Capítulo 3

El Salto del Muerto

Estaba echada en la cama, incapaz de moverme. No podía creerlo. ¡Philip, muerto! ¡Philip, que estaba tan lleno de vida! Era imposible. Había muerto; él mismo se había quitado la vida. Él, que era tan feliz, que sólo un día antes me hablaba con entusiasmo de nuestro futuro… ¿Qué podía haberle ocurrido en aquellas breves horas? ¿Qué le había impulsado a hacer lo que hizo?

Esmeralda entró en la habitación y se sentó en mi cama. Yo no quería ver a nadie, pero su presencia no me molestó. No me dijo nada; tomó un pañuelo empapado en agua de Colonia y me lo puso en la frente. Supe entonces que nunca más podría sentir aquel olor sin acordarme de ese día.

Seguí recordando escenas del pasado compartidas con Philip. Recordé cómo brillaban maliciosamente sus ojos el día que provocamos aquel incendio en los campos. Se había empeñado en contemplar las llamas un rato, antes de dar la alarma. ¡Cómo chispeaban sus ojos vivaces! Sabía que nuestra travesura sería castigada, pero quería gozar de ella mientras duraba. Y le recordé la noche del baile, inesperadamente serio, declarándome su amor, prometiéndome que me amaría y me cuidaría siempre.

Y ahora… había hecho aquello.

—No lo creo —dije—. No es cierto. No puede ser cierto.

Esmeralda calló. ¿Qué podía decir?

Pero, lógicamente, todo el mundo encontraría muchas cosas que decir acerca del asunto, y no tardarían en hacerlo. Aquel mismo día apareció la noticia en el periódico, en grandes titulares: «Suicidio en la alta sociedad. Seis días antes de la fecha prevista para su boda con la señorita Ellen Kellaway, Philip Carrington, hijo del señor Josiah Carrington, se ha quitado la vida. ¿A qué se ha debido esta tragedia?». Y todo el mundo creía que yo conocía la respuesta.

¿Por qué había de suicidarse pocos días antes de su boda un joven que lo tenía todo? De pronto, la vida debió de parecerle insoportable por alguna razón. Y el hecho de que fuese a casarse al cabo de seis días se consideraba estrechamente relacionado con su muerte.

Yo seguía en mi cuarto, con las persianas bajadas para que no entrase el sol. El sol no podría quitarme el frío que se había apoderado de mí. No podía comer ni dormir; sólo podía permanecer inmóvil, sobrecogida, y preguntarme sin cesar: «¿Por qué? ¿Por qué?». Esmeralda me contó lo que había ocurrido. Le pedí que lo hiciese y ella me obedeció, al igual que cuando era pequeña.

—Lo hizo con una pistola de las que guardaban en Trentham Towers —me explicó—. Debió de traerla de allí.

—No es posible. Eso significaría que actuó con premeditación.

Ella no respondió, y yo recordé el día en que había estado con él en la sala de armas de Trentham Towers. Recordé el estuche forrado de raso y la pistola plateada que Philip había tomado en sus manos y acariciado amorosamente. En el estuche había un lugar para otra pistola, un lugar vacío, y él me había explicado, sonriente, que la guardaba bajo su almohada. Yo había creído que lo decía en broma. Pero ¿era así? ¿Tenía realmente la pistola a mano en previsión de un posible robo? Aun así, ¿qué podía haberle movido a usar el arma contra sí mismo? Me resultaba imposible creerlo. Pero quizá me equivocaba, aunque creía conocerle muy bien. Quizás había en su alma una región oscura que yo desconocía.

—¡No puede haberse suicidado! —exclamé—. El día anterior estuvimos hablando con total normalidad. Esmeralda, imagínate la desesperación que ha de sentir un hombre para hacer una cosa así. ¿Puedes creer que Philip llegase a estar tan desesperado? Yo nunca le vi así. ¿Y tú? No era el tipo de persona que sabe ocultar sus sentimientos. Nunca intentó hacerlo. Yo le conocía bien; nadie le conocía mejor que yo, y yo digo que es imposible. Nunca, nunca lo creeré.

Pero había ocurrido. Esmeralda dijo:

—Han estado aquí unos periodistas. Querían verte. Habrá una investigación; tendrás que colaborar.

Hice un esfuerzo para sobreponerme.

—Lo haré —contesté—. Quiero saber por qué ha sucedido esto.

