El rapto

Al día siguiente del baile, Tamarisk y yo fuimos invitadas a tomar el té en Bell House. Nunca entraba en aquella casa sin asombrarme del cambio que había experimentado. Parecía que hubieran querido borrar todas las huellas de su anterior ocupante. Sólo la siniestra puerta de las cuadras me lo recordaba. Vi que estaba cerrado bajo llave y me pregunté si alguien entraría allí alguna vez.

Muy pronto me sumergí en la conversación. Tamarisk nos habló de sus triunfos. El baile había sido todo un éxito y su madre estaba encantada. Había comentado que había sido exactamente igual que en los viejos tiempos y que deberían repetirlo.

Tamarisk había bailado seis veces con Gaston Marchmont. Lástima que precisamente aquel día se tuviera que ir a Escocia para resolver unos asuntos relacionados con las propiedades que allí tenía.

—Me pregunto si volverá —dije.

Tanto Rachel como Tamarisk me miraron con asombro.

—¡Por supuesto que volverá! —contestó Tamarisk.

—Tiene que volver —dijo Rachel.

Mientras tomábamos el té, entró Daniel y se sentó al lado de Rachel. Le pregunté si se había divertido en el baile.

—Creo que todo salió muy bien —contestó cautelosamente—. Todo el mundo parecía opinar lo mismo.

—Fue un éxito extraordinario —le aseguró Tamarisk.

Entró tía Hilda y yo recordé el aspecto que antes tenía, con su perenne expresión de inquietud en el rostro y sin bonitos vestidos ni peinetas en el cabello. El señor Grindle debía de ser muy distinto del señor Dorian. Crispin tenía razón. Lo que era bueno para tantas personas no podía estar mal.

Observé la frialdad de Tamarisk hacia Daniel. No podía perdonarle que hubiera prestado más atención a Rachel que a ella.

Jack Grindle se incorporó más tarde a la reunión y nos dijo que había acompañado en su coche a Gaston Marchmont y que le había dejado en el tren de Londres.

—Se irá directamente a Escocia —dijo—. Parece que tiene que resolver ciertos asuntos.

—Pero volverá —dijo confiadamente Tamarisk.

—Supongo que debe de ser un hombre muy ocupado. Dice que volverá y se quedará algún tiempo aquí. Lo ha pasado muy bien entre nosotros —añadió Jack— y nos ha animado a todos con su presencia.

—Sin duda —convino Tamarisk con una sonrisa. Me pregunté si sabría algo más que nosotros acerca de los planes de Gaston Marchmont.

Tal vez sí, pues Gaston Marchmont regresó al cabo de tres semanas. Se dirigió a la granja de los Grindle y preguntó si podría hospedarse allí algún tiempo. En caso de que no fuera posible, se buscaría un hotel, pero lo había pasado tan bien allí que abrigaba la esperanza de que le permitieran disfrutar un poco más de su compañía. Jack contestó que estarían encantados de que se alojara en su casa y que se tomarían a mal que no lo hiciera.

Habían transcurrido unos cinco días del regreso de Gaston Marchmont. Yo apenas le había visto durante aquel tiempo. Estaba ayudando a tía Sophie en el jardín cuando, de pronto, oí el rumor de los cascos de un caballo y Lily salió corriendo al jardín.

—Está aquí el señor St. Aubyn —anunció. Quiere ver a la señorita Fred.

Crispin ya había salido al jardín.

—Tamarisk ha desaparecido —dijo—. ¿Tienen ustedes alguna idea de dónde puede haber ido?

—¿Que ha desaparecido? —Repitió tía Sophie—. Pero ¿adónde se ha ido?

—Eso es lo que yo quiero saber —contestó Crispin, mirándome—. ¿Sabes tú dónde puede estar?

—¿Yo? No.

—Pensé que, a lo mejor, te lo habría dicho.

—No me ha dicho nada.

—Bueno, pues no está en casa. Debió de irse anoche a última hora. No ha dormido en su cama.

Sacudí la cabeza.

—La vi ayer y es cierto que parecía muy nerviosa.

—¿No le preguntaste por qué?

—No. Cuando ocurre algo, lo suele comentar, por consiguiente, no le di demasiada importancia.

Crispin estaba visiblemente preocupado, pero, al ver que yo no podía ayudarle, se fue.

Nos pasamos toda la mañana hablando de aquel asunto.

—Todo eso es muy raro —dijo tía Sophie—. A saber lo que habrá ocurrido. Supongo que Tamarisk está tramando algo.

Hicimos muchas conjeturas sobre su posible paradero, pero no llegamos a ninguna conclusión razonable. Yo abrigaba la esperanza de que Tamarisk apareciera más tarde. A lo mejor, se había enfadado por algo. Tal vez había discutido con su madre.

Más tarde, Jack Grindle comunicó que Gaston Marchmont también se había ido. Aunque no había desaparecido sin más como Tamarisk. Había dejado una nota, señalando que había tenido que marcharse por un asunto urgente y que ya lo explicaría cuando regresara, cosa que esperaba hacer muy pronto.

La gente estableció un nexo entre la desaparición de Tamarisk y la de Gaston Marchmont, y los rumores se dispararon.

Decidí ir a Bell House para hablar con Rachel. Tía Hilda me dijo que estaba en el huerto. El jardín de Bell House tenía una extensión de aproximadamente una hectárea, con un prado bastante grande que se utilizaba algunas veces para las fiestas organizadas por la iglesia cuando, por alguna razón, los jardines de St. Aubyn’s no estaban disponibles; algunas partes del jardín se encontraban en estado más bien selvático y abundaban los árboles cerca del huerto donde yo sabía que Rachel se refugiaba a menudo.

Allí la encontré.

—¿Te has enterado de la noticia? —le pregunté mientras me acercaba.

—¿Noticia? ¿Qué noticia?

—Tamarisk y Gaston Marchmont han desaparecido. Tienen que haberse ido juntos.

—¡Oh, no! —exclamó Rachel.

—Es una coincidencia muy sospechosa… que los dos se hayan ido al mismo tiempo de esta manera.

—No pueden estar juntos.

—¿Por qué no?

—No creo que él…

—Bailó más que ningún otro con ella durante la fiesta.

—Eso fue porque no tenía más remedio, porque el baile se celebraba en St. Aubyn’s. Tenía que bailar a menudo con Tamarisk.

—Yo creo que están juntos.

