Roland’s Croft

I

Cuando oí hablar por primera vez de la «Casa de las Mil Lámparas» sentí de inmediato curiosidad por saber algo más acerca de un lugar con un nombre semejante. Había en aquel nombre una calidad mágica, casi mística. ¿Por qué la llamaban así? ¿Podía acaso haber mil lámparas en una casa? ¿Quién las había puesto? ¿Y qué significado tenían? El nombre parecía provenir de una fantasía de las Mil y Una Noches. Lejos estaba de suponer que yo, Jane Lindsay, iba a verme un día atrapada en el misterio, el peligro y la intriga que se centraban en aquella casa de hechicero nombre.

Quedé involucrada en el asunto años antes de ver la casa, cuando ya había tenido mi parte de aventura en la vida y se me había destrozado el corazón.

Yo tenía quince años cuando mi madre se convirtió en ama de llaves de aquel hombre tan raro, Sylvester Milner, que iba a tener tanta influencia en mi vida, y de no ser por quien jamás hubiera oído hablar de la «Casa de las Mil Lámparas». He pensado con frecuencia que, de haber vivido mi padre, habríamos salido adelante de manera más o menos convencional. Yo habría vivido la vida de una muchacha bien educada pero más bien pobre, y probablemente me hubiera casado y vivido feliz, aunque no con tanta excitación.

El matrimonio de mis padres había sido, a su manera, poco convencional, aunque las circunstancias no fueran desusadas. Mi padre era hijo de un terrateniente en el norte: la familia era rica y ocupaba la casa solariega, Lindsay Manor, desde hacía tres siglos. La tradición quería que el hijo mayor fuera el hidalgo, que el segundo y el tercero pertenecieran a la Iglesia. Mi padre estaba destinado al ejército, y cuando se rebeló contra la carrera que le habían elegido cayó en desgracia y, después de su matrimonio, fue totalmente dejado de lado.

Era entusiasta alpinista y estaba haciendo ascensiones en el distrito de Peak, cuando conoció a mi madre. Ella era la hija del posadero del lugar, bonita y vivaz; él se enamoró de ella y se casaron casi inmediatamente, pese a la desaprobación de la familia de él, que planeaba casarlo con la hija de un terrateniente vecino. Tanto se enfurecieron que lo echaron de la casa, y lo único con que pudo contar fue con una renta anual de doscientas libras.

Mi padre era un hombre encantador, delicioso, que se interesaba en todos los aspectos del arte; sabía algo acerca de casi cualquier cosa en este terreno. Pero no era especialmente hábil para ganarse la vida, y como había sido educado con el máximo de comodidad, nunca logró adaptarse a circunstancias distintas de aquéllas en las que se había criado. Pintaba de manera que podía calificarse de «muy bien», pero, como todos saben, pintar «muy bien» significa con frecuencia no pintar «suficientemente» bien. Vendía algún cuadro cada tanto y durante la temporada de alpinismo trabajaba como guía. Mis primeros recuerdos son de haberlo visto partir con un grupo, provisto de ganchos y sogas, los ojos brillantes de excitación, porque aquello era lo que le gustaba sobre todas las cosas.

Era soñador e idealista. Mi madre acostumbraba a decirme: «Es una suerte que tú y yo, Jane, tengamos los pies firmemente plantados sobre la tierra, y que, aunque nuestras cabezas estén con frecuencia entre las nieblas de Derbyshire, nunca estén en las nubes».

Pero lo amábamos entrañablemente y él nos amaba por igual y acostumbrábamos decir que éramos un trío perfecto. Como yo era hija única procuraron darme la mejor educación posible. A mi padre le parecía natural que yo fuera al colegio al que habían ido por tradición los miembros femeninos de su familia; en cuanto a mi madre, ella pensaba que la hija de mi padre debía tener siempre lo mejor; por eso, desde los doce años, me mandaron al Clunton, un colegio muy elegante para las hijas de los terratenientes hidalgos. Yo era una Lindsay de Lindsay Manor, y aunque nunca había visto el lugar, y estaba en realidad desterrada de aquel suelo sagrado, seguía perteneciendo a él.

Financieramente inseguros, pero seguros del amor que nos teníamos, y contando con la renta anual de mi padre y con sus esporádicas ganancias para ayudarnos, luchamos alegremente hasta aquel trágico día de enero. Yo había venido a casa para las vacaciones de Navidad.

El tiempo era siniestro aquel año. Yo nunca había visto tan amenazadoras las montañas de Derbyshire. El cielo era de un pesado tono gris plomo, el viento helado, y unas cinco horas después de la partida de mi padre y de su grupo, empezó la tempestad. Nunca he vuelto a ver la nieve sin recordar aquel tiempo terrible. Todavía odio esa curiosa luz blanca que impregna la atmósfera, y abomino de los silenciosos copos que caen rápida y tupidamente. Estábamos encerradas en un fantasmagórico mundo blanco, y en algún punto en las montañas estaba mi padre.

—Es un alpinista experimentado —dijo mi madre— no le pasará nada.

Se entretuvo trabajando en la cocina, haciendo pan en el enorme horno junto al fuego. Siempre he conectado el olor del pan recién horneado con la tragedia de aquellas tremendas horas de espera, escuchando el reloj del abuelo que tintineaba con el pasar de los minutos, mientras esperábamos… esperábamos noticias.

Cuando la tempestad se apaciguó la nieve quedó en largos montones en los prados y en las montañas. Los buscadores salieron; y tardaron una semana en encontrarlos. Pero nosotros lo supimos antes. Recuerdo haber estado sentada en la cocina, el lugar más caliente de la casa, junto a mi madre que hablaba de cómo se habían conocido, y de cómo él había desafiado valientemente a su familia y lo había dejado todo por ella.

—Era el tipo de hombre que nunca cede —decía—. Volverá dentro de un minuto. Se reirá de nosotras por haber tenido miedo.

Pero, aunque él había podido desafiar a su familia, no pudo desafiar los elementos. El día en que trajeron su cuerpo a casa fue el más triste de nuestra vida. Lo enterramos junto a cuatro miembros del grupo. Sólo quedaron dos sobrevivientes para contar la historia de sufrimiento y resistencia. Era un relato bastante común. Había sucedido muchas veces antes.

—¿Por qué tienen los hombres que trepar a las montañas? —Pregunté enojada—. ¿Por qué tienen que enfrentar peligros sin motivo?

—Trepan porque deben hacerlo —dijo mi madre tristemente.

Volví al colegio. Empecé a preguntarme cuanto tiempo iba a seguir allí, porque, sin la renta anual de mi padre, éramos en verdad muy pobres. Con su acostumbrado optimismo, mi madre creía que los Lindsay iban a asumir sus responsabilidades. ¡Cuán equivocada estaba! Mi padre había ofendido el código de la familia y, cuando mi padre había dicho que quedaba separado de ella, había hablado de verdad. Nos ignoraron.

La mayor preocupación de mi madre era que yo siguiera en el Clunton. No estaba muy segura de cómo iba a lograrlo, pero no era mujer de esperar que las cosas le cayeran del cielo. Cuando regresé a casa después del curso me explicó sus planes.

—Tengo que ganar un poco de dinero, Jane —me dijo.

—Yo también. De manera que dejaré el colegio.

—¡Ni se te ocurra! —afirmó ella—. Tu padre nunca lo aprobaría —hablaba de él como si aún estuviera entre nosotras—. Si consigo un trabajo adecuado nos arreglaremos añadió.

—¿Un trabajo de qué?

—Tengo cierto talento —contestó ella—. Cuando mi padre vivía yo lo ayudaba a dirigir la posada. Soy buena cocinera y sé muy bien cómo manejar una casa. Creo que podría entrar en alguna casa como ama de llaves.

