Capítulo 1

Una proposición de matrimonio

El sueño vino a turbar mi reposo la víspera del baile de presentación en sociedad de Esmeralda. No era la primera vez que tenía aquel sueño; se me había presentado periódicamente durante mis diecinueve años de vida. Hay algo inquietante en los sueños recurrentes, porque parece que encierren un significado que uno debe descubrir.

Cada vez me despertaba temblando de miedo, sin saber muy bien por qué. No era el sueño en sí lo que me inspiraba temor, sino la impresión que lo acompañaba: la impresión de que me amenazaba una gran desgracia.

Ocurría en una habitación. Había llegado a conocerla muy bien a fuerza de soñar con ella, pues era siempre la misma. No tenía nada de especial. Había una chimenea de ladrillo, con asientos a ambos lados, una alfombra roja y unos pesados cortinajes del mismo color. Sobre la chimenea había una pintura que representaba una tormenta en alta mar. Había varias sillas y una mesa de tijera. A intervalos, se oían voces. Yo tenía la impresión de que se me ocultaba algo, y de pronto me invadía aquella abrumadora sensación de que estaba a punto de ocurrir algo fatal y me despertaba presa del horror.

Eso era todo. A veces transcurría un año sin que se me presentase aquel sueño y me olvidaba de él, pero después volvía. Con el tiempo, fui observando más detalles en la habitación, como los gruesos cordones que retenían las cortinas rojas y la mecedora en un rincón, y, al aparecer aquellos detalles nuevos, la sensación de miedo se hacía más intensa.

Al despertar, me preguntaba qué podía significar aquello. ¿Por qué esa habitación había pasado a formar parte del mundo de mis sueños? ¿Por qué era siempre la misma? ¿Por qué sentía aquel temor a algo desconocido? Si aquella estancia era producto de mi imaginación, ¿por qué soñaba con ella repetidamente a través de los años? No había hablado con nadie al respecto. A la luz del día, la cosa parecería banal; los sueños más vividos casi siempre pierden interés cuando son referidos a otra persona. Pero, en el fondo, yo estaba convencida de que aquel sueño significaba algo, de que una fuerza extraña y por el momento desconocida me advertía de un peligro que se cernía sobre mí. Y de que quizás algún día descubriría cuál era.

Yo no era propensa a la fantasía; mi vida había sido demasiado dura. Desde el momento en que fui entregada a la custodia de la tía Agatha, se me había instado a no olvidar mi posición. El hecho de sentarme a la mesa con su hija Esmeralda, el hecho de estar al cuidado de la misma institutriz, el que se me permitiera pasear por el parque bajo la vigilancia de la misma ama eran, al parecer, privilegios por los que yo debía mostrar eterna gratitud. Ni por un momento debía olvidar que yo era la más indigna de las criaturas: la pariente pobre, cuyo único derecho a formar parte de los señores y no de la servidumbre era mi pertenencia a la familia. Y aun aquel derecho era muy pequeño, pues la tía Agatha era sólo prima segunda de mi madre, y por tanto el parentesco que nos unía era lejano.

La tía Agatha era una mujer de inmensas proporciones. Todo en ella rebasaba la medida de lo normal: su cuerpo, su voz, su personalidad… Ella mandaba en la familia; dominaba a su esposo —un hombre de corta estatura, o al menos lo parecía al lado de ella— y a su hija Esmeralda. El primo William, como yo le llamaba, era un hombre acaudalado que se había dedicado a importantes negocios. Creo que fuera de casa era un hombre influyente, pero dentro de ella estaba completamente sometido a su voluntariosa mujer. Hablaba poco; cuando me veía me dedicaba una sonrisa distraída, como si no recordase bien quién era yo y qué hacía en su casa. Creo que habría sido un hombre bondadoso de haber tenido la voluntad necesaria para oponerse a su esposa. Ella era conocida por sus obras de caridad. Determinados días de la semana estaban dedicados a sus reuniones benéficas. En esos días acudía a la casa un grupo de damas bastante parecidas a ella, y a menudo yo ayudaba a servir el té y los dulces. A la tía Agatha le agradaba tenerme presente en aquellas reuniones. «Es Ellen —explicaba—, la hija de mi prima segunda. Un caso muy triste. Quedó desamparada y vive con nosotros». A veces, Esmeralda me ayudaba a servir los dulces. ¡Pobre Esmeralda! Nadie habría dicho que era ella la hija de la casa. Siempre volcaba el té en los platos, y una vez dejó caer una taza llena en el regazo de una de las caritativas damas.

A mi tía la enojaba mucho que la gente tomase a Esmeralda por la pariente pobre y a mí por la hija de la casa. Me parece que la suerte de Esmeralda no era mucho mejor que la mía: «¡Esmeralda, ponte derecha! ¡No andes encorvada!», o bien: «¡Por Dios, Esmeralda, habla en voz alta! ¡No se entiende nada de lo que dices!». Pobre Esmeralda, qué mal le sentaba aquel nombre altisonante… Tenía los ojos de un azul muy claro, que se humedecían frecuentemente, pues a menudo estaba a punto de llorar; su cabello era rubio y fino, y parecía siempre aplastado. Yo le hacía las cuentas y la ayudaba con las redacciones. Ella me tenía un gran afecto.

A la tía Agatha le dolía tener sólo una hija. Ella habría querido tener varios hijos e hijas a los que mandar y mover de aquí para allá como piezas de ajedrez. Consideraba a su marido el único responsable de que hubieran tenido una sola hija, una niña de tan poca personalidad. En la casa era bien sabido que de los actos de la tía Agatha sólo resultaban cosas buenas y que, por tanto, las cosas malas eran consecuencia de los actos de los demás.

Había sido recibida por la reina, quien la felicitó por el bien que hacía a los pobres. Organizaba reuniones donde éstos eran aleccionados sobre su deber hacia sus superiores, y dirigía la confección de camisas y de prendas de percal. Era infatigable, y se rodeaba constantemente de un halo de virtud.

No era de extrañar que tanto su marido como su hija se sintiesen inferiores a ella. A mí, en cambio, no me sucedía así. Yo había llegado hacía tiempo a la conclusión de que las buenas acciones de la tía Agatha le causaban a ella tanta satisfacción como a los demás, y de que, si en algún momento dejara de ser así, se terminarían las buenas acciones. Ella se daba cuenta de que yo no la admiraba, y eso le parecía mal. No me quería. No es que sintiese gran afecto por nadie que no fuese ella misma, pero en su fuero interno, de algún modo, debía de ser consciente de que su marido le proporcionaba el dinero que le permitía vivir como vivía. En cuanto a Esmeralda, era su única hija y no podía dejar de prestarle algo de atención.

Pero yo era la extraña: una extraña que no mostraba la requerida humildad. Ella debía de notar mi sonrisa incontenible cada vez que la oía hablar de su último plan para hacer un bien a alguien. Sin duda, percibía mi negativa a conformarme con mi suerte. Estaba convencida de que ello se debía a la maldad heredada de mi padre, aunque siempre afirmaba que no sabía nada de él.

Su actitud hacia mí se hizo evidente desde mi entrada en la casa. Un día, cuando yo tenía unos diez años, me mandó llamar.

—Creo, Ellen, que ha llegado el momento de que tú y yo hablemos de ciertas cosas.

Yo era una vigorosa criatura de diez años, con una espesa melena casi negra, ojos azul oscuro, nariz corta y barbilla voluntariosa.

Me hizo quedarme de pie ante ella, en la estancia de la gran alfombra persa, el «estudio»; como ella lo llamaba, donde su secretaría escribía las cartas y hacía la mayor parte del trabajo benéfico cuyo prestigio recaía después sobre mi tía.

—Bien, Ellen —me dijo—, hemos de llegar a un entendimiento. Hemos de aclarar tu posición en esta casa, ¿no crees? —Sin esperar respuesta, continuó—: Estoy segura de que tú sientes el debido agradecimiento hacia mí… y hacia tu primo William Loring por tenerte con nosotros. Desde luego, a la muerte de tu madre podíamos haberte internado en un orfanato, pero dado que perteneces a la familia, aunque ciertamente nuestro parentesco es lejano, decidimos otorgarte nuestra protección. Tu madre, como ya sabes, se casó con un tal Charles Kellaway. Tú eres el resultado de ese matrimonio. —Frunció un poco la nariz, mostrando el desdén que sentía hacia mis padres y hacia su retoño—. Fue una unión desafortunada. Él no era el hombre que había sido elegido para ella.

—Debió de ser un matrimonio por amor —dije, pues se lo había oído comentar al ama, cuya tía había sido ama de la tía Agatha y estaba por ello muy enterada de las cosas de la familia.

—Por favor, no me interrumpas. Éste es un asunto muy serio. Tu madre, en contra de los deseos de la familia, se casó con ese hombre y huyó con él a un extraño y remoto lugar del que nunca habíamos oído hablar. —Me miró con gran severidad—. Antes de que transcurriese un año naciste tú. Poco después, tu madre, irresponsablemente, abandonó su hogar y volvió con su familia, trayéndote con ella.

—Yo tenía tres años —precisé, citando una información del ama.

Enarcó las cejas.

—Te ruego que no me interrumpas. Tu madre carecía absolutamente de recursos. Os convertisteis en una carga para tu abuela. Tu madre murió dos años después.

Yo tenía entonces cinco años. Recordaba vagamente a mi madre: los apretados abrazos que tanto me gustaban, la sensación de seguridad que no reconocí hasta que la perdí… Tenía una borrosa imagen en la mente: yo, sentada en la fresca hierba, y ella a mi lado, con un cuaderno de dibujo en las manos. Dibujaba mucho, y le ocultaba el cuaderno a la abuela, Yo me daba cuenta de que ella estaba en falta de algún modo, y me llenaba de alegría la idea de que yo era una especie de protectora suya. «Tú si me quieres, ¿verdad, Ellen? —me decía—. A ti no te importa lo que haya hecho…». Aquellas palabras resonaban en mis oídos cuando pensaba en ella, y me enojaba conmigo misma porque mis cinco años no me habían permitido entender lo que ocurría.

—Tu abuela ya no tenía edad para educar a una niña —continuó mi tía.

«No», pensé con amargura. La abuela me parecía increíblemente anciana, con sus labios apretados, su mirada fría y aquella pequeña cofia blanca que llevaba siempre. Era una mujer de mal carácter, que me llenó de terror cuando me di cuenta de que estaba sola con ella, de que había perdido a mi dulce compañera y cómplice y de que en el futuro tendría que sortear sin ayuda las dificultades con las que la vida me acechaba. Afortunadamente, soy una persona adaptable y logré desarrollar una estoica indiferencia ante los reproches y lamentaciones. No sentí dolor cuando murió la abuela, ni lo fingí tampoco.

—Al morir —prosiguió la tía Agatha—, tu abuela me pidió que me ocupase de ti, y yo se lo prometí solemnemente junto a su lecho de muerte. Y estoy decidida a cumplir mi promesa. Debes ser consciente de que, de no haberte traído a mi casa, estarías ahora en un orfanato, preparándote para entrar al servicio de alguna familia como doncella, o como institutriz quizá, si mostrases capacidad para aprender. Pero yo te traje aquí, y aquí compartes las clases de Esmeralda y vives como un miembro más de la familia. Te ruego que no lo olvides. No te pido gratitud, pero la espero. No creas que vas a gozar de todas las ventajas de que gozará mi hija eso no sería conveniente para tu carácter. Cuando llegues a la mayoría de edad, es posible que tengas que ganarte la vida. Por ello te aconsejo que saques provecho ahora de los inmensos beneficios de que dispones. Tendrás una institutriz gracias a la cual, al llegar a los dieciocho años, serás una señorita bien educada. Aprenderás, además, las costumbres y los modales de una familia distinguida. Te corresponde aprovechar todo eso: aprende cuanto puedas y recuerda siempre que todo lo debes a mi generosidad. Nada más.

Yo debía retirarme y reflexionar acerca de todo aquello, asombrarme de la gran suerte que había tenido y cultivar la humildad, la más deseable de las virtudes para las personas en mi situación y de la que yo andaba tan escasa. En algún momento, me había parecido incluso que la tía Agatha sentía afecto hacia mí, pues al mirarme adoptaba una actitud de satisfacción, pero pronto caí en la cuenta de que la satisfacción era debida a la buena acción que había llevado a cabo conmigo y no tenía nada que ver con mi persona. Incluso parecían causarle placer los numerosos defectos que yo empezaba a mostrar; según llegué a comprender, eso se debía a que, cuanto más me convertía yo en una carga, mayor era su mérito al soportarme.

Bien se ve que yo sentía poco afecto por la tía Agatha. Nuestros caracteres eran diametralmente opuestos, y además yo era el único miembro de la familia que le llevaba la contraria alguna vez. De pequeña, la idea del orfanato me atemorizaba, pero no tardé en darme cuenta de que nunca se me enviaría allí, porque mi tía no soportaría que sus amigos supiesen que se había librado de mí de aquel modo. De hecho, mi carácter difícil era para ella un motivo de placer. Creo que hablaba a sus amigos de mí más que de Esmeralda. Su hija carecía de personalidad, lo que no era ciertamente mi caso. A menudo, al salir de una habitación, oía comentarios referentes a mí: «Claro, su madre…», o bien: «Parece increíble que la pobre Frances fuese una Emdon». La pobre Frances era mi madre, y Emdon era el nombre de la noble familia a la que pertenecían ella y la tía Agatha.

Me volví más traviesa. Era «de la piel de Satanás», en palabras del ama. «Cuando se hace algo malo en esta casa —decía—, siempre es la señorita Ellen. La señorita Esme no hace más que seguirla a ella». A mi modo, yo era el terror de la casa tanto como la tía Agatha.

En invierno vivíamos en una casa que daba a Hyde Park. Cuando volvíamos del campo, al final del verano, me gustaba contemplar los árboles, que adquirían colores de oro y de bronce. La casa era alta. Esme y yo solíamos sentamos junto a una ventana del último piso y mirar los famosos edificios de Londres. La fachada norte de la casa daba al parque, pero desde la fachada oriental veíamos la sede del Parlamento, el Big Ben y el Oratorio Brompton. Oíamos la campanilla del vendedor de bollos y veíamos a las doncellas de blancas cofias que salían corriendo de las casas con sus platos. El ama mandaba siempre a alguien a comprar bollos, y nos sentábamos con ella junto al fuego, donde los calentábamos, les poníamos mantequilla y nos deleitábamos con su cremosa suavidad. Mirábamos a los barrenderos que pasaban, muchachos descalzos de aspecto tan pobre que nos entristecía; un día lloramos las dos al ver a un hombre que corría detrás de un cabriolé cargado de equipaje que se dirigía a la estación Paddington, con la esperanza de ganarse unos peniques subiendo los baúles al tren. Yo inventé sobre él una historia de miseria tan desconsoladora que hice llorar amargamente a Esmeralda. Era muy bondadosa, y cualquier cosa la conmovía. Estaba tan triste que tuve que rehacer la historia y contarla tal como lo habría hecho la tía Agatha: aquel hombre procedía de una buena familia, pero había malbaratado su herencia en las tabernas; pegaba a su mujer y tenía a sus hijos aterrorizados. La pobre Esme, dulce e ingenua, se dejó consolar.

