Se pierde la «Ellen»
Había llegado a remar muy bien, y era tan capaz de manejar una barca como Gwennol o Jenifry. Ninguna de las dos me había vuelto a hablar acerca de Michael Hydrock, como si deseasen convencerme de que sus objeciones a ese respecto nunca habían tenido lugar.
Jago estaba muy ocupado en la isla. Supervisaba personalmente la marcha de las granjas y organizaba los intercambios comerciales con el exterior, lo que le obligaba a ir y venir constantemente del continente. Pero casi siempre se las arreglaba para pasar parte del día conmigo. Nada le gustaba más que recorrer la isla a caballo en mi compañía. Me presentaba a los granjeros y a los tenderos, al posadero, al párroco de la pequeña iglesia y a todos los habitantes. Nuestra relación se estrechaba y, casi contra mi voluntad, me sentía arrastrada por aquel magnetismo que parecía emanar de él; comenzaba a sentir la necesidad de verle todos los días y durante mucho tiempo.
Mis progresos con el remo le encantaron, Una mañana me llevó a la playa, donde me mostró una de las barcas recién pintada y con El nombre de Ellen escrito a un lado, lo que me hizo sentir muy orgullosa. A partir de aquel día, salí sola a bordo de la Ellen, pero sin adentrarme nunca en el mar. Solía rodear la isla y atracar en alguna playa que no había visitado antes; allí me echaba en la arena y pensaba en todo lo que me había ocurrido, y en lo que me reservaba el futuro. Había muchos detalles del pasado que desconocía aún, y me parecía que los que me rodeaban guardaban silencio deliberadamente, lo cual les daba un aura de misterio. Tenía la sensación de que, si llegaba a descubrir qué le había ocurrido a Silva en realidad, tendría la clave de todo. ¿Por qué Silva se había adentrado en el mar a bordo de una frágil barca en una noche de tormenta? Si realmente lo había hecho, sólo existía una respuesta: porque estaba cansada de vivir y vio en ello una escapatoria a una existencia insoportable.
¿Había decidido acabar de una vez por todas? ¡Pobre hermana mía, qué desgraciada debió de ser! «Estoy aquí prisionera». Pero era una niña cuando escribió aquello; su institutriz le había dicho que no saldría de su habitación mientras no realizase un determinado trabajo. Era algo que les ocurría a la mayor parte de los niños en un momento u otro, pero ella había exagerado la situación. Jago había dicho que estaba desequilibrada y no quería hablar más de ella. No había sentido interés por Silva, y aquel supuesto desequilibrio le bastaba como explicación. La pobre muchacha había sido incapaz de adaptarse a la vida y había huido de ella de un modo trágico. La barca había sido escupida por el mar… sin ella. Y todos habían aceptado lo que este hecho parecía indicar.
Mi padre, que era también el suyo, la odiaba, según ella. Quizá no le gustaran los niños. Por lo que contaban todos, no era una persona muy agradable. Se había llevado mal con su primera esposa, y la segunda, mi madre, le había abandonado. Yo recordaba de ella su amor hacia mí, sus cuidados, la seguridad que me proporcionaba; todo lo que una criatura necesita de su madre. Si había querido a su hija y le había dejado aquellos recuerdos, ¿podía ser culpa suya el fracaso de su matrimonio? Tal vez se hubiera debido a alguna otra razón. Aunque una buena madre no era necesariamente una buena esposa. ¡Oh, cuánto deseaba que alguien me contara lo que tanto necesitaba saber!
Entonces recordé algo que había oído. Mi padre vivía recluido en sus habitaciones, pero tenía un secretario y ayuda de cámara, Fenwick. ¿Qué me habían dicho de Fenwick? Que había ido a vivir al continente. Si hablase con él, quizás averiguaría algo acerca de mi padre. Decidí intentarlo y pensé cuál sería la mejor manera de abordar el asunto. Si le hablaba a Jago de mi deseo, él me diría: «¿Qué puede decirte Fenwick que yo no pueda?». Y quizá tendría razón, pero lo cierto era que él no me decía todo lo que yo quería saber, y que la opinión de una persona como Fenwick resultaba interesante. A menudo, los secretarios saben más de sus señores que los parientes próximos. Y no podía preguntar a Gwennol ni a Jenifry porque había demasiada tensión entre nosotras.
Mientras reflexionaba acerca de todo ello, llegó el correo. Una de las barcas salía todos los días —si el tiempo lo permitía— para recogerlo en Polcrag, y aquel día me llegó una carta de Esmeralda, lo cual me llenó de alegría. Yo le había escrito dos veces: una desde el continente habiéndole de mi viaje y otra desde el castillo, contándole mis primeras impresiones. Cogí la carta y me la llevé a mi cuarto para leerla.
Esmeralda celebraba que me agradase vivir con mi familia. Por mi descripción, el castillo le parecía maravilloso y sentía grandes deseos de verlo. Me contaba que sus padres habían dado varios bailes, y que en uno de ellos había conocido a un muchacho muy agradable llamado Freddy Bellings. El joven Bellings no era el primogénito, pero su familia era rica, y la tía Agatha veía con buenos ojos su amistad con Esmeralda. Ésta me hablaba mucho de Freddy: del color de sus ojos, de su gentileza y de su capacidad para bromear sin herir la susceptibilidad de las personas. Noté que estaba empezando a enamorarse de él y eso me alegró, pues siempre me había sentido un poco culpable por haberle quitado a Philip.
Creo —me decía—, que la actual institutriz de la señora Oman Lemming lo pasa muy mal. Parece muy infeliz y asustada. Tú no habrías podido adaptarte a ese trabajo, Ellen. Tuviste suerte al escapar de él.
Vemos mucho a los Carrington —seguía diciendo—. Lady Emily ha comenzado a recibir otra vez. Nadie menciona nunca a Philip, pero a veces a ella se la ve triste. Me pregunta por ti de vez en cuando, y desea que seas feliz. Hay otra persona que me pregunta por ti: Rollo. Quiso saber adónde habías ido y dónde vivías. Yo acababa de recibir la carta en la que me hablabas de ese hermoso castillo y de la isla. Se lo dije, y le interesó mucho.