—¿Existe ese tipo de trabajo?

—Abundan, querida Jane. Las buenas amas de llaves no crecen en los árboles. Sólo tendré una exigencia.

—¿Estarás acaso en situación de tener exigencias?

—Entraré en una casa imponiendo mis condiciones, y la primera es que mi hija deberá vivir conmigo.

—Valoras mucho tus servicios.

—Si yo no lo hago, nadie lo hará.

Confiaba en sí misma. Tenía que ser así. Pensé entonces que, si ella hubiese muerto de pronto, mi padre hubiera estado completamente perdido. Ella por lo menos sabía cómo arreglárselas, y llevarme consigo. De todos modos pensé que pedía demasiado.

Me faltaba aún otro curso en el colegio antes de tener que enfrentar la molestia de considerar si estábamos en situación de poder pagar las cuentas y fue durante este curso cuando oí por primera vez el nombre de Sylvester Milner. Mi madre me escribió al colegio:

Mi queridísima Jane:

Mañana tengo que viajar a New Forest. Tengo una entrevista en un lugar llamado «Roland’s Croft». Un caballero llamado Sylvester Milner necesita un ama de llaves. Tengo entendido que se trata de una gran mansión y aunque todavía mi condición para aceptar el cargo no ha sido exactamente resuelta, la he especificado, y se me ha pedido que concurra a la entrevista. Ya te escribiré para contarte el resultado. Si me aceptan, la remuneración será suficiente como para que sigas en el Clunton, porque yo necesitaré muy poco, ya que dispondré de casa y comida, al igual que tú durante las vacaciones. Será una solución admirable. Lo único que tendré que hacer es convencerlos de que deben tomarme.

La imaginé partiendo decidida a la entrevista, dispuesta a luchar por su lugar al sol —no tanto por ella misma, como por mí—. Era una mujer muy pequeña. Yo iba a ser alta porque me parecía a mi padre, y ya sobrepasaba en varios centímetros a mi madre. Ella tenía mejillas rosadas y abundante cabellera, casi negra, con un toque azulado, el tono que puede verse en las alas de algunos pájaros. Yo teñía casi su mismo pelo, pero mi piel era pálida como la de mi padre, y en lugar de los chispeantes ojos pardos de ella, tenía los profundos ojos grises de mi padre. No éramos —mi madre y yo— en modo alguno parecidas, como no fuera por la decisión de hacer a un lado todas las barreras que impedían llegar a la meta que nos habíamos propuesto. En este caso especialmente, cuando tanto dependía del resultado, sentí que ella tenía buenas posibilidades de éxito.

No me equivoqué, porque supe unos días más tarde que mi madre estaba establecida en su nuevo cargo en Roland’s Croft, y al terminar el curso fui allí a unirme con ella.

Viajé a Londres con un grupo de niñas del Clunton, y allí tomé el tren que iba a llevarme a Hampshire. Al llegar a Lyndhurst iba a transbordar a un tren local. Mi madre había escrito cuidadosamente las instrucciones. En la parada de Rolandsmere iban a «esperarme» y si los deberes de ella le impedían venir en el coche, me vería en cuanto llegara a la casa.

Apenas dominaba mi impaciencia por llegar allí. ¡Era tan raro ir a un lugar nuevo! Mi madre no me había dicho nada acerca de Sylvester Milner. Y yo me preguntaba por qué. Generalmente ella no era reticente. Había dicho muy poco acerca de la casa, fuera de que era grande y ocupaba un terreno de unos veinte acres. «Te parecerá muy distinta a nuestra casita» escribió innecesariamente en verdad, porque era evidente que así iba a ser. Curiosamente no había añadido nada más, y por lo tanto, mi imaginación fantaseaba.

¡Roland’s Croft! ¿Quién era Roland y por qué un campo de pastoreo?[1]

Los nombres generalmente significaban algo. ¿Y por qué no me había dicho nada acerca de su patrón, Sylvester Milner?

Empecé a tejer fantasías a su alrededor. Era hermoso y joven. No, no lo era: era de edad madura y tenía una familia muy grande. Era un solterón que evitaba la sociedad. Estaba cansado del mundo y era un cínico; se había encerrado en Roland’s Croft para mantenerse alejado. No; era un monstruo a quien nadie veía jamás. Hablaban de él entre murmullos. Por la noche había extraños ruidos en la casa. «No debes prestarles atención» iban a decirme «es el señor Sylvester Milner, que se pasea».

Mi padre acostumbraba a decir que yo debía controlar mi imaginación, porque, a veces, era demasiado vivaz. Mi madre decía que la imaginación me arrastraba. Y como estaba acompañada por una insaciable curiosidad acerca del mundo en que vivía y en la gente que lo habitaba, aquello formaba una combinación peligrosa.

Por lo tanto yo estaba llena de excitación cuando llegué al pueblecito de Rolandsmere. Era diciembre y había una leve niebla en el aire que oscurecía el sol invernal, dando un aire de misterio a la pequeña estación cuyo nombre estaba escrito en la plataforma con plantas. Muy pocos descendimos aquí y yo fui vista enseguida por un hombre grandote, con sombrero de copa y una chaqueta bordeada en oro.

Avanzó por la plataforma con tal aire de autoridad que, al acercarse, le dije: —¿Es usted el señor Sylvester Milner?

Él hizo una pausa como sorprendido ante la idea, y lanzó una ruidosa carcajada.

—No, señorita —dijo— soy el cochero. —Después murmuró, como para sí: —¡El señor Sylvester Milner! ¡Muy bueno! Bien —prosiguió— éstas son sus maletas. Acaba usted de salir del colegio, ¿verdad? Tomemos pues el coche —me analizó de pies a cabeza—. No se parece usted a su madre. Yo no habría dicho que es usted su hija.

Después, con una brusca inclinación se volvió y gritó a un hombre que estaba reclinado contra la pared de la pequeña boletería.

—¡Eh, Harry! —Y Harry recogió mis maletas y formamos una procesión, yo detrás del cochero, que caminaba pavoneándose como demostrando que, en verdad, era un caballero muy importante.

Nos dirigimos a un coche de dos ruedas y pusieron allí mis maletas. Subí y el cochero se apoderó de las riendas, con aire desdeñoso.

—No acostumbro a dirigir estos cochecitos, pero, para hacerle un favor a su madre…

—Gracias —dije— señor… señor…

—Jeffers —dijo él— me llamo Jeffers —y partimos.

Marchamos por tupidos prados que bordeaban el bosque donde los árboles parecían oscuramente misteriosos. Era una comarca muy distinta a la nuestra, tan montañosa. Ésta, recordé, era la selva donde Guillermo el Conquistador había cazado y donde su hijo, Guillermo Rufo, había muerto misteriosamente. Dije:

—Es curioso que le llamen el Bosque Nuevo.

—¿Eh? —replicó Jeffers—. ¿Qué es eso?

—Que lo llamen el Bosque Nuevo cuando existe desde hace ochocientos años.

—Supongo que alguna vez habrá sido nuevo, como todas las cosas —contestó Jeffers.

—Dicen que fue hecho con la sangre de los hombres.

—Tiene usted unas ideas muy raras, señorita.

—No es idea mía. Los hombres fueron echados de sus hogares para hacer esta selva y si alguno atrapaba a un ciervo o a un jabalí salvaje, le cortaban las manos, le sacaban los ojos, o lo ahorcaban en un árbol.

—Ahora no hay aquí jabalíes salvajes, señorita. Y nunca había oído esos cuentos acerca del bosque.

—Pero yo sí. La verdad es que estábamos estudiando la Inglaterra anglosajona y la invasión normanda en el colegio.

