desmoronadas de un edificio, donde sin duda el padre de él había echado a los propietarios para que la vivienda formara parte de su bosque, aunque otros creían que el cuerpo del rey había sido encontrado bajo un roble y que había sido una matanza ritual. Allí había yacido con una flecha atravesándole el pecho… y ese fue el fin misterioso del hombre conocido como el Rey Rojo.

¡Qué fantasías se me ocurrían en aquel bosque! Me preguntaba si buena parte de la vida estaría ya predestinada. Recordaba que incluso Sylvester Milner había estudiado las varillas de milenrama. ¿Acaso lo que había visto en ellas le había hecho ofrecerme el cargo que yo había aceptado? Si yo no hubiera cogido aquellas varillas en el momento oportuno, estaríamos ahora yo y mi madre preguntándonos de qué manera iba yo a ganarme la vida. Pero ¿era posible que un hombre como el señor Milner creyera en tales cosas?

Pensaba hoy en la Sung Kuan Yin y cuán maravilloso sería que yo fuera quien descubriera aquella pieza tan buscada.

La quietud del bosque era total. El cielo se oscurecía rápidamente. Después el bosque se iluminó bruscamente y a la distancia oí el ruido del trueno.

Iba a estallar una pesada tormenta. La señora Couch se asustaba siempre de los truenos. Se encerraba entonces en el armario, bajo las escaleras que llevaba al salón de los criados en el piso bajo. Decía: «Mi vieja abuela afirmaba que era la ira de Dios. Que era su manera de mostrarnos que nos habíamos portado mal». Procuré darle la explicación científica pero ella se burló. «Son cosas de los libros», dijo. «Todo eso está bien pero prefiero creer a mi abuela». «Nunca se proteja bajo los árboles», me dijo una vez. «Los árboles son terribles para atraer el rayo».

Mi madre unió su voz a esto. «Mójate» me dijo, «pero nunca te detengas bajo los árboles cuando haya truenos y rayos».

La oscuridad volvía la cosa fantástica. Comprendí que la tempestad se acercaba y supe que iba a estallar en unos pocos minutos y que no iba a tener tiempo de salir del bosque. Estaba de todos modos cerca de las ruinas y el alero que sobresalía iba a darme alguna protección hasta que pasara la tormenta.

Llegué corriendo hasta las ruinas justo a tiempo porque el diluvio había comenzado. Mientras me alegraba por haberme refugiado a tiempo, llegó hacia mí un hombre corriendo.

Una voz dijo:

—¡Qué tormenta! ¿Me permite compartir su refugio? —Su chaqueta estaba empapada y cuando se quitó el sombrero cayó de él un río de agua.

Me di cuenta enseguida que era de físico muy agradable. Mientras miraba el cielo y reía, vi unos fuertes dientes blancos, pero su rasgo más notable eran sus ojos, porque eran azul oscuro, y sus cejas y sus tupidas pestañas eran tan negras como su pelo. Pero no era el contraste entre lo azul y lo negro lo que me atraía; era algo en su expresión. No pude analizarla en esos momentos pero definitivamente me di cuenta de ella. Por lo demás era alto y más bien flaco.

—Parece que he llegado a tiempo —sus ojos se clavaron en mí y retrocedí un poco ante su mirada, que me recordaba que mi pelo estaba despeinado y que el vestido mañanero de algodón que llevaba no era el más tentador.

—¿Me permite meterme bajo el alero?

—Si no lo hace se mojará mucho.

Él se acercó y se plantó ante mí. Me aparté lo más lejos posible, porque su presencia me turbaba.

—¿Había usted salido a pasear? —preguntó.

—Sí, contesté. —Lo hago con frecuencia. Adoro el bosque. ¡Es tan hermoso!

—También está muy mojado en este momento. ¿Pasea usted sola con frecuencia?

—Me gusta estar sola.

—¡Pero una muchacha sola! Es posible que tropiece… con peligros.

—Nunca se me había ocurrido.

Sus ojos azules parecieron iluminarse de risa.

—Entonces debe pensarlo enseguida.

—¿Debo pensarlo?

—¿Cómo puede saber lo que puede encontrar aquí?

—No estoy lejos de la casa.

—¿Su casa quiere usted decir?

—Sí, mi casa. Lo cierto es que cuando empezó la tormenta me pregunté si debía correr a casa o venir a este lugar.

—Todavía me sorprende que la dejen vagar sola por aquí.

—¡Oh, sé cuidarme bien!

Me aparté uno o dos pasos de él.

—No lo he dudado por un momento. ¿Su casa queda cerca de aquí?

—Sí… es Roland’s Croft.

Él asintió.

—¿Conoce usted el lugar?

—Es propiedad de un viejo caballero excéntrico, ¿verdad?

—El señor Sylvester Milner no es excéntrico ni es viejo. Es un hombre muy interesante.

—Naturalmente. ¿Es usted parienta suya?

—Trabajo para él. Mi madre es allí ama de llaves.

—¡Ah!…

—¿Cree usted que la tormenta está amainando?

—Tal vez pero sería un error dejar este refugio. Las tormentas suelen volver. Uno debe estar absolutamente seguro de que realmente han terminado antes de aventurarse a salir.

—¿Vive usted en esta vecindad? —pregunté.

Él meneó la cabeza.