—Lo sabremos cuando regrese Gaston. Estoy segura de que volverá.

—Pero ambos han desaparecido… ¡juntos!

—Tiene que haber alguna explicación.

Rachel contempló el pequeño riachuelo que discurría por el huerto. Su expresión era de profunda inquietud. O puede que fuera de desolación.

*****

Rachel tenía razón. Gaston regresó y lo hizo en compañía de Tamarisk.

Tamarisk estaba radiante de felicidad. Lucía una sortija de oro en el anular de la mano izquierda y declaró que la vida era maravillosa. Se había convertido en la esposa de Gaston Marchmont. Ella y Gaston se habían fugado a Gretna Green donde la gente se podía casar sin ningún alboroto porque así lo habían decidido de común acuerdo. No habían querido aguardar a que se hicieran todos los preparativos necesarios para la ceremonia. Querían estar juntos sin tardanza.

Se armó un revuelo tremendo en Harper’s Green. Era el acontecimiento más sonado desde que Josiah Dorian se ahorcara en las cuadras de Bell House.

—¡La de cosas que ocurren en este lugar! —dijo Lily—. Siempre se pregunta una qué va a pasar a continuación.

Tía Sophie comentó que todo aquello le parecía muy raro.

—¿Por qué razón tenían que fugarse? Si él es lo que dice ser, no hubiera habido el menor reparo a la boda. La organización de una boda por todo lo alto hubiera sido un auténtico tónico para la señora St. Aubyn y no puedo creer que a Tamarisk le disgustara tal cosa. Se me antoja un poco sospechoso, como si el caballero no quisiera que indagaran demasiado.

Gaston Marchmont se instaló en St. Aubyn’s con su esposa hasta que resolviera todos sus asuntos y ambos pudieran disponer de una residencia propia.

Al día siguiente del regreso de los enamorados, me encontré con Crispin que volvía de Devizes. Al verme, se detuvo y desmontó.

—¿Estás segura de que no sabías nada de los planes de Tamarisk? —me preguntó.

—Absolutamente segura.

—¿O sea que ella no te hizo la menor alusión?

—Por supuesto que no.

Crispin parecía muy enojado.

—Creo que es muy feliz, ¿no le parece? —dije—. Es lo que ella quería.

—Es una ignorante total —contestó Crispin con la mirada perdida en la lejanía y una torva expresión en el rostro—. Es un acto impulsivo que puede destrozar su vida. Acaba de salir de la escuela.

—¡Pero están enamorados! —dije.

Sentí que mi indignación crecía por momentos. Eso era lo que pensaba de mí. Una niña recién salida de la escuela.

—Puede que usted no lo crea, pero algunas personas se enamoran.

Crispin me miró con impaciencia.

—Si te hizo alguna alusión a lo que pensaba hacer, hubieras tenido que avisarme, o decírselo a alguien.

—Le repito que no me dijo nada, pero, aunque me hubiera dicho algo, ¿por qué motivo hubiera tenido que avisarle? Usted hubiera tratado de impedirlo.

Me alejé, muy disgustada. A Crispin no le importaban los sentimientos de los demás. Había empezado a pensar que sentía cierto interés por mí, muy leve, por supuesto, pero debía de ser tan sólo por el hecho de que yo visitaba a Lucy y Flora Lane. Seguía siendo el mismo hombre que había dicho de mí, «¿Quién es aquella niña tan fea?».

*****

No había visto a Rachel desde el regreso de Tamarisk, y una tarde fui a verla a Bell House.

La encontré donde ya sabía: en el huerto junto a la orilla del riachuelo. Me asusté al verla tan abatida. Me senté a su lado y le pregunté:

—¿Qué te ocurre, Rachel?

—Ya te habrás enterado de que Tamarisk y Gaston se han casado.

—No se habla de otra cosa.

—No podía creerlo, Freddie. Cuando se fueron juntos…

—Hubiéramos tenido que suponerlo —al ver que no decía nada, pregunté—: Rachel, ¿estabas enamorada de él? —La rodeé con mi brazo y noté que se estremecía. Con súbita inspiración, añadí—: ¿Y él te indujo a creer que…?

Rachel asintió con la cabeza.

—Yo nunca creí que fuera sincero —dije—. Hablaba de aquella manera tan extravagante con todas las chicas, incluso con tía Sophie y la señora St. Aubyn. Pero se notaba que no significaba nada.

—Para nosotros significaba algo —dijo Rachel.

—¿Quieres decir que…?

—Me dijo que me amaba y, sin embargo, estaba pensando en Tamarisk.

—Bailó mucho con ella durante la fiesta y cenaron juntos.

—Yo pensé que era porque…

—¿No comprendiste que todos aquellos halagadores cumplidos no significaban nada?

—Es que no fue eso, Freddie… en nuestro caso fue distinto. Fue algo muy serio. Y después va y se casa con Tamarisk.

—Pobre Rachel. No lo comprendiste. No significaba nada.

—Te digo que sí… ¡Te aseguro que sí! Lo sé.

—Pues entonces… entonces, ¿por qué se casó con Tamarisk?

—Supongo que por ser ella quien es. Es muy rica, ¿no? No tiene más remedio que serlo. Es una St. Aubyn.

—Bueno, si ésta es la razón, alégrate de haberte librado de él. No es como Daniel. Daniel te quiere de verdad aunque tú no aportes nada al matrimonio.

—Hablas como una anciana tía, Freddie. No lo entiendes.

—Lo que entiendo es que te indujo a creer que estaba enamorado de ti y después se casó con Tamarisk.

—Sí, sí —dijo Rachel, desesperada—. Eso es lo que ha hecho.

—Bueno pues, buen provecho. Es a Tamarisk a quien debemos compadecer.

—Daría cualquier cosa por estar en su lugar.

—Sé razonable. Daniel te quiere. Y a ti te gusta. Será un buen marido porque es un hombre bueno. Ya sé que no baila bien y no viaja por ahí y no sabe cómo comportarse en los círculos más altos de la sociedad, pero eso no importa demasiado. Lo más importante es la bondad… y la fidelidad.

—No sigas por este camino, Freddie. Me suena a sermón y no puedo soportarlo.

—Muy bien —dije—. Pero me alegro de que no se haya casado contigo. En realidad, creo que Tamarisk ha cometido un grave error. Y Crispin St. Aubyn también lo cree.