—¡Y ahora viene usted a pasar las vacaciones con nosotros! Me sorprendió que se lo permitieran: Pero su madre puso el pie con firmeza, y no hubo otro remedio. El señor Milner accedió, cosa que me ha sorprendido.

—¿Por qué le sorprendió?

—No es persona a quien le agrade tener niños en la casa.

—¿Qué clase de persona es?

—Es una pregunta difícil, si las hay. Creo que nadie sabe qué clase de hombre es el señor Sylvester Milner.

—¿Es joven?

Me miró.

—Comparado conmigo… no es tan viejo, pero comparado con usted es un caballero muy viejo en verdad.

—Comparado con cualquiera, ¿qué edad puede tener?

—¡Dios me valga, señorita! ¡Es usted curiosa! ¿Cómo puedo yo saber qué edad tiene el señor Milner?

—Puede usted adivinar.

—En el caso de él no conviene adivinar. Tan seguro como que es de día que uno va a equivocarse.

Comprendí que iba a obtener escasa información acerca de Sylvester Milner por medio de aquel hombre, y me dediqué a estudiar el paisaje.

¡Era el crepúsculo de una tarde de diciembre, y en un bosque que, según mi imaginación me decía, debía estar embrujado por aquéllos a quienes los reyes normandos habían despojado y torturado! Cuando llegamos a Roland’s Croft estaba en un estado de gran expectativa.

Giramos por un sendero bordeado por coníferas. El sendero debía tener media milla de largo y pasó mucho tiempo antes que llegáramos al prado en cuyo fondo se levantaba la casa. Era una mansión imponente y elegante y debía haber sido construida en el tiempo de los primeros Jorges. Me pareció a la vez altiva y austera. Quizás esto se debía a que yo había imaginado una vivienda como un castillo, con troneras, torreones y ventanas ovaladas. Estas ventanas eran simétricas, cortas en el piso bajo, altas en el primero, un poco menos elevadas en el siguiente, y la terminación era recta. El efecto era característico de la elegancia del siglo XVIII, totalmente apartado de los estilos barroco y gótico de generaciones anteriores. Había un hermoso arco sobre la puerta Adam, y dos columnas sostenían un pórtico. Más adelante yo iba a admirar el tallado griego de madreselva de estas columnas, pero, por el momento, mi atención fue atraída por dos perros chinos, de piedra, al pie de las columnas. Parecían feroces y extraños frente a todo el resto, que era tan inglés.

La puerta fue abierta por una doncella con un vestido de alpaca negra, una gran cofia y un delantal con volados almidonados. Debía haber oído la llegada del cochecito.

—Usted es la señorita que viene del colegio —dijo —baje y le avisaré a la señora que usted ha llegado.

¡La señora! ¡Así que mi madre había conseguido ese título! Reí internamente y una grata sensación de seguridad empezó a envolverme.

Me planté en el vestíbulo y miré alrededor. Desde el techo, con discretos decorados de yeso, pendía un candelabro. La escalera era circular y de hermosas proporciones. Un reloj antiguo, contra la pared, tintineaba ruidosamente. Fuera del reloj, todo estaba en silencio. Un silencio raro, fantasmagórico, me dije.

En ese momento surgió mi madre, en la escalera. Corrió hacia mí y nos abrazarnos.

—¡Has llegado, querida! ¡He estado contando los días! ¿Dónde están tus maletas? Haré que las lleven a tu cuarto. Pero ven primero al mío. ¡Tenemos tanto que hablar!

Parecía distinta; llevaba un vestido de bombasí negro, que crujía cuando se movía; tenía una cofia en la cabeza y parecía muy digna. El ama de llaves de esta mansión más bien imponente era muy distinta a mi madre en nuestra casita.

Parecía un poco reprimida, pensé, cuando, tomadas del brazo, subimos la escalera. No me sorprendió no haber oído su llegada, tan tupidas eran las alfombras. Seguimos trepando la escalera. Estaba hecha de tal modo que, desde todos los pisos, se podía ver el vestíbulo.

—¡Qué magnífica casa! —murmuré.

—Es agradable —contestó ella.

Su cuarto quedaba en el segundo piso: era un cuarto cómodo, con pesadas cortinas; los muebles eran elegantes, y aunque yo no sabía nada de esto en el momento, más tarde me enteré que el gabinete era Hepplewhite, al igual que las sillas y la mesa hermosamente talladas.

—Hubiera querido tener mis cositas y mis adornos —dijo mi madre, siguiendo mis miradas. Hizo una triste mueca—. Al señor Sylvester Milner le habrían horrorizado mis viejos objetos, pero eran gratos para mí.

El cuarto era hermoso y elegante, me di cuenta, pero carecía del tono hogareño de nuestra propia casa, aunque había fuego en la chimenea y una pava canturreaba.

Después mi madre cerró la puerta y estalló en carcajadas. Volvió a abrazarme. Se había desprendido del papel de digna ama de llaves y se había convertido otra vez en mi madre.

—Cuéntame cómo son aquí las cosas —dije.

—El agua hervirá en un momento —contestó—. Charlaremos mientras tomamos el té. ¡Creí que nunca ibas a llegar!

Las tazas estaban ya en la bandeja, ella echó tres cucharadas de té y después el agua.

—Bueno, dejémoslo uno o dos minutos. Bien —prosiguió— ¿quién lo hubiera dicho? Las cosas se presentan bien, en verdad muy bien.

—¿Respecto a él?

—¿Respecto a quién?

—A Sylvester Milner.

Él no está aquí.

La desilusión se pintó en mi cara y ella rió.

—Es una suerte, Jane. La casa es nuestra.

—Deseaba verlo.

—Creí que querías verme a mí.

Me levanté y la besé.

—¿Estás tranquila, eres de verdad feliz? —pregunté.

—No podría haber sido mejor. Creo que tu padre ha arreglado esto para nosotras.

Desde que él había muerto ella imaginaba que él nos vigilaba y que, por eso, no podría sucedernos ningún daño. Mezclaba un fuerte sentimiento hacia lo oculto con un estricto sentido común, y aunque estaba firmemente convencida que mi padre iba a guiarnos por el mejor camino, hacía al mismo tiempo todos los esfuerzos para lograr esto.

Era evidente que se sentía dichosa con su cargo en Roland’s Croft.

—Si yo hubiera inventado el lugar no podría haberlo hecho mejor —dijo—. Tengo aquí una buena situación. Las doncellas me respetan.

—Me he dado cuenta que te llaman «señora».

—Es una pequeña cortesía en la que insistí. No olvides nunca, Jane, que la gente te considerará de acuerdo a como tú te valores. Por eso me he cotizado alto.

—¿Hay muchos criados?

—Hay tres jardineros, dos de ellos casados, que viven en cabañas dentro de la propiedad. Están también Jeffers, el cochero, y su mujer. Viven encima de los establos. Las esposas de los dos jardineros trabajan en la casa. Después están Jess y Amy, la doncella de sala y la doncella de servicio. Luego Catterwick, el mayordomo y la señora Couch, la cocinera.

—¡Y tú diriges a todos!

Al señor Catterwick y a la señora Couch no les agradaría oírte decir que los dirijo, y puedo asegurarte que el señor Catterwick es en verdad un caballero muy fino. Me dice por lo menos una vez al día que ha trabajado en casas más importantes que ésta. En cuanto a la señora Couch, ella es dueña de la cocina y sería atroz que nadie quisiera intervenir en esto.

La conversación de mi madre siempre había sido alegre y vivaz. Creo que era una de las características que había atraído a mi padre. Él era tranquilo y retirado en sí mismo, todo lo contrario de ella. Él había sido sensible; ella era, como había dicho una vez, un gorrioncito dispuesto a enfrentar un águila para defender sus derechos. Podía imaginarla dirigiendo aquí la casa… con excepción de la cocinera y el mayordomo.