—Estoy pasando aquí unas cortas vacaciones. Había salido a caminar cuando estalló la tormenta. La vi correr entre los árboles con tanta decisión que tuve la certeza de que iba usted a un refugio. Por eso la seguí —sus ojos se arrugaron con una especie de secreta diversión. Me pregunto qué era este lugar —prosiguió—. Mire esos muros. Deben tener centenares de años.

—Estoy segura de que es así.

—¿Qué supone usted que había aquí? ¿Alguna especie de vivienda?

—Eso creo. Creo que había una vivienda hace novecientos años.

—Probablemente tenga usted razón.

—Tal vez fuera una casa en parte derruida para dejar lugar al bosque y que los reyes pudieran cazar a gusto. ¿Se da usted cuenta? El rey daba la orden: las tierras debían convertirse en bosques y que el diablo se llevara a todo aquel cuya casa estorbara. No me sorprende que esos reyes fueran odiados. A veces se percibe el odio en este bosque.

Me interrumpí. ¿Por qué le hablaba de esta manera? Pude ver que se divertía. La forma en que me miraba lo demostraba.

—Veo que además de ser una muchacha bastante audaz, que vaga sola por el bosque, es usted también muy imaginativa. Y me parece una combinación muy interesante; la audacia y la imaginación. Eso debería llevarla lejos.

—¿Qué quiere usted decir con eso de llevarme lejos?

Él se inclinó levemente hacia mí.

—Hasta donde usted quiera ir. Veo también que es usted muy decidida.

—¿Sabe usted leer el porvenir?

Él rió nuevamente.

—Por momentos —dijo— tengo poderes de clarividencia. ¿Quiere que le diga algo? Soy descendiente de Merlín, el mago. ¿No siente usted su presencia en este bosque?

—No la siento y él no puede haber estado aquí… en caso de haber existido. El bosque fue hecho por los reyes normandos mucho tiempo después de la muerte de Merlín.

—¡Oh! Merlín flotó de siglo en siglo. No tenía sentido del tiempo.

—Veo que está usted divertido. Lamento haber parecido tonta.

—Lejos de eso. Tonta es lo último que se podría decir de usted y, si estoy divertido, es de la manera más agradable. Y uno de los grandes placeres de la vida es divertirse.

—Adoro este bosque —dije—. He leído muchas cosas sobre él. Supongo que por eso imagino cosas —y pensé que estaba sosteniendo una extraordinaria conversación con un desconocido. Dije rápidamente—: El cielo ha aclarado un poco. La tormenta empieza a disiparse.

—Espero que no. Es mucho más interesante protegerse de la tormenta que caminar solo por el bosque.

—Estoy segura que aminora —salí del alero. Él me tomó del brazo y me hizo retroceder.

—Todavía no podemos aventurarnos —dijo.

—Estoy bastante cerca.

—Quédese hasta estar segura. Además ninguno de los dos quiere cortar esta absorbente conversación. Usted se interesa en el pasado, ¿verdad?

—Así es.

—Muy sabio. El pasado es un excelente aviso para el presente y el futuro. ¿Y usted siente que hay algo significativo en estas ruinas?

—Toda ruina me interesa. En algún tiempo debe haber sido el hogar de alguien. La gente ha vivido dentro de esas paredes. Y no puedo menos de pensar en ello, en cómo vivían, amaban, sufrían, se regocijaban…

Él me miró atentamente.

—Tiene usted razón —dijo—. Hay algo aquí. Yo también lo siento. Es un lugar histórico. Algún día lo recordaremos y diremos: «¡Ah, ese lugar donde nos refugiamos de la tormenta!».

Tendió la mano como para agarrar la mía y yo retrocedí y dije:

—Mire, está aclarando. Voy a arriesgarme ahora. Adiós.

Lo dejé allí de pie y corrí hacia el bosque.

Llovía a cántaros, el follaje mojado me envolvía y mis pies resbalaban en el empapado suelo. Pero tenía que irme. Ignoraba lo que él iba a hacer. Había algo en él… Una vitalidad que sentí iba a sumergirme si me quedaba. Me daba cuenta que él se había estado riendo de mí y yo no estaba segura de él. De todos modos estaba muy excitada. Había querido quedarme a medias, y a medias había estado ansiosa por partir.

¡Qué encuentro tan extraordinario y sin embargo habíamos sido sólo dos personas que se protegen de la lluvia! Cuando llegué a casa mi madre estaba en el vestíbulo.

—¡Dios me valga Jane! —dijo—. ¿Dónde has estado? —Se acercó y tocó mi vestido—. Estás empapada hasta los huesos.

—Me pescó la tormenta.

—Estás sin aliento. Sube enseguida. Tienes que quitarte esa ropa y Amy te llevará agua caliente. Tienes que darte un baño y ponerte ropa seca.

Echó el agua caliente en el baño de su dormitorio y me sumergí en él. Ella puso en el agua un poco de mostaza —remedio especial— y después me hizo secar y ponerme la ropa que me había traído.

Cuando estuve vestida, pude oír el rumor en los apartamentos de servicio y no pude resistir la tentación de bajar.

La señora Couch desbordaba una especie de satisfacción. Jess y Amy tenían las mejillas rosadas.

—¡Dios me valga! —Dijo la señora Couch—. ¡Este sí que es un día especial! ¡Primero mis buñuelos quedaron atrapados en el horno y después llegó el señor Joliffe!

Despatarrado en un sillón, con las piernas ligeramente separadas, los talones tocando el piso, estaba el hombre que yo había encontrado en el bosque.

