La casa de Finlay Square
Fuimos a ver una casa en Finlay Square. Philip se sacó la llave del bolsillo y entramos; yo estaba muy ilusionada. Era una casa alta y blanca estilo reina Ana, con un jardín delante y cuatro pisos. Hay algo casi personal en las casas vacías. Pueden ser acogedoras u hostiles.
No creo poseer ninguna percepción especial; sólo una imaginación excesiva, quizá. Pero aquella casa me afectó del mismo modo que las habitaciones de lo alto de la casa de campo de los Carrington: me produjo todo lo contrario de una sensación de bienvenida. Había algo extraño en ella; por primera vez en mi reciente período de felicidad, experimenté una sensación de frialdad. ¿Era porque la casa representaba una realidad y lo demás habían sido sueños? Iba a vivir con Philip; todos los años de mi vida futura transcurrirían en su compañía. Envejeceríamos juntos, nos pareceríamos cada día más el uno al otro. Cada uno sería la persona más importante del mundo en la vida del otro. Aquella idea me causó un cierto temor. Sentí de pronto que me habían puesto en una jaula; una jaula dorada y agradable, cierto, pero fuera de ella estaba el mundo, que yo no había explorado aún.
Miré a Philip, que me preguntó ansiosamente:
—¿Te gusta?
—Todavía no la he visto. No se puede juzgar una casa por el vestíbulo.
—Vamos, pues.
Me tomó de la mano y recorrimos las habitaciones de la planta baja. Eran pequeñas e íntimas; me pareció que las paredes se me caían encima. «No —pensé—, ¡no!». Philip corrió escaleras arriba, arrastrándome con él. Las habitaciones del primer piso eran claras y aireadas; me gustaron más.
—Aquí daremos las fiestas —dijo Philip—. Es una casa elegante, ¿no crees?
Subimos al segundo piso. Allí había varias estancias muy amplias, al igual que en el tercer piso, y en el cuarto había buhardillas.
—Es demasiado grande —dije, buscando excusas.
Philip pareció sorprendido. Desde el punto de vista de un Carrington, la casa era pequeña.
—Todas estas habitaciones nos serán necesarias. Habrá que acomodar a los sirvientes, y necesitaremos varias habitaciones para los niños. ¿Cuál es el problema? Quieres tener niños, ¿verdad?
—Sí, desde luego. Pero siento que en esta casa hay algo… algo malo.
—¿Qué quieres decir? ¿Fantasmas, o algo así?
—No, claro que no. Es que parece tan… —busqué algo que decir— tan vacía…
Philip se echó a reír.
—¿Y cómo esperabas que estuviese, tonta? Ven, vamos a verlo todo. —Estaba entusiasmado—. Hoy en día no es fácil encontrar una casa adecuada —añadió—. Cuanto antes encontremos una, antes podremos casarnos. Vamos a ver la planta baja otra vez.
—Quisiera quedarme aquí un momento… sola.
—¿Para qué?
—Para saber qué sensación me produce estar aquí.
—¡Qué boba eres! —me dijo, como cuando éramos niños, pero me complació y me dejó sola.
Me quedé uros momentos en el centro de la habitación. Después fui a mirar por la larga y estrecha ventana. Abajo estaba el jardín, pequeño, con dos árboles y un parterre redondo. Traté de imaginarme a mí misma sola en aquella casa. Era una sensación extraña. Sabía, sencillamente, que no quería vivir allí. Era la misma sensación que se apoderaba de mí en el sueño. Era inexplicable, pero me parecía saber con certeza que nunca podría vivir en aquel lugar.
Bajé la escalera hasta el piso inferior. Estaba mirando al jardín por una ventana cuando sentí que algo se movía detrás de mí. Unas manos rodearon mi garganta. Dejé escapar un gemido de terror.
—¡Uuuh! —Exclamó Philip—. Soy el fantasma del último inquilino, que se colgó de una viga…
Me hizo dar la vuelta y me dio un beso. Nos echamos a reír los dos. Me tomó de la mano y corrimos escaleras abajo.
No pude librarme de aquella inquietud con respecto a la casa de Finlay Square. Sabía que Philip deseaba comprarla; decía que no quería pasarse meses buscando un hogar.
—Si no nos gusta, siempre podemos venderla —señaló—. Además, en su momento, necesitaremos una vivienda más grande.
La casa iba a ser el regalo de boda de su padre y yo no quería arruinar su entusiasmo. Ni siquiera encontraba nada concreto que me desagradase. Pero lo cierto era que, desde el día en que la visitamos, mi felicidad no era ya tan perfecta. Y, cosa extraña, volví a tener aquel sueño poco después de tenerlo la última vez, la víspera del baile. Me obsesioné tanto con la casa que un día fui a la agencia de fincas y pedí una llave con el propósito de visitarla sola. Cuando les dije quién era, me recordaron que el señor Carrington tenía ya una llave, y tuve que explicarles que quería volver allí a solas. Me dieron la llave.
Fui a Finlay Square por la tarde, hacia las tres. Hacía buen tiempo y había poca gente por las calles. Me detuve al otro lado de la calle y miré la casa. De nuevo sentí aquella inexplicable repulsión. Sentí el impulso de marcharme inmediatamente, de devolver la llave a la agencia y decirles que no nos interesaba la casa. Philip sufriría un desengaño, pero sabía que me comprendería. Pero después me pareció que algo me empujaba a atravesar la calle y a entrar en la casa, a pesar de todo. No quería hacerlo, pero no pude resistirme. Pensé que recorrería la casa detenidamente y me convencería a mí misma de que era una casa normal y corriente, que en nada se diferenciaba de otros miles de casas vacías.
Al abrir la verja, ésta dejó oír lo que a mí me pareció un gemido de protesta. Me dije con severidad que no debía ver presagios en todo. Decidida a no permitirme fantasías, recorrí el corto sendero que llevaba a la puerta principal y entré. Ya en el vestíbulo, tuve otra vez aquel misterioso presentimiento. Era como si la casa me rechazase, como si me dijese que yo no era bienvenida, que nada tenía que buscar allí salvo una desgracia. Miré el alto y ornamentado techo y la escalera curva, verdaderamente hermosa. La casa me decía que me fuese.
Creo que yo era por entonces una persona en exceso imaginativa, a pesar de mis esfuerzos en sentido contrario. Por eso tenía aquel sueño una y otra vez, y por eso trataba de encontrarle un significado. La mayoría de las personas tenían sueños desagradables, pero los olvidaban al día siguiente. Decidí, pues, que me estaba dejando llevar por la fantasía.
Subí la escalera lentamente, con calma, y examiné los salones del primer piso. Eran hermosos, con sus amplios ventanales típicos de la época; las chimeneas eran de una simplicidad exquisita. Adam, quizás. Imaginé aquellos salones amueblados y me imaginé a mí misma en el papel de anfitriona, moviéndome graciosamente entre los invitados. «La señora Carrington», pensé, con una sonrisa. «Oh, buenas noches, tía Agatha. ¡Cuánto me alegra verte! Philip y yo estamos encantados». Y: «¡Oh, señora Oman Lemming, cuánto me alegra verla a usted y a sus hijas!». (Eran dos, creo recordar). Todos estarían más que satisfechos de haber sido invitados por los Carrington. Sonreí al pensar en la imitación de todos ellos que le haría después a Philip.
