El cuaderno de dibujo
El sol inundaba mi habitación, y con él habían desaparecido completamente los terrores de la noche. Llamé al timbre y acudió Janet.
—¿Ha dormido bien, señorita Ellen? —me preguntó.
Le dije que me había costado un poco.
—Siempre pasa lo mismo cuando se cambia de cama —respondió, y volvió a salir para ir a buscar el agua caliente.
Cuando bajé, Gwennol y Jenifry, que estaban sentadas a la mesa, me preguntaron cómo había dormido.
—Sírvete lo que quieras del aparador —dijo Jenifry—. Hay jamón, huevos y riñones rellenos. Si deseas algo especial, Penham hará que te lo sirvan.
Me dirigí al aparador, me serví un par de huevos con jamón y me senté a la mesa. Estábamos hablando del tiempo cuando entró Jago. Sus ojos me buscaron enseguida y me preguntó solícitamente si había dormido bien y si había encontrado cuanto necesitaba. Dijo que una hora más tarde estaría libre para enseñarme la isla, si es que yo tenía bastante con una hora para prepararme. Le respondí afirmativamente.
—Gwennol o yo podemos acompañar a Ellen si tú tienes cosas que hacer —propuso Jenifry.
—De ningún modo —replicó él—. Estoy decidido a que ese placer sea para mí.
—¿Qué caballo le darás a Ellen? —preguntó Gwennol.
—En su momento, Ellen elegirá ella misma el caballo que desee —respondió—. Para hoy, pensaba aconsejarle a caveat emptor.
—Es un poco fogosa —señaló Gwennol.
—En eso se avendrán las dos.
Me miró con una expresión que no entendí del todo, pero que me hizo decidirme inmediatamente por la fogosa caveat emptor.
Después del desayuno, subí a cambiarme. Me puse el traje de montar que formaba parte de mi ajuar. Era gris pálido, muy elegante, y hacía juego con un sombrero del mismo color, de copa alta, como un sombrero de copa masculino, que, como yo no ignoraba, me sentaba bien, Jago me miró con aprobación cuando me reuní con él junto a las cuadras.
—Eres una mujer elegante, Ellen —dijo—. A tu lado, somos unos campesinos…
Me reí.
—Este traje es parte de mi ajuar —expliqué—. Te aseguro que nunca en mi vida había tenido nada tan bonito.
—Por lo menos sacaste algo de aquella época, ¿no? Pero recuerda que decidimos no hablar del pasado. Los habitantes de la isla estarán encantados contigo. Será un placer para mí presentártelos y enseñarte la isla. En primer lugar, te llevaré a la colina más alta, desde la que se puede ver toda la isla y varios kilómetros mar adentro si el día es lo bastante claro. Así te harás una idea general del territorio, por así decirlo. Y después bajaremos a visitar el pueblo. Apenas puede llamársele así, pero ¿qué importan los nombres?
Montaba un caballo blanco de crin negra y tuve que admitir que, tanto el caballo como el jinete, tenían un aspecto magnífico y armonizaban el uno con el otro. Caveat emptor, en efecto, era un poco nerviosa, pero la dominaba sin dificultad, Jago me lanzó un par de miradas de soslayo y yo me sentí extraordinariamente satisfecha, porque estaba segura de merecer su aprobación, pues era una buena amazona.
Llegamos a la cima de la colina. ¡Qué panorámica se extendía ante nosotros! Vi una maravillosa vista del castillo, con sus muros de piedra gris y sus torres almenadas. ¡Qué efecto tan temible producía! Parecía inexpugnable, casi como si invitase fieramente a un enemigo a acercarse y a ver el resultado de tal osadía, En el pasado debió de haber sido perfecto como fortaleza contra los saqueadores. Y vi la Roca Azul emergiendo del mar. Jago seguía mi mirada.
—Por desgracia —dijo—, la Roca Azul ya no es propiedad de la familia. Es una lástima que la dejásemos perder. Antiguamente pertenecía a los Kellaway.
—¿Y qué ocurrió?
—Tu abuelo la vendió en un momento de dificultades económicas. A decir verdad, le gustaba demasiado el juego. Desde entonces, la familia ha lamentado siempre esa venta.
—¿Hay una casa en esa isla?
—Sí. La llaman la Casa de la Roca Azul. Es la que mandó construir la Gwennol de la que te hablé.
—¿Vive alguien en ella actualmente?
—Un pintor. La heredó del hombre a quien tu abuelo vendió la isla. Creo que es su sobrino, el hijo de su sobrino o algo así.
—¿Y vive allí solo?
—Sí, completamente. Pero no pasa allí todo el tiempo, creo que viaja bastante.