Me sonrió de una manera que iba a ser familiar para mí, mitad tierna, mitad en broma.

—Somos viejos amigos —comentó.

Se produjo un silencio en la cocina. Después yo dije con toda la frialdad posible, dirigiéndome a la señora Couch, que me miraba con la boca abierta:

—Nos refugiamos de la lluvia… en el bosque.

—Se refugiaron —dijo la señora Couch, mirándonos a uno y a otro.

—Unos diez minutos —dije.

—Lo suficiente para que nos hiciéramos amigos —replicó él, siempre sonriendo de aquella manera que me conmovía de una manera que era difícil de explicar.

—El señor Joliffe hace amigos rápidamente —dijo la señora Couch.

—Eso me ahorra mucho tiempo en la vida —contestó él.

—¿Por qué no me dijo usted que era sobrino del señor Milner?

—Quise darle una gran sorpresa. Pero podría usted haber adivinado, la verdad sea dicha.

—Usted dijo que era un visitante.

—Y lo soy.

—Que había salido a pasear por el bosque.

—También es así, cuando iba de camino hacia la casa de mi tío… Jess, pida a Jeffers que mande buscar mi equipaje a la estación.

—Claro, señor Joliffe —dijo Jess, ruborizándose.

Me sentí desconcertada. Todos se comportaban como si él fuera una especie de príncipe. Aquello me impacientaba.

La señora Couch dijo cariñosamente:

—¡Es muy de usted, señor Joliffe, presentarse sin decir una palabra! La semana pasada bebimos la última ginebra de endrino. Si lo hubiera sabido habría guardado alguno. Sé que a usted le gusta, particularmente mi ginebra.

—En ninguna parte del mundo hay una ginebra que pueda compararse con el de la señora Couch.

Ella tuvo unas risas en su mecedora y dijo:

—Siga con las suyas. Pero gracias a mi tendrá torta de grosella para la comida.

Dije que tenía trabajo que hacer y salí. Sentí que los ojos de él me seguían cuando partí.

*****

La casa cambió, porque él estaba en ella. Yo fui presa de la excitación general. Todo era ahora distinto. La solemnidad que traía la presencia de Sylvester Milner había desaparecido En lugar de ser una casa con ciertos secretos, un poco misteriosa y de vez en cuando un poquito siniestra, era una casa alegre. Joliffe tenía la costumbre de silbar melodiosamente. Podía imitar el canto de los pájaros y silbaba también algunas de las alegres canciones de Sullivan en sus operas del Savoy, con gran brío. Había algo alegre en él. Parecía amar la vida y todos los que lo rodeaban quedaban atrapados en su entusiasmo. Nunca perdía la ocasión de hechizar a todo el mundo, y pronto llegué a la conclusión de que, en lo que a mí se refería, estaba haciendo un esfuerzo especial.

Cuando yo montaba a caballo él estaba a mi lado; si salía a pasear por el bosque no podía alejarme sin oír su silbido detrás de mí. Hablábamos mucho de nosotros mismos; le hablé de mi padre y de su muerte súbita en la montaña, y él me habló del accidente de sus padres y de cómo había sido criado por sus tíos Sylvester y Redmond.

—En una atmósfera parecida a la de Roland’s Croft —explicó—. Todo parecía sumergido bajo el arte chino. ¿Siente usted eso aquí?

—Es el negocio del señor Milner, naturalmente.

—Pero se vaya donde se vaya se siente la influencia de China. Jarrones en las escaleras; adornos y piezas por doquier, y ese criado de mi tío, tan sigiloso… ¿Lo siente usted también?

—Sí, y me fascina.

—Es porque usted no se ha criado en medió de esto. Pero no olvide que yo también estoy en este asunto… hasta el pescuezo.

—¿Se refiere usted al negocio?

—Sí. Bueno, ¿por qué no? Aprendí a reconocer un jarrón Ming en las rodillas de mi tío, como quien dice. Pero soy un individuo independiente, señorita Lindsay. Cuando tío Sylvester me mandó a la China, tuve la sensación de que debía utilizar mi habilidad y mis poderes de discernimiento para mí mismo. ¿Entiende?

—Sí. Es usted otra rama del mismo negocio.

—Lo ha dicho usted sucintamente. Todos estamos en el mismo lago, como quien dice, pero cada uno rema en su propio bote.

Hablamos mucho de Hong Kong… lugar que evidentemente lo fascinaba. El señor Milner también me había hablado, pero de manera diferente. Con el señor Milner yo había oído hablar de las diferentes dinastías, de cómo habían florecido y pasado. Joliffe me presentaba una escena diferente. Las colinas verdes que descendían hacia las arenosas playas de la isla de Hong Kong; las calles con escalones donde la gente trepaba por el empinado declive; los lectores de cartas que traducían para aquéllos que no sabían leer, y que escribían al dictado; los adivinos que leían el destino en las calles, sacudiendo los recipientes que contenían las varillas que después eran seleccionadas y colocadas de manera que pudieran decir el futuro; los sampans que recorrían las aldeas flotantes. Él hablaba de una manera fascinante y, aunque yo había estado muy interesada en lo que el señor Milner me había enseñado, esto tenía color y estaba vivo, y me invadía el deseo de ver personalmente aquellas cosas.

En el segundo día de su estancia me preguntó dónde comía yo.

—A veces en la salita de mi madre, a veces en el salón de servicio.

—En tanto que yo como solo. No me gusta. Comerá usted conmigo en tête á tête… ¿qué le parece?

