Capítulo 10

Aparece la Ellen

A la mañana siguiente, cuando bajé, Gwennol estaba sola a la mesa del desayuno. Me sonrió amistosamente, cosa que no había hecho desde hacía tiempo; yo esperaba que se hubiese dado cuenta de que sus celos a causa de Michael Hydrock eran infundados. Me preguntó si me había recobrado totalmente de la gran impresión sufrida y le respondí que así lo creía.

—Debió de ser terrible —dijo, mientras se servía riñones y tocino—. Me imagino que es motivo suficiente para alejarle a uno del mar durante bastante tiempo.

—No volví a embarcarme hasta ayer, cuando Jago me acompañó a la Isla de los Pájaros.

—Con él debes de sentirte segura.

—Completamente. Espero que lo superaré. Me pregunto qué le ocurriría a la barca, y si volverá algún día.

—Ahora ya es poco probable. Supongo que, a estas alturas, se habrá adentrado mucho en el Atlántico. O quizás aparecerá un día en una costa de Francia.

—Sería interesante examinar la vía de agua.

—Bien mirado, una barca es algo muy frágil. No sé cómo los hombres se han atrevido a navegar tanto como lo han hecho.

—Pues no habrían llegado muy lejos si no se hubiesen atrevido.

—Sobre todo los habitantes de la isla Kellaway —dijo ella, con una sonrisa—. Pronto podrás volver a salir en barca sola.

—Eso espero. No se puede dejar de salir al mar porque a uno le ocurra algo así.

—Hoy hace un buen día para salir. Antes, al levantarme, he visto lo tranquilo que estaba el mar.

Me pregunté si Gwennol me estaba comunicando que pensaba ir a Hydrock Manor y que, por tanto, yo haría bien quedándome en la isla. Charlamos amigablemente mientras desayunábamos y, cuando salíamos juntas del comedor, se nos acercó corriendo Slack, que venía del patio. Llevaba un papel en la mano. Gwennol echó a correr delante de mí.

—Es un mensaje para mí ¿verdad, Slack? —preguntó ansiosamente.

Slack pareció desconcertado.

—No, señorita Gwennol —dijo—. No es para usted.

Ella pareció sufrir una gran decepción, y Slack se quedó un momento sin saber qué hacer. Después dijo:

—Es para la señorita Ellen.

—¿Para mí?

Tomé el papel. En él había escrito mi nombre y después el siguiente recado: «He localizado a Fenwick. Estaré en la hostería esta mañana para acompañarla. M. H.».

¡Fenwick! Sentí que me subía la sangre a las mejillas. Si el señor Fenwick accedía a hablarme de mi padre, empezaría a saber realmente cómo era. Con la alegría de la noticia, me había olvidado de Gwennol.

—Slack —dije—, ¿quieres llevarme al continente esta mañana?

—Claro, señorita Ellen. Estaré listo dentro de media hora.

—Muy bien.

Iba a subir a mi habitación para ponerme un traje de montar cuando recordé a Gwennol y vacilé un momento. Pero, antes de que pudiese decirle nada, ella dio media vuelta y se, alejó.

Quizá podría explicarle más tarde que aquélla no era una invitación corriente. Ahora ya no tenía tiempo de hacerlo, de modo que fui a cambiarme. Cuando bajé a la playa, Slack ya estaba allí con la barca y, a los pocos minutos, estábamos en el mar.

—Slack —le dije—, tú puedes ir a ver a tus padres en la hostería y después, cuando yo vuelva a Polcrag, me acompañas a la isla.

Slack estaba siempre encantado de pasar unas horas con sus padres. Cuando llegamos a la hostería, Michael salió a saludarme.

—Ya les he dicho que le preparen un caballo —me dijo—, de modo que podemos salir enseguida si usted lo desea. Pero quizá prefiera tomar algo antes.

—No; estoy impaciente por ver al señor Fenwick.

—Muy bien. En tal caso, podemos salir inmediatamente. Fenwick vive unos diez kilómetros tierra adentro, cerca de los pantanos. ¿Está usted lista?

Salimos los dos a caballo. Era una hermosa mañana; la atmósfera estaba clara y muy fría. El sol invernal hacía brillar la fina capa de hielo que se había formado la noche anterior en los charcos del camino. Las desnudas ramas de los árboles se elevaban hacia el cielo como brazos suplicantes. Yo había pensado a menudo que los árboles eran aún más hermosos en invierno que en verano. Las hojas de los pinos centelleaban al sol. Todo me parecía hermoso, pues tenía la impresión de estar haciendo un viaje de descubrimiento.

—No me ha sido fácil encontrar al señor Fenwick —explicó Michael—. Parecía que estuviese decidido a ocultarse. Pero ha accedido a hablar con usted.

—¿Le ha anunciado mi visita?

—He creído mejor hacerlo.

—Sí, es mejor. Me alegro de que esté dispuesto a recibirme.

Habíamos dejado atrás la costa. El paisaje era ahora menos exuberante; el suelo, pedregoso y sin cultivar, anunciaba ya la proximidad de los pantanos. Poco después se abrió ante nosotros todo el esplendor de la zona pantanosa. El sol hacía refulgir los arroyos que, pocos días atrás, se deslizaban por las rocas, y que ahora estaban helados e inmóviles. Bordeamos los pantanos y llegamos a una pequeña aldea llamada Karem-on-the-Moor.

—Aquí es —dijo Michael—, la casa donde vive Fenwick se llama Moorside Cottage.

El jardín se veía muy bien cuidado. La casa era pequeña pero agradable, con los muros cubiertos de hiedra. Un estrecho sendero llevaba desde la entrada a la puerta del edificio, atravesando un jardín en miniatura. Atamos los caballos y tomamos el sendero. Salió a abrirnos la puerta un hombre de estatura mediana vestido con gran pulcritud.

