El regreso a casa

La novedad de la travesía de ida había sido una gran aventura tanto para Tamarisk como para mí y, por consiguiente, una fuente de interés; pero ahora yo ya lo había visto todo y Sibyl era una curtida viajera muy familiarizada con la vida a bordo de un barco, cosa que, por cierto, le encantaba. Había viajado otras veces con aquel capitán y conocía a varios de los oficiales. Tal como ella misma me dijo, sabía moverse en un barco, lo cual nos sería sin duda muy útil.

Disponíamos de camarotes separados, pero contiguos. —En la banda de estribor —me explicó Sibyl—. En la de babor a la ida y en la de estribor a la vuelta. De lo contrario, el calor de los trópicos resulta insoportable. Fue la mejor compañera que yo hubiera podido soñar. No permitió en ningún momento que cavilara demasiado. Jugaba a las cartas, sobre todo, al whist, y bailaba por la noche; me llevaba de excursión cada vez que hacíamos escala en algún sitio y cuidaba de que siempre tuviéramos apuestos acompañantes masculinos. Era merecidamente popular, coqueteaba con los hombres, hablaba constantemente y estaba siempre de buen humor.

Cuando hacía mala mar, se quedaba en su camarote… y lo mismo hacía yo. Permanecía tendida en mi litera y pensaba en la llegada. Me preguntaba qué habría ocurrido en mi ausencia. ¿Se habría descubierto algo? Debieron de correr muchos rumores cuando yo me fui de Harper’s Green, tan de repente después del anuncio de mi compromiso con Crispin.

Escuchaba el rumor de las olas golpeando contra el costado del buque y los crujidos de protesta del navío, como si éste se quejara amargamente del trato que le estaba dispensando la mar.

Después volvía la calma y así transcurrían nuestros días.

*****

Al final, zarpamos de Lisboa, nuestra última escala. Junto con Sibyl y unos amigos, bajamos a tierra, exploramos la ciudad, visitamos el monasterio de los Jerónimos y la iglesia do Carmo, admiramos la torre de Belem, tomamos café viendo pasar a la gente y después regresamos al barco y contemplamos desde la cubierta las dos colinas que flanqueaban el Tajo mientras nos alejábamos del Mar de Palha[9].

Ya estábamos muy cerca de casa.

El día pasó volando. Hicimos el equipaje para tenerlo todo preparado. Había llegado la última noche. Al día siguiente a primera hora de la mañana llegaríamos a Southampton.

Hubo, como siempre, una pequeña demora antes de que nos permitieran desembarcar y los minutos se nos hicieron tan largos como horas.

Sibyl me había dicho que tomaríamos el transbordador ferroviario hasta Londres y desde allí seguiríamos viaje a Harper’s Green. Ella pensaba alojarse en Londres, por lo que yo le dije que no hacía falta que me acompañara, pero, aun así, insistió en hacerlo. Le había prometido a Ronnie llevarme hasta mi tía y eso era exactamente lo que iba a hacer.

No fue necesario, pues en el muelle me estaban esperando Crispin y tía Sophie.

Tía Sophie pronunció jubilosamente mi nombre y el rostro de Crispin se iluminó con una indescriptible alegría. Corrí hacia ellos, pero fue Crispin quien primero se acercó a mí, levantándome en sus brazos. Jamás le había visto tan feliz. Tía Sophie nos miró sonriendo.

—¡Has vuelto a casa, cariño, has vuelto a casa! —dijo, hablando casi con incoherencia mientras unas lágrimas de emoción le surcaban las mejillas.

Sibyl contemplaba la escena con visible complacencia.

—Os presento a la señora Fraser —dije—. Ella me ha acompañado a casa porque mi padre se lo pidió.

—Ya lo sabemos —dijo tía Sophie—. Acabamos de recibir una carta suya. Hemos estado preparando la matanza del ternero cebado desde que supimos que volvías. Al parecer, las cartas viajan con más rapidez que las personas. ¡Oh, qué maravilla volver a verte!

Crispin me tomó del brazo y me atrajo hacia sí mientras tía Sophie me tomaba el otro brazo.

