St. Aubyn’s

Tuve suerte después de semejante tragedia, no sólo por el hecho de contar con una tutora como tía Sophie sino también porque ésta me condujo a uno de los condados más fascinantes de Inglaterra.

En seguida me percaté de la curiosa atmósfera que reinaba en aquella parte del país. Cuando se lo comenté a tía Sophie, ella me contestó:

—Son los vestigios de la antigüedad. No puedes evitar pensar en la gente que vivió aquí hace tantos años y dejó su huella en tiempos prehistóricos.

En la ladera de la colina se levantaba el Caballo Blanco. Había que contemplarlo desde cierta distancia para verlo con claridad y su aspecto resultaba misterioso; pero, sobre todo, estaban las piedras, cuyo significado nadie podía explicar, aunque algunos pensaban que habían sido colocadas allí mucho antes del nacimiento de Cristo para convertirlas en un lugar de culto religioso.

El pueblo de Harper’s Green propiamente dicho era muy similar a otros muchos pueblos ingleses. Tenía su antigua iglesia normanda, constantemente necesitada de reparaciones, el prado, el estanque de los patos, la hilera de casitas estilo Tudor que miraban al estanque y la mansión… en ese caso St. Aubyn’s Park, construida hacia el siglo XVI.

La casa de tía Sophie no era grande, pero sí extremadamente cómoda. Cuando hacía frío se encendía la chimenea en todas las estancias. Lily, que era de Cornualles, me dijo que no podía «soportar el frío». Ella y tía Sophie recogían toda la leña que podían durante el año y siempre guardaban una buena provisión en la leñera.

Lily había servido en Cedar Hall, tras dejar su Cornualles natal, de la misma manera que Meg había dejado Londres; por consiguiente, conocía muy bien a Meg, y a mí me encantaba hablar con ella de mi vieja amiga.

—Ella se fue con la señorita Caroline —dijo Lily—. Yo tuve más suerte y me quedé con la señorita Sophie.

Yo le había escrito una carta a Meg, pero ésta tenía ciertas dificultades con la pluma, por lo cual se había limitado a contestarme que esperaba que estuviera bien de salud como lo estaba ella a Dios gracias, y que la casa de Somerset no estaba nada mal. Me consolé y volví a escribirle, contándole los pormenores de mi nueva y venturosa situación. Estaba segura de que, si tuviera dificultades para leer mi carta, ya encontraría a alguien que pudiera hacerlo por ella.

Había dos mansiones distinguidas en la zona. Una era St. Aubyn’s Park y otra la bonita Bell[2] House, construida en ladrillo rojo.

—Se llama así —me explicó tía Sophie— porque tiene una campana sobre el porche. Está muy arriba, casi junto al tejado, y siempre estuvo allí. En otros tiempos debió de ser una iglesia. Allí viven los Dorian. Hay una niña de tu edad… huérfana. Perdió a sus dos progenitores. Creo que es la hija de la hermana de la señora Dorian. Y después están, por supuesto, los que viven en St. Aubyn’s.

—¿Cómo son?

—Pues son los St. Aubyn… se llaman igual que la casa. Llevan allí desde que se construyó. Lo puedes calcular. La casa se construyó a finales del siglo XVI y Bell House se construyó aproximadamente algo más de cien años después.

—¿Y cómo es la familia St. Aubyn?

—Hay dos niños… bueno, ¡lo de niños vamos a dejarlo! ¡Al señorito Crispin no le gusta que lo llamen así! Debe de tener veinte años por lo menos. Un caballero muy arrogante. Después está Tamarisk, la chica. Un nombre insólito. Es un árbol. De follaje ligero como las plumas. Tamarisk tiene aproximadamente tu edad. Por consiguiente, es posible que te invite a tomar el té.

—Nunca tomamos el té con los que compraron Cedar Hall.

—De eso puede que tuviera la culpa tu madre, querida.

—Los despreciaba porque eran unos tenderos.

—Pobre Caroline. Siempre se había echado sobre la espalda una carga innecesaria. A nadie más que a ella le importaba que no tuviera lo que antes tenía. Bueno, los St. Aubyn son la familia más importante. Después supongo que vienen los de Bell House. A mí nunca me ha importado haberme criado en Cedar House y vivir ahora en los Rowans.

Los Rowans[3] era el nombre de nuestra casa, así llamada porque tenía dos serbales delante, uno a cada lado del porche.

Me encantaba oír hablar a tía Sophie de las cosas del pueblo. Estaba el reverendo Hetherington, que ya «chocheaba» un poco y cuyos sermones se prolongaban interminablemente, y la señorita Maud Hetherington, que no sólo gobernaba la casa sino también todo el pueblo.

—Una dama con mucho carácter —me comentó tía Sophie— y de importancia decisiva para el pobre reverendo.

Las antiguas piedras que se encontraban a escasos kilómetros de los Rowan ejercían en mí una profunda atracción. Las vi por primera vez cuando pasé por allí en el carruaje de Joe Jobbings, con tía Sophie, de camino hacia Salisbury donde íbamos a comprar ciertas cosas que no se podían adquirir en Harper’s Green.

—¿Podrías parar un momento, Joe? —dijo tía Sophie, y Joe lo hizo con mucho gusto.

De pie en medio de aquellas antiguas rocas, sentí que el pasado me envolvía. Estaba emocionada y alborozada, pero experimentaba al mismo tiempo una extraña sensación de temor.

Tía Sophie me habló un poco de ellas.

—Nadie está enteramente seguro —me dijo—. Algunos creen que las colocaron aquí los druidas unos mil setecientos años antes de Cristo. Apenas sé otra cosa, aparte el hecho de que eran como una especie de templo. En aquella época adoraban los cielos. Dicen que las piedras están dispuestas de tal forma que reciben los rayos del amanecer y del ocaso.

Le así el brazo y se lo apreté con fuerza. Me alegraba de estar con ella y regresé con aire ensimismado al carruaje de Joe Jabbings.

Me sentía muy feliz allí, sobre todo cuando recordaba mis días en Middlemore a la sombra de Cedar Hall.

Visitábamos muy a menudo a mi madre, la cual parecía encontrarse a gusto, aunque no supiera muy bien lo que había ocurrido ni dónde estaba.

Me ponía muy triste cuando me separaba de ella y, contemplando a tía Sophie, no podía por menos que imaginar lo felices que hubiéramos podido ser si mi madre se hubiera parecido a su hermana.

Cada vez estaba más encariñada con tía Sophie.

*****

Quedaban todavía muchos detalles prácticos por resolver… sobre todo, mi educación.

Tía Sophie intervenía activamente en todos los asuntos de Harper’s Green. Poseía una energía ilimitada y le gustaba mandar. Mantenía la cohesión del coro de la iglesia, organizaba la fiesta y el bazar anuales y, aunque no siempre estaba de acuerdo con la señorita Hetherington, cada una de ellas era lo suficientemente juiciosa como para reconocer las cualidades de la otra.

Cierto que tía Sophie vivía en una casita que no se podía comparar con St. Aubyn’s ni con Bell House, pero se había criado en una gran mansión, conocía las obligaciones que ello entrañaba y era muy experta en el gobierno de la vida del pueblo. En seguida me di cuenta de que, a pesar de nuestros escasos medíos, pertenecíamos a la misma categoría que la clase acomodada.