Su palabra era ley. Como al descuido asumía el papel de jefe de la casa cuando el señor Milner estaba ausente. La señora Couch, sin vacilar, me puso un plato en el comedor, donde el señor Milner recibía a los invitados. Me sentaba en un extremo de la larga mesa, Joliffe en el otro. Esto lo divertía, pero yo estaba inquieta pensando en lo que iba a decir el señor Milner cuando regresara y me encontrara allí.

De todos modos pronto olvidé mis temores en la embriagadora compañía de Joliffe Milner. Recuerdo que al tercer día de su llegada mi madre se presentó en mi cuarto y dijo:

—Joliffe está muy interesado en ti, Jane.

—Oh, sí —dije—. Es por el trabajo. Se ocupa de las mismas cosas que su tío.

Mi madre me miró de manera extraña. Si sentir exaltación en presencia de una persona, y sentirse completamente desinflada cuando esa persona no está, significa estar enamorada, entonces yo lo estaba de Joliffe Milner. Incluso al mirarme en el espejo podía ver el cambio que se había producido en mí.

—¿Crees que es un joven serio? —me preguntó ella.

—¿Serio? No había pensado en eso. Ríe de casi todo, de manera que no se puede decir que sea serio.

Me interrumpí al ver la expresión del rostro de mi madre, y pasó por mi mente el rápido pensamiento de que ella había cambiado en el último año. Su color era tan vivo como siempre, pero su cara se había adelgazado un poco; sus ojos parecían más brillantes que de costumbre. Había en ella algo secreto. Esto era apenas perceptible, pero yo, que la conocía tan bien, era probablemente una de las pocas personas que lo había notado. ¿Por qué?, me pregunté. ¿Qué es esto? Después lo olvidé porque mis pensamientos en el momento estaban dominados por Joliffe Milner.

—Es un hombre encantador —dijo mi madre—. Tu padre era un hombre encantador, pero… —Se encogió de hombros y mis pensamientos estaban demasiado lejos para pedirle que siguiera con lo que había estado a punto de decir.

Me puse mi traje de montar —regalo de mi madre— y salí a cabalgar. Tal como había esperado, Joliffe se unió a mí.

Y así transcurrió otra mañana hechicera.

Tenía mis deberes y pese a la nueva inquietud en mi vida, no debía ignorarlos. Debía ocuparme de la correspondencia. Siempre me había gustado trabajar en el pequeño estudio junto a la Biblioteca China del señor Milner; había sentido cierta sensación de responsabilidad que era gratificante.

Pero desde que Joliffe estaba en casa yo anhelaba salir con él.

Había tomado la costumbre de ir dos o tres veces por semana a lo que ahora llamaba el cuarto de exposición. Siempre me había sentido estremecida al abrir la puerta, atravesar el umbral y quedar a solas con aquellos preciosos objetos que ahora empezaban a serme familiares.

Pero debido a la presencia de Joliffe en la casa había descuidado ir allí y, cuando me di cuenta, decidí hacerlo enseguida.

Entré, cerré la puerta y miré alrededor. Mis ojos se dirigían siempre al Buda de bronce que me había llamado la atención la primera vez que llegué al cuarto; después, miraba hacia la Kuan Yin. Pensé entonces que sería un buen ejercicio compararla con la nueva que tanto había excitado al señor Milner cuando la trajo a casa.

Me acerqué a la vitrina de vidrio en donde la había colocado. Quedé mirando, petrificada. La figura no estaba allí. No podía ser, porque allí había estado la última vez que yo había entrado en la habitación. Pero eso había sido antes de la partida del señor Milner.

Sólo había una explicación. Él se había llevado la figura. Pero no me había dicho nada, y esto era extraño. Él no podía dudar que yo iba a notar la falta. Era muy raro que se la hubiera llevado sin decir nada.

Quedé tan perturbada por esto que no pude concentrarme en nada más. Cerré la puerta con llave y volví a mi cuarto. No podía entender como, tras haber hablado con tanta vehemencia sobre la importancia y el valor de la estatua, se la había llevado sin decir nada.

Me dirigí hacia la ventana enrejada del cuarto de exposición. Nadie podía haber entrado. Yo era la única persona en la casa que poseía una llave. La respuesta era simple: el señor Milner se había llevado la estatua. Tal vez quería someterla a alguna prueba.

Salí a caballo con Joliffe, y aquello bastó para que olvidara todo lo demás. Fue maravilloso abrirse camino a través del bosque y trotar por los valles. Nos detuvimos en una vieja posada para beber sidra y sándwiches caseros y, sentada en el salón de la posada, con su piso de piedra, sus jarrones y sus trozos de tocino que colgaban de las vigas, mientras el bronce brillaba en la amplia chimenea, fui más feliz de lo que nunca lo había sido en mi vida, y supe que el motivo era Joliffe.

Mientras sorbíamos la sidra, que era un poco fuerte y comíamos el pan casero y el jamón un poco ahumado, le pregunté con cuánta frecuencia solía venir a Roland’s Croft.

—No mucha.

—Se comportan como si estuviera usted aquí todos los días. Creo que a usted le gustan estas visitas.

—Nunca me han gustado tanto como esta vez.

Fijó en mí sus ojos azules, implicando que aquélla era la mejor de las visitas porque yo estaba allí.