Como en un sueño, vi sus caras… El señor Josiah Carrington no parecía el mismo; estaba pálido y desencajado por el dolor. Lady Emily parecía más desconcertada que nunca y sus ojos teman una expresión trágica. Rollo estaba sereno; sus ojos de hielo me miraban de manera escrutadora, haciéndome estremecer.

Sólo podía haber un veredicto: suicidio. Sentí deseos de expresar a voces mi protesta. ¡Philip no se había suicidado! No podía haber hecho aquello. Cualquiera que le conociese debía saberlo con certeza. Pero aquél era el veredicto del tribunal. Después vino el entierro, al que supliqué que se me dispensara de asistir. Fui a echarme en la cama, debilitada por el dolor y por la falta de alimento y de sueño.

—Mamá cree que deberías ir unos días al campo —me dijo Esmeralda—. Yo iré contigo. Los periodistas no dejan de venir, y mamá dice que es mejor que te alejes de aquí durante una temporada.

Fuimos, pues, al campo. ¡Qué consuelo fue Esmeralda aquellos días! Creo que, de algún modo, le parecía que yo la había salvado de aquel trance, en el que podía haberse encontrado si Philip la hubiese pedido en matrimonio, como todo el mundo esperaba.

En el campo empecé a sentirme un poco mejor, pero seguía sin dormir bien. Cuando lograba amodorrarme, soñaba con Philip; veía la pistola en su mano y la sangre en su cama. También volví a tener aquel otro sueño. Yo estaba en la habitación de la alfombra roja, en compañía de Philip, que me decía: «Tú siempre presentiste una gran desgracia, ¿verdad. Ellen? Ahora esa desgracia ha ocurrido. Estoy muerto… Me he quitado la vida. He tenido que hacerlo, porque no podía casarme contigo». Y me despertaba llamándole. En realidad, todos aquellos días me parecieron una pesadilla.

Llevábamos dos semanas en el campo cuando Rollo llegó a Trentham Towers. Vino a nuestra casa a visitarme. Esmeralda me anunció su presencia y bajé a la sala pequeña. Cuando le tuve ante mí, haciéndome una envarada inclinación, pensé cómo había cambiado, y cómo debía de haber cambiado yo. Insistió en que nuestra entrevista tuviese lugar en privado, y pasó directamente a la cuestión.

—Quiero que me diga usted por qué se suicidó Philip —me dijo.

—Ojalá lo supiese…

—¿Es que no lo sabe? —inquirió con brusquedad.

—¿Cómo podría saberlo? Si hubiese sabido lo que iba a hacer, habría encontrado alguna forma de detenerle.

—Debió de haber algo…

—Nada que yo supiese.

—¿Quién puede saberlo si no usted?

—Debió de ser algo que no le dijo a nadie.

—Esto habría sido impropio de él —aseguró Rollo, sin dejar de mirarme—. Por otra parte, no asistía ninguna razón aparente. Philip no tenía ninguna preocupación. Debió de tratarse de algo relacionado con su vida privada, pues su participación en los asuntos económicos de la familia no era aún muy grande. ¿Está usted absolutamente segura de que no existían diferencias entre ustedes? Ésta podría ser una razón…

Me miraba con frialdad y tuve la impresión de que me odiaba porque sospechaba realmente que yo tenía algo que ver con la muerte de Philip. Aquello me resultó insoportable.

—¡La muerte de Philip me dolió a mí más que a usted! —exclamé—. ¡Yo iba a casarme con él!

Se acercó a mí con una expresión severa y me di cuenta de que apretaba fuertemente los puños, como si reprimiese el impulso de golpearme; tan convencido parecía de mi intervención en la muerte de su hermano.

—Usted sabe algo —dijo.

—Ya le he dicho que no tengo la menor idea de los motivos de Philip.

—Tuvo que ser algo relacionado con usted. Quizá le engañó y él lo descubrió; quizás ese engaño le causó una impresión que no pudo soportar. Philip tenía muy poca experiencia de la vida y debió de preferir la muerte a tener que afrontar las consecuencias de lo que usted había hecho.

—Usted no puede creer una cosa así. Es una calumnia, una calumnia cruel.

—¿Quién era el hombre con quien la vi en la casa de Finlay Square?

—¿Cómo puedo saberlo? Él dijo que era un conocido de la familia Carrington.

—Usted sabe que eso no es cierto.

—Entonces, ¿quién era?

—Yo creo que era un amigo de usted.