—Señor Fenwick —dijo Michael—, le presento a la señorita Kellaway.

—Pasen, por favor. Tengo entendido que desea usted hablar conmigo, señorita Kellaway.

—Me gustaría mucho, y le agradezco que me haya permitido venir.

—No faltaría más —dijo él.

Michael explicó entonces que tenía asuntos que atender en la vecindad y que aprovecharía la oportunidad para hacerlo; volvería a buscarme al cabo de una hora aproximadamente, si nos parecía bien. El señor Fenwick se mostró de acuerdo. Me di cuenta de que la impecable corrección de Michael le llevaba a ausentarse durante la conversación.

El señor Fenwick me hizo pasar a una salita cuya chimenea estaba encendida. Había en la estancia numerosos objetos de bronce, muy relucientes. Toda la casa daba una impresión de absoluta limpieza.

—Tome asiento, señorita Kellaway —me dijo—. Siéntese junto al fuego; hace mucho frío esta mañana.

Lo hice, y él se sentó en un sillón frente a mí.

—Y ahora dígame, ¿en qué puedo ayudarla?

—Creo que puede usted decirme muchas cosas que me interesan. Llegué hace poco tiempo a la isla Kellaway y nunca había oído hablar de ella antes.

Él asintió.

—Conozco la historia —dijo—. Trabajé tanto tiempo para su padre que estoy enterado de los asuntos de la familia.

—Usted conoció a mi madre, naturalmente.

—Sí, y también a la primera esposa de su padre. —Y conoció también a mi hermanastra.

—Así es.

—¿Qué clase de hombre era mi padre?

El señor Fenwick vaciló.

—Usted debía de conocerle bien —insistí.

—Yo estaba con él a diario y gozaba de su confianza.

—Entonces, usted debía de conocerle tanto o más que cualquier otro habitante del castillo. Yo quisiera saber, en primer lugar, por qué se mostraba tan indiferente hacia su familia…, hacia mi hermanastra, hacia mí misma, hacia mi madre.

—No se mostraba indiferente hacia su madre ni hacia usted antes de que ella le abandonase.

—Pero ¿por qué le abandonó?

—No logró adaptarse a la vida de la isla. Deseaba constantemente salir de allí. Incluso le pidió a él que se trasladasen a vivir a otro lugar, pero él se negó, alegando que su deber era cuidar de la isla.

—Pero, cuando ella huyó, a él no le importó.

—Sí le importó. Ella había tratado de marcharse antes, pero él se lo había impedido. Dio orden de que no saliese de la isla ninguna barca sin su permiso. Nunca supimos cómo huyó la señora.

—Alguien debió de ayudarla.

—Eso es algo que nunca descubrimos.

—¿Qué sabe usted de mi hermanastra?

—Era una muchacha extraña que causaba a todos mucha preocupación.

—Eso es lo que he oído decir. ¿Cuál era la causa?

—Su carácter, al parecer.

—¿Mi padre no se preocupaba en absoluto de ella? ¿No intentaba hacerla feliz? Al fin y al cabo, era su hija.

El señor Fenwick calló, como preguntándose si debía decirme lo que sabía. Insistí amablemente.

—Recuerde que se trata de mi familia —dije—. Estamos hablando de mi padre. Si hay en mi familia algo fuera de lo normal, yo debo saberlo, ¿no le parece?

Por fin, él dijo:

—Su padre no estaba seguro de que Silva fuese hija suya.

—¿No estaba seguro?

—La señorita Silva era conocida como su hija, pero el señor Kellaway tenía sus dudas. Su primera esposa le había sido infiel. Ésta fue la razón por la que las cosas empezaron a ir mal. Él viajaba mucho por cuestión de negocios, y a veces pasaba fuera tres o cuatro meses. Silva nació siete meses después de que él regresase de uno de aquellos viajes. Era una niña perfectamente bien formada, pero al principio se creyó que era sietemesina, y más adelante se decía que este hecho explicaba sus rarezas. Pero no es seguro que lo fuese. Lo cierto es que su padre descubrió que la señora Effie había tenido un amante, y creyó que Silva era el fruto de aquella relación. Su padre no era un hombre compasivo. Se atenía a un código moral estricto y consideraba que los demás debían hacer lo mismo. Se produjeron violentas escenas entre los esposos y, en una de ellas, Effie, desesperada, confesó haber sido infiel, aunque no admitió que Silva fuese hija de su amante. El caso es que su padre no estuvo seguro de aquello, y cada vez que veía a la niña se despertaban sus sospechas. Acabó por no poder soportar su presencia. Effie murió de neumonía cuando la niña era aún muy pequeña; nunca se había cuidado mucho. Fue muy desgraciada, pero se preocupó mucho de Silva.

—¡Pobre Silva! ¿Es que mi padre no se daba cuenta de que lo que hubiese podido ocurrir no era culpa de ella?

—Se daba cuenta, desde luego, pero aun así no la quería. Solía decir: «Apartad a esa niña de mi vista».

—Y ella debió de darse cuenta —dije—. Y eso amargó su vida. Fue una crueldad por parte de mi padre.

—Las personas que tienen muy buen concepto de sí mismas suelen ser crueles, señorita Kellaway. Yo no creía que a usted le interesase realmente saber mucho sobre su padre.

—Necesito saberlo todo. ¿Cómo se llevaba con mi madre?

