El collar de la isla
Al día siguiente me sentí totalmente recuperada y las extrañas ideas que me habían acosado la noche anterior habían desaparecido. Lo primero que quería hacer era ir al palomar y darle las gracias a Slack por acudir en mi ayuda. Y allí estaba, como si me esperase.
—Slack —le dije—, te agradezco que vinieses a rescatarme.
—Podía haberla traído yo solo —dijo él.
—Estoy segura de ello. Pero resultó que el señor Jago estaba allí.
—Yo no soy fuerte, pero tengo el don. Podría haberla salvado, señorita Ellen, como salvo a los pájaros.
—Lo sé, Slack. Gracias.
—Lo que ocurrió no me gusta… Claro que las barcas hacen agua a veces, pero… —Sacudió la cabeza y me preguntó—: ¿Usted qué vio, señorita Ellen?
—¿Qué vi? Pues de pronto me di cuenta de que entraba agua en la barca. Me pareció que en el fondo había algo pegajoso… como azúcar… Y después no tuve tiempo de pensar en nada, aparte de cómo podía llegar a la playa.
—Algo pegajoso… —repitió Slack frunciendo el ceño—. ¿Como azúcar, ha dicho usted? No sé cómo pudo llegar ese azúcar al fondo de la Ellen.
—Supongo que me equivoqué. Estaba asustada.
—Quizás eran trocitos de algas.
—Quizá. Pero ahora estoy a salvo. Quería decirte que fue maravilloso oír tu voz llamándome, Slack.
—Fue por el don que tengo. Tuve un presentimiento y bajé a la playa a ver lo que ocurría. Oí una voz que me avisaba que me necesitaban allí. Me ocurre a veces cuando me necesita un pájaro o algún animal.
—Bien, entonces tendré que darle las gracias a tu don además de a ti, Slack.
—Sí, señorita Ellen. No olvide nunca que lo tengo. ¿Dice usted que vio azúcar en el fondo de la barca?
—Bueno, eso es lo que me pareció entonces. Unos granos de azúcar.
—Es raro. Pero no se preocupe, yo cuidaré de usted. Si me necesita, yo lo sabré.
Los claros ojos de Slack habían cambiado. Tenían ahora una expresión casi fanática. Los criados se llevaban un dedo a la frente, en un gesto significativo, cuando hablaban de Slack. Les había oído murmurar: «No está bien de aquí». Pero Slack tenía algo en la cabeza, estaba segura. Querido Slack… me alegraba de tenerle por amigo.
El accidente de la barca me había aproximado a Slack. Por razones fáciles de comprender, en los días siguientes no sentí deseo alguno de salir al mar y, desde luego, no sola. No habría sido necesario que Jago me lo aconsejase. Me quedaba en la isla e iba a menudo al palomar para ayudar a Slack a alimentar a las palomas. Él me daba un tazón de maíz y nos colocábamos los dos en el patio, donde las palomas venían a comerlo.
Una vez me dijo:
—¿Dijo usted azúcar, señorita Ellen?
Por un momento, no supe a qué se refería, pero después respondí:
—Ah, quieres decir en la barca. Es que no tuve tiempo de pensar qué era. Me pareció que eran unos granos de azúcar, en un punto donde todavía no había llegado el agua. Después, cuando entró más agua, me pareció ver algunos granos de azúcar flotando en ella. Pero estaba demasiado trastornada como para pensar con claridad. Fue una idea fugaz. Ya puedes imaginártelo, fueron unos momentos terribles, Slack.
Él frunció el ceño y dijo:
—El azúcar tarda un rato en deshacerse en el agua fría. La sal se habría disuelto antes.
—¿Cómo podía haber sido azúcar? ¿Cómo podía haber llegado allí?
—No podía haber llegado allí si no lo hubiese puesto alguien, señorita Ellen.
—Slack, ¿qué quieres decir?
—¿Dónde estará la barca ahora? Si hubiese vuelto, si volviese entera…
—Pero ahora ya no encontraríamos el azúcar —dije.
—No, pero veríamos el agujero por el que entró el agua.
—Pero ya sabemos con certeza que había un agujero.
—Lo que no sabemos es cómo se hizo ese agujero. Eso es lo que yo quisiera saber.
—Slack, ¿qué estás pensando?
—Pienso que quizás alguien hizo ese agujero y lo tapó con azúcar. Usted no lo vio al salir con la barca, porque el azúcar tarda en disolverse. Y, cuando se disolvió, el agujero dejó entrar el agua, el agua que no podía entrar antes.
—¿Quieres decir que alguien…?
—No sé exactamente lo que quiero decir, pero a veces suceden cosas terribles. Yo lo sé. Hay que tenerlo presente. No debe reírse de ello y decir… —se golpeó levemente la sien con el índice, dando a entender que yo podía pensar, como pensaban otros, que «no estaba bien de la cabeza».
Lo que Slack insinuaba parecía absurdo. ¿Creía realmente que alguien había hecho un agujero en mi barca, que nadie utilizaba excepto yo, sabiendo que tarde o temprano saldría al mar con ella… y seguramente sola? Era demasiado horrible. ¿Quién habría sido capaz?