Me alegraba que Esmeralda hubiese conocido al tal Freddy, y me parecía magnífico que sintiese por él lo que evidentemente sentía, y que la tía Agatha lo aprobase. Y me sorprendía que Rollo se interesase tanto por mí. Quizás estaba arrepentido de su dureza conmigo. Pero, como me sentía muy lejos del pasado, mi pensamiento volvió pronto al problema del momento: cómo encontrar a Fenwick para preguntarle por mi padre.
Los Pengelly estaban bien enterados de cuanto ocurría en la vecindad, por lo que seguramente conocerían el domicilio actual de Fenwick. Resolví ir a la hostería y averiguarlo. Decidí hacer sola la travesía; sentía deseos de hacerlo y, además, estaba segura de remar bien. El mar estaba muy tranquilo y quería aprovechar la ocasión. Una vez hubiese hecho sola las dos travesías, la de ida y la de vuelta, me sentiría lo bastante segura como para hacerlo siempre. Salí, pues, en la Ellen y llegué al continente sin novedad. Fui directamente a la hostería, donde encontré a la señora Pengelly y le pregunté si podía dedicarme unos momentos, pues quería decirle algo.
Ella trajo el inevitable vino casero y los pastelillos de azafrán y, mientras los tomábamos, le pregunté si sabía dónde podía encontrar al señor Fenwick.
—¿Quiere decir el señor que trabajaba en el castillo con el señor Charles Kellaway?
—Sí, el secretario y ayuda de cámara de mi padre.
—Se marchó de la isla cuando su padre murió.
—Pero no hace mucho de eso. ¿Sabe usted adónde fue?
—Pues sí: se retiró a una casita de campo, cerca de Fallerton.
—¿Dónde está Fallerton?
—A unos diez kilómetros de aquí. He oído decir que el señor Fenwick cultiva hortalizas y flores para venderlas.
—Voy a ir a visitarle —declaré.
Ella me miró, sorprendida.
—Quiero hablar con él acerca de mi padre.
Ella meneó la cabeza.
—Su padre estuvo muy enfermo al final de su vida, señorita Ellen —me dijo—. ¿Para qué quiere saber cosas? Se disgustará usted mucho.
—Pero yo quiero saber todo lo referente a mi familia. Todo el mundo se resiste a contármelo.
—Yo no puedo decirle gran cosa, señorita Ellen. Me marché del castillo hace diecisiete años. Cuando su madre se fue, yo ya no tenía nada que hacer allí.
—Tengo entendido que mi padre no fue feliz. Mi madre le abandonó…
—Es que no podía soportar vivir en la isla. Solía decir que estaba allí prisionera.
—Usted debió de conocer a Silva…
—Oh, sí, la señorita Silva. Era una muchacha extraña.
—¿Qué edad tenía cuando usted se marchó?
—Debía de tener unos trece años. No estoy segura. Era muy mala; no había nada que hacer con ella. A veces desaparecía durante varias horas y creíamos que le había ocurrido algo. Parecía como si quisiese desesperarnos a todos. La madre de usted y yo hacíamos lo que podíamos, y cuando nació usted pensamos que ella mejoraría. Y mejoró bastante, porque la quería a usted. Pero el señor Kellaway no quería verla ni tenerla cerca. Yo nunca había visto una cosa igual. A veces la veía llorar e iba a consolarla, pero entonces ella se ponía a saltar y a bailar y se reía de mí, gritando: «Eres una estúpida si crees que me importa lo que él haga». Era un problema la señorita Silva, ya lo creo.
—Es muy extraño que se marchase de aquel modo.
En el rostro de la señora Pengelly apareció una expresión cautelosa, que me recordó aquel velo que a veces, repentinamente, cubría la mirada de su hijo. Me di cuenta de que también ella sabía algo acerca de la extraña desaparición de Silva, algo que no estaba dispuesta a revelar. Pero, por el momento, mi atención se centraba en la posible entrevista con el señor Fenwick.
—Tomaré uno de sus caballos para ir a Fallerton —dije—. ¿Recuerda usted el nombre de esa casa?
—No lo recuerdo, señorita Ellen, pero Fallerton es un pueblo pequeño. Si pregunta allí, alguien se lo dirá.
Cuando me disponía a salir de la hostería, ya a lomos de mi montura, apareció Michael Hydrock, también a caballo.
—¡Señorita Kellaway, qué agradable sorpresa! —exclamó.
—Salía ahora mismo para Fallerton —le dije.
—¿Para Fallerton? Yo también voy hacia allá. La acompañaré.
—Pensaba que venía usted aquí.
—Venía a tomar algo, pero puedo muy bien prescindir de ello.
—Por favor, no quisiera alterar sus planes.
—Señorita Kellaway —me dijo con una sonrisa—, aun cuando se tratase de una alteración, no podría ser más agradable.
Había hecho dar la vuelta al caballo y estaba ahora a mi lado.
—Conozco un atajo que lleva a Fallerton —dijo—. Se lo enseñaré.
Habría sido una grosería negarme a aceptar su compañía; por otra parte, de no haber sido por aquellas desagradables escenas con Gwennol y Jenifry, la habría aceptado inmediatamente. Pero aquel día estarían las dos en la isla, de modo que podía permitirme el placer de la compañía de Michael.
—¿Adonde se dirige usted exactamente? —me preguntó—. Fallerton es sólo un pueblecito.
—Eso me han dicho. Quiero visitar a un tal señor Fenwick que vive allí.
—Fenwick… Había un Fenwick que trabajaba en el castillo en vida de su padre.
—Éste es el que yo busco. Deseo hablar con él acerca de mi padre.
—Tengo entendido que fue su secretario y ayuda de cámara, y que él le legó dinero suficiente para comprar la casa de Fallerton. Al menos, eso es lo que he oído decir.
—Encuentro a muy poca gente dispuesta a hablarme de mi padre y, como es natural, deseo saber de él cuanto sea posible. Resulta muy extraño no haber conocido al propio padre. Creo que nunca sintió ningún interés por mí.