—Le repito que no sé quién es. Le vi en el recital que se celebró en casa de usted, y después coincidimos en aquella casa. Eso es todo cuanto sé de él.

Rollo adoptó una expresión de escepticismo.

—¿Y cómo entró en aquella casa? —preguntó.

—Él mismo se lo dijo a usted: pidió la llave en la agencia de fincas.

—Sé lo que ocurrió en realidad, Ellen. He hecho averiguaciones. Ese hombre estaba citado con usted allí, luego llegué yo y les sorprendí.

—¡Eso es absurdo!

—Es la única conclusión posible. Usted tenía una llave y Philip otra, que es la que yo usé. No había una tercera llave. Hablé con el director de la agencia y le pregunté por qué había entregado una llave a aquel hombre, y él negó haber hecho tal cosa. Ese hombre sólo pudo entrar en la casa de un modo: usted le abrió la puerta. Es inútil que siga mintiéndome, y no le extrañe que yo saque mis propias conclusiones si usted se niega a decirme la verdad.

—¡Eso es una monstruosidad! —exclamé—. Yo no le abrí la puerta a aquel hombre. Me sorprendió tanto como a usted. El director de la agencia miente: ese hombre tenía una llave.

Rollo se levantó.

—La habría respetado más si me hubiese confesado la verdad —dijo—. Es evidente que usted tenía alguna relación con ese hombre. Creo que eso tiene relación con el misterio que me preocupa, y creo que usted tiene la clave. Philip murió a causa de algo que usted le hizo; usted es responsable de su muerte.

—¿Cómo se atreve? ¿Cómo puede usted…? Eso es una mentira indigna…

—En todo caso, no es la primera mentira que se dice hoy. Pero Philip está muerto. Maldigo el día en que mi hermano la conoció.

Y después se fue. Creo que aquellos fueron los momentos más tristes que he vivido nunca. Estaba desconsolada. Había perdido a Philip, lo había perdido todo. Habría soportado mejor aquel trance de no ser por el desprecio de Rollo, por su cruel e injusta sospecha de que yo sabía algo, de que había hecho algo que dio lugar a la muerte de Philip. Se negaba a creer que aquella desgracia era para mí tan incomprensible como para él.

Tomé la costumbre de dar largos paseos, pero no obtenía de ello ningún consuelo. En todos aquellos lugares había estado con Philip. No había casi ningún rincón en la vecindad al que no hubiésemos ido repetidamente en un momento u otro. Salía a caballo sola, aunque Esmeralda siempre se ofrecía a acompañarme. Pasaba por delante de la posada donde Philip y yo —mejor dicho, Philip, Esmeralda y yo— solíamos detenemos a tomar un bocadillo y un vaso de sidra. Veía también al anciano herrero que tantas veces había herrado nuestros caballos. Al verme pasar, me saludaba, pero lo hacía con los ojos bajos, sin saber qué decir. La misma actitud adoptaban los demás habitantes del pueblo, que nos conocían desde niños. Me miraban furtivamente y yo sabía que todos se hacían la misma pregunta: ¿por qué se había suicidado Philip? Y pensaban que tenía algo que ver conmigo, que Philip había preferido morir a casarse conmigo. Ésta era la conclusión a la que llegaba todo el mundo.

No podía resistir el impulso de ir a menudo al Salto del Muerto. Me sentaba en el viejo banco de madera y pensaba con tristeza en las muchas ocasiones en que Philip y yo habíamos jugado en aquel bosque en compañía de la atemorizada Esmeralda, y cuántas veces la habíamos obligado a ser testigo de nuestra audacia colocándonos en el borde mismo del precipicio.

¡El Salto del Muerto! Pensaba mucho en aquellas personas a quienes la vida había parecido tan insoportable que habían decidido ponerle fin, y me preguntaba qué tragedias les habían llevado a ello. De una cosa estaba segura: Philip nunca se había sentido de aquel modo. No podía haberse suicidado. Pero aquél era el veredicto. ¿Por qué? ¿Conocía yo realmente a aquel joven que había sido mi compañero de la infancia? ¿Puede una persona conocer verdaderamente a otra? Yo siempre había pensado que Philip era fácil de entender; decía siempre lo que pensaba, sin preguntarse el efecto que causarían sus palabras. Era bondadoso y despreocupado, un tanto perezoso, quizás; ansiaba gozar de las cosas buenas de la vida, pero no estaba dispuesto a hacer ningún esfuerzo para obtenerlas: como hijo de una familia rica, nunca había carecido realmente de nada que desease. Eso es lo que yo pensaba de Philip, pero ¿qué sabía de lo que se encerraba en las regiones más ocultas de su mente?