—Cuánto me alegro —dijo Sibyl—. Espero que mi familia también me dispense a mí una bienvenida como ésta.

Al final, Crispin y tía Sophie, ya saciados de mi presencia, dirigieron su atención a Sibyl.

—Sibyl ha sido un encanto —les dije—. Es una experta viajera que me ha facilitado enormemente las cosas. Ha venido a Inglaterra para visitar a su hijo, ¿sabéis?

Le dieron sinceramente las gracias y le preguntaron qué deseaba hacer. Explicó que pensaba ir a Londres para desde allí trasladarse al lugar donde vivía su hijo.

Crispin se sentó a mi lado. De vez en cuando, me rozaba la mano con la suya como si quisiera asegurarse de que yo estaba realmente allí.

—¿No os parece maravilloso? —dijo tía Sophie en cuanto nos sentamos y pedimos un té—. ¿Quién hubiera podido imaginar que todo se resolvería tan bien? Tanto tiempo…

—¿A qué te refieres? —le pregunté—. Sé que ha ocurrido algo. Lo adivino por la cara que ponéis… y por todo. Pero ¿qué es? ¡Decídmelo!

—Te escribí en cuanto me enteré —contestó Crispin—. Fue lo primero que hice.

—¿Que me escribiste dices? Pero ¿cuándo?

—En cuanto me enteré.

—No me digas que no recibiste la carta —dijo tía Sophie.

—¿Qué carta? Tardan mucho, ¿sabéis?

—La carta en la que te lo decíamos. Crispin te escribió y yo también te escribí. Cuando supimos que volvías a casa… pensamos que era por eso. Aunque, pensándolo bien… no hubiera habido tiempo. Las cartas se debieron de cruzar.

—Pero nosotros pensamos que volvías porque… —dijo Crispin.

—¿Por qué? —pregunté, exasperada.

—Pues verás —dijo Crispin—. Contraté los servicios de una agencia de detectives. Ella me dijo que se iría a Australia, pero yo no la creí. Tenía que quitármela de encima de una vez por todas. Sabía que sus propósitos eran obligarme a seguir pagando.

—Por supuesto —dije yo—. No se hubiera conformado con hacerlo sólo una vez.

—Ya no tenemos por qué preocuparnos. Nunca estuve casado con ella porque llevaba tres años casada con otro cuando yo la conocí. La ceremonia de nuestra boda no fue válida.

—¿Es eso cierto?

—Se ha demostrado sin el menor asomo de duda —contestó tía Sophie con aire triunfal—. Crispin tiene las pruebas, ¿verdad, Crispin? Para algo sirven los archivos.

—Tenemos pruebas indiscutibles, en efecto —dijo Crispin.

—No hay ningún impedimento para la boda —añadió tía Sophie, rebosante de júbilo—. Soy muy feliz. Sentía remordimiento por haberla visto y habértelo dicho. Me preguntaba por qué habría abierto la boca.

—Ya todo ha terminado —dijo Crispin, tomando mi mano—. Todo ha terminado, amor mío. Ahora nada impide que nos casemos.

—No puedo creerlo —dije—. Todo es demasiado… pulido.

—La vida no siempre es desaliñada —dijo tía Sophie.

—Lo que yo no entiendo —dijo Crispin— es por qué has vuelto a casa ahora…

Le miré fijamente a los ojos.

—He vuelto a casa porque ya no podía permanecer por más tiempo lejos de ti.

—A pesar de…

—A pesar de todo. No podía permanecer lejos de ti. Mi padre lo comprendió y me dijo que nunca sería feliz sin ti… por eso regresé.

Crispin comprimió mi mano con fuerza.

—Jamás lo olvidaré —dijo—. Volviste antes de saberlo.

Mientras tía Sophie nos miraba con una benévola sonrisa me percaté de repente de que estaba viviendo uno de los momentos más felices de mi vida.

¡Fue un regreso triunfal!

Harper’s Green estaba tal y como yo lo recordaba. Regresamos en coche a los Rowans donde Lily nos estaba esperando. Al verme, ésta corrió a abrazarme.