Antes de conocer a las personas que iban a desempeñar un importante papel en mi vida, averigüé algo sobre ellas gracias a las descripciones que me hizo tía Sophie. Me enteré de que el viejo Thomas, que se pasaba los días sentado en el banco de la orilla del estanque de los patos, había sido el jardinero de St. Aubyn’s hasta que el reuma «le atacó las piernas» y tuvo que dejar su trabajo. Seguía ocupando una casita en la finca de St. Aubyn’s y siempre le contaba a cualquiera que se sentara a su lado en el banco que podría disfrutar de ella hasta «el término de su vida natural», cosa que sonaba más a una condena carcelaria que al privilegio del que tan orgulloso se sentía. Me aconsejaron que me limitara a dar rápidamente los buenos días a Thomas al pasar por su lado sí no quería que éste me arrastrara a los recuerdos de su pasado.

Estaba también el pobre Charlie que había perdido hacía mucho tiempo el poco juicio que pudiera tener; y el mayor Cummings que había servido en la India en tiempos de la Rebelión[4] y se pasaba los días recordando aquel trascendental acontecimiento.

Tía Sophie se refería a ellos como a «los viejos del Prado». Allí se congregaban cada día cuando el tiempo lo permitía, y su conversación, según tía Sophie, giraba constantemente en torno a la casita, el reúma de Thomas y la Rebelión de la India mientras el pobre Charlie permanecía sentado allí, asintiendo con la cabeza y escuchando con embelesada atención como si todo aquello fuera una novedad para él.

Había otras figuras en segundo plano que formaban el coro por así decirlo. Las personas que más me interesaban eran las de mi edad… y, en concreto, las dos niñas de St. Aubyn’s Park y de Bell Mouse.

—Tamarisk St. Aubyn es un poco salvaje —me explicó tía Sophie—. Y no me extraña. La mère y el père St. Aubyn se ocupaban de sus propios asuntos y nunca tuvieron demasiado tiempo para los hijos. Por supuesto que tenían niñeras y ayas… pero un niño necesita que sus padres le presten una especial atención.

Mi tía me miró casi con tristeza. Sabía que mi madre, obsesionada por la pérdida de los «días mejores», no habría tenido demasiado tiempo para ofrecerme una existencia placentera.

—Menuda pareja estaban hechos —añadió—. Fiestas… bailes. Se lo pasaban en grande. Subían a Londres. Viajaban al continente. ¿Y eso qué importa?, podrías decir tú. Ya tenían niñeras e institutrices. Sin embargo, Lily dice que no era natural.

—Háblame de los hijos.

—Se llaman Crispin y Tamarisk. Tamarisk tiene aproximadamente tu edad. Crispin le lleva bastantes años… creo que diez. Tuvieron el hijo y no creo que quisieran tener más… a pesar de que, en cuanto nacieran los chiquillos, los hubieran podido encomendar a los cuidados de otras personas. Pero había que tener en cuenta el período de espera. Muy incómodo y molesto para la clase de vida que llevaba la señora St. Aubyn… Durante mucho tiempo pareció que no iban a tener más hijos después de Crispin. El niño no entorpecía para nada la alegre existencia de St. Aubyn’s. Creo que sus padres apenas le conocían. Ya puedes imaginarte la situación… de vez en cuando se lo llevaban para que le echaran un vistazo. Tenía una niñera que lo quería con locura y él no la olvida. Hay que reconocer que siempre ha cuidado de ellas. Son dos hermanas. Una está un poco lela. La pobre Flora. Siempre han vívido juntas. Ninguna de las dos se casó. Viven en una casita de la finca y Crispin se encarga de que no les falte nada. Se acuerda de su aya. Pero tú me preguntabas por los jóvenes. Bueno, pues el padre murió. Llevaba una vida demasiado agitada, dice la gente. Pero eso es lo que siempre se dice, ¿verdad? Trasnochaba, viajaba constantemente a la ciudad y al extranjero… bebía demasiado. Sea como fuere, el caso es que todo eso fue demasiado para Jonathan St. Aubyn. Ella quedó destrozada. Dicen que aún le sigue dando a la botella… claro que la gente dice muchas cosas. Fue una suerte que Crispin ya tuviera edad suficiente para asumir la responsabilidad de las cosas cuando su padre murió. Él se hizo cargo de todo a la muerte de su padre y creo que lo hace muy bien.

—Parece que la finca está muy bien cuidada, ¿verdad?

—Es uno de esos terratenientes que ponen especial empeño en que nadie olvide quiénes son. Casi todo el mundo reconoce que la finca lo necesitaba, pero algunos no tienen muy buena opinión de él. Sin embargo, él es muy creído y lo compensa con creces. Es el hijo de la casa… y el señor de la mansión.

—¿Y la señora de la mansión?

—Supongo que podríamos decir que es su madre, la señora Aubyn. Pero raras veces sale de casa. Se vino abajo al morir su marido y ahora es prácticamente una inválida. Se querían mucho y sólo le interesaba la vida de jolgorio que llevaba con él. Crispin estaba casado.

—¿Estaba?

—La mujer se marchó y lo abandonó. La gente no se sorprendió.

—Entonces, ¿todavía tiene esposa?

—No. La mujer se fue a Londres y poco después murió en un accidente de tren.

—¡Qué espanto!

—Algunos comentaron que había sido un castigo por sus pecados. Al viejo y devoto Josiah Dorian, de Bell House, no le cupo la menor duda. En cambio, los más caritativos dijeron que era comprensible que la pobre chica se hubiera escapado de su marido.

—Menudo drama.

—Eso, querida mía, depende de cómo se mire. Aquí hay una mezcla de gente muy variada, como en todos los pueblos. Todo parece sereno y tranquilo, pero, a poco que escarbes, te encuentras con lo que no esperas. Es como levantar una piedra para ver lo que hay debajo. ¿Lo has hecho alguna vez? Inténtalo y comprenderás a qué me refiero.

—O sea que este Crispin estuvo casado y ahora ya no lo está.

—Es lo que se llama un viudo. Bastante joven para eso, por cierto, pero supongo que la pobre chica no pudo soportar vivir con él. Puede que eso sirva de aviso para que otras no lo intenten. Aunque debo decir que una mansión tan impresionante como St. Aubyn’s de la que él es el amo podría ser una tentación para algunas.

—Háblame de Tamarisk.

—A eso iba. Debe de tener un mes más que tú… o puede que sea más joven. No estoy segura. Fue lo que se dice un descuido. No creo ni por un instante que la alegre pareja quisiera tener otro hijo. Piensa en la despreocupada vida que la señora tuvo que dejar durante unos meses. Bueno, sea como fuere, nació Tamarisk por lo menos diez años después que su hermano.

—Les debió de molestar mucho que naciera.

—Bueno, en cuanto la niña nació, todo se resolvió. Entonces la dejaron en manos de las niñeras. Por nada del mundo hubieran permitido que fuera un estorbo en sus vidas. No me extraña que sea tan testaruda y caprichosa como su hermano. Supongo que las niñeras se lo consentían todo. Debían de estar muy a gusto sin que los de arriba se entrometieran para nada. Seguramente querían evitar problemas. Pobrecillos. Sus padres debían de ser casi unos desconocidos para ellos. Pero tal vez debiera decir pobre señora St. Aubyn. Su marido era toda su vida y lo perdió. Maud Hetherington y yo nos turnamos para visitarla. Ella no quiere vernos y estoy segura de que nosotras tampoco queremos verla a ella. Pero Maud dice que hay que hacerlo, y a Maud no hay quien le lleve la contraria.