Una gran melancolía se apoderaba de mi cuando estaba en aquel lugar. Esmeralda me preguntaba siempre de dónde venía, y cuando se lo decía se horrorizaba.

—No deberías ir allí, Ellen —me reprendía—. Es un impulso morboso.

—Así es como me siento —respondía yo—. Allí puedo pensar en Philip y, cosa extraña, hacerlo me consuela.

—Cuando quieras volver, te acompañaré —me decía, pero yo protestaba siempre:

—No. Quiero ir sola.

Esmeralda estaba preocupada por mí.

Una mañana, estando en el bosque, experimenté la extraña sensación de que no estaba sola. No sabía con certeza lo que me inducía a creerlo. Quizás había sido un ruido inesperado: la caída de una piedrecilla, el susurro de unas hojas, la huida de un animal asustado… Lo cierto es que, al sentarme en el banco, intuí una presencia. Pensé: «¿Será cierto que las almas de la pobre gente que ha terminado violentamente sus vidas no pueden descansar en paz y vuelven al lugar donde murieron?». Eso era lo que creían quienes decían que el lugar estaba encantado.

Curiosamente, en lugar de asustarme, aquella idea me atraía. Quizá me parecía que en aquel lugar podría ponerme en contacto con Philip, que me diría por qué había muerto. Así pues, cada mañana, mis pasos me llevaban, casi involuntariamente, al Salto del Muerto. Y a menudo tenía la sensación de ser observada.

Era una mañana cálida y bochornosa y me alegraba de estar en el bosque, donde hacía un poco de fresco. Era una de aquellas mañanas silenciosas y sin brisa en que la gente dice que hay truenos en el aire. Más que nunca, tuve la sensación de ser observada al sentarme en el banco y ponerme a pensar en Philip, deseando fervientemente oírle pronunciar mi nombre. Habría querido ser otra vez joven y despreocupada, volver a la época en que mi principal deseo era emular a Philip y demostrarle que las chicas podían ser tan valientes como los chicos. Habría querido volver a los días en que estábamos prometidos y saber más cosas acerca del hombre con el que iba a casarme. Fuesen cuales fuesen las circunstancias, fuese cual fuese el veredicto del tribunal, nunca podría aceptar la idea de que Philip se había suicidado. Tenía que haber otra explicación.

Como hacía siempre antes de emprender el regreso, me acerqué al precipicio. Me gustaba mirar la abrupta pendiente cubierta de vegetación y recordar la sensación que eso me causaba en la infancia. Me apoyé en la barandilla y me incliné a mirar. De pronto, la barandilla cedió, arrastrándome, de modo que me encontré agarrada a ella y suspendida en el aire. Un pájaro asustado emprendió el vuelo, rozándome la cara al pasar. Antes de caer tuve tiempo de pensar: «¡Esto es el fin!».

Abrí los ojos. Mi corazón galopaba tan aprisa que apenas podía respirar. Miré hacia abajo: a lo lejos estaban las copas de los árboles. Sentí que mis pies resbalaban y me agarré desesperadamente a los arbustos entre los que había caído. Entonces vi lo que había pasado. Por una increíble buena suerte, había caído sólo un par de metros, pues mis faldas habían quedado enredadas en uno de los densos grupos de arbustos que crecían en la pronunciada pendiente.

Durante unos minutos, fui incapaz de hacer otra cosa que agarrarme a las ramas con todas mis fuerzas. Después, los latidos de mí corazón empezaron a calmarse y pude hacerme cargo de la situación. Miré hacia arriba y vi que la barandilla en la que me había apoyado se había desprendido por un extremo, y que acababa de salvarme milagrosamente de una muerte segura.

Pensé en lo que podía hacer. Un movimiento en falso podía hacerme rodar pendiente abajo. Debía quedarme donde estaba, con la esperanza de atraer la atención de alguien. Pero a aquel lugar acudía poca gente y, aunque viniese alguien, podía no darse cuenta de que yo estaba en la pendiente aferrada a un arbusto. Grité, pero sólo me respondió el eco de mi voz. Empezaron a dolerme los brazos y las piernas. Tenía profundos arañazos en las manos y, sin duda, magulladuras por todo el cuerpo. Me sentí desfallecer, pero no podía permitírmelo. Debía seguir bien agarrada al arbusto.