El regreso lo hicimos en silencio. Pensé que él estaba a punto de decir algo que podía ser muy importante para los dos, y me sentía llena de expectativa. Era raro que él guardara silencio. Como descubrir un aspecto de su carácter que yo ni sospechaba que existiera.

Volvimos a mitad de la tarde y no lo vi el resto del día. Él dejó dicho que tenía un compromiso y que no vendría a comer. Mi madre y comimos solas en la salita de ella. Ella estaba en un extraño estado de ánimo. Habló mucho de los días en los que mi padre la había cortejado.

—Sabes, Jane —dijo— yo he tenido remordimientos. ¿Comprendes? De no haberse casado conmigo no lo habrían desheredado, ¿no es así? Él hubiera tenido una cómoda renta, en lugar de aquella magra anualidad, ¿no es así?

—Él prefería tenernos a nosotras —le aseguré.

—Me lo debe haber dicho miles de veces. Me gustaría verte establecida, Jane. Naturalmente tienes este puesto con el señor Milner y él es un caballero bondadoso, pero…

Me miró, como pidiéndome que le dijera algo. Comprendí que esperaba que Joliffe me pidiera que me casara con él. Quería que yo conociera la dicha que ella había disfrutado con mi padre.

—Naturalmente —prosiguió mientras yo seguía en silencio— todavía eres muy joven. Nada más que dieciocho años, pero es la edad que yo tenía cuando me casé con tu padre. Nos conocimos y enseguida nos casamos. Fue todo instantáneo.

Esperaba confidencias. Pero yo no tenía nada que contarle.

Aquella noche no pude dormir. Estaba desvelada pensando en la sala de la posada y la forma en que me había mirado Joliffe. Recordé nuestra conversación, y en medio de esto recordé también que la Kuan Yin no estaba en el cuarto de la exposición y lo extraño de aquello me inquietó de nuevo.

Me adormecí y soñé que estaba en el cuarto y los ojos del Buda de bronce súbitamente se movían y me acusaban. Después de una hora me levanté y fui a mi ventana. Miré hacia la ventana enrejada como había hecho el primer día que llegué a la casa. El lugar parecía muy distinto a la luz de la luna —misteriosa, fantástica— un lugar en el que puede suceder cualquier cosa.

Empezaba a tener frío, pero me había dado cuenta que no iba a poder dormir, quedé allí sentada y de pronto vi el parpadeo de una luz. No pude creerlo. La luz estaba detrás de la ventana enrejada. No había error. Alguien —algo— estaba en el cuarto de la exposición. Empecé a temblar y el fósforo se agitó cuando encendí la vela. Volví a la ventana. Estaba oscuro… pero allí había un levísimo parpadeo.

Ladrones, pensé: ¡Y el señor Milner no está y yo soy responsable! Me puse mi salto de cama, metí los pies en unas zapatillas, tenía que ir a ver. Rápidamente subí la escalera. Quedé de pie ante la puerta. Tomé el picaporte y giré lentamente. La puerta estaba cerrada. Fue entonces cuando se me erizó la piel y una sensación de puro terror me invadió. Los asaltantes no me parecían ni la mitad de temibles frente a aquello que había estado —y que quizás todavía estaba— en el cuarto.

Volví corriendo a mi habitación. Saqué la llave de la caja de sándalo y regresé. Probé otra vez la puerta. Seguía cerrada. Hice girar la llave y entré. El cuarto parecía fantasmal. Levanté la candela y, como mi mano temblaba, mi sombra danzó en las paredes. La luz de la vela cayó sobre los familiares objetos. Allí estaba el Buda. Era aterrador a la luz de la vela. Sus ojos semicerrados, su expresión malévola, su postura del loto, hecha sin esfuerzo, lo volvían distante y desdeñoso.

El corazón Me latía apresurado, tenía la garganta seca, estaba preparada para que sucediera cualquier cosa. Pero avancé en el cuarto. No debía rechazar la idea de que aquella luz había sido traída por un ser humano, que había entrado de alguna manera a la habitación, usando algún medio y que podía haber robado algo.

Allí estaba el valioso jarrón Ming. El gabinete de jade estaba intacto. Después quedé petrificada. Porque en la vitrina, sonriendo benévola, estaba la Kuan Yin que había desaparecido aquella mañana.

Sin duda era algo que yo imaginaba. Abrí la vitrina. La toqué. De verdad estaba; pero aquella mañana no había estado ahí. Algo muy extraño estaba ocurriendo. Miré alrededor de la habitación. Era siniestro. Aquellos objetos estaban en el mundo desde hacía siglos; habían pasado por muchos años. ¿Era acaso cierto que los objetos aparentemente inanimados se impregnaban con las tragedias y las comedias de la vida de aquéllos a quienes habían pertenecido?

Después, horrorizada, oí un ruido. Sin duda alguna era un paso sigiloso. Tuve la sensación de que iba a quedar atrapada en una trampa.

Avancé, para ocultarme detrás del Buda de bronce. Vi el parpadeo de una luz en la puerta. Y allí también había una figura oscura.

Contuve apenas el aliento. Una voz dijo:

—¿Quién está ahí?

Una oleada de alivio me invadió, porque era la voz de Joliffe.

—¡Es usted, Joliffe! —dije.

—¡Jane!

Avancé en el cuarto y quedamos frente a frente, con las candelas en la mano.

—¿Qué hace usted aquí? —murmuré.

—¿Y qué hace usted?

—Me pareció ver aquí luz. Vine a ver qué pasaba.