—Él esperaba mucho de aquel segundo matrimonio. Conoció a su madre en uno de sus viajes a Londres y la trajo con él a la isla. En los primeros tiempos de su matrimonio, él cambió un poco. Pero ella se sentía muy sola en la isla, como encerrada, y no era feliz. Sus caracteres no eran compatibles. Él se sintió muy desilusionado cuando se dio cuenta de que había cometido otro error. Lo cierto es, señorita Kellaway, que su padre no estaba hecho para el matrimonio. Tenía un carácter muy vivo y esperaba demasiado de los demás. Lo mismo le ocurría con la gente de la isla, que no simpatizaba con él. Era demasiado severo. Se consideraba a sí mismo justo, y lo era, pero la gente quiere un poco de humanidad en las relaciones; si ésta existe, saben olvidar una pequeña injusticia de vez en cuando. Los habitantes de la isla son hoy mucho más felices y mucho más prósperos que en vida de su padre.

—Jago ama su isla y trabaja afanosamente por ella —dije.

—Jago es un hombre muy ambicioso; en muchos aspectos, es más adecuado que su padre para dirigir la isla. Éste, en cierto modo, sentía celos de Jago, porque era consciente de ello. A menudo había una especie de tensión entre ellos. Jago, por otra parte, creía ser mucho más capaz de administrar la isla, cosa que ciertamente ha demostrado, y supongo que debía de sentir un cierto resquemor por el hecho de pertenecer a la rama ilegítima de la familia.

—Mi padre debió de ser consciente de la capacidad de Jago, puesto que le nombró heredero suyo.

Fenwick me miró con expresión incrédula.

—Pero, sin duda, usted debe de conocer el contenido del testamento… —dijo.

—¿Del testamento de mi padre, quiere usted decir?

—Naturalmente. Usted es la heredera de la isla. Sé qué edad tiene usted, pues recuerdo el año en que nació. El año que viene cumplirá veintiún años y, en esa fecha, entrará en posesión de su herencia.

—¿Mi herencia?

—Naturalmente. Su padre poseía un fuerte sentido de la justicia. Usted es su hija. Él estaba seguro de ello, mientras que no podía decir lo mismo con respecto a Silva. Dispuso en su testamento que Jago administrase la propiedad en su nombre hasta que usted alcanzase los veintiún años. Si usted moría sin herederos directos, la heredaría su hermanastra, la señorita Silva, pues, al fin y al cabo, él no estaba totalmente seguro de que no fuese hija suya. En el caso de que ustedes dos muriesen sin herederos, todo debía pasar a Jago. De modo que ahora Jago administra la isla en espera de que usted cumpla veintiún años.

Estaba atónita. Yo, que tantas veces había pensado en mí misma como en la pariente pobre, era ahora la heredera de una gran fortuna.

—Su padre era un hombre muy rico, señorita Kellaway. Naturalmente, se trata de una fortuna en tierras, pero, dado el precio actual de la tierra y la prosperidad de la isla, sobre todo en los últimos años, usted está a punto de heredar aproximadamente un millón de libras.

Yo… ¡millonaria!

—¡Es increíble! —exclamé, aturdida—. ¿Está usted seguro de ello? Yo no sabía nada.

—Me sorprende que no lo supiese. ¿No la informó Jago de todo cuando vino a la isla? Oí decir que estaba usted allí y creí que había venido con ese motivo.

—No sabía nada. Se me invitó a visitar la isla a causa de una desgracia que me ocurrió en Londres.

Él asintió.

—Sí, lo sé. Apareció en los periódicos. Es muy extraño que nadie le haya dicho nada.

—¿No estará usted en un error?

—Puedo estarlo, desde luego, pero me sorprendería mucho. Su padre hablaba a menudo conmigo de estos asuntos. Yo era para él más que un empleado, cuidaba de él personalmente. Confiaba en mí. Estábamos en buena relación, y yo entendía su modo de ser. Él decía a veces que era una desgracia no haberla vuelto a ver a usted desde que tenía tres años, y decía que, cuando él muriese, usted debía volver a la isla y familiarizarse con ella, considerarla su hogar. Sabía el amor que profesaba Jago a la isla, y estaba seguro de dejarla en buenas manos. Esperaba también que usted se diese cuenta de que Jago era necesario. «Naturalmente, me dijo una vez, ella se casará, y quizá su marido podrá administrar la isla como lo hace Jago ahora. Pero eso deberá decidirlo ella».

Yo estaba muda de asombro. Aquello cambiaba completamente mi idea de todo lo que había ocurrido. Yo, la heredera de la isla. Yo, millonaria en mi vigésimo primer aniversario, para el que faltaban sólo unos pocos meses.

Por fin dije:

—He venido a verle con la esperanza de saber algo de mi padre y de Silva, a quien considero mi hermanastra, y en lugar de ello me entero de esto.

—Lo que me extraña es que no lo supiese usted ya.

—Yo creía estar aquí en calidad de invitada de Jago. Estaba segura de que él era lo que yo denominaba el señor de Far Island. Quizás esté usted equivocado.

—Es posible. Voy a darle la dirección del abogado de su padre. Vaya a verle y averigüe la verdad.

—¿No se habría puesto él en contacto conmigo si lo que usted dice fuese cierto?

—Sí. Quizá la haya estado buscando. Hasta que apareció aquella noticia en los periódicos, no se supo dónde residía usted.

—Mi madre fue a vivir con mi abuela y, cuando mi madre murió, yo pasé a vivir con una prima suya. No debía de ser tan difícil localizarme.

—Es posible que estén buscándola ahora. Hace sólo un año que su padre murió, y los molinos de la ley, a semejanza de los de Dios, muelen despacio.

—Estoy completamente desconcertada.

—Es natural. Acaba de descubrir que es la heredera de una gran fortuna.

—No es solamente eso… aunque aún debo pensar lo que significa. Es el hecho de no saber nada.

El señor Fenwick me miró con cautela.

—Quizá Jago tenía sus razones para no decirle nada —sugirió.