Por las tardes, después de las clases, íbamos a dar un paseo por los jardines Kensington con el ama. Ella se sentaba en un banco junto a las flores mientras nosotras correteábamos sin alejarnos de ella. «Que yo no la pierda de vista, señorita Ellen, o sabrá lo que es bueno». Pocas veces le causaba yo problemas en este sentido, pues me gustaba quedarme cerca de ella y escuchar lo que hablaba con las otras amas.

—La madre de Esme es una verdadera furia. Yo no lo diría si no fuese porque mi tía fue ama suya, y todo queda en la familia. La señorita Esme es un alfeñique. La señorita Ellen, en cambio, está llena de vida. Se diría que es ella la hija de la casa y no la pariente pobre. Ya se lo echarán en cara, ya…

Las otras amas hablaban de sus señoras y de sus pupilos, y yo hacía callar a Esmeralda para poder oír mejor. Los demás niños gritaban, jugaban a la pelota, hacían girar sus peonzas o arrullaban a sus muñecas, y yo permanecía sentada en la hierba, sin hacer nada, detrás del banco del ama, escuchando descaradamente.

Sentía una curiosidad obsesiva por todo lo referente a mi madre.

—Dice mi tía que era realmente guapa. Creo que la señorita Ellen es su vivo retrato. Nos dará quebraderos de cabeza, ya lo veréis. Pero aún es una niña. Su madre volvió a casa desconsolada, según cuenta mi tía. Algo había ocurrido, aunque mi tía no sabe qué fue exactamente; el caso es que la señorita Frances volvió a la casa de su madre, trayendo a la niña. Pobrecilla, fue salir del fuego y caer en las brasas. Parece que nunca le perdonaron lo que había hecho. La abuela de la señorita Ellen era como la señora Agatha: les daba sopas y camisas a los pobres y en su casa le hacía la vida imposible a su hija, y a la pequeña también. Y después la señorita Frances murió, dejando a la señorita Ellen, a quien siempre han hecho sentir que era una carga. Una niña de cinco años, llena de vida, viviendo con una anciana como la señora Emdon… Y cuando murió la señora Emdon la recogió la señora Agatha. No tuvo más remedio, pero a cada momento le está recordando lo que hizo por ella.

Así iba recogiendo vagas informaciones acerca de mi origen. Pero había muchas cosas que no sabía. A menudo me preguntaba cómo había sido mi padre, pero nadie se refería nunca a él. Al mirar atrás, me daba cuenta de que nadie había sentido nunca gran amor por mí. La tía Agatha sentía interés por mí, en cierto modo, pero sólo porque yo era una más de sus buenas acciones.

Por fortuna, yo no tenía tendencia a cavilar demasiado. Por alguna extraña razón, tenía confianza absoluta en el futuro. Y Esmeralda, al menos, estaba contenta de que yo hiciera las funciones de hermana. Se sentía perdida sin mí. Nunca podía estar sola mucho tiempo, porque venía a buscarme, Tenía miedo de su madre, de la oscuridad, de la vida en general. Yo la compadecía; supongo que eso, en cierto modo, equivalía a alegrarme de ser yo misma.

En verano íbamos a la casa de campo del primo William. Los días que precedían a la marcha se originaba un revuelo terrible. Pasábamos varios días haciendo el equipaje y planeando con gran excitación todo lo que haríamos en el campo. Íbamos a la estación en la berlina; subir al tren, decidir si nos sentábamos de cara o de espalda a la locomotora, era motivo de agitación febril, una verdadera aventura. Naturalmente, nos acompañaba la institutriz, que cuidaba de que nos sentásemos bien derechas en los asientos de felpa y de que yo no alborotase demasiado al señalarle a Esmeralda los pueblos y los lugares por los que pasábamos. Algunos sirvientes estaban ya en la casa de campo, y otros venían después. La tía Agatha solía llegar una semana, más o menos, después de nosotras, que gozábamos así de una maravillosa tregua, y trasladaba sus actividades benéficas de la ciudad al campo. La finca estaba en Sussex, lo bastante cerca de Londres para permitir a la tía Agatha desplazarse allí sin demasiada incomodidad cuando lo requería la ocasión, y para que el primo William pudiese también atender a sus numerosas actividades sin dejar de gozar del aire del campo.

Esmeralda y yo montábamos en nuestros ponis, visitábamos a los pobres, ayudábamos a preparar la fiesta de la iglesia y, en general, nos iniciábamos en las actividades rurales de los señores.

En el campo, como en la ciudad, los Loring daban fiestas y recepciones. Esmeralda y yo aún no tomábamos parte en ellas, pero yo me sentía fascinada por aquellas solemnidades. Dibujaba los vestidos de las invitadas y me imaginaba a mí misma llevándolos. Hacía que Esmeralda se escondiera conmigo en la escalera para verles llegar y les observaba con deleite a medida que iban entrando en el gran salón, donde les recibían la tía Agatha, imponente en sus atavíos de gala, y el primo William, que parecía insignificante a su lado.

Yo sacaba a Esmeralda de la cama y la obligaba a contemplar conmigo el brillante desfile desde la balaustrada de la escalera; a veces me aventuraba hasta lo alto de ésta, exponiéndome a ser vista por el primero que levantase la mirada hacía allí. Esmeralda temblaba de miedo y yo me reía de ella, sabiendo que nunca me enviarían a un orfanato porque mi tía quería, por encima de todo, vanagloriarse de su bondad hacia mí. Después, saltando de alegría, me llevaba a Esmeralda a nuestro dormitorio y la hacía bailar conmigo.

Fue en el campo donde adquirí plena conciencia de la importancia de los Carrington. Hasta la tía Agatha mencionaba ese nombre con cierta reverencia. Vivían en una elegante mansión en lo alto de una colina; el señor Josiah Carrington era el terrateniente del lugar. Como el primo William, tenía importantes negocios en Londres y poseía una residencia allí, en Park Lane. Varias veces, al pasar por delante, el ama nos había señalado la casa: «Ésta es la residencia de los Carrington en la ciudad», susurraba, como si se tratase del mismo paraíso.

Los Carrington eran propietarios de la mayor parte de la aldea de Sussex y de las granjas circundantes. La esposa del señor Josiah Carrington era lady Emily, hija de un conde. Una de las grandes ambiciones de la tía Agatha era vivir en términos de familiaridad con los Carrington y, como era una mujer que sólo tenía que desear algo para obtenerlo, lo consiguió, hasta cierto punto. La casa de campo del primo William era un hermoso edificio estilo rey Jorge, de líneas elegantes, con un gracioso pórtico. La sala estaba en el primer piso; era espaciosa y señorial y tenía un hermoso techo artesonado. Era un marco ideal para celebrar reuniones. Allí «recibía» la tía Agatha los jueves, y los bailes y cenas que ofrecía eran muy concurridos. Si, por alguna razón, los Carrington no acudían, se desconsolaba. Se mostraba encantadora con lady Emily y afectaba gran interés por todo lo que ésta hacía. Por su parte, el primo William y el señor Josiah Carrington hablaban con gran interés de «la bolsa».

Philip Carrington me llevaba, más o menos, un año, y dos años a Esmeralda. La tía Agatha tenía gran interés en que Esmeralda y Philip se hiciesen amigos. Recuerdo el día en que conocimos al muchacho, en el campo, a principios del verano. Esmeralda le fue formalmente presentada en la sala; a mí se me había excluido. Después, la tía Agatha ordenó a Esmeralda que llevase a Philip a ver la cuadra y le enseñase su poni.

Philip era rubio, tenía pecas y los ojos de un azul muy claro; era aproximadamente de mi estatura, y yo era alta para mi edad. Pareció interesarse por mí, pues, según pude observar, había decidido ya desdeñar a Esmeralda y estaba molesto porque se le había obligado a estar con una niña pequeña.

—Supongo que vosotras montaréis ponis —dijo, con cierta ironía.

—Y tú, ¿qué es lo que montas? —le pregunté.

—Un caballo, naturalmente.

—Nosotras tendremos caballos más adelante —dijo Esmeralda.

Él no le hizo caso.

—También podríamos montar caballos —dije yo—. No son tan diferentes de los ponis.

—¿Y tú qué sabes?

Discutimos así todo el camino hasta la cuadra. Philip desdeñó nuestros ponis y yo me enojé con él, porque adoraba a mi Brownie. Aunque debo confesar que el desdén de Philip afectó en adelante mis sentimientos hacia el pobre animal. Después, Philip nos enseñó el caballo que había montado.

—Es muy pequeño —señalé.

—¿A que tú no podrías montarlo? —dijo él.

—¿A que sí?

Era un reto. Monté el caballo a pelo y le hice dar unas vueltas por el prado, audazmente, mientras Esmeralda murmuraba, temblorosa: «No, Ellen, no…». Debo admitir que sentía un poco de miedo, pero no podía tolerar que Philip me humillase, y además tenía que vengar el insulto que había recibido mi pobre Brownie.

Después montó Philip y exhibió sin modestia todas sus habilidades de jinete para despertar nuestra admiración. Él y yo discutíamos continuamente, pero no había duda de que eso nos divertía. Esmeralda, en cambio, estaba inquieta, porque creía que nos odiábamos.

—A mamá no le gustaría esto —me dijo—. Recuerda que Philip es un Carrington.

—Pues yo soy una Kellaway —repliqué—, que es tanto como ser un Carrington.

Aquel verano, Philip tenía un profesor particular en su casa y le vimos a menudo. Fue él quien me habló por primera vez de Rollo.

—Qué nombre tan raro —dije, y Philip enrojeció.

Rollo era su hermano mayor; le llevaba diez años. Philip hablaba de él con gran orgullo. Rollo debía de tener veintidós años, ya que Philip tenía doce; estaba en Oxford y, según Philip, podía hacerlo todo.

—Pues podría cambiarse el nombre —dije yo, para fastidiarle.

—¡Estúpida! Rollo es un nombre magnífico. Es un nombre vikingo.

—Los vikingos eran piratas —dije con desdén.

—Eran los dueños de los mares. Conquistaban todas las tierras a las que iban. Rollo era un gran jefe que fue a Francia, y el rey de Francia se asustó tanto que le dio un gran trozo de su país, y ese trozo era Normandía. Nosotros somos normandos. —Nos miró con desprecio—. Vinimos a Inglaterra y os conquistamos.

—Mentira —repliqué—. Nosotras también somos normandas, ¿verdad, Esmeralda?

Esmeralda no lo sabía. Le di un empujón. No tenía idea de cómo había que tratar a Philip. Aunque, de todos modos, ni él ni yo habríamos hecho caso alguno de su opinión.

—Pero nosotros éramos más que vosotros —dijo Philip—. Nosotros éramos los duques, y vosotras sólo la gente del pueblo.

—No señor, nosotros éramos…

Y así seguíamos interminablemente.

Una vez me dijo Esmeralda: «Mamá se enfadaría mucho si supiese cómo te peleas con Philip. Olvidas que es un Carrington».

Recuerdo cuando Rollo vino de Oxford. Le vi por primera vez cabalgando con Philip por los senderos. Montaba un caballo blanco y, cuando hubo pasado, le dije a Esmeralda que a Rollo sólo le faltaba uno de aquellos cascos con alas a los lados para parecer un vikingo. No les hablamos; Philip nos saludó al pasar, dejando claro que no podía perder tiempo con dos mocosas cuando se hallaba en tan magnífica compañía. En cuanto a Rollo, apenas nos dirigió una mirada.

Naturalmente, fue invitado a nuestra casa y recibido con todos los honores. La tía Agatha le aduló servilmente. El ama dijo después que la señora le consideraba como a una especie de dios y que había planeado atraparle para la señorita Esmeralda. «Él heredará los millones de la familia, supongo —dijo—. Aunque al señorito Philip también le tocará un buen pico».

Aquel mismo año, cuando ya estábamos en Londres, vi varias veces a Rollo. Cuando tenía fiesta, nos visitaba con sus padres. A mí me gustaban aquellos días en que los carruajes venían uno tras otro y se detenían ante nuestra puerta. Se colocaba, en honor de los invitados, una marquesina a rayas rojas y blancas. En la calle se congregaba un grupo de gente para verles llegar. A mí me gustaba mirarles desde una ventana de nuestras habitaciones.

Eran días muy agradables. Aquellas mañanas me despertaba presa de una deliciosa excitación. Los criados hablaban de los invitados y mencionaban a los Carrington a menudo. A veces, la tía Agatha y el primo William iban a Park Lane a cenar. Les mirábamos marcharse y lamentábamos profundamente que aquella cena no se celebrase en nuestra casa.

Como ya he dicho, buena parte de mi vida transcurría en compañía de los sirvientes. Y, siempre que me era posible, me sentaba sin llamar la atención a la mesa donde ellos comían, para escuchar sus conversaciones. Si venía Esmeralda conmigo, ellos hablaban con cuidado, pero cuando iba yo sola no les importaba mucho mi presencia, quizá porque sabían que mi condición sería un día similar a la de ellos.

Un día oí que uno de ellos decía: «La señorita Ellen no es ni una cosa ni la otra. Me parece que cuando sea mayor la mandarán a alguna casa a hacer de institutriz. Yo preferiría hacer de sirviente; al menos un sirviente sabe cuál es su lugar».

Aquello me alarmó, pero por poco tiempo. Estaba segura de que, cuando llegase el momento, sería capaz de cuidar de mí misma, y, por el momento, mi inconcreta situación social representaba una ventaja: la de poder estar con los señores y con los criados a la vez. Estos últimos hablaban con toda libertad delante de mí. Pronto me enteré de que «ella» y «él» eran la tía Agatha y el primo William, y de que «ella» era mezquina en materia de dinero: examinaba cada semana las cuentas de la cocinera y las analizaba implacablemente: «Él» le tenía miedo a «ella» y no se atrevía a imponérsele. «Ella» ansiaba ascender en la escala social. ¡Cómo iba tras aquellos Carrington! Era ridículo. Los Carrington tenían unas casas magnificas, tanto en Park Lane como en Sussex, y había llegado a oídos de la cocinera que «ella» le había obligado a «él» a comprar la casa de Sussex sólo porque los Carrington tenían su residencia allí. No dejaba de hacer planes para elevarse socialmente.

Por una serie de leves guiños y gestos de la cabeza, que no me creían lo bastante lista para interpretar, supe que «ella» estaba decidida a vincular su familia con la de los ilustres Carrington, y, dado que ellos tenían dos hijos y ella una hija, el método a seguir era bien fácil de adivinar.

Me quedé atónita. ¡Pretendían casar a Esmeralda con Philip o con el espléndido joven al que había visto en su caballo blanco! Sentí deseos de reír, y me pregunté si debía decírselo a Esmeralda. Pero no tenía sentido darle un susto de muerte; ya vivía siempre bastante atemorizada.

