Capítulo 4

Visita a Hydrock Manor

Llegué a Polcrag a última hora de la tarde porque, después del viaje en una línea principal, había tenido que recorrer unos nueve o diez kilómetros en el lento ferrocarril local. En la estación me esperaba un cabriolé, y pedí al cochero que me llevase a la hostería de Polcrag. Jago Kellaway me había indicado que así lo hiciese cuando me escribió para expresarme su alegría por mí visita.

«La isla —me escribía— está a cinco kilómetros de la costa. Temo que deberemos someternos a los caprichos del mar en lo referente a su travesía. Es posible que ninguna embarcación pueda cruzar en el momento en que usted llegue, en cuyo caso lo mejor es que se aloje en la hostería de Polcrag, a cuyo dueño conozco muy bien y a quien recomendaré que la trate con especial atención».

En cuanto a mis pertenencias —todo lo que poseía en el mundo llenaba tres maletas no muy grandes—, la mayor parte de ellas consistían en las ropas de mi ajuar, de modo que, por una ironía del destino, ahora que me alejaba de la vida social de Londres, estaba mejor equipada para ella de lo que lo había estado nunca.

Esmeralda se había despedido de mí hecha un mar de lágrimas, y la tía Agatha había hecho un débil esfuerzo por ocultar el alivio que sentía al librarse de mí. El primo William, por su parte, me había deslizado disimuladamente en la mano una bolsa de libras de oro, murmurando: «Acéptalo, Ellen. Puedes necesitarlo».

Mientras el carruaje me llevaba de la estación a la hostería, observé el pueblo de Polcrag, cuyas casas se agolpaban cerca del mar y al mismo tiempo parecían querer encaramarse por los peñascos circundantes. A algunas de las casas se llegaba por pronunciadas pendientes, y a otras por escalones tallados en la roca. Estaban construidas con la piedra gris de Cornualles y muchas de ellas tenían porches con vidrieras, evidentemente con el doble propósito de recibir el sol y de protegerse del viento que, según imaginé, soplaba con fuerza desde el mar. La hostería de Polcrag, un edificio de tres pisos con un arco a un lado, estaba en la calle mayor. El cabriolé pasó por debajo de aquel arco para entrar en la cochera. Cuando me disponía a descender, salió al patio un hombre que llevaba un delantal de cuero atado a la cintura; adiviné que se trataba del posadero.

—Usted es la señorita Kellaway, ¿verdad? —me preguntó.

Respondí afirmativamente.

—Le tengo reservada la mejor habitación. Ya estaba avisado de su llegada.

—Creí que podría ir a la isla hoy mismo…

—Ni pensarlo, señorita. Hoy el mar está muy traidor. Ya habrá visto las cabrillas allá abajo. Aunque estén lejos, es señal de que no es buen momento para ir a la isla.

—En este caso, ¿tendré que pasar la noche aquí?

—No hay otro remedio, señorita Kellaway. Pero ya contábamos con usted. Tenemos orden de tratarla bien hasta que venga a buscarla la barca.

Aunque me sentía decepcionada por no poder llegar a la isla aquel día, me consolaba el hecho de que mi recién descubierto pariente mostrase tanta preocupación por mi comodidad.

—Jim le subirá el equipaje. Quizá mañana por la mañana se habrán marchado las cabrillas.

Le seguí a través del patio, pasamos por una puerta y nos encontramos en un vestíbulo, en el que había un arcón de roble sobre el que descansaba una gran bandeja de peltre.

—¡Cariño! —Llamó el posadero, y entró enseguida en la sala su esposa—. Ésta es la señorita Kellaway —le anunció el hombre.

La mujer me miró con curiosidad, abriendo mucho los ojos.

—¿Así que es usted? —Dijo, haciéndome una reverencia—. La acompañaré a su habitación.

—Me gustaría lavarme un poco —le dije—, y cambiarme de ropa.

—Enseguida, señorita —dijo la mujer—. Venga conmigo.

El posadero se me quedó mirando mientras subía la escalera.

—Éste es su cuarto, señorita Kellaway —dijo la mujer, abriendo una puerta—. Es el mejor que tenemos. Ya nos había dicho el señor Kellaway que se lo reservásemos por si tenía que quedarse. Ahora mismo le mando subir agua caliente.

—Gracias.

—Oh, no me dé las gracias, señorita. Sólo faltaría. Enseguida le suben el equipaje.

Le costaba marcharse, Apenas me había quitado los ojos de encima desde que me vio. La miré con expresión interrogadora, pues me parecía que quería decirme algo. Y así era: tras unos instantes de vacilación, me dijo sin rodeos:

—Yo conocí a su madre, señorita. Es usted exactamente como ella.

—¿Conoció a mi madre? ¿De veras?

—Sí. Fui su doncella antes de casarme con Tom Pengelly. Estuve con ella… hasta que se marchó.