—¿Podré conocerlos?

—A eso quería llegar. Pero primero deja que te hable de los Dorian de Bell House. Un bonito lugar… apartado de la carretera. Ladrillo rojo. Ventanas con parteluces. Una lástima.

—¿Por qué una lástima?

—Lástima que vivan allí los Dorian. Podría ser una casa feliz. Me gustaría vivir en ella. Un poco grande para mí, supongo, pero no nos vendría mal. Creo que el viejo Josiah Dorian no puede olvidar que fue una iglesia en otros tiempos. De cuáqueros probablemente. No es exactamente una iglesia, pero se le parece bastante. Una casa de oración para personas de esas… que piensan que reírse es un billete para el infierno. Todo eso se respira todavía en la casa, y Josiah Dorian no lo va a cambiar.

—Hay una niña, ¿verdad? Dijiste que tenía aproximadamente mi edad… como Tamarisk St. Aubyn.

—Sí, sois bastante parecidas. ¡Pobre niña! Perdió a sus padres hace algún tiempo. Lástima que tuviera que irse a vivir con su tío y su tía.

—Yo he venido a vivir con mi tía…

Tía Sophie se echó a reír.

—Bueno, cariño, pero es que yo no soy Josiah Dorian.

—Creo que he tenido mucha suerte.

—Dios te bendiga, hijita. Las dos la hemos tenido. Nos traeremos mutuamente suerte. Me compadezco de la pobre Rachel, viviendo en un lugar como aquél. Todo tiene aire de reunión dominical, ya me entiendes. La servidumbre no para mucho en la casa. Mary Dorian pesa el azúcar y guarda el té bajo llave… por orden de su marido, según dicen. Josiah Dorian es un hombre muy tacaño. La madre de Rachel era hermana de Mary Dorian. Bueno, pues, a lo que iba. Te lo he explicado todo con cierto detenimiento porque quería que conocieras bien a las personas con quienes vas a tratar. Siempre y cuando yo lo pueda organizar. Lo que más me preocupa es tu educación. Quiero que vayas a la escuela… a una buena escuela.

—¿Y eso no será muy caro?

—Ya lo resolveremos cuando llegue el momento. Pero ahora todavía no… digamos dentro de un año. Entre tanto, Tamarisk tiene una institutriz en la casa… la señorita Lloyd. Rachel comparte con ella la institutriz. Acude todos los días a St. Aubyn’s y asiste a clase con Tamarisk. ¿Ves adónde quiero ir a parar?

—¿Crees que yo…?

Tía Sophie asintió enérgicamente con la cabeza.

—Aún no lo tengo arreglado, pero pienso hacerlo. No veo por qué razón no podrías estudiar con ellas. No creo que haya ninguna dificultad. Tendré que solicitar la autorización de la señora St. Aubyn, pero a ella no le importa nada de lo que ocurre a su alrededor y creo que no se negará. Supongo que tendré que pedir también la conformidad del viejo Josiah Dorian, pero ya veremos. Eso resolvería nuestro problema durante algún tiempo.

La perspectiva me entusiasmaba.

—Tendrías que acudir todas las mañanas a St. Aubyn’s. Sería bonito que pudieras relacionarte con niñas de tu edad.

Mientras estábamos hablando, Lily asomó la cabeza por la puerta.

—Está aquí la señorita Hetherington —anunció.

—Hazla pasar —contestó tía Sophie. Dirigiéndose a mí, añadió—: Vas a conocer a la hija de nuestro vicario… su brazo derecho y su asesora, en cuyas expertas manos descansa el destino de Harper’s Green.

En cuanto entró en la estancia, comprendí que era todo lo que había dicho tía Sophie e intuí inmediatamente su poder. Alta, corpulenta y con el cabello recogido severamente hacia atrás, llevaba un sombrerito adornado con nomeolvides y lucía una blusa cuyo cuello sostenido por varillas le llegaba casi hasta el mentón, confiriéndole una apariencia de extremada seriedad; sus penetrantes ojos castaños miraban a través de unas gafas, sus dientes eran levemente prominentes y todo en ella respiraba un inequívoco aire de autoridad.

En seguida clavó los ojos en mí y yo me adelanté.

—Conque ésa es la sobrina —dijo.

—Pues sí —contestó tía Sophie con una sonrisa.

—Sé bienvenida, niña. Vas a ser una de nosotros. Aquí serás muy feliz.

Lo dijo más como una orden que como una profecía.

—Sí, lo sé —dije yo.

Me miró satisfecha durante unos cuantos segundos. Creo que estaba intentando establecer qué clase de tareas me podría encomendar.

Tía Sophie le comentó su deseo de que yo recibiera lecciones con las otras dos niñas en St. Aubyn’s.

—Por supuesto que sí —dijo la señorita Hetherington—. Es lo más acertado. A la señorita Lloyd le dará igual enseñar a tres que a dos.

—Tendré que pedirles permiso a la señora St. Aubyn y a los Dorian.

—Seguro que no pondrán ningún reparo.

Me pregunté qué medidas adoptaría en caso de que los pusieran, aunque no creía que se atrevieran a desobedecerla.

—Bueno, Sophie, tenemos algunos asuntos de que hablar…

Abandoné discretamente la estancia y las dejé solas.

A los pocos días, tía Sophie me comunicó que la cuestión de la institutriz ya se había arreglado satisfactoriamente. Podría estudiar junto con Tamarisk y Rachel en el aula de St. Aubyn’s.

*****

Siendo una persona sumamente considerada con los demás y comprendiendo que sería bueno para mí saber algo sobre mis compañeras antes de reunirme con ellas para asistir a clase, tía Sophie invitó a ambas niñas a tomar el té en los Rowans.

Me emocionaba mucho la perspectiva de conocerlas y bajé al salón dominada por la curiosidad y una cierta inquietud.

Rachel Grey llegó en primer lugar. Era una niña delgada y morena de grandes ojos castaños. Nos estudiamos con cierta hauteur y nos dimos la mano con la cara muy seria mientras tía Sophie nos miraba sonriendo.

—Tú y Rachel os vais a llevar muy bien —dijo—. Mi sobrina es nueva en Harper’s Green, Rachel. Tú la enseñarás a desenvolverse por aquí, ¿no es cierto, querida?

Rachel esbozó una leve sonrisa y contestó:

—Haré todo lo que esté en mi mano.

—Bueno, pues, ahora que ya os conocéis, sentaos y charlaremos un poco.

—Tú vives en Bell House —dije yo—. Parece un lugar encantador.

—La casa es muy bonita —se limitó a decir Rachel.

—Un auténtico edificio de época —terció tía Sophie—. Casi tan antiguo como St. Aubyn’s.

—Pero no tan majestuoso —dijo Rachel.

—Posee mucho encanto —señaló tía Sophie—. Tamarisk se está retrasando.

—Tamarisk siempre se retrasa —dijo Rachel.

—Mmmm —murmuró tía Sophie.

