El castillo
Vi la barca desde mi ventana. Un hombre y un muchacho saltaron a tierra; dos remeros permanecieron en sus puestos, esperando. El hombre era corpulento y de estatura mediana, con el pelo castaño claro. El muchacho era delgado y me pareció que tenía unos catorce años. Cuando bajé, la señora Pengelly me anunció: «Ha llegado la barca, señorita Kellaway». Un mozo de la hostería bajó mi equipaje y después llegaron el hombre y el muchacho. La señora Pengelly se apresuró a salir a su encuentro, ansiosa por complacerles.
—¡Oh, señor Tregardier, por fin ha llegado! La señorita Kellaway estará contenta.
El hombre me estrechó la mano y me miró con curiosidad.
—Me alegro mucho de conocerla por fin —dijo—. Me llamo William Tregardier y soy el administrador del señor Kellaway. Me ha encargado que le diga que espera con impaciencia su llegada a la isla. Por desgracia, hemos tenido que someternos al capricho del mar.
—Esta mañana está tranquilo.
—Como un lago. Puede estar segura de que hemos salido tan pronto como ha sido posible. No queríamos que tuviese usted una mala travesía precisamente la primera vez y que se llevase una mala impresión.
Sonreía bondadosamente. La señora Pengelly le dijo:
—¿Le gustaría tomar algo antes de salir, señor Tregardier?
—Es una buena idea, señora Pengelly.
—Se lo traeré. Tengo mi vino especial, si le apetece. Y también tengo ginebra de endrinas, una hornada de bollos recién hecha y un pastel de azafrán.
—Usted sabe cómo tentarme, señora Pengelly.
—Siéntese aquí con la señorita Kellaway, que yo vuelvo tan aprisa que ni cuenta se darán de que me he ido.
Nos dejó y el señor Tregardier me sonrió.
—Es una buena mujer —dijo—, y siempre está dispuesta a atender bien a la gente de la isla. Hace años estuvo empleada en la casa, y su hijo trabaja para nosotros. Sentémonos, como nos ha dicho, y conversemos. El señor Jago desea que le diga, en primer lugar, cuánto se alegra de que haya decidido visitarnos. Puede que el mar no haya estado muy hospitalario, pero ya verá usted que sus familiares son muy diferentes. Espero que no tendrá queja del trato que se le ha dado aquí.
—¿Queja? ¡Si me han tratado como a una reina!
—Es lo que deseaba Jago. Yo no dudaba de que así se haría, puesto que lo había ordenado él.
—Estoy deseando ver la isla y conocer a mi familia. Sé muy poco de ellos.
—¿Su madre no le contó nada?
—Yo tenía sólo cinco años cuando ella murió.
Él asintió, comprensivo.
—Jago dirige la isla, que es como una gran hacienda. Yo trabajo a sus órdenes como administrador, por así decirlo. La hermana y la sobrina de Jago viven con él. Su hermana lleva la casa, desde hace muchos años.
—¿Qué parentesco existe entre Jago y yo?
—Ya se lo explicará él mismo. Es un poco complicado.
—Parece extraño que no hayamos tenido relación en todos estos años.
—Es algo que ocurre a veces en las familias. Pero más vale tarde que nunca.
La señora Pengelly trajo las bebidas y los pasteles y nos sirvió. Una media hora después, salimos hacia la isla. Soplaba una leve brisa, que apenas alcanzaba a rizar el agua, y el sol brillaba en todo su esplendor. Me sentía más ilusionada a cada momento. Al poco rato, divisamos la isla.
—¡Ahí la tiene! —dijo William Tregardier—. Es hermosa la vista desde aquí, ¿verdad?
—Oh, sí, muy hermosa…
—Far Island. Más conocida por aquí como la isla de los Kellaway.
Experimenté una sensación de orgullo. Yo era una Kellaway, y me agradaba ver mi nombre vinculado a un lugar tan hermoso.
—Allí hay otra isla —dije.
—Es la más próxima a la mayor. La llaman la Roca Azul, por razones evidentes. A diferencia de la isla principal, no está cultivada, por ser más rocosa. En las rocas hay una especie de sedimento que, en función de la luz, adquiere una tonalidad azulada. Y ahora se ve también la tercera isla, que es sólo un montecillo que emerge de] agua. No hay en ella nada especial; allí se congregan los grajos y las gaviotas.
Volví a mirar la isla grande. La zona rocosa que había a un extremo ascendía hasta formar un abrupto despeñadero, debajo del cual había una playa. Vi algunas barcas amarradas allí.
—¿Nos dirigimos a aquella playa? —pregunté.
—No —respondió él—. Atracaremos al otro lado de la isla. Ésta tiene un aspecto completamente distinto vista desde allí. De este lado, el agua es muy poco profunda y en el fondo hay rocas. Hay que tener mucho cuidado. Es una zona peligrosa si no se sabe muy bien dónde están las rocas y las corrientes.
—¿Cuántos habitantes tiene la isla?
—Creo que la última vez que hicimos un censo eran unos cien. Pero la población aumenta: la gente se casa y tiene hijos. Hay familias que están establecidas en la isla desde hace varias generaciones.
Ahora, la isla mostraba un aspecto diferente, menos áspero. Vi unas casitas enjalbegadas con tejados color naranja. Una hilera de colinas descendía hasta el mar; eran verdes y hermosas, y su color estaba animado por el rojo vivo de los brezos y el amarillo de la aulaga.
—Es preciosa… —dije.
—El clima de las zonas protegidas del viento es casi subtropical. En este lado de la isla hay incluso una palmera o dos. Nuestras frutas y hortalizas se adelantan cada año con respecto a las de la comarca de Polcrag. Hablo, desde luego, de los valles que están al abrigo de los vientos fuertes.
—Será interesante explorar y conocer todos los rincones.
—Eso le complacerá a Jago.
Llegamos a una playa en la que nos esperaban dos hombres y unos caballos.
—Espero que sepa usted montar —dijo William Tregardier—. Jago estaba seguro de que así sería.
—Es cierto, aunque no sé cómo podía saberlo. Siempre me ha gustado mucho montar.
—Magnífico. Aquí tendrá ocasión de hacerlo: es el mejor modo de desplazarse.
La leve brisa agitó las cintas de mi gorro y me alegré de haber tenido la previsión de llevar aquel tocado. Cualquiera de los elegantes sombreros de mi ajuar habría resultado muy incómodo e inadecuado. Mi equipaje, que nos había seguido en otra barca, llegó al mismo tiempo que nosotros, y William Tregardier le dijo a uno de los remeros que se ocupase de él.
—Creo que lo mejor es que coja usted esta yegua, señorita Kellaway —dijo—. Más adelante podrá elegir su caballo en las cuadras. Estoy seguro de que ése será el deseo de Jago. Posee caballos muy hermosos.
Monté la yegua, que era un animal dócil. William Tregardier tomó otro caballo y nos alejamos de la playa.
—El castillo está cerca de aquí —me dijo.
—¿El castillo? —exclamé—. No sabía que se tratase de un castillo.
—Siempre lo llamamos así. El castillo Kellaway. Es muy antiguo, de modo que debió de recibir ese nombre cuando la familia llegó aquí.