Gwennol estaba celosa porque Michael Hydrock se había mostrado amable conmigo. Jenifry estaba preocupada por el futuro de su hija. Yo había desconfiado de Jenifry desde aquella primera noche. A menudo me había reído de mí misma por aquello: sólo porque su imagen en un antiguo espejo había adquirido por un momento una expresión malévola, le atribuía todo tipo de siniestras intenciones. Y ahora, además, estaba mi amistad con Michael Hydrock. Pero no. No era posible. Habría sido distinto si Michael me hubiese pedido que me casase con él y yo hubiese aceptado. En tal caso, habría entendido que los celos de las dos mujeres llegasen al máximo. Pero no era así. Entre Michael Hydrock y yo no había más que una simpatía mutua. Él era un caballero muy cortés y bondadoso que se había mostrado amable y hospitalario conmigo. No era una razón de peso para que Gwennol sintiese celos.
Sin embargo, la relación entre las dos había cambiado desde que ella había descubierto que yo conocía a Michael Hydrock desde antes de llegar a la isla. En un principio, Gwennol se había mostrado muy amistosa hacia mí; ahora, en cambio, estaba muy seria, como si tratase de hacerme confesar algo. Me parecía que, cada vez que yo salía, se preguntaba si iba a encontrarme con Michael Hydrock. En cuanto a Jenifry, sin duda se había propuesto tener a Michael como yerno. Ciertamente, Michael era el mejor partido de la vecindad, un hombre que cualquier madre habría deseado para su hija. Aquel asunto del azúcar era una hipótesis descabellada; deseé no habérselo contado a Slack.
—Debe tener cuidado, señorita Ellen —me dijo.
—Lo haré. Cuando vuelva a salir en una barca, la examinaré cuidadosamente antes.
—Pero quizá la próxima vez no sea una barca.
—¿La próxima vez?
—No sé por qué le digo esto, señorita Ellen. Es que quiero velar por usted, como velé por la señorita Silva…
—¿Como velaste por ella?
Sonrió.
—Ella siempre venía a verme —me dijo—. Sufría una especie de ataques. Oh, no eran ataques de tirarse por el suelo y hacerse daño ella misma… no eran de esa clase. Eran ataques de tristeza y de rabia. Entonces venía a hablar conmigo y, como yo tengo el don, sabía cómo calmarla.
—Debías de saber muchas cosas de ella, quizá más que nadie.
—Creo que sí.
—Aquella noche en que se marchó… Había tormenta, y a pesar de ello cogió una barca y trató de pasar al continente.
Vi que caía sobre los ojos del muchacho aquel velo de reserva.
—Sí, nadie entendió por qué lo hizo —convino.
—¿Sabías tú que iba a marcharse?
Vaciló un momento y después respondió:
—Sí, yo lo sabía.
—¿Por qué no intentaste detenerla? Tú sabías que era improbable que llegase sana y salva al otro lado.
—Era imposible tratar de detener a la señorita Silva cuando se empeñaba en hacer algo. Era como un caballo salvaje. No había modo de razonar con ella.
—Algo debió de ocurrir para que deseara marcharse con tanta prisa.
—Sí.
—¿Qué fue, Slack? Tú tienes que saberlo. —Permaneció un momento en silencio—. Silva era mi hermana —añadí—. Piensa en ello: tuvimos el mismo padre, deberíamos habernos criado juntas.
—Ella no era como usted, señorita Ellen. No puede haber dos personas más diferentes.
—Desde luego, yo no me habría embarcado en una noche de tormenta.
—La señorita Silva vino a verme antes de marcharse. Me ayudó a dar de comer a las palomas, como está haciendo usted ahora. Volaban a nuestro alrededor, arrullando, contentas, Y ella me dijo: «Slack, me voy. Me voy a un lugar donde seré feliz. Aquí no podría serlo nunca».
—Oh, Slack, ¿crees que era tan desgraciada que se fue realmente así?
El muchacho se quedó pensativo un momento y después dijo:
—La señorita Silva me dio una cosa. Me dijo: «Guárdame esto, Slack. Quizás alguien te lo pida algún día. Quizá te lo pediré yo misma si no sale todo como lo he previsto».
—¿Qué es lo que te dio?
—Se lo enseñaré.
Me llevó al palomar. Encima de un armario había una caja. Se sacó una llave del bolsillo y la abrió. En el interior de la caja había dos cuadernos infantiles, como el que yo había encontrado en mi escritorio. Se apoderó de mí una gran excitación. ¿Podía ser que aquellos cuadernos encerrasen la clave de la desaparición de Silva? Extendí la mano para cogerlos, pero Slack me miró desconcertado.
—Me pidió que se los guardase —dijo.
—¿Te pidió que no se los enseñases a nadie?
—Eso no me lo dijo.
—¿Los has leído tú?
Él negó con la cabeza.
—Yo no sé leer tanto, señorita Ellen. Sólo entiendo las cosas sencillas. La señorita Silva tenía miedo…, tenía miedo de alguien que vivía en el castillo. Y me parece que lo escribió aquí.
—Slack —rogué—, déjame leerlos.
—He estado pensando —dijo él—. Me he dicho: se los enseñaré a la señorita Ellen. Y le diré una cosa, he estado a punto de hacerlo varias veces. Por fin, cuando usted me dijo lo del azúcar, sentí como si la señorita Silva me dijese: «Déjale leer mis cuadernos, Slack. Quizá le sirvan de algo».