—Está deseando conocerte —añadió Rachel, dirigiéndose a mí—. Llegará de un momento a otro.

No se equivocó.

—Ah, ya estás aquí, querida —dijo tía Sophie—. Algo te habrá demorado, ¿verdad?

—Pues sí —contestó la recién llegada.

Era muy agraciada: tenía un ensortijado cabello rubio, unos brillantes ojos azules y una menuda nariz retrousseé que le confería un aspecto un tanto atrevido. Me miró con mal disimulada curiosidad.

—O sea que tú eres la sobrina.

—Y tú eres Tamarisk St. Aubyn.

—De St. Aubyn’s Park —puntualizó la niña, recorriendo con la mirada el salón exquisitamente amueblado aunque no demasiado espacioso de tía Sophie… como si en cierto modo lo menospreciara.

—¿Cómo estás? —le pregunté fríamente.

—Muy bien, gracias, ¿y tú?

—Bien —contesté.

—Vas a asistir a clase con Rachel y conmigo.

—Sí. Estoy deseando empezar.

Tamarisk torció el rostro e hizo unos pucheros con los cuales yo acabaría familiarizándome, dando a entender que tal vez cambiaría de opinión cuando conociera a la institutriz.

—La vieja Lallie es una negrera, ¿verdad, Rachel? —dijo.

Rachel no contestó. Parecía tímida y quizá Tamarisk la intimidaba.

—¿La vieja Lallie? —pregunté yo.

—Lallie Lloyd. Se llama Alice, pero yo la llamo Lallie.

—No a la cara —terció serenamente Rachel.

—Sería capaz —replicó Tamarisk.

—Bueno, mientras vosotras os vais conociendo —dijo tía Sophie—, yo voy a ver cómo está el té.

Y me quedé sola con ellas.

—Supongo que ahora vivirás aquí —dijo Tamarisk.

—Mi madre está enferma. Se encuentra en una residencia cerca de aquí. Por eso he venido.

—El padre y la madre de Rachel murieron. Por eso vive aquí con su tío y su tía.

—Sí, lo sé. Vive en Bell House.

—No es un lugar tan bonito como nuestra mansión —dijo Tamarisk—, pero no está mal —reconoció, volviendo a contemplar el salón de tía Sophie con una mezcla de desprecio y compasión.

—Más adelante iremos a una escuela —me explicó Rachel—. Tamarisk y yo iremos juntas.

—Creo que yo también iré.

—Entonces ya seremos tres —Tamarisk soltó una risita—. Me encantará ir a la escuela. Lástima que seamos tan jóvenes.

—Eso cambiará, por supuesto —dije en un tono levemente estirado.

Tamarisk estalló en una carcajada.

—Ya empiezas a hablar como la vieja Lallie —dijo—. Háblanos de tu antigua casa.

Les hablé y me escucharon con atención. Mientras conversábamos, entró Lily con el té, seguida de tía Sophie.

—Tú atenderás a nuestras invitadas, Freddie —me dijo mi tía—, te encomiendo la tarea. Así os podréis ir conociendo sin la ayuda de los mayores.

Me sentí importante sirviendo el té y ofreciendo pastelillos.

—Qué nombre tan raro, ¿verdad, Rachel? —dijo Tamarisk—. ¡Freddie! Parece de chico.

—En realidad, es Frederica.

—¡Frederica! —exclamó Tamarisk en tono desdeñoso—. El mío es más insólito. El tuyo, mi pobre Rachel, es muy vulgar. ¿No es el de un personaje de la Biblia?

—Sí —contestó Rachel—, lo es.

—Me gusta más Tamarisk. No me gustaría que me llamaran con un nombre de chico.

—Nadie te podría confundir jamás con un chico —repliqué, provocándole a Tamarisk un acceso de risa.

Después empezamos a hablar por los codos y me di cuenta de que ambas niñas me habían aceptado. Me comentaron las rarezas de la vieja Lallie y me explicaron lo fácil que resultaba tomarle el pelo, aunque había que andarse con cuidado al hacerlo; y añadieron que había tenido un novio, muerto en plena juventud a causa de una misteriosa enfermedad y que por eso no se había casado y tenía que trabajar como institutriz de personas como Tamarisk, Rachel y yo, en lugar de tener su propio hogar, un amante esposo y una familia.

Cuando finalizó la reunión, mi inquietud ya se había disipado por entero y comprendí que podría relacionarme normalmente con Raquel y que le había perdido el miedo a Tamarisk.

El lunes siguiente me dirigí a St. Aubyn’s Park llena de un cauteloso optimismo y dispuesta a enfrentarme con la señorita Alice Lloyd.

*****

St. Aubyn’s Park era una gran mansión de estilo Tudor con un serpenteante camino particular flanqueado a ambos lados por arbustos en flor. Tía Sophie y yo pasamos por debajo de un impresionante portalón y entramos a un patio adoquinado. Tía Sophie había querido acompañarme, como dijo ella, «para presentarme el lugar».

—No te dejes intimidar por Tamarisk —me aconsejó—. Lo hará a poca ocasión que le des. Recuerda que tú vales tanto como ella.

Prometí no hacerlo.

Una criada nos hizo pasar, diciendo:

—La señorita Lloyd está esperando a la niña, señorita Cardingham.

—Gracias. Podemos subir, ¿verdad?

—Si son tan amables —fue la respuesta.

La sala principal era una maravilla. Tenía una alargada mesa de refectorio con varias sillas alrededor y estaba presidida por un retrato de tamaño natural de una severa reina Isabel con gorguera y vestido bordado en pedrería.

—Una vez se alojó aquí —me dijo en voz baja tía Sophie—. La familia se enorgullece mucho de ello.

Encabezó la marcha, subiendo por la escalinata; llegamos a un descansillo y, tras subir otro tramo de escalera, pasamos por una galería en la que había varios sofás, sillones, una espineta y un arpa. Me pregunté si Tamarisk las sabría tocar. Subimos más peldaños.

—No sé por qué las aulas de clase están siempre en los pisos altos de las casas —comentó tía Sophie En Cedars también lo estaban.

Al final, llegamos a nuestro destino. Tía Sophie llamó con los nudillos a una puerta, y entramos.

Allí estaba el aula que tan bien llegaría a conocer con el tiempo. Era grande y tenía un techo muy alto. En el centro de la estancia había una alargada mesa junto a la cual se hallaban sentadas Tamarisk y Rachel. Observé un gran armario cuya puerta entreabierta permitía ver unos libros y unas pizarras individuales. En un extremo de la estancia había una pizarra. Era una típica aula de clase.

Una mujer se nos acercó. Era la señorita Alice Lloyd, por supuesto. Alta y delgada, de unos cuarenta y tantos años. Observé la expresión de sufrimiento de su rostro, nacida sin duda del esfuerzo por intentar enseñar algo a personas como Tamarisk St. Aubyn. Me pareció ver también en su rostro una cierta nostalgia y recordé lo que Tamarisk me había contado sobre su novio y sobre sus sueños incumplidos.

—Le presentó a mi sobrina, señorita Lloyd. Se llama Freddie… es decir, Frederica.

La señorita Lloyd me miró sonriendo y la sonrisa la transformó. A partir de aquel instante, me gustó.