Subí al piso superior. Allí estarían nuestros dormitorios. Había una habitación pequeña que habían convertido en cuarto de baño. «No habría que cambiar gran cosa —había dicho Philip—. Esta casa es perfecta, Ellen».
—Esta casa es perfecta —repetí en voz alta.
Me quedé un momento inmóvil, escuchando. Me parecía haber oído una risa burlona.
Subí a las habitaciones que habrían de albergar a nuestros hijos y a las buhardillas, donde se alojarían los sirvientes. Me imaginé las paredes blancas y un friso azul de animales; y una camita de madera blanca con una colcha azul. Pensaba en nuestros hijos, que todavía no existían. Pero, al fin y al cabo, para aquello era el matrimonio. Para aquello lo querían los Carrington. Philip debía casarse joven porque parecía que Rollo nunca tendría hijos. Era extraño pensar en Philip y en mí en e] papel de padres.
Entonces, el corazón me dio un vuelco de terror. En el silencio de la casa me pareció oír un ruido. Me quedé muy quieta, escuchando. No oí nada. ¿Lo había imaginado? Es extraño cómo, a veces, sin producirse ningún ruido, uno puede ser consciente de una presencia. Tenía la inexplicable sensación de que había alguien en la casa. Después, estando aún muy quieta en el centro de la estancia, oí un ruido. No me había equivocado. Había alguien en la casa. Me empezó a martillear dolorosamente el corazón. ¿Quién sería? No podía ser Philip; yo sabía dónde estaba: me había dicho que aquel día tenía que ir al despacho de su padre en Londres.
Escuché. El ruido se produjo otra vez. Oí un sonido apagado y el chirrido de una puerta al abrirse. Después oí pisadas en la escalera.
Me costaba moverme; estaba petrificada. Pero mi temor era absurdo: la casa estaba en venta, nosotros aún no habíamos decidido comprarla y, por tanto, podía venir a verla cualquier otro posible comprador.
Las pisadas se acercaban. Yo miraba a la puerta como si estuviera hechizada. Alguien se acercaba a ella. La puerta empezó a abrirse, lentamente, mientras yo contenía la respiración. Rollo Carrington apareció en el umbral.
—Oh —dijo—, creía que no había nadie.
—Yo…, yo también.
—Lamento haberla asustado.
—He… he oído a alguien abajo y…
Me pareció muy alto. Recordé lo que había dicho Philip hacía mucho tiempo: Rollo era un vikingo, incluso su nombre lo era. Le había visto brevemente antes, pero me pareció que le veía por primera vez. Se desprendía de su persona una especie de fuerza, de magnetismo. Pensé que, cuando Rollo Carrington entraba en una estancia, todo el mundo debía de notar inmediatamente su presencia.
—Usted es el señor Carrington, el hermano de Philip —dije—. Yo soy Ellen Kellaway, su prometida.
—Sí, lo sé. Permítame que la felicite.
—Gracias. No sabía que estaba usted en Londres.
—Llegué ayer por la noche. Naturalmente, tenía noticia del compromiso.
Me pregunté si habría vuelto por aquel motivo.
—Philip me habló de la casa —dijo—. Le dije que me gustaría visitarla y me dio la llave.
—Yo quería volver a verla por mi cuenta —expliqué. Asintió.
—Es natural que desee usted estar segura.
—¿Aconsejará usted a su padre que la compre?
—Tengo la impresión de que la casa es buena y el precio razonable. Pero aún no estoy seguro.
No dejaba de mirarme y yo me sentía incómoda. Me parecía que quería analizarme, escudriñar mis más íntimos pensamientos, y no estaba en absoluto segura de cuáles serían sus conclusiones. Yo, por mi parte, no podía pensar en él sin relacionarle con su desgraciada esposa, una imprecisa figura en mí mente, encerrada en unas habitaciones de Trentham Towers bajo vigilancia permanente.
Era imposible imaginarse a aquel hombre apasionadamente enamorado, contrayendo un matrimonio apresurado. Me pareció observar un gesto de amargura en su boca. Sin duda maldecía al destino por privar de la razón a su bella esposa y por hacer que él lo descubriese después de la boda. Le veía tan frío, tan dueño de sí mismo —y, seguramente, de los demás—, que no podía conciliar la historia de su romántico y trágico matrimonio con el hombre que tenía delante.
—¿Lo ha visto ya todo otra vez? —me preguntó.
—No, aún no.
—Si le parece, podemos hacerlo juntos.
—Sí.
—Vamos, pues. Empezaremos por arriba.
Se puso a hablar de los posibles defectos de la casa en los que había que fijarse. Pero yo apenas le prestaba atención; sólo me interesaba su voz, que era grave y autoritaria. Deseaba saberlo todo de él. Parecía muy maduro comparado con Philip y conmigo; hablaba de Philip como de un muchacho, y era evidente que a mí me consideraba muy joven también.
—Tengo una cierta experiencia en la compra de casas —decía—. Hay que tener cuidado. Ya sabe: caveat emptor.
Recorrimos toda la casa y después bajamos al jardín, donde nos detuvimos debajo de uno de los árboles. Miré la casa. Me pareció más amenazadora que nunca y sentí un gran deseo de escapar, aunque el hermano de Philip estuviese allí para protegerme de lo que fuese.
Rollo echó a andar otra vez hacia la casa y yo le seguí. Ésta pareció cerrarse en torno a mí como una prisión, y me costaba tanto disimular mi ansiedad que temía que se me notase. Rollo me miró con atención, como si fuese a decir algo, y después pareció cambiar de idea. Salimos de la casa y, una vez en el exterior, me invadió un gran alivio.
—Llamaré un coche y la acompañaré a casa —dijo.
No sé cómo describir a Rollo. Tenía algo enigmático y desconcertante. No era, ni mucho menos, tan guapo como Philip. Sus rasgos eran más duros; de su persona emanaba fuerza y una especie de magnetismo. Era el tipo de hombre que, aunque entrara discretamente en una habitación, haría que todo el mundo fuera consciente de su presencia, y daba la impresión de que tenía éxito en todo aquello que se proponía.
No podía apartarle de mí mente. Quizá se debía en parte al escenario de nuestro encuentro, al hecho de que yo estuviese tan asustada en el momento en que le vi. Ya desde que oí la historia de su matrimonio había pensado con frecuencia en él, y el hecho de ver aquellas habitaciones de Trentham Towers había dado alas a mi imaginación; veía mentalmente el breve noviazgo y el terrible descubrimiento. Pero, sin saber por qué, no podía imaginar a aquel hombre apasionadamente enamorado o presa de un gran dolor. Aunque era cierto que nunca mostraba sus verdaderos sentimientos. Pero quizá llegaría a conocerle bien; al fin y al cabo, iba a ser mi cuñado.
Cuando Philip y yo nos vimos en el parque, le conté mi encuentro con Rollo y le hizo gracia.