—¿Es conocido?
—No entiendo lo bastante de estas cosas para decírtelo. Se llama James Manton. ¿Has oído hablar de él?
—Creo que no. Pero yo tampoco sé mucho de pintura. Mi madre pintaba. Recuerdo que siempre llevaba consigo un cuaderno de bosquejos y me hacía dibujos para distraerme. Quizá conoceré algún día a ese James Manton.
—No viene nunca por la isla. Él y tu padre no simpatizaban. Mira, se ve hasta el continente. ¿Lo ves?
—Sí. Es un alivio saber que está ahí —comenté.
—¿Un alivio? —Frunció levemente el ceño.
—No se siente uno tan aislado del resto del mundo —expliqué.
—Así pues, ¿te preocupa sentirte aislada?
—No, pero me imagino que cuando uno está en una isla siempre es consciente de ello, por lo que es agradable saber que el continente no está lejos.
—Sí lo está, cuando hace mal tiempo, como tú has descubierto ya. A veces, el mar está tan agitado que sería una locura embarcarse.
—Sí, pero siempre sabes que cambiará, que el mal tiempo no durará siempre.
Asintió.
—Te mostraré nuestra pequeña comunidad —dijo—. Es completa en sí misma. Es un pequeño reino, por así decirlo. En esta isla permanecen muchas cosas del pasado y quiero que siga siendo así.
Galopamos por un prado y llegamos a la playa, donde me enseñó un poste que estaba firmemente clavado en la arena.
—Cuando sube la marea —dijo—, este poste queda completamente cubierto de agua. Lleva aquí unos quinientos años. En aquel tiempo, el señor de la isla, un Kellaway, sentenciaba a los criminales a morir en él. Durante la marea baja, se ataba al condenado al poste; se le daban dos panes de cebada y una jarra de agua y se le dejaba aquí. Cuando subía la marea, se ahogaba.
—¡Qué crueldad!
—Era la justicia de la época.
—No seguirás esta costumbre ahora, espero —dije, en broma.
—No. Pero sé mantener el orden, como te dije. ¡Mira! Aquella silla servía para zambullir a una persona en el mar. Todavía se usa alguna vez… cuando un hombre decide castigar a su mujer, que le regaña demasiado, o a alguien a quien se atribuyen prácticas de brujería.
—¿En nuestra época?
Se encogió de hombros.
—En un lugar como éste, las antiguas costumbres perduran más que en otros. Ven, quiero presentarte a algunas personas. Quiero que sepan que eres mi invitada de honor.
Habíamos llegado a un grupo de casas rodeadas de campos. Venía hacia nosotros un hombre que guiaba un carro. Se llevó la mano a la frente y saludó:
—Buenos días, señor Jago.
—Buenos días —le respondió éste—. Quiero presentarle a mi pupila, la señorita Ellen Kellaway.
—Buenos días, señorita —dijo el hombre.
—Hermoso día, ¿verdad Jim?
—Sí, señor, ya lo creo. Y se alejó en su carro.
—Toda esta gente son arrendatarios nuestros —dijo Jago—. Toda la isla es de los Kellaway, y ha pertenecido a la familia durante seiscientos años.
En el centro del grupo de casas había una tienda cuyo escaparate estaba abarrotado de mercancías. Parecía ser al mismo tiempo lencería, calcetería, cerería, ferretería, colmado y panadería. Decidí entrar a curiosear en ella a la primera oportunidad. En una de las casas había un gran alboroto; parecían estar celebrando algo.
—Creo que ya sé lo que ocurre ahí —dijo Jago—. Ha nacido una niña hace poco y están celebrando el bautizo. No les gustaría que pasase por aquí sin detenerme a dar el parabién a la criatura. Vamos a entrar un momento. ¡Muchacho! —gritó, y, como por arte de magia, apareció un muchacho.
—Vigila nuestros caballos —le ordenó Jago.
Desmontamos y entramos en la casa.
—¡Oh, sí es el señor! —exclamó la mujer, haciéndonos una reverencia.
La casa era pequeña, y había en ella bastantes personas reunidas. Apenas quedaba espacio para Jago y para mí, sobre todo para él. Cuando entró en el comedor, éste pareció convertirse en una casa de muñecas.
—Esta visita es un gran honor para nosotros —dijo un hombre que debía de ser el dueño de la casa.
—¿Dónde está la niña? —preguntó Jago.
—Está en su cuna, señor Jago —respondió el hombre—. Nos gustaría mucho que le diese usted su bendición y que tomasen con nosotros un trozo de pastel del bautizo.
Jago accedió, en su nombre y en el mío.