—Bien venida, Frederica —me dijo—. Tienes que contármelo todo sobre ti. Entonces sabré cuál es tu situación, comparada con mis otras dos alumnas.

—Estoy segura de que se van a llevar ustedes muy bien —dijo tía Sophie—. La veré luego, querida.

Se despidió de la señorita Lloyd y se retiró.

Me dijeron que me sentara y la señorita Lloyd me hizo unas cuantas preguntas. No pareció descontenta de mis conocimientos y en seguida comenzó la clase.

Siempre me había interesado aprender; había leído mucho y muy pronto me di cuenta de que no estaba en modo alguno atrasada en relación con mis compañeras.

A las once en punto entró una criada portando una bandeja con tres vasos de leche y tres bizcochos.

—Le he dejado el desayuno en su habitación, señorita Lloyd —dijo la criada.

—Gracias —contestó la señorita Lloyd—. Bueno, niñas, sólo quince minutos.

Tamarisk hizo una mueca a su espalda mientras la institutriz se retiraba.

La leche caliente sabía a gloria. Todas nos tomamos nuestro bizcocho.

—Libres aunque sólo sea por un ratito —comentó Tamarisk.

—¿Lo hacéis todos los días? —pregunté.

—Tamarisk asintió con la cabeza.

—Leche a las once. A las once y cuarto, vuelta a clase hasta las doce. Entonces tú y Rachel os vais a casa.

Rachel asintió con la cabeza para confirmarlo.

—Supongo que esta casa te parecerá grandiosa —me dijo Tamarisk.

—No es ni mucho menos tan grandiosa como la casa donde creció mi madre —contesté, pensando que una pequeña exageración no estaría de más—. Se llamaba Cedar Hall. Puede que hayas oído hablar de ella.

Tamarisk sacudió la cabeza como quitándole importancia.

Pero yo no quería darme por vencida tan fácilmente. Me lancé a una descripción… imaginaria, por supuesto, pues nunca había estado en Cedar Hall. Sin embargo, podía inventarme su espléndido interior basándome en lo que había visto en St. Aubyn’s y procurando mejorarlo al máximo.

Rachel se reclinó en su asiento y escuchó atentamente, hundiéndose cada vez más en su sillón.

—Como es natural —dijo Tamarisk, mirando a Rachel de reojo—, ésa no sabe de qué estamos hablando.

—Lo sé muy bien —replicó Rachel.

—No, tú no sabes nada. Tú vives simplemente en la vieja Bell House y, antes, ¿dónde estabas? No podías tener ni idea de cómo son esas mansiones, ¿verdad, Fred?

—Se pueden saber cosas —dije yo—. No es necesario haber vivido en ellas. Y, además, Rachel está aquí, ¿no?

Rachel me miró con gratitud y, a partir de aquel momento, decidí protegerla. Era pequeña, bonita y en cierto modo frágil. Rachel me gustaba. De Tamarisk no estaba tan segura.

Seguimos presumiendo de nuestras casas hasta que entró la señorita Lloyd con la criada. Esta última retiró la bandeja e inmediatamente reanudamos la clase.

Recuerdo que aquella primera mañana hicimos geografía y gramática inglesa y yo escuché con atención ante la visible complacencia de la señorita Lloyd.

Fue una mañana muy satisfactoria hasta que nos levantamos para regresar a casa.

Yo volvería a los Rowans en compañía de Rachel pues Bell House y los Rowans no distaban mucho entre sí.

La señorita Lloyd me dirigió una benévola sonrisa y me dijo que se alegraba de que me hubiera incorporado a las clases y estaba segura de que yo sería una alumna muy aventajada.

Después se retiró a una pequeña estancia contigua que ella llamaba su «refugio».

Tamarisk bajó la escalinata con nosotras.

—¡Uf! —exclamó, propinándome un pequeño empujón—. Ya veo que te vas a convertir en la niña mimada de la vieja Lallie. A eso lo llamo yo dar jabón, Fred Hammond. «Estoy segura de que serás una alumna muy aventajada» —repitió, imitando a la señorita Lloyd—. No me gusta la gente aduladora —añadió en tono de siniestra amenaza.

—Me he comportado con naturalidad —dije—. Me gusta la señorita Lloyd y seré una alumna aventajada si quiero. Necesita por lo menos una… —mirando a Rachel a quien me había propuesto proteger, añadí—: o dos.

—¡Empollona! —dijo Tamarisk—. Aborrezco a los empollones.

—He venido aquí para aprender y eso es lo que deberíamos hacer todas. ¿Para qué íbamos a venir si no?

—Simplemente para escucharla —le dijo Tamarisk a Rachel.

Rachel bajó la mirada. Estaba acostumbrada a dejarse avasallar por Tamarisk y debía de pensar que tenía que aceptarlo a cambio del privilegio de compartir las clases. Sin embargo, la decisión no la había tomado Tamarisk sino los mayores, por lo que yo no estaba dispuesta a someterme.

Tamarisk decidió abandonar el tema. Pronto aprendería que sus estados de ánimo eran muy pasajeros. Podía insultar a alguien en determinado momento y, al siguiente, darle muestras de su amistad. Yo sabía en mi fuero interno que se alegraba de que compartiera las clases con ella y que el hecho de que le plantara cara le hacía gracia, porque rompía la monotonía de la humilde sumisión de Rachel.

Mientras bajábamos, vimos a un hombre al pie de la escalinata, esperando para subir.

—Hola, Crispin —dijo Tamarisk.

¡Crispin!, pensé. ¡El hermano! El señor de la mansión que no quería que la gente olvidara quién era. Era tal como yo me lo imaginaba a través de la descripción que me había hecho tía Sophie. Alto, delgado, cabello oscuro y ojos gris claro… unos fríos ojos que parecían despreciar el mundo. Lucía atuendo de montar y, al parecer, acababa de regresar a la casa.

Asintió con la cabeza en respuesta al saludo de su hermana y sus ojos se posaron momentáneamente en Rachel y en mí. Después, empezó a subir los peldaños a toda prisa.

—Es mi hermano Crispin —explicó Tamarisk.

—Lo sé. Has dicho su nombre.

—Todo eso es suyo —añadió orgullosamente Tamarisk, extendiendo los brazos.

—¡Ni te ha hecho caso!

—Eso es porque tú estabas aquí.

Entonces oí su voz. Era una de esas voces claras y bien moduladas que se oyen desde lejos.

—¿Quién es aquella niña tan fea que estaba con las otras? —preguntó, hablando con alguien—. Debe de ser nueva, supongo —añadió.

Tamarisk trató de reprimir la risa. Noté que la sangre afluía a mis mejillas. Sabía que no era agraciada como Tamarisk ni bonita como Rachel, pero ¡eso de llamarme «niña fea»! Me sentí amargamente ofendida y humillada.

—No me importa —dije—. A la señorita Lloyd le gusto y a mi tía también. No me importa lo que piense el grosero de tu hermano.

—No ha sido una grosería sino la pura verdad. «La verdad siempre por delante», tal como suele decirse… o algo por el estilo. Lo sabes muy bien. Tú eres inteligente. Y serás la niña mimada de la vieja Lallie.

Cuando ya nos estábamos dirigiendo hacia la puerta, Tamarisk añadió sin rencor:

—Adiós, hasta mañana.

Soy fea, pensé mientras bajaba por el camino particular en compañía de Rachel.

