Capítulo 7

En la isla de los Pájaros

Logré dormirme al fin, pero me desperté varias veces durante la noche. Curiosamente, no soñé con la habitación.

Lo primero que hice al despertarme fue mirar el cuaderno. Por un momento, pensé que quizás había soñado lo que había visto en él. Pero no era así: allí estaba la habitación que conocía tan bien. En cambio, el retrato de Jago parecía diferente a la luz del día. Quizás era la luz de las velas la que le había dado un aire siniestro. Cuando entró Janet con el agua caliente, abrí el cuaderno por la página donde aparecía la habitación y se la mostré.

—¿Qué te parece esta habitación, Janet? —le pregunté, observándola atentamente.

—Es bonita.

—¿La has visto alguna vez?

—¿Es una habitación real, señorita?

Era evidente que no la había visto nunca. Después del desayuno, subió Gwennol a mi habitación para ver si estaba lista.

—He estado mirando el cuaderno de mi madre —le dije—. Es muy interesante. Mira este dibujo. Ella lo miró.

—¿Conoces esta habitación? —le pregunté. Pareció desconcertada.

—¿Si la conozco? ¿Debería conocerla? Es una habitación corriente.

¡Una habitación corriente! Qué extraño me resultaba oírla definirla de aquel modo. Habría deseado decirle: «Esta habitación me ha perseguido durante toda mi vida. Si lograse encontrarla, quizá comprendería por qué sueño repetidamente con ella y por qué una habitación tan corriente me causa un temor tan grande». Pero me pareció difícil hablar de ello, y dije:

—He pensado que quizás estaría en el castillo.

Movió la cabeza negativamente, algo sorprendida de que yo insistiese tanto en una cosa tan insignificante. No le interesaban mucho aquellos dibujos y, sin duda, atribuyó mi preocupación por ellos al hecho de que los había realizado mi madre.

En aquel momento, llamaron a la puerta.

—Pase —dije, y entró Slack.

—¿Qué ocurre? —preguntó Gwennol.

—Es que deberíamos salir pronto, señorita Gwennol. Por la marea.

—Tienes razón —dijo Gwennol—. Enseguida bajamos.

Siguiendo un impulso, le mostré el cuaderno a Slack. Estaba decidida a hacer todo lo posible por descubrir dónde estaba aquella habitación y cómo mi madre la había conocido tan bien, hasta el punto de poder reproducirla ton detalle.

—Slack —le pregunté—, ¿has visto alguna vez esta habitación?

No puedo decir que el rostro de Slack cambiase de tonalidad; de hecho, siempre estaba muy pálido. Pero se produjo una alteración en su cara. Noté que era presa de una cierta inquietud; se quedó mirando el dibujo, rehuyendo mi mirada.

—¿La conoces, pues? —pregunté con impaciencia.

—Es bonita, señorita Ellen —dijo con lentitud.

—Sí, pero tú la has visto alguna vez, ¿verdad?

¿Fue mi imaginación o apareció una especie de velo sobre los ojos de Slack?

—No lo sé, señorita. Por un dibujo, no se lo puedo decir.

—¿Por qué no?

—Ellen —intervino Gwennol, riendo—, estás obsesionada con esa habitación. Tu madre pintó una sala bonita y acogedora, simplemente. Esto es todo. ¿Qué tiene de especial ese dibujo?

Slack movió la cabeza como para mostrar su acuerdo con Gwennol. Su mirada era aún inexpresiva. «Después de todo, es un chico retrasado», pensé.

—Debemos irnos —dijo Gwennol—. ¿Está todo listo, Slack? —Cruzaron una mirada que me pareció guardar un significado que yo ignoraba.

—Todo está listo, señorita; por mí, podemos salir ahora mismo —dijo Slack.

Salimos del castillo y bajamos a la playa, donde estaban amarradas las barcas. El mar estaba tranquilo; las embarcaciones se balanceaban suavemente en el agua. Slack soltó las amarras de nuestra barca con una sonrisa de felicidad, como si le agradase muchísimo su tarea. Su expresión era muy distinta a la de antes. Le observé. Sus manos eran fuertes, pero eran aún las manos de un niño, sus ojos tenían asimismo una mirada infantil, salvo cuando los cubría aquel velo.

—Si el mar sigue tranquilo cuando volvamos, remaré yo —dijo Gwennol—, ¿sabes remar, Ellen?

—Un poco —respondí.

Inmediatamente me vinieron a la memoria nuestros paseos en barca por el río cercano a Trentham Towers; una de las veces, Philip y yo habíamos hecho volcar la barca. El recuerdo de Philip se me presentaba todavía constantemente.

—Deberías practicar y aprender a remar bien: te será muy útil para pasear alrededor de la isla. Casi siempre hay algún criado que tiene tiempo de llevarnos, pero a veces es agradable poder ir solo.

Nos íbamos acercando a Polcrag y, a su debido tiempo, llegamos a la playa. Slack se quitó los zapatos y se arremangó los pantalones; saltó al agua para arrastrar la barca y amarrarla. Después nos dirigimos los tres a la hostería. La señora Pengelly salió a recibirnos con una radiante sonrisa y pareció muy contenta de ver a su hijo.

—¡Si eres tú, Augustus querido!

Por un momento, me pregunté quién era Augustus.

Después caí en la cuenta de que una madre no llamaría a su hijo con un mote.

—Bienvenidas, señorita Gwennol y señorita Ellen. ¿Les gustaría tomar algo? Necesitarán caballos, ¿verdad?

—Yo sí —dijo Gwennol—. ¿Y tú, Ellen?

Asentí, pues se me había ocurrido que me agradaría visitar Hydrock Manor. El señor Hydrock me había invitado a hacerlo cuando fuese a Polcrag.

—Muy bien. Augustus, ve a la cuadra y dile a tu padre que están aquí las señoritas y que necesitan dos caballos. Después ven a la cocina, que tengo una cosa para ti. Acabo de sacar unos pasteles del horno. ¿Y ustedes qué desean, señoritas? ¿Quieren un vaso de vino mientras esperan?

—¿Ha llegado alguien ya? —le preguntó Gwennol.

—No, señorita Gwennol, no ha venido nadie aún.

—Siendo así, tomaremos un vaso de vino, si es tan amable —dijo Gwennol.

Entramos y la señora Pengelly nos trajo vino de zarzamora y unos pasteles de azafrán. No llevábamos allí mucho rato cuando se oyeron voces en el patio. Era evidente, por el sonido de los cascos de un caballo, que había llegado alguien. Gwennol se había quedado muy quieta; lentamente, apareció en su rostro una sonrisa que le otorgó una gran belleza.

En aquel momento, reconocí con placer la voz de sir Michael Hydrock. Cuando entró, Gwennol se levantó y avanzó hacia él con las manos extendidas; él las tomó en las suyas. Después, me vio a mí y su rostro se iluminó de alegría al reconocerme.

—¡Si es la señorita Kellaway! —exclamó.

Sorprendida, Gwennol nos miró a los dos.

—¿Os conocéis? No… no es posible…

—Oh, sí —dijo Michael, soltándole las manos y avanzando hacia mí. Yo extendí una mano, que él tomó y cubrió con las suyas—. ¿Cómo le va en la isla?

—Muy bien —respondí.

—No comprendo —dijo Gwennol con impaciencia.

—Es fácil de explicar —dijo Michael. Y yo añadí:

—Mientras estaba aquí esperando poder navegar hasta la isla, di un paseo por la vecindad y me perdí en tierras del señor Hydrock. Él me rescató.

—Comprendo —dijo Gwennol fríamente.

—Tiene que venir a casa —me dijo Michael cordialmente.

—Gracias —respondí—. Será un placer. Su casa es maravillosa.

—¿Les han preparado ya los caballos? —preguntó.

—Seguramente —dijo Gwennol.

—Bien, si están ustedes listas, podemos marcharnos.

—Quizás Ellen tenga otros planes —sugirió Gwennol—. Dijo que quería recorrer la comarca.

—En realidad —dije—, tenía intención de visitar Hydrock Manor. —Me volví hacia Michael—. Usted dijo que podía visitarle cuando volviese a Polcrag.

—Me habría ofendido mucho que no lo hiciese —respondió él.