—¡Ha vuelto! —exclamó con la voz velada por la emoción.

—Sí, Lily, he vuelto.

—Ya era hora.

—Os he echado de menos a todos.

—¡Pues no sabe usted lo que la hemos echado de menos nosotros! Yendo todo el día de acá para allá. Pero entren. No vamos a quedarnos aquí en la puerta toda la noche.

Pasamos al salón.

—¡Qué vuelta a casa tan extraordinaria! —exclamé.

—Ahora seguiremos adelante con nuestros planes —dijo Crispin—. No hay razón para esperar. Ya hemos esperado suficiente.

Tía Sophie empezó a comentarnos otras bodas.

—Queremos casarnos en seguida —dijo Crispin—. No me interesan los preparativos.

—Pues me parece que tu madre querrá hacerlo a su manera —dijo tía Sophie.

—Tendrá que hacerlo a nuestra manera. ¿Adónde iremos en viaje de luna de miel?

—Ya lo pensaremos —contesté—. Ahora soy demasiado feliz como para pensar en otra cosa que no sea mi regreso y la solución de todos los conflictos. ¡Y yo sin saber nada de todo eso hasta que me senté en el vagón restaurante del tren en medio del tintineo de las tazas, el ir y venir de la gente y el rumor de los trenes cambiando de vía en el exterior!

—¿Qué más da el lugar donde te enteraste? —dijo tía Sophie—. Te enteraste… y es la mejor noticia del mundo.

Estar de vuelta me parecía maravilloso. La pesadilla que comenzó cuando tía Sophie regresó diciendo que había visto a Kate Carvel en Devizes ya había terminado. Ante mí se abría una vida de felicidad.

Una vez Crispin se hubo retirado tras asegurarme que regresaría a la mañana siguiente, tía Sophie quiso que le contara cosas de mi padre.

Se quedó consternada al enterarse de que mi padre estaba ciego.

—¿Y por qué no me lo dijo? —preguntó.

—Sabía que te disgustarías y no quería que te preocuparas por él. Él es así. Se lo toma con filosofía.

—Pero ¿cómo se las arregla para cuidar de sí mismo? ¿Y qué está haciendo en aquella remota isla?

Tras dudar un poco, le conté lo de Karla.

—Ah —dijo—. Una mujer. Siempre hay una mujer.

—Es medio nativa y tiene un carácter muy dulce y cariñoso. Te gustaría, tía Sophie. Se preocupa mucho por él y le hace todo lo que necesita. Ella es la que te escribe las cartas al dictado.

—Me di cuenta de que la caligrafía había cambiado —dijo tía Sophie, asintiendo con la cabeza—. No demasiado, pero no era exactamente la misma.

—No quería que lo supieras y Karla es muy comprensiva. Es una especie de autoridad en la isla y posee una plantación.

—¡Cuántas aventuras ha vivido tu padre! Si me lo hubiera dicho…

—Lo sé. Tú hubieras intentado traerle a casa. Te quiere mucho y no quiere aprovecharse de ti. Tía Sophie, me dijo que tú eres su mejor amiga. Te aprecia mucho, pero no quiere ser una carga para ti ahora que no puede valerse por sí mismo. Comprendo lo que siente. He tenido ocasión de conocerle muy bien.

—Es un hombre extraordinario.

—Se reiría si te oyera. Él se considera un pecador y supongo que mucha gente compartiría su opinión. Pero yo le quiero y tú también, lo mismo que muchas personas que le han conocido a lo largo de toda su vida.

Tía Sophie se había puesto un poco triste, pero no quería que nada empañara mi felicidad.

Me comentó el cambio que se había producido en Crispin.

—Parece un muchachito despreocupado. Oh, Freddie, qué suerte tienes de ser amada de esta manera.

—Lo sé —dije.

—Mira que haber regresado sin saberlo… me alegro de que lo hicieras. Se nota, ¿verdad? ¿Viste su cara cuando se enteró?

—Sí. Tenía que volver, tía Sophie. Mi padre lo comprendió.

—Él nunca fue amigo de los convencionalismos.

—Es un milagro que todo se haya resuelto de esta manera.