Pasé allí varias horas terribles, que nunca olvidaré. Esmeralda fue mi salvación. Cuando me echó en falta, pensó inmediatamente en el Salto del Muerto. Sé que pensó algo más, pero no me lo dijo. Envió a dos caballerizos a buscarme allí: los hombres, al no encontrarme y ver la barandilla rota, se aproximaron al lugar desde abajo, y así fue como me descubrieron.

No fue fácil sacarme de allí. Tuvieron que acudir dos hábiles montañeros de otro pueblo, con un equipo especial. Hicieron también acto de presencia un buen número de curiosos y el relato de mi accidente apareció en la prensa. Se publicó un artículo que hablaba de la peligrosidad del Salto del Muerto y de la debilidad de la barandilla, a pesar de que había sido colocada recientemente. Se afirmaba que el lugar necesitaba una protección mayor y se exigía que las autoridades se ocupasen de ello.

Esmeralda me cuidó durante los tres días que necesité para reponerme del susto, de las magulladuras y los arañazos. El hecho aceptado del suicidio de Philip provocó algunas especulaciones acerca de lo que me había ocurrido. Nadie hizo hincapié en ello, pero la idea existía.

Como no podíamos quedamos en el campo indefinidamente, la tía Agatha nos instó a que regresáramos a Londres. Cuando entré en la casa y me encontré con ella, sentí un estremecimiento de alarma. En su gesto se mezclaban la exasperación y una encubierta alegría: Exasperación porque yo «había hecho que se hablase de mí», según ella lo describió, a causa de aquel infortunado asunto del precipicio, y alegría porque, aunque lamentaba que un miembro de la familia no hubiese podido ingresar en la oligarquía Carrington, al mismo tiempo la complacía que, «después de todo aquel alboroto», yo hubiese tenido que volver a mi antigua condición de pariente pobre para ser humillada a su capricho.

*****

Volví a Finlay Square y miré la casa. Estaba de nuevo en venta. Nada me habría inducido a entrar en ella. Me pregunté si lo ocurrido afectaría a su posible venta, pues se había hablado de ella como futuro hogar de Philip y mío. La gente podía pensar que traía mala suerte; era de aquel modo, al fin y al cabo, como nacían las leyendas sobre las casas.

Mientras estaba al otro lado de la calle, mirándola, me pareció que la casa se burlaba de mí. Albergaba la fantástica idea de que la casa nunca me había querido y me había advertido que me alejase. Yo no había obedecido aquella advertencia, a pesar de haberla percibido con claridad.

No salía mucho. Los Carrington parecían evitarme. Supuse que el simple hecho de verme les resultaría doloroso y, por otra parte, estaban de luto y no recibían. Cuando venía gente a nuestra casa, la tía Agatha, tan indiferente a mis sentimientos como de costumbre, me pedía que no me dejase ver. «Hemos de evitar que empiecen otra vez esas horribles habladurías», me explicó, con una desagradable sonrisa.

Triste e inquieta, decidí vivir al día, aunque sabía que aquella situación no podía prolongarse. Y estaba en lo cierto. Un buen día, la tía Agatha me llamó a su presencia. Cuando estuve ante ella, me miró con desaprobación. Mi breve triunfo había terminado; era otra vez la pariente pobre.

—Me imagino —dijo— que este desgraciado asunto tardará mucho tiempo en olvidarse. Desde luego, yo nunca llegué a creer que ese matrimonio fuera a llevarse a cabo. Siempre creí que sucedería algo que lo impediría. De haber sido por mí… —Sacudió la cabeza, indicando que ella nunca habría dado su consentimiento; quizá, si hubiera podido, habría obligado a Philip a casarse con Esmeralda.

Suspiró. Yo permanecí callada. Había perdido mi rebeldía de antes; ya no sentía el deseo irresistible de desafiarla.

—Sin embargo —continuó—, no hay mal que por bien no venga, como dicen. Y parece que en tu caso es así.

La miré, intrigada, y ella me dedicó una sonrisa glacial. Debía haber imaginado que el motivo de su alegría lo sería de tristeza para mí.

—La señora Oman Lemming había decidido emplear a otra institutriz, pero no había encontrado aún a la persona adecuada. Ahora que vuelves a tener necesidad de un empleo, ha decidido, bondadosamente, olvidar los convencionalismos y darte una oportunidad.