La vida estaba llena de cosas interesantes. Arriba, en nuestras habitaciones, podía espiar a quienes la tía Agatha me recordaba constantemente que eran mis superiores, y abajo, en la cocina, podía reunir información cuando todos se quedaban adormilados después de terminar el asado o el pastel de pollo, bien regados con el mejor vino de saúco o de amargón de la cocinera.

El misterio que rodeaba mi origen constituía también un motivo de satisfacción. Me habría parecido horrible tener por madre a la tía Agatha, como le decía a Esmeralda en mis momentos de maldad. Quizás el primo William habría sido un buen padre, pero su sumisión a su esposa no me permitía admirarle.

Así eran el otoño y el invierno. Los grandes fuegos en la chimenea, el estallido de las castañas en el horno, el vendedor de bollos, los cabriolés que pasaban por nuestra calle… Al mirarlos por la ventana, pensando en las personas que iban en ellos, inventaba toda clase de historias que Esmeralda escuchaba fascinada, para decir después:

—Ellen, ¿cómo sabes quién va en esos coches y adónde van?

Yo entornaba los ojos y silbaba.

—En el cielo y en la tierra, Esmeralda Loring, hay más cosas de las que has aprendido con la filosofía.

Esmeralda se estremecía y me miraba con reverencia, lo que me causaba un gran placer. Solía citar textos famosos, y a veces le hacía creer que no eran citas sino frases pensadas por mí. Y me creía. Ella no aprendía las cosas tan aprisa como yo. El hecho de que Esmeralda fuese tan torpe me daba una idea exagerada de mi inteligencia. La tía Agatha hacía todo lo que podía para quitarme de la cabeza aquella idea; puesto que, por el cotilleo de los sirvientes y por la actitud de mi tía hacia mí, deduje que yo no era una persona muy importante, aquella confianza en mí misma me servía de defensa.

Yo era de carácter intrépido, y ello dio lugar a la idea de que en mí había una vena de maldad. Me gustaban mucho los mercados. En nuestro barrio no había ninguno, pero varios sirvientes iban a ellos y yo les oía hablar. Una vez convencí a Rosie, una de las doncellas, para que me llevase con ella. Era una muchacha alocada que siempre tenía un novio u otro y que por fin había encontrado a uno que pretendía casarse con ella. Hablaba mucho de su ajuar, y siempre estaba comprando cosas para completarlo. Las traía a la cocina y se las enseñaba a los demás. «¡Mirad lo que he encontrado en el mercado! —exclamaba con los ojos brillantes—. ¡Es baratísimo!».

Como decía, un día le pedí que me llevase con ella. A ella también le agradaba actuar fuera de la ley. Me apreciaba bastante y solía hablarme de su novio, que era el cochero de los Carrington; pensaba vivir con él en una casita próxima a las cocheras.

*****

Nunca olvidaré aquel mercado, las antorchas de nafta y las roncas voces que pregonaban, en dialecto cockney, sus mercancías. En algunos puestos había montones de manzanas, a las que habían frotado hasta hacerlas brillar, y montones de naranjas, peras y nueces. Era un día de noviembre y se vendían ya el acebo y el muérdago. Admiré los artículos de loza y los de ferretería, las ropas de segunda mano, las anguilas cocidas en gelatina que podían comerse allí mismo o llevarse a casa, y aspiré con deleite la nube de aromático vapor que se desprendía del puesto de pescado y patatas fritas. Y, sobre todo, me gustaba la gente, que regateaba, se reía y se abría paso a empellones. Consideré que era uno de los lugares más interesantes que había visto nunca. Volví a casa con los ojos brillantes y me puse a urdir historias acerca de lo que había visto para impresionar a Esmeralda.

Le prometí que un día la llevaría allí. En los días siguientes, no dejaba de preguntarme por el mercado y yo inventaba descaradamente nuevas historias, que comenzaban con estas palabras «El día que Rose y yo fuimos al mercado…» y aquí seguían las más fantásticas aventuras, todas imaginarias, pero que tenían la virtud de subyugar a Esmeralda.

Y llegó el día en que fuimos efectivamente al mercado, y lo que siguió hizo que se fijase en mí el mismísimo Rollo Carrington. Recuerdo que fue una semana antes de Navidad, un día oscuro en que la niebla envolvía los árboles del parque. Me gustaban aquellos días; el parque, bañado en aquella tenue luz azulada, parecía un bosque encantado, y mientras lo miraba pensé: «Voy a llevar a Esmeralda al mercado».

Era el día ideal. Aquella noche, mis primos tenían invitados a cenar. En la casa no se pensaba en otra cosa. «Está como loca», dijo la cocinera, refiriéndose a la tía Agatha. Yo sabía lo que quería decir: la voz de la tía Agatha se oía por toda la casa. «Señorita Hamer —su sufrida secretaria para asuntos benéficos—, ¿tiene listas las tarjetas de la mesa? Asegúrese de que lady Emily se sienta a la derecha del señor, y el señor Carrington a la mía. El señor Rollo debe estar en el centro de la mesa, a la derecha del señor, naturalmente. ¿Han llegado las flores?». Corría por la casa como un huracán. «Wilton —el mayordomo—, asegúrese de que coloquen a tiempo la alfombra roja y la marquesina». Y, dirigiéndose a su doncella: «Yvonne, despiérteme a las cinco en punto y prepáreme el baño».

Bajó a la cocina a dar consejos a la cocinera («Como si yo no conociese mi oficio», comentó ésta). Tres veces mandó llamar a Wilton durante la mañana para darle instrucciones destinadas a los demás criados. Me crucé con ella en la escalera y pasó por mi lado sin verme. Y otra vez pensé: «Hoy es el día ideal para ir al mercado». El ama estaba ocupada planchando y nuestra institutriz había sido reclutada para ayudar en el arreglo de las flores. Le dije a Esmeralda que nadie se ocupaba de nosotras.

—Hoy es el día: podemos irnos y volver sin que nadie se dé cuenta. —El mercado debía verse a la luz de las antorchas, y en diciembre oscurece poco después de las cuatro y media—. Las antorchas son como volcanes en erupción —le dije a Esmeralda, exagerando—, y no las encienden hasta que oscurece.

Le dije al ama que Esmeralda y yo nos arreglaríamos solas y, poco después del té, que aquel día tomamos todos a las tres y media para dejar tiempo a los preparativos de la cena, nos pusimos en camino. Me había fijado bien en el número del autobús y en la parada donde habíamos bajado, y llegamos al mercado sin incidentes. Era alrededor de las cinco.

Observé con placer el brillo que aparecía en los ojos de Esmeralda. Miraba las tiendas, con su nieve de imitación en los escaparates, algodón en rama prendido en hilos, pero de efecto muy bonito, y los juguetes. Me la llevé de allí para ir a mirar la carnicería, donde colgaban de una barra los cerdos con naranjas en la boca, los costados de ternera y de cordero. El carnicero, con su delantal de rayas azules, afilaba largos cuchillos y gritaba: «¡Compren, compren!».

Vimos luego los puestos donde se amontonaban las frutas y las nueces; vimos al vendedor de ropa usada y a la gente que comía anguilas en gelatina, que se exhibían en jofainas azules y blancas. De una tienda venía el apetitoso olor a sopa de guisantes; miramos al interior y vimos a la gente sentada en bancos, tomándose la humeante sopa. Y vimos al organillero con su monito sentado encima del órgano y con la gorra en el suelo, donde la gente echaba dinero.

Me encantaba ver que Esmeralda no consideraba exagerada mi descripción de las bellezas del mercado.

Cuando la mujer del organillero se puso a cantar, con voz penetrante y aguda, la gente se agrupó donde estábamos nosotras. Mientras estábamos allí escuchando, se acercó, abriéndose paso entre la gente, un carro que llevaba una considerable cantidad de objetos de ferretería que entrechocaban ruidosamente.

—¡Cuidado! —gritaba una voz alegre—. ¡Dejen paso a Harry! ¡Apártense, por favor!

Me aparté de un salto y quedé atrapada entre la gente, que me subió en volandas a la acera. Varias personas le dijeron cosas a Harry cuando éste pasaba, y él les contestó de modo amable y gracioso. Me quedé mirándole con interés, a él y a otras personas que estaban por allí. De pronto, me di cuenta de que Esmeralda no estaba a mi lado.

Miré a mi alrededor. Me abrí paso entre la gente; llamé a Esmeralda, pero ella no me respondió. No me asusté enseguida. Tenía que estar en el mercado, me dije; no podía estar lejos. Había supuesto que no se alejaría de mí; se lo había advertido, y a ella no se le habría ocurrido irse por su cuenta. Seguí buscándola, pero no se la veía por ninguna parte. A los diez minutos, comencé a asustarme de verdad. Yo llevaba el dinero que habíamos cogido con gran esfuerzo de nuestras huchas, en las que tan fácil era introducir las monedas y tan difícil sacarlas (había que meter en la ranura la hoja de un cuchillo, hacer que la moneda cayese sobre la hoja y sacarla). ¿Cómo podría Esmeralda volver a casa sin dinero? A la media hora, empecé a estar muy asustada. Había inducido a Esmeralda a venir al mercado y se había perdido.

Mi imaginación, que tan agradable me resultaba cuando podía dominarla, resultó ser ahora un enemigo implacable. Imaginé que habían raptado a Esmeralda y que algunos malvados personajes como el Fagin de Oliver Twist le enseñaban a robar carteras. «Pero ella no aprenderá —me decía—; la detendrán enseguida y la devolverán a casa con sus padres». Quizá se la habían llevado unos gitanos; en el mercado había una gitana que decía la buenaventura. Le oscurecerían la piel con zumo de avellanas y la obligarían a vender cestos. O quizás alguien la había raptado y trataría de obtener un rescate por ella. Y todo por culpa mía. La aventura del mercado era tan audaz que sólo habíamos podido emprenderla un día que pudiésemos volver a casa sin ser vistas. Sólo había sido posible en un día como aquél, cuando se preparaba una cena importante.

Y ahora Esmeralda se había perdido. ¿Qué podía hacer yo? Decidí que debía volver a casa y confesar lo que había hecho; así mandarían a gente a buscarla.

No me agradaba la idea de volver sola, pues sabía que aquello nunca se me perdonaría, y podía dar lugar incluso a que me enviasen a un orfanato, pues, siendo yo culpable de tal pecado, la tía Agatha se sentiría con derecho a alejarme de la casa. Yo sospechaba que lo único que le hacía falta era aquella justificación. Así que me resultaba difícil abandonar el mercado. Me dije que buscaría un ratito más y recorrí otra vez el lugar, mirando atentamente por si daba con Esmeralda.

Una vez me pareció verla y corrí hacia ella, pero me había equivocado. Debía de ser tarde. El viaje hasta el mercado había llevado su buena media hora; yo llevaba aproximadamente una hora allí, y quedaba aún el viaje de vuelta.

Fui a la parada de coches y esperé. ¡Cuánto tardaba el coche! Estaba cada vez más nerviosa. ¡Qué tonta era Esmeralda! Echarle la culpa a ella me proporcionaba un cierto alivio. ¿Quién le mandaba alejarse de mí?

Por fin llegó el coche. ¿Qué iba a decir al llegar a casa? ¡Qué alboroto se armaría! ¿Habría logrado Esmeralda volver sola?

Bajé del vehículo y me dirigí a casa, con intención de entrar disimuladamente por la puerta de los criados. Con un estremecimiento, vi que se había colocado ya la marquesina y la alfombra roja y que empezaban a llegar los invitados. Di la vuelta hasta la parte trasera. Tenía que encontrar a Rose, que sería comprensiva conmigo. Era probable que estuviese en las cocheras, porque allí estaría el cochero de los Carrington y ella no quería perder ni un minuto de su compañía.

Fui a las cocheras. Rose no estaba allí. Lo único que podía hacer era ir a casa y confesarlo todo a la primera persona que encontrase. ¿A la cocinera? Pero la cocinera estaría atareadísima en la cocina, dando los últimos toques a la cena. Al ama, quizás. Ella sabía que yo era, según expresión suya, atolondrada por naturaleza, y no me reñiría tanto por lo que había hecho. «Es su naturaleza, su herencia…» susurraría.

Entré por la puerta de la servidumbre. No vi a nadie. Subí la escalera que llevaba al vestíbulo, y allí oí voces. Había un policía, en actitud respetuosa, competente y tranquilizadora, y junto a él, muy pequeña en comparación, estaba Esmeralda, muy pálida.

—Se había perdido —explicaba el policía—. La hemos traído tan pronto como nos ha indicado dónde vivía, señora.

La escena me pareció un cuadro que nunca iba a olvidar: la tía Agatha, resplandeciente en un escotado traje de noche cuajado de esmeraldas y diamantes, y el primo William, impecable en su traje de etiqueta, habían tenido que bajar al vestíbulo desde lo alto de la escalera, donde habían estado recibiendo a sus invitados, para recibir a su hija, que se había escapado y volvía a casa de la mano de un policía.

En aquel preciso momento llegaron los Carrington: el señor Carrington, lady Emily y Rollo. Aquella suprema mortificación hizo que se estremeciera de pies a cabeza la monumental figura de la tía Agatha; sus pendientes de pedrería tintinearon. Esmeralda se echó a llorar.

—Ahora ya ha pasado todo, señorita —dijo el policía.

—¿Qué ocurre? —preguntó lady Emily.

—Nuestra hija se ha perdido y… —empezó a decir el primo William, pero fue inmediatamente silenciado por la tía Agatha.

—¿Dónde esté el ama? ¿Dónde se ha metido? —En aquel momento, Esmeralda me vio a través de sus lágrimas y me llamó—: ¡Ellen!

La tía Agatha se volvió y dirigió hacia mí su mirada de basilisco.

—¡Ellen! —exclamó, con una voz llena de malos augurios.

Me adelanté.

—Sólo hemos ido al mercado… —empecé a decir.

—¡Wilton!

El mayordomo acudió enseguida, cortés, discreto, digno.

—Sí, señora —dijo—. Llevaré a las señoritas a sus habitaciones. —Y añadió, dirigiéndose al policía—: Si tiene la amabilidad de seguirme, le ofreceremos un refrigerio y un testimonio de nuestra gratitud. Ah, señora, aquí está el ama.

El ama me tomó a mí con una mano y a Esmeralda con la otra. Su cólera era evidente por la presión de sus dedos. Yo sabía que tendría que dar muchas explicaciones, pero de momento sólo sentía alivio porque Esmeralda estaba bien. Otra cosa recuerdo de aquellos momentos: los ojos azules de Rollo, que me contemplaban con interés. Mientras el ama nos arrastraba escaleras arriba, me pregunté qué pensaría. Los invitados nos miraban con curiosidad; algunos sonreían. Después subimos el segundo tramo de escaleras hasta nuestras habitaciones.

—Sólo queríamos ver el mercado, ama —expliqué.

—Esto puede costarme el empleo —murmuró el ama, enojadísima—. Y ya sé de quién ha sido la idea, señorita Ellen. No trate de achacárselo a la señorita Esmeralda, porque la ha arrastrado usted.

—Yo también quería ir, ama —murmuró Esmeralda.