—La vida tiene sus milagros de vez en cuando. Oh, qué feliz soy. Es lo que siempre quise. Verte feliz y tenerte cerca de mí. Es todo lo que siempre soñé… casi.

*****

Fui a ver a la señora St. Aubyn. Estaba un poco preocupada porque no sabía qué pensaría de la boda. Seguramente hubiera deseado para su hijo a alguien perteneciente a una capa más alta de la sociedad.

Pese a todo, me recibió amablemente y me dijo:

—Cuánto me alegro de volver a verte, querida. Bueno, éste será muy pronto tu hogar y tú serás mi nuera. Me complace mucho acogerte en nuestra familia.

Estaba tendida en un sofá y yo me pregunté si habría regresado a la vida de inválida que había abandonado cuando Gaston Marchmont llegó a St. Aubyn’s.

—Ahora Crispin es muy feliz —añadió—. Y eso es un gran consuelo para mí. Las cosas desagradables del pasado lo habían afectado profundamente. Me alegraré mucho de verle sentar la cabeza con alguien a quien conozco tan bien. Es un inmenso alivio.

Sonreí para mis adentros. Sabía que la señora St. Aubyn jamás se había preocupado demasiado por el bienestar de sus hijos.

—Es bueno que haya una señora de la casa —dijo— y estoy segura de que tú cumplirás muy bien este cometido. Yo siempre me he visto perseguida por la mala salud.

Comprendí en aquel momento que estaba cayendo de nuevo en su antiguo vicio. Tal como diría tía Sophie, sería seguramente para bien, pues yo no tendría que soportar las intromisiones de mi suegra.

—Mi querida Frederica —añadió—, ¿me quieres cubrir un poco las piernas con esta mantita? Por muy caldeada que esté una habitación, noto la corriente. Y ahora háblame de mi hija. ¿Por qué no ha vuelto contigo?

Le hablé del interés de Tamarisk por la misión, le conté que había llenado de flores la sala y que los niños se sentían atraídos por el dorado color de su cabello y la seguían a todas partes.

—¡Qué extraño! —dijo—. ¿Cuándo crees que volverá a casa?

—Creo que muy pronto. De momento, todo le parece una divertida novedad. Estoy segura de que volverá.

—Debería volver a casarse —el rostro de la señora St. Aubyn experimentó un imperceptible cambio—. Fue una tragedia inmensa. Tú y yo nos encargaremos de buscarle un marido adecuado.

—Creo que preferirá elegirlo ella misma —dije.

La señora St. Aubyn asintió tristemente con la cabeza.

—Ya lo hizo antes. Fue una lástima porque era un hombre encantador.

Yo no quería pensar en Gaston Marchmont.

*****

Fui a la granja Grindle, donde Rachel me recibió con mucha alegría. Vi que estaba muy contenta. La pequeña Danielle se había convertido en toda una personita; tenía su propio vocabulario y corría constantemente de un lado para otro, mirándolo y tocándolo todo.

Rachel me dijo que Daniel estaba bien. El asesinato no había tenido más repercusiones y, al parecer, era algo que ya pertenecía al pasado.

Me preguntó por Tamarisk y se rió cuando le conté lo de las flores y le hablé del inesperado interés de Tamarisk por la misión.

—Es lo que menos hubiera esperado de ella —dijo.

—Bueno, Tamarisk siempre ha hecho cosas insólitas.

—Freddie, me alegro mucho por ti. Es una maravilla que hayas vuelto para casarte con Crispin —Rachel me miró inquisitivamente—. Cuando te fuiste de aquella manera, no lo comprendí.

—Había un motivo.

—Lo supongo.

No me preguntó cuál era. Rachel siempre había sido muy discreta. Comprendió que había ocurrido algo entre yo y Crispin y pensó que no era asunto de su incumbencia.

—Pero ahora has vuelto y todo se ha arreglado. Oh, Freddie, sé que vas a ser muy feliz.

—Si tú lo sabes y yo estoy decidida a serlo, no tendrá más remedio que ser así —dije.