—¡Oh, no…! —exclamé.

—Sí. Es una muestra de generosidad por su parte, después de todo el escándalo que han armado los periódicos. Podría decirse que tú eres ahora una mujer marcada, Ellen. No obstante, la señora Oman Lemming considera que, a su debido tiempo, todo esto se olvidará y que esta desgracia tendrá sobre ti un efecto saludable. Yo he debido ser sincera con ella: he creído mi deber informarla de que a veces eres descarada o insolente, y de que tu parentesco con nosotros te ha dado una cierta presunción. Mi esposo, en una actitud de absurda indulgencia que a menudo he debido corregir, no deseaba que te hiciese saber tu posición…

—Pero tú le has desobedecido —dije, sin poder contenerme.

—Ellen, te ruego que no te muestres insolente otra vez. En tu situación, deberías mostrarte especialmente humilde.

—¿Por qué? ¿Qué he hecho?

—Mi querida Ellen —me dijo, en un tono que expresaba que no me apreciaba en absoluto—, cuando un hombre prefiere el suicidio al matrimonio, es natural que la gente se haga preguntas con respecto a la mujer que iba a ser su esposa.

—Lo ocurrido no tuvo nada que ver con nuestro compromiso. Philip estaba enamorado de mí: deseaba por encima de todo casarse conmigo. Y no se suicidó, estoy segura de ello. El día anterior a su muerte, pocas horas antes…

—No hagas una escena, por favor. Debes recordar cuál es tu lugar.

—¿Es que las escenas sólo están reservadas para los parientes ricos?

—No sé qué quieres decir. Estás muy trastornada, y creo que lo mejor será que te incorpores pronto a tu nueva vida. No hay nada como el trabajo para sobreponerse a una desgracia. En un momento así, es la mejor medicina. Así pues, dado que la señora Oman Lemming está dispuesta a acogerte en su hogar, le he dicho que irás allí a finales de este mes.

Sentí que me hundía en el dolor. Philip no estaba allí para ayudarme; ahora, como antes, no tenía a nadie que lo hiciese.

Tenía que preparar el equipaje. Mi tía dijo que necesitaba ropas duraderas y prácticas. Saqué el vestido de noche negro, el que nunca pasaría de moda. Tenía una pequeña mancha, en el lugar donde había estado la orquídea. Deseé haber guardado aquella flor; me habría recordado siempre aquella noche en que Philip nos había llenado de asombro, a mí y a la tía Agatha, al pedirme que me casase con él.

Tenía un buen número de hermosas prendas que habían constituido mi ajuar. Estaba segura de que a mi tía le habría encantado confiscármelas, pero no le habría servido de nada. No le habrían sentado bien a Esmeralda, por ser yo mucho más alta y delgada que ella. Pero¿qué consuelo pueden representar unos vestidos hermosos cuando una se encuentra sola en un mundo tan cruel? Mi pequeña barca, que había navegado con todos los honores junto al espléndido galeón de los Carrington, iba a estrellarse pronto contra las rocas de la tristeza, bajo la mirada de la señora Oman Lemming, comparada con la cual mi tía podía considerarse una mujer encantadora.

Había también momentos en que mi futuro sólo me inspiraba indiferencia. ¿Qué era mi desgracia comparada con la muerte de Philip? Había perdido a mi paladín, y me sentía tanto más triste porque no había sabido apreciarle en todo su valor mientras vivía. Al pensar aquello, me parecía trivial el hecho de pasar a ser institutriz de una familia de la que los sirvientes hablaban con aversión.

*****

A la mañana siguiente me desperté con una sensación de abatimiento que, desde la muerte de Philip, me invadía con frecuencia. Pero había una novedad: una carta para mí. No reconocí la letra del sobre. Era una letra grande que denotaba energía, en gruesos caracteres negros. Venía de Far Island, Polcrag, Cornualles. Y decía:

Estimada señorita Kellaway:

Cuando reciba esta carta, se preguntará por qué no le he escrito antes. Lo cierto es que hace muy poco tiempo que he averiguado su paradero. Observará usted que vivo en este remoto lugar que fue hogar de su padre. Cuando él murió, hace un año, me nombró tutor de usted hasta que alcanzase la edad de veintiún años. Sé que no los ha cumplido aún, pero que lo hará en su próximo cumpleaños. Sería para mí un gran placer recibir su visita en nuestra isla. Creo que se la ha mantenido a usted en la ignorancia acerca de la familia de su padre, y estoy seguro de que le agradaría saber de ella. Le ruego que venga a visitarnos; lo consideraría un gran honor.