—Me alegra mucho encontrar a alguien que la conociese. Yo tenía cinco años cuando murió, y a esa edad uno se da cuenta de pocas cosas.

—Claro, claro. Así que ha venido usted aquí… ¡La pequeña Ellen! Ha cambiado mucho, señorita.

Sonreí.

—Sí, debo de haber cambiado mucho desde la última vez que usted me vio. Por entonces yo tendría sólo unos tres años.

—Cómo pasa el tiempo… —murmuró—. Parece que fue ayer, aunque han pasado tantas cosas… Mi hijo vive en la isla. —Hizo un gesto en dirección a la ventana—. Trabaja con el señor Jago. Cuando llegue allí, pregunte por Augustus, aunque todos le llaman Slack.

—Lo haré —prometí.

—Me casé poco después de que su madre se marchase, y tuve a Augustus. Es verdad que nació demasiado pronto, pero no tengo otra queja de él; es un buen muchacho.

Llamaron a la puerta y apareció una camarera que llevaba un jarro de agua caliente. Entró después un muchacho que llevaba mi equipaje.

—Tengo asado en el horno —me dijo la señora Pengelly al salir.

Me dirigí a la ventana y contemplé la espléndida vista del mar. Traté de divisar la isla, pero no vi más que los amenazadores nubarrones oscuros que corrían por un cielo gris, empujados por aquel viento que levantaba las cabrillas, cuya presencia me impedía pasar a la isla.

De nuevo llamaron a la puerta y entró una muchacha que llevaba un par de toallas.

—¿Se puede ver Far Island desde aquí? —le pregunté.

—Los días claros sí, señorita.

Mientras me lavaba y me cambiaba la blusa, me sentía ilusionada por la perspectiva de saber por fin algo acerca de mis padres. Prácticamente todo lo que sabía era que no se habían llevado bien y que se habían separado. A menudo me había preguntado cómo sería mi padre, y me lo había imaginado como una especie de ogro. Me pareció en aquel momento que aquella aventura que se abría ante mí era exactamente lo que necesitaba para olvidar el pasado, un pasado que no me había dejado otra cosa que dolor por la muerte de Philip y un cierto re mordimiento por no haberle valorado bastante mientras vivía.

Apenas deshice el equipaje, pues esperaba salir al día siguiente hacia la isla. Me pregunté si Jago Kellaway vendría a recibirme, y cómo sería. En su segunda carta me había expresado una cálida bienvenida y estaba impaciente por conocerle.

Al bajar la escalera, el olor del asado de la señora Pengelly me hizo sentir apetito por primera vez desde la muerte de Philip. En el comedor no había otro comensal que yo y, al ver que lo advertía, la señora Pengelly me explicó que aún era pronto. «Le hemos preparado la cena antes de hora porque hemos pensado que llegaría con hambre».

Le dije que, efectivamente, así era. Noté que ella se alegraba, a] igual que yo, de que estuviésemos solas en el comedor, porque eso nos brindaba ocasión de hablar.

—Usted debió de conocer bien a mi madre —empecé, decidida a aprovechar al máximo aquella oportunidad.

—Oh, sí, señorita. Y a usted también la conocía bien, cuando era pequeña. Era muy traviesa. No se le podía quitar el ojo de encima ni un momento.

—¿Por qué abandonó mi madre la isla?

La señora Pengelly pareció desconcertada.

—Bueno, hija mía, eso debía de saberlo ella mejor que nadie. Yo supongo que ella y su padre no se llevaban demasiado bien.

En aquel momento entró el señor Pengelly en la estancia, alegando que quería saber qué tal me parecía la comida. Le dije que la encontraba excelente; él se frotó las manos y pareció complacido. Pero observé que le dirigía una mirada a su esposa y me pregunté si no habría venido, además de asegurarse de mi satisfacción, a advertirle a ella que no hablase demasiado.

—Si desea alguna cosa más… —comenzó a decir.

Le respondí que no deseaba nada más y la señora Pengelly me preguntó si quería tomar café. Cuando le respondí afirmativamente, me contestó que me lo serviría en la sala.

—Se lo traeré yo misma —añadió.

Interpreté sus palabras como una promesa de continuar la conversación; pero cuando me sirvió el café y yo le pregunté algo más acerca de mis padres, apretó los labios, como si no quisiera dejarles decir lo que evidentemente deseaban. Adiviné que su esposo la había reprendido por su indiscreta charla. Empecé a pensar que había algo misterioso en la isla y en sus habitantes.

Me bebí el café y subí a mi habitación, donde me senté junto a la ventana para mirar el mar. Era un hermoso espectáculo, pues la luna proyectaba su luz plateada en el agua oscura. Me pareció que el mar estaba más tranquilo de lo que había estado a mi llegada y que el viento había perdido fuerza.