—Llegó ayer mismo de Roma —dijo—, inesperadamente. Nuestra madre le había comunicado por escrito el compromiso.
—¿Ha vuelto por eso?
—Sí, claro. En un momento así tenía que venir.
—¿A inspeccionar a la novia?
—Ya te conocía. Y conoce bien a tu familia.
—Y ha querido visitar la casa.
—Sí, cuando se enteró de que queríamos comprar esa casa, quiso verla. Le ha parecido bien; cree que deberíamos hacer una oferta.
—¿No se opone a nuestra boda?
—¿Oponerse? ¿Por qué habría de hacerlo?
—Porque vosotros sois tan ricos y yo tan pobre…
Philip se echó a reír de todo corazón.
—¡Qué cosas se te ocurren! Eso no le preocupa en absoluto a mi familia. Mi madre era pobre cuando se casó con mi padre, y él ya era rico entonces.
—Pero ella poseía un título.
—Tú posees muchas cosas. Eres hermosa y buena, y la nobleza del alma es un valor precioso. Deberías saberlo.
Philip estaba alegre, despreocupado, seguro de que todo iba a salir bien. Yo no dejaba de compararle con su hermano. Qué diferentes eran…
—Es maravillosa la forma en que tu familia me ha aceptado —dije—. La tía Agatha no sale de su asombro.
—Tu tía es una vieja estúpida. Oh, perdóname; a pesar de todo es tu tía.
—Tía lejana. Y no me pidas perdón; me complace oír eso de boca de un Carrington.
—Es muy natural que mis padres estén encantados. Quieren que me case. Creen que será bueno para mí y, además, quieren algunos Carrington pequeñitos. En cuanto a Rollo, está muy satisfecho. Este matrimonio soluciona nuestro problema a la perfección.
—Magnífico —dije—. Podríamos llamarlo un matrimonio de conveniencia.
—A mí, desde luego, me conviene mucho.
—Con todo, podías haber elegido a alguien de tu ambiente.
—Nadie mejor que tú. ¿No perteneces tú a mi ambiente? ¿A quién criticaba y fastidiaba yo en mi loca adolescencia?
—Creo que yo también te criticaba y te fastidiaba mucho.
Seguimos hablando. Yo sentía afecto hacia él, pero experimentaba también una cierta inquietud. No estaba enamorada de él. Philip era bueno y me quería; nos conocíamos muy bien. Pero, de pronto, me daba miedo el futuro. Quise saber más cosas acerca de Rollo Carrington. Rose me explicó algunas que conocía por su prometido.
—Harry dice que nos casaremos el año que viene. El otro cochero se va y deja su vivienda, una casa muy bonita cerca de las cocheras. El señor Carrington le ha prometido a Harry que se la cederá a él. Harry está muy contento de trabajar allí; dice que es la mejor casa en la que ha estado. El señor Carrington viaja mucho y lady Emily no se mete en nada. Yo trabajaré allí también cuando me case; así que la veré de vez en cuando, señorita. Aquí, la verdad es que no estoy muy bien. Ella mete la nariz en todo, y nunca está contenta. Me decía la cocinera que, aunque preparase la comida un ángel bajado del cielo, ella le encontraría defectos. Dice Harry que en casa de los Carrington es diferente. No le fastidian a uno, ni le recuerdan a cada momento que es un criado. No son esa clase de personas. El señor Carrington tiene demasiado quehacer con las cosas del gobierno, y lady Emily tampoco es de esa manera.
—¿Qué sabes de su hijo?
—¿Del señorito Philip? Pero usted debe de saber más que nadie, señorita…
—Me refiero al señorito Rollo.
—Ah… El señorito Rollo es igual que su padre. Sólo piensa en los negocios.
—Pero se casó.
—Ah, sí.
—Rosie, ¿tú la has visto alguna vez?
Rosie calló un momento y después dijo:
—Harry la vio. Les llevó una o dos veces en el coche.
—¿Cómo es?
—Harry no me lo supo explicar. Nunca la oyó hablar. Sólo la vio en el coche con él.
—Y él, ¿hablaba con ella?
—Harry no oyó que le dijese nada. Iban como dos sordomudos. Aunque Harry no les acompañó muchas veces; y cuando ella se fue nunca volvió a verla.
—¿Cómo era?
—Se lo he preguntado a Harry más de una vez, señorita Ellen, pero ya sabe cómo son los hombres. No se fijan en nada, no me lo supo decir. Sólo me dijo que parecía triste, que parecía un fantasma. Y que iba siempre vestida de gris.
—Un fantasma triste, vestido de gris…
—Está usted fantaseando otra vez, señorita Ellen, como lo hacía de niña. Me acuerdo que metía la nariz en todo, y lo que no podía averiguar lo inventaba…
En aquel momento entró en la habitación una de las doncellas.
—¿Qué quieres, Bess? —dijo Rose.
—Venía a decirte que Janet te busca.
—Dile que iré después. Ahora estoy con la señorita Ellen.
Cuando la joven se hubo ido, Rosie dijo:
—Estas chicas… Siempre están escuchando. Oyen más de lo que debieran.
En aquel momento mi pregunté qué estaba haciendo yo chismorreando con una sirvienta como en los viejos tiempos. Ahora que iba a ser una Carrington, tenía que cuidar mi conducta.
—Bueno, Rose —le dije, con cierta sequedad—. No quiero entretenerte más.
Lady Emily resultó también una buena informadora. Sentía simpatía hacia mí, cosa que era muy reconfortante, dada mi pobreza. Me animó a visitarla con frecuencia y yo lo hacía a menudo. Mientras hablábamos, ella hacía una especie de encaje; era curioso ver cómo sus dedos se movían con gran habilidad mientras su mente saltaba de un tema a otro con la mayor incoherencia. Le gustaba que me sentase junto a ella mientras hablaba.
—Siempre deseé tener una hija —me dijo—. Espero que tú tengas alguna. Ellos quieren varones, claro. El primero tendría que ser un varón, supongo, pero es más bonito tener niñas. Yo siempre quise tener una o dos hijas.
Hablando con ella me enteré de muchas cosas acerca de los Carrington. La casa de Sussex era de lady Emily. Era hija única, y Trentham Towers había sido el hogar de su familia durante cinco siglos.
—Fue una lástima que yo no tuviese hermanos. El título pasó a un primo. Pero yo heredé la casa, lo cual me alegró muchísimo. Al principio parecía… y después tuve dos varones, dos varones y ninguna niña. Es curioso, ¿verdad? Mis padres querían un varón y me tuvieron a mí. Yo, en cambio, quería una niña y tuve dos chicos. Ahora, tú eres mi hija, Ellen. Me parece que nos entenderemos. Tú eres una buena chica, y los dos sois muy jóvenes.
—¿Cree usted que somos demasiado jóvenes?