Sentí que mis mejillas enrojecían. Veía a Jago en la isla de los Pájaros y recordaba el modo en que me había besado. ¡Claro que deseaba casarse conmigo! La isla iba a ser mía, y me parecía que él amaba la isla con una pasión que no podía sentir por nada más, por nadie más. Me sentía herida y desconcertada, pero entendía mejor algunas cosas. Había sido una buena idea ir a ver al señor Fenwick, aunque éste me hubiese revelado más cosas de las que convenían a mi tranquilidad.

—El señor Kellaway fue generoso conmigo —dijo—. Me legó el dinero suficiente para vivir con dignidad el resto de mis días. Los trámites del testamento no han terminado aún; estas cosas son muy largas. Pero tenía algún dinero ahorrado y compré algunas tierras de cultivo. Después me di cuenta de que no me agradaba aquel tipo de vida; vendí las tierras con provecho y compré esta casa.

—Se ha instalado usted muy bien en poco tiempo.

Se había levantado y se dirigía a un escritorio que estaba en un ángulo de la sala. Se sentó ante él y escribió algo en un trozo de papel que después me entregó. En él había escrito los nombres de Merry, Fair y Dunn, y una dirección.

—Son los abogados de su padre —me dijo—. ¿Por qué no va a visitarles? Estarán encantados de verla si han estado intentando localizarla; y debe de ser así, puesto que usted es la principal beneficiaría del testamento de su padre. Ellos le confirmarán, o le negarán, lo que le he dicho. Todo lo que puedo decirle es que su padre habló detenidamente conmigo de sus intenciones en cuanto al testamento, y recuerdo que un representante de Merry, Fair y Dunn visitó un día e] castillo. Esto ocurrió aproximadamente un año antes de que su padre muriese.

—Es extraño que, habiendo redactado un testamento en tales términos, no intentase encontrarme.

—Dijo que no quería complicarse la vida a aquellas alturas.

—¿Cuándo desapareció Silva?

—Pocos meses antes de que él muriese.

—¿No se preocupó de averiguar adónde había ido?

—No dijo nada al respecto.

—¡Qué crueldad!

—Recuerde que la señorita Silva le hacía pensar en la infidelidad de su madre. Quizá, si hubiese sido una niña diferente, más atractiva, más normal, le habría profesado algún afecto. Pero a menudo me preguntaba por qué tenía que preocuparse por ella, y una vez me dijo que sólo el temor al escándalo le hacía tenerla en el castillo.

—¿Conocía Silva las dudas de mi padre acerca de su paternidad?

—No lo creo. Pocas personas lo sabían. Yo lo sabía porque él confiaba mucho en mí. Pero era demasiado orgulloso para comunicar aquellas dudas a cualquiera.

—Quisiera que Silva estuviese aquí ahora. Me habría gustado tanto conocerla…

—Siempre fue una muchacha rebelde. Una vez amenazó con tirarse al vacío desde la torre del castillo. La institutriz que tenía en aquel momento le dijo; «Muy bien, tírate». Aquello la hizo cambiar de idea. Por eso, en adelante, nadie tomó en serio sus amenazas. Yo creo que aquella noche debió de salir en la barca como un desafío, con la esperanza de causar alarma, pero la situación se le escapó de las manos. No se pueden hacer bromas como ésta con el mar.

—Y nunca encontraron su cuerpo, aunque la barca volvió a la playa.

—Es evidente que se ahogó.

—Es extraño que no apareciese su cuerpo en alguna parte.

—Sucede a menudo. Debe de haber cientos de personas que se han ahogado y cuyos cuerpos no han sido encontrados nunca.

—¡Qué vida tan triste y tan trágica! Puede decirse, verdaderamente, que a veces los hijos pagan los pecados de los padres. Le estoy muy agradecida, señor Fenwick. Me ha contado usted muchas más cosas de las que esperaba.

—Tiene derecho a saberlas. Pero, por lo que respecta al testamento, tiene usted que visitar a esos abogados. Yo, por ser uno de los beneficiarios, no estuve presente cuando se firmó el documento, pero estoy seguro de que su padre me reveló sus verdaderas intenciones.

Dije que iría a ver a los abogados aquel mismo día, si me era posible. Cuando Michael volvió y le mostré la dirección, contestó que me acompañaría al lugar aquella misma tarde. El pueblo donde estaba el despacho de los abogados se encontraba sólo a unos pocos kilómetros, y Michael conocía el camino más corto.

En el despacho de los señores Merry, Fair y Dunn me enteré de que yo era efectivamente la heredera de una considerable fortuna, que pasaría a mis manos cuando cumpliese veintiún años, y que hasta aquella fecha sería administrada por Jago Kellaway. Asimismo, mi padre me aconsejaba en el testamento que mantuviese a Jago en el puesto de administrador.

Había algo más. Era cierto que, en el caso de que yo muriese sin herederos, la isla pasaría a ser propiedad de Silva Kellaway. Dado que, indudablemente, Silva había muerto, los abogados me explicaron que Jago Kellaway la seguía en la línea de sucesión. Esta última noticia hizo sonar un timbre de alarma en mi mente, pero en aquel momento no quise prestarle atención.

Estaba ansiosa por hablar con Jago. Necesitaba saber qué me diría cuando supiese lo que había descubierto, qué excusas me daría por no haberme informado. Aún estaba desconcertada. Me parecía extraño que la idea que dominaba mi mente no fuese la de que iba a ser muy rica, sino la de que Jago me había mantenido en la ignorancia de ese hecho. Y también pensaba continuamente que, de no existir yo, y dado que se daba a Silva por muerta, todo le pertenecería a él.

*****

Tuve un desengaño al ver que Jago no estaba en el castillo cuando volví. Cuando pregunté por él, Jenifry me dijo que no volvería hasta la hora de cenar.