«Vendrán a buscarme mañana por la mañana», pensé.

La habitación era cómoda y me senda bien en el gran lecho de colchón de plumas, pero me costó dormirme y, cuando lo logré, tuve otra vez aquel sueño. En aquella ocasión fue vago e impreciso. De nuevo me encontraba en la habitación, que reconocí por los cortinajes rojos. Pero, cuando comenzaban a perfilarse aquellos objetos que me resultaban ya familiares —la mecedora, el cuadro, la chimenea de ladrillo, la mesa de tijera y otras cosas—, me desperté.

Mis sentimientos al despertar no fueron tanto de temor, que era mi reacción habitual, como de excitación, acompañada de un gran deseo de descubrir el significado de aquel sueño. Me parecía que, por fin, el descubrimiento era inminente. Durante unos segundos después de despertarme, no pude recordar dónde estaba y me levanté para mirar el mar por la ventana, en dirección a donde sabía que se encontraba la isla. Me di cuenta de que, en alguna medida, el sueño había reflejado mis sentimientos conscientes, pues era cierto que estaba a punto de emprender un viaje de descubrimiento.

A primera hora de la mañana se había intensificado otra vez el viento y las olas golpeaban con fuerza la arena de la playa. Me invadió el desaliento. Las cabrillas seguían allí, más numerosas que el día anterior.

Bajé a desayunar. La señora Pengelly meneó la cabeza lastimeramente. «Hoy habrá muy mala mar —dijo—. Ya no vendrán a buscarla hasta mañana, por lo menos». Comí el pan que la buena mujer acababa de sacar del horno, tan caliente que la mantequilla se derritió sobre él cuando la extendí, y bebí el café en un tazón de barro. Tenía todo el día por delante y le anuncié mi intención de dar un paseo por el pueblo.

El pueblo sólo consistía, prácticamente, en la calle mayor: había también unas cuantas casas, unas cuantas tiendas y poca cosa más. Observé que la gente me miraba con curiosidad y supuse que no estaban acostumbrados a ver forasteros.

La oficina de correos era también tienda de artículos diversos. Decidí entrar a comprar unos sellos, pues había prometido a Esmeralda que le haría saber lo antes posible cómo me había ido el viaje. Tenía intención de escribirle largamente al llegar a la isla, dándole todos aquellos detalles que sabía que le interesarían, pero ahora deseaba escribirle cuatro letras sin más tardanza.

La administradora de correos y su esposo, que estaba en el otro mostrador, levantaron la mirada cuando entré. Sonriendo, les di los buenos días, que ellos me devolvieron con cierta reserva. Mientras sacaba los sellos, la mujer, segura de que yo era forastera, me preguntó si estaba de paso en el lugar.

—Sí —respondí—. Me dirijo a Far Island. Estoy esperando que se calme el mar y vengan a buscarme.

—¿Así que va a la isla?

—Sí. Mi familia me ha pedido que vaya a visitarles.

—¿Nunca ha estado allí antes?

—El caso es que yo nací en Far Island, pero me marché de allí a los tres años.

—¿No será usted…?

—Soy Ellen Kellaway.

Se me quedó mirando, asombrada.

—¡Vaya por Dios! —exclamó—. Mira por dónde…

—¿Conoce usted a mi familia?

—Todo el mundo conoce a los Kellaway. Dicen que esta familia lleva varios siglos en Far Island.

—El señor Jago Kellaway me ha invitado a ir allí. Usted le conocerá, naturalmente.

—Sí, ya lo creo. Es el señor de la isla.

Me di cuenta entonces de que todos los parroquianos me estaban escuchando, y pensé que había hablado demasiado. Me apresuré a pagar los sellos y a emprender el regreso a la hostería. Allí tomé un almuerzo frío, compuesto de jamón, queso y verdura.

Empezaba la larga tarde y el estado del mar no mejoraba. Las nubes tenían tan mal aspecto como el día anterior y las olas, bordeadas de espuma blanca que el viento levantaba por el aire, golpeaban estrepitosamente la playa. No tenía ganas de quedarme toda la tarde en la hostería, así que decidí dar otro paseo. Me aparté de la calle mayor y me dirigí al muelle, donde estaban atracadas unas cuantas barcas. Leí sus nombres: Nuestra Sally, Jennie, Niña Alegre, Atrevida. Se balanceaban en el agua que golpeaba el muelle. Pasé junto a unas langosteras. Un marinero que estaba remendando sus redes me miró con curiosidad. Le dirigí un saludo, que él me devolvió en un murmullo, y siguió después con sus redes. Cerca de allí había un gran cobertizo que olía a pescado; en el interior se veía una gran báscula. Supuse que se trataba del mercado del pescado, que ese día estaba vacío y silencioso, pues ninguna de las pequeñas embarcaciones había podido salir. Las gaviotas chillaban, como protestando por la falta de los despojos que les correspondían cuando llegaba la pesca.