—Y tomarán también un vaso de ginebra, señores.
—Con mucho gusto —dijo Jago.
Cortaron el pastel. Jago y yo comimos un pedazo cada uno, acompañado de un vaso de ginebra de endrinas, que me quemó un poco la garganta.
—Buena suerte para la niña —dijo Jago.
—Que crezca para ser una buena servidora de su señor —dijo la madre.
—Sí —dijo Jago—. Que así sea.
Salimos a la calle, donde el muchacho esperaba pacientemente con nuestros caballos. Montamos y seguimos avanzando por entre las casas.
—Te habrás dado cuenta de que la mayoría de las casas son similares —dijo Jago—. Son lo que aquí llamamos casas de por vida. Fueron construidas en una noche, y por ello los propietarios tienen derecho a vivir en ellas durante varias generaciones. Por ejemplo, si un hombre la construye, tiene derecho a ocuparla él mientras viva, y transmite el mismo derecho a su hijo y a su nieto. Después, la casa vuelve al propietario de la tierra. En el continente existen las llamadas casas de una noche, construidas en una sola noche, que quedan en propiedad del constructor para siempre. La única condición es que la debe empezar al anochecer y terminarla antes del alba.
—¿Es posible construir una casa en tan poco tiempo?
—Si los que van a hacerla tienen preparados los materiales, pueden construir en una noche cuatro paredes y un techo, que es todo lo necesario. ¿Qué te ha parecido el pastel del bautizo?
—Un poco demasiado amarillo.
—Ah, era el azafrán, que aquí se considera delicioso. No dejes que nadie se entere de que no te gusta.
Aquella mañana aprendí muchas cosas de la isla. Los habitantes eran, en su mayoría, pescadores, aunque había algo de agricultura. En la costa había muchas caletas donde se amarraban las barcas. Y vimos a pescadores que remendaban sus redes sentados entre las langosteras. Todos ellos saludaban respetuosamente a Jago, y yo experimentaba un cierto placer al ver aquel respeto.
Jago me contó que, una vez al mes, era día de mercado en la isla. Venían comerciantes del continente, si el tiempo no lo impedía. El día de mercado los isleños se proveían de cuanto necesitaban hasta el mes próximo. Se vendían mercancías de todo tipo y calidad. El mercado era un acontecimiento que se esperaba con ilusión. Jago me habló después de otro tipo de costumbres.
—A los pescadores no les gusta volver con la pesca antes de que amanezca, Creen que, si lo hiciesen, podrían llevárselos los duendes. Temen mucho a los duendes, de quienes se dice que tienen poderes muy especiales y no siempre benéficos. —Siguió habiéndome de las supersticiones—. La gente que lleva una vida peligrosa cae siempre en la superstición. Cuando los pescadores están en alta mar, no mencionan nunca a un conejo, a una liebre ni a ningún animal silvestre, porque creen que trae mala suerte. Si ven a un sacerdote cuando están alejándose con las barcas, vuelven a tierra.
—A veces me pregunto cómo aparecen estas supersticiones.
—Quizás un día alguien se cruzó con un pastor en su camino hacia la barca y no volvió; y quizás eso sucedió una segunda vez. Para la mentalidad de esta gente, con eso basta. Y, una vez ha nacido una superstición, parece conservarse siempre. Antiguamente, estas islas eran refugio de gente que huía de la justicia. Aquí teníamos nuestra propia ley. Se establecieron en la isla muchos proscritos, algunos de ellos por razones políticas, y se convirtieron en súbditos de los Kellaway. Como puedes ver, la historia de nuestra isla es interesante; los Kellaway tenemos motivo para estar orgullosos.
—¿Y el linaje no se ha interrumpido en todos estos siglos? —pregunté.
—No: cuando la única heredera era una mujer, estaba obligada a contraer matrimonio, y su marido adoptaba entonces el nombre de Kellaway.
—Ha sido una mañana interesante —dije—, y muy instructiva. Creo que he aprendido mucho, y siento deseos de aprender aún más.
Se volvió hacia mí y me apoyó la mano en el brazo.
—Quiero que te quedes aquí. Ellen —dijo—. No sabes cuánto lo deseo. Cuando te vi en Londres tuve que hacer esfuerzos sobrehumanos para no decirte que vinieses aquí a conocer a tu familia antes de contraer un matrimonio precipitado. No sabes bien cuánto me costó no hacerlo.
—Sigo sin entender por qué te comportaste de aquel modo. ¿Por qué no me dijiste quién eras?