Jamás me había parado a pensarlo y ahora tenía que enfrentarme con la verdad desnuda.

Rachel me tomó del brazo. Ella también había sufrido humillaciones y comprendía mis sentimientos. Le agradecí que no me dijera nada y caminé en silencio, pensando: «soy fea».

Llegamos a Bell House. Estaba preciosa bajo el sol. Mientras nos acercábamos, un hombre cruzó la verja. Era de mediana edad, tenía el cabello rubio jengibre un poco plateado en las sienes y lucía una breve y puntiaguda barba.

Apoyó una mano en la verja y observé que estaba cubierta de vello color jengibre. Tenía una boca recta, unos ojillos claros y mantenía los labios fuertemente apretados.

—Buenos días —dijo, mirándome—. Debes de ser la recién llegada de los Rowans. Has asistido a clase en St. Aubyn’s.

—Es mi tío —dijo Rachel en tono apacible.

—Buenas tardes, señor Dorian —dije.

El hombre asintió con la cabeza y se humedeció los labios con la lengua. Experimenté una súbita sensación de repugnancia que no pude comprender del todo, a pesar de ser extremadamente definida.

Rachel también había cambiado y parecía un poco asustada. Aunque, en realidad, siempre lo estaba.

—Que la bendición del Señor te acompañe —dijo el señor Dorian sin dejar de mirarme.

Me despedí y regresé a los Rowans.

Tía Sophie me esperaba con Lily. El almuerzo ya estaba en la mesa.

—Bueno —dijo tía Sophie—, ¿qué tal ha ido?

—Muy bien.

—Estupendo. Te lo dije, ¿verdad, Lily? Seguro que has eclipsado a las otras dos.

—Seguro que sí —dijo Lily.

—Parece que la señorita Lloyd me encuentra bien preparada. Dijo que se alegraba de poder darme clase.

Mi tía y Lily se intercambiaron una mirada.

—No me he pasado toda la mañana sudando en la cocina y guisando la comida para que ahora se enfríe —dijo Lily.

Nos sentamos a la mesa y Lily nos sirvió aunque yo apenas probé bocado.

—O sea, que ha sido una mañana muy emocionante —dijo tía Sophie.

En cuanto pude, me escapé a mi habitación y me miré al espejo. ¡Fea!, pensé. Bueno, la verdad es que lo era. Tenía el cabello oscuro y liso, aunque muy abundante. El de Tamarisk era rizado y de un bonito color mientras que Rachel lo tenía graciosamente ondulado. Mis mejillas eran tersas, pero muy pálidas y mis ojos castaño claro estaban orlados por unas largas, pero descoloridas pestañas castañas en tanto que la nariz era más bien grande y la boca muy ancha.

Me estaba estudiando la cara cuando tía Sophie entró en la habitación y se sentó en el borde de la cama.

—Será mejor que me lo cuentes —me dijo—. ¿Qué ha ocurrido? ¿No han ido bien las cosas?

—¿Te refieres a la clase?

—Me refiero a todo. ¿Acaso Tamarisk se ha metido contigo? No me sorprendería.

—Puedo enfrentarme con ella.

—De eso no me cabe la menor duda. Es como un globo hinchado. Cuando suelta el aire, se deshincha. Pobre Tamarisk. No creo que haya tenido una infancia muy dichosa. Bueno, pues ¿qué ha pasado?

—Ha sido… el hermano.

—¡Crispin, el hermano de Tamarisk! ¿Qué pinta él en todo eso?

—Estaba en la sala cuando salimos.

—¿Y qué te ha dicho?

—A mí, nada… pero ha hecho un comentario muy desagradable sobre mí.

Mi tía me miró con incredulidad. Le describí el breve encuentro y le expliqué que le había oído preguntar: «¿Quién es aquella niña tan fea?».

—¡El muy sinvergüenza! —exclamó tía Sophie—. No le hagas caso.

—Pero es verdad. Ha dicho que soy fea.

—No lo eres. No te vayas a creer estas sandeces.

—Es la verdad. No soy bonita como Tamarisk y Rachel.

—Tienes algo más que la hermosura, mi niña. Hay algo especial en ti. Eres interesante. Y eso es lo que importa. Me alegro de que seas mi sobrina. No me hubieran gustado las otras.

—¿De veras?

—Sin ninguna duda.

—Tengo la nariz grande.

—Me gusta que una nariz sea una nariz… no un simple pegote de masilla.

No pude evitar reírme mientras ella añadía:

—Las narices grandes tienen personalidad. ¡Donde esté una nariz grande que se quite todo lo demás!

—La tuya no lo es mucho, tía Sophie —dije yo.

—Te pareces a tu padre. Tenía la nariz grande y era uno de los hombres más guapos que he visto en mi vida. Tienes unos ojos muy bellos. Expresivos… e inteligentes. Revelan tus sentimientos. Para eso son los ojos… y también para ver, claro. Bueno, no te apures. La gente suele decir esas cosas cuando no piensa demasiado. Tenía prisa y no te miró como es debido.

—Simplemente me miró y eso fue todo.

—Ahí está. Hubiera dicho lo mismo sobre cualquier otra niña. Si tú eres fea, yo soy Napoleón Bonaparte. ¡Eso es!

No pude evitar reírme. ¡Mi querida tía Sophie! Me había rescatado una vez más.

*****

Así pues, de lunes a viernes yo asistía regularmente a clase en St. Aubyn’s. Solía esperar a Rachel junto a la verja de Bell House para subir juntas por el camino. Ambas habíamos formado una alianza contra Tamarisk y yo era una especie de defensora de Rachel.

Sin embargo, no pude olvidar el comentario de Crispin St. Aubyn. Me había afectado mucho. Yo no era fea. Tía Sophie lo había dejado bien claro. Tenía un cabello bonito, insistía en decirme. Era fino, pero abundante y yo me lo cepillaba hasta dejarlo resplandeciente. A menudo lo llevaba suelto sobre los hombros en lugar de recogérmelo en unas severas trenzas, y siempre procuraba que no se arrugara la ropa. Tamarisk se daba cuenta y, aunque no hacía ningún comentario, sonreía enigmáticamente para sus adentros.

Se mostraba amable conmigo y creo que a veces trataba de romper mi alianza con Rachel. Yo me alegraba y me sentía en cierto modo halagada.

A Crispin St. Aubyn le veía muy de tarde en tarde y normalmente de lejos. Era evidente que no sentía el menor interés por su hermana y sus compañeras.

Tía Sophie había dicho que era «un sinvergüenza» y era cierto, pensé yo. Quería impresionar a todo el mundo pero a tía Sophie y a mí no nos iba a impresionar. Un día en que fui a esperar a Rachel, ésta no estaba allí. Era un poco pronto. Como la verja de Bell House estaba abierta, entré en el jardín. Había un banco y me senté.

Contemplé la casa. Era efectivamente muy bonita, más atrayente que St. Aubyn’s Park, pensé. Hubiera tenido que ser una casa feliz y acogedora, pero estaba segura de que no lo era. Tamarisk había sufrido el olvido de su familia y había sido criada por las niñeras, pero puede que aquella situación tuviera también sus ventajas. Rachel no era tan despreocupada como ella. Rachel era tímida… y tenía miedo de algo. Pensé que quizá era algo relacionado con la casa.