—A usted la ha incitado Ellen —insistió el ama—. Si la conoceré yo…

—Muy bien, ha sido idea mía —dije—. Deje en paz a Esmeralda.

—No sé lo que va a decirle la señora, Ellen, pero no quisiera estar en su lugar.

Nos mandó a la cama sin cenar, cosa que no nos importó mucho. Echada en la cama, me puse a pensar cómo sería la vida en un orfanato. Mucho más tarde, cuando los invitados ya se iban, vino Rosie a mi cuarto. Le brillaban los ojos, como siempre que venía de ver a su novio. Se sentó al borde de la cama y me dijo, con una risita:

—¡Qué ocurrencia has tenido! No tenías que haberte llevado a la señorita Esmeralda. Ya podías pensar que se perdería o que le pasaría algo.

—¡Cómo iba yo a saber que sería tan tonta!

—Y marcharos solas así… Os espera una buena.

—Ya lo sé —dije.

—Bueno, no te preocupes. En el mar es peor, como decía el primer novio que tuve, que era marinero.

—¿Cómo son los orfanatos, Rosie?

Con una sonrisa, Rosie me explicó:

—Mi prima Alice se educó en un orfanato, y es toda una señorita. Es institutriz; ni siquiera habría soñado con hacer de sirvienta. Y tiene muchos pretendientes. En el mundo hay muchos huérfanos, querida.

Se inclinó y me dio un beso. Vi que quería consolarme; era feliz porque acababa de ver a su prometido y quería que todo el mundo fuese feliz también.

Supuse que me iría bien en el orfanato.

A la mañana siguiente, la tía Agatha me mandó llamar. Parecía haber pasado la noche en blanco.

—Te has portado muy mal, Ellen —me dijo—. No sé qué hacer contigo. Ya sé que no tienes la culpa de esas malas inclinaciones, pues son hereditarias, pero ¿qué vamos a hacer contigo? Otras familias te apartarían de su lado. Nosotros hemos de pensar en nuestra hija. Pero la familia es la familia. Tú pones a prueba nuestra paciencia. Ellen, la mía y la de mi esposo. Te advierto que si quieres seguir viviendo bajo nuestro techo, tendrás que enmendarte.

Le dije que no sabía que Esmeralda se perdería, y que de no haber sido así, nadie se habría enterado de nuestra escapada.

—¡Esta falsedad es intolerable! —exclamó—. Ahora me alegro de que Esmeralda se perdiese, aunque el disgusto me estropeó la velada de anoche. Por lo menos, ahora sabemos de cuánta maldad eres capaz.

Le hizo saber al ama que yo debía permanecer en mi habitación hasta que me aprendiese de memoria el fragmento «La clemencia es como una lluvia» de El mercader de Venecia. Declaró que quizás eso me enseñaría a mostrar gratitud hacia aquellos que habían usado la clemencia conmigo, y a recordar que aquélla podía ser la última vez que lo hacían. No se me daría más que pan y agua para comer hasta que conociese el fragmento a la perfección y, mientras estaba recluida, debía reflexionar acerca del trastorno que había causado.

—No sé lo que pensarían los Carrington de ti. No me extrañaría que no te permitiesen ver más a Philip.

Después de aquello, me autorizó a retirarme. Aprendí el fragmento en un tiempo muy breve. Más adelante, la tía Agatha descubrió que me gustaba mucho la poesía y que no me resultaba difícil aprender un poema de memoria; entonces tomó la costumbre de castigarme obligándome a hacer labores. Leer y releer unos versos hermosos era algo que me encantaba; cubrir una tela de puntitos me parecía una tortura. Pero, por aquella época, la tía Agatha aún no lo había descubierto.

Esmeralda no pudo aprender su fragmento tan deprisa como yo; cuando tuvo que recitarlo ante nuestra institutriz, me coloqué muy cerca de ella y la ayudé.

Para Navidad se empezó a olvidar en la casa nuestra travesura. Philip vino a vernos cuando empezaron sus vacaciones y se le permitió jugar con nosotras en el parque. Le conté nuestra visita al mercado, y cómo Esmeralda se había perdido, y él, lleno de desprecio, le dio un empujón y la tiró al arroyo. Esmeralda chilló y él se quedó en la orilla, riéndose de ella, mientras yo me metía en el agua para sacarla. Entonces vino el ama, que nos llevó apresuradamente a casa para quitarnos la ropa mojada antes de que pillásemos una pulmonía.

—Me echarán a mí la culpa —le dije a Philip.

—Te lo mereces —dijo él. Le importaba un bledo que Esmeralda pillase una pulmonía—. No te pasará nada —dijo—. Tú no eres tan tonta como ella.

Cuando Esmeralda, efectivamente, se resfrió, el ama relató el incidente a algunos de los criados, y estoy segura que todos creyeron que yo había empujado a Esmeralda al agua.

¡Pobre Esmeralda! Debo admitir que la tratábamos muy mal. No era exactamente que Philip y yo nos aliásemos contra ella, sino que ella carecía de nuestro espíritu aventurero y nosotros éramos demasiado jóvenes para respetar aquella diferencia. Recuerdo el terror que le causaba a Esmeralda el Salto del Muerto. La sola mención del nombre de aquel lugar bastaba para infundir terror en los espíritus timoratos, entre los que se contaba ella. Era un precipicio cercano a Trentham Towers, situado a bastante altura. Era peligroso, porque el estrecho sendero que llevaba a él estaba al borde mismo de la abrupta pendiente y, cuando había humedad, se ponía resbaladizo. Había varios letreros que advertían del peligro. En resumen, un lugar que no podía dejar de atraer a personas como Philip y yo. Además de peligroso, el Salto del Muerto era un lugar terrorífico, pues se decía que lo visitaban los espíritus de las muchas personas que se habían suicidado allí. En la vecindad había ya una frase hecha para cuando alguien parecía deprimido: «¿Qué te pasa? —Le decían—, ¿vas a tirarte por el Salto del Muerto?».

Era nuestro lugar predilecto, y nos burlábamos de Esmeralda cuando ésta mostraba alguna reticencia a acompañarnos allí. A Philip le hacía gracia situarse al borde mismo del precipicio para mostrar su intrepidez, y yo, naturalmente, había de imitarle. Un día nos vieron allí y, cuando la cosa llegó a oídos del preceptor de Philip, se nos prohibió ir. Pero aquello, como era de esperar, sólo hizo que el lugar nos resultase más atractivo, y llegamos a convertirlo en lugar de reunión. «Nos veremos en el Salto del Muerto», decía Philip como quien no quiere la cosa, medio esperando que no me atreviese a ir sola. Cuando él me desafiaba de aquel modo, yo no dejaba de ir, si bien un poco asustada, pues el lugar era impresionante, sobre todo si uno estaba solo.

El tiempo empezó a pasar muy aprisa. Pero hubo en nuestra infancia otro incidente que atrajo la atención sobre mí y que creo que dio a la tía Agatha la justificación que necesitaba para deshacerse de mí. Yo tenía catorce años, una edad en la que habría podido mostrar mayor sensatez. Philip tenía quince. Ocurrió en el campo. A Philip se le ocurrió que podíamos tomar el té al aire libre. Encenderíamos una hoguera, haríamos el té en ella y viviríamos como indios o como gitanos, lo que nos pareciese mejor. Lo importante era la hoguera. Necesitábamos una olla para hervir el agua y Philip me dijo que la trajese yo.

—En la cocina de tu casa tiene que haber muchas —dijo—. Tienes que traer té, una botella de agua y dulces. Haremos una hoguera.

Le dije a Esmeralda que cogiese dulces de la cocina, y yo cogí la olla. Philip traería parafina, que, según él, iba muy bien para encender fuego.

—Es mejor que seamos gitanos —dijo Philip—. Habríamos raptado a Esmeralda; nos la habríamos llevado de su casa y pediríamos rescate por ella. Y la tendríamos atada.

—Yo también quiero ser una gitana —rogó Esmeralda.

—No puede ser —dijo Philip brevemente. ¡Pobre Esmeralda! Siempre le tocaba el papel de víctima.

Lo que ocurrió fue que abusamos de la parafina. Philip había recogido algunos helechos y los regó profusamente con el líquido. La hoguera ardió con una fuerza que al principio nos encantó y después nos dio miedo. Philip y yo no podíamos acercarnos al fuego, y Esmeralda, con los tobillos atados, amordazada, muy incómoda y disconforme con su papel, estaba muy cerca de las llamas. Tratamos de contener el fuego, pero éste se propagaba. Tuve la precaución de desatar a Esmeralda; para entonces parecía que todo el campo estaba en llamas.

No hubo más remedio que pedir ayuda. Los criados tuvieron mucho trabajo para apagar el fuego y evitar que alcanzase los sembrados. Hubo un gran revuelo.

—¡Y en las tierras de los Carrington! —profería la tía Agatha, como si hubiésemos profanado un lugar sagrado.

Fue una suerte que un Carrington estuviese mezclado en el asunto, pero aun así la tía Agatha me echaba la mayor parte de la culpa. La oí decir al primo William:

—Está claro que Ellen es incontrolable. No quiero ni pensar adonde puede arrastrar a nuestra Esmeralda.

Hube de escuchar otro sermón.

—Tienes catorce años, Ellen. A tu edad, muchas jóvenes sin recursos llevan ya años ganándose la vida. Nosotros no olvidamos que eres pariente nuestra, y por ello hemos querido ser buenos contigo, Pero se acerca el momento en que deberás pensar en tu futuro. Ni mi esposo ni yo deseamos abandonarte a la deriva. Hacemos todo lo que podemos para ayudarte, a pesar de lo poco que nos lo agradeces, pero esta última fechoría me hace pensar que nuestros esfuerzos han sido en vano. Demuestras una lamentable falta de disciplina y debes ser castigada. Mereces unos azotes. Le he dicho a mi esposo que es su deber administrarte el castigo y vendrá después a tu habitación para cumplir con este penoso deber. Además, empezarás un nuevo álbum de labores, que inspeccionaré personalmente cada semana. El poema que aprenderás es: «Sopla, sopla, viento invernal; no son tan crueles tus embates como la ingratitud humana».

Lo que siguió a esto fue aún más deprimente.

—He estado hablando con mi esposo de tu futuro, y los dos estamos de acuerdo en que debes disponerte ya a ganarte la vida. No puedes vivir indefinidamente de nuestra generosidad. Se te ha permitido acompañar a Esmeralda, aunque temo que tu influencia no ha sido muy buena y a veces creo que Esmeralda habría estado mejor sin ella, pero, dentro de pocos años, se concertará para ella un matrimonio y no tendrá ya necesidad de tu presencia. Mi esposo y yo no olvidamos que perteneces a la familia, por lo que no te arrojaremos al mundo sin miramientos. A su debido tiempo, encontraremos para ti una colocación adecuada, pues sería inadmisible que un miembro de nuestra familia trabajase como sirviente. Te colocaremos como institutriz o bien como señorita de compañía. Nuestro círculo de amistades es amplio, y esperamos encontrar en su momento el puesto adecuado para ti. No será tan fácil como pueda parecer, pues no deseamos que trabajes con una familia a la que nosotros pudiéramos visitar; eso daría lugar a situaciones embarazosas. Tendremos que buscar la colocación con el máximo cuidado. Entre tanto, debes prepararte. Debes estudiar mucho. Debes aplicarte más, sobre todo en la costura. Hablaré de esto con la institutriz. Cuando Esmeralda sea presentada en sociedad y contraiga matrimonio, espero haber encontrado un empleo para ti. Y ahora confío en que estés arrepentida de lo que has hecho. Acepta el castigo, pues lo mereces sobradamente, y ve a tu habitación. Mi esposo irá allí después.

¡Pobre primo William! Le compadecí. Se presentó, nervioso, llevando el bastón con el que había de pegarme. Le desagradaba en extremo el encargo que se le había hecho. Me eché boca abajo en la cama y él me golpeó ligeramente los muslos con el bastón. Sentía deseos de reír. Después, el primo William, con las mejillas enrojecidas, me dijo brevemente: «Bien, espero que esto te haya servido de lección».

Fue un consuelo poder reírme del primo William, pues me sentía muy inquieta por el futuro. Aquella noche soñé otra vez con la habitación de la alfombra roja, y me desperté con la conocida sensación de temor.

*****

Pasaron los años rápidamente. Llegó y pasó mi decimoctavo cumpleaños. Se acercaba más y más el momento en que debería empezar a ganarme la vida. Esmeralda solía consolarme diciéndome: «Ellen, cuando yo me case, podrás venir a vivir conmigo si quieres».

No envidiaba a Esmeralda. Habría sido imposible. Carecía de personalidad; no era fea, pero cuando salíamos juntas, era a mí a quien la gente miraba. Mi cabello negro y mis ojos azul oscuro llamaban la atención, y mi nariz «inquisitiva», como decía Philip, me daba el aspecto de estar haciendo una pregunta. Pero Esmeralda, al menos, tenía el porvenir asegurado. A nuestro alrededor lo veíamos constantemente: las jóvenes eran presentadas en sociedad, se casaban con el hombre elegido para ellas y se convertían en madres. Todo estaba cuidadosamente planificado. Para las muchachas que tenían que salir adelante solas, como era mi caso, todo era muy diferente.

En aquellos años ocurrieron uno o dos incidentes de relativa importancia por los que fui objeto de las iras de la tía Agatha, pero nada tan grave como la visita al mercado o el incendio en tierras de los Carrington. En el campo continuaban las actividades benéficas de la tía Agatha; Esmeralda y yo participábamos en ellas: visitábamos a los pobres y les llevábamos lo que mi tía llamaba «chucherías», generalmente cosas que ella no habría considerado dignas de su mesa. Antes de regresar a Londres, decorábamos la iglesia para el Festival de la Cosecha y acudíamos a las tómbolas de la parroquia, en las que teníamos nuestro propio puesto. Jugábamos el papel de ayudantes de la «dama caritativa». En Londres, montábamos a caballo en el Row, ayudábamos a servir la merienda en las recepciones de la tía Agatha, cosíamos para los pobres, participábamos en las campañas del partido conservador, paseábamos por el parque y vivíamos, en general, la vida de dos muchachas de buena familia.

Pero, en un momento dado, ocurrieron ciertos cambios. Al acercarse el momento en que Esmeralda sería presentada en sociedad, empezaron a separarnos. Esmeralda iba al teatro con sus padres y yo no les acompañaba. A menudo ella iba de visita con su madre, y yo me quedaba en casa. La modista, que desde hacía años pasaba unas semanas en la casa cuando se preparaba una celebración importante, se instaló para una temporada larga y se puso a hacer hermosos vestidos nuevos para Esmeralda. Para mí no hubo nada especial; me siguieron haciendo, como siempre, cuatro vestidos al año: para la primavera, el verano, el otoño y el invierno.

Sentía que se acercaba aquel desastre que intuía en mis sueños.

Esmeralda estaba un poco desorientada. No le gustaba salir sin mí, cosa que ahora le tocaba hacer siempre, a excepción de los paseos por el parque y las visitas a los pobres.