Me entregó los cuadernos.
—Subo a mi habitación para leerlos enseguida —le dije—. Gracias, Slack.
—Espero estar haciendo bien —dijo Slack, inquieto.
—Nunca olvidaré lo que podría haberme ocurrido de no ser por ti —le dije con seriedad.
—El señor Jago también estaba allí, ¿no es cierto? Dio la casualidad de que estaba allí, pero me alegro mucho de haber estado yo también.
Hasta más adelante no pensé lo que quería decir con aquello. Estaba muy excitada por el descubrimiento de los cuadernos y, sin perder tiempo, fui a encerrarme en mi habitación para leerlos.
Era la misma escritura grande e irregular, aunque expresaba un grado más alto de madurez que la del primer cuaderno.
He encontrado —leí— aquel cuaderno en el que escribí una especie de diario hace años. Me ha hecho reír y llorar un poco. Me lo ha recordado todo con gran claridad y he pensado que habría sido interesante haber escrito más, y tener ahora un buen montón de recuerdos de aquella época, aunque en mi pobre vida nunca ocurre nada. En cierto modo, fueron buenos tiempos aquellos en que mi madrastra estaba aquí con la pequeña. Cuando se fueron me sentí terriblemente sola. Al principio, pensé que mi padre me querría quizás un poco más si no había otra persona a quien querer. ¡Qué equivocada estaba! Es cierto que yo era una niña difícil. Las institutrices no duraban. Todas decían lo mismo, que no sabían qué hacer conmigo. Lo que recuerdo claramente de aquellos días es la tarde en que mi padre me mandó llamar.
Fue poco después de que se hubiese marchado mi madrastra. Yo debía de tener unos catorce años. Recuerdo lo ilusionada que me sentí cuando me llegó el recado. Me permití imaginar que mi padre iba a decirme que me quería, a pesar de todo, y que en adelante íbamos a ser amigos. Es extraordinario cómo la imaginación puede crear su propio universo, aunque no tenga ninguna razón sólida en que basarse. Ya me veía a mí misma pasando las tardes de invierno en su estudio, tomando el té con él o sentada en un banquillo a sus pies mientras hablábamos. Y oía que los sirvientes susurraban: «Nadie le comprende como la señorita Silva. Apenas llega el señor a casa, pregunta dónde está ella».
¡Qué tonta fui! Como si la marcha de mi madrastra pudiese haber ablandado un carácter como el suyo… Lo que ocurrió en realidad fue que, en cuanto estuve ante él, mis esperanzas se marchitaron bajo su dura mirada. Mi mejor vestido —color fresa con un cinturón del mismo tono—, que yo había creído que me sentaba tan bien, colgaba sin gracia sobre mi cuerpo, porque me veía a mí misma a través de sus ojos. Todo lo que tenía que decirme mi padre era que mi última institutriz había anunciado su marcha, y que él no se sentía inclinado a contratar a otra. Si yo quería ser ignorante, cosa que evidentemente era mi intención, podía continuar siéndolo. Me dijo que yo era tonta, perezosa e inútil, y que iba a desentenderse de mí. Ni siquiera sabía, dijo, por qué se había molestado en hacer tanto por mí. Pero, puesto que no podía permitir que la gente dijese que tenía a una pequeña salvaje en su hogar, había decidido, tras larga reflexión, contratar a una nueva institutriz. Si recibía alguna queja de ésta, sería la última.
Me retiré, sintiéndome muy desgraciada, pero después me dije: «Por lo menos me ha mandado llamar y me ha hablado. Nunca lo había hecho antes». Después pensé que, si adelantaba en mis estudios y me esforzaba por ser la hija de la que él pudiese sentirse orgulloso, quizá con el tiempo llegaría a quererme. Aquella idea me reconfortaba y mi imaginación comenzó a volar creando agradables escenas en las que recrearme. Me vi en Polcrag con él, ocupándonos de asuntos de la hacienda. «¿Mi hija? —decía él—. Es mi mano derecha». «Sí, mi hija Silva se está convirtiendo en una joven encantadora». «¿Casarse? Oh, espero que no lo haga todavía. No quiero perderla tan pronto. En todo caso, si lo hace insistiré en que su esposo viva en el castillo».
¡Qué estúpido puede ser uno! En el fondo, yo sabía que nunca sería así.
Pero aquellos días que viví entre absurdos sueños de gloria personal y momentos de gran depresión, aquellos tiempos en que odiaba a todo el mundo y a mí misma más que a nadie, han pasado por fin. Y no vale la pena escribir acerca de ellos, porque lo hago con una visión retrospectiva y, seguramente, no estoy plasmando la realidad, que sólo se puede ver con claridad en el momento en que las cosas suceden.
Seguía una página en blanco, por lo que adiviné que Silva había abandonado la idea de escribir durante unos días y había continuado después. La niña que había sido en aquellos tiempos de los que hablaba era la que, hallándose confinada en su habitación, había escrito: «Estoy aquí prisionera» en el armario. Había estado prisionera porque vivía encerrada en su propio carácter. Y quizá los que la rodeaban habían contribuido a hacerla como era.