Impaciente, subí a mi habitación, me lavé y me cambié, pero era demasiado pronto para bajar. Me puse a hojear nerviosamente el cuaderno de mi madre, e inevitablemente busqué el retrato de Jago, No dejaba de pensar en el momento en que había descubierto el agujero en el fondo de la barca. Era Jago quien me había regalado la Ellen. «Tendrás una barca para ti sola», me había dicho cuando me llevó a la playa y me mostró, satisfecho, la graciosa embarcación con mi nombre pintado a un lado. Yo había estado encantada, no sólo por la barca sino por el hecho de que él me la regalase. ¿Por qué pensaba ahora en aquello?

Volví a oír la fría voz del señor Dunn: «En caso de que usted falleciese sin herederos, la propiedad pasaría al señor Jago Kellaway». Había largas sombras en mi habitación. Percibí una atmósfera de peligro. Pero quizás aquella atmósfera había estado siempre allí.

Por fin llegó la hora de bajar a cenar. Lo hice, y el corazón me dio un vuelco al ver a Jago.

—¿Has pasado un buen día, Ellen? —me preguntó.

—Sí, mucho. Gracias.

Gwennol me observaba atentamente, con mirada dura y fría. Se preguntaba si me habría encontrado con Michael.

—He ido al continente —dije.

—Vaya, Ellen… —dijo Jago—. Has abandonado otra vez nuestra isla.

«Nuestra isla —pensé—. Querrás decir mi isla, Jago. O al menos lo será… o debería serlo… dentro de unos meses». Deseé que estuviésemos solos. Estaba impaciente por hablar con él. La cena me parecía larguísima y me costaba mantener la conversación cuando mi mente estaba fija en un solo asunto. Tan pronto como hubimos terminado, dije:

—Jago, quisiera hablar contigo.

Sus ojos adquirieron una expresión de alerta. Quizá pensó que había tomado una decisión con respecto a su propuesta matrimonial y, siendo como era incapaz de admitir una derrota, debió de pensar que yo no podía ocultar por más tiempo mi decisión favorable. Pasamos a la sala.

—Esta tarde —comencé sin rodeos— he hecho un descubrimiento sorprendente. He averiguado que soy la heredera de una gran fortuna.

No pareció en absoluto desconcertado.

—Bien, tenías que saberlo tarde o temprano —dijo tranquilamente.

—¿Por qué no me habéis dicho nada?

—Porque igualmente lo habrías sabido a su debido tiempo.

—Tenía derecho a saberlo desde el principio.

—Era mejor que no lo supieses desde el primer momento.

—¿De quién fue la idea?

—Mía, por supuesto.

—Me siento… engañada.

—Mi querida Ellen, me extraña que digas eso. Nadie te engañará mientras yo esté a tu lado para protegerte.

—Tú me dijiste que mi padre te había nombrado mi tutor hasta que yo cumpliese los veintiún años.

—Así es.

—Pero no me dijiste que yo heredaría la isla cuando llegase esa fecha.

—Iba a ser una agradable sorpresa.

—Esto no me gusta, Jago.

—¿No te gusta la perspectiva de heredar la isla?

—No me gusta que se me haya mantenido en la ignorancia. Por favor, explícame por qué lo habéis hecho.

—Al parecer, lo has descubierto por tu cuenta. Dime quién te ha informado.

—He ido a visitar al secretario de mi padre, al señor Fenwick, y él me ha dado la dirección de Merry, Fair y Dunn. El señor Dunn me ha revelado el contenido del testamento de mi padre.

—Bien, de modo que lo sabes todo. ¿Cómo has localizado a Fenwick?

—Le ha localizado Michael Hydrock a petición mía.

—Ah, ¿sí? ¿Está interesado Michael Hydrock en tu herencia?

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que se ha tomado muchas molestias para hacer lo que le has pedido.

—Ha sido un gesto de amistad. No irás a insinuar que le interesa mi herencia, ¿verdad? Yo diría que es lo bastante rico para no necesitar lo que yo voy a tener.

—No estés tan segura. A menudo, quien más rico parece tiene urgente necesidad de dinero. Cuanto más rica es una persona, más posibilidad tiene de cargarse de deudas.

«Está desviando la conversación —pensé—. Está atacando cuando debería estar a la defensiva».

—Tú sabías todo esto cuando viniste a Londres —le acusé.

—Ellen, no nos pongamos melodramáticos. No hace tanto tiempo que murió tu padre. Todavía no se han resuelto todas las formalidades del testamento. Yo fui nombrado tu tutor; ésta es la razón por la que tomé el asunto en mis manos. Quería conocerte y conocer al hombre con quien querías casarte. Su muerte me dio ocasión de invitarte aquí. Quería que vieses la isla, que llegases a amarla antes de saber que sería tuya un día.

—¿Por qué?

—Porque, mi querida Ellen, si tú hubieses sabido que ibas a heredar una remota isla que, en caso de ser vendida, representaría una gran cantidad de dinero, ¿qué habrías hecho?

—Habría venido a verla, naturalmente.

—Y, muy probablemente, la habrías vendido enseguida a alguna persona extraña. La isla Kellaway en manos de un desconocido… No quise correr ese riesgo. Quise que vinieses aquí, que vieses la isla personalmente, que llegases a amarla mientras ignorabas aún el contenido del testamento de tu padre.

—Y creíste que me casaría contigo antes de saber que la isla era mía…

—Eso no tiene nada que ver con nuestra boda. Pero será práctico para ti tenerme cerca para cuidar de ella y ayudarte a convertirla en un lugar aún más floreciente de lo que es ahora.

Miré aquellos ojos de gruesos párpados; sabía que no revelaban todo lo que había tras ellos. Y me sentí muy desgraciada porque no podía confiar en Jago. Cada vez veía más claro que, a pesar de todo, hiciera lo que hiciera, mi vida ya no tendría sentido sin él.