Rodeamos una colina y allí estaba, ante nosotros. Se trataba ciertamente de un castillo, con torres almenadas y gruesos muros de piedra. Era un edificio rectangular, cuyos elevados muros estaban flanqueados por cuatro torres circulares que se elevaban por encima de los parapetos denticulados. La torre de piedra estaba coronada por otra torre, que tenía un aspecto fiero, como si desafiase a cualquier intruso que quisiera aproximarse. Pasamos por ella y nos encontramos en un patio empedrado. Pasamos después bajo un arco normando y salimos a otro patio. Entonces apareció un mozo que, al parecer, había estado esperando nuestra llegada.
—Llévate los caballos, Albert. Te presento a la señorita Kellaway, que ha venido a visitarnos.
Albert se llevó la mano a la frente a modo de saludo, y yo le dije: «Buenos días». El mozo se llevó los caballos y el señor Tregardier me condujo hacia una gruesa puerta claveteada.
—Supongo que deseará usted lavarse y quizá cambiarse antes de reunirse con Jago —dijo—. Avisaré a una doncella para que la acompañe a su habitación.
Estaba asombrada. Había imaginado que, en una isla situada a cinco kilómetros del continente, las construcciones serían más bien primitivas. Ciertamente, no esperaba encontrarme con un castillo como aquél. Era tan imponente, en su propio estilo, como Hydrock Manor, y, evidentemente, de una época anterior. Habíamos entrado por la puerta lateral y pasado de un corredor a lo que parecía una sala de recepción, una estancia austeramente amueblada con una mesa y tres sillas. En una esquina de la habitación se veía una armadura y de las paredes colgaban varios escudos y armas diversas. Parecía que todos los habitantes de la casa estuviesen esperando mi llegada, pues tan pronto como entramos en aquella sala, acudió una doncella.
—Ah, Janet —dijo el señor Tregardier—. Ésta es la señorita Kellaway.
Janet me hizo una reverencia.
—Acompáñala a su habitación y ocúpate de que tenga todo lo que necesita.
—Sí, señor.
—Después, dentro de… —me miró—, ¿pongamos media hora?
—Sí —dije—, media hora es suficiente.
—Dentro de medía hora, acompáñala otra vez abajo.
—Gracias —le dije.
—Es un placer para todos nosotros atenderla —respondió.
—Haga el favor de seguirme, señorita Kellaway —rogó Janet.
La seguí, admirando cuanto veía a mi paso. Pasamos por varios corredores y subimos por una escalera de caracol, también de piedra. Salimos a una galería. Aquélla era la parte más habitada del castillo, sin duda, pues la atmósfera medieval daba paso a un ambiente de comodidad algo más moderno.
—Por aquí, señorita Kellaway.
Abrió una puerta y entramos en una habitación cuyas paredes estaban decoradas con antiguos tapices de tonos rojos y grises. Cubría el suelo una alfombra roja y los cortinajes eran de terciopelo rojo con una franja dorada. La cama de dosel tenía también cortinajes de terciopelo rojo. El conjunto resultaba muy lujoso.
La ventana, semicircular y abierta en un muro increíblemente grueso, tenía un asiento a lo largo de su base. Estaba en una especie de gabinete al que llevaban tres escalones. Los subí y me asomé al exterior. Aunque el castillo quedaba un poco aislado, por el hecho de estar en una pendiente, pude ver que la isla estaba bastante poblada. Las casitas eran pintorescas, con tejados de color naranja que les daban un aire exótico. Me pareció ver una calle en la que había varias tiendas y lo que podía ser la hostería. Era como un pueblo en miniatura. Distinguí lo que debían de ser granjas, rodeadas de campos cultivados. Había varios huertos, un bosquecillo y otro grupo de casas. Aquélla parecía ser una comunidad próspera. Divisé la otra isla, la Roca Azul, que parecía aún más próxima de lo que estaba; habríase dicho que la separaba de Far Island un estrecho canal. Después miré al continente y me pregunté qué estaría haciendo Michael Hydrock, y si habría pensado en mí.
—Es magnífico —dije, apartándome de la ventana y examinando la habitación.
—El señor Jago dijo que le preparásemos esta habitación, señorita. Es una de las mejores de todo el castillo.
—Es muy amable por su parte.
—Y además —dijo la muchacha con una sonrisa—, se nos ha ordenado a todos que la atendamos con especial cuidado, señorita.
Era realmente una cálida bienvenida.
—Si necesita algo, señorita —echó a andar hacia el cordón del timbre, rojo y dorado—, sólo tiene que tocar el timbre y vendré enseguida.
En aquel momento llegó un paje.
—¿Quiere que la ayude a colocarlo todo, señorita? —me preguntó Janet.
—Sí, gracias —respondí, más interesada en hacerle algunas preguntas que en el arreglo del equipaje—. No hay muchas cosas —añadí—. No tardaremos mucho.
—Antes le traeré el agua caliente, señorita.
Cuando hubo salido, recorrí con la mirada la habitación, el arcón de roble, el gran armario, la chimenea y la repisa en la que había dos grandes candelabros. El techo era alto y estaba bellamente artesonado.
Abrí una maleta y saqué un vestido. Era uno de los que me habían confeccionado para mi viaje de bodas, de seda azul oscuro, un color que me sentaba muy bien. Recordé que Philip me había acompañado en mi visita a la modista para la última prueba. Había asomado la nariz para verme y me había dicho: «Oh, Ellen, voy a casarme con una verdadera preciosidad…».
De pronto, me sentí muy desgraciada y no pude evitar pensar en los planes que habíamos hecho para la luna de miel. «Iremos a Venecia —había dicho Philip—. Los gondoleros, las serenatas, el Gran Canal… ¡Qué romántico!».
Mientras estaba allí, con el vestido en las manos, entró Janet trayendo el agua.
—¡Qué vestido tan bonito, señorita! —exclamó.
Asentí y dejé el vestido sobre la cama.
—Acaba de llegar el señor Jago, señorita. Querrá verla enseguida. Ahora está en la cochera.
—Me lavaré, pues —dije.
Janet descorrió una cortina tras la que había un gabinete. En éste había una jofaina y una jarra. La muchacha vertió el agua caliente de la jarra y yo me lavé, mientras ella colgaba los vestidos en el armario. El vestido azul estaba echado en la cama. Lo cogí.
—¿Se lo pondrá para la cena, señorita?
Antes de que pudiese responder, llamaron a la puerta y el joven Jim asomó la cabeza.
—El señor Jago está en su sala. Dice que acompañes a la señorita Kellaway hasta allí.
—Muy bien —respondió Janet—. Vete. Voy a ayudarla, señorita. Al señor Jago no le gusta que le hagan esperar.
Descubrí que me temblaban las manos. Estaba a punto de conocer al hombre del que, en los últimos días, había empezado a formarme mentalmente una imagen formidable.
Bajé, pues, a la sala para conocer a Jago Kellaway. Era una estancia magnífica, con una ventana arqueada que daba al mar. Había una gran chimenea abierta con morillos y ante ella, una larga banqueta cubierta con un tapiz a juego con el de las paredes. La decoración del techo incorporaba las armas de la familia. Más que una sala, era un salón, hermoso y elegante. Pero todas esas cosas no las observé hasta mucho después.