—No. Yo me casé a los diecisiete años y fue una boda acertada. Nosotros éramos muy pobres. Trentham se caía a pedazos, y Josiah hizo mucho para arreglarlo. Por las noches, yo temblaba de frío en mi dormitorio. Hacía un frío terrible. Ahora vivimos aquí en invierno y vamos allí en verano; es muy agradable. Y los criados… nos eran muy fieles. Pobre gente, no cobraban casi nunca. El techo era una preocupación constante. Siempre estaban hablando de la estructura del edificio, ¡qué palabra tan extraña! Y entonces llegó Josiah. Naturalmente, su familia no era como la nuestra, pero eran muy ricos. Él era diez años mayor que yo. Los Carrington no aparentan la edad que tienen; es por su energía. Siempre están haciendo algo que es importantísimo para algún país, para algún negocio, y para sí mismos, naturalmente. Son muy activos, y dicen que ser activo es ser joven. Yo no fui nunca muy activa, pero me casé con Josiah y éste fue el final de los problemas con la casa. Ahora llevo años sin oír hablar de la estructura: Josiah hace que se ocupen de ella; tan pronto como se estropea, la arreglan. El día que me casé con Josiah empezó a cambiar todo. Mis padres estuvieron encantados, y un año después de la boda nació Rollo. Quizás el año que viene, por estas fechas…
—Así lo espero —dije.
—Tendrás hijos, porque estás enamorada. Creo que eso es muy importante. Philip te adora, siempre te ha querido. ¿Sabes que siempre hablaba de ti?
—Yo creía que se casaría con Esmeralda.
—Bueno, querida Ellen, para serte franca, yo también lo creía. Tu tía estaba segura de ello. Pero, como dice Josiah, tú tienes mucha más simpatía, vitalidad y sinceridad, y eres mucho más guapa. Estamos encantados de que Philip te eligiese a ti.
Siguiendo un impulso, le tomé la mano y se la besé. Empezaba a sentir un gran afecto por ella.
—Eres muy buena, Ellen. Quisiera que Rollo hubiese encontrado a alguien como tú. Ah, pobre Rollo…
—¿Está usted preocupada por él?
—¿Cómo no iba a estarlo dadas las circunstancias? Rollo es igual que su padre. Triunfará en los negocios y en todo lo que emprenda, pero necesitaría una esposa a su lado. Es una desgracia muy grande, querida. Pero no debemos hablar de ello. Nos pone a todos muy tristes, y estos días deberían ser de alegría. Dime, ¿habéis fijado la fecha de la boda?
—Philip cree que podría ser a finales de junio.
—Es un buen mes para casarse. Josiah y yo nos casamos en junio. Fue una ceremonia muy bonita. En la iglesia de Trentham, claro. Vosotros podríais casaros allí también. Pero quizá sería mejor en Londres. Aunque el lugar no importa cuando dos personas están enamoradas. Pero Londres será más adecuado, porque tu tía deseará sin duda que tengas una boda elegante.
—No lo sé. Yo no poseo recursos propios, lady Emily.
—Tanto mejor. Yo tampoco tenía nada. Todo lo que aporté al matrimonio fue la casa, con su estructura estropeada. Creo que un marido prefiere ser el único proveedor de la familia.
Sosteníamos a menudo conversaciones como ésta, mientras crecía el afecto entre nosotras. Creo que Philip era su favorito, aunque estaba orgullosa de Rollo. Pero éste era demasiado serio, me dijo un día confidencialmente. Se parecía a su padre; los dos estaban siempre trabajando.
Philip se reunía a menudo con nosotras, se recostaba en un sillón y nos miraba, encantado de que fuésemos tan amigas. Un día me llevó a las cuadras para enseñarme un caballo que acababa de comprar. Me fijé inmediatamente en uno de los mozos, pues le había visto antes en alguna parte. Philip me lo presentó y habló con él con su sencillez habitual, que, estaba segura, le ganaba el afecto de todos.
—Éste es Hawley —me dijo—, lleva sólo unos días con nosotros.
—Buenas tardes, señorita Kellaway —dijo Hawley. Yo seguía sin recordar dónde le había visto.
Cuando se alejó, le dije a Philip.
—Le he visto en alguna parte y no recuerdo dónde.
—Habrá sido en casa de alguien. No recuerdo dónde servía antes de venir aquí, pero no es exactamente un caballerizo. Creo que mi padre dijo que buscaba cualquier trabajo que hubiese. Parecía buen hombre y le dio este puesto en los establos, que estaba vacante. Hablando de otra cosa, Ellen, creo que deberíamos comprar esa casa de Finlay Square. Tienes que reconocer que es la mejor que hemos visto.
—Quisiera verla otra vez, Philip.
—Vamos, Ellen, si no nos decidimos pronto nos la quitarán. ¿Dónde viviremos cuando estemos casados si no tenemos un hogar? Ya tendremos que vivir en casa de mis padres una temporada, porque dudo que la nuestra esté dispuesta para el mes de junio.
Sentí un leve escalofrío. El mes de junio. El mes de junio estaba muy cerca, y yo tenía miedo. Aquella noche, al acostarme, recordé dónde había visto a ese hombre. Era el hombre que habíamos visto aquel día en el parque, el que me pareció que nos observaba.
Íbamos a asistir a una velada musical en casa de los Carrington. Lady Emily había contratado a un famoso pianista italiano y la tía Agatha estaba encantada.
—Estaré allí todo Londres —dijo.
—¿Todo Londres? —Dije, fingiendo sorpresa—. Eso va a ser un problema. Dudo que en el salón de lady Emily puedan instalarse cómodamente más de setenta personas…
Nunca podía resistir la tentación de mostrarme «descarada», como lo habría calificado mi tía en los viejos tiempos. No podía por menos que aprovecharme un poco de mi nueva situación. Era curioso ver cómo mí importancia crecía diariamente, en especial desde que visitaba asiduamente la casa de Park Lane. En realidad, mis visitas eran completamente informales.
Yo sabía que aquel estado de cosas era un misterio indescifrable para la tía Agatha. Rose me informó de que la había oído decir al primo William que, al parecer, yo había embrujado no sólo a Philip —lo cual era comprensible porque era sólo un muchacho inexperto—, sino también a lady Emily y al señor Carrington. Claro que lady Emily siempre había sido extrañamente distraída, y el señor Carrington estaba siempre absorto en sus negocios.
Tilly pasó un día entero y parte de una noche cosiendo para mí y para Esmeralda. No había duda de que ésta iba a beneficiarse de la situación. Además, yo estaba decidida a que así fuese. Me había prometido a mí misma que daría fiestas en su honor y que le buscaría un marido adecuado: un hombre bondadoso, amable y poco exigente. Un día le dije:
—Todo este ajetreo debería ser por ti, en realidad.
—Me alegro mucho de que no lo sea —respondió—. Yo no sabría desenvolverme tan bien como tú, ni mucho menos. El señor Carrington me da miedo; le encuentro muy serio. Y soy incapaz de seguir el hilo de una conversación con lady Emily.
Era un gran alivio para mí saber que Esmeralda no estaba disgustada. Le dije que volveríamos a ir juntas al campo y que lo pasaríamos muy bien, como antes. La invitaría a pasar temporadas con nosotros y tendríamos agradables reuniones. Y montaríamos juntas a caballo, como lo hacíamos de niñas.