—Fue algo que se me ocurrió sin saber cómo. Te vi entusiasmada con tu próximo matrimonio… Y después, cuando eso falló, sentí que había llegado mi oportunidad. Pero quería que vinieses aquí libremente, porque deseabas hacerlo. Es difícil de explicar. Sólo te diré que soy feliz porque estás aquí.
Me conmovió la emoción de su voz. Su compañía me resultaba estimulante. Su personalidad me había interesado desde el momento en que le conocí en el recital, y me había asustado en la casa de Finlay Square. Pero, aquella mañana en la isla, decidí que era el hombre más fascinante que había conocido nunca.
Parecía estar haciendo un gran esfuerzo por dominar sus emociones.
—Lo siento —dijo—, pero debemos regresar al castillo. Hay muchas cosas que quiero enseñarte, pero debes de estar cansada. Dile a Gwennol que te enseñe el castillo, y no hagas demasiado caso de las historias de fantasmas.
—¿Es cierto, pues, que hay fantasmas?
—Lo extraño sería que, en seiscientos años, no hubiésemos reunido unos cuantos. La mayoría está en las mazmorras. Ha habido algunos hombres, a lo largo de nuestra historia, que han tratado de arrebatarnos nuestros dominios. Poseer una isla es un deseo irresistible para algunos, y yo les comprendo, ¿tú no? Una isla es un pequeño mundo, un pequeño reino. Quizá tú comiences a sentirlo del mismo modo, Ellen. ¿Me equivoco?
—Desde luego, considero que debes de estar orgulloso al ver el respeto que te demuestran, como han hecho esta mañana.
—Oh, no se atreverían a actuar de otro modo —dijo, riendo—. Pero hay que decir que, desde que yo dirijo la isla, hemos prosperado. Las cosechas han sido buenas. He introducido métodos modernos de cultivo y he descubierto buenos sistemas de distribución. En una isla como ésta se pueden hacer muchas cosas. Por cierto. Ellen, que tu padre y yo no estábamos siempre de acuerdo.
—Ah, ¿no? —dije, esperando que continuase.
Cualquier cosa que pudiese decirme de mi padre me interesaba.
—Cuando murió, ya llevaba mucho tiempo enfermo. Eso hizo que la dirección de la hacienda quedase en mis manos.
—¿Y fue entonces cuando las cosas empezaron a mejorar?
—La gente de la isla te lo diré. Oh, Ellen, te has puesto triste. No pienses en el pasado, te lo repito. Debes empezar una nueva vida.
Sonreía, y me pareció ver en sus ojos aquella chispa que me alarmaba levemente. Pero, al volver al castillo, me sentía feliz. Había sido una mañana agradable e interesante.
Era la tarde del mismo día. Jenifry, Jago y yo habíamos tomado un almuerzo frío, compuesto de carne y ensalada. Gwennol había ido a Polcrag. «En los días buenos como el de hoy, suele ir allí», explicó Jenifry. Me preguntó si lo había pasado bien durante la mañana y adonde habíamos ido. Estaba muy cordial, y pensé que la imagen del espejo de la noche anterior había sido un juego de mi imaginación.
Jago tuvo que marcharse para atender sus ocupaciones y Jenifry se retiró a hacer la siesta, como tenía por costumbre. Decidí dar una vuelta sola por el castillo. Me hacía gracia la idea de descubrir cosas por mi cuenta.
Me puse en marcha hacia las dos y media. Era una hermosa tarde de septiembre en que el sol daba al mar un brillo nacarado. Pasé entre los bastiones almenados y llegué a un patio. Tenía ante mí un arco gótico y dos escalones de piedra gastados por miles de pisadas. Me quedé un rato maravillada, pensando en la cantidad innumerable de personas que habrían pisado aquellos escalones para gastar la piedra hasta aquel punto, y pensando quiénes eran y cómo vivían. Pasé después a otro patio en el que me pareció haber estado ya. Oí el arrullo de las palomas y reconocí el lugar donde había estado la tarde anterior.
Entonces le vi. Era de corta estatura y tenía el pelo tan rubio que casi parecía blanco. Sus ojos eran muy claros, y el hecho de tener las cejas y las pestañas rubias y poco pobladas le daba una permanente expresión de asombro. Se había vuelto rápidamente al notar mi presencia. Vi entonces que tenía unos catorce o quince años, aunque, antes de verle la cara, por su corta estatura me había parecido un niño.
Llevaba en las manos un tazón de maíz y, mientras me miraba, una de las aves vino a posarse en su hombro. Con un gesto de temor, echó a andar hacia la casilla donde yo había visto una sombra la tarde anterior; aquella sombra, deduje ahora, era la suya. Le llamé:
—¡No te vayas, por favor! Sólo vengo a ver las palomas.