—¡Pobre James Perrin! —Rachel esbozó una leve sonrisa—. Hubo un momento en que pensé…

—¿Que yo iba a casarme con él?

—Me pareció adecuado. Es un hombre muy tranquilo, reservado y eficiente. Estoy segura de que será un buen marido.

—Una mujer siempre sabrá a qué atenerse con él… estoy segura de que será un marido bueno y fiel.

—Corren rumores de que está interesado por una chica de Devizes. Es la hija de un abogado… muy adecuada para él en todos los sentidos.

—Me alegro.

—Dicen que la familia de la chica le ayudará económicamente para que pueda comprarse una granja.

—Estupendo —exclamé.

—Qué bien está saliendo todo, ¿verdad? Todo estaba fallando, pero, de pronto, se arregló como por arte de ensalmo. Cuando miro hacia atrás y pienso…

—Rachel —la interrumpí de inmediato—, no mires hacia atrás. Mira hacia adelante.

—Me alegro de que estés aquí —dijo Rachel, mirándome con una sonrisa.

Hablé con James Perrin y me pareció que estaba muy contento. Me felicitó por mi inminente boda y me comentó que pensaba adquirir una propiedad. Había hablado con toda franqueza con el señor Aubyn porque le parecía correcto advertirle con tiempo para que pudiera encontrar a otro administrador con cierta experiencia antes de que él se marchara.

A pesar de que su felicitación me pareció sincera, creí adivinar en sus palabras una cierta añoranza y tristeza. Sin embargo, James era un joven muy serio y de talante eminentemente práctico y tenía derecho a seguir su propio camino en la vida. En determinado momento, pensó que yo sería una compañera adecuada, pero, como yo no había aceptado, se había buscado una sustituta. Era una actitud muy razonable y filosófica; jamás se hundiría en las profundidades de la desesperación ni se elevaría a las alturas del éxtasis.

Estaba deseando ir a ver a las hermanas Lane, pero cuando lo hice experimenté una extraña desazón. Aunque, en realidad, siempre me ocurría lo mismo.

Elegí una tarde… la hora del día en que solía encontrar a Flora sentada en el jardín.

No estaba allí. Rodeé la casa y llamé a la puerta. Me abrió Lucy.

—Oh, es la señorita Hammond —exclamó al verme—. Pase, señorita Hammond. Me enteré de que había vuelto.

—Me apetecía mucho volver a verlas. ¿Cómo está la señorita Flora?

Lucy me acompañó a la salita y me invitó a sentarme.

—Flora no se encuentra muy bien —me dijo—. Está descansando.

—Oh, cuánto lo siento.

—Lleva algún tiempo bastante mal.

—¿Está muy enferma?

—Bueno, supongo que es una especie de enfermedad. La obligo a acostarse por la tarde. Me han dicho que se va usted a casar con el señorito Crispin.

—Sí —dije yo.

Lucy mantenía las manos entrelazadas y yo observé que le temblaban.

—Es un hombre muy bueno —dijo—. El mejor.

—Lo sé.

—En fin, estoy segura de que serán ustedes muy felices.

—Eso espero. ¿Podría ver a la señorita Flora? No quisiera que pensara que no he venido a verla.

Lucy dudó un instante antes de levantarse. Después asintió con la cabeza y yo la seguí.

—Ha cambiado —me dijo mientras subíamos por la escalera.

—Sí, ya me lo ha dicho usted.

La puerta del cuarto infantil estaba abierta. Pasamos por delante de ella y entramos en la habitación de Flora, la cual se encontraba tendida en la cama.

—La señorita Hammond ha venido a verte, Flora —le dijo Lucy.

Flora se medio incorporó y me dijo:

—Has vuelto.

—Claro, y he venido a verte. ¿Cómo estás?

Flora volvió a tenderse y sacudió la cabeza. Observé entonces que el muñeco estaba en una cuna de juguete al lado de la cama.

—Todo ha desaparecido —murmuró Flora—. No sé… ¿dónde estamos?

—Estamos en tu habitación, querida —le dijo Lucy— y la señorita Hammond ha vuelto a casa desde el extranjero. Y ahora ha venido a verte.