—Me alegro mucho de que haya ocurrido esto, Ellen —dijo—. Esa señora Oman Lemming es horrible. Bessie me dijo que trata muy mal a los criados y peor aún a la institutriz, que no ve el momento de marcharse.
—¡Me he salvado de milagro! —exclamé—. Gracias a Philip.
En el fondo, sabía que estaba tratando de tranquilizarme. Al principio, todo me había parecido maravilloso, pero ahora pensaba que todo había salido demasiado bien y que aquello, en sí mismo, era vagamente inquietante.
*****
Unos días después, se celebró la velada musical de los Carrington. Yo recibí a los invitados al lado de Philip; todo el mundo nos felicitaba. Vino un fotógrafo de la prensa. «Es un fastidio —dijo Philip—, pero vienen a hablar con mi madre y a ella no le gusta desairarles».
El recital consistió en composiciones de Chopin, bellamente interpretadas por el pianista italiano. Era una música ensoñadora y romántica, y a ratos ardiente y combativa.
—Estamos discutiendo el precio de la casa con los agentes —me dijo Philip—. Es un proceso largo; han de intervenir abogados y todo eso. Rollo hace todo lo que puede por acelerarlo cuanto sea posible.
Asentí, sin oírle apenas.
—Cuando nos casemos, viajaremos por Europa. ¿Qué te parece Venecia? ¿Y Roma? ¿Te gustaría, Ellen?
Le dije que sí, que me encantaría.
—Quizá para cuando volvamos la casa estará lista. Rollo se encargará de dirigir la decoración, ahora que va a pasar una temporada en Londres. Mi padre no tiene tiempo. AI parecer, creen que yo no soy capaz de hacerlo, y seguramente tienen razón.
—Es muy amable por parte de Rollo.
—A él le gustan estas cosas.
Terminó el recital y se sirvió una cena fría. Todo el mundo hablaba de la música, y Philip, que acababa de ver a un antiguo amigo, fue a saludarle, dejándome sola unos momentos. Oí una voz a mi espalda.
—Durante toda la noche he estado deseando conocerla.
Me volví rápidamente y vi ante mí a uno de los hombres más altos que había visto nunca. Supe enseguida que no habíamos coincidido en ninguna de las reuniones de los Carrington porque, de haberle visto, no habría podido olvidarle, y no sólo debido a su estatura y a sus anchos hombros, sino a la aureola de poder que parecía rodearle. Tenía los ojos oscuros, hundidos, de gruesos párpados, pero muy brillantes y expresivos, aunque no era fácil saber lo que expresaban. Su nariz era más bien larga y arrogante; su boca podía ser cruel o amable, no estaba segura. Sólo puedo decir que, ya en aquel primer momento, pensé que tenía uno de los rostros más interesantes que jamás había visto.
—No nos han presentado —dije.
—He llegado poco antes de que comenzase el recital. He visto fotografías suyas en los periódicos, pero debo decir que ninguna de ellas le hace justicia.
—Eso no es cierto, pero es usted muy amable al decirlo —respondí—. Esas fotografías me favorecen.
—Ah, veo que es usted modesta además de hermosa. Una buena combinación, aunque rara.
—¿Es usted amigo de la familia?
—Tengo relación con ellos.
—Espero que le haya agradado el recital.
—Mucho, gracias. ¿Ya han fijado ustedes la fecha de la boda?
—No exactamente. Será en junio, pero la fecha concreta no está decidida.
—Me encantaría asistir. Estoy decidido a presenciar su boda.
—Lady Emily entregará una lista de invitados a mi tía, la señora Loring.
Philip me hizo una seña y me dijo:
—Ellen, deberíamos ir a saludar al anciano sir Bevis.
El desconocido se inclinó ante mí y se alejó.
—El viejo Bevis se está poniendo de mal humor —dijo Philip—, como hace cada vez que no le saludamos con gran ceremonia. ¿Quién era ese hombre alto con el que hablabas?
—No lo sé. Me ha dicho que era conocido vuestro.
Philip se encogió de hombros.
—Debe de tener relación comercial con mi padre o con Rollo. Al menos, así se deduce de su aspecto.
—¿Tú crees? Me ha parecido más bien del tipo deportivo.
—Probablemente ha estado moviendo resortes financieros en el Próximo Oriente. Esta gente lo hace a veces. Pero lo digo más bien por su apariencia de ostentar poder, característica de los grandes hombres de negocios. Yo no sé cómo me abriré camino en ese mundo, pues carezco absolutamente de ese aspecto.
—Seguramente no nacieron con él, sino que es algo que se desarrolla con la experiencia.
—No lo creas. Esta gente han nacido magos. Pero yo soy más rico que ellos porque te tengo a ti.
—Oh, Philip, qué cosas tan bonitas me dices… Me haces sentirme más valiosa que una fortuna, y pensar que el amor es más importante que el mercado de valores.
—Con la inteligencia que posees, me sorprende que no lo hayas descubierto antes.
Hablamos con el anciano sir Bevis, que felicitó a Philip por nuestro próximo enlace. Pero me di cuenta de que era a mí a quien felicitaba en realidad. Como tantos otros, no alcanzaba a comprender por qué los Carrington habían aceptado a una joven sin recursos. La explicación lógica parecía ser que eran tan ricos que el hecho de incorporar a la suya otra fortuna no les importaba mucho. Después de dejar a sir Bevis, vi a Hawley, el hombre a quien había visto en el parque y después en el establo de los Carrington. Philip se dio cuenta de que le miraba y se echó a reír.
—¡Ah, el hombre del parque! El amigo Hawley. Ahora sirve en la casa. Parece tener un talento polifacético. Ahora es nuestro ayuda de cámara.
—¿Ayuda de cámara? ¿De quién?
—De los tres, en realidad. El de mi padre se marchó hace poco y parece ser que Hawley conocía el oficio. Los tres hemos compartido siempre el ayuda de cámara. Mi padre y Rollo están ausentes con tanta frecuencia que con uno tenemos bastante.
—Supongo que tú también viajarás mucho dentro de unos años. Y yo conoceré el mundo contigo.
—Así será —respondió.
Entonces pensé en la suerte que había tenido. El cambio que los Carrington habían introducido en mi vida al alejar para siempre el espectro de la pobreza era lo que me llevaba a sospechar que todo era demasiado maravilloso para ser real. Por más que se dijese que el amor al dinero era el origen de todo mal, yo consideraba una suerte tener bastante como para no tener que preocuparme más por el futuro.
Durante el resto de la velada, busqué con la mirada al hombre alto que había hablado conmigo, pero no volví a verle. Estaba segura de que, si hubiese estado aún en el salón, no habría sido difícil localizarle, pues no era el tipo de persona que pasara inadvertida al mezclarse con un grupo. Lamenté que no se me hubiera ocurrido preguntarle su nombre.
—Parece ser que un criado de los Carrington está cortejando a Bessie —me dijo Esmeralda.
—¿Ah, sí? —dije—. Bueno, Bessie es muy guapa.
—Ya tenemos a Rose y a su cochero, y ahora Bessie y Hawley.
—¿Has dicho Hawley?
—Sí, así se llama. Parece que hay varios vínculos entre los Carrington y nosotros.