Janet había llamado a la puerta; cuando ésta se abrió como por arte de magia, entré en la habitación. Al principio, me pareció que no había nadie en ella, pero poco después oí una risa detrás de mí. Se cerró la puerta y le vi, de pie, apoyado en ella, mirándonos con expresión burlona.
—¿Usted? —exclamé—. ¿Usted es Jago Kellaway?
El hombre que estaba ante mí era aquel desconocido de cabello oscuro que me había hablado durante el recital, en casa de los Carrington, y que me había sorprendido en la casa de Finlay Square aquella mañana en que Rollo había venido y nos había encontrado juntos. Sentí que un escalofrío recorría todo mi cuerpo. Era una sensación de horror y de asombro al mismo tiempo.
—No comprendo… —balbucí.
—Sabía que sería una sorpresa —me dijo, sonriente, tomándome del brazo.
Había olvidado lo alto que era. Me hizo entrar en la sala y me llevó junto a la ventana. Allí me apoyó las manos en los hombros y observó mi rostro.
—Ellen… ¡Por fin!
—Quisiera saber… —comencé.
—Desde luego. Es usted curiosa, y tiene motivos para estar sorprendida.
—Estoy más que sorprendida. ¡Me parece estar soñando! ¿Por qué vino usted a aquel recital? ¿Y qué hacía en la casa de Finlay Square? ¿Por qué no me dijo quién era? ¿Y quién es usted en realidad?
—Me hace usted muchas preguntas, y no puedo contestarlas todas a la vez. Ante todo, quiero darle la bienvenida a la isla de los Kellaway y decirle cuán feliz me siento de tenerla por fin entre nosotros. Es usted una Kellaway, ciertamente. Se parece a su padre, que era un hombre muy impaciente.
—¿Quiere explicarme, por favor…?
—Desde luego. Venga, querida Ellen. Siéntese y responderé a todas sus preguntas.
Me condujo a un sillón tapizado y casi me obligó a sentarme en él. Después, con gran lentitud, como si le hiciese gracia mi impaciencia y no estuviese dispuesto a ceder ante ella, fue a buscar un sillón para él. Aquel sillón parecía un trono. Era grande, como correspondía a la corpulencia de su ocupante; estaba artísticamente labrado y tenía en el respaldo incrustaciones de una piedra que parecía lapislázuli.
Mientras se acomodaba, le miré con calma. Su personalidad era aún más intensa de lo que yo recordaba. Tenía el cabello oscuro y espeso. Vi otra vez aquellos ojos de gruesos párpados que ya en Londres me habían parecido capaces de ocultar muchas cosas. Ahora me examinaban con evidente placer. Llevaba un batín de terciopelo azul oscuro y una corbata blanca. Sus manos, que descansaban en los brazos del sillón, estaban bien formadas y ligeramente bronceadas; en el dedo meñique de la mano derecha llevaba una sortija con un sello, en el que pude distinguir la letra K.
—Me pregunta usted quién soy —dijo—. Se lo diré. Soy Jago Kellaway. Y me pregunta cuál es el parentesco que me une a usted. Bien, querida Ellen, eso es un poco más complicado. Prefiero explicárselo yo mismo; de lo contrario, oiría usted versiones deformadas de la historia. Es una historia vulgar —sus labios formaron una leve sonrisa, como si la cosa le divirtiese—, quizás un tanto indecorosa para sus oídos. Pero no; usted viene del mundano Londres, y debe de saber que estas cosas ocurren en las mejores familias. ¿Me equivoco?
—No puedo responderle hasta saber de qué se trata —repliqué vivamente.
Su actitud me hacía desear enfrentarme a él. Él sabía cuan impaciente estaba yo por saberlo todo, pero parecía querer contármelo con la mayor lentitud posible. Había venido a Londres y había actuado de un modo extraño que me había causado gran preocupación; ahora me parecía que él lo consideraba como una broma. Yo había imaginado a mi tutor completamente diferente. Todos aquellos misterios me causaban irritación.
—Uno de nuestros antepasados —comenzó por fin—, su bisabuelo, tenía una hermana llamada Gwennol. Gwennol era hermosa y rebelde. Hay un retrato de ella en la galería; tengo que enseñárselo. Los Kellaway eran una familia importante: eran dueños de las islas y vivían aquí de acuerdo con su posición. Gwennol estaba destinada a contraer, en su momento, un ventajoso matrimonio concertado por sus padres. Pero un día les anunció orgullosamente que esperaba un hijo y se negó a revelar quién era el padre, pues, según declaró, no tenía ninguna intención de casarse con él. Su padre, furioso, la amenazó con expulsarla del castillo a menos que ella accediese a descubrir al padre de su hijo. Ella se negó y abandonó el castillo, acompañada de algunos sirvientes. No sé si éstos se marcharon con ella inducidos por el afecto o por el miedo, pues Gwennol tenía fama de bruja, y se decía que el padre de su hijo era el propio diablo —sus ojos mostraron una chispa maliciosa—. Y tal vez fuera cierto, pues podría decirse que en los Kellaway hay algo diabólico. ¿Puede aplicarse eso a usted, Ellen? No, está claro que no. Usted no es de la casta del diablo. Usted procede de la rama respetable de la familia. Pues bien. Gwennol se trasladó a la Roca Azul, la isla que está a menos de un kilómetro de aquí. Quizás la ha visto usted ya.
—Sí. El señor Tregardier me la ha mostrado, y la veo desde mi ventana.
—Pues hasta allí se fue nuestra antepasada. Se hizo construir una cabaña de troncos, donde vivió hasta que acabó de construirse la que sería su casa. Esa casa existe aún. En ella nació su hijo, y ese hijo fue mi padre.
—Empiezo a entender al parentesco que existe entre usted y yo. Somos primos lejanos.
—Sí, primos lejanos. Y ambos somos Kellaway. Yo era un niño cuando mi padre murió y me trajo a vivir al castillo con mi hermana Jenifry. El padre de usted y yo nos criamos juntos. Los dos administramos la hacienda conjuntamente durante algunos años; después, su salud fue flaqueando y yo tomé entonces las riendas. El año pasado él murió.
—Sin haber deseado nunca saber qué era de mí, en tantos años.
Jago me miró fijamente y sacudió la cabeza.
—Pero antes de morir pensó en usted —declaró—. Me pidió que la buscase y que fuese su tutor hasta que usted cumpliese los veintiún años.
—Ya no me falta mucho para eso. Él debía saberlo.
—Naturalmente, él lo sabía. Pero no fue fácil encontrarla. Su madre se aseguró de que no pudiesen dar con ella una vez abandonó la isla.
—Pero usted sabe que volvió con su familia.
—Su padre no me dijo nada acerca de esa familia. Pero, cuando leí en los periódicos que iba usted a casarse, fui a Londres.
—Es extraño que no me dijese entonces quién era usted.
—Ah, eso se debió a una peculiaridad de mi carácter. Tengo algunas rarezas, como ya irá descubriendo. Me gusta sorprender a los demás, provocar situaciones dramáticas. Quería conocerla antes de que usted me conociese a mí. Por ello me presenté en aquel recital.
—¿Cómo lo consiguió? Los Carrington no le conocían.