Ambas permanecimos sentadas un buen rato, contemplando la corriente en silencio.

Rachel me inspiraba una profunda inquietud.

*****

La señora St. Aubyn despertó de su letargo. La boda en Gretna Green le parecía muy bien, pero ella deseaba ver una boda en nuestra iglesia tal como estaba mandado.

Tanto Tamarisk como Gaston se mostraron de acuerdo y así se dispuso.

La salud de la señora St. Aubyn había mejorado extraordinariamente. Tenía previsto organizar más bailes para Tamarisk en un intento de lanzar a su hija en sociedad, pero Tamarisk se le había adelantado, haciendo innecesarios sus esfuerzos.

La boda no sería, por supuesto, lo que ella hubiera deseado; de haber tenido más tiempo, todo hubiera sido mejor, pero ella quería que la ceremonia se celebrara cuanto antes por si algunos pensaban que la sencilla boda que ya había tenido lugar no era del todo válida.

Se leyeron las amonestaciones en la iglesia. Yo fui dama de honor de la novia y el reverendo Hetherington presidió la ceremonia. Tamarisk lució el vestido de boda de seda y encaje que había lucido su madre en su propia boda y la señora St. Aubyn, que no se sintió con ánimos para ir a la iglesia, atendió después a los invitados durante la recepción que se ofreció en St. Aubyn.

Ahora nadie podría poner en duda que Tamarisk y Gaston Marchmont estaban debidamente casados.

Rachel no estuvo presente en la iglesia. Nos dijeron que se encontraba indispuesta. Estaba más unida a mí de lo que jamás hubiera estado de Tamarisk y yo me sentía muy preocupada por ella. No podía quitarme de la cabeza su imagen, sentada a la orilla del riachuelo con aquella expresión de infinita tristeza en los ojos.

Durante la recepción, no pude dejar de pensar en ella ni un solo instante.

Cuando tía Sophie y yo regresamos a casa, Rachel seguía estando presente en mis pensamientos. Tenía la premonición de que algo terrible estaba a punto de ocurrir.

Al anochecer, comprendí que no podría estar tranquila hasta que viera a Rachel. Abandoné subrepticiamente los Rowans y me dirigí corriendo a Bell House.

Tuve que pasar por delante de las cuadras y, al hacerlo, el corazón me dio un vuelco de angustia en el pecho. La puerta siempre estaba cerrada y ahora, en cambio, estaba abierta.

Me detuve a mirarla. Experimentaba una invencible repugnancia y me invadía una profunda sensación de terror. Pensaba que, si empujaba aquella puerta y entraba, vería al señor Donan ahorcado, mirándome con expresión acusadora. Sus ojos me dirían: esto me ha ocurrido por tu culpa.

Pero era una tontería pensarlo. No había sido por mi culpa. Crispin me lo había explicado con toda claridad. No tenía que pensar tal cosa.

Permanecí inmóvil sin saber qué hacer. Una suave brisa agitaba la puerta y yo la oí crujir levemente.

¿Por qué iba alguien a abrir aquella puerta? ¿Por qué había experimentado el extraño impulso a dirigirme a Bell House?

Intuía que Rachel se encontraba en peligro y me necesitaba.

Me armé de valor. Me acerqué a la puerta de las cuadras, la empujé y entré.

—¡Rachel! —llamé.

Rachel se encontraba sentada en el suelo, sosteniendo una soga en las manos.

—¿Qué estás haciendo? —grité.

—¿Qué estás haciendo tú aquí? —me replicó con dureza.

—Tenía que verte. Sentí que me llamabas. Después he visto la puerta de las cuadras abierta.

—Mejor que te vayas.

—No, no pienso hacerlo. ¿Qué estás haciendo en este horrible lugar?

Rachel contempló la soga que sostenía en las manos y no contestó.

—¡Rachel! —grité.

—Lo ha hecho —dijo—. Pensó que era la única solución.

—Pero ¿de qué estás hablando?

—Freddie, ya no quiero seguir aquí por más tiempo. No puedo. Es demasiado espantoso.

—¿Qué estás diciendo?

—No puedo soportarlo. No podré resistir lo que va a suceder después.

—Dices tonterías. La gente tiene que resistir cualquier cosa que ocurra. Es por lo de Tamarisk y Gaston Marchmont, ¿verdad? Te hizo creer que eras la elegida. Pues mira, creo que has tenido suerte de no mezclarte con él. Piénsalo bien.

—No sabes lo que dices.

—No debes pensar en eso —añadí—. Este sitio es espantoso. No lo soporto. Salgamos fuera. Ven conmigo. Vamos al huerto y hablaremos.

—No hay nada de qué hablar. Ahora ya no hay remedio.

—A lo mejor, se nos ocurre alguna cosa.

Rachel sacudió la cabeza.

—Bueno, pues yo quiero intentarlo —insistí—. Pero no aquí. No puedo resistir este lugar. Ven conmigo. Salgamos de aquí.

Le quité la soga de las manos y la arrojé a un rincón. Después, la tomé del brazo.

—¿Tienes la llave de las cuadras? —le pregunté.

Se la sacó del bolsillo del vestido y me la entregó. La acompañé a la puerta y me volví a mirar las alfardas casi esperando ver la lasciva sonrisa del señor Dorian.

Empujé la puerta a mi espalda, la cerré y me guardé la llave en el bolsillo.

—Bueno, pues ahora iremos al huerto y charlaremos un rato.

Nos sentamos. Rachel estaba temblando y yo tuve que hacer un esfuerzo para no imaginarme su cuerpo colgando de aquellas alfardas. ¿Lo hubiera hecho? Ese parecía ser su propósito. Se sentía tan desdichada que no deseaba vivir.

Había llegado justo a tiempo. Había intuido que me necesitaba. Nos unía una amistad muy especial y ahora tenía que cuidar de ella.

—Cuéntamelo todo —le dije con firmeza.

—Es peor de lo que te imaginas. Tú crees que simplemente me han dejado plantada.

—¿Te dijo que se iba a casar contigo?

—Bueno, no exactamente…

—¿Lo dio a entender?

Rachel asintió con la cabeza.

—Pensé que nos íbamos a casar. Por eso… me pareció todo tan natural. Mira, Freddie, no es simplemente el hecho de que se haya casado con Tamarisk. Yo… yo voy a tener un hijo.

Me quedé de una pieza y contemplé la corriente horrorizada. No me atrevía a mirar a Rachel, por temor a que adivinara mi sobresalto.