—Eso es lo que siempre ha deseado tu madre —dije.
Y pensé: «¡Hawley! El hombre del parque, el ayuda de cámara…». Philip podía reírse de mi interés por él, pero, desde que me pareció que nos observaba, había tenido noticias de ese hombre varias veces.
*****
Iba pasando el tiempo. Estábamos a mediados de mayo y pronto florecerían los castaños de Indias del parque. Yo debería haber estado contenta, pero a menudo me despertaba por la mañana como si saliese de un confuso torbellino de sueños, que me dejaban una vaga sensación de inquietud.
La oferta de los Carrington por la casa de Finlay Square fue aceptada y se estaba redactando la escritura. Philip y yo teníamos aún una llave cada uno. Yo no había devuelto la mía porque sentía la necesidad de volver a la casa, y lo hacía de vez en cuando, en un intento por reconciliarme con ella. Tenía que recorrer aquellas estancias y tratar de descubrir lo que me repelía de ellas.
Un día, al salir de allí, me encontré con Bessie. Era su tarde libre y debía de haber estado paseando cerca de Finlay Square. Ella sabía que yo había ido allí, porque estaba hablando conmigo cuando saqué la llave del cajón. Miró con timidez.
—Este va a ser su nuevo hogar, ¿verdad, señorita Ellen?
—Sí —respondí.
—Es una casa muy bonita. Espero que Hawley y yo estaremos juntos algún día. Es lo que él me ha dicho.
—Sí, así será —dije animadamente—. Y Rose se casará con el cochero. Estaréis todos juntos.
—Usted viene a menudo por aquí, ¿verdad, señorita Ellen? Es natural; hay que preparar muchas cosas.
Bessie se volvió hacia la casa y yo hice lo mismo, más lentamente.
Dos días después, volví a visitar la casa. Mientras abría la puerta me decía a mí misma que la casa cambiaría mucho cuando estuviese amueblada. Subí la escalera. Me iba acostumbrando a estar allí. ¿Cómo se me habrían ocurrido aquellas fantasías? ¿Era realmente una repulsión hacia la casa o era temor al futuro, a la vida que llevaríamos Philip y yo entre aquellas cuatro paredes?
¿Deseaba casarme con Philip? Desde luego que sí. Pensé en la alternativa que se me ofrecía. Durante las últimas semanas, había olvidado cuan humillante había sido mi situación; había dejado de pensar en la señora Oman Lemming, que esperaba a la nueva institutriz. ¿Qué me reservaba el futuro antes de que Philip se me declarase? Había olvidado todo aquello sólo porque había visto a Rollo y me había dado cuenta de que no necesariamente se desea por marido al antiguo compañero de juegos, por grande que sea el afecto que se le profese.
Iba a casarme con Philip para escapar a una serie de cosas, y aquélla no era realmente una buena razón para casarse. Lo sabía, pero ¿cómo podía echarme atrás ahora? Pero no era demasiado tarde; era casi como si la casa me lo estuviese diciendo. Aún podía liberarme, pues nada constaba aún sobre ningún papel. ¿Liberarme? ¿Para caer en manos de la señora Oman Lemming? Quizás. Pero escapar de ella no era una razón para casarme. «Si es así —me reproché a mí misma—, ¿por qué no has pensado en ello antes? ¿Por qué has empezado a darle vueltas ahora?».
Aquello se debía a mí temor al futuro. La imagen de la señora Oman Lemming se cernía sobre mí, y no parecía haber escapatoria a aquel deprimente empleo que sabía que iba a aborrecer. Y la proposición de Philip había sido tan sorprendente y tentadora… Sólo ahora, en el último momento, me daba cuenta de que me lanzaba al matrimonio sin tener gran experiencia de la vida.
«¡Qué tontería!», pensé. ¿Qué experiencia de la vida tenían las muchachas a mi edad? ¿Qué experiencia tenía Esmeralda? ¿Qué sabía ella de la vida? Una vez se perdió en un mercado; fue lo más cerca que estuvo de conocer el mundo que existía fuera de su pequeño y cerrado círculo. Pero aquella extraña sensación no cedía. La casa me rechazaba. «No te queremos aquí —parecía decirme—. Estas habitaciones no son para ti. Nunca te aceptaremos».
Apreté los puños, en un gesto de desafío. Pensé que, si quería vivir allí, lo haría. ¿Cómo podía ahora ir a casa de aquella tiránica mujer para ser institutriz de su abominable progenie? Philip no lo permitiría. Me reconfortó pensar en él, en su alegría, en su sencillez, en su bondad. Le quería… en cierto modo.
En aquel momento, oí algo. Otra vez, de pronto, sentí que no estaba sola.
Y de nuevo, el silencio. Después oí unos pasos en la escalera, el crujido de los peldaños. Ahora se oían claramente. Alguien se acercaba. Inmediatamente pensé en mi encuentro con Rollo. «Es él otra vez —pensé—. Ha venido para echar otra ojeada a la casa mientras se prepara el contrato de propiedad».
La puerta se abrió lentamente. Estuve a punto de exclamar: «¡Rollo!». Un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo. No era él. Era un hombre que me sonreía de un modo extraño. Me llevé las manos a la espalda para ocultar su temblor. Le conocía: era el hombre alto y moreno con quien había hablado durante la velada de los Carrington.
—¿Cómo… cómo ha entrado usted? —balbucí.
Me mostró una llave.
—¿Dónde la ha conseguido?
Él se echó a reír y respondió:
—Tengo entendido que la casa está en venta.
—No, ya está vendida. No comprendo lo que ha ocurrido. Supongo que le han dado esta llave en la agencia. No deberían haberlo hecho: la casa está vendida… o casi.
—Ellos no pueden estar seguros hasta que todo está firmado y sellado. Deben seguir intentando venderla.
Mientras hablaba, me miraba fijamente, lo que me producía inquietud. El hecho de estar sola con aquel hombre en la casa vacía me atemorizaba.
—Así que ha venido usted a verla… —dije, por decir algo.
Él asintió y avanzó unos pasos. Yo sentí el deseo irresistible de salir de la habitación, pero no podía hacerlo sin pasar junto a él.
—Le repito que ya no está en venta —dije.
—Lo lamento, porque realmente me gustaba.
—Pierde usted el tiempo.
Seguía mirándome atentamente. Habría deseado saber lo que pensaba, pues estaba segura de que su presencia allí se debía a algún otro motivo que me ocultaba.
—Quizá —dijo—. Pero, ya que estoy aquí, terminaré la visita. Nunca se sabe… Si la venta no llegase a efectuarse y la casa me agradase, podría comprarla yo.
Yo estaba casi junto a la puerta, pero él había avanzado un paso hacia mí. Dije apresuradamente:
—Bien, le dejo a usted para que vea cuanto desee.
—¿No quiere acompañarme? Entiendo muy poco de casas y le agradecería que me diese su opinión.
—Debo recordarle otra vez que la casa está vendida.
Decidí fingirme dispuesta a recorrer la casa en su compañía y, al llegar a la planta baja, recordaría súbitamente una cita; antes de que él pudiese retenerme, abriría la puerta principal y me marcharía.