Los Carrington ocupaban un lugar importante en nuestras vidas. Eran los amigos más íntimos de la tía Agatha. El nombre de lady Emily se mencionaba veinte veces al día. Philip acompañaba a menudo a sus padres, y un día fueron al teatro la tía Agatha, el primo William, Esmeralda y él. Fueron a ver El abanico de lady Windermere, que se representó por primera vez en febrero, en el teatro St. James. Yo había oído decir que, aunque era una comedia ligera, rebosaba de ingenio y de graciosos epigramas. Imaginé que Esmeralda no comprendería el sentido de la obra.

Les vi marcharse en el carruaje, y después les vi volver. Cuando Esmeralda subía a su cuarto, salí a su encuentro y le pedí que me hablase de la pieza. Me hizo un breve resumen del argumento y me dijo que Philip se había reído mucho todo el rato. Al salir del teatro habían ido a cenar y lo habían pasado muy bien. Esmeralda estaba muy bonita con su vestido de noche verde azulado y su capa de terciopelo azul. Yo habría dado cualquier cosa por tener una capa como aquélla, pero sobre todo habría dado cualquier cosa por ir al teatro con Philip.

Al día siguiente fuimos a dar un paseo por el parque acompañadas por el ama, que aún vivía con nosotros. Cuando Esmeralda se casase, el ama iría con ella para cuidar de sus niños. La tía Agatha era partidaria de mantener a las amas en la familia, pues eso aseguraba su fidelidad. Además, todas las buenas familias lo hacían.

Ahora que éramos mayores, el ama caminaba siempre unos pasos por detrás de nosotras, sin apresurarse, como un perro guardián. Si se nos acercaba algún joven, aceleraba el paso y se colocaba a nuestro lado, cosa que siempre me hacía gracia. Aquel día nos encontramos con Philip en el parque y se unió a nuestro paseo. Era algo perfectamente legítimo y no requería la vigilancia del ama. No había que olvidar que era un Carrington. En tono de acusación, Philip me dijo:

—¿Por qué no viniste al teatro ayer noche?

—Nadie me invitó —respondí.

—¿Quieres decir…? —Se detuvo y me miró—. ¡No puede ser!

—Pues es. ¿No sabías que soy la pariente pobre?

—Oh, cállate, Ellen —rogó Esmeralda—. No me gusta que hables así.

—Te guste o no, querida, es cierto.

—Cuando mis padres vayan otra vez al teatro, insistiré en que te inviten a ti también —aseguró Philip.

—Te lo agradezco mucho, Philip —dije—, pero no me gusta ir donde no me quieren.

—¡Tonta! —me dijo, dándome un empujón como hacía cuando éramos niños.

Me agradó ver que Philip no me trataba como a la pariente pobre.

Iba a celebrarse un gran baile en nuestra casa. Abrirían las puertas plegables de tres salas del primer piso, para formar un amplio salón de baile que decorarían con plantas. Sería el baile de presentación en sociedad de Esmeralda. Ésta iba a lucir un vestido muy especial, de seda y encaje azul. Tilly Parsons, la modista, pensaba que le llevaría una semana hacerlo. «Ay, Señor, cuántos pliegues y volantes…», murmuró.

A mí se me iba a permitir asistir al baile, y por esa razón también yo tendría un vestido nuevo. Yo soñaba con un vestido de gasa azul oscuro que realzase el color de mis ojos; me veía flotando por el salón mientras todo el mundo comentaba que yo era la más hermosa. A Esmeralda no le importaría que fuese así, pues era realmente muy bondadosa. Además, no sentía ningún deseo de desempeñar el papel principal; no le gustaba ser el centro de atención.

La tía Agatha me mandó llamar. Yo habría podido imaginar de qué se trataba. Había cumplido los dieciocho años, y las amenazas que habían ensombrecido mi niñez no habían sido en vano.

—Ellen, puedes sentarte.

Me senté, inquieta.

—Ellen, convendrás conmigo en que has llegado a una edad en la que debes ponerte a trabajar. Yo he hecho cuanto he podido para encontrarte una colocación, y ahora mis esfuerzos se han visto recompensados. Por fin tengo un empleo para ti.

Se me aceleró el corazón.

—La señora Oman Lemming —prosiguió mi tía— va a quedarse sin institutriz dentro de seis meses. Le he hablado de ti y está dispuesta a recibirte con la posibilidad de darte el puesto.

—La señora Oman Lemming… —balbucí.

—Es la hija de lord Pillingsworth. Somos amigas de toda la vida. Yo consideraba que no sería aconsejable que estuvieses en una casa a la que podíamos ir de visita, pero éste es un caso especial. Tendrás que ser discreta y mantenerte apartada cuando nosotros estemos allí. La señora Oman Lemming comprenderá que es una situación delicada, pues es una buena amiga mía. Le he rogado que venga a tomar el té conmigo, y lo hará la próxima semana. Así tendrá oportunidad de verte, y confío, Ellen, que tendrás presente tu deber, pues si no le agradas, será muy difícil colocarte. Los empleos como éste no abundan, ¿sabes?

Me quedé muda de asombro, lo cual era absurdo. Nunca había pensado realmente que aquello llegara a ocurrir algún día. Mi injustificado optimismo no me permitía creerlo. Pero ahora lo tenía ante mí: la desgracia de mi sueño llegaría dentro de seis meses. La tía Agatha, que esperaba en aquel punto oírme expresar gratitud, suspiró y se encogió de hombros.

—Deseo que tengas todo lo que necesites para tu trabajo, lo que nos lleva a la cuestión de tu vestido de baile. He escogido la tela. Es negra, un color muy práctico, y voy a ordenar a Tilly Parsons que lo haga en un estilo que no pase de moda. Puede llegar el día en que necesites un vestido como éste, y no quisiera que carecieses de él.

Yo sabía el tipo de vestido que sería: adecuado para una mujer de edad media, y capaz de resistir hasta que yo alcanzase aquella edad. Me sentí angustiada.

Cuando conocí a la señora Oman Lemming, se hicieron realidad mis peores temores. Como la tía Agatha, era una mujer voluminosa que llevaba grandes plumas en el sombrero y largos y apretados guantes de cabritilla gris. Por la montaña de su busto descendía una gruesa cadena de oro, y en su blusa centelleaba un voluminoso broche. Me di cuenta de que se trataba de una mujer muy semejante a la tía Agatha y se me cayó el alma a los píes.

—Ésta es Ellen Kellaway —dijo mi tía.

La señora Oman Lemming se llevó los impertinentes a la cara y me observó. Creo que no quedó muy satisfecha.

—Es muy joven —comentó—. Pero quizá no sea un inconveniente.

—Es mucho más fácil moldear a los jóvenes a nuestro modo, Letty —dijo mi tía, y yo pensé lo incongruente que resultaba aquel nombre en una mujer tan imponente.

—Tienes razón, Agatha. Pero ¿sabrá cuidar de los niños?

—Es cierto que posee poca experiencia en ese sentido, pero se ha educado con Esmeralda y ha compartido su educación.

La señora Oman Lemming inclinó la cabeza como un oráculo omnisciente. Observé que tenía los ojos muy juntos; cuando me observaba, su boca mostraba una expresión fría. Me desagradaba su aspecto, y la perspectiva de vivir cerca de ella en una situación subordinada no me causaba ningún placer.

Entonces se volvió hacia mí.

—Tengo cuatro hijos —me explicó—. Hester, la mayor, tiene catorce años; Claribel, once; James, ocho y Henry, cuatro. James irá pronto a la escuela y, en su momento, Henry hará lo mismo. Las niñas se quedarán en casa y, si la contrato a usted, su obligación será ocuparse de ellas.

—Estoy segura —dijo mi tía— de que no encontrarás lagunas en los conocimientos de Ellen. Nuestra institutriz me decía siempre que era más lista de lo corriente.

¡Una alabanza de la tía Agatha por primera vez en mi vida! Pero, naturalmente, sólo indicaba cuánto deseaba librarse de mí.

Quedó acordado que, al cabo de cinco meses, uno antes de que se marchase la actual institutriz, yo me trasladaría a la casa de los Oman Lemming para ser instruida en mis futuros deberes. Aquella perspectiva me deprimió enormemente.

Durante el paseo por el parque, Philip se reunió con nosotras. Su compañía se estaba convirtiendo en una costumbre. Caminamos los tres, con el ama detrás.

—Tienes muy mala cara esta mañana —me dijo Philip.

Por una vez, me resultó difícil hablar y fue Esmeralda quien lo hizo primero.

—Es esa dichosa cuestión del empleo.

—¿Cómo? —dijo Philip.

—Ah, tú no sabías nada. Mamá le ha encontrado una colocación a Ellen. Con la señora Oman Lemming. Como institutriz de sus hijas.

—¡Una colocación! —Philip se detuvo en seco y se me quedó mirando.

—Tú ya sabías que tendría que irme algún día —dije—. Es hora de que me gane la vida. Por lo visto, he estado demasiado tiempo viviendo de la caridad. Ni los miembros de la familia pueden aspirar a ello para siempre.

—¡Tú… institutriz! —exclamó Philip, mientras se echaba a reír.

—Yo no le veo la gracia —dije secamente.

—¡Tú enseñando a niños! ¡Es para morirse de risa!

—¡Muy bien, muérete! Para mí no es cosa de risa.

—Ellen cree que aparecerá alguna solución —dijo Esmeralda—, y yo también lo creo.

—Es posible —dije—. Si he de ser institutriz, prefiero encontrarme yo misma el empleo, y os aseguro que no trabajaría con la señora Oman Lemming.

—Pero quizás encontrarías algo peor —dijo Esmeralda—. ¿Te acuerdas de cómo trataba la anciana señora Herron a su señorita de compañía?

—Sí, pero no creo que fuese peor que la señora Oman Lemming.

—No te preocupes —dijo Philip, tomándome del brazo—. Vendré a verte.

—Eres muy bueno, Philip —murmuró Esmeralda.

—Lo cierto es que te olvidarás completamente de mí —dije, con irritación.

No me respondió, pero siguió tomándome del brazo.

Pasaban los días con una rapidez alarmante. Hubo sesiones de prueba con Tilly Parsons para mi vestido de baile. Era negro, de grueso terciopelo, y tuve una pugna con Tilly por la cuestión del escote. Yo quería el vestido escotado, pero aquello no concordaba con el modelo elegido por la tía Agatha. Cuando hube logrado que Tilly estrechase la cintura y cortase el cuello algo más bajo, el vestido quedó un poco más presentable, pero seguía siendo demasiado serio para mí. Como había dicho acertadamente mi tía, podía durar veinte años sin pasar de moda. No, pensaba yo amargamente: aquel vestido nunca pasaría de moda porque nunca lo había estado.

El ama estaba triste: se acercaba el momento en que habría de separarse de sus pupilas. Era el destino que, según explicaba, correspondía a todas las amas.

—Se los traen a una de pequeñitos; una lo hace todo por ellos y después se hacen mayores.

—Vamos, ama —le dije—, no querrás que los niños no crezcan nunca para no separarte de ellos.

—Es triste —insistió ella—. Pero el tiempo pasa. Y, cuando la señorita Esmeralda tenga hijos, iré con ella. Y esto, por lo que yo sé, no tardará mucho en ocurrir. Pobre señorita Esmeralda; necesitará de alguien que la ayude.

El rumor me llegó a través de Rosie, que lo conocía por su novio, el cochero.

—Se ha hablado del asunto, tanto allí como aquí. Quieren casarlos pronto. Dicen que los jóvenes son impacientes. ¡Qué gracia! El otro día le dije a mi William: «¡Pero si la señorita Esmeralda no sabe siquiera por qué ha de estar impaciente!».

—¿Quieres decir que están preparando el casamiento de Esmeralda?

—Con Philip —susurró Rosie—. Claro que les habría gustado más casarla con el otro.

—¿Con el hermano mayor?

—Sí. Con el tal Rollo.

—¿Y por qué no lo intentan?

Rosie apretó los labios para indicar que sabía algo que estaba deseando decirme, pero que no debía hacerlo. Vi que sería necesaria mucha persuasión, pero que acabaría por descubrir de qué se trataba. Y así fue.

—Fue hace cosa de un año… Hubo un gran alboroto. Dentro de la familia, desde luego. De puertas afuera fue muy secreto.

—¿Qué pasó, Rosie?

—Pues que el señorito Rollo se casó. Dicen que se casaron a escondidas. Hubo un gran revuelo, pero todo a puertas cerradas, y en Park Lane las puertas son de roble y muy gruesas, te lo digo yo.

Asentí, comprensiva.

—Pero tú te has enterado…

—Sí, se han ido sabiendo cosas. Parece ser que se escaparon juntos. Fue un disgusto terrible para la familia. Después, el señorito Rollo les convenció y se reconciliaron. Pero a ella nunca la vimos. Era muy extraño. Se decía que el señorito Rollo estaba en el extranjero con su esposa, nada más. Era muy raro, porque nunca la vieron por la casa. Y después averiguamos…

—¿Qué?

—Parece ser que a la esposa le ocurría algo. Está en algún lugar, pero no viene a la casa.

—Entonces, ¿está aún casado con ella?

—Claro que sí. Y por eso han de casar a Esmeralda con el señorito Philip.

Yo pensaba mucho en Rollo. Siempre había creído que había en él algo especial, y que no podía ocurrirle nada corriente. Al parecer, no me había equivocado.

Pasaron ocho días. Una noche fuimos al teatro con los Carrington; a mí me invitaron también: Philip cumplió su palabra. La tía Agatha estaba muy molesta. «No comprendo por qué lady Emily ha incluido a Ellen en la invitación —la oí comentar—. Es muy poco oportuno, teniendo en cuenta que Ellen trabajará pronto más o menos en nuestro círculo. Eso podría dar lugar a alguna situación embarazosa. No sé si debería decírselo a lady Emily». ¡Qué antipática me resultaba la tía Agatha! Más que nunca, pues ahora contribuía a ello mi temor al futuro. Traté de no pensar en ello, pero mi capacidad para olvidar las cosas desagradables y pensar que aquello nunca sucedería no era tan grande como antes.

La obra era la segunda que se estrenaba de Oscar Wilde, Una mujer sin importancia. Me gustó muchísimo la interpretación del señor Tree, y en los entreactos hablé animadamente de la obra con Philip y con el señor Carrington, entre quienes estaba sentada. Observé que la tía Agatha me miraba con intensa desaprobación, pero no hice caso. Lo estaba pasando muy bien. El misterioso Rollo no estaba con nosotros, y Esmeralda, sentada al otro lado de Philip, hablaba muy poco.

Al día siguiente, la tía Agatha me reprendió.

—Hablas demasiado, Ellen. Es una costumbre que tendrás que aprender a reprimir. Creo que el señor Carrington estaba un poco molesto.

—A mí no me pareció que estuviese molesto —repliqué, sin poder evitarlo—. Estuvo muy simpático, y parecía interesado en lo que yo decía.

—Mi querida Ellen —dijo la tía Agatha, en un tono que mostraba el poco afecto que me tenía—, el señor Carrington es un caballero y por nada del mundo dejaría ver su desaprobación. Creo que lady Emily fue un poco imprudente al invitarte, dada tu posición. De nuevo debo pedirte que asumas un papel más modesto.

