Casi inmediatamente después de irme a vivir con mi tía Sophie, hice amistad con las extrañas hermanas Lucy y Flora Lane y, a partir de entonces, a causa de lo que allí descubrí, llamé a su casita de campo la Casa de las Siete Urracas.
Pienso a menudo que tal vez jamás hubiera conocido aquel lugar de no haber sido por el adorno de la iglesia, aquella lejana Pascua. Pero puede que eso no sea exactamente cierto y que el motivo no fueran enteramente las flores… y que éstas se limitaran a precipitar los acontecimientos.
Hasta entonces, tía Sophie raras veces visitaba nuestra casa, y jamás se mencionaban las desavenencias entre ella y mi madre. Vivía en Wiltshire, un lugar bastante alejado de Londres en tren, y después tenía que trasladarse desde la capital a Middlemore, en Surrey. Yo pensaba que no quería tomarse la molestia de ir a vernos, y mi madre, por supuesto, consideraba el viaje a Wiltshire demasiado arduo para ella, sobre todo teniendo en cuenta que el resultado sería una reunión no demasiado afortunada con tía Sophie.
Tía Sophie era casi una desconocida para mí en aquellos primeros tiempos.
Mi madre y tía Sophie, a pesar de ser hermanas, eran tan distintas entre sí como lo pudieran ser dos personas.
Mi madre era alta, esbelta y agraciada; poseía unos rasgos como cincelados en mármol y sus ojos azul claro podían ser a veces tan fríos como el hielo; sus pestañas eran largas y rubias, sus cejas estaban perfectamente dibujadas y llevaba el precioso cabello pulcramente recogido en un moño. Siempre le hacía saber a todo el mundo, incluso a la gente de la casa que ya estaba al corriente de ello, que no había sido educada para vivir tal como estaba viviendo y que sólo debido a las «circunstancias» nos veíamos obligados a llevar la existencia que entonces llevábamos.
Tía Sophie era la hermana mayor de mi madre. Creo que se llevaban dos años. Era de estatura mediana, pero un poco rechoncha, por lo que aparentaba ser más baja de lo que era; tenía un redondo rostro sonrosado y unos penetrantes ojillos castaños semejantes a grosellas que, cuando se reía, casi desaparecían: era una risa un tanto estridente que a mi madre le «atacaba» los nervios.
No era de extrañar que se mantuvieran distanciadas. En las insólitas ocasiones en que mi madre hablaba de ella, comentaba invariablemente lo sorprendente que resultaba el hecho de que ambas se hubieran criado juntas.
Mi madre y yo vivíamos en lo que se llama una «digna pobreza» junto con dos criadas: Meg, una reliquia de «tiempos mejores», y Amy, una jovencita de Middlemore, procedente de una de las humildes casitas de campo del otro lado del ejido.
Mi madre se esforzaba mucho en guardar las apariencias. Se había criado en Cedar Hall, y yo siempre consideré una desgracia que esa mansión estuviera tan cerca y no hubiera más remedio que tenerla constantemente delante de las narices.
Allí estaba en toda su grandeza, tanto más impresionante cuanto más se la comparaba con nuestra humilde morada de Lavender House. Cedar Hall era la casa de Middlemore. Las festividades de la iglesia se celebraban en sus jardines y una de sus estancias estaba perennemente disponible para las reuniones eclesiásticas siempre que hiciera falta; y los cantores de villancicos se reunían todas las Nochebuenas en el patio para tomar vino caliente con azúcar y especias, y pastel de frutas una vez finalizada su actuación.
Mi madre había sufrido dos tragedias. No sólo perdió su antiguo hogar, que se tuvo que vender cuando murió su padre y se descubrió el alcance de sus deudas, sino que, por si fuera poco, la compraron los Carter, que habían amasado una fortuna vendiendo dulces y tabaco en todas las ciudades de Inglaterra. Los Carter eran unos indeseables por dos motivos: por ser vulgares y por ser ricos.