—De todos modos —añadí—, si usted quiere verla le complaceré. Comencemos por la planta baja.
—Es usted muy amable.
Se apartó para dejarme paso y, cuando yo empezaba a bajar la escalera, me di cuenta de que me seguía de muy cerca. ¿Por qué estaba tan asustada? Aquel hombre era tan alto y robusto que me hacía sentirme indefensa. Además, no creía que hubiese venido sólo a ver la casa. ¿Por qué le habrían dado la llave en la agencia cuando sabían que los Carrington iban a comprar la casa? Era desconcertante.
—Es una casa agradable —dijo.
—Así lo cree mi prometido —respondí.
—¿Usted no?
—Yo creo que la casa nos conviene.
—Mire esta balaustrada. Es elegante, ¿no cree?
—Sí, el grabado es muy hermoso.
Bajé unos escalones más. Pocas veces en mi vida he tenido tanto miedo.
«¿Estará loco? —me pregunté—. ¿Por qué ha venido? Sé que no es para ver la casa. ¿Me habrá seguido? Dios mío, ayúdame a salir de aquí —rogué—. Nunca volveré a esta casa, pero ayúdame a escapar de este hombre».
—¿Decía algo? —me preguntó.
—Que es un hermoso grabado —repetí.
—Usted sabe apreciar la belleza —dijo—. También yo.
Pensé si debía bajar la escalera en aquel momento. Si lo hacía, él me seguiría. Quizá lograse decir con naturalidad algo así como: «¡Oh, Dios mío, qué tarde es! No me había dado cuenta. Debo marcharme; estoy citada con mi prometido». ¿Por qué estaba allí aquel hombre? Debía de haberme visto entrar. ¿Había estado acechando en la calle? En la agencia no tenían por qué darle una llave… «Baja la escalera —me dije a mí misma— y, cuando estés en el vestíbulo, echa a correr. Dicen que, cuando uno está en peligro, muestra aptitudes que desconocía. Dicen que se puede correr más deprisa que nunca. Es una defensa de la naturaleza».
¿Podría abrir la puerta con la suficiente rapidez? Traté de recordar cómo era el cerrojo. Había puertas difíciles de abrir, puertas algo tozudas… Tenía mucho miedo, y estaba segura de que él se daba cuenta. Y de que le hacía gracia. Por el rabillo del ojo vi la leve sonrisa de sus labios, el centelleo de sus ojos. «Dios mío —supliqué—, ayúdame, por favor».
Y entonces mi plegaria fue escuchada. Estábamos en la escalera mirando hacia el vestíbulo, cuando vi una sombra tras el vidrio de la puerta principal. Él la vio también. Le oí contener la respiración cuando se abrió la puerta y apareció Rollo en el umbral.
Éste se quedó tan sorprendido como nosotros. Se nos quedó mirando sin decir nada, y vi que su expresión cambiaba cuando su mirada pasó de mí al extraño hombre moreno. Yo me había quedado donde estaba, como si hubiese echado raíces. Me oí a mí misma explicar:
—Ha habido un malentendido. Este caballero no sabía que la casa estaba vendida y ha venido a visitarla.
Rollo frunció el ceño.
—¿No se lo han explicado en la agencia?
—Creo que no estaban completamente seguros —dijo el hombre—. No parecía haber ninguna razón para que no pudiese ver la casa.
—No debían haberle dado esperanzas —dijo Rollo.
El desconocido sonrió.
—Supongo que piensan que no se pierde nada teniendo un comprador de reserva, por si el primero no se decidiese. Hablaré con ellos. No estaba enterado de que ustedes estaban decididos. Ahora me parece inútil insistir.
Se inclinó ante mí y se dirigió a la puerta. Antes de salir, se volvió y me miró una vez más.
—¡Qué extraño! —Exclamó Rollo—. No comprendo cómo la agencia le ha permitido tener una llave cuando nosotros estamos a punto de firmar el contrato.
—¿Quién es ese hombre? —pregunté—. Dijo que tenía relación con los Carrington.
—¿Con los Carrington? Yo no le conozco. ¿Dijo que tenía relación con nosotros?
—Sí. Asistió al recital. Me lo dijo aquella noche.
—Así que usted le había visto antes. Yo no tengo idea de quién es. Quizás es un conocido de mi padre. ¿Cómo se llama?
—No lo sé. No fuimos presentados. Se me acercó y hablamos unos momentos. No he vuelto a verle hasta hoy.
—Es extraño… Parece usted asustada.
—Ha sido el hecho de encontrarme con alguien aquí. Rollo asintió.
—Bien, ya nos enteraremos de quién es. Hablándose la casa, estoy un poco preocupado por el techo del comedor: me ha dicho el inspector que hay algo de humedad. He creído conveniente venir para echarle una ojeada.
Aún aturdida, le seguí al comedor. Rollo examinó el techo y dijo que consultaría con los constructores, y después salimos al jardín. Allí dijo sin rodeos:
—Será necesario un jardinero profesional, aunque el jardín sea pequeño. Philip no entiende nada de jardinería. ¿Sabe usted algo?
—Muy poca cosa.
—En tal caso, un buen jardinero será la mejor solución. Alguien que lo diseñe y lo cuide. Si se hace así, será muy hermoso.
Volvimos a atravesar la casa y salimos a la calle.
—Le agradezco mucho que se tome tantas molestias —le dije.
—Se trata de mi hermano y de su esposa… —Se volvió a mirarme, con una expresión escrutadora pero cálida—. Ellen, quiero decirle una vez más que es usted bienvenida a la familia.
Yo no lograba librarme de mi inquietud. Rollo llamó un coche. Los cascos de los caballos resonaban en el empedrado y Rollo estaba sentado a mi lado, muy derecho, con el aire de satisfacción de quien ha obtenido éxito en algo que se había propuesto.
Un par de calles más allá, el corazón me dio un vuelco de terror. De pie en la acera, mirando directamente hacia el coche, estaba el desconocido. Al verme, se quitó el sombrero y se inclinó. Miré disimuladamente a Rollo. No se había dado cuenta.
*****
No podía quitarme de la cabeza el incidente de aquella mañana. No volví a la casa de Finlay Square; no pude obligarme a mí misma a hacerlo. Pasé por el lugar una o dos veces y miré desde la calle las amplias ventanas. «Por nada del mundo volvería aquí otra vez», pensaba. Faltaban tres semanas para la boda. La propia modista de lady Emily me hacía el vestido, que me regalaba con gran satisfacción el primo William. Mi boda iba a ser uno de los acontecimientos sociales del año y hasta la tía Agatha estaba ilusionada con el evento; trabajaba con ahínco en los preparativos, como si fuese ella quien había concertado aquel matrimonio. Aunque se tratase de una pariente pobre, todo debía ser perfecto, pues la buena sociedad londinense debía ver cómo trataban los Loring a sus familiares. El gran pesar de mi tía era que todo aquel ajetreo fuese por mí, pero le consolaba un poco la idea de que era una especie de ensayo general para la boda de Esmeralda. Ésta, naturalmente, iba a ser dama de honor.