—Oh, Jago… —comencé a decir.

Él se acercó a mí rápidamente, me tomó en sus brazos y me estrechó contra sí, tan fuerte que casi me hizo daño. Apoyó los labios en mi cabello y me dijo:

—No temas nada, Ellen. Yo cuidaré de ti. No tienes nada que temer mientras yo esté a tu lado.

Me separé de él.

—Todo esto es tan absurdo… —dije, nerviosa—. ¿Por qué tuviste que actuar de un modo tan misterioso, Jago? ¿Por qué viniste a Londres sin decirme quién eras, y por qué fuiste a aquella casa? ¿Por qué?

—Quería verte… conocerte… antes de que supieses quién era yo.

—No lo comprendo —insistí.

—Quería saber algo de la familia con la que ibas a unirte. ¿Qué habría ocurrido si me hubiese identificado ante ti? Me habrías presentado a los Carrington, ¿no es así? Y yo no quería que se enterasen de mi presencia en Londres, pues estaba haciendo averiguaciones acerca de ellos.

—¿Acerca de los Carrington? Pero si son conocidísimos, y no sólo en Inglaterra…

—Exactamente. Siendo así, ¿por qué habrían de mostrarse tan satisfechos ante la próxima boda de su hijo con una joven que, por lo que ellos sabían, no tenía un céntimo?

—Porque tenían tanto dinero que podían permitírselo. No les importaba que yo fuese pobre.

—Voy a decirte algo, Ellen: en aquel momento, el dinero era lo que más le importaba a la familia Carrington. Creo que ellos tenían noticia de tu próxima herencia, y que éste fue el motivo de su satisfacción ante ese matrimonio. Necesitaban tu dinero. La isla habría sido vendida, y el producto de su venta habría pasado a reforzar, muy oportunamente, el imperio Carrington.

—Eso es sólo una hipótesis.

—Las cosas no son siempre lo que parecen, querida. Admito que amo esta isla. Confieso que no deseo que escape de mis manos. Tuve la mayor alegría de mi vida cuando te conocí y me enamoré de ti inmediatamente.

—Tu alegría hubiese sido ligeramente menor si yo no hubiese sido la heredera de mi padre.

—No lo niego. Pero no me habría importado. Decidí conquistarte como fuese, y habría encontrado algún medio de conseguir también la isla.

El sentido común me aconsejaba que no creyese lo que Jago me decía, pero mi sentido común no era tan fuerte como la atracción que sentía hacía él.

—Ahora, querida Ellen —siguió diciendo—, verás la isla de modo diferente. Te iniciaré en los secretos de la contabilidad. Los archivos se remontan a un siglo atrás; te encantará verlos. Trabajaremos juntos. Tendremos hijos y les educaremos para que amen la isla tanto como nosotros.

—Vas demasiado deprisa. Aún no he aceptado casarme contigo.

—Esto es un acto de crueldad por tu parte; tú sabes tan bien como yo que lo harás.

—A veces, Jago, tengo la impresión de que te crees un dios, y no un hombre.

—No está de más tener una buena opinión de uno mismo. Si uno no la tiene, nadie lo hará por él. ¿Dónde está el collar?

—Lo guardo en mi habitación.

—¿Por qué no lo llevas?

—El cierre no es fuerte. Tengo que hacerlo arreglar.

—Me gustaría que lo llevases, Ellen.

—Lo llevaré —dije, y pensé lo débil que era con él, yo, que siempre me había considerado una mujer fuerte e independiente.

Había iniciado aquella conversación pidiéndole explicaciones y ahora, porque él me había dado una, por poco plausible que fuese, abandonaba el tema. ¿Qué me estaba ocurriendo? Deseaba aceptar lo que él me decía. Deseaba estar con él. Sería diferente cuando estuviese sola.

Le dije que estaba muy cansada después de un día tan ajetreado y le di las buenas noches. Él me abrazó de nuevo y, durante unos momentos, no quiso dejarme marchar. Después dijo:

—Buenas noches, mi dulce Ellen. No temas a tus emociones. Nunca creí que lo hicieses. No tengas miedo del amor. Será una experiencia maravillosa, te lo prometo.

—Buenas noches, Jago —dije con firmeza, y subí a mi habitación.

Inmediatamente me asaltaron los temores de siempre. Oí que soplaba el viento y me acerqué a la ventana para mirar el mar, que apenas se veía a la luz de las estrellas y empezaba a estar agitado.

«¿Puedo creerle?», me pregunté. ¿Era posible que los Carrington supiesen que yo iba a heredar una gran fortuna? Philip, desde luego, no lo sabía. No podía creer aquello de él. Era cierto que su familia me había acogido extraordinariamente bien. Yo estaba segura de la buena fe de Philip, pero ¿habría sido astutamente utilizado por sus avispados parientes?

Era inevitable que aquella noche tuviese el sueño. Allí estaba otra vez la habitación, más familiar que nunca ahora que la había contemplado tantas veces en el cuaderno de mi madre. De nuevo oí aquellos susurros y miré aterrorizada aquella puerta que se abría. Y otra vez tuve la horrible sensación de que, detrás de aquella puerta, se escondía una gran amenaza para mí.

Al día siguiente evité la compañía de Jago. Me dije que debía estar sola para ordenar mis ideas. El lado frío y práctico de mi carácter debía asumir el control y valorar la situación como lo habría hecho un extraño, sin dejarse influir por la emoción.

Mi lado práctico resumió, pues, la situación: Jago había ido a Londres sin decir quién era; había ido a la casa de Finlay Square para hablar conmigo; y, a la muerte de Philip, me invitó a visitar la isla. Todo aquello era relativamente razonable, pero ¿por qué no me dijo que yo era la heredera de la isla? Quizá temía que desease venderla. Quería que yo amase la isla. Y no me había dicho quién era porque no quería que los Carrington supiesen de su presencia en Londres. Aquello parecía mucho menos plausible cuando Jago no estaba ante mí, mirándome con aquella seriedad y aquella expresión apasionada. Me había pedido que me casara con él dando a entender que lo hacía puramente por amor, pero ¿hasta qué punto era por amor a la isla?