Me alejé de la playa y tomé un ondulante sendero que [levaba a un bosque, mientras pensaba en todas aquellas cosas que habría querido olvidar. Me resultaba imposible apartar de mi memoria durante mucho tiempo el rostro sonriente de Philip, su amable ironía, su constante disposición a protegerme. Y recordaba también con frecuencia la mirada acusadora de Rollo. Era muy doloroso pensar que me consideraba culpable de haber empujado a Philip al suicidio.

—Oh, Philip… —dije en voz alta—. Nunca creeré que lo hiciste. Es absolutamente imposible, yo lo sé. Pero ¿qué ocurrió?

Y mi incapacidad para responder a aquella pregunta era tan grande como la mañana en que Rollo me anunció la desgracia.

Mis pensamientos me habían llevado muy lejos de donde me encontraba, y me di cuenta de que me había adentrado mucho en el bosque. Decidí volver atrás y regresar a la hostería, pues pensé que debía tener cuidado de no perderme, aunque allí sólo me esperara la perspectiva de un atardecer solitario. Di, pues, media vuelta y deshice el camino que había hecho, o así me lo pareció, esperando llegar pronto al lugar donde el bosque se hacía menos denso y desde donde se veía el mar. Pero no ocurrió así. Al poco rato me desorienté completamente y me di cuenta de que me había perdido.

Estaba segura de que tenía que llegar al mar, pero, después de caminar durante media hora, me encontraba aún en el bosque. Por fin llegué a lo que me pareció la entrada de una finca. Llena de esperanza, entré, con la intención de llegar a la casa y preguntar el camino. Al llegar a un claro del bosque, oí el sonido de un galope; pronto vi a un caballo gris montado por un hombre joven. Éste, al verme, detuvo inmediatamente al animal.

—¿Puede ayudarme, por favor? —pregunté—. Me he perdido.

—Está usted en una propiedad privada —respondió—. Este bosque es particular, a causa de los faisanes.

—Oh, cuánto lo siento… Intentaba salir del bosque.

—¿Adónde iba usted? —me preguntó.

—A la hostería de Polcrag.

—Eso queda muy lejos.

—Temo que sí. No me había dado cuenta.

—Lo mejor que puede hacer ahora es pasar junto a la casa. Esa zona es más privada aún, pero es el camino más corto.

—¿Cree que al propietario le molestará?

—Estoy seguro de que no —dijo, con una sonrisa—. Lo cierto es que yo soy el propietario y su presencia no me molesta en absoluto. Me llamo Michael Hydrock.

—Entonces, estoy en sus tierras. Debo pedirle excusas.

—Oh, los forasteros se pierden a menudo. Es muy fácil pasar a la parte privada del bosque. Deberíamos poner más carteles.

—Si es usted tan amable de mostrarme el camino, le quedaré muy agradecida.

—Será un placer.

Eché a andar, con tan mala fortuna que tropecé allí mismo con un viejo tronco de haya y caí en la hierba cuan larga era. Inmediatamente, el señor Hydrock saltó del caballo y me ayudó a levantarme. Tenía un rostro agradable, y parecía sinceramente preocupado por mí.

—¿Se ha hecho daño? —preguntó.

—Me parece que no. —Me llevé la mano al tobillo.

—Veo que puede tenerse en pie, al menos. ¿Puede andar?

—Sí, creo que sí.

—Pero es posible que después le duela más. Está claro que no puede volver caminando al pueblo. Le diré lo que vamos a hacer: estamos muy cerca de la casa, la acompañaré a usted allí y veremos qué le ocurre a su tobillo. Después la llevaré a la hostería en un coche.

—Es usted muy amable.

—No faltaría más. La ayudaré a montar en mi caballo y yo iré a pie —dijo.

—Oh, no es necesario. Puedo caminar.

—Si lo hiciese, podría hacerse más daño —insistió él.

—Le estoy causando muchas molestias. Primero me introduzco en su propiedad y después le obligo a cederme el caballo.

—Es lo menos que puedo hacer —respondió.

Me ayudó a montar y, caminando junto al animal, lo llevó por las riendas.

Nunca olvidaré mi primera visión de la casa solariega de Hydrock. Salimos del bosque y allí, ante mí, estaba el imponente edificio de piedra gris con su torre almenada y el arco ojival de la entrada, y la puerta decorada con motivos góticos. En el césped más verde y mullido que yo había visto nunca paseaba un magnífico pavo real, altivo y desdeñoso, al que seguía con admiración su compañera. Experimenté una profunda sensación de paz, como nunca la había experimentado antes. Siempre he sido muy sensible al ambiente de las casas. Sin ninguna razón especial, me sentí feliz por el hecho de encontrarme allí, a pesar del hecho de haberme torcido el tobillo y de tener que abusar de la gentileza de un extraño.