—Qué complicado es eso de casarse —dijo Esmeralda—. Me alegro de no ser la novia.
Habíamos escogido un buen número de muebles para la casa; la decoración se terminaría mientras estuviésemos en viaje de novios, que duraría cuatro semanas. Habíamos elegido Italia. Philip estuvo encantado al saber que yo nunca había estado allí, pues le ilusionaba enseñármelo. Iríamos primero a Venecia y nos quedaríamos allí hasta que sintiésemos deseos de visitar otro lugar.
Yo debería haberme sentido ilusionada y feliz, pero seguía obsesionándome el presentimiento de que se acercaba una desgracia. «Es que no estoy preparada para el matrimonio —pensaba—. Quisiera esperar un poco más». Pero ¿cómo podía decirle a Philip: «Aplacemos la boda. Deberíamos conocernos mejor»? Él se echaría a reír y respondería que, si a aquellas alturas no nos conocíamos, no nos conoceríamos nunca. No era aquello exactamente lo que yo habría querido decir. No nos conocíamos porque apenas conocíamos nada del mundo, ni él ni yo. Si se me hubiese aparecido el genio de la lámpara preguntándome lo que deseaba, le habría contestado sin vacilar: «Tiempo».
Me asustaba la rapidez con que pasaban los días. Faltaban dos semanas para la boda, faltaban diez días… Quería detener el tiempo, decirle: «Espera. Tengo que pensar». No dormía muy bien. A veces me despertaba en medio de la noche y empezaba a darle vueltas al problema. Me parecía que Rollo había cambiado de actitud hacia mí desde el día que nos encontramos en la casa. Tenía la impresión de que me evitaba.
Philip, en cambio, estaba radiante. Él no tenía duda alguna. Le veía ahora con nuevos ojos. Le veía entregarse con entusiasma a lo que le interesaba en cada momento, y pensaba una y otra vez: «¡Qué joven es!». También yo lo era, pero me parecía que, desde el día de mi compromiso, me había hecho mayor. Sí, me había hecho mayor, y ahora lo era más que Philip.
Llegó el último domingo anterior a la boda. Quedaban seis días. Íbamos a casarnos en la iglesia de St. George, en Hannover Square, y después volveríamos a casa de los Loring para la recepción. A última hora de la tarde emprenderíamos viaje a Venecia.
Debería haberme felicitado por mi buena suerte, y así lo hacía en algunos momentos, pero no durante mucho rato. En mi mente aparecía pronto la insidiosa idea de que iba a cometer un error, un error fatal, y que nunca volvería a ser la Ellen de antes, que, aun siendo la pariente pobre, sabía disfrutar plenamente de la vida y a menudo había sido capaz de reírse de su propio infortunio.
Por la tarde, Philip y yo fuimos hasta los jardines Kensington paseando por el parque. Pasamos ante el palacio y miramos los patos del estanque, y después volvimos atrás por el césped y nos sentamos junto al arroyo. Philip estaba alegre. Al menos él no estaba preocupado, pues tenía la capacidad de dejar que el presente le absorbiese completamente. Recordé que, ya de niño, cuando hacíamos algo que nos reportaría con seguridad un castigo, él nunca pensaba en ello. Nunca he conocido a nadie tan capaz de vivir y gozar cada momento. Es una suerte ser así. Querido Philip… Más adelante, yo habría de dar gracias al cielo por aquello.
—Faltan seis días —me decía—. Parece toda una vida. Me muero de ganas de que pase todo este alboroto. Pronto estaremos navegando por el Gran Canal y un gondolero nos arrullará con su hermosa canción. ¿Estás contenta, Ellen?
—Claro, será maravilloso.
—Nosotros siempre nos hemos querido, ¿verdad? Cada vez que volvía a casa, preguntaba si estabas allí. Claro que siempre teníamos que aguantar a Esmeralda, pero yo deseaba estar contigo a pesar de ello.
—Eres cruel con Esmeralda. En primer lugar, deberías haber sido más comprensivo con ella cuando erais niños y, en segundo lugar, deberías haberte casado con ella.
—¿Cómo podía hacerlo, si en este país no está permitido tener dos esposas y ya me había decidido por ti?
—Siempre has sido un testarudo.
—Mira quién habla… Nuestra unión será muy agitada, Ellen. Discutiremos, nos pelearemos, haremos las paces y nos amaremos hasta el fin de nuestros días.
—Intentémoslo, Philip.
Me tomó la mano y la retuvo firmemente.
—Estoy seguro de que saldrá bien, querida —me dijo con serenidad.
—Philip, aún estamos a tiempo de pensarlo mejor. Si deseas tener más tiempo…
—¡Más tiempo! Lo que quiero es menos tiempo. Esta semana que falta me parecerá una eternidad…
Así conversamos en aquel banco del parque. Más adelante, yo me esforzaría por recordar cada una de las palabras que pronunciamos, en busca de alguna explicación de lo que ocurrió después. Pero, por más que lo intenté, no encontré nada. Era el tipo de conversación que habíamos tenido mil veces.
Por la tarde, fuimos a la iglesia y después volví a casa con mi familia. Nos retiramos pronto, pues mi tía nunca recibía los domingos, y yo me quedé un rato junto a la ventana mirando los jardines y pensando que al cabo de una semana ya estaría casada. Philip y yo estaríamos camino de Venecia.
*****
Me levanté como todos los días, sin tener la menor idea de lo que había ocurrido. A media mañana vino Rollo a casa. Rose, pálida como una muerta, entró en mi habitación, donde yo estaba preparando mis ropas. Bessie iba tras ella, temerosa de entrar.
—¿Qué ocurre? —dije.
—Ha habido un accidente, señorita. No sé muy bien qué es. Está aquí el señor Rollo Carrington, que desea verla.
Bajé a la sala. Rollo estaba de pie junto a la chimenea.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté.
Me fijé en su cara; estaba pálida y crispada. No parecía el Rollo que yo conocía.
—Ha sucedido algo terrible —respondió—. Trate de mantener la calma.
—¿Se trata de Philip?
—Sí, se trata de Philip.
—¿Está enfermo?
—Philip ha muerto.
—Philip… ¡muerto! Oh, no, no es posible… ¿Cómo…?
—Le han encontrado esta mañana.
—Pero si no estaba enfermo…
—Ha muerto de un disparo.
—¿De un disparo? Pero… ¿quién…?
Lenta y tristemente, hizo un gesto negativo.
—Parece ser que lo hizo él mismo —dijo.
Me sentí desfallecer. Rollo se acercó y me sostuvo unos momentos, hasta que recuperé las fuerzas.
—¡Tiene que haber un error! —exclamé, con voz aguda—. ¡No lo creo!
—Desgraciadamente, no hay ningún error.
Todo se desplomaba a mi alrededor. Era como una pesadilla. Me despertaría pronto, tenía que despertarme… El mundo se había convertido en un lugar extraño, poblado de imágenes distorsionadas. Y la mayor, de todas ellas era la de Rollo, de pie ante mí, diciéndome con voz grave y triste: «Philip ha muerto. Se ha quitado la vida».
¿Qué significaba aquello?