Pero él continuó avanzando hacia la casilla.
—Si te vas, las palomas se quedarán sin comer —le dije—. Déjame ver cómo las alimentas. Me gusta verlas revolotear a tu alrededor.
Se detuvo, como si pensase con gran concentración en su próximo movimiento. Entonces tuve una inspiración.
—Tú debes de ser Slack —dije—. Conocí a tu madre en la hostería.
Lentamente, apareció una sonrisa en sus labios e hizo un gesto afirmativo.
—Yo me llamo Ellen Kellaway. He venido a pasar aquí una temporada.
—¿Le gustan las palomas? —me preguntó.
—No sé gran cosa de ellas, pero me han contado la historia de las palomas pardas de Kellaway, que me pareció maravillosa.
—Éstas también saben llevar mensajes —dijo con orgullo.
—Parece increíble que puedan orientarse de ese modo, ¿verdad?
De nuevo sonrió.
—Hay que entrenarlas —dijo.
Tomó un puñado de maíz del tazón y lo esparció por el suelo. Algunas aves volaran hasta allí y empezaron a picotearlo, mientras otras se quedaban inclinadas sobre el tazón. Todas arrullaban satisfechas.
—Parece que te conocen —dije.
—Ya lo creo.
—¿Cuánto tiempo hace que te ocupas de ellas?
—Desde que estoy aquí.
Contó una cifra con los dedos; me pareció que el resultado era de cinco años.
—Te vi aquí ayer por la tarde —dije, señalando la casilla.
—Y yo la vi a usted —replicó él, con una sonrisa maliciosa.
—Te llamé, pero tú fingiste no oírme.
Hizo un gesto afirmativo y continuó con su expresión maliciosa.
—¿Me dejas pasar ahora?
—¿Quiere ver el palomar?
—Sí. Me interesa mucho.
Me abrió la puerta y descendimos tres escalones de piedra que llevaban a una habitación pequeña, en la que había almacenados varios sacos de maíz, así como unos bebederos.
—Éste es mi palomar —dijo Slack—. Pero ahora he de acabar de darles de comer.
Volvimos al patio. Él extendió el brazo e, inmediatamente, dos palomas se posaron en él.
—Así, bonitas… —murmuró—. Habéis venido a ver a Slackie, ¿eh?
Tomé un puñado de maíz y lo eché al suelo. El muchacho miró cómo las aves se precipitaban a comerlo.
—A usted le gustan las palomas, señorita —dijo—. A ella también le gustaban.
—¿A ella?
Asintió vigorosamente.
—Le gustaban mucho. Venía a ayudarme a darles de comer. Después se fue.
—¿A quién te refieres, Slack?
—A ella —dijo, ahora con expresión ausente—. A la señorita que se fue.
Advertí que aquel recuerdo le causaba una impresión dolorosa. Casi se había olvidado de mi presencia. Siguió alimentando a las palomas sin decir nada. Me di cuenta de que hacerle más preguntas sólo serviría para inquietarle y volverle más taciturno, y decidí alejarme.
Al día siguiente, Gwennol me acompañó a ver el castillo.
—Empezaremos por las mazmorras —dijo—. Son realmente terroríficas.
Bajamos una escalera de caracol agarrándonos a una soga que hacía las funciones de pasamano. Gwennol me recomendó que tuviese mucho cuidado.
—Estos escalones son peligrosos. Uno nunca se acostumbra a ellos. Hace unos años, una de las doncellas se cayó y no la hallaron hasta veinticuatro horas después, de modo que pasó aquí un día y una noche. La pobre muchacha estaba medio loca cuando la encontraron; no tanto por la caída como por el miedo a los fantasmas. Juraba que la había empujado una mano fantasma y nadie pudo quitarle la idea de la cabeza.
Habíamos llegado a una especie de patio cercado, pavimentado con guijarros. Alrededor de aquel patio había muchas puertas, unas dieciocho. Abrí una de ellas y vi una celda que era como una cueva, en la que un hombre de estatura corriente no habría podido estar de pie. Sujeta al muro por una cadena había una gruesa argolla de hierro. Me estremecí al pensar que aquella argolla debía de ser usada para impedir que el prisionero huyese. Las paredes rezumaban agua y todo el lugar desprendía un fétido olor a humedad. Impresionada, cerré la puerta. Abrí otra y vi una celda parecida a la primera. Miré las demás. No eran todas iguales, pero eran todas igualmente lúgubres. Algunas tenían el techo más alto y pequeñas ventanas con barrotes. En uno de los muros estaba, tallada en la piedra, la silueta de una horca; en otro, alguien había dibujado una cara sonriente de expresión malévola. Era un lugar oscuro y terrorífico, un pozo de desesperación.