A lo mejor era una soñadora y me inventaba historias fantásticas sobre la gente… la mitad de ellas sin el menor asomo de verdad.

Oí una voz a mi espalda.

—Buenos días, querida.

Era el señor Dorian, el tío de Rachel. Experimenté el impulso de levantarme y echar a correr a la mayor velocidad posible. ¿Por qué? Su voz era extremadamente amable.

—Estás esperando a Rachel, ¿verdad?

—Sí —contesté, levantándome al ver que se disponía a sentarse a mi lado.

El señor Dorian apoyó una mano en mi brazo y me obligó a sentarme de nuevo.

—¿Te gustan las clases con la señorita Lloyd? —preguntó, mirándome detenidamente.

—Sí, muchas gracias.

—Esto es bueno… muy bueno.

Se había sentado muy cerca de mí.

—Tendremos que irnos —dije—. Vamos a llegar tarde.

Entonces vi con alivio que Rachel salía de la casa.

—Siento haberme retrasado —dijo Rachel.

De pronto vio a su tío.

—Has hecho esperar a Frederica —le dijo su tío en tono de amable reproche.

—Sí, lo siento.

—Vamos, pues —dije, deseosa de marcharme de allí cuanto antes.

—Que seáis buenas —dijo el señor Dorian—. Que el Señor os bendiga a las dos.

Mientras nos alejábamos, observé que él se nos quedaba mirando. Sentí un estremecimiento sin saber por qué.

Rachel guardó silencio, aunque en realidad, eso no significaba nada, pues era una niña más bien taciturna. Sin embargo, intuí que había adivinado en cierto modo mis sentimientos.

El recuerdo del señor Dorian perduró algún tiempo en mi mente. Como me resultaba levemente desagradable, procuré olvidarlo; pero la siguiente vez que acudí a esperar a Rachel, no entré en el jardín sino que preferí aguardar fuera.

La señorita Lloyd y yo nos llevábamos muy bien; el hecho de ser su alumna preferida constituía para mí una gran satisfacción. Decía que yo era muy sensible y compartía conmigo la afición a la poesía, por cuyo motivo ambas solíamos analizar juntas algún poema mientras Rachel nos miraba perpleja y Tamarisk se moría de aburrimiento como si lo que nosotras decíamos no le interesara lo más mínimo.

La señorita Lloyd comentó lo bonito que sería que Tamarisk nos invitara a Rachel y a mí a tomar el té.

—¿No estás de acuerdo, Tamarisk? —preguntó.

—No me importaría —contestó Tamarisk en tono displicente.

—Muy bien, pues. Organizaremos un pequeño té.

A tía Sophie le hizo gracia cuando se lo comenté.

—Tienes que ver algo más de la casa, aparte de la vieja aula de clase —comentó—. Merece la pena. Me alegro de que tú y la señorita Lloyd os hayáis hecho amigas. Es una persona muy juiciosa. Se da cuenta de que eres mucho más lista que las demás.

—Puede que no sea tan guapa como ellas, pero aprendo con más facilidad.

—Tonterías. Quiero decir tonterías lo primero y verdadero lo segundo. Puedes llevar la cabeza bien alta, querida. Piensa bien de ti misma y los demás también lo harán.

Así pues, asistí al té. Nos sirvieron unos emparedados exquisitos y un delicioso pastel de cerezas; la señorita Lloyd dijo que, en su calidad de anfitriona, Tamarisk debería agasajarnos.

Tamarisk hizo su habitual gesto de indiferencia y siguió comportándose como de costumbre.

Al parecer, la señorita Lloyd le había preguntado a la señora St. Aubyn, a quien Tamarisk solía visitar a las cuatro y media los días en que su madre se encontraba lo bastante bien como para recibirla, si le gustaría conocer a las niñas que compartían las clases con su hija. Para asombro de la señorita Lloyd, la señora Aubyn contestó que sí, siempre y cuando se encontrara bien en aquel momento y las niñas no prolongaran demasiado la visita.

Así pude conocer a la señora de la casa… la madre de Tamarisk y Crispin.

La señorita Lloyd nos hizo pasar y nosotras nos acercamos.

La señora St. Aubyn lucía una negligée de gasa malva transparente con adornos de cintas y encajes. Estaba recostada en un sofá y tenía a su lado una mesita sobre la cual había una caja de dulces. Era un poco gruesa, pero estaba muy guapa con su cabello dorado (del mismo color que el de Tamarisk) recogido hacia arriba. Lucía un dije de brillantes alrededor del cuello y en sus dedos resplandecían las mismas piedras.

Nos miró lánguidamente y, al final, sus ojos se posaron en mí.

—Ésta es Frederica, señora St. Aubyn —dijo la señorita Lloyd—, la sobrina de la señorita Cardingham. La señora St. Aubyn me hizo señas de que me acercara.

—Tengo entendido que tu madre está inválida —me dijo.

—Sí.

La señora St. Aubyn asintió con la cabeza.

—Lo comprendo… lo comprendo muy bien. Está en una residencia, creo.

Dije que sí.

Lanzó un suspiro.

—Es una pena, mi pobre niña. Tienes que contármelo.

Estaba a punto de explicárselo cuando ella añadió:

—Algún día… cuando me encuentre más fuerte.

La señorita Lloyd apoyó una mano en mi hombro y me apartó. Entonces comprendí que el interés de la señora St. Aubyn se centraba en la enfermedad de mi madre y no en mi persona.

Sentí deseos de abandonar la estancia, cosa que al parecer también deseaba la señorita Lloyd, pues dijo:

—No debe usted cansarse, señora St. Aubyn. —La señora St. Aubyn asintió con aire resignado—. Rachel y Frederica se han hecho muy amigas —añadió la señorita Lloyd.

—Qué bien.

—Son unas niñas muy buenas. Tamarisk, despídete de tu madre… y vosotras también, niñas…

Todas lo hicimos con alivio.

Pensé para mis adentros que aquélla era una familia muy rara. La señora St. Aubyn no se parecía para nada a su hijo o su hija. Recordé lo que me había contado tía Sophie sobre su alegre existencia de antaño, cuando sólo pensaba en disfrutar de la vida. Ahora todo debía de ser muy distinto para ella. Se me ocurrió pensar que, a lo mejor, le gustaba ser una inválida y pasarse todo el día tumbada en un sillón, envuelta en gasas y encajes. La gente era muy rara.

Tamarisk y yo nos estábamos haciendo bastante amigas aunque de una forma un tanto beligerante. Ella trataba siempre de superarme en todo lo que podía, lo cual en cierto modo me halagaba. Me respetaba mucho más que a Rachel y, cuando yo le llevaba la contraria, cosa que hacía muy a menudo, disfrutaba con nuestras batallas verbales. Despreciaba levemente a Rachel y simulaba despreciarme también a mí, aunque creo que en cierto modo me admiraba.

Algunas tardes solíamos dar un paseo juntas por la finca de St. Aubyn’s, cuya extensión era enorme. A Tamarisk le encantaba demostrarnos la superioridad de sus conocimientos, haciéndonos de guía. Así fue cómo visité a Flora y Lucy Lane.

Vivían en una casita no muy alejada de la mansión de St. Aubyn’s y ambas habían sido niñeras de Crispin, según me contó Tamarisk.