—Pero, si su madre se la llevó a usted del castillo…
—Aun así, es extraño que nunca intentase ponerse en contacto conmigo. Al fin y al cabo, soy su hija.
—He oído decir que era un hombre que no perdonaba fácilmente.
—Todo lo que oigo de él es poco agradable.
—Siendo así, ¿no sería mejor no remover las cenizas del pasado?
—No, no podría. Tengo una gran necesidad de saber.
—Bien, pues veamos si encontramos al señor Fenwick.
Fue muy agradable recorrer con él aquella comarca, que conocía tan bien como la palma de su mano por haber vivido en ella toda su vida. Fallerton estaba fuera de su propiedad, me dijo; de otro modo, podría haberme dado más información acerca de Fenwick.
No tardamos en llegar. Como había dicho la señora Pengelly, era un pueblo pequeño, formado por una única calle, no muy larga, en la que se apiñaban unas pocas casas, y por uno o dos caseríos más apartados. Vimos a un hombre que conducía un carro de heno y que estaba colocándole el morral a su caballo. Al pasar, Michael le preguntó:
—¿Sabe dónde vive un tal señor Fenwick?
El hombre levantó la vista e, inmediatamente, su rostro mostró aquel respeto que Michael inspiraba en todo momento.
—Si quiere decir el señor John Fenwick que vivía en Mulberry Cottage, ya no está allí.
—¿Y dónde está Mulberry Cottage? —pregunté.
—Sigan la calle y después tuerzan a la derecha. AI cabo de cien metros lo encontrarán. Es una casa con un trozo de tierra al lado. Ese señor se dedicaba a vender lo que cultivaba allí. Las hortalizas eran buenas y las flores eran bonitas, pero dejó el negocio. Según dijo, aquel trabajo no le gustaba. Había estado trabajando varios años en el castillo Kellaway y el cambio no le complacía, así que vendió la casa y se marchó.
—¿Tiene idea de adónde fue?
—No, señor. No lo sé.
—¿Cree que lo sabría alguien de por aquí?
—No lo sé, señor. Quizás en la posada sepan algo. Parece que iba por allí a menudo.
Le dimos las gracias y nos dirigimos a Mulberry Cottage. El huerto se veía esmeradamente cuidado. Salió a la puerta una mujer de rostro sonrosado y nos dijo que, efectivamente, la casa y las tierras habían pertenecido al señor Fenwick, que se las había vendido a ellos hacía seis meses. Pero no sabía adónde se había trasladado el señor Fenwick. Michael creyó oportuno ir a la posada, donde podríamos tomar algo y preguntar por él.
Encontramos la posada, cuyo viejo letrero de madera se balanceaba y crujía encima de la puerta: «La Muñeca de Trigo». Entramos. Éramos los únicos parroquianos. Pedimos dos vasos de sidra y lo que tuviesen para comer. Pudimos elegir entre pastelillos de azafrán, pichón asado, pastelillos de cordero y carne fría. Cuando la dueña del establecimiento nos trajo los pastelillos calientes y la sidra, Michael le preguntó si conocía el paradero del señor John Fenwick.
—Ah, usted quiere decir el señor que vivía en Mulberry Cottage —dijo la mujer—. Pues no estuvo allí mucho tiempo. No era vida para él; aquel trabajo no era lo suyo.
—Tengo entendido que venía mucho por aquí.
—Oh, sí, era cliente asiduo de la casa. Decía que nuestra sidra era la mejor que había probado nunca. También tenía debilidad por mis pastelillos, los mismos que ustedes están comiendo ahora.
Le dije que no me sorprendía, lo cual le causó visible satisfacción. Pero no nos contó nada nuevo respecto al señor Fenwick; no sabía adonde había ido.
—No ha sido una mañana muy provechosa —dijo Michael, que lo sentía por mí—. Pero no se preocupe, le encontraremos. Haré averiguaciones, no puede ser demasiado difícil dar con él. ¿Qué le parece La Muñeca de Trigo?
—Muy bonita. El nombre es curioso.
—¿Se ha fijado en el letrero de la entrada?
—Sí, parecía un haz de trigo atado representando una muñeca.
—Exactamente. Al final de la cosecha, hacen esas muñecas de trigo y las cuelgan por todas partes. ¿Ha visto la del vestíbulo al entrar? Creen que favorecen una buena cosecha para el año próximo.
—Esa posada me recuerda la hostería de Polcrag: la chimenea abierta, las vigas de roble…
—Pero en Polcrag no hay lámparas de loza como ésta —dijo Michael, cogiendo la que estaba sobre la mesa con forma de palmatoria—. ¿Ve este orificio en la parte superior? Por aquí se vierte una taza de aceite y después se introduce una mecha. Me agrada ver cómo se conservan las tradiciones. Ya no se ven muchas lámparas como ésta.
La cogí y la examiné. Le dije que me parecía muy bonita, pero en realidad estaba pensando en Fenwick y me sentía decepcionada por la infructuosa búsqueda. Michael se inclinó hacia mí por encima de la mesa y me dio unas palmaditas en la mano.
—Anímese —me dijo—. Le prometo que encontraré al señor Fenwick.
—Gracias, señor Hydrock. Es usted muy bueno conmigo.
—Nada de eso. Será un placer. Deje el asunto en mis manos. Le diré lo que vamos a hacer: cuando averigüe algo, le enviaré recado por medio de una paloma. ¿Qué le parece?
—Será divertido —respondí—. Y estoy segura de que a Slack le encantará.
—Gwennol y yo usamos ese sistema a menudo.
—Sí, me lo ha dicho.
Abandonamos La Muñeca de Trigo y, al llegar cerca del mar, me sentí consternada al ver que, a una cierta distancia, comenzaban a aparecer las fatídicas cabrillas.
—Es un viento terral —dijo Michael—. No tiene mucha importancia. La devolverán a usted al castillo sin dificultad, pero sería conveniente que saliesen enseguida.
—He venido sola —dije.