Cada vez que miraba hacia Cedar Hall, mi madre endurecía las facciones y comprimía los labios, dando a entender con ello la profunda cólera que sentía; eso ocurría, por supuesto, siempre que miraba desde la ventana de su dormitorio. Todas estábamos acostumbradas a sus quejas cotidianas, que dominaban nuestras vidas tanto como la suya.
—Hubiera sido mejor que nos fuéramos en seguida —solía decir Meg—. Eso de ver la antigua casa no es muy bueno que digamos.
Un día le pregunté a mi madre:
—¿Por qué no nos vamos a vivir a otro sitio? A algún sitio donde no tengas que ver la casa todo el día.
Al ver el horror de su rostro, pensé, a pesar de lo joven que era: «Quiere estar aquí». No podría soportar otra cosa. Entonces no comprendí (aunque más tarde logré entenderlo) que disfrutaba con su desdicha y resentimiento.
Quería seguir como en sus viejos tiempos en Cedar Hall. Se empeñaba en participar en los asuntos de la iglesia, donde solía llevar la voz cantante, organizando bazares y cosas por el estilo. La irritaba sobremanera que la fiesta de verano no pudiera celebrarse en nuestro jardín.
Meg le comentaba a Amy entre risas:
—¿Cómo? ¿Sobre dos metros cuadrados de hierba? ¡No me hagas reír!
Yo tenía una institutriz. Dada nuestra posición, eso era esencial, decía mi madre. No podía permitirse el lujo de enviarme a una escuela privada y la idea de que yo acudiera a clase en la escuela del pueblo estaba totalmente descartada. La única alternativa eran las institutrices, que, por cierto, no solían durar demasiado. Las referencias a la pasada grandeza no bastaban para suplir su carencia en Lavender House, la cual era simplemente una «Casa» cuando nosotras la ocupamos, según me dijo Meg.
—Sí, durante muchos años, fue Lavender Cottage, y el hecho de pintarle House[1]no sirvió de mucho.
Mi madre no era una persona demasiado comunicativa y, aunque solía hablar mucho de las glorias del pasado, apenas se refería al tema que a mí más me interesaba: mi padre.
Cuando le preguntaba por él, apretaba los labios y se convertía más que nunca en una estatua… exactamente igual que cuando hablaba de los Carter de Cedar Hall.
—Tú no tienes padre… ahora —me decía.
El «ahora» y la pausa que lo precedía se me antojaban extremadamente significativos, por cuyo motivo yo solía protestar, diciendo:
—Pero lo he tenido.
—No seas absurda, Frederica. Por supuesto que todo el mundo ha tenido un padre alguna vez.
Me habían bautizado con el nombre de Frederica porque había habido muchos Fredericks en la familia de Cedar Hall. Mi madre me había dicho que había seis en la galería de retratos de la mansión. Yo había oído hablar de sir Frederick, nombrado caballero en Bosworth Field; de otro que se había distinguido en Waterloo y de otro que había brillado en el bando de los monárquicos durante la guerra civil. De haber sido un chico, me hubieran puesto Frederick. Pero tuve que ser Frederica, lo cual me resultaba incómodo, por lo que tendía a abreviarlo en Freddie e incluso Fred, dando lugar con ello en más de una ocasión a comprensibles confusiones.
—¿Murió?
—Ya te lo he dicho. Ahora no tienes padre. Y sanseacabó.
Al final comprendí que un secreto rodeaba a mi padre.
No recordaba haberle visto jamás. De hecho, no recordaba haber vivido en otro sitio que no fuera aquella casa. El ejido, las casitas, la iglesia, todo a la sombra de Cedar Hall, habían formado parte de mi vida hasta entonces.
Solía pasar muchas horas en la cocina con Meg y Amy. Ambas eran conmigo mucho más cariñosas que nadie.
No estaba autorizada a hacer amistad con la gente del pueblo y, por lo que respectaba a los Carter de Cedar Hall, mi madre se limitaba a mostrarse con ellos fríamente cortés.
Pronto averigüé que mi madre era una mujer muy desdichada.
Ahora que ya estaba empezando a crecer, Meg solía hablar mucho conmigo.