Es una hermosa casa —dije— pero un poco fantástica.

—¡Tú y tus fantasías! Es porque las lámparas no están encendidas. Encenderé ahora la mía. —Retiró el globo de una lámpara sobre la mesa y aplicó una cerilla encendida a la mecha. Bebimos el té y comimos los bizcochos que mi madre sacó de una lata.

—¿Viste al señor Sylvester Milner cuando solicitaste el cargo? —le pregunté.

—Sí, claro.

—Háblame de él.

Ella guardó silencio unos segundos, y hubo una leve bruma sobre sus ojos. Rara vez le faltaban las palabras y pensé enseguida: «Hay algo raro en ese hombre».

—Es… un caballero —dijo.

—¿Dónde está ahora?

—En viaje de negocios. Viaja con frecuencia por sus asuntos.

—Entonces ¿para qué mantiene esta gran casa con tantos criados?

—Son cosas que hace la gente.

—Debe ser muy rico.

—Es comerciante.

—¿Comerciante? ¿Qué clase de comerciante?

—Viaja a muchos lugares recorriendo el mundo… a China, por ejemplo.

Recordé los perros chinos del pórtico.

—Dime como es su apariencia.

—No es fácil de describir.

—¿Por qué?

—Bueno, es distinto a la demás gente.

—¿Cuándo lo veré?

—Alguna vez, creo.

—¿Durante estas vacaciones?

—No lo creo. Aunque nunca se sabe. Aparece de pronto.

—Como un fantasma —dije.

Ella se rió de mí.

—Quiero decir que no dice cuándo va a venir; simplemente se presenta.

—¿Es atractivo?

—Supongo que para algunas personas.

—¿Qué clase de cosas vende?

—Cosas muy valiosas.

Esto se parecía muy poco a mi madre, que generalmente era la más locuaz de las mujeres y mi primera impresión de que había algo extraño en Sylvester Milner quedó confirmada.

—Quiero prevenirte —dijo mí madre— a veces tropezarás con un hombre de aspecto raro.

—¿Qué clase de hombre?

—Un chino. Se llama Ling Fu. No es como los otros criados. Viaja con el señor Milner y cuida su habitación de tesoros privados. Nadie más entra allí.

Mis ojos chispearon. El señor Milner se volvía para mí a cada momento, más misterioso.

—¿Esconde algo en ese cuarto de los tesoros? —pregunté.

Mi madre rió.

—Vamos, no construyas otra de tus fantasías. Hay una simple explicación. El señor Milner colecciona objetos raros y costosos… jade, cuarzo rosa, coral, marfil. Los compra y los vende, pero conserva algunos hasta encontrar comprador. Es una autoridad en esas cosas y Ling Fu les quita el polvo y las cuida. El señor Milner me explicó que creía que era mejor que Ling Fu se ocupara de esto, y que no se metieran a hacerlo los otros criados.

—¿Has entrado alguna vez en la habitación, mamá?

—No hay motivo para hacerlo. Me ocupo de la dirección de la casa: es mi tarea.

Miré hacia el fuego y vi allí imágenes. Había una cara que pareció alegre un momento, pero mientras el carbón ardía, cambió sutilmente y pareció malévola. Sylvester Milner, pensé.

Mi madre me llevó a mi cuarto. Era pequeño, al lado del de ella y tenía un ventanal que llegaba desde el techo hasta el suelo. Estaba amueblado con discreción y buen gusto.

—Desde aquí puedes ver los jardines —dijo ella—. No podrás ver mucho ahora, pero están muy bien cuidados. Los prados son un cuadro y las flores en primavera y verano deben ser vistas para que se crean en ellas. Ya te habrás dado cuenta de cómo está construida la casa… con un ala a cada lado, como una letra E, a la que le falta el palo del medio. Mira esa ala. ¿Ves esas dos ventanas? Ése es el cuarto de tesoros del señor Milner.

Miré y me sentí excitada.

—Lo verás bien a la luz del día —dijo mi madre.

Estaba muy contenta consigo misma. Había arreglado admirablemente sus asuntos.

Volvimos al cuarto de ella y hablamos… ¡cómo hablamos! Ella me arrastró en su excitación alegre. Todo había sucedido tal como lo había deseado.

Pasé la velada en un estado eufórico, pero mi primera noche en Roland’s Croft fue inquieta. El viento entre los árboles murmuraba, era como voces que parecían repetir un nombre: «Sylvester Milner».

*****

Fueron unas vacaciones interesantes. Pronto estuve en buenas relaciones con los criados. Era una suerte, dijo mi madre, que la señora Couch hubiera simpatizado conmigo y al señor Catterwick no le molestara mi presencia.

Acompañé a los jardineros cuando cortaron un abeto y lo arrastraron hasta la casa. Estuve presente cuando cortaron el muérdago y el acebo.

En la cocina había un olor maravilloso y la señora Couch, con su figura rotunda, sus mejillas rosadas y una cómoda expresión que hacía juego con su nombre, preparaba innumerables pasteles y se ocupaba de los budines de Navidad. Como yo era ya la favorita de ella, se me permitió participar un poco en lo que ella llamaba el «probador». Fue el día más feliz que había vivido desde la muerte de mi padre, sentada allí cerca de la cocina, oyendo el burbujear de los pasteles y viendo como la señora Couch los sacaba con un largo tenedor y los acomodaba en fila sobre las servilletas. Finalmente llegó el pequeño recipiente que contenía el «probador». Entonces me senté a la mesa a saborear mi pequeña porción, mientras observaba la cara de la señora Couch… al principio temerosa, vacilante, expresando después satisfacción.

—No son tan buenos como los del año pasado, pero mejor que los de hace dos años.

Y todos los que habían tenido el privilegio de compartir el «probador» afirmaron que los pasteles nunca habían sido mejores, y que la señora Couch no podía hacer mal un pastel aunque quisiera.

Después de tales cumplidos fuimos recompensados, con un vaso de su vino especial de chirivía, y un vaso de ginebra de endrino para el señor Chatterwick y para mi madre, cosa que, sin duda, señalaba el rango superior de ambos.

La señora Couch me dijo que, en tiempos pasados, había vivido allí la Familia, y que nadie iba a hacerle creer —no era que nadie lo intentara— que era justo y bueno que las casas pasaran a otras manos y pertenecieran a gente que no tenía aquí raíces. Aquélla era una referencia a Sylvester Milner.

—¿Vendrá a casa para Navidad? —preguntó la mujer de uno de los jardineros.

—Espero que no —dijo Jess, la doncella de adentro, que fue rápidamente reprobada por el señor Catterwick, mientras yo sentía aquel estremecimiento entre fascinación y miedo que siempre despertaba en mí el nombre de Sylvester Milner.

Mi madre, al igual que el señor Catterwick, se mantenía un poco alejada de los criados. Uno debía conservar su posición, me había dicho, y los criados iban a respetarla por esto. Ellos sabían que ella «había venido a menos» y que yo estaba en el colegio Clunton, donde la señora Couch informó que había ido también una de las señoras de la Familia.

—Naturalmente —dijo la señora Couch— cuando la Familia vivía aquí, la hija del ama de llaves no habría ido al mismo colegio que una de las niñas de la casa. Hubiera sido inconcebible. Pero todo es diferente ahora. El vino… —se encogió de hombros y levantó los ojos al cielo con aire resignado.

Yo no había creído poder disfrutar tanto de la fiesta de Navidad sin mi padre. No sólo sentía la extrañeza de todo aquello, sino el abrumador misterio de Sylvester Milner.