—Digamos que convencí al mayordomo. Es fácil, si se tiene una cierta dosis de aplomo, cualidad que poseo en abundancia. Y no se exigía invitación escrita.
—¡Qué atrevimiento!
—Sí, también soy atrevido.
—¿Cómo entró en la casa de Finlay Square? Usted dijo que le habían dado una llave en la agencia, pero parece que existían sólo dos copias.
—Eso es lo que le dijeron a usted. Ya sabe lo que ocurre en estos casos: la agencia quería asegurarse de que iba a vender la casa y ustedes aún no se habían decidido.
—¿Cómo coincidió allí conmigo?
—Muy sencillo: esperé hasta que la vi entrar. Déjeme decirle una cosa: yo tenía una obligación hacia usted. Soy su tutor, quería conocer a la familia con la que iba usted a unirse.
—Y no tardó en saberlo todo de ellos, sin duda.
—Sí, descubrí muchas cosas. Y después ocurrió aquella desgracia y le pedí que viniese aquí. ¿Lo ve todo más claro ahora?
—Sí —respondí.
—Ellen —me dijo muy serio—, espero que se quede con nosotros durante mucho tiempo.
—Es usted muy amable —respondí, no sin cierta aspereza, porque aún no creía que me hubiese dicho toda la verdad.
—Quiero que se sienta a gusto en esta casa —continuó—. Su madre se la llevó a usted de aquí, pero ahora está otra vez con nosotros. Ha venido a causa de una dolorosa tragedia y espero que podamos ayudarla a olvidar.
En aquel momento parecía sincero. Sus gruesos párpados estaban alzados, y sus ojos tenían una expresión serena y amistosa. Creo que su cara era la más expresiva que había visto nunca. Unos momentos antes estaba lleno de malicia y recordé que, en la casa de Finlay Square, me había parecido un personaje casi diabólico. Pero ahora su expresión concordaba con sus palabras y se había convertido en el tutor bondadoso y solícito. Pero no estaba completamente segura de él, aunque su personalidad me atraía.
—¿Cómo desea que le llame?
—Jago, naturalmente. Y creo que deberíamos tutearnos, puesto que somos parientes. No te dejes intimidar por el hecho de que sea tu tutor.
—Desde luego que no. He estado sola la mayor parte de mi vida y no necesito un tutor a estas alturas.
—Pero lo tienes, Ellen, lo quieras o no. Y dado que soy un hombre dotado de un fuerte sentido del deber, me siento obligado a hacer honor a mi promesa, a pesar de tus objeciones. Así pues, llámame Jago y seamos amigos. El nombre de Jago es la forma bretona de James y su origen es muy antiguo. Como estudioso que soy de nuestro pasado, y espero que sabré interesarte en el tema, me enorgullezco de saber estas cosas, «James» viene del latín. No es cierto que sea de origen español, como creen algunas personas que lo relacionan con los españoles que se establecieron en esta costa. En tiempos de la reina Isabel éramos constantemente hostigados por los españoles y, cuando se produjo la catástrofe de la Armada Invencible, muchos de sus marineros se quedaron por aquí. Pero el nombre de Jago es bretón, no inglés. ¿Conoces nuestra historia antigua?
—Muy poco —respondí—. Algo debí de aprender de nuestra institutriz, pero no recuerdo gran cosa.
—Nosotros somos bretones —continuó—, sin mezcla alguna con las razas que formaron más adelante el pueblo inglés. Tales razas no llegaron hasta estas islas, de modo que nosotros conservamos nuestras características, nuestras antiguas costumbres. Tienes que aprender algo de eso mientras estés aquí. Forma parte de la herencia de los Kellaway. Esta isla ha sido propiedad nuestra desde hace varios siglos. Es una tierra magnífica, fértil, debido a su clima. Las formaciones rocosas nos protegen de los vientos fríos del este y de los del sudoeste, y la corriente del golfo nos proporciona una temperatura templada. Te enseñaré las palmeras que hay en algunos jardines. Tenemos nuestro pequeño pueblo, nuestra iglesia, nuestro cementerio, nuestra hostería y nuestros prósperos cultivos. Somos casi autónomos del resto del país. Y todo ello es de los Kellaway.
Mientras hablaba, su expresión cambió otra vez. Ahora, su rostro estaba animado por el orgullo. Vi que amaba a su isla y que se entusiasmaba hablando de ella, y aquellos sentimientos eran contagiosos. Yo no conocía aún la isla, pero me sentí también llena de orgullo porque aquella tierra llevaba mi nombre. Esperaba ansiosamente que me contase más cosas. Él advirtió mi interés y me di cuenta de que le complacía.
—Será un placer para mí mostrártelo todo, Ellen. También tenemos nuestras diversiones: pantomimas, partidos de béisbol y hogueras en el solsticio de verano. Aquí perviven las antiguas costumbres, más quizá que en el resto del país, y algunas de ellas se remontan a la era pre-cristiana. Pero, ante todo, debes conocer a la familia, Jenifry es mi hermana. Es viuda: perdió a su marido hace unos años, debido a la epidemia de tifus que azotó el país y que se filtró hasta nuestra isla. Es algunos años mayor que yo. Ella es la castellana, por así decirlo. Hoy ha ido a visitar a un campesino enfermo. Ya comprobarás que cuidamos de nuestras gentes: cuando les ocurre algo, acuden a nosotros; es una gran responsabilidad. La hija de Jenifry, Gwennol, será una buena compañía para ti, ya que tiene aproximadamente tu edad. Nos ayudará a cuidarte. Ahora, cuéntame algo de ti misma y de tu vida en Londres.
Así lo hice y pareció que le divertía. Quizás acentué el aspecto gracioso de algunos detalles; es algo que hacía siempre que hablaba de la tía Agatha.
—No debía de ser muy agradable —me dijo—. Tu tía tiene una hija que no es ni mucho menos tan atractiva como tú. Y me di cuenta de que te hacía sentir que estabas viviendo de su bondad.
Me sorprendió su perspicacia.
—Es una historia bastante corriente —dije.
—Y después —prosiguió—, apareció aquel joven, rico y bondadoso. Tus primos le querían para su hija, pero él, dando prueba de sensatez, te eligió a ti. Y, más adelante, se quitó la vida.
—Eso no es cierto. No es posible. Si le hubieses conocido, lo sabrías.
—De cualquier modo, Ellen, ya ha pasado todo —su voz era ahora cálida y afectuosa—. Te he hablado de ello sólo porque había que hacerlo. No volvamos a mencionarlo: debemos pensar en el presente y en el futuro. Pero, antes de dejar el tema, dime cuáles eran tus planes antes de recibir mi carta.
—Iba a trabajar como institutriz para una amiga de mi tía Agatha.
—Y, seguramente, esa perspectiva no te agradaba…
—¡Me horrorizaba! —respondí con vehemencia.
—Lo comprendo. No te veo en el papel de institutriz. No habrías conseguido representarlo, querida Ellen: eres demasiado orgullosa para un trabajo tan humilde. Tú estás hecha para mandar a la institutriz de tus propios hijos.
—Pero aún no me he casado.
—Una joven tan atractiva como tú no permanecerá soltera mucho tiempo.
Negué con la cabeza.