El diario volvía a empezar:
Su presencia se siente por todas partes. Desde que mi padre sufrió el ataque, se ha hecho cargo de todo. Ya antes se ocupaba de muchas cosas, y la gente le respetaba más de lo que respetaron nunca a mi padre. Sólo tiene que dar una orden para que todos le obedezcan. Es una característica suya. Mi padre no era así. Él se encolerizaba con sus subordinados si éstos no le obedecían, y se mostraba vengativo incluso. Nunca perdonaba a nadie que le hubiese ofendido. Jago no actúa igual. No creo que nadie se atreviese siquiera a ofenderle, de modo que es difícil saber si es rencoroso o no.
Ayer, cuando yo estaba en la rosaleda cogiendo rosas, vino Jago a hablar conmigo. Me volví de pronto y allí estaba, junto a mí. Ahora parece como si siempre me observara, y eso me pone nerviosa.
Me dijo:
—Mi hermana Jenifry va a venir a vivir aquí con su hijita. Las dos serán una buena compañía para ti.
—¿Van a vivir aquí? —pregunté.
—Sí. Te gustarán, ya lo verás.
Jago tiene una forma especial de decirle a uno lo que le gustará, como desafiándole descaradamente a que no le guste.
—¿Qué dice a eso mi padre? —le pregunté, porque siempre quería saber qué decía y hacía mi padre.
Las únicas veces en que le veía era cuando él estaba asomado a su ventana y yo en el jardín. Yo le miraba esperanzada, pero él siempre se retiraba de la ventana. Recuerdo que veía a Fenwick empujándole en su silla de ruedas. Yo debía mantenerme fuera de su vista y, si por casualidad me veía, se comportaba como si yo no existiese. Aún ahora acuden las lágrimas a mis ojos cuando recuerdo aquella época. Siempre tenía ganas de gritarle: «¿Qué he hecho? ¡Dime qué he hecho!».
Fenwick era siempre muy discreto. Jago decía que mi padre no podía vivir sin Fenwick, ni éste sin mi padre.
Ahora estoy esperando con impaciencia la llegada de la hermana y de la sobrina de Jago.
Otra página en blanco indicaba que había pasado algún tiempo más. Después venía lo siguiente:
Gwennol tiene unos ocho años. Es bonita e inteligente. La pequeña, la hija de mi madrastra, debe de tener ahora la misma edad. La que no me gusta es Jenifry. Creo que le duele el hecho de que yo sea la hija de la casa. ¡La idea de que alguien tenga celos de mí es francamente cómica! Pero siempre se esfuerza por hacer destacar a Gwennol. Su preocupación es innecesaria. Gwennol es mucho más atractiva que yo. A pesar de todo, me alegro de que estén aquí. Gwennol estudia también con mi institutriz. Es mucho más lista de lo que yo era.
¿Por qué he empezado a escribir esto? En realidad, no tengo nada que contar. Todos los días son iguales al anterior. No escribiré más.
En aquel cuaderno no había nada más, efectivamente, aunque quedaban muchas páginas en blanco. Tomé el otro cuaderno.
Es evidente que no soy la persona adecuada para escribir un diario. Mi vida es aburridísima y ahora, además, me estoy haciendo vieja. La mayoría de las chicas asisten a fiestas y están rodeadas de muchachos que las cortejan. Mi padre, según me han dicho, ha declarado que no piensa malgastar dinero en presentarme en sociedad, Jenifry, en cambio, se ocupa de que Gwennol tenga una cierta vida social. Gwennol es ahora muy amiga de Michael Hydrock, que es el mejor partido de la vecindad, y está muy ilusionada, porque él se muestra especialmente amable con ella. Ayer noche, Gwennol subió a mi habitación. Acababa de llegar del continente en una barca. Le brillaban los ojos y tenía en las mejillas un bonito rubor que va muy bien con su cabello oscuro.
—Hubo una fiesta en Hydrock Manor —me dijo—. Oh, Silva, qué lugar tan bonito… Hay pavos reales paseándose por el jardín y la casa es una preciosidad. Aborrezco este viejo castillo, ¿tú no?
—Sí —respondí—. Está lleno de recuerdos del pasado. Cuando paso cerca de las mazmorras, me parece oír gritar a los fantasmas de los prisioneros.
—Es lógico —dijo Gwennol—. Pero, en algún momento, los habitantes de este castillo deben de haber vivido con alegría. Debe de haber habido fiestas y celebraciones en el salón grande. ¿Y por qué los fantasmas tienen que ser siempre temibles? ¿Por qué no pueden ser benévolos, como el fantasma de Hydrock Manor? Se trata de un anciano caballero que procura que los habitantes de la casa sean felices. Michael me ha contado hoy la historia. Parece ser que el fantasma se ocupa especialmente de las esposas de la familia.
—Estás enamorada de él —le dije.
—Todas las muchachas están enamoradas de él.
—Eso debe de complicarle bastante la vida.
—¿Por qué? ¿No te gustaría que todos los muchachos estuviesen enamorados de ti?
—Nunca se ha enamorado nadie de mí, así que no puedo decirlo.
—¡Pobre Silva! —exclamó—. Te llevaré, algún día a Hydrock Manor conmigo. Allí conocerías a gente.
Es de noche y no puedo dormir. Esta habitación tiene algo que no me gusta. Está llena de sombras. O quizá no me gusta porque he sido tan desgraciada en ella. Alguien ha dicho: «La vida es lo que uno hace de ella». Si eso es cierto, yo he estropeado la mía.