—Es espantoso —dije.
Gwennol asintió.
—Imagínate que estás prisionera aquí —dijo—. Gritas y nadie te oye. O, si te oyen, no te hacen caso.
—Casi se puede sentir aún el sufrimiento y la agonía espiritual que tuvieron lugar aquí —dije.
—Tienes razón, es espantoso. Pero veo que ya has tenido bastante. He querido enseñarte este lugar, a pesar de todo, porque es una parte importante del castillo.
Subimos la escalera de caracol y nos dirigimos a regiones más alegres. Gwennol me mostró tantas habitaciones que perdí la cuenta, Visitamos las cuatro torres, recorrimos galerías y subimos y bajamos escaleras. Me enseñó las cocinas, la panadería, la despensa, la bodega y el matadero. Me presentó a los criados, que me hacían una reverencia o se llevaban la mano a la frente, según su sexo, y me observaban con cautela y con visible curiosidad. Una de las habitaciones me interesó especialmente, pues, antes de entrar en ella. Gwennol me dijo:
—He oído decir que ésta era la habitación preferida de tu madre. Se llamaba Frances, ¿verdad? Los sirvientes más viejos aún la llaman la salita de la señora Frances.
Entramos en la estancia. Gwennol se sentó en una banqueta que encajaba exactamente en un gabinete.
—También he oído decir que pintaba —añadió—, pero no pudo haber usado esta habitación para hacerlo: no hay luz suficiente. Me parece que nadie la ha usado desde que ella se fue.
Miré con curiosidad todos los rincones de la sala, tratando de imaginar a mi madre en ella. Ciertamente, no era una habitación clara. La ventana era pequeña, de cristales emplomados. Era, en realidad, una sala de estar. Había unas sillas y una mesa, y poca cosa más aparte del banco de madera.
—¿Habrá aún por aquí alguna de sus cosas? —pregunté.
—Mira en el armario.
Abrí la puerta y lancé una exclamación de júbilo, pues en su interior había un caballete y varios rollos de papel.
—Esto debía de ser suyo —dije, y, al coger uno de los rollos, vi un cuaderno de dibujo en el suelo del armario.
En la tapa del cuaderno estaba su nombre: Frances Kellaway. Aquél era un descubrimiento importante; estaba tan emocionada que me temblaba la mano al volver las hojas. Gwennol se levantó y vino a mirar por encima de mi hombro. En el cuaderno había dibujos del castillo desde varios ángulos.
—Dibujaba muy bien —dijo Gwennol.
—Me llevaré este cuaderno para mirarlo tranquilamente en mi cuarto —dije.
—¿Por qué no?
—Es maravilloso. Tú quizá no lo entiendes, Gwennol, pero piensa que sé poquísimas cosas de mi madre. En cuanto a mi padre, no le recuerdo en absoluto. Tú sí le conociste.
—Nadie le conocía bien. Yo le veía muy poco. Me parece que no le gustaba mucho la gente joven. Estaba enfermo desde hacía tiempo y vivía recluido en sus habitaciones. Yo le veía de vez en cuando en su silla de ruedas. Fenwick, su ayuda de cámara y secretario, se ocupaba de él. El tío Jago pasaba mucho tiempo con él hablando de las cosas de la hacienda. Casi no parecía que fuese un miembro de la familia.
—Qué extraño… De no ser por él, yo no estaría aquí ahora, y ni siquiera le conocí.
—Quizá te sirva de consuelo pensar que nadie le conoció bien. El tío Jago dijo una vez que era un misántropo. Me parece que Fenwick podría decirte más cosas de él que ninguna otra persona.
—¿Dónde esté Fenwick ahora?
—Se marchó cuando tu padre murió. Creo que vive en el continente.
—¿No sabes dónde?
Hizo un gesto negativo, como si empezase a aburrirla el tema, y cambió de conversación.
—Quizás haya algunas cosas de tu madre en este banco. El asiento es, en realidad, la tapa de una especie de arca.
La levantó y me acerqué para mirar en el interior. Pero allí no había otra cosa que una manta de viaje.
—Pues parece que esta arca se usaba principalmente como asiento —dijo Gwennol, volviendo a bajar la tapa y sentándose en ella. Pero, casi inmediatamente, se puso de pie de un salto—. ¡Vamos a ver a Slack! —propuso—. Quiero que me lleve mañana a Polcrag. ¿Te gustaría venir? Ya sé que aún no has acabado de recorrer la isla y que pasaste un par de días allí esperando, pero hay que aprovechar cuando el mar está tranquilo. Yo tengo que visitar a unos amigos y quizá te apetezca dar unos paseos. Podríamos alojarnos en la hostería y pedir allí dos caballos, si quieres. Yo lo hago a menudo.