—No tengo intención… —empecé a decir.
—Desde luego. No tienes intención de casarte, mientras no aparezca el hombre adecuado. Como tutor tuyo, me agradaría verte felizmente casada. Bien, creo que ahora te convendría subir a tu habitación y descansar un rato. Si necesitas algo, toca el timbre, Janet tiene orden de atenderte en todo.
Me levanté y él hizo lo mismo; fue hacia el cordón del timbre y tiró de él. Después me apoyó una mano en el hombro, firmemente. Mientras nos dirigíamos a la puerta, sentí la fuerza de sus dedos. Casi inmediatamente apareció un criado.
—Acompaña a la señorita Ellen a su habitación —ordenó Jago, apretándome afectuosamente el hombro y sonriéndome a modo de despedida.
Fui a mi habitación. Estaba desconcertada. Jago era el hombre más extraordinario que había conocido nunca. No podía librarme de la sensación que me había causado aquel día que estuvimos solos en la casa de Finlay Square. Sus estados de ánimo parecían cambiar con gran rapidez, y con ellos su personalidad. No sabía a qué atenerme con respecto a mi primo y tutor.
De ningún modo habría podido descansar, pues estaba demasiado excitada. Me quedaba mucho tiempo para conocer parte del castillo antes de la hora de la cena. Me había dicho con claridad que debía considerarme en mi casa, así que decidí explorar mi nuevo hogar.
Bajé la escalera por la que el criado me había acompañado a mi habitación y llegué al cuarto de guardia. Puesto que estaba sola, me sentía mucho más impresionada que si me hubiesen acompañado otras personas. Todo era muy diferente de lo que había imaginado. Me había encontrado con un hermoso castillo y con un tutor que no era un caballero de edad mediana, sino un hombre no mucho mayor de treinta años que se comportaba de un modo nada convencional. Vivían allí también su hermana y la hija de ésta, a quienes no conocía aún, y que descendían de la rama de la familia que, según se decía, había estado vinculada con el diablo. La perspectiva del futuro, que en un lugar como aquél, bajo el dominio de un hombre como aquél, iba a ser cualquier cosa menos aburrido, me ilusionaba, y me sentía más deseosa de vivir de lo que me había sentido nunca después de la muerte de Philip. Me pregunté por qué mi madre se habría marchado de allí de modo tan súbito; estaba decidida a averiguarlo. ¡Qué diferente habría sido mi vida si ella no hubiese tomado aquella decisión!
Y, mientras estaba allí, el cuarto de guardia pareció tomar un aspecto amenazador, y pensé que quizás había sido incorrecto ir allí sin decírselo a nadie. Pero no, estaba en la casa de mi familia; mi intranquilidad se debía al hecho de saber que Jago Kellaway era el hombre que tanto me había asustado en la casa de Finlay Square, Jago Kellaway era un bromista, y un bromista original. Había personas así. Había confesado que le agradaban los momentos dramáticos. «Sí —pensé—, siempre y cuando dirija él el juego y pueda fanfarronear a su gusto».
La inquietud que sentía era lógica. ¿No me había impresionado siempre el ambiente de las viviendas? Me estremecí al recordar la repulsión que había sentido cuando entré por primera vez en la casa de Finlay Square. Y aquella estancia de aspecto medieval, con las armas en las paredes —dos lanzas cruzadas, un hacha, un arma que era mitad lanza y mitad hacha; una alabarda, según me parecía recordar— me había hecho evocar, inconscientemente, la sala de armas de Trentham Towers, donde Philip me había mostrado aquella pistola, la pareja de la cual había sido causa de su muerte. Era aquel impreciso recuerdo el que me venía ahora a la mente y me hablaba de misteriosos peligros. Me pareció que, así como había creída percibir una advertencia en la casa de Finlay Square, la percibía ahora en el castillo Kellaway.
Eché a andar hacia la puerta; mis pasos resonaron en las losas de mármol y parecieron llenar la estancia de ruido. Me detuve. ¡Qué silencio! Es absurdo atribuir personalidad a una casa. Pero no, no es tan absurdo. Cuando una casa tiene trescientos años de antigüedad, deben de haber ocurrido muchas cosas entre sus paredes. Si aquellas piedras pudiesen hablar, cuántas cosas contarían… Y en residencias como aquélla habría habido alegría y dolor, comedia y tragedia. A veces, tengo la sensación de que esas emociones han quedado presas en las paredes, y de que éstas no pueden ocultarlas por completo.
Sabía que eran imaginaciones mías, pero me hallaba en una situación incierta. Había decidido correr un velo sobre mi pasado e iniciar una nueva vida, de la que sabía muy poco aún.
Salí a un patio y vi en él un arco que parecía tallado en el muro, pero que en realidad daba a otro patio ligeramente más bajo. Pasé por él y descendí unos escalones que me llevaron a un tercer patio. Daban a éste unas pequeñas ventanas emplomadas. Vi otro arco, del que partía un camino con muros de piedra a los dos lados. Eché a andar por él.
Por el camino, oí un súbito aleteo y el arrullo de unas aves. Me encontré en otro patio. De éste venían los arrullos; había allí un cierto número de palomas que picaban granos de maíz esparcidos en las losas. Cuando me acerqué, algunas aves alzaron el vuelo y fueron a posarse en los pequeños palomares que había en los muros; otras no me hicieron caso y siguieron comiendo maíz. La mayoría de aquellas palomas tenían el habitual color gris azulado, pero algunas eran pardas. Nunca había visto palomas de aquel color.
Mientras estaba allí, mirando las aves, advertí que en una de las ventanas aparecía una sombra. Alguien me observaba. Me volví rápidamente. La sombra desapareció.
Volví a mirar a las palomas y esperé. La sombra volvió. Podía verla con el rabillo del ojo.
—¿Son suyas estas palomas? —pregunté. No obtuve respuesta.
Me acerqué más a la ventana donde había visto la sombra, pero ésta ya no estaba allí.
Había en el muro una puertecilla y llamé a ella, con intención de preguntar acerca de las palomas pardas. Había visto que estaba entreabierta, pero ahora, después de que yo llamara, alguien la cerró silenciosamente desde el interior. Estaba claro que la persona del otro lado no deseaba hablar conmigo. Me pareció oír el sonido de una respiración profunda. ¡Qué extraño! Bueno, si no querían hablar conmigo, no insistiría. Pero sentí el impulso de golpear otra vez la puerta, y así lo hice.
Tampoco esta vez hubo respuesta.
—Sólo quiero preguntarle por las palomas —dije.
Silencio.
Era una conducta muy rara y poco amable. Supuse que era algún criado. Me encogí de hombros, di media vuelta y volví por donde había venido. Quizás había sido una tontería explorar el castillo por mi cuenta. Sería mucho mejor que, en adelante, me guiase alguien de la familia. Estaba segura de que lo harían con gusto.
Volví a mi habitación, donde debía ya vestirme para la cena. Decidí ponerme el vestido azul, que era muy elegante, y me pregunté si alguna vez necesitaría aquel práctico vestido negro que había llevado la noche del baile de Esmeralda, la noche que Philip se me declaró. Con la orquídea que él me regaló, el vestido quedaría muy bien…
Otra vez el pasado. ¿Podría escapar de él algún día? ¿Podría evitar la presencia constante de los recuerdos? Mientras me ponía el vestido, recordé cómo había imaginado llevarlo para cenar en compañía de Philip junto al Gran Canal. Enojada conmigo misma, hice un esfuerzo por sobreponerme.