Pero, por más que dijese, no podía quitarme el placer de aquella velada. Además, estaba segura de que al señor Carrington le habían hecho gracia mis comentarios y la forma en que Philip y yo discutíamos la obra. En cuanto a lady Emily, vi que era bastante distraída y que, probablemente, ni siquiera estaba al corriente de que yo era la joven que salía a divertirse por última vez antes de asumir su triste papel de institutriz.

Se acercaba rápidamente la noche del baile. Las tres grandes salas del primer piso se abrieron para formar un hermoso salón de baile. En las tres estancias había balcones, que daban por un lado al parque y por el otro a unos jardines y a unos hermosos edificios. En aquellos balcones crecían, en complicadas macetas, plantas verdes, y cuando el salón fue decorado con flores, el efecto de conjunto fue encantador.

En el comedor, en una serie de mesas pequeñas, se serviría una cena fría. Una orquesta de seis músicos tocaría durante el baile y durante la cena. No iba a repararse en gastos, pues se trataba del baile de presentación en sociedad de Esmeralda, y la tía Agatha quería que todos, en especial los Carrington, supiesen, por si no lo sabían ya, que los padres de Esmeralda estaban en muy buena posición y podían darle una buena dote.

Me vi llevada por la excitación de los preparativos, a pesar de mi descontento con mi vestido. El negro no era un color que me agradase; el corte era muy serio, y apenas entraba en la categoría de vestido de baile. Cuando vi el de Esmeralda, un hermoso modelo de un color azul verdoso, de seda y encaje, me sentí llena de envidia. Era exactamente el vestido que yo habría deseado. Pero, naturalmente, no era práctico, y no habría resistido el paso de los años como el de terciopelo negro.

La noche anterior al baile soñé una vez más con la estancia de la alfombra roja. Yo estaba cerca de la chimenea y oía unos susurros, como siempre, aunque en aquella ocasión me parecieron más próximos, y después, de pronto, me asaltó aquella sensación de temor. Miré la puerta y ésta empezó a abrirse, cosa que no había ocurrido en los sueños anteriores. Entonces se apoderó de mí un verdadero terror. No podía apartar los ojos de aquella puerta, que se abría con gran lentitud; sabía que lo que temía, fuese lo que fuese, estaba tras ella.

Entonces me desperté. Estaba sudando y temblando de miedo. El sueño había sido muy real. Siempre lo era, pero aquella vez la terrible amenaza se había acercado un poco más. Me senté en la cama. Qué tonta era al asustarme tanto por un sueño, por un sueño en el que, al fin y al cabo, no aparecía nada, sólo una habitación.

Entonces vi que se había abierto la puerta del armario y me pareció que en su interior oscilaba una figura. Otra vez me sentí horrorizada. Después vi que era el vestido de baile negro, que estaba allí colgado. Debía de haber olvidado cerrar bien la puerta del armario. Volví a echarme y me reprendí a mí misma. Había sido sólo un sueño. Pero ¿por qué tenía siempre el mismo? Traté de eludir aquella sensación de desastre inminente, pero no sabía cómo hacerlo. Hacía seis semanas que me había entrevistado con la señora Oman Lemming; se acercaba el momento.

Pero a la noche siguiente se celebraría el baile. Era cierto que no tenía más que un vestido negro que no me gustaba, pero ya me había conformado con él. Me encantaba bailar; lo hacía mucho mejor que Esmeralda, que tenía poco sentido del ritmo. Decidí apartar de mi mente el recuerdo de la señora Oman Lemming.

Por la mañana, llegó a la casa un paquetito que, para sorpresa mía, iba dirigido a mí. Me lo subió Rosie, que lo había cogido en la entrada de servicio.

—Mira, Ellen —dijo—. Es para ti. ¡Tienes un admirador!

Allí estaba, protegida por su cajita, una bella y delicada orquídea de tintes rosados y malvas. Era exactamente lo que necesitaba para adornar mi vestido negro.

«¡Es de Esmeralda!», pensé, y corrí a darle las gracias. Pero no era suyo.

—Lo siento, Ellen —me dijo—, pero no había pensado en ello. Creía que habría flores de sobra para quien las quisiese.

—Pero no para las parientes pobres —repliqué, no por despecho hacia Esmeralda, que era siempre muy buena conmigo, sino por la alegría de tener una orquídea.

Me puse a pensar quién me la habría enviado. Supuse que había sido el primo William, porque tenía la impresión de que no estaba muy de acuerdo con mi marcha a casa de los Oman Lemming, y Rosie me había dicho que le había oído decir a la señora que no había ninguna necesidad de dar aquel paso.

—Dijo que, cuando Esmeralda se casase, quizá le agradaría llevarte con ella como señorita de compañía y secretaria, porque, una vez Philip se dedique plenamente a sus negocios, estará muy ocupado y su esposa tendrá que atender muchos compromisos sociales. Creo que no le gusta la idea de que te marches, pero ella se mostró firme.

Así pues, parecía probable que la orquídea viniese del bondadoso primo William. La flor era muy hermosa, y transformaba completamente el vestido; casi me reconcilié con él. Esmeralda me regaló un alfiler con un pequeño diamante para prender la orquídea. Me arreglé con especial cuidado y me peiné con el pelo recogido en lo alto de la cabeza. Me pareció que estaba muy elegante. Esmeralda estaba bonita con su magnífico vestido, pero estaba nerviosa. Era muy consciente de que el baile se daba en su honor, y temía la posibilidad de recibir una declaración.

—Ojalá no tuviésemos que hacernos mayores, Ellen —me dijo. Era evidente que la perspectiva de un matrimonio brillante la asustaba—. Todo el mundo cree que voy a casarme con Philip, pero yo creo que no le gusto. Acuérdate de cómo me empujó al arroyo del parque.

—Esto fue cuando éramos pequeños. Muchas veces los hombres se enamoran de chicas en las que no se fijaron cuando eran niñas.

—Pero él se fijó en mí… Se fijó lo bastante como para tirarme al agua.

—Bueno, si no quieres casarte con él puedes decirle que no.

—Sí, pero ya sabes lo que quiere mamá.

Asentí. Lo que la tía Agatha quería, solía conseguirlo. Traté de animar a Esmeralda. Le dije que su padre estaría de su parte y que no había razón por la que tuviese que casarse con nadie si no lo deseaba.

*****

Unos días antes, yo había recibido instrucciones de mi tía con respecto al baile. «Procurarás ser útil, Ellen. En el comedor, asegúrate de que todo el mundo esté bien servido. Fíjate especialmente en lady Emily, y cuida de que sea bien atendida. Te presentará a uno o dos caballeros, que te pedirán quizá que bailes con ellos».

Ya me imaginaba la velada. Ellen, la pariente pobre, vestida discretamente de negro para distinguirse de los invitados de verdad. «Ellen, dile a Wilton que necesitamos más salmón». «Ellen, el anciano señor Fulanito está allí solo. Ven, voy a presentártelo. Quizá te sacará a bailar». Y allí estaría Ellen, dando tumbos por el salón con el reumático señor Fulanito, conteniendo su deseo de bailar graciosamente en mejor compañía.

¡Qué diferente fue! Todo lo contrario de lo que yo había temido. Desde el principio de la velada, Philip estuvo conmigo.

—Veo que has recibido mi orquídea —dijo.

—¿Tuya?

—Ellen, espero que no haya nadie más que te mande flores…

Me reí, contenta por aquella muestra de amistad.

Bailamos. Me pregunté si la tía Agatha se daría cuenta, y deseé que así fuese. ¡Qué bien se adaptaban nuestros pasos! No podía ser de otro modo, porque Philip y yo solíamos bailar juntos, durante las vacaciones, pequeñas danzas que inventábamos por los caminos.

—¿No sabías que esta noche estoy aquí en calidad de pariente pobre? —le pregunté.

—¿Qué significa eso?

—Que tengo que cuidarme de que los invitados no estén desatendidos.

—Me parece muy bien. Ocúpate de mí, porque si no lo haces me sentiré muy desatendido.

—Eso sería grave, dado que tú eres un Carrington… —dije, en tono burlón.

—Pero sólo soy el hijo menor.

—¿Ha venido Rollo?

—Rollo está de viaje. Apenas viene por aquí.

—Eso te convierte a ti en el mejor partido de la temporada, ¿no?

—Escucha —me dijo—, tenemos que hablar de una cosa. Tengo que decirte algo muy importante. ¿Podemos ir a algún sitio donde no nos molesten?

—Hay un par de salitas en este mismo piso que han sido reservadas para conversaciones privadas.

—Pues vayamos.

—No sé si estará bien que me vaya del salón. La mirada de águila de la tía Agatha me buscará tan pronto como encuentre algún caballero de edad a quien pudiese interesarle bailar conmigo.

—Razón de más para esconderte.

—¿Es un juego? Recuerda que ya no tenemos catorce años.

—De lo cual me alegro mucho. No es un juego; es algo muy serio.

—¿Es algo malo?

—Creo que más bien es lo contrario, pero debo hablar contigo, Ellen.

Fuimos a una de las salitas, en la que había macetas con plantas, un sofá y unos sillones. Nos sentamos en el sofá.

—Ellen, he oído rumores. Vuestros criados hablan con los nuestros. Esta gente sabe tanto de nuestras cosas como nosotros mismos, o quizá más. Los rumores indican que es cierto que van a enviarte a trabajar como institutriz de esos odiosos niños de los Oman Lemming.

—Ya te había dicho que era verdad.

—Es que no podía creerlo. ¡Tú… institutriz!

—La única ocupación posible para una joven de buena familia, con educación y sin dinero.

—Pero ¿por qué, después de todos estos años?

—Hasta ahora, la tía Agatha cumplía con su deber hacia una niña indefensa. Ahora, la niña se ha convertido en mujer y debe valerse por sí misma, de modo que se le da un suave pero firme empujoncito hacia el mundo cruel.

—Voy a poner fin a esta tontería. No vas a ser institutriz con esa horrible mujer.

Me volví hacia él, De pronto, me asaltó otra vez el temor al futuro. Riéndose, Philip me tomó por los hombros.

—Ellen, tonta, ¿creías que te dejaría marchar?

—¿Qué autoridad tienes para detenerme?

—La mejor de todas. Pues claro que no vas a ser institutriz de esos niños; tengo entendido que son insoportables. Siempre he querido que tú y yo estuviésemos juntos, Ellen. Vamos a casarnos. Ésa es la respuesta. Siempre he deseado casarme contigo.

—¡Tú… casarte conmigo! Pero si vas a casarte con Esmeralda… Está todo decidido. Para eso es este baile, para anunciar el compromiso.

—¡Qué tontería!

—Te equivocas. Este baile se da en honor de Esmeralda. Y sé de buena tinta que ellos esperan anunciar tu compromiso con ella.

—Dicen que la esperanza es lo último que se pierde. Pero «ellos», supongo que te refieres a los Loring, van a descubrir que se han equivocado. Habrá compromiso, sí, pero no con Esmeralda, sino con Ellen.

—¿Quieres decir que vas a anunciar tu compromiso conmigo esta noche?

—Exactamente. Ya sabes que siempre me han gustado los gestos dramáticos.

—¿Qué dirán tus padres?

—Estarán encantados.

—¿Encantados conmigo? Bromeas.

—No bromeo —dijo Philip, muy serio—. A mi padre le agradas; dice que eres muy simpática, y le gustan las personas simpáticas.

—¿Y lady Emily?

—A ella también le gustarás. Mi madre quiere por encima de todo que yo sea feliz.

—Es posible, pero no puede ser que me acepte como tu esposa.

—Te repito que te equivocas. Les he insinuado mis intenciones y ellos las aprueban completamente. Además, creen que debería casarme pronto.

No podía creerlo. Estaba totalmente desconcertada. Philip siempre había sido proclive a las bromas. Era cierto, desde luego, que él y yo siempre habíamos sido muy amigos, excepto en lo que respectaba a Esmeralda. Él había mostrado su decepción cada vez que yo no aparecía en las reuniones que organizaba mi tía. Pero yo no estaba enamorada de él. No podía estarlo, porque había aceptado su matrimonio con Esmeralda sin gran pesar. La tía Agatha había insistido tanto en mi situación de inferioridad y en la importancia de los Carrington, que no podía soñar en la posibilidad de casarme con un miembro de aquella familia, ni siquiera con Philip. Y ahora me excitaba la idea, pero no tanto por él —aunque, sin duda, le quería mucho— como por mi deseo de escapar de aquel trabajo con la señora Oman Lemming y su prole, que, seguramente, debía de ser tan desagradable como ella. Quizás, en aquel momento, lo que más me tentaba era saborear la victoria de ser yo la elegida. La cara que pondría la tía Agatha en el momento de anunciarse nuestro compromiso me compensaría de muchos años de humillación; yo era humana, y aquella idea me atraía. En cuanto a Esmeralda, por quien yo sentía afecto, sabía que no estaría enojada en absoluto. Ella nunca había deseado casarse con un Carrington, y estaba empeñada en que Philip la despreciaba desde aquel día en que la había tirado al arroyo.

—Bien —dijo Philip—, parece que no sabes qué decir. Yo diría que es la primera vez que te ocurre.

—Es la primera vez que recibo una propuesta de matrimonio.

—Lo pasaremos bien, Ellen.

Le miré, y pensé que tenía razón.

—No había pensado en ti como marido —dije.

—¿Por qué? Yo creía que era evidente.

—Nunca me habías dicho nada.

—Bien, te lo digo ahora. —Me tomó las manos y me besó—. Y bien, ¿qué me respondes?

—Dame un poco de tiempo —dije—. Tengo que hacerme a la idea.

—No es propio de ti tanta reserva.

—Ponte en mi lugar. Yo esperaba que se anunciase de un momento a otro el compromiso con Esmeralda.

—¡Con Esmeralda!

—Naturalmente. La tía Agatha se había propuesto tener por yerno a un Carrington. Y acostumbra a conseguir lo que se propone.

—Tendrá que conformarse con tenerme como primo.

—Primo segundo… o tercero, o cuarto.

—Sea como fuese, ¿qué nos importa tu tía?

—¿Sabes que me gustas más a cada minuto que pasa?

Me rodeó los hombros con el brazo.

—Seremos felices, Ellen. Se acabó tu situación de pariente pobre. cuando me enteré de ese proyecto de convertirte en institutriz, decidí actuar. Mi familia desea que me case. Hace algún tiempo que me lo dicen. Creo que quieren tener nietos, y no parece que Rollo vaya a tener hijos, ni siquiera hijas.

—¿Por qué no?

—Oh… es un poco complicado. Su mujer es un poco… rara. Un día te lo explicaré. El caso es que la familia está impaciente porque me case.

—Serás un marido muy joven.

—Y tú serás una esposa más joven aún.