—Yo oí que alguien andaba por aquí, y vine a investigar.

—¿Quién puede haber sido?

—Usted es la persona a quien yo oí.

—Pero yo vi aquí una luz.

—¿Cree usted que hay algún ladrón en la casa?

—La puerta estaba cerrada. ¿Cómo puede haber entrado?

—No es posible que haya entrado y cuidadosamente haya cerrado la puerta tras de sí. Lo que usted ha visto es alguna treta de la luz.

—No es posible.

—Lo es. Está usted preciosa, Jane, con el pelo suelto…

La presencia de él siempre me inquietaba. Sólo pude pensar que estábamos solos y juntos, y aunque las circunstancias fueran incongruentes, la cosa no importaba. Él se me acercó.

—¡Qué buena suerte encontrarnos así!

—Es ridículo. Podemos vernos durante el día.

—Esto es excitante —dejó en el suelo su candela y tomó la mía. Después me rodeó con sus brazos y me estrechó con fuerza.

—Te quiero, Jane —exclamó.

Yo sólo deseaba reclinarme contra él, porque también lo amaba y era feliz como nunca lo había sido antes. Tomó mi cara entre sus manos y dijo:

—Jane, nunca ha habido nadie como tú.

—Y yo estoy segura que nunca ha existido alguien como tú.

—Esto era inevitable. ¿No lo sentiste acaso el primer día, cuando nos refugiamos bajo el alero?

—Creo que sí.

—¡Oh, Jane! La vida será hermosa, ¿no es así? Dejarás que lo sea, ¿verdad?

—Sólo quiero estar contigo —murmuré.

Nos besamos y yo nunca había soñado que pudieran existir besos semejantes. Estaba en un estado de euforia y la transición del terror a la dicha había sido muy brusca. Todo parecía irreal. Yo estaba enamorada de un hombre al que apenas conocía, y estábamos ahí juntos, semiencerrados en aquel cuarto que a mí siempre me había parecido parte de una fantasía.

Esperaba despertar a cada momento para descubrir que había soñado con aquella luz parpadeante, y que iba a encontrarme sentada ante mi ventana, junto a la que me había adormilado.

Pero no; estaba en los brazos de Joliffe que me rodeaban, y él decía que me amaba y quería que yo lo amara completa y totalmente.

Yo era muy joven y sin experiencia; para mí el amor era algo hermoso y romántico como me lo había presentado siempre mi madre. Ella y mi padre se habían conocido y se habían amado románticamente; se habían casado a las tres semanas de conocerse, y él había sacrificado por ella una vida de comodidad. Eso era el amor.

El Buda de bronce parecía mirarme con ojos fríos y desdeñosos.

—Qué extraño lugar para un encuentro amoroso —dijo Joliffe—. Salgamos de aquí.

—Tengo que volver a mi cuarto —dije.

—Todavía no —murmuró él.

Me tomó de nuevo entre sus brazos, pero yo no pude apartarme de los ojos del Buda que me vigilaban. Era una tontería. No era más que una pieza de bronce y sin embargo…

—Tengo que salir de este cuarto —dije.

Decididamente recogí la candela. Él tomó la suya y salimos juntos de la habitación. Cerré la puerta. En el corredor nos enfrentamos. Él sujetaba con fuerza mi mano.

—No puedo dejarte ir —dijo.

—Podemos despertar a alguien.

—Ven a mi cuarto… o yo iré al tuyo…

Retrocedí.

—No, no podemos hacer eso —exclamé.

—Perdóname, Jane —dijo—. Estoy dominado por… todo esto.

—Mañana hablaremos de todo —contesté.

Él volvió a estrecharme entre sus brazos y yo me separé apresurada y, volviéndome, corrí hacia mi cuarto.

Dejé la candela sobre la cómoda y contemplé mi imagen en el espejo; apenas pude reconocerme. El pelo me caía sobre los hombros, mis ojos brillaban y había un leve rubor en mis mejillas, por lo común pálidas. Estaba contemplando a una nueva persona. Estaba viendo a Jane enamorada.

¡Qué noche tan extraña! Yo había hecho dos sorprendentes descubrimientos, y uno casi había arrojado al otro de mi mente. Joliffe me amaba. Esto era lo más importante. El hecho de que la Kuan Yin estuviera de vuelta en su sitio y que nadie tuviera llave para entrar en aquel cuarto fuera de mí, parecía de menor importancia ante el abrumador descubrimiento de que amaba y era amada. Fácilmente pude convencerme que me había equivocado acerca de la Kuan Yin. Estaba otra vez en su lugar. Esto era lo único que importaba. Una frase seguía resonando en mi mente: Joliffe me ama.

Me senté junto a la ventana y miré hacia el patio. Miré hacia la ventana oscurecida, con sus barrotes, y recordé todos los detalles de la escena en aquel cuarto, empezando por el momento en que había visto la luz de la candela de él. Podía sentir que sus brazos me rodeaban.

Por la mañana haríamos planes para nuestra boda, porque comprendí que Joliffe debía ser un hombre muy impaciente.

*****

Eran las cuatro de la mañana cuando volví a la cama, y no dormí. Pasé de un amodorramiento a otro, y en todas las imágenes Joliffe estaba presente.

Dormí hasta tarde y cuando desperté vi a mi madre de pie ante mi cama. Me dijo:

Despierta, Jane. ¿Qué te ha pasado? Te has convertido en una dormilona esta mañana.

Me senté y los recuerdos de la noche pasada me invadieron.