—¿Qué… qué vas a hacer? —balbucí.

—Ya viste lo que iba a hacer. Me pareció la única solución.

—Oh, no, ésa no es una solución.

—¿Y qué otra cosa puedo hacer?

—La gente tiene hijos.

—Pero suele estar casada. Entonces sería maravilloso. Si no lo estás… es terrible. Quedas deshonrada para siempre.

—No para siempre… A veces, se puede resolver. ¿Lo sabe Tamarisk?

—Por supuesto que no. No lo sabe nadie más que yo… y ahora tú.

—¿Él… tampoco? ¿No lo sabe?

—No.

—Es un ser… despreciable.

—Es inútil hablar así. No sirve de nada.

—Es cierto. Ahora él está casado con Tamarisk. Oh, Rachel, ¿qué podemos hacer?

—No veo ninguna salida, Freddie. Por eso…

—No debes hacerlo. Todo el mundo se enteraría. Y entonces, ¿de qué serviría?

—Yo no estaría aquí para verlo.

—Tiene que haber algún medio.

—¿Cuál? Yo no conozco ninguno.

—¿Y si se lo dijeras?

—¿Y eso de qué serviría?

—¡Oh, pobre Rachel! Ya se nos ocurrirá algo. Lástima que no haya sido con Daniel.

—¡Daniel!

—Daniel es un chico muy bueno. Jamás se comportaría como Gaston Marchmont. Es un hombre insensible. No comprendo cómo alguien puede quererle.

—Es encantador… distinto de los demás.

Ni siquiera la escuchaba; se me acababa de ocurrir una idea. Tenía que reflexionar y guardármela sólo para mí hasta que la hubiera meditado bien.

—No veo ninguna salida —dijo Rachel—. Freddie, no puede enfrentarme con eso. Ya me imagino el revuelo… el escándalo… todo Harper’s Green hablando de ello.

—No hagas nada por ahora —le dije—. No digas nada. ¿Me lo prometes? No hagas nada hasta que volvamos a vernos mañana. ¿Me lo prometes?

—¿Qué vas a hacer?

—Puede que haya una salida.

—¿Qué quieres decir?

—Todavía no lo sé. Sólo quiero que me prometas una cosa. Que no harás nada hasta que tengas noticias mías.

—¿Y cuándo las tendré?

—Pronto. Te lo prometo.

—¿Mañana?

—Sí, mañana. Es un secreto. Por favor, no hagas nada todavía. Creo que puede haber una solución.

—¿No se te habrá ocurrido ir a ver a Gaston?

—No. ¡Por supuesto que no! No quiero volver a verle. Por favor, confía en mí, Rachel.

—Francamente, Freddie, yo no veo…

—Mira, ¿por qué entré en las cuadras hace un rato? Fue porque algo me indujo a hacerlo. Comprendí que era importante que entrara en ellas. Y eso se debe al vínculo especial que hay entre nosotras. Tengo la sensación de que todo se podrá resolver. Por favor, haz lo que te digo. Confía en mí, Rachel.

Rachel asintió con la cabeza.

—Hasta mañana entonces.

Me retiré y acaricié la llave que guardaba en el bolsillo mientras me dirigía corriendo a la granja Grindle.

¡Recé durante todo el camino para que Daniel estuviera allí! Por favor, por favor, Dios mío, que esté en casa.

Mi plegaría fue escuchada. Fue la primera persona que vi cuando llegué a la granja.

—¡Oh, Daniel! —Dije con la voz entrecortada por el esfuerzo—. Cuánto me alegro de verte. Tengo que hablar contigo. Es muy importante.

—Mi querida Freddie… —me contestó él.

—Es por Rachel —dije—. Estoy muy preocupada por ella. ¿Dónde podemos hablar?

Al oír mencionar el nombre de Rachel, Daniel se alarmó.

—Ven a mi taller —dijo—. Está aquí mismo. Entré con él. En el cuarto había dos taburetes y un banco con algunas herramientas encima.

—Bueno pues, ¿de qué se trata?

—Rachel… ha intentado matarse.

—¿Cómo?

—Temo que lo haga, Daniel. Se siente profundamente desdichada. Sé que tú la quieres. Yo también. Es mi mejor amiga. No podría soportar que…

—Pero ¿qué es todo eso?

—Es por Gaston Marchmont.

Daniel palideció y apretó la mano en puño.

—¿Qué ha hecho?

—Se ha casado con Tamarisk.

—¿Y Rachel?

—Pensaba que iba a casarse con ella.

—Dios mío —dijo Daniel en un susurro.

—Sí, es un… seductor… cortejó a Rachel… —vacilé y volví a rezar en silencio. Por favor, Dios mío, ayúdame a hacerlo bien. Tengo que explicárselo… por Rachel. Ayúdame a hacerlo de la mejor manera y haz que él lo comprenda. Es el único medio. Si él no colabora, Rachel se matará. Hice acopio de todo mi valor—. Ella… ella va a tener un hijo. La encontré en las cuadras donde se ahorcó el señor Dorian. Algo me llevó hasta allí. Somos muy amigas. Daniel, yo sería capaz de hacer cualquier cosa por Rachel. Y he pensado que, a lo mejor, tú también lo serías.

Me miró con expresión de incredulidad. Está escandalizado y horrorizado, pensé. No la ama tanto como yo pensaba.

—No puede enfrentarse con la situación, Daniel —dije en tono suplicante—. No puede enfrentarse con ella… estando sola.

—En las cuadras —musitó Daniel—. Donde su tío…

—Por eso se le debió de ocurrir la idea. Iba a hacerlo. Daniel. Si yo no hubiera entrado…

—Rachel… —dijo Daniel en voz baja.

—Se sentía tan desgraciada. ¡Oh, cuánto aborrezco a este hombre!

El silencio parecía prolongarse indefinidamente. Al final, añadí:

—Ojalá no hubiera venido jamás. Pensé que tú la querías lo bastante. Le pediste que se casara contigo.

—No me aceptó. Y por culpa de este hombre…

—Las personas se equivocan con respecto a los demás, Daniel. Si tú la quisieras de verdad… pensé que la querías. Por eso he venido. Ahora lo lamento. Pensé que, si la quisieras de verdad, te podrías casar con ella. Entonces lo del niño ya estaría arreglado.