Me estaba acostumbrando a la idea, que cada vez me agradaba más. No me resultaba difícil empezar a ver a mi viejo amigo Philip en el papel de marido. Comenzaba a atraerme la idea. Philip me decía que me había querido siempre, aunque, cuando éramos niños, no sabía que aquello era amor. Simplemente, le gustaba estar conmigo. Cuando empezaban las vacaciones, al llegar al campo, pensaba antes que nada en si me encontraría allí. «Ya entonces estábamos muy bien juntos, Ellen».

Siguió hablando y me explicó cómo sería nuestra vida. Viajaríamos mucho, pues sería necesario para su trabajo. Rollo se ocupaba de la mayor parte de los negocios familiares, pero él le ayudaría. Sería muy divertido; iríamos a la India y a Hong Kong, y pasaríamos allí largas temporadas. Philip estaba aprendiendo a llevar los negocios de su padre y yo podía ayudarle pues, cuando estuviésemos en Londres, habríamos de llevar una intensa vida social. Desplegó ante mí un panorama espléndido. Tendríamos una residencia propia en Londres, no lejos de la casa familiar. Él se ocuparía de que se me presentase a la mejor modista de la ciudad.

—Estarás guapísima cuando lleves la ropa adecuada, Ellen —me dijo—. Eres una belleza, ¿sabes?, aunque hayan pretendido ocultarlo.

—La tía Agatha se empeña en cubrirme de harapos. A mí me encantaría vestir bien.

—Lo harás, no lo dudes. Ellen, será maravilloso…

—Sí —dije—, creo que lo será.

Me abrazó y nos reímos los dos.

—Quién lo habría pensado… —murmuré—. ¡Con lo que te gustaba fastidiarme cuando éramos niños!

—Era una muestra de mi amor latente.

—¿Lo dices en serio?

—Ya sabes que sí. Creo que fue hace años cuando decidí casarme contigo.

—Una decisión secreta… incluso para ti mismo —dije—. Siempre me criticabas.

—Era un símbolo de mis sentimientos.

—¿No me criticarás más?

—No, todo lo contrario.

Me sentía feliz. Otra vez bromeábamos, como antes, y Philip me ofrecía un futuro espléndido.

—Ya puedes suponer que carezco de dote —dije.

—Te acepto sin ella.

—Con Esmeralda recibirías una buena dote.

—No me importa. Tiene que ser Ellen o ninguna otra.

Le eché los brazos al cuello y le besé cariñosamente. Tuvo que ser aquel momento el que eligió la tía Agatha para hacer su aparición.

—¡Ellen! —chilló, entre incrédula y ofendida.

Confusa, me aparté de Philip.

—¿Qué estás haciendo aquí? ¡Qué vergüenza! Hablaré contigo más tarde. Ahora, ve a ocuparte de los invitados, que están desatendidos.

—No todos —dijo Philip con descaro.

Siempre le había gustado desconcertar a la tía Agatha y lo conseguía invariablemente, pues ella no podía enojarse con un Carrington.

—Voy a ver —dije.

Decidí irme, porque aún no podía creer que Philip hablase en serio. Él quiso tomarme de la mano, pero me escabullí. Me pregunté qué le estaría diciendo Philip a mi tía. Más tarde me contó que ésta había hecho un comentario acerca del tiempo, cosa que ella debió de considerar el colmo del buen gusto y de la diplomacia.

Yo estaba aturdida. AI pasar, me vi un momento en un espejo. Tenía las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes. Me pareció que, después de todo, el vestido negro no me quedaba tan mal. Después, el señor Carrington me pidió que bailase con él y accedí. Estuvo muy cortés y agradable. Hablamos de la obra teatral que habíamos visto la otra noche. Después del baile, fuimos a sentarnos. Al poco rato, se reunió Philip con nosotros.

—Me ha dicho que acepta, papá —le dijo al señor Carrington.

El señor Carrington movió la cabeza, sonriendo. Me tomó la mano y me la estrechó.

—Me alegro mucho —dijo—. Es usted una joven poco corriente.

—Lo anunciaremos durante la cena —dijo Philip—. Hazlo tú, papá. Más vale que no lo diga mamá, porque se olvidaría de quién es la novia y me encontraría prometido con cualquier otra muchacha.

Philip y yo bailamos un vals. Nuestros pasos se adaptaban perfectamente, no en vano habíamos ido juntos a clases de baile.

—Tu tía parece querer devorarnos con la mirada —me informó Philip.

—Que mire —dije—. Ahora ya no puede devorarme ni convertirme en institutriz.

—Te veo muy optimista, Ellen.

—Me siento como Cenicienta en el baile.

—¿Y yo sería el príncipe?

—El príncipe rescató a Cenicienta de las cenizas. Tú me has rescatado de la tía Agatha y de la señora Oman Lemming, que son mucho más terribles.

—No lo olvides nunca, Ellen. Te lo recordaré durante los próximos cincuenta años.

—¿Y después?

—Después te habré imbuido de una gratitud tan profunda que no hará falta recordártelo. Y así pasarán los veinte años siguientes.

—Qué extraño resulta pensar que un día seremos… viejos.

—Nadie puede escapar de eso, ni siquiera mi adorable Ellen.

—Oh, Philip, soy muy feliz. Todo va ser tan… tan divertido…

—Podremos estar juntos sin el ama revoloteando a nuestro alrededor para vigilarnos y sin tener que aguantar a la tonta de Esmeralda.

—No hables así de Esmeralda. En el fondo la aprecias, y yo la quiero mucho. No olvides que esta noche se ha quedado sin novio.

—No creo que pensasen seriamente en eso.

—¿Por qué no? Querían casarla, y tus padres querían casarte a ti. Era la posibilidad de una unión entre las familias de dos magos de las finanzas. Y ahora tú lo estropeas todo quedándote con la pariente pobre.

—Tú eres quien lo ha estropeado todo. ¿Quién se fijaría en Esmeralda estando tú a su lado?

Cuando terminó el vals fuimos a sentarnos y Philip se puso a hablarme del futuro. Pero yo apenas le escuchaba, pues estaba demasiado absorta en el espléndido presente. Y, antes de la cena, el señor Carrington anunció a los presentes el compromiso. Dijo que tenía el placer de comunicarles que aquel era un momento muy importante para su familia, pues su hijo Philip le había hecho saber que había pedido en matrimonio a una señorita y ésta había accedido a ser su esposa. Y pidió a todos que brindasen por la salud y la futura felicidad de la señorita Ellen Kellaway y de su hijo Philip.

Se produjo un silencio en el comedor, donde la larga mesa, minuciosamente preparada por Wilton y sus ayudantes, rebosaba de salmón frío, carnes de todo tipo, ensaladas y postres; las camareras, vestidas de negro, con delantales y cofias blancas, estaban de pie a ambos lados, como centinelas, preparadas para servir. Todas las miradas se fijaron en mí. Yo sabía que aquellas inflexibles matronas pensaban: «Pero si iba a prometerse con Esmeralda…». Y, si no era Esmeralda, ¿por qué no sus hijas, mucho más ricas que la pariente pobre de Agatha Loring?

Y allí estaba yo con mi sencillo vestido negro, embellecido por la orquídea de Philip, como yo misma estaba embellecida por el hecho de ser la elegida. Sabía que me brillaban los ojos y que tenía las mejillas sonrosadas. Sentía que Philip estaba orgulloso de mí. Me apretaba fuertemente la mano. Sí, era feliz como pocas veces lo había sido. Era como un milagro. La señora Oman Lemming se había esfumado como se esfuman las pesadillas al llegar el día. Ella y sus hijas no eran ya más que un sueño. No habría más humillaciones. ¡Qué ironía! Yo, la desdeñada, iba a convertirme en una Carrington. Philip me había calzado el zapatito de cristal y había proclamado que yo era la elegida de su corazón.

Lady Emily corrió hacia mí y me besó en la oreja; creo que tenía la intención de hacerlo en la mejilla, pero siempre se equivocaba. Después, el señor Carrington me besó la mano y me dirigió una sonrisa cálida, como de bienvenida. Y Esmeralda vino a abrazarme. ¡Querida Esmeralda! Aun cuando no deseaba casarse con Philip, podía haberse sentido un poco ofendida por lo ocurrido, pero no fue así. Veía que yo era feliz y eso la llenaba de alegría.

Philip y yo nos sentamos con sus padres. Después, se reunieron con nosotros la tía Agatha y el primo William, con Esmeralda. Era una especie de ritual: las dos familias juntas celebrando el feliz acontecimiento. La tía Agatha hacía grandes esfuerzos para ocultar el furor que sentía y tuve que admitir que lo hacía muy bien. Pero en una ocasión nuestras miradas se encontraron, y la de ella era furibunda.

El señor Carrington se declaró partidario de no retrasar la boda innecesariamente. Dijo que, una vez dos personas habían decidido casarse y no existía ningún inconveniente, debían hacerlo. Al despedirnos, Philip me dijo que me visitaría al día siguiente. Teníamos que hacer muchos planes y él estaba de acuerdo con su padre en celebrar la boda lo antes posible.

*****

Subí a mi cuarto y me quité el práctico vestido negro. Decidí conservarlo siempre, aun cuando tuviese magníficos vestidos de baile dignos de la señora Carrington. Me reí al recordar la veneración con que se había pronunciado siempre aquel nombre en la casa. Y ahora iba a ser el mío. Mientras me cepillaba el pelo, se abrió la puerta y entró la tía Agatha respirando hondo, pues era evidente que se esforzaba por controlar sus emociones.

A su modo, tenía un aspecto magnífico; su imponente pecho se agitaba y hacía centellear sus joyas. Se habría dicho que llevaba un vaso de veneno en una mano y un puñal en la otra, para ordenarme que eligiese. Y, ciertamente, sus ojos eran semejantes a afilados puñales y su voz destilaba veneno.

—Bien, Ellen —dijo—, nos has puesto en evidencia.

Yo estaba en enaguas, con el pelo suelto.

—¿Yo? —exclamé. Y, sin poder contenerme, añadí maliciosamente—: Creía que te alegrarías. Mi boda te libra de una responsabilidad…

—Ahora finges inocencia… Debo reconocer que has actuado con mucha habilidad. Tú lo sabías desde hace tiempo, y la pobre Esmeralda estaba convencida de que sería su boda la que se anunciaría hoy.

—No creo que Esmeralda lamente lo ocurrido.

—¡Qué ingratitud! Aunque eso, ciertamente, no es nuevo en ti. Desde el momento en que entraste en esta casa no nos has dado más que disgustos. Eres mala y compadezco a los Carrington.

No sé por qué, siempre me agradaba enfurecerla aún más de lo que estaba. Y así lo hice aquella vez, con tanto más placer cuanto que me sentía segura. «Le contaré esto a Philip», pensé, y me sentí feliz porque, en adelante, le tendría a él para compartirlo todo. Y por primera vez me di cuenta de lo sola que me había sentido hasta entonces.

—Siempre me has dado a entender que los Carrington son la familia más importante de Londres —dije—. No creo que necesiten tu compasión.

—Ellos no se dan cuenta de que… de que…

—¿De que has alimentado a una víbora en tu seno? —le sugerí con insolencia, embriagada por mi triunfo.

—Te ruego que no abuses de mi paciencia. Has traicionado la confianza que habíamos depositado en ti.

—Sé que no teníais previsto para mí un matrimonio como éste —dije—. Pero yo tampoco deseaba ser institutriz en el hogar de los Oman Lemming. Ahora, la fortuna me ha liberado de mi estatus de pariente pobre, que te aseguro que en algunos momentos ha sido difícil de soportar.

—Cuando pienso en todo lo que he hecho por ti… en cómo te he criado en mi propio hogar…

—Porque se lo prometiste solemnemente a mi abuela.

—Porque pertenecías a la familia.

—Aunque el parentesco era lejano….

Apretó los puños. Sabía que estaba vencida. Yo era demasiado fuerte aquella noche. Mientras se dirigía a la puerta, dijo:

—Eres una intrigante. ¡De tal madre, tal hija!

Y entonces salió. Fue mejor así, pues, de haberse quedado, sólo Dios sabe lo que le habría dicho.

¡Cómo había cambiado mi vida! En el pasado, me había reído de la importancia de los Carrington y había supuesto que la tía Agatha les admiraba tanto porque eran más ricos que ella y constituían el centro de un círculo social en el que aspiraba a introducirse. Pero había algo más. Josiah Carrington no era sólo un banquero y un financiero muy bien situado en Londres, sino también un consejero del gobierno y hombre de influencia en los medios diplomáticos. Su hijo mayor, Rollo, seguía sus pasos, y Philip empezaba también a caminar en la misma dirección. Lady Emily, hija de un conde, se relacionaba con la alta sociedad y, antes de casarse, había tenido un puesto en la corte. Mi primo William, aunque gozaba de una buena situación económica, era muy poca cosa en comparación con ellos; por esta razón el matrimonio de Esmeralda con un hijo de aquella familia se consideraba tan deseable, aunque se tratase sólo del hijo menor.

El hecho de que fuese yo, la paria, la pariente pobre, la que caminase hacia aquel matrimonio resultaba casi cómico. Rose me dijo que los criados estaban «muertos de risa». Se alegraban, porque nunca habían apreciado mucho a la tía Agatha y les hacía gracia el «desplante» de Philip. Me asombró ver la cantidad de cosas que sabía la servidumbre; como yo ya había comprobado alguna vez, no se les escapaba casi nada de lo que ocurría entre los señores. Y Rose me lo contaba a mí.

Philip, según me dijo, gozaba de la simpatía general por su carácter pícaro y agradable. El señorito Rollo ya era otra cosa; era frío y distante, y aquel misterioso matrimonio le había vuelto irritable. El señor Carrington era un buen amo. Siempre estaba de viaje en un lugar u otro, inmerso en sus importantes negocios. Lady Emily también era buena, pero parecía estar siempre ausente; confundía a las dos doncellas entre sí, y la cocinera aseguraba que era capaz de confundirla a ella con el mayordomo. Pero no era una de aquellas señoras que se hacían antipáticas; nunca examinaba críticamente las cuentas ni se informaba del precio de las compras. En resumen, en el hogar de los Carrington se vivía bien.

Philip y yo no viviríamos con ellos, pero compraríamos una casa cerca de la suya y utilizaríamos, naturalmente, la residencia en el campo cuando lo deseásemos, como hacía toda la familia. Elegir nuestra casa sería una tarea encantadora, y Philip dijo que debíamos poner manos a la obra inmediatamente, Yo no acababa de convencerme de que fuese verdad; yo, que nunca había estado segura de mi habitación, iba a tener casa propia. La noticia de nuestro compromiso se divulgó con rapidez y, como Philip era un Carrington, aparecieron nuestras fotografías en las revistas de sociedad.

Yo tenía la impresión de estar soñando. En el Tatler apareció una gran fotografía mía. «La señorita Ellen Kellaway, que contraerá matrimonio próximamente con el señor Philip Carrington. La señorita Kellaway vive con sus tutores, el señor y la señora Loring de Knightsbridge, y el señor Carrington, como es bien sabido, es el hijo menor del señor Josiah Carrington». Mi posición social había cambiado. Esmeralda estaba encantada; se alegraba de verme feliz.

—No podía ser de otro modo —me dijo—, Philip te ha querido siempre; los dos erais aliados. A mí, en cambio, me creía una tonta.