Procuré descubrir lo más posible acerca de él. Comprendí que él nunca decía mucho, y había expresado claramente que las cosas debían ser hechas a su manera. La casa había cambiado desde que la había recibido de la Familia. Incluso había puesto en el pórtico unos perros de estilo pagano. Parecía que la Familia había vivido tiempos difíciles y se había visto obligada a vender la casa. Y el señor Milner había aparecido y la había adquirido. Se deslizaba por los cuartos, dijo la señora Couch. De pronto uno tropezaba con él. Hablaba en una especie de jerigonza con aquel Ling Fu. Con frecuencia ambos se encerraban en el Cuarto de los Tesoros. Y a la señora Couch le parecía que era algo profano cerrar un cuarto al señor Catterwick y darle la llave a un extranjero.

Creo que fue útil que la primera Navidad sin mi padre transcurriera en un ambiente tan diferente. Sentí menos nostalgia por el pasado. Dije que aquello era como un milagro, pero mi madre dijo que mi padre lo había preparado; nos había conducido aquí, porque se ocupaba de nosotras. Así debía ser, porque todo marchaba muy bien.

Nos divertimos mucho decorando el salón de los criados con acebo, muérdago y hiedra, e incluso el señor Catterwick sonrió burlón ante nuestras antiguallas, y reprendió con suavidad a las doncellas por su exuberancia. Los cantores navideños vinieron para Nochebuena, cantaron en el pórtico, y mi madre puso un chelín en la bandeja de ellos, por cuenta de la casa.

Naturalmente, cuando estaba aquí la Familia —dijo la señora Couch— pasaban al salón y el señor, la señora y el resto de la Familia los convidaban con ponche caliente y pasteles de carne. Se había hecho así por generaciones. Era una lástima que los tiempos hubieran cambiado.

Tenía una mecedora en la cocina y le gustaba balancearse después de una pesada jornada. Aquello la apaciguaba. Desde mi llegada le gustaba hablar conmigo; y yo estaba tan interesada que me alegraba de escucharla. Pasaba mucho tiempo en la cocina con la señora Couch. A mi madre le alegraba que nos hubiéramos hecho amigas, porque no cabía duda que la cocinera era una potencia dentro de la casa.

Hablaba mucho de la Familia, y de cómo eran antes las cosas.

—Una casa como Dios manda —decía implicando que había algo que no debía ser como en el estado actual—. Estaban el señor, la señora y las dos hijas. Las educaron —proseguía— como debe educarse a las señoritas, y seguramente habrían hecho buenos casamientos a su debido tiempo. Pero el señor era jugador… siempre lo fue… y su padre lo fue antes que él. Juntos se jugaron la fortuna.

—Y después vendieron la casa —señalé.

Ella se inclinó hacia mí.

—Por una bicoca —silbó—. El señor Sylvester Milner es un verdadero hombre de negocios. Compró cuando a la familia no le quedaba más remedio que vender.

—¿Qué ha sido de la Familia?

—El señor murió. De dolor, dijeron. La señora se fue a vivir con sus parientes. Una de las señoritas se fue con ella y he oído que la otra tomó un puesto como institutriz. Fue tremendo. ¡Ella, que había tenido una institutriz cuando niña, verse obligada a emplear a una de sus hijas…!

Me pregunté, vagamente, qué haría yo cuando creciera. ¿Iba acaso a convertirme en institutriz? Era un pensamiento como un balde de agua fría.

—Me preguntó si quería quedarme y le dije que lo haría. La casa siempre me ha gustado. Por cierto que no sabía que…

Me incliné hacia ella.

—¿Qué era lo que usted no sabía, señora Couch? —Que iba a haber un cambio tan grande.

—La vida siempre cambia —le recordé.

—Todo había marchado aquí de la misma manera, como debía ser. Teníamos algunas diferencias. El señor Catterwick y yo no siempre nos hemos llevado bien, como ahora. Pero entonces era distinto.

—¿Qué pasa cuando él está aquí? —pregunté.

—¿El señor Milner? Bueno, trae amigos a comer. Y casi seguramente van después al Cuarto de los Tesoros. Hablan. De negocios, supongo, ya que se ocupan de negocios. Pero no es lo que yo o el señor Catterwick habíamos esperado. Estoy acostumbrada a la nobleza, y lo mismo le pasa al señor Catterwick.

—Siempre le queda a usted el recurso de irse y trabajar con una familia que no haya perdido su fortuna en el juego —sugerí.

—Me gusta estar establecida y me he establecido aquí. Soportaré un poco… porque él no está aquí todo el tiempo.

—¿Le habla a usted alguna vez?

Ella ladeó la cabeza y después dijo:

—No es hombre de venir jamás a la cocina y ordenar el menú, como debe hacerse en una familia.

—Cuando sus amigos vienen a comer…

—Entonces voy a su sala y golpeo la puerta, con toda audacia. «¿Qué hago de comida, señor Milner?» le digo. Y él contesta: «Lo dejo por su cuenta, señora Couch». Y no tengo manera de saber si a esos amigos de él les gusta tal o cual cosa. Le aseguro que él no es como la Familia. Sin embargo debe ser rico. Compró la propiedad, ¿no? Y nos ha mantenido aquí a todos.

—Y casi nunca viene…

Oh, viene aquí entre uno y otro viaje.

—¿Cuándo piensa él volver, señora Couch?

—No es hombre de dar aviso.

—Quizás le guste presentarse súbitamente para ver lo que hacen ustedes.

—Yo no diría eso.

Y así charlábamos y yo siempre lograba que la señora Couch dejara de hablar de la familia y hablara del propietario actual de Roland’s Croft.

El día de Navidad sirvieron un pato, seguido por un pastel navideño, solemnemente traído a la mesa por el mismo señor Catterwick, y rodeado por místicas llamas de coñac que eran amorosamente contempladas por la señora Couch. Mi madre se sentó a la cabecera, en un extremo, de la gran mesa y el señor Catterwick en el otro, y todos los criados y sus familias estaban allí presentes.

Me tocó a mí la moneda de seis peniques del pastel, y por consiguiente los tres deseos a lo que esto me daba derecho. Deseé ver al señor Milner antes de volver al colegio; después pedí ver el Cuarto de los Tesoros: el tercer deseo fue que mi madre y yo siguiéramos viviendo en Roland’s Croft.

Pensé que si mi padre estuviera aquí habría sido la mejor Navidad que nunca había vivido, pero, naturalmente, de haber estado él vivo nunca hubiéramos venido aquí.

Después de la comida todos tuvimos que «representar» algo, con excepción de mi madre y el señor Catterwick, cuya dignidad los ponía a salvo, y la señora Couch, cuya corpulencia la excusaba. Hubo canciones, se recitaron versos, e incluso se bailó; y uno de los jardineros y su hijo tocaron el violín. Yo recité El naufragio del Hesperus, y la señora Couch dijo entre murmullos que lo hacía tan bien que la había hecho llorar.

Durante la velada mi madre me mandó arriba a buscar su chal, y al salir del cuarto de los criados y cerrar la puerta a las luces y a la alegría, tuve conciencia bruscamente de la silenciosa casa que me rodeaba. Fue casi una premonición. Aquel cálido salón de los criados parecía todo un mundo, lejano ahora. Con un pánico súbito e inexplicable corrí por las escaleras hacia el cuarto de mi madre, recogí el chal y me preparé a bajar. Pero antes me planté un instante ante la ventana y miré hacia afuera. La vela que había traído conmigo no me mostró nada, fuera del reflejo de mi rostro. Oía el viento entre los árboles y sabía que, no muy lejos, estaba el bosque, que, desde hacía tiempo, se decía estaba hechizado por los fantasmas de aquéllos que habían sufrido allí.