Estoy sentada en mi escritorio, escribiendo. No tiene sentido estar en la cama si no se puede dormir. Acabo de pasar junto al armario y he visto aquella estúpida inscripción infantil. Quisiera poder borrarla. Recuerdo el día en que la escribí. Me habían enviado a mi habitación durante dos días y dos noches porque había cometido algún delito, que ahora ni siquiera recuerdo.
Estoy introspectiva esta noche, y es a causa de Gwennol. Está enamorada y, al observarla, he visto con claridad lo que ha ido mal en mi vida: nadie me ha querido nunca, excepto, quizá, mi madre; cuando ella murió, no quedó absolutamente nadie más. Ahora sé lo que deseo por encima de todo: que alguien me quiera. Si hago cosas raras, es porque nadie me quiere. De pronto pierdo la calma y me pongo a chillar; es porque quiero que alguien me odie, ya que no me quieren. El odio, al menos, es una manera de que se den cuenta de que existo.
Mientras escribo esto, pienso en Jago. Ha cambiado con respecto a mí. Ahora se muestra muy bondadoso. No es que antes no lo fuera, sino que no se fijaba en mí, sencillamente. Hace dos días dimos un paseo a caballo por la isla y me habló de ella de ese modo en que lo hace siempre, como si la isla fuese lo más importante que hubiera en el mundo. Estaba muy contenta cuando volvimos al castillo. ¿Por qué de pronto Jago se interesa por mí?
Ayer, Fenwick estaba en el jardín, sentado en el banco que hay junto al estanque. Me acerqué a él, porque no es habitual verle sin mi padre.
—¿Dónde está mi padre hoy? —le pregunté.
—Seguramente pasará el día en cama, señorita Silva.
—¿Se encuentra mal?
—Su padre está muy enfermo, señorita.
—Sé que sufrió un ataque hace algún tiempo.
—A consecuencia de aquel ataque se quedó inválido, y ahora…
—Lo siento —dije—. Desearía que estuviese dispuesto a verme.
Fenwick sacudió la cabeza.
—No vaya a su habitación bajo ningún pretexto, señorita —me dijo—. Eso sería fatal para él, en el estado en que se encuentra.
—¿Sabe usted por qué me odia tanto? —le pregunté.
Él se encogió de hombros.
—Supongo que es porque deseaba tener un hijo y no una hija —sugerí yo—. Es algo bastante corriente.
—Sí —dijo Fenwick—. De todos modos, no le gustan los niños.
Me di cuenta de que Fenwick estaba inquieto. Pensé que quizá se preguntaba qué haría si mi padre moría. Mi padre no podía vivir sin Fenwick, como había dicho Jago, pero ¿qué haría Fenwick sin mi padre?
No le diría esto a nadie, pero puedo escribirlo. Tendré que tener mucho cuidado con estos cuadernos. Está bien que a nadie le interese lo que yo hago. Creo que Jago piensa pedirme que me case con él.
Dejé el cuaderno. No quería saber más acerca de Silva y Jago. No tenía derecho a curiosear en sus vidas. Pero ¿no había curioseado ya en la de Silva? Lo que realmente me preocupaba era que estaba a punto de leer algo que no iba a gustarme.
¡Jago y Silva! No se me había ocurrido…
Miré el cuaderno que tenía en las manos. No debería estar leyendo aquello. ¿Por qué me lo había dado Slack? ¿Por qué Silva le había dejado a él aquellos cuadernos? Tenía que haber una razón.
Hoy me he encontrado con él. He ido al continente y él estaba en la hostería. ¡Qué guapo y distinguido es! No podía creer que se interesase por mí. Hemos tomado vino y pastelillos de azafrán, y hemos hablado mucho. Después me ha propuesto que alquilásemos un par de caballos y fuésemos a dar un paseo.
¡Qué día tan hermoso! Hemos tomado un tentempié en la posada La Muñeca de Trigo, que es un hermoso y romántico lugar con esas bonitas lámparas de loza en las mesas y las muñecas de trigo por todas partes. Hemos tomado sidra y pastas, que nunca me habían parecido tan deliciosas.
—Tenemos que volver aquí —me ha dicho.
¿Es posible enamorarse con tanta rapidez?
Me pareció que se refería a Michael Hydrock. ¿Estaría él enamorado de ella? ¿O se mostraba cortés y encantador sólo porque aquél era su modo de ser? Pobre Silva, espero que no sufriese ningún desengaño. Pasé varias páginas.
¿Para qué escribir cuando se es feliz? Él me quiere, me lo ha dicho. Es maravilloso. Me ha dicho que nos casaremos y que todo será diferente. Le he hablado de mi padre y de mi vida en el castillo.
La vida es maravillosa.
Venía ahora otro espacio en blanco. Después, leí:
El pintor estaba también en el continente. Nos ha invitado a pasar la tarde en la Roca Azul y ha estado muy amable y hospitalario. Nos ha enseñado su estudio y sus cuadros, en los que aparecen los pájaros, el mar y las islas. Ha dicho que nos esperaba otro día.
Ha sido un día magnífico, como todos los que pasamos juntos.