—La gente siempre quiere a sus antiguas niñeras —añadió—, sobre todo cuando los padres y madres no prestan demasiada atención a sus hijos. Yo aprecio bastante a mi vieja niñera Compton, aunque siempre me esté encima, diciendo «No hagas eso o lo otro». Crispin quiere mucho a Lucy Lane. ¡Qué nombre tan divertido! Parece una calle[5]. Supongo que no se acuerda de Flora. Fue la que tuvo primero, ¿sabes?, pero después ella se volvió un poco rara. Entonces Lucy se hizo cargo de él. Crispin cuida de ellas y se encarga de que no les falte nada. Nadie podría imaginar que Crispin fuera capaz de preocuparse por esas cosas, ¿verdad?

—No lo sé —dije—. En realidad, casi no le conozco. Se advertía en mi voz una nota de frialdad cuando pronunciaba su nombre, cosa que no ocurría con frecuencia, por supuesto. Evocaba su voz y recordaba su pregunta sobre quién era aquella niña tan fea.

—Bueno, pues viven en esta casita. Yo hubiera podido tener a Lucy por niñera, pero, cuando yo nací, ella tuvo que marcharse para cuidar de su hermana porque su madre había muerto. Flora necesitaba que la cuidaran. Hace cosas raras.

—¿Qué clase de cosas?

—Lleva un muñeco en brazos y cree que es un niño pequeño. Le canta. Yo la he oído. Se sienta en el jardín de la parte de atrás de la casita junto a la vieja morera y le habla. Lucy no quiere que la gente le diga nada. Dice que eso la trastorna. Podríamos visitarlas y así la verías.

—¿Querrán ellas que las visitemos?

—¿Y eso qué importa? Viven en la finca, ¿no?

—Están en su casa y tu hermano se la cedió generosamente; tal vez deberíamos respetar su intimidad.

—Ja, ja, ja —se burló Tamarisk—. Pues yo iré de todos modos.

No pude evitar acompañarla.

La casita se levantaba solitaria en medio del campo y tenía un jardincito en la parte anterior. Tamarisk abrió la verja y subió por el caminito. Yo la seguí.

—¿Hay alguien en casa? —preguntó, levantando la voz.

Una mujer apareció en la puerta. Comprendí inmediatamente que era la señorita Lucy Lane. Tenía el cabello entrecano y su expresión de inquietud debía de ser permanente. Iba pulcramente vestida con una blusa y una falda grises.

—Vengo a verte con Frederica Hammond —le explicó Tamarisk.

—Oh, qué amable —dijo Lucy Lane—. Pasen.

Entramos a un zaguán y, desde éste, a un pequeño y ordenado salón cuyos muebles estaban esmeradamente abrillantados.

—O sea que es usted la nueva alumna de la casa —me dijo la señorita Lucy Lane—. La sobrina de la señorita Cardingham.

—Sí —contesté.

—Y asiste a clase con la señorita Tamarisk. Qué bien.

Nos sentamos.

—¿Cómo está Flora hoy? —preguntó Tamarisk, decepcionada ante el hecho de que yo no pudiera verla.

—Se encuentra en su habitación. Prefiero no molestarla. ¿Le gusta Harper’s Green, señorita?

—Es un lugar muy agradable —contesté.

—Tengo entendido que su pobre mamá… está enferma.

Contesté que sí, medio esperando que dijera «Qué bien». En su lugar, comentó inesperadamente:

—Oh… qué dura es a veces la vida.

Tamarisk estaba empezando a aburrirse.

—¿Te importaría que saludáramos a Flora? —preguntó.

Lucy la miró consternada. Estaba segura de que iba a contestar que no era posible cuando, para su disgusto y para regocijo de Tamarisk, se abrió la puerta y apareció una mujer.

Se parecía un poco a Lucy, pero, mientras que la expresión de ésta era de extremada viveza, los grandes y desconcertados ojos de Flora miraban como si trataran de distinguir algo situado más allá de su campo visual. Acunaba un muñeco en sus brazos. La imagen de una mujer adulta con un muñeco resultaba inquietante.

—Hola, Flora —dijo Tamarisk—. He venido a verte con mi amiga Fred Hammond. Es una niña aunque por el nombre no lo parezca —añadió soltando una risita.

—Me llamo Frederica —expliqué—. Frederica Hammond.

Flora asintió con la cabeza y su mirada se apartó de Tamarisk para posarse en mí.

—Fred asiste a clase con nosotras —dijo Tamarisk.

—¿Prefieres regresar a tu habitación, Flora? —preguntó ansiosamente Lucy, mirando a su hermana.

Flora sacudió la cabeza y contempló su muñeco.

—Hoy está muy inquieto —dijo—. Le están saliendo los dientes.

—Es un niño, ¿verdad? —preguntó Tamarisk. Flora se sentó, dejando el muñeco sobre su regazo y contemplándolo con ternura.

—¿No sería hora de que lo llevaras a dormir? —Le preguntó Lucy—. Vamos arriba. Disculpen —añadió, dirigiéndose a nosotras.

Apoyando con firmeza la mano en el brazo de Flora, Lucy se la llevó.

Tamarisk me miró y se dio unas palmadas en la sien.

—Ya te lo dije —murmuró—. Está loca. Lucy procura disimularlo… pero la verdad es que está como un cencerro.

—¡Pobrecilla! —exclamé yo—. Debe de ser muy triste para las dos. Creo que deberíamos irnos. No les gusta que estemos aquí. No deberíamos haber venido.

—De acuerdo —dijo Tamarisk—. Sólo quería que vieras a Flora.

—Tendremos que esperar a que baje Lucy. Entonces nos iremos.

Y eso hicimos.

Mientras nos alejábamos, Tamarisk me preguntó:

—¿Qué te parece?

—Es una pena. La hermana mayor… porque Lucy debe de ser la mayor, ¿verdad?

Tamarisk asintió con la cabeza.

—Está muy preocupada por la loca. Es horrible que piense que el muñeco es un niño.

—Cree que es Crispin… ¡Crispin cuando era pequeño!

—Quién sabe por qué se debió de volver loca.

—Nunca se me había ocurrido pensarlo. Han pasado muchos años desde que Crispin era un niño. Cuando Flora enloqueció, Lucy se hizo cargo de él… entonces era todavía muy pequeño. Después, cuando tenía unos nueve años, lo enviaron a la escuela. Él siempre quiso mucho a Lucy. Su padre era uno de los jardineros de aquí, por eso vivían en la casa. Murió antes de que ella volviera. Porque, al principio, Lucy se fue a trabajar al norte. La madre se quedó en la casa cuando el padre murió. Entonces volvió Lucy. Por lo menos, eso es lo que me han contado. Poco después, Flora se volvió loca y Lucy se convirtió en la niñera de Crispin.

—Crispin ha sido muy bueno permitiendo que se quedaran en la casita, ahora que ninguna de las dos trabaja en St. Aubyn’s.

—Le tiene mucho cariño a Lucy. Ya te lo he dicho, ella fue su niñera y casi todo el mundo quiere a su niñera.

Mientras regresábamos, no pude quitarme de la cabeza a la extraña mujer con aquel muñeco que ella creía Crispin.

Me costaba trabajo imaginarme a aquel arrogante joven como un niño.