Estaba yendo demasiado lejos. El sentido del importante papel que yo tenía que desempeñar, mejor dicho, que había decidido desempeñar en aquella tragedia estaba desapareciendo rápidamente. Mi pretensión de organizar las vidas de los demás era una muestra de arrogancia. Me estaba entrometiendo en lo que no me incumbía… y la vida de Rachel corría peligro.

—Pensarás sin duda que eso no es asunto mío —dije—. Pero se trata de mi amiga. Le tengo mucho… aprecio. No puedo permitir que se mate, habiendo una solución.

—Eres una buena chica —dijo Daniel al final—. Hiciste bien en venir.

—Oh, Daniel, ¿lo dices en serio? Entonces, ¿la ayudarás? Oh, gracias… gracias.

—Iré a verla —dijo.

—No nos queda mucho tiempo… temía dejarla. Daniel… ¿quieres venir ahora?

—Sí —contestó—. Iré ahora.

Me sentó delante de él a lomos de su caballo y nos dirigimos a Bell House.

En cuanto llegamos y desmontamos, me dijo:

—Ahora vete a casa, Freddie. Yo entraré a ver a Rachel. Iré a verte antes de regresar a la granja.

—Oh, Daniel… gracias… gracias.

Me temblaban los labios y rezaba en mi fuero interno para que Daniel hiciera lo que yo esperaba.

Me miró un instante y vi que estaba muy conmovido.

Después me dio un leve beso en la frente y repitió lo que antes me había dicho:

—Eres una buena chica.

Dio media vuelta y yo regresé a casa, encerrándome inmediatamente en mi habitación. No quería comentarle a nadie lo ocurrido… ni siquiera a tía Sophie.

*****

Un mes más tarde Rachel y Daniel se casaron. Fue una boda sencilla y apenas hubo tiempo para leer las amonestaciones en la iglesia. Comprendí que, a su debido tiempo, la gente menearía la cabeza y murmuraría que la razón de las prisas estaba muy clara.

Daniel era feliz y yo me alegraba. Me sentía orgullosa de que se me hubiera ocurrido aquella solución y estaba muy contenta de que todo hubiera llegado a buen fin. Era lo bastante madura y juiciosa como para haber comprendido que Daniel era un hombre insólito. Fue una suerte que lo tuviera a mano y él hubiera podido resolver aquella situación. Había sido testigo de un singular fenómeno… un ejemplo de amor desinteresado; y pensé en la suerte que había tenido Rachel al haber sido objeto de semejante amor.

Se lo comenté y ella estuvo de acuerdo conmigo. Me dijo que jamás olvidaría lo que Daniel había hecho por ella… y, por si fuera poco, sin el menor reproche. Intentaría compensarle durante todo el resto de su vida.

¿Y Tamarisk? ¿Cómo sería su vida?

Ella y Gaston seguían viviendo en St. Aubyn. Gaston colmaba de atenciones a la señora St. Aubyn, la cual se había encariñado mucho con él según me habían contado. Entre él y Crispin, en cambio, reinaba una cierta frialdad. Yo tenía la impresión de que Crispin era de talante receloso y se estaría preguntando qué motivo había tenido Gaston para casarse con tantas prisas.

Por mi parte, me pregunté qué hubiera dicho de haber sabido que el hijo que iba a tener Rachel era de Gaston.

Unos años antes yo había conocido bruscamente el lado más desagradable de la vida en Barrow Wood. Ahora mis conocimientos se habían ampliado.

Rachel se había casado sin duda en insólitas circunstancias, pero ¿qué decir de Tamarisk? Puede que, de momento, fuera feliz, pero ¿cómo sería su vida con un hombre como Gaston?

Pensaba a menudo en cómo éramos las tres amigas cuando estuvimos en el baile, soñando con nuestra «presentación en sociedad», los pretendientes, la boda y el máximo objetivo de vivir felices para siempre. Me pregunté cuántas veces se debía de cumplir aquel sueño.

Allí estaba Rachel con aquel niño todavía en camino. Para ella siempre habría recuerdos. Y Daniel, el bondadoso Daniel, por muy comprensivo que fuera, no tendría más remedio que imaginarse a Gaston y Rachel juntos cuando naciera el niño.

Y Tamarisk tendría que vivir con el hombre que, a pesar de haberle manifestado un amor imperecedero, se había acostado con otra.

La actitud de Crispin hacia Gaston era tan fría que llegué a pensar que había descubierto algo. Tenía la sensación de que Gaston era capaz de cualquier engaño. ¿Dónde estaban las grandes fincas de Francia y Escocia? ¿Existían realmente? ¿Quiso asegurarse a Tamarisk y su fortuna antes de que se descubriera que no era lo que pretendía ser?

Me parecía muy posible.

Fui a ver a Tamarisk. Había cambiado un poco. Se la veía más sofisticada, se reía mucho y parecía muy feliz, pero yo me pregunté si no estaría fingiendo en parte. Ella aseguraba que su vida era maravillosa. Pero ¿su entusiasmo no sería tal vez excesivo?

Le pregunté si ella y Gaston seguirían viviendo en St. Aubyn.

—Oh, no —contestó—. Lo estamos pensando. ¡Todo es tan divertido! Aún no estamos seguros de dónde vamos a vivir. St. Aubyn’s nos parece suficiente hasta que lo decidamos.

—¡A mí me parece más que suficiente, desde luego! —dije yo—. No os iréis a vivir al extranjero, ¿verdad? Lo digo por las fincas de Francia.

—Ah, no lo sabes. Gaston las ha vendido. Puede que compremos otra por allí.

—¿Y las de Escocia? —inquirí.

—Esas también están a la venta. De momento, nos quedaremos aquí. Mi madre está muy contenta porque adora a Gaston.

—¿Y Crispin? —pregunté.

—Oh, ya conoces a Crispin. El sólo adora la finca. ¿Era feliz o acaso experimentaba una sombra de inquietud que trataba de disimular?

En cuanto a mí, reinaba una cierta incertidumbre. Tía Sophie abrigaba la esperanza de que se organizaran más bailes en St. Aubyn y de que asistieran a ellos los mejores partidos de la región. La boda de Tamarisk había echado por tierra aquella posibilidad.