Por el césped discurría un sendero de grava que llevaba a la entrada. Lo seguimos y pasamos bajo el arco para entrar en un patio. También allí reinaba una gran paz. Entre las losas del suelo crecían matas de hierba. Miraban a aquel patio unas ventanas con celosías. El señor Hydrock me ayudó a desmontar y llamó: «¡Tom!». Un caballerizo llegó apresuradamente, me dirigió una mirada de sorpresa y se llevó el caballo.

—Venga por aquí —dijo mi anfitrión, indicándome una puerta.

Me encontré en un vestíbulo, no muy grande pero de hermosas proporciones. A un extremo de la estancia había un estrado, y al otro una galería.

—Creo —dijo el señor Hydrock— que lo mejor es que llame a mi ama de llaves. Ella sabrá valorar el estado de su tobillo: entiende mucho de estas cosas. Pero antes que nada, tome asiento.

Hizo sonar el timbre, mientras yo me sentaba en una silla de madera, que debía de datar del siglo XVI, y contemplaba los hermosos tapices que cubrían las paredes. Él siguió mi mirada.

—Representan la vida del obispo Trelawny, muy conocido en esta región —me explicó—. Ahí puede verle en su camino hacia la Torre de Londres. Y allí puede ver al pueblo de Cornualles marchando. Quizá conozca usted la antigua canción; es bastante famosa:

Y despreciarán a Tre Pol y Pen

Y Trelawny morirá…

Yo concluí:

… Entonces veinte mil cornualleses

Conocerán el porqué.

—Ah —dijo—, veo que la conoce.

—¡Y muy bien! Me estaba preguntando cuántos puntos habría en todos esos hermosos trabajos. Son verdaderas obras de arte.

Apareció un criado, a quien el señor Hydrock ordenó:

—Dile a la señora Hocking que venga, por favor. —Cuando el hombre se hubo retirado, explicó—: La señora Hocking es mi ama de llaves. Vino a esta casa antes de que yo naciese.

A los pocos minutos estaba con nosotros una mujer de edad próxima a los setenta años, según me pareció, y con el aspecto de la servidora que lleva tantos años con una familia que se considera en una situación privilegiada. Michael Hydrock le explicó lo que me había ocurrido; ella se arrodilló y me examinó cuidadosamente el tobillo.

—¿Le duele? —preguntó.

—Un poco.

—Póngase de pie —me dijo. Le obedecí—. Ahora, camine. Apóyese bien en ese pie. —Lo hice también—. ¿Le duele mucho? —preguntó, y le respondí negativamente—. Es una torcedura sin importancia —declaró—. Creo que debería descansar hoy, mañana su pie ya estará bien.

—La llevaré a la hostería en el coche —dijo el señor Hydrock.

—Oh, no, puedo ir andando —protesté.

La señora Hocking hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Hoy no debería hacer ese camino a pie, señorita.

—No sé cómo darles las gracias a los dos —dije.

—Estamos encantados de poder ayudarla, señorita…

—Kellaway —respondí—. Me llamo Ellen Kellaway.

Se produjo un silencio. Después, el señor Hydrock dijo:

—Debe de ser pariente de los Kellaway de la isla.

—Sí. Voy a visitarles. Estoy en Polcrag esperando que el estado del mar me permita hacer la travesía.

La señora Hocking tenía los labios apretados; me pareció que el hecho de llamarme Ellen Kellaway no me hacía más agradable a sus ojos y me pregunté por qué. Michael Hydrock dijo:

—Estoy seguro de que querrá tomar el té conmigo. Señora Hocking, ¿quiere usted servírnoslo, por favor? Lo tomaremos en la sala de invierno. Creo que no está demasiado lejos para su tobillo, señorita Kellaway.

—Le estoy causando muchas molestias —dije, esperando que él me contradijese y afirmase que era un placer, cosa que hizo, naturalmente, y de modo encantador.

La señora Hocking se retiró y él dijo:

—¿Le parece que podrá caminar un trecho?

—Desde luego. Tengo la impresión de que estoy abusando de su hospitalidad bajo un pretexto. El tobillo apenas me duele.

Me tomó del brazo y me condujo por el vestíbulo hacia una escalera. Subimos por ésta y atravesamos una estancia que era, evidentemente, el comedor. También allí adornaban las paredes hermosos tapices; me fijé en las amplias ventanas con celosía, que daban a otro patio. Unos escalones llevaban de aquella habitación a la sala de invierno, donde supuse que comía la familia cuando no había invitados. En el centro de la estancia había una mesa ovalada y varias sillas tapizadas. La ventana era más bien pequeña. La pieza tenía una atmósfera de intimidad.