Había otro espacio en blanco, y después:
Ahora desearía no haber escrito todo esto. No tiene sentido. Creo que lo único que he hecho hasta ahora es darle vueltas a mi infelicidad, recrearme en mi desgracia, aunque parezca contradictorio. Ahora todo ha pasado; soy muy feliz y quiero a todo el mundo.
Hoy he mirado hacia la ventana de mi padre y le he visto allí. Parecía encontrarse muy mal y he pensado: «¿Y si se lo dijese?». Pero no me he atrevido a subir, pues recordaba lo que me dijo Fenwick: que verme sería fatal para él. No quisiera tener eso en mi conciencia… precisamente ahora.
No había nada más en todo el cuaderno.
Aunque sentía que conocía mejor a Silva, los sucesos que habían precedido a la trágica noche de la tormenta resultaban ahora más misteriosos que nunca. ¿Por qué Silva había salido en barca, sabedora de que estaba arriesgando su vida? Parecía haber sólo una respuesta: porque estaba desesperada. Quizás aquella inesperada y reciente felicidad había terminado en una amarga desilusión, y Silva había decidido poner su destino en manos del cruel e indiferente mar…
¡Mi pobre hermana! ¡Cuánto deseaba haber estado con ella para que me confiase sus alegrías y sus penas! Estaba segura de que habría podido ayudarla. Guardé los cuadernos en un cajón y lo cerré con llave, porque no quería que nadie más los leyese. Pensé en aquel diario y me pregunté por qué Slack, que debía de saber algo de la historia de Silva, me lo había entregado. ¿Lo había hecho como una advertencia? Era un muchacho extraño. A veces me parecía que no era más que un pobre retrasado mental, como decía casi todo el mundo, y otras veces me parecía tener una extraordinaria intuición.
Silva había desaparecido una noche tormentosa. ¿Veía Slack alguna similitud entre ella y yo? Silva salió en una barca y la barca volvió sin ella. Y un día, quizás otra barca sería devuelta por el mar, una barca en cuyo costado aparecería el nombre de Ellen.
Silva había ido al continente y un hombre, cuyo nombre no mencionaba, había sido amable con ella. Ella afirmaba que él la amaba, que se lo había dicho. Silva no debía de ser la persona que imagina fácilmente que alguien la quiere. Incluso me parecía que debió de ser bastante difícil para el hombre convencerla de ello. Se habían encontrado, habían ido juntos a La Muñeca de Trigo, y él debía de haberle dicho entonces que la amaba. Y, sin embargo, ella había salido en una barca en busca de una muerte casi segura.
¿Por qué? ¿Estaba desesperada? Ella, que nunca se había sentido amada y que de pronto creía que un hombre La amaba, ¿había descubierto su error? ¿Había sido aquel descubrimiento superior a sus tuerzas? ¿O la había convencido alguien con engaños para que tomase la barca y arriesgase su vida en el mar?
Apareció ante mí una visión del rostro de Jenifry cuando me vio despidiéndome de Michael Hydrock, el día que éste me acompañó a la isla. Gwennol estaba enamorada de él y Jenifry quería para su hija el mejor partido de la vecindad. Era muy extraño que la barca de Silva hubiese vuelto sin ella, y que la barca en la que yo iba hubiese hecho agua después de que a mí me pareciese ver azúcar en el fondo.
Empezaba a sentirme muy inquieta.
Fui con Jago a la isla de los Pájaros.
—He observado que no has salido al mar desde el día del accidente —me dijo.
—Es que el recuerdo es aún muy vivo. Pasé momentos de verdadero terror, creí que iba a morir.
—¡Mi pobre Ellen! Espero que, estando conmigo, no tengas miedo.
—Estoy segura de que, si la barca volcase, me salvarías como la otra vez.
—Todo lo que deseo, Ellen —me dijo muy serio—, es estar cerca de ti cuando quiera que me necesites.
Llegamos a la isla y él me ayudó a salir de la barca.
—¿Recuerdas la otra vez que vinimos aquí? —me preguntó.
—Sí. Fue el día que nos encontrarnos con el pintor que vive en la Roca Azul. Por cierto, he visto algunos de sus cuadros en escaparates. Me han gustado mucho. ¿Te gusta a ti lo que pinta el señor Manton?
—Sí, creo que es un buen pintor. Dime, Ellen, ¿te sientes realmente feliz en la isla? ¿Tengo razón al creer que cada dia te encuentras mejor aquí?
—Me gusta mucho estar aquí, sobre todo ahora que estoy empezando a conocer a la gente. Me cuentan sus cosas y eso me conmueve. Supongo que es porque me hace sentir que estoy en mi hogar.
—Lo estás, Ellen.
—Sí, supongo que sí. Pero hace muy poco que he llegado, y puesto que no conocí a mi padre… —fruncí el ceño—. Me parece que mi padre no era muy querido por nadie.
—Lo dices porque tu madre le abandonó de aquel modo. Lo cierto es que, en el mismo momento en que la conocí, supe que nunca se adaptaría a nuestro modo de vida. Ella necesitaba más alegría, una vida más animada.
—Pues su vida tampoco fue muy alegre mientras estuvo con mi abuela. Lo que me parece extraño es que mi padre no quisiese a sus propias hijas.
—Recuerda que estaba muy enfermo.