Desesperadamente deseé volver a la comodidad del salón de servicio y, sin embargo, había en mí una irresistible urgencia de quedarme.

Pensé entonces en el Cuarto de los Tesoros, que siempre estaba cerrado. Hay algo intrigante en un cuarto cerrado. Recordé una conversación que había tenido con la señora Couch. «Debe haber allí cosas preciosas para que lo tengan cerrado de ese modo» había dicho yo. «Debe haberlas». «En cierto sentido es como Barba Azul. Pero Barba Azul tenía una esposa muy curiosa. ¿Es casado el señor Milner?». «Oh, es un señor muy raro. Nunca ha dicho nada. Por lo menos aquí no tiene mujer». «A menos que la guarde en el cuarto secreto. Quizás ella sea su tesoro». Eso había hecho reír a la señora Couch. «Las mujeres tienen que comer —había dicho— y yo sería la primera en estar enterada si hay que alimentar a alguien». Y aquella abrumadora curiosidad que mi padre había dicho debía ser refrenada, se apoderó de mí y decidí espiar en el Cuarto de los Tesoros.

Sabía dónde quedaba porque mi madre me lo había dicho. «Los apartamentos del señor Milner están en el tercer piso, ocupan todo ese piso».

Había pretextado una excusa para ir allí una tarde, cuando la casa estaba en reposo. Probé abrir todas las puertas, y espié en los cuartos: un dormitorio, una sala, una biblioteca; y había una puerta que estaba cerrada.

Y ahora, estrujando el chal de mi madre, profundamente consciente de la oscuridad y del silencio de esta parte de la escalera, me forcé en subir al tercer piso.

Mantenía la vela en alto. Mi palpitante sombra parecía rara y amenazadora al reflejarse en la pared. «Vuelve» decía una voz dentro de mí. «No tienes derecho de estar aquí». Pero algo más fuerte me impulsaba a seguir; me dirigí directamente hacia la puerta que había estado cerrada y giré el picaporte. Mi corazón latía salvajemente. Esperaba que la puerta se abriera y que algo me atrapara y me arrastrara dentro… no sé muy bien qué. Ante mi inmenso alivio la puerta seguía cerrada. Aferrando con fuerza la vela corrí escaleras abajo.

¡Qué alivio abrir la puerta del salón de servicio, oír a Jeffers cantar una balada llamada Thara, un poco desentonada, ver que mi madre se llevaba el dedo a los labios previniéndome para que esperara hasta el fin de la canción! Y seguí allí contenta de la oportunidad de calmar la loca carrera de mi corazón, riendo de mis fantasías, preguntándome qué había esperado encontrar.

—Has tardado mucho, Jane —dijo mi madre. ¿No encontrabas el chal?

El segundo día del año tuvo lugar un incidente que se me grabó en el recuerdo. Amy, la doncella de servicio estaba sacando algo del estante alto de un armario y, al hacerlo, tiró un poco de acebo. Yo estaba en aquel momento en la cocina; estábamos las dos solas, y ella me dijo:

—Ha estorbado desde que lo pusieron ahí y lo mismo pasa con el que está en el armario. Era hora de que se cayera. Ayúdame, Jane.

Sostuve la silla mientras ella subía cuando la sacó, dije:

—Está mal colocado. Si sacamos todo no lo parecerá.

Empezamos pues a retirar el acebo y, Mientras lo hacíamos, entró la señora Couch. Nos miró horrorizada.

—¿Qué estáis haciendo? —gritó.

—Las hojas secas estorbaban — dijo Amy —y la Navidad ya ha pasado, es hora de sacarlo.

—¿Hora de sacarlo? ¿No estás enterada de nada, Amy Clint? No hay que retirarlo hasta la Noche de Reyes. ¿No sabes que sacarlo antes trae una horrible mala suerte?

Amy se puso pálida. Yo las miré a ambas. La señora Couch había perdido su cómoda apariencia regordeta: era como un profeta del mal. Sus ojos, que nunca habían sido muy grandes, casi desaparecían en el blanco budín de su cara.

—Vuelve a ponerlo enseguida —dijo—. Tal vez no se hayan dado cuenta.

—¿Quién podría no haberse dado cuenta? —pregunté.

Pero ella estaba demasiado asustada para contestarme.

Más tarde, cuando se mecía en su mecedora, le pregunté por qué no había que sacar los adornos hasta la Noche de Reyes. Ella dijo que era una costumbre que había pasado de generación en generación, excepto para los ignorantes como Amy Clint. Las brujas consideraban aquello como un insulto.

—¿Por qué? ¿Qué tienen ellas que ver con la Navidad?

—Hay cosas que no pueden explicarse —dijo misteriosamente la señora Couch.

—La cuñada de mi hermano era una bromista. Sacó los adornos el día de Año Nuevo, y mira lo que le ha pasado.

—¿Qué le pasó?

—Murió antes del año. Si eso no lo demuestra, ¿qué puede demostrarlo?

No quedé enteramente convencida que la cuñada del hermano de la señora Couch y su muerte inesperada tuvieran algo que ver con sacar los adornos de Navidad, pero me pareció imprudente expresar mis dudas.

Aquellas vacaciones memorables terminaron en una atmósfera que me pareció dramática.

El 20 de enero yo debía volver al colegio y mi madre estaba ocupada cosiendo etiquetas con los nombres en mis cosas y preparando mi baúl. Ella y Jeffers iban a acompañarme a la estación. Jeffers decía que le recordaba los antiguos tiempos eso de llevar a una señorita al colegio… ¡y nada menos que al mismo Clunton! Era evidente que dudaba que fuera apropiado que una señorita como yo fuera a ese establecimiento tan exclusivo, ya que se trataba sólo de la hija del ama de llaves, pero, al igual que la señora Couch, estaba preparado a aceptar el hecho de que los tiempos habían cambiado.

Yo lamentaba la terminación de mi estancia en Roland’s Croft. Ya me sentía como parte de la casa. Sólo deseaba dos cosas y esperaba que sucediera un milagro para que ocurrieran: poder ver por dentro el Cuarto de los Tesoros para asegurarme que sólo había allí adornos preciosos, y tener ocasión de ver al señor Sylvester Milner.

Una de las teorías de mi madre era que, si uno desea mucho una cosa y cree poder conseguirla la conseguirá, siempre que haga todo lo que está a su alcance para obtenerla. «Fe y decisión» acostumbraba a decir «una cosa es tan importante como la otra».

Tendría que esperar a las vacaciones de verano antes de volver a Roland’s Croft, porque el colegio quedaba demasiado lejos para volver en las breves vacaciones de Pascua. Y no había visto el Cuarto de los Tesoros ni a Sylvester Milner.

Unos cinco días antes de regresar al colegio hubo noticias de que el señor Milner regresaría pronto. Ling Fu lo precedería. Me pareció una increíble mala suerte que el señor Milner volviera dos días después de mi partida para el colegio. Pero al menos iba a ver a su misterioso criado.

Vigilé desde la ventana y quedé un poco desilusionada al ver bajar del cochecito a un hombre pequeño. Miró hacia la casa como si supiera que lo estaban observando y yo di un salto hacia atrás. Naturalmente no podía haberme visto, pero tuve la sensación de culpabilidad de los que espían. Apenas percibí sus facciones orientales. Quedé desilusionada al ver que llevaba ropas europeas y que no tenía una coleta.

Ya en la casa cambió de vestimenta; se puso unos brillantes pantalones de alpaca y una especie de túnica suelta. Sus zapatillas tenían adornos de plata y se curvaban levemente en la punta. Así parecía más oriental.