Flora asintió con la cabeza.

—Ahora él se ha ido —dijo.

Lucy me explicó en voz baja:

—Desvaría un poco —después añadió, levantando la voz—: La señorita Hammond ha sido muy amable al venir, ¿verdad, Flora?

—Muy amable al venir —repitió Flora—. Él vino aquí… ¿comprendes? —dijo, mirándome—. Se llevó… Su rostro se contrajo en una mueca.

Lucy apoyó una mano en mi brazo.

—Hoy no tiene muy buen día —me dijo en un susurro—. Es mejor que la dejemos tranquila. Le daré una pastilla. Así se calmará.

Adiviné que estaba deseando que me fuera y no me quedó más remedio que hacerlo. Pasé por delante de la puerta abierta del cuarto infantil y vi de refilón la lámina de las siete urracas.

Al llegar a la puerta, me volví a mirar a Lucy. Comprendí que estaba muy preocupada.

—Ha cambiado —le dije.

—Hoy tenía un mal día. Se le va la cabeza. Le ocurre de vez en cuando. Algunos días está como antes. Claro que ya lleva mucho tiempo haciendo cosas raras.

—Debe de estar usted muy preocupada.

Lucy se encogió de hombros.

—La conozco… es mi hermana. Sé cómo tengo que cuidarla.

—Menos mal que la tiene a usted.

Lucy no contestó.

—Bueno pues —dijo, abriendo la puerta—, la felicito y me alegro mucho de que se case con el señorito Crispin. Él la quiere mucho. Merece ser feliz.

—Gracias.

—Sí —dijo Lucy—. Es bonito… vaya si lo es.

Me alejé con una sonrisa en los labios, pero sentía en mi fuero interno una leve inquietud; era lo que siempre me ocurría cuando visitaba la Casa de las Siete Urracas, me dije.

*****

A las seis semanas de mi regreso nos casamos. Aun así, la espera le pareció a Crispin excesivamente larga. Fue una boda sencilla, tal como nosotros queríamos. La señora St. Aubyn puso reparos aunque no demasiados. La comitiva partió de la casa de la novia, relativamente modesta en comparación con la del novio.

Ofició el reverendo Hetherington y creo que estuvo presente casi todo el pueblo.

Crispin y yo nos sentimos inmensamente felices cuando todo el mundo nos rodeó para darnos la enhorabuena. Rachel asistió a la ceremonia y yo pensé que ojalá Tamarisk también hubiera estado a mi lado. Pensaba a menudo en ella y tenía la certeza de que su entusiasmo por la isla, como todos los de su vida pasada, no duraría demasiado. Vi a Lucy Lane en la iglesia y me alegré de que Crispin hablara con ella para cerciorarse de que todo iba bien. Me pregunté cómo estaría Flora, pero me temo que en aquellos momentos apenas podía pensar en otra cosa que no fuera mi boda y el futuro que me esperaba.

Poco después de la ceremonia, Crispin y yo emprendimos viaje a Italia y pasamos unas semanas de absoluta felicidad.

Fueron unos días perfectos, en cuyo transcurso pude descubrir nuevas facetas del carácter de Crispin. Nunca había reparado en lo despreocupado que podía llegar a ser. Ahora se había despojado de todos sus recelos y se le veía enteramente tranquilo y feliz. Todo era una maravilla a nuestro alrededor.

Para la mayoría de la gente Florencia es una ciudad mágica. Para nosotros fue el paraíso. Regateamos con los joyeros del Ponte Vecchio y nos reímos con nuestros torpes intentos de hablar el idioma. Admiramos los frescos de las iglesias y las galerías y nos entusiasmó el palacio Pitti y los jardines de Boboli. Tomamos un coche y abandonamos la ciudad para recorrer las suaves colinas de Toscana. Cada hora de aquellas semanas encantadas fue una delicia. Jamás soñé poder sentir tanta felicidad. El hecho de poder compartirla con el ser que más amaba me parecía la mayor dicha que pudiera haber en este mundo.

Todo aquello no tenía más remedio que terminar, claro, pero yo pensé que su recuerdo nos acompañaría siempre.