—Sé que sufrió un ataque, pero ya antes de estar enfermo parecía no querernos mucho.
—Estuvo enfermo durante mucho tiempo. Después de que tu madre se marchara llevándote con ella, nunca fue el mismo.
—Aún le quedaba mi hermanastra.
—Silva era una muchacha extraña y él nunca la quiso.
—¿Por qué no?
No quise decirle que había leído aquellos cuadernos; era un secreto entre Slack y yo. Sin saber aquello, Jago no podía entender cómo tenía yo una imagen tan clara de mi padre. Se encogió de hombros.
—Silva era una muchacha difícil —dijo—. Ninguna de sus institutrices se quedaba mucho tiempo. Era arisca y le gustaba mucho estar sola. A veces desaparecía un día entero sin decir a nadie adónde iba. Pero de nada sirve volver sobre el pasado. Ellen. Yo prefiero hablar del futuro.
—¿De tu futuro?
—Y del tuyo, que, según espero, estará ligado al mío.
Adopté una expresión de sorpresa. Él se acercó más a mí y continuó.
—Ellen, desde que llegaste, todo ha sido diferente para mí. Hasta la isla ha adquirido una importancia nueva. Siempre la he amado y he trabajado con ardor para hacerla feliz y próspera, pero ahora todo eso me parece mucho más importante.
Empezó a latirme el corazón muy aprisa. Yo sabía ya lo que implicaba la actitud de Jago hacia mí, pero no esperaba una declaración tan pronto.
—No querrás decir… —comencé, sabiendo muy bien lo que quería decir.
Me rodeó con un brazo y me atrajo hacia él. Me tomó la barbilla con la mano y observó mi rostro con atención.
—Ellen, no puedo creer que no sientas nada por mí.
—Es imposible no sentir nada por ti, Jago.
—Eso significa que todo el mundo debe amarme o bien odiarme. ¿Qué es lo que sientes tú, Ellen?
—No te odio, desde luego.
—Entonces, ¿me amas?
—Eres tú quien ha dicho que la gente ha de amarte u odiarte. Pero existen sentimientos intermedios.
—No me interesan los sentimientos intermedios.
—Eso no quiere decir que no existan.
—Te quiero, Ellen. Quiero casarme contigo, y a la mayor brevedad posible. Quiero ir ahora mismo a la iglesia para las amonestaciones. Creo que han de transcurrir tres semanas por lo menos antes de la boda. Ven, vayamos ahora mismo.
Se había puesto de pie de un salto, pero yo permanecí sentada.
—Vas demasiado deprisa, Jago —dije—. Recuerda que, hace muy poco tiempo, yo estaba prometida con otro hombre. No puedo tomar una decisión así con tanta rapidez. Además, no estoy completamente segura de que nuestro matrimonio fuese acertado.
Me miró con asombro.
—¿Que no sería acertado? ¡Ellen querida, no es posible que pienses así!
—Pienso así. Últimamente me han sucedido demasiadas cosas. El año pasado, por estas fechas, no había pensado aún en casarme con nadie. Después me prometí con Philip y él murió. Y ahora tú me propones que me case contigo dentro de tres semanas.
—¿Qué tiene que ver el tiempo con nuestro amor? Yo te quiero y tú me quieres. ¿Por qué habríamos de esperar?
—Porque no estoy segura.
—¿Que no estás segura? Pero tú eres una mujer que sabe lo que quiere, Ellen. No eres ninguna muchachita tonta que se deja arrastrar en la dirección en que sopla el viento.
—Exactamente. No estaba enamorada de Philip.
—Por supuesto que no. Lo sabes ahora, porque ahora te das cuenta de lo que es estar enamorada.
—Por favor, escúchame, Jago. No quiero tomar una decisión precipitada. La isla me gusta muchísimo, cada día me siento mejor aquí. Pero no he pensado en casarme y no puedo decidir una cuestión así en cinco minutos. Debes comprenderlo.
Él se arrodilló junto a mí.
—Me decepcionas. Ellen.
—Lo siento, pero debía hablarte con sinceridad.
—¿Qué sientes por mí?
—Me gusta estar contigo y me gusta aprender acerca de la isla, Todo esto me parece fascinante.
—¿Incluyéndome a mí?
—Sí. Jago, incluyéndote a ti.
—¿Pero no me quieres lo bastante como para casarte conmigo?
—No te conozco lo bastante.
—¡Que no me conoces! ¡Después de todo este tiempo!
—No es tanto tiempo.
—Pero yo creía que sabías de mi todo lo que querías saber.
—No creo que nadie sepa nunca todo lo que quiere saber acerca de otra persona.
—Eso es muy filosófico, Ellen. Yo sé lo suficiente para los dos. Sé que te quiero. Sé que nadie ha significado para mí lo mismo que tú, y sé que no estaba realmente vivo hasta que tú llegaste. ¿No te basta con eso? ¿No ves que nuestro matrimonio sería lo mejor que podría ocurrimos a los dos?
—¿Por qué? —pregunté.
Me miró con incredulidad.
—Estaríamos los dos juntos en esta isla hasta el fin de nuestros días. Juntos, la convertiríamos en un paraíso.
—Pero si dos personas están enamoradas, el lugar donde vivan no tiene importancia.
—Claro que no. Pero nosotros tenemos la isla.