Le respondí que me gustaría mucho.
—De acuerdo, pues. Aunque, desde luego, todo depende del tiempo.
—Así que nos llevará Slack.
—Sí. Le gusta hacerlo, y así tiene oportunidad de ver a su madre.
—Es un muchacho extraño. Me he encontrado con él cuando estaba dando de comer a las palomas.
—Ah, de modo que ya le conoces. Dicen que es retrasado mental, pero, para algunas cosas, es muy listo. Lo que le ocurre es que es diferente de la mayoría de las personas. Vino a trabajar para nosotros cuando tenía unos once años. El tío Jago se fijó en él. Había encontrado a un petirrojo caído del nido y le estaba cuidando. Jago pensó que sería útil aquí para cuidar de las palomas, que en aquel momento padecían no sé qué enfermedad. Ya sabes que, según la leyenda, los Kellaway perderán la isla si no hay en ella palomas pardas. No es que Jago se lo crea, pero siempre dice que respeta las supersticiones porque otras personas creen en ellas.
»Bien, el caso es que descubrió que Slack sabía mucho de aves, así como también de plantas, de modo que le dio trabajo enseguida y las palomas empezaron a mejorar inmediatamente. El pobrecillo apenas sabe leer y escribir. Cuando vivía en Polcrag, su madre no sabía qué hacer con él. A veces desaparecía durante varios días y después regresaba; había estado en el bosque observando a los pájaros. Ahora, desde luego, no soñaría en alejarse de aquí, pues tiene que cuidar de sus palomas.
—Cuando estuve en la hostería de Polcrag, su madre me dijo que trabajaba aquí.
—Sí. Ella también lo había hecho. Su padre era el dueño de la hostería y ahora la dirigen entre ella y su marido. Slack es su único hijo. Cuando era pequeño y mostraba ser diferente a los demás niños, ella decía que no le ocurría nada aparte de haber nacido demasiado pronto, antes de estar completamente formado. Al parecer, es sietemesino. Poca gente le entiende y creo que no se le aprecia en lo que vale. Tiene muy buen corazón, y supo curar a nuestras palomas.
—Me di cuenta de que las quería mucho. Y, cosa curiosa, ellas parecían saberlo.
—No hay duda de que se entiende bien con ellas. Ven, vamos a ver si le encontramos.
Slack estaba en el palomar cuidando a una paloma herida. Apenas nos miró cuando entramos.
—Se ha hecho daño en una pata —murmuró—. No te asustes, bonita. Son la señorita Gwennol y la señorita Ellen. No te harán nada.
—¿Puedes curarla, Slack? —le preguntó Gwennol.
—Claro, señorita Gwennol. Tengo ese don. —Gwennol me miró, sonriendo.
—Slack —dijo—, quiero que me lleves a Polcrag mañana. Es decir, si el mar está como hoy.
—Prepararé la barca, señorita Gwennol.
—La señorita Ellen vendré conmigo.
El joven asintió, pero toda su atención se centraba en la paloma.
—¿Sabes cómo curarla, Slack? —le preguntó Gwennol.
—Oh, ya lo creo, señorita.
—Y lo curioso es —me explicó Gwennol cuando le hubimos dejado— que realmente lo sabe. Dentro de unos días, esa paloma estará saltando y será imposible distinguirla de las demás.
Por la tarde fui a dar un paseo y recorrí varias zonas de la isla. Durante la cena, le conté a Jago lo que había visto y descubrí que estaba empezando a sentir su mismo entusiasmo.
Cuando me retiré a mi habitación, sentía un agradable cansancio. Me prometí a mí misma saber cada día más cosas de mí familia. Me proponía seguir hablando del tema con Gwennol durante el viaje a Polcrag y pensaba que podría mantener otra pequeña charla con la señora Pengelly.
Cuando estaba a punto de acostarme, mi mirada tropezó con el cuaderno de dibujo de mi madre que había encontrado aquella mañana. Coloqué una vela en la mesilla de noche y me puse a mirarlo.