—Estoy deseando visitar su casa otra vez.

—Ah, pero ahora ya ha visto el castillo. Temo que mi casa no pueda compararse con él.

—Hydrock Manor es muy hermoso —dije.

—Es la casa más hermosa que he visto nunca —dijo Gwennol con vehemencia.

—Gracias, Gwennol —dijo Michael—. Ya sabes que comparto esa opinión.

Salimos al patio, donde nos esperaban los caballos. La señora Pengelly, encantada de tener a su hijo con ella por unas horas y contenta de haberme visto otra vez, nos miró marchar. Al cabo de poco rato estábamos en el sendero que llevaba a Hydrock Manor.

—Voy a enseñarle la casa, señorita Kellaway —me dijo Michael—. El otro día no tuvimos ocasión. Por cierto, ¿cómo está su tobillo?

—Perfectamente. Al día siguiente ya no sentía dolor.

—¿Así que ese día te torciste el tobillo? —preguntó Gwennol.

Le conté con más detalle lo que había ocurrido. Ella me escuchaba atentamente, pero parecía preocupada por algo.

Entramos en el vestíbulo, con su larga mesa, sus bancos y sus ornamentos de peltre. Experimenté la misma sensación de paz que la última vez que había estado allí.

—Esta casa es enormemente acogedora —comenté.

—A todos nos lo parece —dijo Gwennol.

—Sí —añadió Michael—. En la familia se dice que, cuando una persona llega a la casa, ésta le da la bienvenida o bien la rechaza, y que uno lo nota casi en el momento de entrar. En su caso, está claro que le da la bienvenida, señorita Kellaway.

—Eso es atribuir personalidad a un edificio —dije—. Yo lo hago siempre, nunca había conocido a nadie que lo hiciese también.

—Le parece cosa de la imaginación, ¿no lo cree así? Pero, ya que le agrada tanto la casa, será un placer para mí enseñársela. No te importa, ¿verdad, Gwennol? Gwennol y yo somos viejos amigos; ella conoce la casa tan bien como yo.

—Me encantará verla —le aseguré, y Gwennol dijo:

—Sabes muy bien que nunca me canso de ella.

—Mire esa armadura. La llevaron antepasados míos durante la guerra civil. Esas vasijas de peltre han sido usadas por mi familia durante varios siglos. Me gusta tenerlo todo tal como estaba, en la medida de lo posible.

—Jago es así también, ¿verdad, Gwennol? —dije, deseando hacerla entrar en la conversación.

Para entonces me había dado cuenta de que había estado esperando a Michael en la hostería; él era el amigo a quien se proponía visitar. Por ello no le había gustado ver que yo le conocía y que me unía a ellos. Me parecía también que sus sentimientos hacia él eran algo más que amistosos; había algo en su manera de mirarle que la delataba. Aquella dulzura en sus ojos y en su boca no era habitual.

—A Jago le gustaría volver a la Edad Media —dijo Gwennol secamente—. Le gustaría ser no sólo el dueño de la isla, sino de todos nosotros.

—Es que se siente muy orgulloso de su tierra —dije, para defenderle—, y tiene motivos para ello. He hablado con algunas personas durante mis paseos y es evidente que le respetan muchísimo. A él se deben los últimos progresos económicos.

—Lo que ocurre, Ellen, es que no se atreven a decir nada contra él. Si bien no es su dueño y señor en un sentido medieval, es el propietario de las tierras donde viven. Si le ofendiesen, podría expulsarles de sus hogares de la noche a la mañana.

—Estoy segura de que Jago no haría una cosa así —dije con vehemencia.

Ella alzó las cejas y le sonrió a Michael.

—A Ellen le queda mucho que aprender —dijo.

Hábilmente, Michael desvió la conversación.

—Vamos a ver la capilla —dijo.

Nuestros pasos resonaban en las losas de piedra del vestíbulo. Nuestro anfitrión nos condujo, por una escalera de caracol, hasta una gruesa puerta de roble.

—Aquí han tenido lugar muchos hechos dramáticos. En esta capilla hay un escondite, que ahora le enseñaré. Hay también una ventana para los leprosos. Imagínese el terror de aquella gente cuando había que llevar precipitadamente a un sacerdote a ese escondite. Un antepasado mío estaba casado con una dama española, que fue lo bastante audaz como para ocultar a un sacerdote en la casa. Algún día escribiré una historia de la familia. En la cripta, debajo de la capilla, hay gran cantidad de documentos.

—¡Qué interesante!

—Es el tipo de ocupación que resulta, agradable si se comparte con alguien. Gwennol ha prometido ayudarme.

—Me encantaría hacerlo —dijo ella, con los ojos brillantes—. En especial tratándose de una familia como la tuya, Michael. La nuestra es bastante diferente. —Hizo una mueca—. Somos más bien aventureros. Vosotros sois verdaderos aristócratas.

—Todas las familias tienen algo que ocultar —señaló Michael—. Quién sabe lo que saldrá a la luz cuando desenterremos esos documentos.

—¡Será apasionante! —exclamó Gwennol, como si estuviese a punto de sugerir que pusiesen inmediatamente manos a la obra, dejándome a mí recorrer la mansión por mi cuenta.

El suelo de la capilla estaba pavimentado con pequeñas baldosas cuadradas que formaban un dibujo de mosaico. Había unos doce bancos. Cubría el altar un hermoso paño que, según me dijo Michael, había sido bordado por su abuela, es decir, que era relativamente reciente.

—Aquellas dos ventanas —continuó—, tan estrechas que parecen rendijas, son la ventana de los leprosos y la de las damas. La primera da a una pequeña estancia desde la que los leprosos podían mirar a la capilla sin contagiar ni entristecer a los que estaban en ella. La otra… —señaló hacía arriba— da a un gabinete del piso superior, en el que solían reunirse las damas cuando no podían bajar a la capilla, por enfermedad o por la razón que fuese. Ahora pasaremos a la solana y veremos la otra ventana.

—Es maravilloso pertenecer a una familia así… —dijo Gwennol.

—Es como una cadena que se extiende a lo largo del tiempo —dijo Michael—. De un eslabón sale otro, y así sucesivamente. Por suerte, siempre hemos tenido varones en la familia, de modo que se ha conservado el nombre. Yo quiero que mis hijos tengan hijos a su vez, para que nuestro nombre se perpetúe.

—¿Tiene usted hijos? —le pregunté.

Él se rió.

—¡Pero si no me he casado aún!

—Pero se casará —dije—. Considerará un deber hacerlo.

—Me gustaría que fuese algo más que un deber.

Gwennol le miraba fijamente y pensé: «Sí, está enamorada de él. Y yo estoy en medio. No debería estar con ellos. Debería haberme dado cuenta de lo que ocurre y haberme alejado de ellos. Sólo porque él es demasiado cortés para darme a entender que no desea mi compañía, he creído que me invitaba de corazón. Ella, en cambio, muestra con claridad lo que siente».

—La solana es una habitación muy clara, como es lógico —decía Michael—. Fue construida para recibir el sol. Creo que durante un tiempo se utilizó como salón de baile. A veces, colocando un biombo en el centro, se convertía en dos habitaciones, pero a mí me gusta más tal como fue ideada.

Pasamos por una estancia en la que yo ya había estado en mi anterior visita y subimos unos escalones de piedra; recorrimos un pasillo y nos encontramos en la solana. El sol entraba a raudales por las amplias ventanas. Uno de los muros estaba adornado con una tapicería de tonos azul oscuro que representaba la guerra civil. Se veían varios campos de batalla —el de Naseby y el de Marston Moor— y, al otro lado de la estancia, se veía al príncipe Carlos junto al roble, recibiendo la bienvenida del pueblo de Londres en tiempos de la Restauración. Examiné atentamente aquellos tapices, admirada por el fino trabajo artesanal y por los bellos colores. Michael me observaba, evidentemente complacido.

—Aquí está la ventana de las damas —dijo—. Pasen a este gabinete. Como pueden ver, da a la capilla. Sentémonos un momento. Quiero hablarle a la señorita Kellaway de nuestro fantasma, Gwennol.

Gwennol asintió.

—Este fantasma te gustará, Ellen —dijo—. Es el más encantador que ha existido nunca.