—Oh, mamá —dije—. ¡Soy tan feliz!

Ella se sentó en la cama.

—Se trata de Joliffe, ¿verdad?

—¿Cómo lo has adivinado?

Ella rió.

—Estamos enamorados, mamá.

—Me atrevo a pronosticar una pronta boda.

—Sí, naturalmente.

—¿Cuándo se te declaró?

—Anoche —no le dije dónde ni en qué circunstancias. Comprendí que no podía aprobar que anduviéramos vagando por la casa de noche, en nuestros saltos de cama.

—Entonces debes haber estado despierta hasta tarde y después te dormiste.

—Eso creo. —Vi que ella estaba encantada.

—No hay nada que haya deseado más —confesó—. ¡He anhelado tanto verte bien establecida en la vida! El empleo con el señor Milner es muy agradable pero deseo verte con un marido que se ocupe de ti.

Aquel indefinible cambio en ella parecía haber desaparecido. Era otra vez la misma: excitada, con las mejillas rosadas, desbordante de energía. Me estrechó contra ella.

—Es lo que deseaba. Me di cuenta de lo que sentías en cuanto lo viste. ¡Es encantador! ¡Tan lleno de vida! Es totalmente lo opuesto a tu padre que siempre era tan serio, ¡y por cierto que no se lo reprocho! ¡No puedes imaginar lo que esto significa para mí! Siento que tu padre nos vigila, como lo ha hecho siempre desde el momento de su muerte. He rogado para que sucediera esto. Vístete, Jane, querida. Te veré dentro de un rato.

No supe entonces que había ido a ver a Joliffe. No supe lo que le había dicho. Creo que en aquella época ella y yo éramos más bien inocentes. Cuando me vestí y bajé, mi madre y Joliffe estaban juntos, hablando. Él se levantó y me tomó las manos cuando entré; me besó tiernamente.

—Joliffe y yo creemos que no tiene sentido esperar —dijo mi madre.

—¡Así que lo habéis arreglado entre vosotros! —dije. Ella rió y las mejillas de Joliffe ardieron. «Ésta es la dicha total», pensé.

*****

Joliffe partió diciendo que regresaría muy pronto. Tenía uno o dos asuntos que arreglar.

Sylvester Milner regresó.

Me pregunté si debía hablarle de la desaparición y la vuelta de la Kuan Yin, pero casi había llegado a convencerme que había imaginado la desaparición. Y no quería que él me creyera una muchacha frívola.

Él me mostró algunas compras que había hecho.

—No son muy espectaculares —dijo— sino agregados útiles. Dudo sin embargo tener mucha dificultad para colocarlas.

Entonces estallé con la noticia de mi compromiso matrimonial. No estaba preparada para el efecto que esto le produjo. Sabía que no iba a gustarle, porque se había tomado tanto trabajo en educarme, pero me consolé diciéndome que era una contingencia para la que sin duda debía estar preparado.

—¡Casarse! —exclamó—. ¡Pero es usted demasiado joven!

—Cumplo diecinueve años en septiembre.

—Ahora está usted aprendiendo algo acerca del arte chino.

—Lo siento, ya sé que parezco desagradecida, pero Joliffe y yo…

—¡Joliffe, mi sobrino! —su cara se ensombreció—. Es imposible —añadió.

—El vino aquí durante su ausencia.

Sus ojos se estrecharon. La sonrisa benévola había desaparecido. Se parecía un poco al Buda de bronce.

—Usted apenas lo conoce.

—Me parece tiempo suficiente…

—¡Joliffe, —repitió— Joliffe! Nada bueno saldrá de esto. Se lo aseguro. Nada bueno saldrá de esto.

—Lo siento señor Milner.

—No tanto como lo sentirá si sigue adelante con este matrimonio. Mandaré a buscar a Joliffe, hablaré con él. Se produjo un silencio. Dije:

—¿Quiere usted dictarme ahora las cartas?

—No, no —dijo él— esto me ha trastornado demasiado. Déjeme solo.

Desconcertada, sorprendida, desdichada, me dirigí a la salita de mi madre. Ella se estaba preparando una taza de té.

—Oh, ¿qué te pasa, Jane?

—Le conté al señor Milner que Joliffe y yo somos novios. Y la cosa no le agrada.

—Bueno —dijo mi madre enfáticamente— se la tendrá que tragar.

—Comprendo su punto de vista: él me ha preparado para que lo ayude.

—¡Pavadas y tonterías! ¿Qué es un entrenamiento de ese tipo cuando se trata del futuro de una muchacha? Probablemente quería alguien con dinero o algo por el estilo para su precioso sobrino.

—No me ha dado jamás esa impresión.

—Pero a mí ahora me parece.

—¡Siento tanto que la cosa le haya desagradado! Le tengo afecto. Ha sido muy bueno con nosotras.

—Bueno, ha tenido una buena ama de llaves, aunque esté mal que lo diga, y tú has sido una buena secretaria. Pero los tiempos deben cambiar y siempre existe la posibilidad de que una muchacha se case.

—¿Y si te despide cuando yo me case con Joliffe?

—Que me despida.

—¡Pero te has sentido tan bien aquí, y en verdad lo hemos pasado muy bien! Piensa en lo bondadoso que ha sido en dejarme venir aquí.