—Jago —dije, poniéndome en pie—, te agradezco tu proposición, pero…
—¿Qué quieres decir? «Te agradezco tu proposición pero…». ¿Cómo puedes darme las gracias por lo que sabes que me ha obsesionado durante varias semanas?
Se había puesto en pie. Me tomó en sus brazos y aproximó su rostro al mío. Vi que sus gruesos párpados ocultaban parcialmente sus ojos, como si no quisiese dejarme ver todo lo que había en ellos. Me besó en los labios y sentí una respuesta inmediata a su pasión, cosa que nunca me había ocurrido con Philip.
Oí, por encima de nuestras cabezas, el chillido de una gaviota, un chillido que tenía algo de burlón.
—No, Jago —dije—. Debo pensarlo bien. Debo pensar en muchas cosas. Esto me ha recordado lo que ocurrió en Londres, que aún no he podido olvidar totalmente.
—Fue una salida afortunada para ti, querida. Es así como tienes que verlo.
—No fue muy afortunado para Philip.
—Philip murió. Deja en paz el pasado, no puedes guardar luto por Philip eternamente.
—No, supongo que no. Cuando lo haya olvidado, podré ser feliz; y sé que lo haré, pero ese momento todavía no ha llegado. Deja que te lo explique, Jago: cuando Philip me pidió que me casase con él, yo tenía ante mí un futuro horrible. Habría estado muy asustada si lo hubiese mirado de frente, pero me convencía a mí misma de que no llegaría. Cuando Philip se me declaró fue como un milagro; fue algo demasiado maravilloso para ser cierto. Pero después… Sí, poco antes de que él muriese, empecé a tener dudas acerca de nuestra unión, y mi fe infantil en el futuro disminuyó considerablemente. Ahora estoy aquí. Amo esta isla, sí, y me gusta mucho estar contigo. Si tuviésemos que separarnos para no volver a vernos, me sentiría desgraciada. Pero no estoy segura de que eso sea suficiente. Dame algún tiempo para reflexionar, Jago. Te guste o no, lo necesito, Sigamos como hasta ahora, por el momento. Hazlo por mí, Jago. Cuando estoy contigo, creo que te amo, pero necesito estar segura.
Estábamos muy cerca el uno del otro, mientras él apretaba fuertemente mis manos.
—Mi querida Ellen —dijo—, haré lo que tú desees.
—Gracias, Jago. Volvamos a la isla. Quiero pensar.
Recogió la manta y se la colgó de un brazo, mientras me ofrecía el otro. Cuando bajábamos hacia la barca, las gaviotas nos acompañaban con sus melancólicos gritos. Jago remó hasta la isla en silencio y, cuando estábamos ya ante el castillo, me dijo:
—Ellen, ven conmigo. Quiero darte una cosa.
Fui con él a su sala y vi cómo sacaba de un cajón del escritorio un collar hecho de piedras toscamente talladas, unidas por una cadena de oro. Lo extendió y lo sostuvo en sus manos.
—Este collar ha pertenecido a nuestra familia durante trescientos años —explicó—. Es el collar de la isla Kellaway. Estas piedras son topacios, amatistas, cornalinas y ágatas. Todas han sido encontradas en la isla. En la playa, a las horas adecuadas, se pueden encontrar piedras como éstas: buscando bien, claro…
Tomé el collar en mis manos.
—Lo han llevado las mujeres de la familia Kellaway durante varios siglos —continuó Jago—. Tú se lo regalarás a nuestra hija y ella a la suya, y así sucesivamente. Este collar significa que su portadora pertenece a la isla.
—Creo que es prematuro que yo acepte este collar. Jago.
—Yo no lo creo así. —Me lo tomó de las manos y me lo puso. Sus manos se quedaron apoyadas en mi nuca y, cuando yo levanté una de las mías para tocar el collar, la tomó entre las de él—. Te sienta muy bien —me dijo—. Parece que lo hayan diseñado para ti. Llévalo, Ellen. Llévalo para complacerme. Yo vacilaba, pues me parecía que aquel collar era como un anillo de compromiso. No entendía lo que me pasaba; por lo general, yo era una persona de decisiones rápidas. ¿Qué sentía hacia Jago? Si me hubiese separado de él, su recuerdo me habría perseguido, habría estado triste y habría ansiado volver a verle. Lo que más deseaba en el mundo era estar con Jago, pero, al mismo tiempo, no estaba segura de conocerle realmente.
Subí a mi habitación. Lo primero que hice allí fue abrir el álbum de mi madre por la página donde estaban los dos retratos de Jago. Allí estaban, como dos personas diferentes. Yo veía a menudo al bondadoso y protector Jago, al tutor que me había acogido tan afectuosamente. Pero ¿y el otro? Pasé unas páginas hasta encontrar el retrato de Silva, y pensé: «¡Oh, Silva, cuántas cosas podrías decirme si estuvieses aquí!».
Pasé unas páginas más. El álbum se abrió fácilmente por la que yo buscaba: aquella en la que aparecía reproducida la habitación, la habitación agradable y acogedora que, incluso desde el papel, me causaba aquella sensación de temor que recordaba tan bien del sueño. Alcé la mirada y vi mi imagen en el espejo. Llevaba el collar de piedras de la isla. ¡Cuántas cosas me quedaban por saber!