—En esta casa vivían una vez tres hermanas —dijo Michael—. Las tres deseaban casarse, pero su padre se negaba a dar su consentimiento. Una de ellas huyó y abandonó a la familia para siempre. Las otras dos se quedaron, mientras su resentimiento aumentaba de día en día. Sus vidas eran un infierno, para ellas y para quienes las rodeaban. Nunca perdonaron a su padre. Dice la leyenda que éste, en su lecho de muerte, les imploró su perdón, y que ellas se lo negaron. Aquel hombre es nuestro fantasma. Se dice que es un espíritu benéfico, que ronda por la casa tratando de ganarse el perdón protegiendo a los enamorados.

—Ciertamente, es la historia de fantasmas más agradable que he oído nunca.

—El hombre murió en esta habitación —prosiguió Michael—, por lo que se supone que dormir aquí trae buena suerte a los enamorados. En otros tiempos había una cama, cuando el biombo dividía la solana en dos. Era el dormitorio de nuestro fantasma. Se dice que los matrimonios de los Hydrock son siempre felices a causa de su influencia.

—Bueno, entonces seguro que se ha ganado el perdón de sus pecados —dije.

—Ya lo creo —dijo él—. Es una idea agradable, ¿verdad? Las novias vienen a esta casa con la certeza de que su matrimonio será feliz porque el viejo Simon Hydrock no permitirá que sea de otra manera.

—Debe de ser una idea muy reconfortante para una novia.

Michael me sonreía.

—Le aseguro que lo es —dijo—. Mi madre me contaba a menudo esta historia. Ella fue una esposa feliz. «Cuando te cases», solía decirme, «dile a tu esposa que gozará de una protección especial».

—¿Fue éste su caso? —pregunté.

—Sí, desde su punto de vista. ¿No es la felicidad una cuestión de puntos de vista? De dos personas que se encontrasen en idénticas circunstancias, una se consideraría feliz, mientras que la otra no haría más que quejarse. Cuando yo tenía diez años, mi madre supo que estaba afectada de una enfermedad incurable. Vivió exactamente diez meses con aquella certeza. Me lo contó porque quería que yo conociese la verdad y no prestase atención a versiones deformadas. «He tenido suerte», me decía. «He tenido una vida muy feliz y, ahora que estoy enferma, moriré sin sufrimiento». Y así fue. No sufrió en absoluto. De haber vivido más, habría sufrido.

Esa historia me conmovió profundamente, al igual que a Gwennol, que no había dejado de mirar a Michael mientras éste hablaba.

—Ahora vamos a almorzar —dijo nuestro anfitrión—. Estoy seguro de que ambas tienen apetito después de la travesía.

—Es usted muy amable —dije—, pero yo no esperaba que me invitase a almorzar. Quizá debería… —Me miraban los dos y terminé la frase—. Creo que usted había invitado a Gwennol, pero…

—Estamos encantados de tenerla con nosotros —aseguró Michael cordialmente—. Sí, Gwennol estaba invitada. Recibí tu mensaje —le dijo a ella—. Nunca falla. Es un excelente medio de comunicación —dijo, dirigiéndose a mí—. Con tanta agua entre nosotros, el modo más seguro de mandar un recado es por paloma mensajera. Slack las entrena; tiene una habilidad especial para ello. Y aquí también tenemos unas cuantas. Después del almuerzo le enseñaremos a la señorita Kellaway los jardines, ¿te parece bien, Gwennol?

Por la ventana del comedor se veía el hermoso césped del jardín. Me agradaba estar sentada a aquella mesa, respirando aquella atmósfera de paz que, según me pareció, venía del espíritu del anciano que había destrozado las vidas de sus hijas y que, desde entonces, trataba de expiar su falta. Miré a Michael Hydrock y me pareció que era un hombre plenamente satisfecho con su suerte, lo cual es muy infrecuente. No pude evitar compararle en aquel aspecto con Jago, hombre de espíritu inquieto y de humor cambiante e imprevisible, lo cual me atraía y me repelía al mismo tiempo.

Después de comer, fuimos a dar un paseo por los jardines de la finca, muy hermosos y cuidados al estilo convencional. Estaba el jardín italiano, entonces de moda, la rosaleda a la inglesa, los arbustos, la dehesa y el suave y espeso césped. Había varios jardineros trabajando, que se llevaban la mano a la frente al vernos pasar. Tuve la certeza de que Michael Hydrock era un buen amo para sus servidores y de que éstos le respetaban.

Cuando decidimos volver a la hostería, Michael nos acompañó. Allí estaba Slack, esperándonos.

—Vuelvan pronto las dos —dijo Michael a modo de despedida.

Durante la travesía, Gwennol permaneció en silencio y apenas me miró. Noté que se había producido un cambio en nuestra relación. Antes, Gwennol parecía deseosa de hacerme sentir lo más a gusto posible en su compañía; ahora, parecía estar celosa de mí. Cuando llegamos a la isla, dejamos a Slack amarrando la barca y emprendimos el regreso al castillo.

—Es extraño que conocieses a Michael y no nos dijeses nada —dijo Gwennol.

—Había otras muchas cosas de que hablar.

—Así que te torciste el tobillo en el bosque…

—Sí. En el mismo momento de encontrarme con Michael, tropecé y caí. Por eso me llevó a la casa y después me acompañó a la hostería.

—Al parecer, la torcedura no era grave —dijo ella, con una sonrisa.

—No tenía ninguna importancia. A la mañana siguiente estaba bien.

—Una torcedura sin importancia, pero muy oportuna —comentó y, antes de que yo pudiese expresar mi indignación, se alejó de mí y entró corriendo en el castillo.

Subí a mi habitación. Gwennol me había estropeado aquel agradable día. En adelante, debería tener cuidado y mantenerme alejada de Hydrock Manor.

Jago me miró con aire de reproche. Estábamos cenando, la noche de aquel mismo día, y él me había preguntado qué había hecho. Le dije que había estado en el continente.

—¿Cómo, Ellen? ¿Nos abandonas ya?

—Sólo por unas horas.

—Hay muchas cosas de la isla que no has visto aún.

—Las valoraré más por el hecho de haber estado fuera un día.

—Siempre tienes la respuesta a punto, Ellen. ¿No es así, Gwennol?

—Sí, siempre, estoy segura —dijo Gwennol secamente.

—Bien, ¿y adónde has ido? —preguntó Jago.

—A Hydrock Manor.

—¿Tú también?

—Yo ya conocía a Michael Hydrock.

Jago dejó el cuchillo y el tenedor y se me quedó mirando. Sentí también fija en mí la mirada de Jenifry. En cambio, Gwennol tenía los ojos fijos en el plato. Repetí una vez más la historia de mi encuentro con Michael en el bosque, y de cómo me había torcido el tobillo.

—¿Te hiciste daño? —Preguntó Jago—. ¿Por qué no nos lo dijiste?

—No fue nada. Al día siguiente lo había olvidado por completo.

—Fue una molestia pasajera —dijo Gwennol con sarcasmo.

—¿Y qué ocurrió después? —preguntó Jenifry.

—El señor Hydrock me llevó a su casa y una tal señora Hocking, el ama de llaves, creo, me examinó el tobillo y dijo que no debía andar durante unas horas. Así que sir Michael me llevó a la hostería en coche.

—Muy caballeroso por su parte —comentó Jago.

—Así me lo pareció —repliqué. Me di cuenta de que aquella noticia había molestado a Jago y a Jenifry.

—Mañana te llevaré a ver más cosas de la isla —dijo Jago—. Te queda mucho por descubrir.

—Gracias —respondí.

—Le he aconsejado a Ellen que haga prácticas de remo —dijo Gwennol.

—¿No has remado nunca? —me preguntó Jago.

—Sí, pero no en el mar, sino en un río. Supongo que es diferente.

—En realidad, es lo mismo —dijo Gwennol—. Sólo que en el mar hay que ser más prudente, sobre todo por los cambios de tiempo. Cuando el mar está tranquilo, no hay ningún peligro.

—Practica al principio yendo de playa a playa —dijo Jago—. Y no vayas sola las primeras veces. Mañana te acompañaré yo. Slack puede acompañarte siempre a donde quieras ir.

Le aseguré que me gustaría aprender a remar.