—Siéntese —dijo Michael Hydrock—. ¿Cómo está su tobillo después de este paseo?

—Apenas me duele. Estoy segura de que no es nada.

Le dije que la casa me parecía encantadora, lo cual le complació visiblemente.

—Yo también lo creo —dijo—, pero es mi hogar, y ha sido el hogar de mi familia durante unos cuatrocientos años.

—Debe de ser maravilloso sentir que uno pertenece a un lugar así.

—Me temo que cuando uno acaba por acostumbrarse ya no le da importancia. Yo nací aquí y supongo que aquí moriré. Aquí han nacido y han muerto los varones de nuestra familia a lo largo de muchas generaciones; las mujeres se han casado y han ido a vivir a otros lugares. Conozco cada piedra de esta casa. Es pequeña para ser una casa solariega, pero a mis ojos es perfecta. ¿Usted procede del campo, señorita Kellaway?

—No. Aunque pasábamos varios meses del verano en el campo, siempre he considerado que mi hogar era Londres.

En aquel momento apareció una joven sirvienta que traía el té; la acompañaba la señora Hocking. Colocaron la bandeja en la mesa, con su tetera de plata y la marmita del agua sobre un hornillo de alcohol. En una bandeja pequeña había pastelillos.

—¿Les sirvo, señor? —preguntó la señora Hocking; advertí la mirada de desaprobación que me dirigía.

—Quizá deseará hacerlo la señorita Kellaway —sugirió Michael Hydrock, y yo asentí inmediatamente.

Me sentí aliviada cuando la anciana sirviente hubo abandonado la estancia, llevándose con ella a la joven. Mientras servía el té, pensé que estaba viviendo una agradable aventura. Aquella sala tenía algo que me hacía sentir muy bien, y a cada momento que pasaba me agradaba más mi anfitrión. Era un hombre serio —quizá le comparaba con Philip—, pero amable y cordial. A los pocos momentos me encontré a mi misma hablando, quizá con demasiada libertad, de mi vida en Londres y antes de darme cuenta, le estaba contando que había estado a punto de casarme y que mi prometido había muerto.

—¡Qué tragedia! —exclamó el señor Hydrock.

Me pregunté si conocería la historia; sabía Dios que se le había dado mucha publicidad. Me di cuenta de que Michael Hydrock era el tipo de hombre cuya cortesía le impediría mostrar curiosidad alguna acerca de un tema tan delicado o mencionar el hecho de que conocía ya lo sucedido, por si ello podía apenarme.

—Así pues —continué—, cuando mis familiares me escribieron pidiéndome que viniese a visitarles, accedí. Voy a permanecer con ellos indefinidamente. Creo que el hecho de hallarme en un ambiente nuevo me ayudará a decidir lo que voy a hacer en el futuro.

—Es una buena idea —dijo Michael.

—No supe de la existencia de estos parientes hasta hace unas semanas. —Le conté aspectos de mi vida con la tía Agatha y Esmeralda. Al mirar atrás descubrí que todo parecía bastante cómico, como sucede con acontecimientos que fueron bastante tristes mientras se vivían—. Sí, estoy impaciente por conocer a mi familia —declaré—. He comprobado que son muy conocidos por aquí.

—Todo el vecindario conoce a Jago Kellaway.

—¿Qué clase de hombre es?

Mi interlocutor sonrió.

—Es difícil describirle —dijo—, porque no creo que haya en el mundo otra persona como él.

—Siendo así, tendré que esperar a conocerle personalmente. ¿Visita usted a menudo la isla? ¿Le visitan ellos a usted?

—Conozco a algunos miembros de la familia —dijo Michael Hydrock con gravedad.

Me di cuenta de que no deseaba que le preguntase más acerca de aquel tema. Me habló entonces de la región, de los lugares que merecían visitarse y de las costumbres de los campesinos. Los días festivos se celebraba un concurso de lucha, cuyo premio era un hermoso sombrero hecho y donado por el sombrerero del pueblo, o una chaqueta de cuero ofrecida por el sastre. Se celebraban también carreras a pie y, para las mujeres, concursos de cocina, en los que podían ganar una hermosa prenda de vestir. Había bailes, lanzamiento de martillo y todo tipo de deportes.

En mayo se celebraba un baile especial de bienvenida al verano; los señores bailaban al mediodía, los niños por la mañana y los sirvientes por la tarde. Y después tenía lugar un encuentro de hockey, deporte casi tan estimado como la lucha. Pero la fiesta más importante de todas era la del veinticuatro de junio, solsticio de verano.

—Es un culto al sol —explicó Michael Hydrock— que nos ha sido transmitido desde la época anterior al cristianismo. La gente baila alrededor de las hogueras, que, originariamente, eran una precaución contra la brujería. En la época pagana se arrojaba a ellas un animal vivo, como medida contra el mal de ojo. Hoy en día, en algunos pueblos, se arrojan al fuego guirnaldas de flores y hierbas aromáticas. Algunas antiguas supersticiones aún se mantienen.