Aquella primera noche en el castillo aún permanece vivida en mi memoria.
Vino un criado a mi habitación para acompañarme abajo, a la sala donde me esperaba la familia. Jago estaba de pie ante la chimenea, con las manos en la espalda, dominando la estancia, con los ojos brillantes de satisfacción. Junto a él, una a cada lado, había dos mujeres. La mayor tenía unos cuarenta años, y adiviné que se trataba de su hermana Jenifry. La joven debía de ser su sobrina Gwennol, que, como él me había dicho, tenía aproximadamente mi edad.
—Ven, Ellen —dijo Jago—. Ven a conocer a tu familia. Ésta es Jenifry, mi hermana.
Sentí una leve turbación cuando ella avanzó para estrecharme la mano. Era casi tan morena como Jago y tenía la misma nariz aquilina y la misma expresión arrogante. El parecido entre ambos era evidente. Su voz era cálida y suave.
—Nos alegramos de tenerte aquí, Ellen —dijo.
Pero había en su mirada una cierta frialdad, una voluntad de analizarme que contrastaba con sus palabras. Sentí el mismo desconcierto que me había causado su hermano.
—Te lo agradezco mucho —respondí.
—Estamos encantados de tenerte aquí por fin —dijo Jago—. Gwennol, ésta es Ellen.
Gwennol era también morena; su cabello era casi negro. Tenía los ojos castaño oscuro, la nariz algo respingona y la boca grande. Sus ojos eran dulces y soñadores.
—Hola, Ellen —me dijo—. Bienvenida a la isla Kellaway.
—Tenéis que ser amigas —dijo su madre.
—Tienes que enseñarle a Ellen el castillo, Gwennol —dijo Jago sonriente, pasando la mirada de la una a la otra.
Un criado anunció que la cena estaba servida. Jago me tomó del brazo y abrió la marcha.
—Ya que ésta es una ocasión muy especial, cenaremos en el salón grande. Lo hacemos sólo los días festivos y los días especiales, y ¿cuál podría serlo más que el de hoy?
Nunca olvidaré el aspecto del salón aquella primera noche en el castillo Kellaway. Por un momento, mis temores dejaron paso al asombro.
A un extremo del espacioso salón había una puerta que daba a la cocina, por la que entraban y salían apresuradamente los criados. Por encima de esta puerta había una galería, y, al otro extremo de la estancia, había un estrado. Una hilera de cornamentas decoraban la balaustrada de la galería, y los muros estaban parcialmente cubiertos de bellos tapices. Aquel salón, con su elevado techo, sus gruesos muros de piedra y las armas que adornaban sus paredes, era verdaderamente regio. Había en él una larga mesa de roble, y otra más pequeña en el estrado. Cuando llegamos, estaban ocupados ya los largos bancos que había a ambos lados de la mesa grande. Aquellas personas, según me explicó Jago después, eran todos trabajadores de la hacienda: los arrendatarios de las granjas, los directores de las empresas, los empleados de éstos y, para sorpresa mía, los que realizaban tareas más humildes. De aquel modo celebraban sus banquetes los reyes de la Edad Media.
La escena era verdaderamente medieval. Cuando los músicos que estaban en la galería comenzaron a tocar suavemente, me hizo gracia aquella decisión de recercar un ambiente de tiempos pasados, y me conmovió también, porque sabía que todo había sido preparado en mi honor. Cuando entramos, se pusieron en pie todos los presentes. Jago avanzó hacia el estrado, llevándome aún del brazo, y se quedó de pie junto a la mesa, a mi lado.
—Tengo el honor de presentarles a todos a la señorita Ellen Kellaway —anunció—, prima y pupila mía, que ha venido a residir con nosotros, espero que para mucho tiempo. Nos hemos reunido aquí para darle la bienvenida al castillo y a la isla. Sé que todos ustedes se sentirán tan felices de tenerla aquí como me siento yo en este momento.
Hubo murmullos de aprobación. Yo no estaba segura de lo que se esperaba que hiciese, de modo que me limité a sonreír. Jago apartó una silla para mí y tomé asiento. Hubo un ruido de sillas y todo el mundo se acomodó otra vez. Se sirvió la sopa en nuestra mesa y, después, la enorme sopera fue llevada a la mesa grande, cuyos ocupantes fueron también servidos.
—¿Qué te parece? —me susurró Jago.
—Es increíble. No podía imaginar algo así. —Me dio unas palmaditas en la mano.
—Lo he hecho por ti —explicó—. Para que veas cómo son aquí las grandes celebraciones y para mostrarte cuánto nos alegramos de que hayas venido.
—Gracias —respondí—. Sois todos muy buenos conmigo. En toda mi vida había sido objeto de una bienvenida tan cálida.
—Si es así, hemos logrado nuestro propósito.
La sopa era excelente y fue seguida de carne de venado. Al oír la suave música, pensé que aquel salón no debía de tener un aspecto muy diferente, en una noche de fiesta, trescientos años atrás.
Jenifry se sentaba a la izquierda de Jago, y Gwennol a mi lado. Noté que varias personas de las que se sentaban a la mesa grande me miraban subrepticiamente, y me pregunté qué les parecería tanta solemnidad. Pero después pensé que seguramente estaban acostumbrados a ella. Jago me confirmó en aquella idea.
—Es en Navidad cuando seguimos más fielmente las antiguas tradiciones —dijo—. Se adorna este salón con hiedra y acebo; aquí vienen los niños a cantar villancicos y se representan pantomimas. Es una tradición familiar que se observa desde hace siglos.
—Ya he notado que eres un buen amante de la tradición.
—No soy el único, ¿verdad? —preguntó, dirigiéndose a Jenifry a Gwennol, que se mostraron de acuerdo.
—Estamos intentando descubrir con exactitud la antigüedad del castillo —dijo Jenifry—. Ha sido objeto de varias ampliaciones a lo largo de su historia. En un principio era una simple fortaleza destinada a proteger la isla. Debía de ser muy incómodo vivir en él en aquella época, antes de que adquiriese carácter de residencia. A Gwennol también le interesa mucho el tema, ¿verdad, querida?
—Es un interés que nace por el hecho de vivir aquí —me explicó Gwennol—. Un día descubre uno un aspecto nuevo del edificio, y espontáneamente se pone a pensar en qué momento fue incorporado a él.
—A ti te ocurrirá lo mismo —me dijo Jago—, una vez te familiarices con él. En cuanto al resto de la isla, voy a enseñártela personalmente. Mañana comenzaremos a recorrerla. Estoy enterado de que sabes montar.
—Oh, sí. En Londres montábamos en el Row. Y en el campo también, naturalmente.
—Magnífico. Eso te evitará perder tiempo aprendiendo. Tendremos que encontrarte un caballo adecuado.
—Me gustará mucho pasear a caballo por la isla.
—Eso es lo que queremos, ¿verdad? —dijo Jago, dirigiéndose a Jenifry y a Gwennol—. Queremos que te guste tanto estar aquí que no sientas deseos de marcharte.