—La primera lección, mañana —dijo Jago.

Estaba muy cansada cuando me retiré a mi habitación. El día me había parecido muy largo. Me había gustado mucho visitar Hydrock Manor, aun cuando los celos de Gwennol me hubiesen estropeado el placer. En el futuro, habría de tener cuidado, lo cual era una lástima, porque habría sido agradable tener un amigo como Michael Hydrock.

Encendí las velas del tocador. Estaba sentada ante el espejo trenzándome el pelo cuando alguien llamó a la puerta. Me sobresalté. Sin saber por qué, siempre que estaba en aquella habitación con las velas encendidas, me sentía inquieta. Durante unos segundos me quedé mirando a la puerta sin decir palabra. Entonces sonaron otros golpecitos y la puerta se abrió Silenciosamente. Allí estaba Jenifry, con una vela en la mano.

—Como no contestabas, he pensado que estarías dormida.

—Iba a contestar cuando has entrado —respondí.

—Quería hablar un momento contigo.

Dejó la vela y acercó una silla al tocador, de modo que estábamos las dos sentadas ante el espejo.

—Se trata de Gwennol y de Michael Hydrock —dijo.

—Ah, ¿sí?

Miré su imagen en el espejo. Tenía los ojos bajos, como si no quisiese mirarme.

—Michael Hydrock es uno de los mejores partidos de la vecindad —continuó—. Gwennol y él han sido siempre buenos amigos, e incluso…

—¿Algo más que amigos? —sugerí.

Asintió.

—La opinión general —dijo— es que, a su debido tiempo, se prometerán. Si no aparece ningún obstáculo.

—¿Ningún obstáculo? —pregunté.

Volví a mirarla en el espejo. Su boca se contrajo, haciéndola parecer muy fea por un momento. «Debe de ser la distorsión del espejo», me dije.

—Los Hydrock son una familia importante —dijo con amargura—. Algunos de sus miembros considerarían que Gwennol no está a su altura. Están muy orgullosos de su alcurnia. —Su boca se curvó en un gesto de desdén—. Esa señora Hocking cree que sólo la hija de un duque o de un conde sería lo bastante buena para él.

—Pero ella no tendría por qué opinar en un asunto como éste.

—No, pero es astuta. Es de esas personas que saben sembrar la duda e insinuar cosas. Una mujer en su posición puede tener gran influencia. Fue el ama de Michael y le considera aún como a su hijo. Le cuida y le mima como si lo mese, y considera que nada es lo bastante bueno para él.

—Yo tengo la impresión de que Michael Hydrock es un hombre capaz de decidir por sí mismo.

—Yo creo que una Kellaway es lo bastante buena para cualquier hombre, pero existe esa leyenda acerca de nuestra rama ilegítima… esa leyenda que dice que llevamos: sangre del diablo.

—Pero el señor Hydrock no creería una cosa así, estoy segura.

—La gente es supersticiosa. Aunque él no lo creyese, sabría lo que piensan los demás y el efecto que eso podría tener en sus futuros hijos. Gwennol y Michael se entendían muy bien, hasta ahora, y ella iba a ayudarle en su libro. Pero hoy ella ha vuelto un poco preocupada.

—¿Por qué? —pregunté sin rodeos.

Jenifry se aproximó a mí. No me atreví a mirar su rostro en aquel momento. Sabía que, si lo hacía, vería en él la expresión maligna que había sorprendido en el espejo la primera noche de mi estancia en el castillo.

—Ya sabes por qué, Ellen. Él siente atracción hacia ti, ¿no es cierto? Esa historia de que te torciste el tobillo…

—No es ninguna historia. Es cierto que ocurrió así.

—El caso es que fue un principio romántico. Me imagino que te encontró diferente de la mayoría de las jóvenes a las que trata. Las ambiciosas madres de los hacendados vecinos no dejan de exhibir a sus hijas, jóvenes campesinas… Y ahora llegas tú, que eres diferente, que tienes ya un pasado, por así decirlo. Naturalmente, él se interesa por ti. Tú eres una Kellaway también, y además perteneces a la rama legítima, la que no lleva el estigma del diablo…

Exasperada, le dije:

—Escucha, Jenifry. Conocí a un caballero cuando llegué aquí. Me perdí en su finca y él me acompañó a la hostería, Volví a verle cuando fui a Polcrag con Gwennol y almorcé en su casa. Sólo por eso insinúas que quiero arrebatárselo a esas ambiciosas madres con hijas casaderas. Le he conocido, simpatizo con él, me gusta su casa. No hay nada más que eso.

—Pero Gwennol cree…

—Gwennol está enamorada de él, lo que la hace hipersensible. Te aseguro que no estoy buscando marido desesperadamente, ni estoy dispuesta a casarme con el primer hombre que conozca.

Se levantó y cogió la vela. Al verla allí de pie, me estremecí levemente. Sostenía la vela ante ella y la llama iluminaba su rostro, dejando el resto de su persona en la sombra, de modo que en el espejo aparecía como un rostro sin cuerpo. Sus mejillas estaban levemente coloreadas y tenía los ojos entornados. Tenía una expresión malévola.

—Quizá me haya excedido —susurró—. Pero, por favor, Ellen, no le quites a Gwennol el hombre que ama.

—Por lo que sé de él, Jenifry, Michael Hydrock no se dejaría «quitar» por nadie. Es muy capaz de decidir por sí mismo.

—Se ha decidido por Gwennol. Ella era su elegida antes de que tú llegases.

—En tal caso, puedes estar segura de que lo es aún.

—Buenas noches —dijo—. Espero que comprendas la inquietud de una madre.

—La comprendo —contesté.

Antes de abrir la puerta, me miró una última vez por el espejo. Estaba segura de que había algo más que la ansiedad de una madre por la felicidad de su hija. Aquella mirada era como una advertencia y me llenó de inquietud.

Como si no hubiesen ocurrido bastantes cosas aquel día, aquella misma noche, antes de acostarme, encontré el primero de los cuadernos. La visita de Jenifry me había intranquilizado tanto que sabía que sería inútil intentar dormir. Por ello, decidí aprovechar la ocasión para escribir una carta a Esmeralda, que estaría ansiosa por conocer mis primeras impresiones de la isla. Pensé que el hecho de describirle los aspectos más positivos de mi nueva vida me calmaría. Le hablaría de las pequeñas granjas y de las pintorescas casitas, de las casas de por vida y de todo lo demás.

Había en mi habitación un pequeño escritorio de tapa recubierta de cuero y con incrustaciones de marfil. Lo había admirado al llegar y había colocado en él mis cosas de escribir. Quise abrirlo, pero se resistía. Supuse que el papel se había quedado atascado en algún punto del interior. Tiré de la tapa con todas mis fuerzas y logré abrirla. Al mismo tiempo se abrió también un cajón del interior y vi el cuaderno.

Lo cogí y vi que, en el interior, una mano infantil había escrito: «Diario de S. K». Adiviné que S. K. era la niña que había escrito aquellas palabras en el armario y la que había sido dibujada por mi madre. Hojeé el cuaderno. Algunas páginas estaban escritas, y algunas frases llamaron mí atención.

«Aborrezco este lugar. Quisiera huir». «Mi padre me odia, no sé por qué. Pero no creo que quiera mucho a nadie, tampoco, ni a su mujer ni a la pequeña». Volví a la primera página, en la que aparecía el título La vida en una isla.

Era sólo el cuaderno de una niña, pero aquella niña era la misteriosa S. K. La frase «Estoy aquí prisionera» se refería probablemente al hecho de haber sido enviada a su habitación como castigo de alguna falta, cosa que les ocurre a la mayoría de los niños en un momento u otro. Pero aquellos dos retratos me habían fascinado y quería saber más cosas de ella. Decidí preguntar a alguien a la primera oportunidad. Gwennol era la persona más indicada, pero me parecía aconsejable evitarla durante unos días.

Observé aquella página, de escritura grande y desordenada.