—Oh…
Su expresión cambió, pero no dijo nada más hasta que llegamos a la hostería. Por entonces, aquellas olas coronadas de espuma blanca eran más numerosas.
—La acompañaré a la isla —declaró Michael.
—No es necesario…
—Permítame que insista. La travesía podría ser difícil. Con este mar, se necesitan unas manos de hombre a los remos.
—Y yo que me sentía tan orgullosa de haber venido sola…
—Siempre es el mismo problema: el tiempo cambia con gran rapidez.
Michael lo planeó todo: alquilaría una barca un poco más fuerte que la Ellen, me acompañaría a mí y regresaría. Y ordenaría que los criados de la hostería se hiciesen cargo de la Ellen. Era muy sencillo.
Me sentí incómoda durante la travesía, no por el hecho de que Michael me acompañase, sino por lo que imaginarían Gwennol y su madre si descubrían que había pasado unas horas con él en el continente y que me había acompañado a mi regreso. Parecía casi seguro que se enterarían.
Cuando nos alejábamos de la costa, el viento amainó un poco.
—Me las habría arreglado yo sola —dije.
—Quizá sí —respondió él—, pero yo no habría estado muy tranquilo.
Salimos de la barca y permanecimos un momento juntos en la playa.
—¿Viene usted al castillo? —le pregunté.
—No, debo volver. La Ellen estará aquí pronto.
—Ha sido usted muy amable.
—Estoy encantado de haberla acompañado.
Volvió a subir a la barca y yo la empujé. Michael me hizo un gesto de despedida con la mano y tomó los remos. Cuando subía por la pendiente hacia el castillo, me encontré con Jenifry. Por el modo en que me miró, supe que nos había visto llegar y que le había visto a él tomarme la mano para despedirse.
Me preguntaba si Jenifry le diría a Gwennol lo que había visto. Me sorprendí observándolas furtivamente, lo cual, si se daban cuenta de ello, podía hacerme parecer culpable.
Al día siguiente, Gwennol fue al continente y yo me quedé en la isla. Se me ocurrió que podía ir a visitar a Tassie, que quizá tendría para mí un futuro diferente en ausencia de Jago. La encontré sentada a la puerta de su casa. Su arrugado rostro se contrajo en una sonrisa cuando me acerqué. El gato negro se apartó de sus faldas y me dirigió una mirada de irritación.
—Pase, señorita —me dijo. La seguí.
En la chimenea ardían unos troncos, y el acre olor a hierbas parecía más intenso que el día de mi visita anterior.
—Así que hoy viene sola, señorita —me dijo con una sonrisa—. Bien, hija mía, ¿qué desea usted de mí? ¿Quiere que le eche las cartas, que mire su futuro en la bola de cristal o que se lo lea en la palma de la mano?
—La última vez que la vi me predijo usted un futuro magnífico —respondí—. Me daré por satisfecha con él, pues lo que usted viese hoy podría no ser tan bueno.
Aquello pareció hacerle gracia.
—Ah, ya veo que quedó usted contenta. Y no fue la única.
—He venido para que me hable de otra persona.
—Ah, ¿sí? —Ladeó la cabeza con expresión maliciosa.
—Se trata de una persona que quizás ha muerto… o que quizá no ha muerto —dije.
—Los espíritus no tienen futuro —replicó ella secamente.
—Pero si usted puede ver el futuro, quizá pueda ver también el pasado. Deseo que me hable de mi hermanastra Silva.
—Pobre muchacha… Tuvo una vida muy triste.
—¿Vino a verla a usted alguna vez?
—Ya lo creo. Venía mucho. Sobre todo al final. Entonces tenía motivos para venir a verme.
—¿Qué motivos? —pregunté vivamente.
—Estaba preocupada por el futuro.
—He observado que a la gente no le agrada hablar de ella.
—Es natural, si se piensa en su fatal destino. Puede ser que esté en el fondo del mar, con los peces como única compañía. ¡Pobrecilla! ¡Qué desgracia!
—¿Puede usted verla en el fondo del mar?
—Podría verla allí un día y podría verla en algún otro lugar al día siguiente.
—Pero si usted puede ver realmente lo que dice, tiene que saber si ha muerto o no.
—Hay quien jura que la oye llorar cuando sopla el viento.
—¿Me está diciendo usted que realmente se ahogó?
—La barca volvió sin ella, ¿no es así? ¿Dónde podría estar ella si la barca en la que se marchó volvió vacía?
—De modo que no lo sabe —dije.
—Yo no he dicho esto, señorita. Yo he dicho que algunos oyen su fantasma y que la barca volvió sin ella.
—¿Por qué la visitaba a usted?
—Para saber el futuro.
—¿Cómo era Silva? ¿Se me parecía?
—No, señorita. Ella era rubia. Se parecía a su madre. No tenía nada de los Kellaway.
—¿Venía a verla a usted porque era desgraciada?
—Había nacido para ser desgraciada, y ella lo sabía.
—¿Por qué había de serlo?
—¿Puede usted guardar un secreto?
—Sí —dije vivamente—, lo prometo.
—La madre de Silva vino a verme cuando estaba embarazada: quería librarse de ella.
—¿Por qué? —pregunté, sorprendida.
—Tendría sus razones.
—¿Cómo era Effie?
—La señora Effie no era de aquí. El padre de usted elegía lejos a sus esposas. La madre de usted tampoco era de aquí. No es de extrañar que siempre estuviesen ansiando marcharse. Él viajaba mucho por asuntos de negocios, como hace ahora el señor Jago. Un día vino a verme la señora Effie y me dijo: «Tassie, estoy embarazada. Pero no puedo tener este hijo». Yo la miré y le dije: «Es demasiado tarde, señora. Tendría que haber venido a verme hace dos meses. Ahora no puedo hacer nada».
—¡Pobre Silva! Así que ni siquiera su madre deseaba que naciese…
—Es triste para un niño no ser querido por los padres. Y la señorita Silva siempre tuvo esa certeza.
—Usted debe de recordarme a mí cuando era pequeña.