—Se escurre, se escurre; se escurre por la casa —se quejó la señora Couch—, nunca se sabe dónde está. ¿Por qué no tiene un buen criado inglés? ¿Quiere usted decírmelo?

El hombre me interesaba, aunque rara vez se cruzaba en mi camino; y dos días antes de partir para el colegio vi desde mi ventana que la cortina del Cuarto de los Tesoros había sido corrida, de manera que supe que él estaba allí.

La urgencia fue irresistible. Debía subir al tercer piso. Tenía que inventar una excusa para justificar allí mi presencia en caso de ser descubierta. ¿Acaso decir que deseaba ver el paisaje desde las ventanas más altas? ¿Serviría esto? Estaba demasiado impaciente para perder tiempo buscando un pretexto mejor.

Sigilosamente subí la escalera. La casa tenía esa quietud que era tan notable después del primer piso. Me dirigí hacia los apartamentos de Sylvester Milner. Mi madre los había hecho limpiar expresamente, para que estuvieran listos, y se sentía el olor de la cera de lustrar que ella misma había preparado, y que insistía era la mejor y que siempre iba a serlo —una mezcla de cera de abejas y aguarrás—. Y allí estaba el Cuarto de los Tesoros… y la puerta estaba abierta.

El corazón empezó a latirme apresuradamente. Me detuve en el dintel y miré. No había allí nadie: Di un paso en el cuarto. Es verdad que había hermosas figuras por todas partes. Algunas eran grandes, otras pequeñas. Había vasos de hermosos colores y varios Budas que supuse eran de jade. Miré fascinada sus extraños rostros, algunos benignos, otros siniestros. Avancé unos pasos en la habitación. ¡Finalmente estaba en el Cuarto de los Tesoros del señor Milner! Había un cuartito después de éste, donde se veía un lavabo y algunos materiales de limpieza. En el momento que espiaba en ese cuarto oí pasos. Alguien venía por el corredor. Sí procuraba salir inevitablemente iba a ser vista: por eso me metí en el cuartito y esperé.

Horrorizada oí que cerraban la puerta del cuarto y un leve ruido raspante como si giraran la llave en la cerradura. Salí al Cuarto de los Tesoros y corrí a la puerta: estaba cerrada.

Miré desesperada la puerta a medida que las consecuencias de lo que aquello representaba me invadían. Estaba segura que iba a traerme graves problemas. Aquel cuarto estaba lleno de objetos preciosos. Nadie tenía permiso para entrar con excepción de Ling Fu. Yo, que estaba aquí tolerada como quien dice, me había atrevido a romper la regla y, para castigo de mis pecados, estaba ahora encerrada.

Me dirigí a la ventana. Estaba atravesada por unas barras. Para proteger el tesoro, supuse. Quizás podría llamar la atención de alguien. Desee desesperadamente que esa persona fuera mi madre. No había nadie en el jardín. Me dirigí a la puerta y ya estaba a punto de empezar a golpear cuando vacilé. La única persona que deseaba que abriera esa puerta era mi madre. Sentí que iba a ser en verdad muy turbador enfrentar a Ling Fu y tener que decirle que me había metido en el cuarto cuando él no estaba. Supuse que había ido por unos segundos a alguno de los cuartos de aquel piso y, por una broma del destino, yo había llegado en ese preciso instante.

Miré alrededor. Era verdad que el señor Milner era un comerciante y éstas eran sus mercaderías. No había aquí un gran misterio como yo había imaginado. No entendía nada de aquellas cosas, pero, a pesar de mi ignorancia, no pude menos de quedar impresionada ante su belleza. Estaba segura de que aquellos objetos eran muy valiosos, pero estaba un poco desilusionada porque había esperado que aquel cuarto guardara algún oscuro secreto capaz de darme una clave para conocer el carácter de Sylvester Milner. Pero era tal como habían dicho… aquél era el cuarto donde él almacenaba sus tesoros, y, por ser tan valiosos, no quería que la habitación estuviera abierta para los criados: confiaba los tesoros al cuidado de Ling Fu, quien quizás por ser chino entendía algo de su valor.

Era un anti clímax y mi curiosidad me había puesto en una situación difícil. ¿Cómo salir de este cuarto sin delatar mi indiscreción? Si mi madre me descubría iba a quedar horrorizada, aunque sabía que siempre me había sido imposible refrenar mi curiosidad… Iba a ser reprendida y se me diría que jamás volviera a hacer una cosa semejante. Pero ¿cómo llamarle la atención? Volví a la ventana. Aquellas barras me hacían sentir como una prisionera. Probé otra vez la puerta. Después miré alrededor en busca de inspiración, y casi olvidé mi dilema en la contemplación de aquellos hermosos objetos. Había una figura de mujer tallada en marfil; era tan alta y graciosa, tan bella que me sentí conmovida. La examiné más detenidamente. Sus rasgos estaban finamente dibujados y la expresión tenía tanta vida que me pareció que me miraba. No me interesaban tanto los gordos Budas con sus ojos lastimeros. Había uno muy grande, que parecía hecho en bronce. Éste no era gordo, estaba sentado sobre una flor de loto: sus ojos eran malévolos y, cuando yo los miraba, daban la impresión de seguirme.

Tenía que salir de ahí. Podían ser sólo valiosas piezas de piedra, marfil o bronce, pero había cierta calidad rara en ellas que estaba de acuerdo con todo lo que yo había sentido en aquella casa.

No iba a ser agradable estar en este cuarto cuando llegara la oscuridad. Se me ocurrió la tonta idea de que, entonces, todas aquellas cosas inanimadas iban a cobrar vida; eran ellas y su dueño, Sylvester Milner, los que otorgaban aquella extrañeza a la casa.

¿Cómo salir? Volví a la ventana. Tal vez alguien pasara por el jardín. Ojalá fuera mi madre, rogué. Pero, aunque fuera una de las doncellas la llamaría. Era poco probable que fuera la señora Couch, que rara vez salía de la casa. Fuera quien fuera me sentiría agradecida y humildemente confesaría mi curiosidad.

Volví a la puerta pasando ante el Buda de bronce con sus ojos malignos. Parecían burlarse mientras me seguían.

Giré el picaporte. Sacudí la puerta. La golpee y grité llena de súbito pánico:

—¡Estoy encerrada!

No hubo respuesta.

Recuerdos de la infancia volvieron a mí. ¿Cuántas veces me habían dicho: «Por la curiosidad muere el gato»? Y recordaba a mi madre contando el cuento del destino de Medlesonie Matty, que levantó la tapa de la tetera para ver lo que había dentro.

Había sido un error venir acá. Sabía que estaba prohibido. Era, como diría mi madre, abusar de la hospitalidad.

Amablemente se me había permitido venir, y yo me había portado poco cortésmente. Era tan mala como Medlesonie Matty y el Gato Curioso. Ambos habían pagado por su curiosidad, y lo mismo iba a pasarme a mí.

Procuré guardar la calma. Miré una vez más los hermosos objetos. Mi atención se sintió momentáneamente atraída por una colección de varillas en un recipiente de jade.

Supuse que eran de marfil. Las conté. Había cuarenta y nueve. Me pregunté qué serían.

Me dirigí al cuartito contiguo y lo examiné. Abrí la puerta de un armario y vi cepillos, plumeros y una larga casaca que probablemente se ponía Ling Fu cuando limpiaba. Había una silla, me senté en ella y me miré desesperada los pies.