La señorita Hetherington me apresó en sus garras. Tendría, me dijo, que «dejar sentir todo mi peso» y hacer lo que pudiera por el bien de Harper’s Green. Lo cual significaba que debería incorporarme al círculo de costura y confeccionar prendas para los pobres y los desnudos de algún remoto lugar de África. Debería contribuir a promocionar el bazar y la fiesta anual y debería colaborar en la organización del concurso de repostería, y convertirme en miembro de la clase de arreglos florales.

A tía Sophie le hizo gracia al principio, pero después empezó a preocuparse un poco. No era lo que tenía previsto para mí.

—Me siento en el deber de hacer algo —le dije—. Quisiera buscarme un trabajo. Al fin y al cabo, soy una carga para ti.

—¡Una carga! En mi vida había oído semejante tontería.

—Bueno, no puedes vivir con tanto desahogo como antes de que yo viniera. Por consiguiente, tengo que ser una carga.

—No hay tal cosa. Eres más bien una gratificación.

—Y tú eres un encanto —le repliqué—. Pero yo quiero hacer algo. Y ganar un poco de dinero a ser posible. Me das muchas cosas.

—Tú también me las das a mí. Pero ya sé a qué te refieres. No quieres entontecerte ni convertirte en una mártir de la vida del pueblo, no quieres ser otra Maud Hetherington.

—Me he estado preguntando qué podría hacer. Tal vez buscarme un trabajo de institutriz o señorita de compañía.

Tía Sophie me miró horrorizada.

—Reconozco que apenas hay nada más que pueda hacer una distinguida señorita. Pero no te veo en el papel de institutriz de un niño desobediente o en el de acompañante de una anciana gruñona.

—Podría ser interesante durante algún tiempo. A fin de cuentas, yo no soy como algunas. Podría dejarlo si no me gustara. Tengo un poco de dinero propio.

—Quítate esta idea de la cabeza. Te echaría demasiado de menos. Ya encontraremos algo.

Estaba a punto de nacer el niño de Rachel. Decidí ir a verla.

—Sería imposible no estar contenta con este niño. Quiero profundamente a este hijo, Freddie. Es extraño, teniendo en cuenta que…

—No es extraño en absoluto. Es natural. El niño es tuyo y, cuando nazca, será de Daniel. Sólo nosotros tres lo sabemos y no se lo diremos a nadie.

—Un secreto que nunca se contará —dijo Rachel.

Pensé inmediatamente en el cuarto infantil de la casa de las hermanas Lane y en la ilustración de los siete pájaros.

—El antiguo verso —dije.

—Lo sé. Siempre me he preguntado cuál debía de ser el secreto —dijo Rachel—. ¿A qué crees tú que se refería el poeta?

—A un secreto cualquiera, supongo.

Rachel asintió con aire pensativo.

Recordé que tenía que ir a ver a Flora. Pobre Flora. El paso del tiempo no significaba nada para ella. Vivía permanentemente en el pasado.

—Estoy tratando de olvidarlo todo —estaba diciendo Rachel—. Fui una tonta al creer en él. Ahora lo comprendo con toda claridad. Creo que se casó con Tamarisk por su dinero.

—Pobre Tamarisk —dije yo.

—Sí. Ahora puedo decirlo.

—En cambio, tú, Rachel, tienes a alguien que te quiere de verdad.

Rachel asintió con la cabeza. No era enteramente feliz, pero había dejado atrás a la chica a la que yo había encontrado en las cuadras con una soga en las manos.

*****

Poco después, volví a visitar a Tamarisk. Lucía un atuendo de seda y encaje color espliego y estaba muy guapa.

—¿Tú qué estás haciendo, Freddie? —me preguntó.

—Acabo de abandonar el círculo de costura.

Tamarisk hizo una mueca.

—¡Qué emocionante! —exclamó en tono burlón—. ¡Te compadezco! No creo que Maud Hetherington esté dispuesta a soltarte sin más.

—Es una mandona.

—¿Cuánto tiempo vas a permitir que te domine?

—No demasiado. Estoy pensando en buscarme un trabajo.

—¿Qué clase de trabajo?

—Aún no lo he decidido. ¿Qué hacen las señoritas instruidas y de escasos medios? ¿No lo sabes? Bueno, pues yo te lo diré. Se buscan un puesto de institutrices o señoritas de compañía. Es una tarea muy humilde, pero, por desgracia, no hay otra cosa.

—Vamos, cállate —dijo Tamarisk—. ¡Mira! Ahí viene Crispin.

Crispin entró en la estancia y me dijo:

—Te he visto llegar y he pensado que habrías venido a ver a Tamarisk.

—Me estaba diciendo que piensa buscarse un trabajo de institutriz o señorita de compañía —le dijo Tamarisk.

—Cuidando de los hijos de los demás o atendiendo a una vieja.

—Enseñar a unos niños podría ser muy satisfactorio —dije.

—Para los niños que se beneficiarían de tus enseñanzas tal vez. Pero ¿para ti? Cuando una institutriz ya no es necesaria, la echan.

—¿Y eso se aplica en todos los casos?

—El período de utilidad de una institutriz es necesariamente limitado. Yo jamás le recomendaría a nadie este trabajo.

—Las opciones son muy escasas. Parece que sólo hay dos salidas… institutriz o señorita de compañía.

—La segunda sería peor que la primera. Las personas que necesitan compañía suelen ser exigentes y quisquillosas.

—A lo mejor, algunas son amables.

—Si yo fuera una joven en busca de trabajo, no elegiría eso.

—Pero no lo es —dije.

Tamarisk se rió. Crispin se encogió de hombros y cambiamos de tema.

Poco después regresé a los Rowans, me senté junto a la ventana y contemplé Barrow Wood.

*****

Tía Sophie estaba tomando el té en el salón cuando entré. Venía de la iglesia, donde había colaborado en los arreglos florales supervisados por Mildred Clavier, la cual tenía antepasados franceses y era famosa por su exquisito gusto.

Me sentía cansada… no tanto por el agotamiento físico cuanto por una sensación de inutilidad. Me preguntaba, tal como solía hacer veinte veces al día, adónde iba. Para mi asombro, Crispin se encontraba tomando el té con tía Sophie y ésta parecía muy complacida.

—Oh, aquí está Frederica —dijo mi tía—. El señor St. Aubyn me ha estado exponiendo una idea que se le ha ocurrido.

—Siento molestar —dije—. No sabía que tenías visita.

—Es algo que se refiere a ti. Ven a sentarte. Supongo que te apetecerá una taza de té.

Me la sirvió y yo la tomé. Después miró sonriendo a Crispin.