Debería estar escribiendo una redacción —leí—, con el título La vida en una isla. La señorita Homer ha dicho que me quedaría en mi habitación hasta que la terminara, pero no pienso hacerla. En lugar de una redacción escribiré esto. Y no se lo enseñaré. Ella quiere que yo escriba algo sobre el paisaje, las mareas, los cangrejos y las medusas, pero esas cosas no me interesan. Voy a escribir cosas de ellos y de mí, cosas que no puedo contarle a nadie porque no tengo a nadie. Será divertido escribirlo; podré releerlo y recordarlo todo otra vez. Mi padre me odia. Siempre me ha odiado. Mi madrastra no me quiere mucho tampoco. Nadie me quiere excepto la pequeña, pero ella es demasiado tonta para entender nada. Mi madrastra la quiere mucho. Siempre me dice: «Mira a tu hermanita. ¿No es encantadora?». Y yo le digo: «Sólo es mi hermanastra, no mi hermana de verdad. Y me alegro, porque no quiero tener por hermana a una niña tonta». La pequeña llora cuando quiere algo y después, cuando se la dan, sonríe, y entonces todo el mundo viene a mirarla y dice qué buena y qué simpática es, aunque hace un minuto estaba berreando. Yo también fui pequeña, pero no creo que nadie dijese que yo era encantadora.

Seguían unas páginas en blanco, y después continuaba el diario.

Acabo de leer lo que escribí el día que la señorita Homer me envió a mi cuarto a hacer la redacción. Me ha hecho reír tanto que voy a escribir algo más. La señorita se enfadó muchísimo cuando vio que no había hecho la redacción. Me dijo: «No sé qué va a ser de ti». Eso es lo que piensan todos, se lo noto en la cara. «¿Qué va a ser de ella?», piensan. Es verdad que soy mala, aunque a veces me porto bien durante unas horas. «Parece que nunca haya roto un plato», dicen. Me gustaría ver a mi padre alguna vez. Él no quiere verme, aunque a la pequeña la ve de vez en cuando. Hasta creo que le gusta verla. Creo que lo mío es por algo relacionado con mi madre, quiero decir el hecho de que no me quiera. A ella no la quería. La razón de eso soy yo, me dijo un día una criada. Es extraño ser la razón de algo y no saber de qué se trata. Después mi madre murió. Yo tenía entonces siete años. Recuerdo que fue unos días antes de mi cumpleaños, y que todo el mundo se olvidó de él. La enterraron en el cementerio; a veces voy a ver su tumba. Lloré mucho, porque ella me quería. No me di cuenta de que ella era la única persona que me quería hasta que la perdí. La señorita Homer no me quiere, y el ama tampoco. Dicen que mis humores y mis berrinches serán mi desgracia. Mi madre escondía siempre mis regalos de cumpleaños. Siempre había más de uno. Eso es porque ella sabía que nadie más me regalaría nada y quería que pareciese lo contrario. Y siempre había un regalo misterioso, que no me decía de quién era. Yo le decía que era de ella, como todos los demás, pero ella aseguraba que no. Pero, cuando ella murió, nunca volví a recibir el regalo misterioso, lo cual demuestra que era suyo también. Cuando ella murió, yo me volví más mala. Hago cosas horribles, como cuando tiré al suelo el tinte del cabello de la señorita Homer, que no quería que nadie se enterase de que lo usaba.

Después llegó mi madrastra y todo mejoró por una temporada. Ella les hacía ponerme el vestido blanco bordado y me regaló un bonito cinturón azul para que lo llevase con él. Yo iba a hablar con mi padre, pero sabía que él no me quería y que sólo me hablaba porque mi madrastra se lo pedía. Y después nació la pequeña y todo el mundo se entusiasmó con ella y no se ocuparon más de mí. Mi madrastra sólo pensaba en su hija, y ya no volvió a intentar que mi padre me quisiese, o al menos se ocupase un poco de mí. Oh, qué tonta soy. ¿De qué sirve escribir aquí cosas que ya sé?

Yo, en cambio, no sabía nada y deseaba saber. Pero las últimas páginas del cuaderno estaban en blanco, excepto una en la que había unas cuantas sumas. Al pie, la niña había escrito: «Odio la aritmética».

Volví a guardar el cuaderno en el escritorio. Ya no estaba de humor para escribir a Esmeralda.

Tomé los remos y Jago se sentó frente a mí. Nos dirigíamos a la isla de los Pájaros, que él estaba ansioso por enseñarme. No estaba muy lejos de la isla de los Kellaway, según me dijo, y la travesía sería una buena práctica para mí. Hacía un hermoso día. El mar estaba quieto y transparente como un lago, y tenía aquellas tonalidades nacaradas que yo había observado ya y que me habían parecido tan hermosas.

—Ésta es la mejor época del año —dijo Jago—. La que precede a los vientos de octubre.

—¿Son muy violentos?

—A veces. Pero otras veces no se presentan siquiera. Nuestro clima es completamente imprevisible. Remas muy bien, Ellen, llegarás a ser una campeona.

—Si he de quedarme aquí una temporada, debo aprender a remar bien.

—¡«Si he de quedarme», dices! Mi querida Ellen, yo espero que te quedes con nosotros una temporada muy larga. —Alcé la vista, y me turbó un poco la intensidad de su mirada—. ¿Por qué no? —continuó—. Te estás adaptando muy bien a nuestro modo de vida. Estás empezando a amar la isla, confiésalo.

—Sí, me agrada todo lo que hay aquí. Pero ¿necesito confesarlo? ¿No es evidente?

—Sí, y me satisface muchísimo. Eres una Kellaway.

—No se puede permanecer indiferente ante el lugar donde ha vivido la familia de uno durante varias generaciones. Creo que, cuando vivía con la tía Agatha, me atormentaba secretamente la idea de que aquélla no era mi casa.

—Tu casa está aquí —dijo él con seriedad.

Guardé silencio, pensando en aquello. Ante nosotros estaba la isla de los Pájaros, un promontorio verde en el océano.

—Dirígete hacia aquella playa —me dijo Jago.

Lo hice, y con cierta habilidad, lo cual me hizo sentir orgullosa, pues experimentaba el deseo absurdo e infantil de provocar su admiración.

Me ayudó a salir de la barca y la amarró. Emprendimos la subida de una cuesta que nos llevó a una especie de meseta. A nuestro alrededor alzó el vuelo un gran número de aves, gaviotas en su mayoría, chillando de indignación por haber sido molestadas. Jago se sacó de los bolsillos dos bolsas que contenían restos de comida y me entregó una de ellas.

—Siempre les traigo algo cuando vengo —explicó—. Es como un desagravio por el hecho de venir a molestarles. Esta isla es un refugio para ellas y no les agradan los visitantes.

—¿Tan poco hospitalarios son?

—Desde luego. Mira aquellos grajos: los hay a centenares. A veces se detiene aquí una hembra de petrel de las tormentas, pone sus huevos y se va. Una vez tuve la suerte de ver un ejemplar muy hermoso.

—Me sorprende que tengas tiempo para interesarte por estas cosas.

—Yo dispongo de tiempo para todo lo que deseo hacer, Ellen.

Me tomó del brazo, supuestamente para ayudarme a subir la cuesta, pero queriendo decir en realidad que iba a tener mucho tiempo para pasarlo en mi compañía.

—Cada día te absorberá más la vida de la isla —dijo—. No sentirás deseos de ir al continente muy a menudo. Fue interesante que visitases Hydrock Manor: es un lugar hermoso, desde luego, aunque muy convencional. Gwennol siente una atracción romántica hacia esa casa. Pobre muchacha; si algún día se casa con Michael Hydrock, puede prepararse para aburrirse hasta el fin de sus días.

—¿Por qué habría de aburrirse?

—Por la vida que llevaría. Imagínatela. Fiestas de sociedad, cacerías, actividades benéficas… Cada día igual al anterior, año tras año.

Callé.

—Sentémonos aquí —dijo.

Había traído una manta de viaje y la extendió en la hierba. Miramos el mar. La isla grande estaba muy hermosa con sus verdes colinas, sus playas y sus tejados color naranja que centelleaban al sol. Y a su lado estaba la Roca Azul, que aquel día se veía muy clara debido a la limpidez del aire. Hasta me pareció distinguir la casa que me habían dicho que había allí. Estaba cerca de la playa, rodeada de arbustos.

—Dime, Jago —le pregunté sin rodeos—, ¿quién es S. K.?

Él frunció el ceño.

—¿Quién? —preguntó.