Después se impuso la Ellen enamorada —pues había llegado a la conclusión de que estaba enamorada de él—, y ésta alegó que a Jago le agradaba hacer cosas extrañas, que no soportaba actuar como las personas corrientes. Él deseaba verme, y vino a Finlay Square porque sentía curiosidad por la casa que íbamos a comprar. Quería hablar conmigo a solas, pero la llegada de Rollo hizo imposible aquella entrevista. Cuando Philip murió, él me invitó a ir a la isla, lo cual era bastante lógico. Y era muy probable que una joven que había vivido casi siempre en Londres considerase la posibilidad de deshacerse de una isla remota que había heredado. Era cierto que se llegaba a amar la isla cuando se vivía en ella; así me había sucedido a mí. «Sí, sí —dijo la Ellen enamorada—, en cierto modo, todo lo que ha hecho Jago es comprensible».

Salí del castillo y subí a la cima de una de las colinas, desde donde se divisaba la mayor parte de la isla. Era verdaderamente hermosa, con su color verde interrumpido por el dorado de los arbustos de aulaga; las casas de techo anaranjado eran encantadoras. Y, dominándolo todo, estaban los severos muros de piedra que habían albergado a la familia Kellaway durante cientos de años. Y pronto todo aquello sería mío.

Vi que un hombre subía lentamente la colina. Su figura me resultaba familiar. No podía ser; tenía que estar soñando… Pero parecía…

—¡Rollo! —exclamé.

—La he sorprendido, ¿verdad? Pensé que la encontraría por alguna parte.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí?

—En una barca desde el continente. He venido a pasar un par de días en la isla. Me hospedo en la hostería. Tenía que resolver unos asuntos en Truro y se me ocurrió que podía visitarla. Esmeralda me dio sus señas.

—Ya entiendo.

—He venido a pedirle que me perdone. Temo que la última vez que nos vimos me porté muy groseramente con usted.

—Todos estábamos muy alterados.

—Fue tan repentino… tan inesperado. He tenido remordimientos por lo que le dije, Ellen. En definitiva, lo que ocurrió fue más grave para usted que para ninguno de nosotros.

—¿No se ha aclarado nada?

—No, nada. Ahora que lo he pensado detenidamente, tampoco yo puedo creer que Philip se suicidase.

—Yo no lo creí nunca. Quizás el arma se disparó accidentalmente mientras estaba limpiándola.

—No, no es posible; no hay señal alguna de que estuviese limpiándola.

—Debe de haber un error. Pero ahora ya nunca lo sabremos.

—Tenía que venir a verla, Ellen, porque quería pedirle que me perdonase.

—Lo comprendo. Soy consciente del gran dolor que debe de haber sufrido usted. Por favor, no se preocupe por lo que me dijo. No había nada de verdad en ello. No había disensión alguna entre Philip y yo.

—A medida que pasaban los días, he estado cada vez más seguro de ello.

—Así pues, olvidémoslo. Me alegra mucho saber que ya no me considera usted responsable. ¿Cómo está lady Emily?

—Como siempre. La recuerda a usted a menudo. Ahora no vemos mucho a la familia de su tía. Esmeralda está a punto de prometerse con Frederick Bellings; la última vez que la vi me pareció muy feliz. Tengo entendido que sufrió usted un accidente no hace mucho. Me lo dijo la dueña de la hostería.

—Hay que ver, cómo vuelan las noticias… Supongo que los criados lo habrán comentado. Sí, yo iba en una barca que volcó.

—¿Cómo ocurrió?

—¿Cómo ocurren estas cosas? De pronto me di cuenta de que la barca tenía una vía de agua. Por fortuna, un joven criado del castillo me vio y vino en mi ayuda. Y después llegó Jago Kellaway, y me rescataron entre los dos.

—¿Descubrió usted qué le había pasado a la barca?

—Estaba claro que tenía un agujero en el fondo.

—¿Y cómo se produjo?

—Eso es aún un misterio. Estuve a punto de ahogarme; no sé nadar muy bien y, además, las ropas dificultaban mis movimientos. Estoy casi segura de que no habría podido alcanzar la playa sola.

—¡Es terrible! Pero ya veo que el accidente no la ha afectado en exceso. ¿Y la barca? ¿La devolvió el mar?

—No, no ha aparecido aún.

—Es de suponer que ya no volverá.

—Me extrañaría mucho.

—La felicito por la buena suerte que tuvo. Mi querida Ellen, creo que es usted propensa a los accidentes. Recuerdo que, poco después de la muerte de Philip, se cayó por unas rocas. Quizá no tuvo usted bastante cuidado. Fue en el Salto del Muerto, ¿verdad? Es un lugar peligroso.

—Fueron unos momentos terribles. Sí, como usted dice, parece que soy propensa a sufrir accidentes.

Él sonrió y me tomó una mano.

—Está claro que tiene que ser más prudente. Examine las barcas antes de salir en ellas y, por lo que más quiera, no se acerque el borde de los precipicios. Dígame, ¿le agrada estar aquí? ¿Va a quedarse mucho tiempo?

—Creo que sí. La isla se ha convertido en mi hogar, algo que nunca tuve. Apenas puede decirse que la casa de la tía Agatha fuese realmente la mía. Aquí, en cambio, me siento cada día mejor.

—Tengo la impresión de que es una isla rica. La agricultura parece floreciente. El panorama que se divisa desde la colina más alta es magnífico; estuve allí ayer, y ahora pensaba ir de nuevo. Venga conmigo, si dispone de media hora.