—Oh. Sí, ya lo creo que la recuerdo.
—¿Mi familia era feliz por aquel entonces?
—Hay personas condenadas a no estar nunca satisfechas. Su padre era una de ellas, hija mía.
—Dígame lo que ocurrió en los días que precedieron a la desaparición de Silva.
—La semana anterior vino a verme… dos veces.
—¿Parecía desgraciada?
—Nunca se podía estar seguro de lo que sentía. Se reía mucho, y nunca se sabía si su risa era en realidad llanto. Me dijo: «Ahora todo será diferente. No estaré aquí mucho tiempo, Tassie». Entonces yo le hablé y ella quiso que le leyese la palma de la mano. Pero lo que vi no era bueno, y no se lo dije. A veces no digo las cosas malas. —Miró por encima de mí cabeza, como si viese algo—. Si veo una sombra que amenaza a alguien, no siempre se lo digo; sólo le digo «¡Tenga cuidado!». ¿Quién puede decir que no le amenaza la sombra oscura del peligro? No puedo decirlo yo, ni puede decirlo usted, señorita Ellen…
Inquieta, eché una mirada por encima del hombro y Tassie se echó a reír. Después dijo:
—Esto es lo que les aconsejo, querida: que estén alerta, que no se descuiden. No puedo decirle nada más de la señorita Silva.
Era la señal para la despedida. Pero yo ya sabía un poco más acerca de mi hermanastra.
Deposité varias monedas en la escudilla que había sobre la mesa y, como había hecho el otro día, Tassie las fue mirando, contándolas.
—Venga a verme otra vez, querida —me dijo—. Venga siempre que lo necesite.
Le di las gracias y me marché.
*****
Dos días después, como el mar estaba muy tranquilo, salí en mi barca hacía el continente. Tenía intención de pasar por la hostería para tomar un vaso de vino y después ir de tiendas. La Navidad no estaba ya muy lejos, y si iba a estar en la isla para entonces, debía comprar regalos para todos. Decidí no quedarme mucho tiempo esa vez y, como estaría cerca de la costa, me mantendría alerta por si se producía un cambio de tiempo.
Después de amarrar la barca, fui primero a las tiendas, donde compré una o dos cosas, y después me detuve ante un escaparate en el que se exhibía un cuadro que llamó mi atención. Era un paisaje marino: un luminoso día de verano con un mar azul zafiro y olas festoneadas de blanco, que caían suavemente en una playa dorada. Pero lo más bello era una bandada de gaviotas que revoloteaban por encima del agua. El contraste de las blancas aves con el mar azul era deslumbrante y me fascinó. «Quiero tener este cuadro», pensé. Evocaba tan bien la isla de los Pájaros que pensé que, mirándolo, podría volver allí estuviese donde estuviese.
Después se me ocurrió que el cuadro sería un regalo de Navidad perfecto para Jago, y tan pronto lo hube pensado, me atrajo más la idea de regalárselo a él que la de quedármelo yo misma. Entré en la tienda y le dije al hombre que estaba tras el mostrador que me gustaría ver de cerca el cuadro titulado Gaviotas. Él lo sacó del escaparate y me lo mostró. Cuanto más lo miraba, más me gustaba. El precio era razonable y le dije que me quedaba con la pintura.
Entonces salió de la trastienda un hombre a quien reconocí inmediatamente. Era James Manton, el pintor que vivía en la Roca Azul y a quien había conocido estando con Jago en la isla de los Pájaros. El señor Manton tenía los ojos brillantes de placer; por un instante pensé que era por el hecho de verme, pero después comprendí: Gaviotas era una pintura suya, y sus ojos expresaban el respeto de un artista hacia alguien que apreciaba su obra.
—Pero si es la señorita Kellaway —dijo.
—Y usted es el señor Manton —dije.
—Así que ha comprado usted Gaviotas.
—Me ha fascinado cuando pasaba ante el escaparate y he sentido la necesidad de adquirirlo.
—¿Qué ha sido lo que le ha gustado tanto?
—Lo que más me ha llamado la atención han sido los colores. Y las gaviotas… tienen tanta vida que parece que van a escaparse del lienzo. Y el mar, tan tranquilo y hermoso… No creo haber visto nunca un mar tan bello, aunque supongo que lo veré en verano.
—Me ha dado usted una gran satisfacción —dijo—. Es una alegría hablar con alguien que percibe lo que uno ha intentado expresar. ¿Va a llevarse el cuadro ahora, señorita Kellaway?
—Pensaba hacerlo. Aunque supongo que podría hacérmelo enviar.
—¿Ha venido usted sola?
—Sí. Pero no pierdo de vista el mar; no quiero quedarme aquí dos o tres días.
Él sonrió.
—Tengo una idea —dijo—. Mientras le envuelven el cuadro, usted y yo vamos a tomar una taza de té a la hostería. Después la acompañaré hasta la barca y le llevaré el cuadro. ¿Qué le parece?
—Es una idea excelente.
Así fue como me encontré en la hostería de Polcrag en compañía del señor Manton, tomando el fuerte té de la señora Pengelly y comiendo panecillos con mermelada y nata. El señor Manton me preguntó si me agradaba vivir en la isla, y yo respondí que a veces no tenía la impresión de que se trataba de una isla, a no ser cuando el mar le mantenía a uno allí prisionero.
—La isla en la que usted vive es más grande que la Roca Azul —comentó él—. Eso constituye una diferencia.
—Tengo entendido que usted conoció a mi padre —dije, pues estaba decidida a averiguar todo lo que pudiese, y aquella entrevista era una oportunidad más que se me presentaba.
Su expresión se endureció.
—Sí —dijo—, le conocí.
—Ya veo que no simpatizaba mucho con él.
—Preferiría no hablar de ese tema con usted, señorita Kellaway.
—Nadie quiere hablar de ese tema conmigo, señor Manton, pero yo necesito saber.
—No espere oír lo que desea de labios de alguien a quien él consideraba su enemigo.
—¿Le consideraba a usted así? Estoy segura de que se equivocaba.
—Su padre era un hombre que se creía infalible.