—Es una idea que se me ha ocurrido —dijo Crispin—. Pensé que podría ser interesante. Puede que hayas oído hablar de los Merret. Él fue uno de los dos administradores adjuntos de la finca. La señora Merret le ayudó mucho en su labor. Se van a Australia a finales de esta semana. Su hermano tiene una granja allí y los ha convencido de que se reúnan con él. Al final, han decidido hacerlo.

—Algo me han contado de ellos —dije.

—Merret es un buen hombre. Alguien ocupará su lugar; por consiguiente, no se trata de eso. Me refiero a la señora Merret. Le ayudó mucho en su tarea y por tanto a nosotros también nos fue muy útil.

—Las esposas lo suelen ser —comentó tía Sophie—, pero raras veces se les reconoce el mérito hasta que ya no están.

Crispin sonrió un poco a regañadientes.

—Sí, bien puede decirlo. Merret era estupendo, pero su esposa tenía algo especial. Supongo que lo podríamos llamar el toque femenino. Merret era a veces un poco brusco. Un hombre de pocas palabras que, cuando hablaba, decía lo que pensaba mientras que su mujer era más diplomática y sabía cómo manejar a la gente. También sabía lo que era más adecuado para las casas… me refiero a las de estilo isabelino que hay en los confines de la finca. Ella cuidaba de que no perdieran su carácter mientras que Merret quizá les hubiera hecho alguna reforma poco en consonancia con su estilo con tal de que fuera barata. Su mujer hacía que los inquilinos se sintieran orgullosos de vivir en aquellas casas. ¿Comprendes lo que quiero decir?

Tía Sophie se reclinó en su asiento con aire relamido y yo me pregunté a qué vendría todo aquello.

—El caso es —añadió Crispin— que, al oírte hablar de tu intención de convertirte en institutriz o señorita de compañía, pensé que eso te podría ir mejor.

—¿Ir mejor? ¿A qué se refiere?

—Pensé que tú podrías asumir la tarea de la señora Merret. Tendrías que conocer algo sobre las propiedades, pero, más que nada, sobre la gente. Para poder tratarla con tacto. James Perrin ocupará el puesto de Merret y tú colaborarías con él. ¿Qué te parece?

—Estoy sorprendida. No sé muy bien qué se espera de mí y no sé si estaría capacitada para hacerlo.

—Bueno, a ti siempre te han interesado los edificios antiguos —dijo tía Sophie—. Y te llevas bien con la gente.

—Podrías probarlo —terció Crispin—. Si no te gusta, lo dejas. El sueldo lo convendrías con Tom Masson. Él es el que se encarga de esas cosas. ¿Por qué no pruebas? Creo que te podría gustar más que los niños díscolos y las viejas cascarrabias.

—Tendría que saber algo más al respecto —dije—. No sé si reúno las condiciones necesarias.

—Eso lo averiguaremos en seguida. Creo que te podría interesar. Algunos edificios de la finca son muy antiguos. Tenemos que procurar que resulten acogedores y se pueda vivir en ellos sin estropear sus rasgos característicos. La gente empieza a valorar estas casas. Son muy sólidas, porque antiguamente se construía muy bien. No hay más que ver cómo han resistido el paso de los años.

—No comprendo muy bien cuál sería mi labor.

—Muy sencillo. Tienes que conocer a las gentes y visitar las casas en tu calidad de representante oficial de la propiedad. Entonces los inquilinos te hablarán de sus viviendas y tú los escucharás amablemente. Tenemos que mantener las casas en buen estado. Los inquilinos suelen pedir muchas cosas. Tú les explicarás por qué eso o aquello no se puede hacer. Tú misma lo verás sobre la marcha. En cualquier caso, no lo sabrás hasta que lo pruebes, ¿no crees?

—A mí me parece interesante —dijo tía Sophie.

—¿Cuándo quiere que empiece? —pregunté.

—Cuanto antes mejor. ¿Por qué no vas a ver a Tom Masson y a James Perrin? Ellos te darán todos los detalles.

—Gracias —dije—. Ha sido usted muy amable al pensar en mí.

—Pues claro que he pensado en ti —dijo Crispin—. Necesitamos a alguien que sustituya a la señora Merret.

Cuando se fue, mi tía y yo nos reclinamos en nuestros asientos escuchando el rumor de los cascos de su caballo por la carretera hasta que éstos se perdieron en la lejanía.

—¡Bueno! —dijo tía Sophie, riéndose—. ¿Qué te ha parecido?

—Casi no puedo creerlo.

—Parece un trabajo muy cómodo.

—Es sorprendente. ¿Qué puedo saber yo de viviendas?

—¿Y por qué no puedes aprender?

—¿Qué quieres decir con eso?

—Nunca se sabe dónde quiere ir a parar. Supongo que siempre hay algo detrás de casi todo lo que hace.

—¿Y qué hay detrás de esto?

—Tengo la impresión de que le interesas —contestó mi tía, mirándome con aire de experta—. No le gusta la idea de que te vayas. Cuando le comentaste tu intención de trabajar como institutriz, se le ocurrió esta idea.

—¿Quieres decir que se ha inventado este trabajo sólo para mantenerme aquí? Eso me suena un poco descabellado, incluso viniendo de ti, tía Sophie.

—No cabe duda de que tiene sus motivos. Estoy segura de que siente la necesidad de vigilarte. Por algo que sucedió en el pasado…

—¿Te refieres a Barrow Wood?

—Eso es algo que ninguno de nosotros podrá olvidar y me refiero tanto a él como a nosotras dos. Digamos que, a causa de lo ocurrido, siente un interés especial por ti y no considera conveniente que te vayas a buscar una quimera por ahí.

—¡Ser institutriz no es una quimera!

—Él lo cree y no olvides que te salvó. Esas cosas la gente se las suele tomar muy en serio.

—Es difícil imaginar que se pueda tomar en serio otra cosa que no sea la finca.

—Ahora piensa en la finca, en sus preciosas casas isabelinas y todo lo demás.

Permanecimos un buen rato sumidas en un pensativo silencio.

—Reconozco —dije al final—, que todo eso me interesa bastante.

—A mí también —dijo tía Sophie.

*****

Al día siguiente me dirigí a la oficina de la finca de St. Aubyn’s para ver a Tom Masson, un hombre alto y de mediana edad, de modales un tanto enérgicos.