—Una niña que debió de ocupar la que es hoy mi habitación. Hay una inscripción en el armario firmada con las iniciales S. K.

Durante unos instantes pareció desconcertado, y después sonrió.

—Ah —dijo—, debe de ser Silva.

—¿Silva? ¿No será Silva Kellaway?

—Sí, tu hermanastra.

—Entonces, yo soy la pequeña de la que habla. Es que encontré un cuaderno suyo en mí escritorio, y hablaba en él de su madrastra y de una niña pequeña. ¡Qué extraño! ¡Mi hermana!

—Hermanastra sólo.

—Tuvimos el mismo padre, y la madrastra de la que habla fue mi madre.

—¡Pobre Silva! Tuvo una vida trágica.

—¿Tuvo? ¿Es que ha muerto?

—Es casi seguro que se ahogó en el mar.

—¿Qué significa «casi seguro»?

—Nunca se halló su cuerpo. La barca, en cambio, apareció en una playa de la isla… sin ella.

—Qué triste. ¿Qué edad tenía cuando eso ocurrió?

—Sucedió hace unos dieciocho meses. Ella tendría entonces unos veintiocho años.

—Y hasta entonces vivió en el castillo… En la habitación que ahora ocupo yo…

—Sí. Era una muchacha de carácter difícil. Nadie se explica cómo se le ocurrió salir en barca en una noche como aquélla, pero lo hizo. Fue una locura, pero no era de extrañar en ella.

—¿Quieres decir que estaba loca?

—No. Estaba desequilibrada, simplemente. A veces se mostraba muy dócil durante varios meses y después, de pronto, hacía una escena por nada. Era una persona extraña. Yo la traté poco.

—Cuéntamelo todo. Quiero saber todo cuanto se refiere a mis familiares.

—No hay mucho que contar. Tu padre se casó dos veces y Silva era hija de su primera esposa, Effie. Effie y tu padre no se llevaban bien; solían discutir violentamente. Desde luego, no era fácil convivir con tu padre. Ni siquiera quería a su hija. Quizás estaba decepcionado porque habría preferido un muchacho. No lo sé, lo cierto es que no le interesaba la niña; apenas soportaba su presencia.

—¡Pobre Silva! —exclamé—. Debió de darse cuenta y sufrir mucho por ello. No es de extrañar que estuviese desequilibrada.

—Después, Effie murió de neumonía y, al cabo de uno o dos años, tu padre fue a Londres por cuestión de negocios y volvió con tu madre, Al parecer, este segundo matrimonio fue también un error, porque ella no se adaptó a la vida de aquí. Después naciste tú; eso pareció reconciliarles, pero sólo durante una temporada. Y ella acabó por marcharse. Fue una sorpresa para todos, pues lo hizo sin avisar a nadie.

—Creo que Silva debió de ser muy desgraciada.

—Quisiera saber por qué se marchó, y adónde iba. Y tener alguna prueba concluyente de que se ahogó.

—¿No es una prueba concluyente el hecho de que su barca apareciese vacía?

—Lo es para algunos, pero ya sabes cómo es la gente. Por aquí son muy propensos a ver elementos sobrenaturales en los sucesos más corrientes. Se dijo que a Silva «se la habían llevado los duendes», y hasta que era muy amiga de ellos. Hay quien dice que estaba descontenta con su suerte y que le pidió al diablo que se la llevase. Como ya sabes, el diablo ha desempeñado un papel importante en la historia de nuestra familia.

—Sí, ya me lo dijiste.

—Oirás decir que, en las noches de tormenta, se oyen los gritos de Silva mezclados con el sonido del viento y de las olas. Algunos criados creen que su fantasma ronda el castillo.

—¿Tú crees que ronda mi habitación?

Se echó a reír.

—Espero no haberte alarmado, Ellen. Si quieres, puedes cambiar de habitación.

—No, no quiero. Me gustaría conocer a Silva, y sí, como dicen, visita mi cuarto, será bienvenida. No puedo olvidar que era mi hermana. Durante toda mi infancia, ansié tener una hermana y efectivamente ya tenía una, mientras que tuve que conformarme con Esmeralda. Ojalá me hubiese criado en el castillo.

Jago se inclinó hacia mí y me tomó la mano.

—Yo también lo quisiera, Ellen. Así seríamos ya buenos amigos. Pero no importa, pronto lo seremos.

Por encima de nuestras cabezas chilló una gaviota, como si se burlara de nosotros. Jago no pareció oírla. Su expresión estaba cargada de ternura.

Permanecimos un rato en silencio. Yo pensaba en mi hermana, que había crecido solitaria en el castillo mientras yo era la intrusa en casa de la tía Agatha. Aquellas pocas líneas del cuaderno habían formado una imagen en mi mente, la imagen de una niña a quien nadie quería y que tenía una aguda consciencia de su soledad. Nadie podía entender aquello mejor que yo. Yo había tenido la gran suerte de poseer un carácter adaptable y de contar con una compañera como Esmeralda, que carecía de carácter y sufría tanto o más que yo la tiranía de su madre, de modo que mi suerte parecía aún mejor que la de ella. Pero la pobre Silva había vivido en aquel enorme castillo sin tener a nadie en quien confiar. Estaba segura de que mi madre había sido bondadosa con ella, pero su presencia en el castillo había durado sólo unos cuatro años. Silva no debía de ser muy mayor cuando mi madre abandonó el castillo; debía de tener entonces unos doce años.

Jago estaba ahora rodeado de pájaros, pues les estaba arrojando los pedacitos de comida de su bolsa. Le imité, y observé encantada los graciosos aleteos.

—Son hermosos, ¿verdad? —me dijo—. ¿Sabías que los ejemplares más grandes pesan sólo unos pocos gramos? ¿Te gustaría volar como ellos, Ellen?

—Debe de ser una sensación maravillosa. ¿Por qué darán esos chillidos lastimeros?

En aquel momento me di cuenta de que alguien nos observaba. Me volví rápidamente y vi que un hombre había subido a la pequeña meseta en la que nos encontrábamos. Jago le había visto también.

—Oh, si es James Manton —dijo—. Buenos días, Manton. ¿Ha venido a pintar? —Nos pusimos en pie mientras el hombre avanzaba hacia nosotros—. Ellen, te presento al señor James Manton. Manton, ésta es mi pupila, la señorita Ellen Kellaway.

—¿Así que es usted el pintor? —dije.

Él se inclinó en un gesto afirmativo, con expresión complacida; pensaba sin duda que yo conocía su obra.

—Me alegro de conocerla —dijo—. He venido aquí para hacer unos cuantos bosquejos.

—¿Así que va a pintar nuestra isla? —dijo Jago.

—Sí, la isla y los pájaros. Desde aquí se tiene una hermosa vista y hoy hay una buena luz: fíjense en el color del mar.

Convinimos con él en que el mar estaba aún más hermoso que de costumbre.

—Es difícil de reproducir —dijo el pintor—, pero lo intentaré. Espero que le agrade a usted la isla, señorita Kellaway.

Le respondí que me agradaba muchísimo. Observó a un pájaro remontando el vuelo y perdiéndose en la distancia. Después, nos dio los buenos días y se fue por donde había venido.

—Éste es el pintor que vive en la Roca Azul, ¿verdad? —le pregunté a Jago.

—Sí. Lleva muchos años allí. Pinta los pájaros, y muy bien, por cierto. Supongo que ésta es la razón por la que vive allí. Según dicen, vino a la Roca Azul con la intención de permanecer en ella unas semanas, pero se quedó indefinidamente. Aun así, de vez en cuando sale de viaje; supongo que va a Londres para ocuparse de la venta de sus cuadros.

—Pero no viene nunca por la isla Kellaway.

—No ha venido desde que se peleó con tu padre. Si nos encontramos, nos saludamos, como has visto, pero no intercambiamos visitas. ¿Te parece bien que volvamos ahora? ¿Te sientes con ánimos para remar?

—Ya lo creo.

Se puso de pie de un salto, echó a las aves el resto del contenido de su bolsa —gesto que yo imité—, recogió la manta y me tomó de la mano. Bajamos la pendiente hasta llegar al lugar donde estaba la barca.

—Sube —me dijo—; yo la empujaré.

Así lo hizo, y yo tomé los remos.