—Bueno, así es, pero no es nuestro dueño por esto. Él ha sido bueno con nosotras, pero debes pensar en tu futuro. Quiero verte establecida, Jane, con un buen hogar, un buen marido e hijos a su debido tiempo. No hay nada que pueda compararse con esto. Siempre he querido verte asentada en la vida antes de irme…

—¿Irte? ¿Irte dónde? —pregunté—. ¿Cómo puedes decir esas tonterías? Estás aquí conmigo y seguirás a mi lado años y años…

—Naturalmente, pero quiero verte establecida. Lamento que el todopoderoso señor Milner no te considere bastante buena para su sobrino, pero yo opino lo contrario, y por suerte, Joliffe piensa igual que yo.

Sylvester Milner mandó llamar a mi madre. Quedé en su cuarto esperando que volviera. Cuando volvió tenía las mejillas arreboladas y su ánimo era combativo. Había tenido un aspecto similar cuando hablaba de los Lindsay, la familia de mi padre.

—¿Qué te ha dicho?

—Oh, ha estado muy amable y cortés, pero se opone.

—¡De manera que realmente no me considera bastante para su sobrino…!

—Es más o menos eso, pero él lo dice de otra manera. Dice que Joliffe no es bastante bueno para ti.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Dice que es un tarambana. Que nunca se establecerá y que no será un buen marido.

—¡Qué tontería! ¿Piensa despedirte cuando yo me case?

—No ha dicho eso. Se ha portado con mucha dignidad. Dijo al final: «No puedo impedir que su hija se case con mi sobrino, señora Lindsay, pero espero con todo mi corazón que no lo haga. Tengo una alta estima por su hija y, si se casa, desearía que lo hiciera con alguien más conveniente».

Yo me mantuve firme y dije: «Mi hija se casará con quien quiera, señor Milner como lo hizo antes el padre de ella. Somos muy decididos cuando queremos una cosa. Tal vez sepamos mejor qué usted lo que nos conviene». Y así quedó la cosa.

—¿Está muy enojado?

—Yo diría más bien triste. Por lo menos es lo que quiere que creamos. Menea la cabeza y parece un antiguo profeta cuando lo hace. Pero no le prestaremos atención.

Estaba muy bien que dijera eso, pero mi alegría se había disipado un poco.

*****

La excitación fue grande en el salón de los criados. La señora Couch se balanceaba en su mecedora y sus ojos eran dulces.

—¡Así que la ha elegido a usted! ¡Siempre supe que usted había nacido con suerte! ¡La hija de un ama de llaves que ha ido al Clunton como una señorita… y ahora viene el señor Joliffe! ¡Qué hombre! Pero tendrá usted que vigilarlo. Los hombres encantadores como él no surgen todos los días y siempre habrá algunas que querrán tomar lo que no les corresponde. Hay que tener mucho cuidado con los hombres como el señor Joliffe.

—Lo cuidaré muy bien, señora Couch.

—No lo dudo. En cuanto la vi a usted le dije a Jess: «Ahí tiene usted una joven patrona. Sabe lo que quiere y lo conseguirá». Y no me equivoqué. Usted ha atrapado al señor Joliffe y no dudo que ha tenido muchas competidoras.

Amy dijo que me llevaba una buena pieza ¡pero qué pieza! Jake con quien ella iba a casarse para Navidad, era un tipo bueno y tranquilo, muy conveniente para ella, pero el señor Joliffe era un hombre capaz de hacer enamorar a una muchacha haciéndole una seña; Jess dijo que valía casi por dos hombres y que yo era muy afortunada.

Pasé aquellos días en una especie de neblina de deleite. Las cosas parecían distintas; la hierba era más lustrosa, las flores en el jardín más coloridas; el mundo había adquirido una nueva belleza porque Joliffe era parte de él.

El señor Milner era el único que ensombrecía el asunto. Me vigilaba a hurtadillas cuando creía que yo no lo notaba. Supuse que lamentaba lo que iba a perder con mi partida.

Un día me dijo:

—Sé que es inútil intentar disuadirla, sólo espero que sea usted menos desdichada de lo que temo. Mi sobrino ha sido siempre un irresponsable. Es salvaje y aventurero. A algunas personas les atraen estas características. A mí nunca me han parecido buenas. Espero que no lamente su decisión. La primera vez que nos encontramos ensayamos las varillas de milenrama. Volveremos a probarlas antes de que usted se vaya.

Sobre su mesa estaba el recipiente con las varillas. Me lo tendió y me dijo que tomara una. Lo hice. Cuando se las devolvía él dijo:

—La primera pregunta que haremos es: ¿Será un matrimonio feliz?

Procedió a colocar las varillas. Las miró, y sus ojos brillaron bajo su gorra.

—Mire esta línea quebrada. ¡Enfáticamente dice No!

—Lo siento —dije— pero no creo en estas adivinanzas. —Es una lástima —contestó con tristeza, y empezó a estudiar las otras varillas que había colocado en la mesa.

*****

En noviembre Joliffe y yo nos casamos por el Registro Civil. Fue una boda muy sencilla. Joliffe había conseguido una licencia especial porque dijo que no quería festejos.

Mi madre estaba en un estado de gran exaltación. Se hubiera dicho que ella era la novia. Después de la ceremonia me besó cariñosamente.

—Éste es el día más feliz de mi vida desde que murió tu padre —nos dijo a Joliffe y a mí. Se volvió hacia él ansiosamente—. Cuídela.

Él juró que iba a hacerlo y partimos para nuestra luna de miel. Mi madre volvió a Roland’s Croft.