—Sé que su primera esposa murió.
—Él fue cruel con ella. De no haberlo sido…
—¡No creerá usted que la mató!
—Se puede matar a una persona sin clavarle un puñal en el corazón ni echarle veneno en la sopa. Se puede matar con la simple crueldad y eso es lo que él hizo. Effie fue muy desgraciada con él, Era un hombre celoso y vengativo.
Me impresionó la vehemencia de su tono. James Manton me había parecido un hombre plácido, un hombre de edad mediana interesado sobre todo por su arte. Ahora, su odio hacia mi padre le confería más vitalidad de la que había observado en él hasta entonces.
—Así que la conoció usted bien —continué.
—La conocía, y conocí también a su madre. La señora Frances tenía dotes artísticas; habría podido llegar a ser una buena pintora, pero él despreciaba esas cosas. Ella y yo compartíamos esta afición.
—Sí, lo comprendo. Y ella también fue desgraciada con mi padre.
—Sí, y acabó por huir llevándola a usted con ella.
—¿Estuvo él muy afligido a causa de ello?
El señor Manton soltó una risa irónica.
—¿Afligido, dice usted? Seguramente se alegró.
—¿Qué sentía hacia sus hijas?
—A la pobre Silva la odiaba. Aquella muchacha habría podido ser muy diferente en una atmósfera familiar feliz. Quisiera que… —Se encogió de hombros— Silva nunca tuvo motivo alguno de alegría. Por esa razón…
—… Desapareció —terminé yo, pues él no parecía querer continuar—. Parece ser que su vida fue muy triste. Tengo entendido que sufría un desequilibrio mental.
—¿Quién no habría sufrido un desequilibrio en un ambiente como aquél? Aún era una niña cuando su madre murió… Y crecer en aquel lugar…
—Yo no recuerdo casi nada, pues tenía sólo tres años cuando salí de allí. ¿Me odiaba mi padre a mí también?
—Creo que no le gustaban los niños.
—¿Sabe usted lo que ocurrió después de que mi madre se marchase conmigo?
—Él no trató de encontrarlas. Estoy seguro de que nunca perdonó a su madre por huir de aquel modo, así como nunca perdonó a Effie… —Sacudió la cabeza—. No debería hablarle a usted así de su propio padre.
—Yo quiero la verdad. Si es desagradable, estoy dispuesta a afrontarla. Prefiero saberlo todo y verlo con claridad a aceptar una versión disfrazada.
—Tiene que perdonarme —dijo—. Me he dejado llevar por mis sentimientos. Su padre y yo no nos hablábamos. En vida de él, yo no tenía derecho ni a poner los pies en la isla. Si lo hubiese hecho, él habría dado orden de que se me arrojase al mar.
—Bien, espero al menos que esa desgraciada situación esté ya superada.
—Las enemistades familiares se mantienen a veces durante varias generaciones. Siguen existiendo incluso cuando las familias han olvidado la causa de la disputa. ¿Sabemos acaso cuál fue el origen de la enemistad entre los Montesco y los Capuleto? Yo no soñaría siquiera en ir a la isla Kellaway. Me basta con mi Roca Azul.
—Le agrada tener esa pequeña isla para usted solo, ¿no es así?
—Exactamente. Cuando estoy allí, pinto durante la mayor parte del tiempo, y después voy a Londres a organizar mis exposiciones y a ver a mis amigos. Y vengo a Polcrag para colocar mis cuadros en los escaparates, con la esperanza de que jóvenes damas sensibles a la belleza, como usted, pasen ante ellos y los compren.
—Me alegro de haber pasado ante Gaviotas y de que sea usted el autor. Desearía que mi aprecio por su pintura hubiese contribuido en algo a vencer esa enemistad.
El señor Manton me sonrió.
—Es un milagro que sea usted hija de su padre.
Había sido una tarde agradable. Cuando regresé al castillo, trayendo el cuadro, subí a mi habitación, lo desenvolví y me puse a mirarlo. Después lo guardé bien guardado, pues ya que iba a regalárselo a Jago, debía mantenerlo oculto hasta Navidad.
*****
Era un octubre plácido y soleado y la gente hablaba de un veranillo de San Martín. Los días eran cálidos y brumosos, y no había señal alguna de los fuertes vientos que solían azotar la isla por aquella época. Jago decía que era poco probable que nos viésemos del todo libres de ellos, y que quizás habían retrasado su llegada hasta noviembre.
Yo salía con la Ellen todos los días. Me gustaba navegar a lo largo de la costa de nuestra isla. Cada día me adaptaba más a la vida del lugar, Jago me hablaba de los problemas de la gente y yo empezaba a conocer a algunas familias. Éstas me aceptaban y me satisfacía el afecto que empezaban a profesarme. Me agradaba especialmente oírles insinuar lo buen señor que era Jago.
—Es severo —me dijo un día una anciana—, pero justo. Si uno tiene la casa limpia y ordenada y los cultivos bien atendidos, él se preocupa de arreglarle el techo cuando es necesario.
Era una hermosa tarde, con un sol visible a través de la leve bruma de la atmósfera. Mis pensamientos se centraban en los habitantes de la isla, no tanto en los que vivían en ella ahora como en aquellas vagas figuras del pasado a quienes me era tan difícil revivir, por lo poco que sabía de ellos. ¿Por qué me interesaba tanto saber acerca de personas que ya no existían? «Vana curiosidad», habría dicho Philip. «Oh, tú siempre quieres saberlo todo, Ellen —me parecía oírle decir a Esmeralda—. En especial lo que se refiere a otras personas».
Sí, era cierto. Pero había algo más. No podía evitar creer que mi vida estaba estrechamente relacionada con la de aquellos que habían vivido en la isla y que, por alguna razón, era importante para mí saber de aquellas vidas.