—No necesitas practicar —me dijo—: remas muy bien. —Llegamos a la isla y amarramos la barca.

—Antes de volver a casa —me dijo—, voy a llevarte a ver a la vieja Tassie, la hechicera de la isla. Te predecirá el futuro. Te gustará; a todas las mujeres les agrada que les digan la buenaventura.

Subimos una pequeña cuesta y llegamos a una casita que se levantaba en el centro de un jardín. Entre las plantas que crecían en él reconocí el romero, el perejil y la salvia, y había muchas otras que desconocía. Cuando nos acercábamos, una anciana apareció en la puerta.

—Buenos días, señor Jago —dijo.

—Buenos días, Tassie —dijo él—. He traído a mí pupila: le presento a la señorita Ellen Kellaway.

—Buenos días, señorita —me saludó la mujer.

Le devolví el saludo mientras la observaba. Tenía la cara muy arrugada; sus ojos vivarachos e inteligentes me recordaron los de un mono. Le cubría los hombros un chal gris de ganchillo. El gato negro de brillantes ojos verdes que se restregaba contra sus faldas completaba perfectamente el cuadro, como sin duda estaba previsto.

Entramos en una sala abarrotada de muebles, en la que flotaba un leve olor acre. La chimenea era lo bastante grande como para albergar un asiento a cada lado. El gato, que nos había seguido, saltó al interior de un cesto y se quedó allí tumbado, mirándonos. Observé las distintas ollas y cazuelas de misterioso contenido que estaban sobre la mesa, y los manojos de hierbas que colgaban de las vigas.

—Así que me ha traído a esta señorita, señor —dijo, muy complacida—. No esperaba menos de usted.

—Está deseosa de saber cosas de la isla —dijo Jago—. Y no podía saberlo todo hasta que la hubiese visitado a usted, Tassie.

—No le falta razón —dijo la anciana—. He vivido en esta casa toda mi vida, señorita. Mi madre vivió aquí también, al igual que mi abuela, que vino a esta casa cuando se casó. Era una casa de una noche, aunque después la fueron ampliando.

—Eso debió de ser en tiempos de mi bisabuelo —dijo Jago.

Ella asintió.

—Por cierto, que su bisabuelo anduvo detrás de todas las faldas de la isla. Se dice que pocas familias habrá por aquí que no lleven sangre Kellaway desde esa época.

—Eso nos une aún más —dijo Jago—. ¿Y qué le dices a la señorita Ellen?

—Deje que la vea, querida. Acérquese y siéntese aquí, delante de mí.

Me tomó las manos, pero no examinó mi palma sino mi cara.

—Oh, señorita… —dijo—. Veo muchas cosas en su futuro. Hay cosas buenas y cosas malas.

—¿No puede eso decirse de todos nosotros? —preguntó Jago.

—De unos más que de otros, señor —respondió la anciana. Jago la miraba con atención, pendiente de lo que fuera a decirme—. Usted ha tenido problemas… Ha habido una tragedia en su vida. Ha perdido a una persona muy allegada. Fueron tiempos muy malos. Ahora puede elegir entre dos caminos. Debe ir con cuidado y tomar el bueno.

—Tassie tiene poderes especiales —dijo Jago—. Goza de gran prestigio en la isla.

—¿Cómo sabré cuál es el buen camino? —pregunté.

—No le faltará quien la oriente, querida. Hay una persona a su lado que la guiará. Usted ha venido a vivir con su familia, y eso es bueno. Su lugar está aquí.

El gato salió de su cesto, se desperezó y vino a restregarse contra sus faldas.

—Si toma el buen camino, querida, veo felicidad para usted, y si no lo hace veo desgracia. Ahora está casi en el buen camino, pero hace unos días no lo estaba.

—Escucha bien a Tassie —me dijo Jago—. Todas las jóvenes de la isla vienen a consultarla, y dicen que nunca se equivoca.

—Así es. Si necesitan un filtro de amor para enamorar a algún muchacho, yo se lo doy. Pero usted no lo necesitará, hija mía. Su destino está trazado y se cumplirá pronto, porque está cerca.

Jago sonrió, evidentemente complacido por lo que oía.

—Sigue, Tassie —le dijo.

—Ahora le toca escoger a la señorita. Si escoge bien, será feliz hasta el fin de sus días. Tendrá hermosos hijos, y una hija o dos que serán su alegría, Ha hecho un viaje largo, señorita Ellen, pero ahora está en su hogar.

—Ya lo sabes, Ellen —dijo Jago sonriéndome, con los ojos brillantes.

En aquel momento pensé que se estaba enamorando de mí. La idea me causó excitación y temor al mismo tiempo. Sabía que los sentimientos de Jago serían apasionados, pues no era hombre de hacer las cosas a medias. Y era joven; no debía de tener mucho más de treinta años. A su edad, no se había casado aún; me pregunté por qué habría permanecido soltero durante tanto tiempo. Recordé que, desde el mismo momento en que le había conocido, en casa de los Carrington, me había sentido atraída hacía él… físicamente.

Tassie parecía haber llegado a la conclusión de que había arreglado mi futuro. Todo lo que yo debía hacer era dejarme guiar, al parecer por Jago. A continuación me explicó lo que hacía por los jóvenes de la isla.

—Les quito las verrugas y los orzuelos, y les alivio cuando tienen ahogos. Mucha gente de aquí se fía más de Tassie que de un médico. Además, veo el futuro. A mi bisabuela la ahorcaron por bruja. Ahora ya no se hacen esas cosas: la gente es más sensata, sabe distinguir la magia blanca de la magia negra, y en nuestra familia siempre hemos hecho magia blanca. Hace muchos años, una sirena quedó varada en una playa de por aquí, y un antepasado mío la ayudó a volver al mar. Ella se lo recompensó otorgando a la familia el poder de adivinar el futuro.

—Si algún día te encuentras con una sirena, Ellen —dijo Jago—, ayúdala a volver al mar. Serás recompensada.

—Es cierto —dijo Tassie—. Además, yo soy la séptima hija de un séptimo hijo. ¡Puedo deshacer maleficios! Si algún, día está en un apuro, muchacha, venga a verme.

—Esto es más que una invitación, Ellen —dijo Jago—. Significa que Tassie te acepta como ciudadana de la isla.

Depositó varias monedas en la mesa, y vi un centelleo de avaricia en los ojos de Tassie. Miraba cada moneda que iba cayendo y tuve la certeza de que las contaba. Luego salimos al sol de otoño.

—Debes admitir que te ha predicho un agradable futuro, Ellen —me dijo Jago.

—Y se le ha pagado bien por hacerlo.

Me lanzó una mirada penetrante.

—Se lo merecía —dijo—, ¿no crees?

—Si el cliente paga de acuerdo con lo que se le dice, ¿no se siente tentado el adivino de mostrarse optimista?

—No creo que haya sido así en este caso. Estoy seguro de que el destino te reserva mucha felicidad.

—No olvides que depende de mi elección.

—Pero tú eres una mujer sensata, Ellen. Me di cuenta en el primer momento en que te vi. Pero, bromas aparte, ¿no te parece que nuestra bruja local es un personaje pintoresco? Constituye un gran aliciente para nuestros jóvenes. A ellos les parece una gran aventura visitarla secretamente por la noche para pedirle un filtro de amor.

—¿Es verdad que es la séptima hija de un séptimo hijo?

—Es lo que dicen. En cuanto a ese antepasado que encontró una sirena, te dejo en libertad de creerlo o no.

—¿La gente cree realmente en su poder?

—Algunos sí. Si sus deseos se cumplen, creen que Tassie les ha ayudado. Si no, creen que son ellos los que han fallado en algo. La cosa no podría funcionar mejor, desde el punto de vista de Tassie.

—¿Y tú? ¿Crees tú en ella?

Me miró fijamente.

—Yo hago como los demás —dijo—. Creo en ella cuando consigo lo que deseo.

—¿Y si no lo consigues?

—Mi querida Ellen, yo siempre consigo lo que deseo.

Volvimos al castillo. Estuve preocupada el resto del día, pensando en aquel nuevo aspecto de nuestra relación, del que ni siquiera estaba segura que existiera. Cuando me retiré a mi habitación y encendí las velas, las sombras que empezaban a formarse me hicieron pensar en Silva, y me pareció que su espíritu flotaba en la penumbra de la habitación.