Afuera oí ruido de cascos de caballos y corrí a la ventana. Era el coche que doblaba frente a las cocheras y enfilaba por el sendero. Volví a mi asiento y me pregunté cómo podría salir de aquel lugar. No me importaba que me descubrieran. Sólo quería salir. Grité a todo lo que pude. Nadie respondió. Las paredes eran gruesas y la gente rara vez subía al tercer piso. Empecé a asustarme a medida que el crepúsculo, que venía temprano en aquellas tardes invernales, empezaba a descender. Debía haber sido alrededor de las tres de la tarde cuando había entrado en el cuarto: ahora debían ser las cuatro y media. Mi madre aun no me había echado de menos, pero lo haría más tarde…

Comencé a imaginar lo que iba a pasarme. ¿Con cuánta frecuencia venía Ling Fu a este cuarto? No todos los días. Por lo tanto iba a quedar encerrada como la novia de Mistloe Bough. Sólo iban a encontrar mi esqueleto. Pero, antes de esto, tendría que pasar la noche sola con aquel siniestro y burlón Buda de bronce. Algunas otras figuras también me hacían sentir incómoda. Ya ahora, cuando empezaban a caer las sombras, los objetos parecían cambiar sutilmente. Y cuando fuera oscuro… la idea de estar en la oscuridad con aquellas cosas me hizo volver a golpear la puerta.

Procuré pensar que aquello era lo mejor. Desde la ventana podía ver el sol invernal ya bajo en el cielo. Dentro de media hora habría desaparecido.

Golpeé otra vez la puerta. No hubo respuesta. Me consolé pensando que pronto me echarían de menos. Mi madre se angustiaría. La señora Couch se sentaría en la mecedora y hablaría de las cosas terribles que pueden suceder a las muchachas perdidas.

El cuarto iba llenándose de sombras; yo tenía conciencia del silencio. Las formas de los ornamentos parecían cambiar y procuré en vano apartar los ojos del Buda de bronce. Por un momento pareció parpadear. Era casi como si sus parpados se bajaran. Antes sólo había sido burlón: ahora era maligno.

Mi imaginación empezó a correr enloquecida. Sylvester Milner era un brujo. Era un Pigmalión que daba un aliento de vida a aquellos objetos. Y éstos no eran lo que parecían… piezas de piedra y bronce. Había dentro de cada uno un espíritu vivo… un espíritu malo.

La luz se volvía más y más difusa. En un impulso cogí las varillas de marfil. Las miré en medio de una concentración, procurando pensar cómo salir de aquel cuarto antes que fuera totalmente oscuro.

Después oí un ruido. Por primera vez en mi vida sentí que se me erizaba el pelo. Me puse de pie y quedé inmóvil, con las varillas en la mano.

La puerta se abrió lentamente. Vi temblar una luz. En el dintel se erguía una figura. Por un momento pensé que se había materializado el Buda de bronce, después vi que sólo era un hombre que estaba allí, de pie.

Llevaba en la mano un candelabro con una vela. Lo mantenía en alto, de manera que la llama se agitaba contra su cara —una cara extraña, vacía de expresión. En la cabeza llevaba una gorra redonda de terciopelo, del mismo tono fresa que su casaca. Me miraba fijamente.

—¿Quién es usted? —preguntó imperiosamente.

—Soy Jane Lindsay —contesté y mi voz resonó aguda—. Me quedé aquí encerrada.

Él cerró la puerta tras de sí, avanzó en el cuarto y se me acercó.

—¿Por qué tiene usted las varas de milenrama? Miré las varillas de marfil que tenía en la mano.

—Yo… yo no sabía —y un tremendo horror se apoderó de mí, porque comprendí que me había sido concedido el segundo deseo: estaba frente a Sylvester Milner.

Tomó las varillas que yo tenía en la mano y, ante mi sorpresa, las colocó sobre una mesita que me enteré era de marfil. Pareció absorto en esto… como si estuviera más interesado en las varillas que en mí. Después me miró intensamente.

—¡Hum! —murmuró.

Tartamudee:

—Perdone. La puerta estaba abierta y miré… y luego, antes de darme cuenta de lo que había pasado llegó alguien y me encerró.

—Este cuarto está cerrado —dijo él—. ¿por qué cree usted que es así?

—Porque hay cosas muy valiosas, supongo.

—¿Y aprecia usted los hermosos objetos de arte?

Vacilé. Supe que no podía decir una mentira porque él iba a darse cuenta de inmediato.

—Estoy segura que los apreciaría si supiera algo de ellos.

Él asintió.

—Pero es usted curiosa.

—Sí, supongo que sí.

—No debe usted venir aquí sin permiso. Está prohibido. Váyase ahora.

Al pasar miré las marfileñas varillas que había sobre la mesa. Tuve un miedo terrible de que me agarrara el pelo al pasar y me convirtiera en alguna de aquellas figuras. Desaparecería así extrañamente y nadie sabría que había sido de mí.

Pero no sucedió nada de esto. Salí al corredor. Corrí a mi cuarto y cerré la puerta. Mis mejillas estaban rojas, el pelo más despeinado que de costumbre y mis ojos brillaban. Me pareció haber vivido una aventura fantástica. Mi madre entró en el cuarto.

—¿Dónde has estado, Jane? Te he buscado en todas partes. Tu baúl está casi listo.

Vacilé. Después pensé que era mejor decir la verdad.

—Creo, mamá —dije— que acabo de conocer a Sylvester Milner.

—Ha regresado hace un rato. ¿Lo viste desde la ventana?

—Lo vi en el Cuarto de los Tesoros.

—¿Cómo? —exclamó ella. Cuando le conté lo que había pasado palideció.

—¡Oh, Jane —dijo— cómo has podido hacer eso! ¡Cuando todo marchaba tan bien! Este será el fin. Me pedirán que me vaya.

Me sentí muy afligida. Ella había luchado duramente y mi curiosidad había destruido nuestras posibilidades, como el gato que las había matado.

—No creí hacer nada malo —exclamé.

¡Cuántas veces en el pasado había dicho estas palabras!

—Creí… echar un rápido vistazo y salir enseguida. ¿Sabes? La forma en que hablan del Cuarto de los Tesoros me hizo pensar que no podía haber allí cosas corrientes, ordinarias. Creí que había algo misterioso…

Mi madre no escuchaba. Comprendí que estaba pensando que debía embalar sus cosas y partir dentro de un mes, y que iba a comenzar de nuevo la pesada tarea de encontrar un empleo. ¿Y dónde iba a encontrar algo tan conveniente como lo que había encontrado en Roland’s Croft? Fue un viaje melancólico el que hicimos a la estación dos días después, con Jeffers y mi madre. Ella esperaba a cada momento ser llamada por el señor Milner.

Miré hacia el pórtico con los perros chinos y pensé: «No volveré a verlos más». Las vacaciones de verano iba a pasarlas en otra parte.

Compartía la melancolía de mi madre, y la mía era aún mayor que la suya porque estaba cargada de culpa. Ella me abrazó cariñosamente.

—No importa, Jane —dijo—. La cosa está pasada y terminada. Supongo que tu padre encontrará otro empleo para nosotras dos… quizás algo mejor.

Asentí sombríamente. Para mí no podía haber un lugar más fascinante que Roland’s Croft, con su cálida cocina, su salón de servicio y su fantástico Cuarto del Tesoro, y, sobre todo, quizás, con su extraño propietario.

Con cada correo esperé la noticia de que nos habían despedido. No pasó nada.

Después mi madre me escribió diciendo: «El señor Milner nunca ha mencionado que te encontró en el Cuarto de los Tesoros. Parece haberlo olvidado. Es algo que debemos agradecer y, si no me dice nada antes del verano, cuando vengas a pasar las vacaciones, querrá decir que la cosa anda bien».

No tuvimos ninguna noticia y me preparé a ir a Roland’s Croft para las vacaciones de verano. Los tres deseos formulados a la moneda de seis peniques de plata se habían realizado.