Era interesante ver reproducidas partes del castillo. Indudablemente, mi madre tenía talento. Se podía sentir la antigüedad de aquellos grises muros de piedra que ella había dibujado de modo tan realista. Había un hermoso dibujo de la Roca Azul, con un esbozo del continente en la lejanía. Había también retratos. Uno era de una niña regordeta que miraba el mundo con grandes ojos interrogadores. Me lo quedé mirando y después vi la inscripción: «E. a los dos años». Claro, era yo. Pasé las hojas. Vi dos retratos de Jago, uno junto al otro. ¡Cómo había captado el parecido! Parecían los retratos de dos hombres diferentes y, sin embargo, ambos eran de Jago. Aparecía sonriente en los dos, pero en uno de ellos la sonrisa era benévola, mientras que en el otro… Fue este último el que me interesó más. Estaba hecho de tal modo que los ojos le seguían a uno mirase desde donde mirase. Yo le había visto aquella expresión alguna vez. ¿Habría sido en la casa de Finlay Square? Los gruesos párpados ocultaban parcialmente los ojos, volviendo su mirada casi siniestra, y su boca tenía un gesto como si estuviese planeando algo contra alguien.
Miré el dibujo durante algún rato. La agradable somnolencia que sentía antes de coger el cuaderno había desaparecido completamente. ¿Qué quería expresar mi madre con aquellos retratos? Una cosa era segura: Jago no era lo que parecía ser a veces. Quizá la artista estaba diciendo: «Cuidado, existen dos Jagos». Me sentí inquieta, porque Jago empezaba a agradarme más de lo que me confesaba a mí misma.
Pasé la hoja y me encontré con otro retrato doble. Mi madre parecía tener debilidad por aquella técnica. Aquellos dos dibujos, aunque eran evidentemente de la misma persona, eran tan diferentes entre sí como los de Jago. En el primero aparecía una niña de aspecto modesto, con trenzas, una de las cuales le caía por encima del hombro. Miraba al cielo, como si estuviese orando, y sostenía una Biblia en las manos. En el otro retrato, la niña llevaba el pelo suelto —que le caía en desorden sobre la cara—, tenía la mirada extraviada y una expresión difícil de definir. Era en cierto modo una expresión torturada y suplicante. Parecía como si intentase revelar un secreto y no supiese cómo hacerlo. Era una imagen horrible. Después vi la inicial que había debajo: «S».
Aquello me causó una gran impresión. Me levanté de la cama y me dirigí al armario para mirar la infantil inscripción que había en él. Sabía que la S. del retrato era la misma que había escrito su mensaje en el armario.
—¿Quién es S.? —me pregunté.
Pasé más páginas del cuaderno y contemplé los serenos paisajes y las partes más hermosas del castillo, con la esperanza de tranquilizarme, pero no podía apartar de mi mente los ojos extraviados de S. Además, el retrato de Jago me había hecho recordar vívidamente aquellos momentos de pánico en la casa de Finlay Square.
Pero aquel cuaderno había de proporcionarme aún otro sobresalto, el más intenso de todos. Me estaba diciendo a mi misma que aquellos retratos dobles eran simples productos de la imaginación de mi madre, que había tornado, a modo de juego, un rostro que conocía bien, y le había añadido algunos trazos para mostrar cómo una línea aquí y otra allí podían cambiar la expresión. No creía realmente que hubiese sido así, pero la idea era reconfortante.
Pasé una página y me estremecí. Mi primera idea fue que me había quedado dormida y estaba soñando, y que aquélla era una forma nueva que adoptaba mi sueño de siempre. ¡Allí, en aquella página, estaba exactamente reproducida la habitación del sueño! Allí estaban la chimenea, el asiento que había junto a ella, la mecedora, el cuadro… Todo estaba representado tal y como lo había visto tantas veces. Atónita, no podía hacer otra cosa que mirar fijamente el dibujo.
Una idea me martilleaba el cerebro: aquella habitación existía; mi madre la había visto. ¿Podía estar en el castillo? Pero yo había recorrido el castillo en su totalidad y no la había visto.
El cuaderno cayó de mis manos y fue a parar encima de la colcha. ¿Qué podía significar aquello? Casi podía sentir que el espíritu de mi madre estaba en aquella habitación y trataba de ponerse en contacto conmigo a través del cuaderno. ¿Qué sabía ella de Jago? Le había visto como dos hombres diferentes. ¿Y quién era aquella S., que podía parecer a veces tan serena y otras tan exaltada?
Pero era el dibujo de la habitación lo que me obsesionaba. ¿Dónde estaba? Una cosa sabía con certeza, tenía que existir, puesto que mi madre la conocía. La había dibujado en su cuaderno, estaba allí y podía verla: no era un producto de mi imaginación.
Traté de volver, remontando el tiempo, al jardín de la abuela, donde mi madre y yo nos sentábamos juntas en el césped, con aquel cuaderno entre las dos. De una cosa podía ahora estar segura: la habitación de mi sueño existía. Pero ¿dónde estaba?