Jago también estaba constantemente en mi pensamiento. Mis sentimientos hacia él eran tan diversos e incluso contradictorios, que ocupaban a menudo mi mente. Miraba con frecuencia los dos retratos de él que había en el cuaderno de mi madre, que conservaba en mi poder. También ella había observado su personalidad múltiple. Pero había observado lo mismo en Silva. Quizás había querido decir que había dos aspectos —o más— en la personalidad de todos. Mi padre, por ejemplo, parecía haber sido un hombre de mal carácter y, sin embargo, tanto mi madre como Effie debieron de haber estado enamoradas de él en un principio, puesto que se casaron con él.
Desarmé los remos y dejé que la barca fuese arrastrada suavemente por la marea. Era hermoso sentir la fresca brisa en el rostro y contemplar aquel clemente sol rojizo en el cielo. Las nubes, que se deslizaban empujadas por el viento, tomaban curiosas formas. Allí había una cara, una cara de anciana de larga nariz, que me hizo pensar en Tassie. Tassie había dicho que sobre todos nosotros se cernían oscuras sombras. «Tenga cuidado», había dicho. ¿Se trataba de una referencia directa a un peligro que me amenazaba, o bien formaba parte de la jerga de la pitonisa? El día que la visité acompañada de Jago, me había pronosticado el clásico «futuro feliz si toma el camino que le conviene». Pero ¿no podía aplicarse eso a todo el mundo? ¿No había en la vida de todos un camino que llevaba a la felicidad?
Me encontraba, más o menos, a un kilómetro de la isla. Pensé que debía volver. Al tomar los remos, miré el fondo de la barca con súbita consternación. Se estaba filtrando agua. Me incliné y palpé con la mano; había muy poca, lo que indicaba que la filtración acababa de empezar. Toqué el fondo de la barca y sentí en los dedos algo pegajoso, algo que parecía azúcar.
En aquel momento, el agua empezó a entrar más deprisa. Pronto se inundó la barca. Tomé los remos y empecé a remar hacia la isla tan aprisa como pude. La Ellen tenía una vía de agua, no había duda. ¡Qué lejos parecía estar la isla! La barca iba a hundirse de un momento a otro, y yo nadaba francamente mal.
Ocurrió antes de lo que esperaba. La Ellen se escoró hacia un lado y me encontré en el mar. Desesperadamente, me esforcé por agarrarme a la embarcación. Tuve la suerte de poder sujetarme a la quilla cuando volcó completamente. La barca flotaba, y yo me asía a ella con todas mis fuerzas. Por el momento, estaba a salvo, pero sabía que aquello no podía durar. ¿Podría nadar hasta la playa? Sentía que el agua empapaba mis faldas y les añadía un peso que tiraba de mí hacia abajo. Tenía muy poca experiencia nadando; Esmeralda y yo nos habíamos bañado en el mar, en Brighton, cuando nuestra institutriz nos llevaba a la playa durante las vacaciones, pero no habíamos hecho otra cosa que dejarnos zarandear por las olas bien agarradas a las cuerdas. Yo sabía dar unas brazadas, pero ¿podría alcanzar la isla venciendo el peso de mis ropas?
Me costaba un gran esfuerzo seguir aferrada a la quilla. Grité: «¡Socorro!». Mi voz sonó débil. Por encima de mi cabeza revoloteaban las gaviotas, chillando de un modo que me parecía burlón.
—Oh, Dios mío —rogué—, haz que alguien me encuentre —y en mi mente apareció una imagen de Silva. A ella no la encontraron, pero la barca volvió a la playa.
¡Oh, aquel mar traidor! ¡Qué poderoso parecía aun estando sereno! ¿Debía intentar llegar a la playa? Las faldas se me pegaban a las piernas y decidí que sería desastroso intentarlo. Sin embargo, a cada segundo que pasaba me costaba más seguir agarrada. Tenía las manos entumecidas. «No podré sostenerme mucho tiempo más —pensé—. ¿Es esto el fin?». Era curioso que todo hubiese conducido a eso. No. Alguien vendría. Vendría Jago a salvarme. Sí, tenía que ser Jago. ¡Si estuviese paseando por las rocas en aquellos momentos podría verme!
—¡Jago! —llamé—. ¡Jago!
«Voy a soltarme de un momento a otro —pensé—. No podré resistir mucho más. ¿Qué se siente al ahogarse?». Intentaría nadar. Quizá lo consiguiera. Dicen que, cuando uno está en peligro, el cuerpo saca reservas de fuerza inesperadas. No, no me dejaría morir; lucharía por salvarme.
Como en respuesta a mí oración, oí un grito, pero no me atreví a volverme para mirar hacia la playa por temor a soltarme. El grito me llegó otra vez.
—¡Aguante, señorita! ¡Ya llego!
—¡Slack!
Ahora estaba más cerca de mí. Yo sabía que nadaba como un pez; le había visto moverse en el agua con tanta facilidad como si estuviese en tierra firme.
—¡Tranquila, señorita Ellen! ¡Ya llego!
¡Qué delgado y frágil era Slack! Su cuerpo era el de un niño; naturalmente, él era poco más que un niño.
—¡Calma, señorita! ¡Ya estoy aquí! —Su voz era tranquilizadora, reconfortante, como si le hablase a un pájaro herido.
—Tranquila… Ahora mismo la llevo a la playa…
Yo seguía aferrada a la barca.
—Slack —le dije—, casi no sé nadar…
—No se preocupe. Ya estoy aquí. Me solté y me sumergí por un momento. Después volví a la superficie y sentí bajo la barbilla la mano de Slack, que mantenía mi cabeza fuera del agua. La barca se había apartado de nosotros y la playa parecía muy lejana. Me pregunté cómo podría llevarme hasta la playa aquel débil muchacho. Entonces oí la voz de Jago.
—¡Ya voy!
En aquel momento, supe que estaba salvada.
Recuerdo vagamente cómo me llevaron hasta la playa. Recuerdo que los fuertes brazos de Jago me llevaron al castillo y que alguien me metió en la cama y me hizo beber algo. Me envolvieron en mantas y colocaron a mi alrededor bolsas de agua caliente. Me dijeron que debía guardar cama un día o dos, pues la impresión que había sufrido era mayor incluso de lo que me parecía: había estado a punto de morir ahogada.