Entendí que me había quedado ya demasiado rato. Agradecí, pues, al señor Hydrock su hospitalidad y le dije que debía marcharme. Añadí que había pasado una tarde muy agradable y que me alegraba de haberme perdido.

Llegó el carruaje y un criado me ayudó a subir a él. Michael Hydrock tomó las riendas. Yo observaba su perfil bellamente recortado, pensando cuan agradable era su rostro. Su expresión no era exactamente distinguida, sino bondadosa. «He aquí un hombre al que debe de ser fácil entender», pensé. Me pareció que no debía de costar prever sus reacciones.

—Creo que el viento se ha calmado un poco —dijo—. Es posible que mañana por la mañana el mar esté lo bastante tranquilo para que pueda llegar a la isla.

—No tenía idea de que la travesía se retrasaría tanto.

—Se debe a la situación geográfica de la isla. No es que esté muy lejos de la costa, pues sólo son unos cinco kilómetros, pero es una zona peligrosa, traidora. Es imprudente hacerse a la mar sin la compañía de un marinero experimentado, aun cuando el tiempo sea bueno. En el fondo hay rocas que hay que evitar con mucho cuidado, y a dos kilómetros al este de Polcrag hay arenas movedizas. Se dice que a todo ello se debe el nombre de Far Island[1]. Como puede ver, no es porque se encuentre muy lejos de la costa, sino porque las condiciones la hacen a menudo inaccesible.

—¿Hay más de una isla?

—Far Island es bastante grande para ser una isla, pues su superficie es de unos diecisiete por ocho kilómetros, pero hay además una isla pequeña muy cerca, en la que sólo se encuentra una casa. Y hay una tercera isla, que está completamente deshabitada, que constituye un refugio para las aves.

Casi habíamos llegado al pueblo y pude ver la entrada de la calle mayor. Lo sentí, pues me habría gustado seguir en compañía de Michael Hydrock y oírle hablar acerca de la región. Pensé que, además, quizás habría podido enterarme de algo más acerca de mis familiares.

—Ha sido usted muy amable cuidándome tan bien, después de haber invadido su propiedad —dije.

—Me sentía culpable porque había tropezado usted en mis tierras.

—¡En las que no tenía derecho a estar! Pero no puedo decir que lo lamento. He pasado una tarde muy agradable.

—Por lo menos, ha tenido ocasión de ver algo de nuestro paisaje. Como no vivirá usted lejos, espero que volvamos a vernos.

—Así lo espero yo también. ¿Visita usted a menudo la isla?

—De vez en cuando. Y usted tiene que pasar por Hydrock Manor cuando venga al continente.

—Deberé elegir un día despejado si no quiero quedarme varada.

—Creo que mañana ya podrá hacer la travesía, pues todo indica que así será.

Me sentí ilusionada por aquella perspectiva. Estábamos ya en el pueblo. Una o dos personas siguieron el coche con la mirada y adiviné que se estaban preguntando quién era aquella desconocida que iba con Michael Hydrock. Cuando entramos en el patio de la hostería, la señora Pengelly nos miró con sorpresa. Michael Hydrock le dirigió una sonrisa.

—No ocurre nada, señora Pengelly. La señorita Kellaway se ha torcido el tobillo en el bosque y la he acompañado.

—¡Ay, Señor! —exclamó la buena mujer. Michael había saltado al suelo y me ayudaba a descender.

—¿Cómo está el tobillo? —me preguntó.

—Muy bien, creo. Apenas me duele.

—Señor —dijo la señora Pengelly—, ¿quiere entrar a tomar una jarra de cerveza, un vaso de vino o una buena taza de té?

—Gracias, señora Pengelly, pero no dispongo de tiempo. Debo marcharme.

Me tomó la mano y me sonrió amablemente.

—Cuídese ese tobillo —me dijo—. Y, cuando venga usted por aquí… si necesita algo, en cualquier momento… siempre que lo desee, venga a visitarme. Estaré encantado.

—Ha sido usted muy bueno conmigo —le dije con seriedad.

—No tiene importancia. Ha sido un placer.

Volvió a subir al coche y, sonriendo, hizo dar la vuelta al caballo y se alejó. La señora Pengelly y yo nos quedamos mirándole un momento. Después, entré en la hostería y subí a mi habitación, donde me eché en la cama para descansar el pie. No llevaba allí ni cinco minutos mando sonaron unos golpecitos en la puerta y entró la señora Pengelly, con los ojos brillantes de curiosidad. Advertí que le parecía muy extraño que hubiese vuelto acompañada por Michael Hydrock.

—¿Desea que le traiga alguna cosa, señorita Kellaway?