—Es pronto para decir eso —le advertí—. Ya sabes lo que se dice de las visitas.
—No. Dímelo.
—Que es muy bonito tener visitas durante unos días pero que, si se quedan más tiempo, se hacen odiosas.
—Tú no eres una visita, Ellen, sino un miembro de la familia. ¿No es así?
—Pues claro —respondió Jenifry.
—Háblame de la isla —le rogué—. Estoy deseando conocerla bien.
—No te sentirás aislada del mundo estando en ella. Es lo bastante grande para que eso no ocurra.
—A veces sí se siente uno aislado —intervino Gwennol—. Cuando el estado del mar hace imposible pasar al otro lado.
—Y eso dura días; y, en ocasiones, incluso semanas —añadió Jenifry.
—Ellen ya lo sabe —dijo Jago con cierta sequedad—. Tuvo que pasar dos noches en la hostería de Polcrag, esperando que fuésemos a buscarla. La gente de aquí no siente que se esté perdiendo nada por el hecho de no poder pasar a Polcrag, ni al resto del país. Podemos vivir muy bien sin ellos. Aquí hay una hostería. Son los forasteros los que acuden en busca de tranquilidad.
—Pero la hostería sólo tiene cuatro habitaciones, Jago —dijo Gwennol—, que casi nunca están ocupadas. Más que una hostería, es una especie de taberna donde la gente se reúne para beber y cantar.
—Tanto mejor —dijo Jago—. Si viniese mucha gente, estropearían la isla.
Me daba cuenta del amor que sentía Jago por su isla. A sus ojos, era perfecta. Yo le comprendía: la isla era suya y estaba orgulloso de ella.
—¿Tenéis casos de delincuencia? —pregunté.
—Poquísimos —me aseguró—. Creo que sé mantener a la gente en el buen camino.
—Entonces, ¿no hay una cárcel en la Isla?
—Las mazmorras del castillo hacen las funciones de cárcel en las ocasiones en que ello es necesario.
—Pero ¿es legal encerrar a una persona ahí?
—Yo soy juez de paz. Naturalmente, en el caso de un delito grave, de un asesinato, por ejemplo, el delincuente no puede ser juzgado aquí. Pero, por lo que respecta a los delitos menores, nos las arreglamos solos.
—¿Hay alguien en las mazmorras en este momento?
Jago se echó a reír.
—¿Temes que algún hombre desesperado huya de ellas, logre llegar a tu habitación y te exija la bolsa o la vida? No, querida Ellen, en este momento no hay nadie allí. Casi nunca hay nadie. Por cierto, es un lugar horrible.
—Es oscuro y húmedo —dijo Gwennol—, y se dice que lo visitan los espíritus, porque en el pasado los Kellaway encerraban allí a sus enemigos y les dejaban morir. Dicen que vagan por allí los fantasmas de aquellos que no obedecieron la ley de los Kellaway. Como es natural, la gente lo piensa dos veces antes de hacer algo que podría llevarles a pasar una o dos noches en esas mazmorras.
—Me gustaría verlas —dije.
—Las verás —prometió Jago—. Todo el castillo está a tu disposición, puedes curiosear cuanto quieras.
—El caso es que ya he curioseado un poco antes de la cena.
—Ah, ¿sí? —dijo Jago, complacido—. ¿Y qué has descubierto?
—He descubierto unas palomas de color pardo. No sabía que existiesen palomas de ese color.
—Siempre tenemos unas cuantas en Kellaway —dijo Jago—. Cuéntale la historia, Jenifry.
—Uno de nuestros antepasados fue salvado por una paloma parda —explicó Jenifry—. Creo que proceden de Italia. Ese caballero fue hecho prisionero en una batalla y encarcelado. Un día virio a posarse en la ventana de su celda una paloma parda y se hicieron amigos: la paloma venía todos los días con su pareja, se posaban en el alféizar y compartían la comida del prisionero. Él les colocó unos mensajes en las patas, con la esperanza de que llegasen a manos de algún amigo suyo. Naturalmente, era algo muy improbable; así que, cuando el mensaje llegó efectivamente a sus amigos, al cabo de mucho tiempo, el hecho fue considerado casi un milagro, y aquellas palomas como instrumentos del destino. El caballero fue rescatado y, al volver aquí, trajo con él a las dos palomas. A raíz de ello empezó a decirse que, mientras hubiera palomas pardas en el castillo, habría Kellaways en la isla.
—Bonita historia, ¿verdad, Ellen? —me dijo Jago.
—Preciosa —respondí.
Terminada la cena, Jago se levantó y Jenifry, Gwennol y yo le seguimos hasta una puerta situada a un extremo del salón. Los demás comensales permanecieron en torno a la mesa grande; supuse que debieron de sentir alivio con nuestra marcha, pues ello daba fin a la ceremonia y les permitía hablar y actuar con total naturalidad.
Pasamos a la sala, donde se nos sirvió el café. El ambiente de aquella habitación era mucho más íntimo. Me senté junto a Gwennol, que me preguntó cómo había sido mi vida en Londres, y le hablé de nuestra casa junto a Hyde Park, de los paseos por los jardines de Kensington, de los patos del estanque a los que echábamos pan…
—En nuestro jardín hay también un estanque —me dijo Jago.
Era como si desease comparar favorablemente la isla con todo cuanto yo hubiese conocido. Quizás se debiera al orgullo que sentía por su propiedad, pero también me pareció que deseaba que me encontrase a gusto en ella y me quedase indefinidamente.
Gwennol quería oír más cosas y le hablé de las recepciones en casa de la tía Agatha y de los Carrington, de los tés en Gunter’s en las tardes de invierno, de la alfombra roja y la marquesina que se colocaban en las casas en honor de los invitados. Los tres me escucharon atentamente. Después, volvieron a hablarme de la isla y me pareció que mi vida de Londres con la tía Agatha quedaba muy lejos. A las diez y media, Jago señaló que debía de sentirme cansada.
—Jenifry te acompañará a tu habitación —dijo.
Jenifry tomó una vela de una mesa y se dispuso a hacerlo. Le agradecí a Jago aquella agradable velada y les di las buenas noches a él y a Gwennol. Jenifry y yo nos retiramos. Pasamos por un corredor en el que, a intervalos, había candelabros de pared, que le daban un aspecto totalmente medieval. Subimos por una escalera de piedra y Jenifry me dijo:
—Pronto aprenderás a orientarte. Los primeros días te perderás unas cuantas veces.
—El castillo es enorme.
—Sí, tiene muchas habitaciones y nosotros somos muy pocos. Un lugar como éste está hecho para que lo habite una familia numerosa.
Llegamos a lo alto de una escalera y pasamos por una galería. Subimos otra escalera y después reconocí el corredor que llevaba a mi habitación. Abrió la puerta. La habitación estaba ahora muy distinta, casi desconocida. Había en ella muchas sombras, demasiadas. Las cortinas, corridas, ocultaban el gabinete en el que se abría la ventana. El lecho, cuyas cortinas estaban ahora recogidas, parecía dominar la habitación.
—Espera un momento —dijo Jenifry, y empezó a encender las velas con la que llevaba en la mano.