JAGO KELLAWAY

Releí aquellas líneas varias veces. Far Island. Nunca me había hablado nadie de aquel lugar. ¡El hogar de mi padre! ¿Qué sabía yo de mi padre? Sólo que mi madre le había abandonado cuando yo tenía tres años, llevándome con ella. Busqué un mapa y estudié el lugar. La isla debía de estar cerca de la costa de Cornualles, pero Polcrag no aparecía en el mapa.

Mi primer impulso fue ir a preguntarle a la tía Agatha qué sabía de mi padre, pero me contuve. Mi tía estaba tan empeñada en que yo fuese a hacer de institutriz para la señora Oman Lemming, que sería capaz de cualquier cosa con tal de impedir mi marcha. Comencé a sentirme ilusionada. Recibir aquella carta en un momento tan crucial de mi vida parecía cosa del destino. Far Island… El nombre era romántico. Mi padre había muerto hacía sólo un año. ¡Qué trágico que hubiese vivido hasta hacía poco y que yo no le hubiese conocido!

No le hablé a nadie de aquella carta, ni siquiera a Esmeralda, hasta que la suerte me procuró una ocasión de hablar con el primo William. Le mostré la carta y le rogué que me explicase cuanto supiese.

—Sí, es cierto —dijo—. Tu madre se casó y fue a vivir a esa isla. Algo fue mal en su matrimonio y abandonó a su marido, llevándote con ella. Tu padre no le dejó nada en herencia, lo cual no es de extrañar dadas las circunstancias. Al parecer, cuando huyó de la isla, tu madre lo perdió todo, tanto para ella como para ti.

—¿Quién es Jago Kellaway?

—Debe de ser un pariente, más o menos cercano. —Me miró con expresión cómplice y vi la compasión en sus ojos—. Por desgracia, puedo decirte muy pocas cosas, Ellen, pero recuerdo que éste es el nombre de la isla donde vivía tu padre. Y, si él ha muerto y estas personas te piden que vayas a visitarles, quizá repararán el hecho de no haberse ocupado de ti durante todos estos años. —Apoyó una mano en mi brazo—. Yo no deseo que aceptes esa colocación de institutriz, Ellen. Por lo que a mí respecta, puedes…

—Lo sé. Gracias, primo William. —Le interrumpí, a fin de evitar que dijese algo contra su esposa que podría lamentar después—. Lo que quería saber con total seguridad —añadí— es que se trata verdaderamente de la familia de mi padre. ¿Tú crees que debería ir a conocerles?

Asintió. Vi que aquello le parecía una salida afortunada a mis actuales dificultades.

Aquella tarde recibimos la visita de la señora Oman Lemming, a la que vi llegar desde mi ventana. Me pareció detestable el ángulo en que llevaba el sombrero, un modelo extraordinariamente florido, y me pareció odioso su modo arrogante de ignorar a su lacayo cuando éste le tendió la mano para ayudarla a bajar del carruaje.

No tardarían en llamarme para que compareciese ante las dos damas con la mirada baja, como correspondía a la pariente pobre con la que se mostraban tan generosas: la tía Agatha me había hecho objeto de su hostilidad durante los años que pasé bajo su techo, y ahora, generosamente, la señora Oman Lemming se mostraba dispuesta a olvidar el papel que, según ellas, yo había jugado en la reciente tragedia, y me brindaba la envidiable oportunidad de ser maltratada y humillada en su casa.

No lo pensé más: me senté a mi escritorio y escribí a Jago Kellaway, diciéndole que estaría encantada de visitar Far Island y de conocer a mis familiares después de aquella larga separación. Cuando me llamaron, había terminado la carta y tenía ante mí el sobre sellado. Era Bessie, que golpeaba débilmente la puerta, como si le supiese mal traer un recado como aquél.

—Señorita Ellen, la señora demanda su presencia en la salita. Ha venido la señora Oman Lemming.

Bajé, muy serena, de nuevo en posesión de mi antiguo vigor. No pensaba ir a casa de la señora Oman Lemming para ser humillada y despreciada. Iría a visitar a mis familiares de Far Island, en Cornualles.