—Con mucho gusto.

—Voy a marcharme esta tarde. Ayer también intenté encontrarla: mi principal deseo era pedirle excusas.

—Le agradezco que se haya molestado en venir. Me imagino que estará usted muy ocupado.

—Como siempre —respondió él.

Al mirarle, pensé que la idea de Jago de que los Carrington habían andado tras mi pequeña fortuna era ridícula.

—Se me ocurrió —añadió— que podía aprovechar la oportunidad que me ofrecía el viaje a Truro, y me alegro de haberlo hecho.

—Yo también. Si ve usted a Esmeralda, dígale, por favor, que la recuerdo mucho, y que espero que me comunique su compromiso.

Habíamos empezado a ascender por la ladera de la colina y nos encontrábamos bastante por encima del nivel del mar.

—Tenga cuidado —dijo Rollo—. Este trecho es peligroso. Un resbalón y cae uno pendiente abajo.

—Yo no resbalo nunca.

—En aquella ocasión resbaló.

—Lo que ocurrió fue que la barandilla cedió, no que yo resbalase. De todos modos, ahora tengo mucho cuidado. Mire, ahí abajo está la vieja Tassie. Está recogiendo lapas, cangrejos o lo que sea para preparar sus pócimas.

—Tiene aspecto de vieja bruja.

—Espero que no le haya oído, le echaría mal de ojo. Oh, nos ha visto. —Alcé una mano a modo de saludo.

—¡Buenos días, señorita Kellaway! —exclamó ella—. ¿Cómo está usted?

—Muy bien, Tassie —respondí—. Y usted también, espero.

Ella asintió y siguió su camino.

—Lo que está recogiendo —dije—, se convertiré en un filtro de amor para alguna muchacha enamorada, o quizá servirá para curar las verrugas o los orzuelos de alguien.

—Parece que llevan ustedes una vida muy pintoresca en esta isla. ¿Cree que Tassie me ha visto con usted?

—Ya lo creo. La vieja Tassie lo ve todo. Creo que a eso se debe que sus profecías resulten ciertas: a que tiene siempre los ojos muy abiertos.

Bajamos por la ladera hasta llegar otra vez al lugar donde nos habíamos encontrado. Rollo me tomó entonces la mano y me dijo:

—Así pues, ¿me ha perdonado usted? Si es así, puedo seguir mi camino con la conciencia tranquila.

—Sí —respondí—. Le agradezco que haya venido. ¿Por qué no viene a visitarnos al castillo?

—No, no puedo. Tengo que marcharme dentro de poco. Sólo he venido a verla. Si tengo tiempo, quizá volveré a visitarla a mi regreso.

—Me agradaría mucho —dije.

Cuando nos separamos, pensé en la insinuación de Jago de que los Carrington necesitaban dinero para consolidar su imperio. Aquello me parecía ahora completamente absurdo. ¡Qué día tan extraño había sido aquél! Y la visita de Rollo me había hecho recordar los días de mi noviazgo con Philip.

*****

Dos días después. Slack vino a mi encuentro en un estado de gran excitación.

—Señorita Ellen —me dijo—. ¡Ha vuelto!, ¡la Ellen ha vuelto!

—¿Dónde está?

—En una cala. La he escondido allí.

—¿Que la has escondido? ¿Por qué?

Sus ojos mostraron aquella expresión vaga.

—Pues no lo sé, señorita Ellen. Es como si me lo hubiese dicho una voz.

—¿Sabe alguien más que ha vuelto la barca?

—No. Yo estaba vigilando por si volvía. La he visto a lo lejos, balanceándose en el agua. He nadado hasta allí y la he traído. Después la he escondido en mi cala. Allí casi nunca va nadie. Venga a verla. Quiero enseñarle una cosa muy extraña. Venga conmigo.

Me condujo a la playa, a un lugar en el que yo no había estado antes, y que me pareció que quedaba a menudo aislado por la marea. Allí estaba la barca.

—Pero ésta no es la Ellen —dije.

—Sí que lo es.

—¿Dónde está el nombre, Slack? Esta barca no tiene nombre.

—Lo he borrado yo —dijo con expresión furtiva.

—¿Por qué?

Él se rascó la cabeza como hacía siempre que se encontraba desconcertado.

—No lo sé. Me ha parecido mejor —dijo.

—¿Por qué este misterio, Slack?

—Mire esto, señorita Ellen.

Señaló con el dedo el fondo de la barca. Había allí un orificio que parecía limpiamente taladrado.

«¿Cómo se ha producido este agujero?», me pregunté. Slack pareció leer mi pensamiento, pues respondió:

—Este agujero lo ha hecho una persona, señorita. Usted vio azúcar en el fondo de la barca. Si se hace un agujero en una barca y se tapa con azúcar, éste tarda algún tiempo en disolverse. Eso es lo que ocurrió. Está claro como el agua.

«Es horrible», pensé mientras trataba de alejar las sospechas que no dejaban de acudir a mi mente. Alguien había taladrado un orificio en mi barca, la que nadie utilizaba excepto yo. Alguien que sabía que yo no nadaba bien supuso que saldría sola al mar y que no volvería viva.

Me quedé mirando el orificio fijamente y después sentí que Slack, a mi lado, me apoyaba suavemente la mano en el brazo.

—Señorita Ellen —me dijo—, si está usted en apuros, venga a verme. Quizás el don que tengo me servirá para ayudarla. La señorita Silva me contaba sus preocupaciones. ¿Vendrá usted?

—Gracias, Slack —le dije—. Me alegro de tenerte por amigo.

Era imposible negar la evidencia. Saltaba a la vista que alguien deseaba mi desaparición hasta el punto de haber intentado matarme.