Había dos en el tocador y dos más en la repisa de la chimenea. La luz de las velas tiene algo de misterioso y, sintiéndome muy excitada por los acontecimientos del día pensé que aquella noche no dormiría bien: lo peor que puede sentir quien está a punto de retirarse para descansar. Jenifry me sonreía.
—Espero que estés cómoda —dijo—. Ya te habrán dicho que llames si deseas cualquier cosa —me indicó el cordón del timbre—. Acudirá inmediatamente una doncella.
—Estoy segura de que tengo cuanto necesito —dije. Me iba acostumbrando a la luz de las velas—. Sois muy buenos conmigo.
Me sonreía con expresión benévola, como si yo fuera se una niña y ella una amiga decidida a cuidar de mí. Eché una ojeada al espejo y me vi; estaba elegante con mí vestido azul, me brillaban mucho los ojos y tenía las mejillas sonrosadas. Casi no me reconocí.
Entonces vi el reflejo de Jenifry en el espejo. Su expresión, su rostro, habían cambiado. Era otra mujer la que estaba allí conmigo. Tenía los ojos entornados y la boca severa; era como si hubiese caído una máscara y apareciese la cara que había detrás, una cara horrible. Me volví rápidamente, pero su expresión había cambiado otra vez; ahora me sonreía como antes.
—Bien —me dijo—, si estás segura de que tienes todo lo que necesitas, te dejo. Buenas noches, Ellen.
—Buenas noches.
Ya en la puerta, se volvió y me sonrió otra vez.
—Que duermas bien.
Se cerró la puerta; me quedé mirándola un momento, desconcertada. El corazón me latía muy aprisa. Después volví a mirar el espejo y vi que era muy antiguo, que estaba incluso un poco empañado. El marco, dorado, era un bello trabajo de madera labrada. Debía de llevar allí doscientos años. Deformaba un poco las imágenes, pero ¿había podido deformar tanto el rostro de Jenifry? ¿O realmente ella me había mirado con aquella expresión calculadora, fría, casi maligna, como sí me odiase?
Me senté y me quité las horquillas del pelo. Sacudí la cabeza y cayó sobre mis hombros mi pesada cabellera oscura. «Lo que ocurre —pensé— es que estoy tan acostumbrada a que me rechacen que no puedo acabar de creer todas esas muestras de amistad, y por eso he imaginado que Jenifry me miraba de ese modo». Pero, por unos momentos, me había asustado de veras.
Pensativa, me cepillé el pelo, que me llegaba hasta la cintura, y me lo trencé, tratando de relajarme a fin de poder dormir. Descorrí las cortinas, subí los escalones que llevaban a la ventana y me senté junto a ella. Las casitas de la isla parecían dormidas, aunque brillaba alguna luz aquí y allá. El mar seguía tranquilo y hermoso, iluminado por la luna. Todo estaba en paz; todo, salvo mis pensamientos. No era extraño que no pudiese dormir: aquel día habían ocurrido demasiadas cosas. Había conocido a Jago Kellaway y había sabido que no era un completo desconocido para mí. Esperaba encontrarme con una casa modesta en una isla y me había encontrado un castillo que Jago dirigía orgullosamente. Había encontrada a mi familia, después de tantos años, e iba a saber de mis padres. Me sentí impaciente por descubrir más cosas y deseé que amaneciese pronto.
La temblorosa luz de las velas, que proyectaba largas sombras en la habitación, era inquietante. Fui hacia el tocador y volví a mirar el espejo; al hacerlo me pareció ver otra vez el rostro de Jenifry, súbitamente deformado en una sonrisa maligna. Me dije que era mi imaginación, la fatiga del agitado día. Estaba segura de que, al día siguiente, me reiría de mí misma por haber sido tan tonta. Pero el día siguiente no había llegado aún, sino que faltaban varias horas para el amanecer.
Mientras estaba ante el espejo, oí un ruido a mis espaldas. Me sobresalté tanto que hice caer una de las velas. Me apresuré a enderezarla y, quemándome con la cera, la tomé en la mano y me volví. Sostuve la vela en alto y recorrí la habitación con la mirada. No había nadie.
Miré la puerta. Estaba cerrada. Después oí otra vez el ruido y vi que venía del armario. Me acerqué a él y, entonces, tuve que reírme en voz alta de mí misma, pues el sonido procedía de la puerta del armario, que oscilaba por estar mal cerrada. Abrí el armario, en cuyo interior colgaban mis vestidos. En aquel momento, el vestido azul que había llevado para la cena resbaló de su colgador y cayó al suelo. Lo recogí y, al hacerlo, vi que había algo escrito en la pared del armario. Parecían unos trazos arañados en la pintura con un objeto puntiagudo.
Aparté los vestidos y acerqué la vela. Leí: «Estoy aquí prisionera. S. K.».
Me pregunté quién sería S. K. y qué habría querido decir con aquello. Supuse que se trataba de un niño o una niña, pues las letras parecían revelar una mano infantil, y era el tipo de inscripción que haría un niño en un mueble o en la pared si hubiese sido encerrado en una habitación como castigo.
Volví a dejar la vela en el tocador. El incidente me había desvelado aún más, pero decidí acostarme. La cama me pareció muy grande. Me puse a pensar en las personas que habrían dormido en ella en los últimos cien años. S. K. había sido una de ellas, seguramente.
No apagué las velas enseguida, pues con ellas me sentía más acompañada. Me eché en la cama y contemplé la complicada decoración del techo, cuyos motivos eran difíciles de distinguir en la penumbra. De pronto, me pareció oír pasos junto a mi puerta. Volvía a estar completamente despierta y me incorporé en la cama, aguzando el oído.
«No dejas de imaginar cosas —me dije—. No ocurre nada en absoluto. ¿Por qué no te duermes de una vez?». Esmeralda habría dicho que «me estaba sugestionando». Cuando era niña, solía inventar historias acerca de otras personas y sólo me veía a mí en ellas si podía desempeñar un papel agradable. Ahora, de mayor, había descubierto que mi imaginación podía muy bien no ser siempre mi aliada.
Me levanté y me acerqué a la puerta. Vi entonces que había una llave en la cerradura. Le di la vuelta. El hecho de encerrarme con llave me tranquilizó de modo extraordinario y me vi con ánimos de apagar las velas. Volví a acostarme. Durante un rato, pasaron por mí cabeza las diferentes escenas del día. Por fin me venció el cansancio y me dormí.
Era inevitable que aquella noche tuviese aquel sueño.
Allí estaban, tan vividos como siempre, la habitación, los cortinajes, la mesa, el asiento al pie de la ventana, los morillos, los objetos de porcelana… Y el cuadro encima de la chimenea, representando una tormenta en el mar. Vi que el viento movía las cortinas. Lentamente, empezaba a abrirse la puerta. Y sentí otra vez aquel miedo intenso, aquella certeza de que estaba en peligro.
Desperté con la familiar sensación de desgracia inminente. Durante unos momentos, no supe dónde estaba. Después lo recordé: estaba en el castillo, en la isla de los Kellaway.
Estaba temblando y mi corazón latía como un caballo desbocado. Quise tranquilizarme diciéndome que sólo era un sueño, pero la desgracia que me anunciaba me parecía más cercana.