—El señor St. Aubyn me comunicó que iba a venir —dijo—. Cree que la señora Merret era una gran ayuda en el trabajo de su marido, cosa indudablemente cierta y por la cual la echaremos de menos. Trabajará usted como ayudante de James Perrin. La señora Merret vendrá en seguida. Es mejor que hable usted con ella sobre la tarea que deberá realizar.

—Tendré mucho gusto en hablar con ella —dije—. De momento, no sé muy bien lo que se espera de mí.

—Creo que no le resultará demasiado difícil. Nos dimos cuenta de que las cosas iban mejor estando ella aquí. Conviene que hable directamente con ella. Entre tanto, nos encargaremos de otros detalles.

Me habló de las normas de la finca. El horario laboral sería flexible. Los inquilinos podrían necesitar verme a cualquier hora del día y yo debería estar disponible para los casos urgentes. Pondrían un caballo a mi disposición y, siempre que hiciera falta, dispondría de un coche y una jaca. Hablamos del salario y Masson me preguntó si necesitaba alguna aclaración. No necesitaba ninguna. Pensé que me quedaban muchas cosas por descubrir.

Al final, llegó la señora Merret.

—¿Qué tal, señorita Hammond? —dijo—. Tengo entendido que va usted a ocupar mi puesto.

—Sí, y estoy deseando saber qué se espera de mí. No tengo demasiada seguridad.

La señora Merret poseía un rostro muy agraciado y unos modales muy amables. Comprendí por qué razón la gente la apreciaba.

—Pues, verá, todo empezó de la manera siguiente —me explicó—. Empecé a ayudar a mi marido y descubrí ciertas cosas que no me parecían bien en las relaciones con los inquilinos. El tema me resultaba cada vez más interesante. Hay varios edificios ocupados por personas que trabajan en la finca y tenemos que cerciorarnos de que los conservan en buen estado. Algunas personas piensan que sólo vivirán allí mientras dure el trabajo y eso las hace ser descuidadas. Hay que procurar que nos avisen cuando ocurra algo para que, de esta manera, se puedan hacer las necesarias reparaciones antes de que sea demasiado tarde. Después hay que atender las quejas y las protestas. Y clasificarlas, por supuesto. Hay que conocer a la gente… algunas personas se quejan con razón y otras lo hacen por vicio. Yo siempre he procurado tener a todo el mundo contento y he intentado que los inquilinos se sintieran orgullosos de vivir en las casas. Eso es muy importante. Una de mis tareas consistía en enviarles por Navidad una cesta con todo lo necesario. Había gente con el armario lleno de mantas, pues las recibían cada año cuando escaseaba el carbón. Los inquilinos se sienten orgullosos… por lo menos, casi todos. Después están los gorrones, por supuesto. Y los prudentes que no se atreven a pedir lo que necesitan. ¿Me entiende lo que quiero decir?

—Sí, desde luego.

—Lo irá aprendiendo a su debido tiempo. Nuestra finalidad es que la gente se encuentre a gusto en la finca. Es la mejor manera de que las cosas marchen bien. Le daré mis cuadernos de notas. Contienen algunas observaciones sobre las personas.

—Muchas gracias.

—No se preocupe. Tendrá muchas cosas que hacer. Apuesto a que el señor Perrin le encomendará muchas tareas. Mi marido me las encomendaba. Hace falta alguien que eche una mano y estoy segura de que estará usted muy ocupada.

—Parece un trabajo un tanto insólito.

—¿Para que lo haga una mujer quiere decir? A veces, los hombres piensan que no estamos a la altura de las circunstancias. Pero el señor St. Aubyn no es así. Comentó una vez que yo comprendía a la gente y que eso tenía algo que ver con el instinto femenino. Tendrá éxito, estoy segura.

Me entregó los cuadernos de notas. Los hojeé y vi que había una breve referencia a la Casa de la Morera.

—Es la casa de las hermanas Lane —dije.

—Pobre Flora. No me daban ningún trabajo. El propio señor St. Aubyn cuida de ellas. Es su deseo.

—Sé que las cuida muy bien.

—La señorita Lucy fue su niñera… y antes lo fue la señorita Flora. Es una situación muy penosa.

—Usted debe de conocerlas desde hace tiempo.

—Desde que me casé y vine a vivir aquí.

—¿Y siempre ha visto a la señorita Flora en el mismo estado en que ahora se encuentra?

—Sí, se volvió así cuando el señor St. Aubyn era un bebé.

—A menudo me pregunto si no se podría hacer algo por la señorita Flora.

—¿Y qué cree usted que se podría hacer?

—No sé si habría algún medio de hacerle comprender que el muñeco que tanto aprecia no es un niño… sino tan sólo un muñeco.

—Pues no lo sé. Sin duda su hermana lo hubiera hecho si pensara que eso podía servir de algo. La cuida con mucho esmero.

Le pregunté a la señora Merret qué sentía al marcharse.

—Una mezcla de sensaciones confusas. Mi marido está deseando irse. Cree que hay muchas oportunidades allá abajo. Su hermano se fue y ahora es propietario de una próspera finca. La tierra es barata y, si uno trabaja duro, dicen que puede hacerse rico.

—Es un gran desafío, supongo.

La señora Merret asintió con la cabeza.

Llegó el señor Perrin y mantuve una larga conversación con él.

Me pareció muy joven, de unos veintitantos años. Tenía una simpática sonrisa y en seguida comprendí que no tendría ningún reparo en trabajar con él.

—Podrá usted ayudarme a llevar las cuentas —me dijo—. No es que haya muchas en nuestra sección, pero tenemos algunas de vez en cuando y los números no se me dan muy bien. Y habrá cartas. Merret me dice que habrá mucho que hacer y necesitaré que me echen una buena mano.

—Me temo que yo no tengo demasiada experiencia.

—Bueno, estoy seguro de que nos vamos a llevar muy bien.

Cuando regresé a casa, tía Sophie me estaba esperando con ansia. Le dije que, al parecer, había mucho trabajo que hacer y añadí que su impresión de que Crispin buscaba una excusa para mantenerme allí no era más que una fantasía.

—Te aseguro que no es ninguna prebenda —le dije con firmeza—. Creo que voy a estar muy ocupada.

—Bueno, pues me alegro —replicó mi tía—. No me gustaba que te fueras. Y no creo que el trabajo de institutriz sea demasiado adecuado para ti.