Acostada en mi cama, no podía dejar de pensar en el terror que había experimentado al observar que la barca hacía agua. Sabía que aquello podía haber representado mi muerte, de no haber estado allí Slack, y después Jago. Seguía preguntándome si el débil Slack podría haberme salvado, y me alegraba de que hubiese venido Jago. En el momento de oír su voz, había dejado de tener miedo. Vino Jago y se sentó junto a mi cama.
—¿Qué es lo que ha ocurrido, Ellen? ¿Te ves con ánimos de hablar de ello?
—Sí, desde luego. Todo parecía ir bien hasta que de pronto me di cuenta de que la barca hacía agua.
—Eso no debió haber ocurrido. Debiste de golpearla con alguna roca cerca de la playa. Las barcas son cuidadosamente examinadas antes de salir.
—Al principio estaba bien. Llevaba unos diez minutos en el mar; me estaba dejando llevar lejos de la playa por la marea cuando de pronto me di cuenta.
—Ha ocurrido otras veces. Doy gracias a Dios por haberte visto.
—Y porque me viera Slack.
—Sí, pero a Slack le habrían fallado las fuerzas. Con toda su buena voluntad, no habría podido llevarte hasta la playa.
—Sentía que mi ropa mojada me arrastraría hasta el fondo.
—Sí, ése era el mayor peligro. Mi querida Ellen, si te hubiese ocurrido algo… —Su rostro estaba contraído por una emoción auténtica—. Esto ha sido una lección. En adelante, tendremos más cuidado.
—¿Quieres decir que debería dejar de salir sola en barca?
—No sería mala idea. Por el momento, te aconsejo que te quedes en cama un par de días. Los efectos de un accidente así pueden ser más graves de lo que imaginas.
—Aún no te he dado las gracias por salvarme la vida.
Se puso en pie y se inclinó hacia mí.
—Toda la gratitud que necesito —dijo— es verte a salvo. No olvides que soy tu tutor.
—Gracias, Jago.
Se inclinó y me dio un beso. Me alegré de que se retirase entonces, pues mi emoción habría sido difícil de ocultar. «Estoy débil —me dije—. Es lógico».
Más tarde Gwennol vino a verme.
—Debe de haber sido horrible —me dijo—. Y no sabes nadar, ¿verdad?
—¿Lo sabías?
—Tú misma me lo dijiste. Mi madre me hizo aprender a nadar. Dice que es algo imprescindible si se vive en una isla.
—He tenido suerte.
—Quizá naciste con suerte.
—Me gustaría creerlo así.
—Debes tener más cuidado en el futuro, Ellen.
—Pero no he cometido ningún descuido. ¿Quién habría pensado que una barca como la Ellen empezase a hacer agua de repente?
—Puede ocurrirle a cualquier barca. Por cierto, todavía no ha vuelto. Debe de estar alejándose mar adentro. Quizá no volverá nunca. Si soplase viento fuerte, se rompería. Quizás un día aparecerá un trozo de madera con el nombre de Ellen.
—Y la gente se preguntará: «¿Quién sería Ellen?».
—Sabrán que el trozo de madera es de una barca y que Ellen es su nombre.
—Pero podrían preguntarse quién era la Ellen con cuyo nombre fue bautizada la barca.
Había entre nosotras una tensión que tratábamos de ignorar. Yo intuía que Gwennol estaba deseando preguntarme si había visto a Michael últimamente. También debía de querer saber qué había ocurrido el día que yo había pasado en el continente en su compañía, pues Jenifry nos había visto juntos e indudablemente se lo habría dicho a ella. Pero Gwennol no se atrevía a preguntármelo. Aquella tensión nos incomodaba a ambas, por lo que no se quedó mucho rato conmigo. Después vino Jenifry, con expresión preocupada.
—¿Cómo te sientes, Ellen? —me preguntó—. Dios mío, qué susto nos has dado… No daba crédito a mis ojos cuando Jago te traía en brazos. Al principio, pensé que estabas muerta.
—Soy fuerte —dije—. Se necesitaría algo más para acabar conmigo.
—Eso es bueno —respondió—. Te he traído una infusión. Está hecha con hierbas y es muy buena para los sustos. La que fue mi ama me la daba siempre cuando creía que la necesitaba.
—Eres muy amable, Jenifry.
—Vamos, tómatela. Te sorprenderá lo bien que te encontrarás después.
Tomé la taza. Al mismo tiempo, levanté la mirada y vi sus ojos fijos en mí; y tuve la misma sensación de inquietud que había tenido aquella noche, cuando vi su rostro en el espejo.
—No podría beber nada —dije—. Tengo náuseas.
—Esto hará que te sientas mejor.
—Lo tomaré más tarde —dije, y dejé la taza en la mesilla de noche.
Ella suspiró.
—Tengo sueño —dije, entornando los ojos, sin cerrarlos del todo para seguir viéndola. Ella me miró en silencio durante unos segundos.
—Si tienes sueño, te dejaré —dijo—. Pero no olvides tomarte la infusión.
Asentí, con expresión soñolienta, y ella salió silenciosamente de la habitación. Me quedé quieta, escuchando. Jenifry tenía algo de furtivo, algo que me hacía sentir incómoda en su presencia desde el mismo día en que la había conocido. Oí cómo sus pasos se alejaban por el corredor. Tomé la taza otra vez y olí la infusión. El olor a hierbas no era desagradable. Me la llevé a los labios. Entonces, de pronto, me vino a la cabeza la imagen de la anciana Tassie y oí su voz, que me decía: «Tenga cuidado».
¿Por qué pensaba en aquello precisamente ahora? Comenzaban a agitarse en mi mente varias ideas y estaba demasiado cansada para analizarlas. «Has estado muy cerca de la muerte —me dije—. Eso ha exacerbado tu imaginación y tus recelos».
Estaba recelosa, ciertamente, pues me levanté de la cama y me dirigí a la ventana llevando la taza en la mano. Arrojé el líquido por la ventana y lo miré gotear por el muro del castillo. Volví a la cama y me quedé allí, pensando.