—Hermana… —susurré, y me pareció percibir una respuesta.

Era mi imaginación, naturalmente. Jago se habría reído de mí, pues tomaba a broma muchas cosas, como a Tassie —a quien quizás había pagado para que me dijese lo que me dijo—, o su relación conmigo en Londres. Lo desconcertante era que, cuando estaba con él, aceptaba totalmente su visión de las cosas. Sólo cuando reflexionaba a solas acerca de su conducta, ésta me parecía, como mínimo, insólita. Y lo era, además de impredecible. No alcanzaba a comprenderle, si bien aquella tarde me había dado ciertas pistas. Él no deseaba que continuase mi amistad con Michael Hydrock, como no lo deseaban Gwennol y Jenifry, pero ¿me equivocaba al pensar que cada uno de ellos tenía sus propios motivos?

Le había complacido oír lo que decía Tassie, la pitonisa que daba a sus clientes lo que éstos deseaban, ya se tratase de curar verrugas u orzuelos, o de favorecer un casamiento. ¿Era posible que Jago Kellaway desease casarse conmigo? Aquella idea me causaba turbación pero, para ser sincera, debía admitir que también me agradaba. Pero ¿qué sabía de él en realidad? ¿Qué sabía de las personas que me rodeaban?

—Silva —susurré—. Silva, ¿estás ahí?

Escuché. La brisa agitaba suavemente las cortinas, pero no se oía otro sonido que el distante murmullo del mar.

Al día siguiente fui en busca de Slack.

Le encontré en el patio, cuidando a una gaviota. El ave estaba en el suelo, comiendo pescado de un plato.

—No puede volar, señorita —me explicó Slack—. La he encontrado en las rocas con las alas empapadas de petróleo. Estaba acurrucada, muerta de miedo, y me parece que llevaba varios días sin comer. Además, las otras le estaban dando picotazos. Los pájaros son muy crueles entre ellos. Cuando uno está lisiado o es diferente, lo picotean hasta matarlo. Las personas también son así, a veces. No les gustan los que son diferentes.

Hablaba sin tristeza, limitándose a constatar un hecho, aunque yo noté que se estaba comparando a sí mismo con un pájaro diferente a los demás. Pero él aceptaba lo que la vida le había dado; no le dolía ser diferente, y agradecía a Dios que le hubiese concedido el «don», como él lo llamaba.

—Ha sido una suerte que la hayas encontrado —dije.

—Todavía está asustada. Pero cuando le hablo, se tranquiliza. Cuando la he cogido me daba picotazos y quería escaparse, pero le he explicado que yo era Slack y que sabía lo que había que hacer para curarla, y se ha calmado. Voy a quitarle el petróleo de las alas, pero no quiero que vuele aún. Primero le daré de comer, pero no demasiado, para que no le haga daño. Sí, bonita, Slack te cuidará y te pondrás buena, ya lo verás…

—¿Qué ha sido de la paloma que se hizo daño en la pata?

—Ya está bien otra vez. Nadie diría que no podía andar.

—Debe de estarte agradecida.

—Oh, yo no quiero agradecimiento, señorita Ellen. Bastante alegría me da verla saltar y volar como si nada, y posarse en mi mano con la cabecita inclinada, como diciendo: «Hola, Slack. Ya me encuentro bien».

—Slack —dije—, quiero pedirte una cosa. Quiero salir en barca para hacer prácticas de remo y necesito que me acompañes. Le he prometido al señor Jago que de momento no saldría sola al mar.

Le agradó que se lo pidiese. Su mayor satisfacción en la vida era ser útil a los demás, y aquella prueba de confianza por mi parte le llenaba de orgullo.

Salimos en una barca. Yo tomé los remos y comenzamos a dar la vuelta a la isla.

—Rema muy bien, señorita Ellen —me dijo Slack—. Sólo le falta aprender dónde están las rocas del fondo, y lo aprenderá pronto. Navegar cerca de la costa no es peligroso; lo malo es que se levante viento si uno se aleja. A veces, el mar está quieto como un manto de seda y en un cuarto de hora se encrespa muchísimo. Eso es lo que ha de recordar usted cuando vaya al continente. En cambio, si no se aleja de la isla puede atracar en cualquier playa.

—¿Se ahoga mucha gente? —pregunté.

Le miré con atención y vi otra vez aquel velo caer sobre sus ojos.

—Algunos —respondió.

—Como mi hermanastra Silva, por ejemplo.

Slack calló.

—Tú la conociste, Slack.

—Sí, señorita.

—Imagínate, era mi hermana y no llegué a conocerla. Tenía tres años cuando mi madre se me llevó de aquí, y ella tenía doce o trece. Me gustaría saber cosas de ella. Cuéntame lo que sepas, por favor.

—Le gustaban los pájaros…

Aquello debió de crear una especie de vínculo entre ellos.

—Debía de venir a menudo al palomar —dije—, y te ayudaría a darles de comer, ¿verdad?

Él sonrió.

—Sí, lo hacía. Las palomas la conocían y se posaban en sus hombros. Le gustaban mucho los pájaros y los demás animales, y sabía tratarles.

—Así que erais buenos amigos. Me alegra saberlo.

Slack parecía feliz; vi que recordaba a Silva rodeada de palomas, o quizá con un animal herido en los brazos, consultándole a él lo que había que hacer para curarle.

—¿Hablaba mucho contigo, Slack?

—Oh, sí, señorita. Siempre me hablaba de los pájaros.

—¿Te hablaba de ella misma? ¿Te decía si era feliz o no?

—Hablaba mucho… A veces hablaba mucho rato, como si se olvidase de que yo estaba allí, y después me miraba, sonreía y me decía: «Cuánto hablo, ¿verdad, Slack? Sabes escuchar tan bien que me olvido de ti».

—¿Era desgraciada?

—Sí, señorita —asintió Slack, con expresión dolorida—. A veces lloraba y era terrible… Nunca he visto a nadie llorar como la señorita Silva. Lloraba y reía al mismo tiempo; decía que aborrecía el castillo, que aborrecía al señor Jago y a todos los demás…

—¿Por qué salió en una barca aquella noche? ¿Lo sabes, Slack?

—Era una noche de tormenta.

—Sí, lo sé. Pero ¿por qué salió? —Slack apretó los labios. «Sabe algo», pensé—. Dicen que se ahogó.

Él asintió, aún con los labios apretados.

—La barca volvió sin ella —explicó, encontrando por fin algo que decir.

—¿Se marchó en aquella barca porque era desgraciada, porque no quería seguir viviendo en el castillo? ¿Huía de algo? Tú lo sabes, ¿verdad, Slack?

Asintió.

—Yo creo que huía de algo —dijo.

—Pero ¿por qué se marchó con aquel mal tiempo?

—Había una tormenta muy fuerte aquella noche. Aún me acuerdo de los relámpagos y los truenos. Dicen que las tormentas son la cólera de Dios. ¿Usted lo cree, señorita Ellen?

—No —respondí—. Pero si mi hermana salió al mar en una noche como aquélla es que quería morir. Una barca tenía que volcar forzosamente en un mar tan encrespado, ¿no crees?

—Nunca se sabe lo que puede pasarle a una barca en el mar, señorita Ellen.

—Pero aquella barca apareció unos días después… vacía.

—Sí, apareció la barca vacía —convino él—. Ojalá sea feliz en su nueva vida. Ahora no se puede hacer más que rezar por ella.

—Los criados dicen que su fantasma ronda la isla, Slack.

—Y es cierto.

—¿Tú lo crees?

—Yo creo que ella está aún con nosotros.

—¿Tú crees que los espíritus de las personas que fueron muy desgraciadas o que murieron violentamente vuelven a la tierra?

—Yo no soy inteligente, señorita Ellen. No puedo saberlo con certeza.

Su pálido rostro estaba impasible: de nuevo había aquel velo sobre sus ojos. Yo estaba segura de que sabía más de lo que decía acerca de mi hermanastra, pero aún no confiaba lo bastante en mí como para decírmelo. Quizás algún día lo haría. Aunque la curiosidad me devoraba, tendría que tener paciencia.