Le aseguré que no necesitaba nada, pero ella no mostraba prisa por retirarse y vi que tenía ganas de hablar. Debo admitir que yo deseaba también que lo hiciese, pues, por el hecho de haber conocido a mi madre y de haber vivido en la isla, debía de saber muchas cosas que me interesaban.

—Qué casualidad que se haya encontrado con sir Michael —comentó.

—No sabía que fuese «sir» Michael.

—Oh, sí, hace muchos años que la familia ostenta el título. Un Hydrock fue nombrado caballero hace muchos años, por algo relacionado con una ayuda al rey frente al Parlamento. El rey concedió el título y tierras a la familia.

—Al parecer, han vivido en esa hermosa residencia durante varias generaciones.

—Los Hydrock son dueños de esas tierras desde que recibieron el título, y de eso hace ya mucho. Y los Kellaway son los señores de Far Island desde hace el mismo tiempo, más o menos.

—¿Es suya la isla?

—Ya lo creo. A veces la llaman la isla de los Kellaway.

—Pero allí no vivirán sólo los Kellaway.

—No, ni mucho menos. En la isla vive mucha más gente, y viven bien. La isla ha prosperado mucho desde… Tiene granjas, tiendas y hasta hay una hostería. La gente va allí a descansar. Allí se siente uno verdaderamente apartado del mundo.

—Señora Pengelly, ¿qué sabe usted de mis padres?

La mujer extendió las manos y bajó la mirada, como buscando inspiración en ellas. Después me miró fijamente:

—Ella no podía resistir aquel lugar. Siempre estaba diciendo que se marcharía. Se peleaban. Su padre era un hombre de carácter difícil. Y un buen día ella se fue con usted. No sé nada más.

—Pero usted era su doncella. Debe de saber algo más.

La señora Pengelly se encogió de hombros.

—Era una señora de la ciudad. No podía soportar el ruido de las olas en la playa. Decía que los chillidos de las gaviotas eran como voces que se reían de ella porque estaba prisionera.

—¿Prisionera?

—Así es como se sentía. Había abandonado su hogar de Londres para ir allí y…

—De modo que lo abandonó todo: el hogar de sus padres, el suyo propio… Lo abandonó todo, excepto a mí. Debió de ser muy desgraciada.

—Cuando llegó aquí era una joven muy alegre. Después cambió. Hay personas que no pueden adaptarse a la isla de los Kellaway, y eso es lo que le sucedió a ella.

—¿Y mi padre? ¿No intentó hacerla volver?

—No, la dejó marchar.

—¿De modo que no le importábamos mucho ninguna de las dos?

—No era de la clase de hombres que se interesan por los niños. Y además… —Dejó la frase en suspenso.

—Además, ¿qué? —dije con impaciencia.

—Oh, nada. Yo me marché también; sin la señora, no tenía nada que hacer allí. Volví a Polcrag. Mi padre tenía esta hostería. Me casé con Pengelly y él nos ayudó a llevarla. Después murió mi padre y la heredamos.

—¿Quién es Jago Kellaway? ¿Qué parentesco tiene conmigo?

—Eso se lo explicará él mismo, señorita. A él no le gustaría que yo hablase más de la cuenta.

—Parece que le tema usted…

—Cualquiera se guardaría de ofender al señor Jago.

—Es mi tutor.

—Ah, ¿sí?

—Es lo que me decía en su carta.

—Bien, siendo así, lo más natural es que viva usted bajo su techo.

—Parece que hay algo de misterioso en la isla o en los Kellaway. He observado que la gente cambia de actitud cuando saben quién soy.

—Deben de sorprenderse, digo yo. Por aquí la gente sabe mucho de las cosas de los demás, y deben de saber que su madre se marchó con su hijita. Al saber que usted es aquella niña, se comprende que la miren con tanta curiosidad.

—Sí, pero ¿no hay nada más? Quisiera saber más cosas acerca de la isla y de mis familiares.

—Bueno, señorita, ya le falta poco para saberlo todo. ¡Ay, Señor, me olvidaba de lo mucho que tengo que hacer! ¿De verdad no quiere que le traiga nada?

De nuevo le aseguré que no deseaba nada, y le di las gracias. Advertí que estaba un poco asustada por haber hablado mucho, y que temía que yo la obligase a hablar aún más. El resto de la tarde pasó rápidamente. Estuve pensando en los sucesos del día y me dije que no sería tan malo que el mar me impidiese pasar a la isla durante otras veinticuatro horas, pues así podría ver a Michael Hydrock de nuevo.

A la mañana siguiente, apenas me hube despertado, me asomé a la ventana. Vi un mar tranquilo, que centelleaba al sol. Estuve segura de que aquel día podría llegar a la isla. Y no me equivoqué. A las diez de la mañana, vino la barca.