—Pero en el fondo te apreciaba —le dije, para consolarla.

—No, Philip me desprecia —replicó—. Es lógico. Yo no era tan atrevida como tú. Vosotros os entendíais muy bien, os gustaban las mismas cosas. Es una unión muy acertada, Ellen. Seréis muy felices.

Le di un beso.

—Eres un sol, Esmeralda. ¿Seguro que tú no querías a Philip?

—¡Segurísimo! —respondió enfáticamente—. Me aterrorizaba la idea de que se me declarase y tuviese que decirle que sí para complacer a mamá. Y ahora el problema se ha resuelto a gusto de todos.

—No creo que tu madre esté muy contenta.

—Pues yo sí lo estoy. Oh, Ellen, no sabes lo asustada que estaba…

La tía Agatha había superado la primera impresión y estaba digiriendo su desengaño. Supuse que se consolaba con la idea de que una unión con los Carrington a través de una pariente pobre era mejor que nada.

—Como es natural —me dijo—, tendrás que hacerte algo de ropa. Si no, la gente dirá que te hacíamos ir mal vestida.

—No te preocupes, tía Agatha —le dije—. A Philip no le preocupan en absoluto mis ropas; quizá, cuando nos casemos, me comprará algunas.

—No digas tonterías. ¿No te das cuenta de que a partir de ahora serás el centro de todas las miradas? La gente va a intentar descubrir lo que Philip ha visto en ti —frunció la nariz para indicar que no sería ella quien pudiese resolver aquel misterio—. Tienes que ir vestida de modo adecuado. Tendrás que asistir a actos sociales, a cenas… Y hay que pensar, naturalmente, en el vestido de novia.

—Queremos una boda sencilla.

—Tú eres quien quiere una boda sencilla. Pero olvidas que vas a casarte con un Carrington. —De nuevo frunció la nariz—. Cierto que es sólo el hijo menor, pero no deja de ser un Carrington. Cuando estés casada tendrás que relacionarte con ciertos círculos. No dudo de que invitarás de vez en cuando a Esmeralda, que ha sido tu compañera desde la infancia.

De pronto me sentí poderosa. Era una sensación exquisita. No pude resistir la tentación de sonreírle y decirle con condescendencia que Esmeralda sería huésped asidua de mí casa.

«Soy feliz —pensé—. Soy maravillosamente feliz. Todo ha cambiado para mí. ¡Soy como Cenicienta, y Philip ha sido mi hada madrina! Supongo que esto es estar enamorada».

—No puedo permitir que la gente diga que no te hemos dado lo mejor —continuó mi tía—. Ha ocurrido este extraño hecho y, a menos que Philip cambie de opinión, parece que vas a entrar en esa familia. No dudo de que siempre recordarás tu increíble buena suerte y el modo en que se ha producido. Sin duda, sentirás gratitud hacia aquellos que te cuidaron y sin los cuales nunca se te habría ofrecido esta maravillosa oportunidad.

La dejé hablar. La felicidad me había hecho más generosa, y aquello parecía servirle de pequeña compensación por su desengaño. Por suerte, nunca fui de carácter vengativo y pude olvidar rápidamente las humillaciones sufridas en el pasado.

—Creo que Tilly no estará a la altura de lo que vamos a necesitar. Quizá podría hacerte uno o dos vestidos de interior. Quizá lady Emily deseará que vayas a su couturière. Necesitarás un vestido de viaje muy elegante. Y el vestido de novia, desde luego. Hace un momento he hablado de ello con mi esposo; está dispuesto a desembolsar lo necesario para que puedas entrar con dignidad en tu nueva vida. Al fin y al cabo, como le he dicho, ello redundará en beneficio nuestro: hemos de pensar en el futuro de Esmeralda.

Yo apenas si la escuchaba, pues estaba aturdida por todo lo que ocurría. Philip me visitaba constantemente. Montábamos a caballo juntos en el Row. Yo tenía un equipo de montar, regalo del primo William, sugerido sin duda por la tía Agatha, pues montar en el Row atraía sobre uno la atención general. Se nos fotografiaba a menudo.

—Qué fastidio… —decía Philip—. ¿Para qué todo esto? Yo sólo quiero estar contigo.

Philip era muy feliz, y era maravilloso saber que estaba tan enamorado de mí. Me criticaba y bromeaba conmigo tal como lo había hecho siempre y estábamos constantemente enzarzados en nuestra pelea verbal, que era un placer para los dos. Yo tenía diecinueve años y él iba a cumplir veintiuno; todo nos parecía maravilloso. No creo que él supiese de la vida mucho más que yo, y yo sabía muy poco. Pero a veces es mejor ignorar lo que el futuro le reserva a uno.

Los padres de Philip me acogieron como a una hija. La constante distracción de lady Emily le daba un atractivo especial. Un día me dijo confidencialmente que esperaba con impaciencia el día en que tendríamos hijos. Hablaba mucho y de modo incoherente. Me dijo que en la familia Carrington siempre había habido varones. Rollo había nacido un año después de su matrimonio, y después transcurrieron varios años antes de que llegase Philip. Los dos eran muy diferentes, me explicó. «A veces Rollo me daba un poco de miedo, por lo serio que era. Philip tenía otro carácter».

Al parecer, era una tradición de los Carrington tener hijos varones y, dado el desgraciado matrimonio de Rollo, se esperaba de Philip y de mí que los tuviésemos. Y se insinuaba que no debíamos tardar demasiado en darles el primer nieto. La idea de tener un hijo me fascinaba y, durante las primeras semanas que siguieron a la noche del baile, ni una sola nube empañó mi felicidad. Creo que estaba convencida de que aquello duraría siempre.

*****

Fuimos al campo una semana, pues los Carrington quisieron celebrar allí nuestro compromiso junto con sus amigos. A mí me había gustado aquella casa desde el primer momento, pero ahora que yo iba a formar parte de la familia y que la casa iba a ser mi segundo hogar, me gustaba más que nunca.

Trentham Towers era una antigua mansión construida en la época de los Tudor, aunque había sido repetidamente restaurada en épocas posteriores. Situada en lo alto de una colina, dominaba majestuosamente el paisaje; «como los Carrington», pensaba yo años atrás, pero cuando conocí de cerca a la familia me di cuenta de que había sido injusta. Era la tía Agatha la que me había infundido aquella idea de los Carrington. Ninguna familia me habría acogido con mayor cariño, lo cual era verdaderamente notable teniendo en cuenta su categoría social.

Le dije a Philip que quería visitar toda la casa y él, contagiado por mi interés, como le ocurría a menudo con respecto a algo que, normalmente, le habría interesado poco (éste era uno de los rasgos más atractivos de su carácter), se mostró encantado de acompañarme. Yo ya conocía bien los jardines, que habíamos recorrido juntos en nuestra infancia; era la casa en sí lo que deseaba ver. Philip me acompañó por el gran vestíbulo hasta la capilla, y después al comedor, donde se exhibían los retratos de los miembros de la familia de su madre. Después bajamos una escalera de caracol de piedra y, abriendo una gruesa puerta de roble, me explicó:

—Ésta es la antigua armería. Actualmente es la sala de armas.

—¡Cuántas armas! —exclamé—. Espero que su función sea sólo decorativa. Philip se rió.

—Las usamos de vez en cuando para cazar. Te aseguro que soy un tirador excelente.

—Yo odio la caza —dije con vehemencia.

—Pero no te negarás a comer un suculento faisán de vez en cuando…

Abrió un estuche forrado de raso rojo, en el que había una pistola de un color gris plateado y un espacio para otra.

—Es preciosa, ¿verdad?

—Yo no lo llamaría así.

—Eso se debe a tu ignorancia, querida.

—¿Dónde está la otra pistola? ¿No deberían estar aquí las dos?

—Oh, está en lugar seguro.

—¿Qué quieres decir?

—Imagínate que una noche estoy solo en un ala de la casa. Por el corredor se acercan unos pasos furtivos. Se abre lentamente la puerta y entra un hombre enmascarado, dispuesto a robar la plata, los cuadros, los tesoros de la familia. ¿Qué hago yo? Meto la mano bajo la almohada y saco la pistola. «¡Manos arriba, villano!», le digo. ¿Y qué ocurre? ¿Qué puede hacer el ladrón contra mi hermosa amiga? Las riquezas familiares están a salvo, y todo gracias a ella. —Dio unas palmaditas cariñosas a la pistola antes de cerrar el estuche.

—No me digas que guardas una pistola bajo la almohada, Philip…

—Sí, y lo seguiré haciendo hasta que estemos casados. Entonces te tendré a ti para protegerme.

—Eres un tonto —le dije—. No me gustan las pistolas. Sigamos viendo la casa.

—Tus deseos son órdenes para mí. Vamos.

Me gustaron las antiguas bodegas y despensas. Me encantó la habitación en la que se decía que había dormido la reina Isabel; en ella estaba aún la cama con dosel que se decía que había usado. La habitación más bella era la solana, inundada de luz. Fue allí donde le pregunté a Philip:

—¿Cuándo conoceré a la esposa de Rollo?

Philip pareció algo confuso.

—Es que no nos vemos con ella… Ni siquiera hablamos de ella. Ese matrimonio fue una gran desgracia, un gran error impropio de Rollo. Nadie le hubiese imaginado nunca implicado en un asunto como éste. Había estado siempre absorto en los negocios… las finanzas y todo eso. Tanto como mi padre, o quizá más. Los dos están siempre viajando de aquí para allí, hablando de la bolsa… Me parecía que no pensaban en nada más. Y después ocurrió eso.

—Así pues, ¿fue un matrimonio precipitado?

—Debió de serlo. Yo no me enteré de nada hasta que ya estuvo hecho. La cosa se descubrió después del viaje de novios.

—¿El qué?

—Ella está… lo que llaman desequilibrada.

—¿Loca, quieres decir?

—Tiene que estar… bajo vigilancia. Hay una persona que cuida de ella.

—¿Dónde? ¿En esta casa?

—No. Vivieron aquí por algún tiempo. Ella estaba en una habitación del piso alto. Pero era un problema, porque la familia venía por aquí y todo eso. Ahora está en otro lugar.

—¿Dónde?

—No lo sé. No hablamos de ello. Rollo se ocupa de todo; él lo quiere así.

—Debe de ser muy desgraciado…

—Es difícil de saber. No hables de este asunto con mi madre; la disgusta mucho. Todos estamos dolidos por ello, Rollo más que nadie, supongo, pero él no lo demuestra. Nunca ha mostrado sus sentimientos.

—Y ella, ¿qué sentirá?

—Quizá no se da cuenta de lo que ocurre. A veces, las personas así no se dan cuenta.

—¿Dices que vivió en esta casa?

—Sí, durante una temporada Rollo la tuvo aquí. Una buena mujer se ocupaba de ella. Después, cuando su estancia se hizo imposible, se marcharon de aquí.

—Me gustaría ver sus habitaciones.

—¿Por qué?

—No sé. Me gustaría.

—Están arriba de todo.

—Vamos, acompáñame.

Subimos la escalera de roble, con su barandilla delicadamente labrada, y llegamos casi a lo alto de la casa. Subimos hasta allí por una escalera de caracol. En ese lugar había unas habitaciones mucho más pequeñas que las de los pisos inferiores y que no tenían los hermosos techos de éstas. Eran cuatro o cinco habitaciones que comunicaban entre sí; una especie de apartamento. Dos de aquellas estancias eran dormitorios; uno había sido el de la esposa de Rollo, pensé, y el otro el de la mujer que la cuidaba. Soy sensible al ambiente de las casas y me pareció percibir allí un rastro de sufrimiento. Me estremecí, y Philip me dijo:

—¿Tienes frío?

—No, no es nada.

—Volvamos abajo.

—No, todavía no. Quiero quedarme un rato aquí. ¿Cómo debía de sentirse cuando vivía aquí? —Fui hacia la ventana y miré al exterior—. Esta ventana es muy alta —dije.

—Quizá fue ésa la razón por la que se trasladaron.

—¿Crees que trató de suicidarse?

—La gente así lo hace a veces. Oh, Ellen, volvamos abajo. Te estás poniendo triste. No puedo contarte nada de ella. Nunca hablamos de ella; es cosa de Rollo.

—También es cosa de ella —repliqué.

Fui hacia la cama y toqué la colcha, y después el respaldo de una silla. Ella había vivido entre aquellos objetos. Me habría gustado verla, saber cosas de ella. Quizás habría podido hablarle, ayudarla de algún modo. Philip me había dicho que no hablaban nunca de ella. Aquélla era la forma de vivir de los Carrington: cuando algo no les agradaba, hacían como que no existía. Yo nunca podría actuar de aquel modo; no dejaba de pensar en la esposa de Rollo.

Un día, mientras estábamos aún en el campo, Philip se empeñó en que fuésemos al Salto del Muerto. Anduvimos juntos por el bosque y llegamos al lugar donde había un banco de madera, cerca del sendero. Nos sentamos y Philip dijo:

—Cuántos recuerdos. Éste será siempre uno de mis lugares preferidos. A ti te asustaba un poco venir aquí sola, ¿no es cierto? Confiésalo.

—Sí, un poco sí.

—Yo era un bruto al obligarte a venir.

—Sí, muchas veces eras bastante bruto.

—Pero tú eras tan orgullosa que había que bajarte los humos de vez en cuando.

—Produce un efecto extraño estar aquí, ¿verdad? Me pregunto cuántas personas se habrán sentado en este banco pensando en saltar al precipicio.

—Si los rumores son ciertos, muchas.

Philip se levantó para situarse al borde mismo del precipicio, como solía hacer antes.

—¡Vuelve! —exclamé. Me obedeció, riendo.

—Ellen, te has asustado de verdad. No pensarías que iba a tirarme, ¿verdad?

—Pensaba que podías caerte. Debería haber una barandilla ahí.

—Me ocuparé de ello. Esta tierra es nuestra.

Para sorpresa mía, se acordó de hacerlo. Antes de que saliésemos para Londres, fue colocada allí una barandilla de hierro.

En Londres, nos gustaba a los dos pasear por el parque, haciendo planes. Allí lográbamos estar casi siempre completamente solos, sin encontrarnos a cada momento con gente que se acercaba a felicitarnos. Paseábamos a lo largo del arroyo hasta los jardines Kensington e íbamos hasta el otro lado del parque. Fue allí donde me fijé en un hombre que nos observaba. No había en su persona nada de especial, excepto sus cejas extraordinariamente pobladas. Parecía haber llegado en absoluto silencio, y ahora estaba sentado en un banco próximo al nuestro. No sé por qué me fijé en él, pero lo hice. Experimenté una sensación de inquietud.

—¿Ves a ese hombre, Philip? —le pregunté.

Philip miró a su alrededor.

—¿El del banco?

—Sí. Parece que nos observa.

—Debe de haber visto lo guapa que eres.

—Parece interesado en nosotros.

Philip me apretó el brazo.

—Claro que está interesado en nosotros —dijo—. Somos gente importante.

El hombre se puso de pie y se fue, y nos olvidamos de él.