—Esta vida no es vida —me dijo en cierta ocasión—. Lavender House, un cuerno. Todo el mundo sabe qué era Lavender Cottage. No puedes conseguir que una casa sea una mansión, cambiándole simplemente el nombre. La diré una cosa, señorita Fred… —aunque delante de mi madre yo era la señorita Frederica, cuando estaba a solas con Meg, me convertía en la señorita Fred y a veces incluso en la señorita Freddie; puesto que Frederica era para Meg un nombre «extravagante», no cabía esperar de ella que lo utilizara más de lo necesario—. Le diré una cosa, señorita Fred. Aunque la mona se vista de seda, mona se queda por mucho que la disfracen, y yo creo que estaríamos mucho mejor en una casita en Clapham… siendo lo que somos y no lo que aparentamos ser. Allí podríamos disfrutar un poco más de la vida.
A Meg se le nublaban los ojos de anhelo. Se había criado en el East End de Londres y estaba muy orgullosa de ello.
—Aquello sí era vida: el sábado por la noche, con todos los tenderetes iluminados. Berberechos y mejillones, caracoles de mar, almejas y anguilas en gelatina. Menudo festín, ¿verdad? Aquí, en cambio, ¿qué es lo que hay? Dígamelo.
—Las fiestas de la iglesia y la sociedad coral.
—¡No me haga reír! Un puñado de presumidos, haciéndose pasar por lo que no son. A mí que me den Londres.
A Meg le encantaba hablar de la gran ciudad. Los tranvías de caballos que te podían llevar hasta el mismísimo West End. Ella había estado allí cuando lo del Jubileo del quincuagésimo aniversario del reinado de la reina Victoria. Fue algo extraordinario. No era más que una mocosa entonces, antes de que fuera tan tonta como para irse a trabajar al campo… lo cual ocurrió antes de que entrara a trabajar en Cedar Hall. Hasta había visto a la reina en su carroza. Tampoco es que fuera nada del otro jueves, pero era una reina… y quería que la gente se enterara.
—Sí, hubiéramos podido vivir allí arriba en lugar de vivir aquí abajo. Un sitio bonito… Bromley de Bow tal vez. O Stepney. Hubiéramos podido encontrar casas baratísimas. Pero tuvimos que venir aquí. A Lavender House. Pero si ni siquiera la lavanda es tan buena como la que nosotros cultivábamos en nuestro jardín de Stepney.
Cuando Meg me ensalzaba la vida de Londres, yo aprendía un montón de cosas.
—Tú llevas mucho tiempo con mi madre, Meg —le dije.
—Nada menos que quince años.
—Habrás conocido a mi padre.
Era un sábado por la noche en que Meg estaba evocando los mercados de Londres y las anguilas en gelatina.
—Menudo era ése —contestó Meg, abandonando a regañadientes aquella deliciosa escena y echándose a reír.
—¿Menudo qué, Meg? —le pregunté.
—¡Bueno, usted no se preocupe!
Las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba y yo comprendí que se estaba divirtiendo. Debía de ser por los recuerdos de mi padre.
—Se lo hubiera querido decir a su madre.
—¿Qué le hubieras querido decir?
—Pues que no podía durar. Se lo dije a la cocinera… teníamos cocinera por aquel entonces, un poco bruta, por cierto… y yo no era gran cosa… ayudante de cocina, eso era yo. Le dije:
»—Eso no va a durar. Él no es de los que sientan la cabeza y ella no es de las que son capaces de aguantarlo todo.
—Pero ¿qué es lo que tenía que aguantar?
—Pues a él, por supuesto. Y él tenía que aguantarla a ella. Le dije a la cocinera:
»—Eso no cuajará.
»¡Y acerté!
—No le recuerdo.
—No tendría usted más de un año cuando se fue.
—¿Adónde se fue?
—Con ella, supongo… la otra.
—¿No crees que ya sería hora de que yo me enterara?
—Creo que ya se enterará cuando llegue el momento.
Yo sabía que aquella mañana había habido una pequeña discusión entre Meg y mi madre, la cual dijo que la carne estaba dura. Meg contestó que cuando no se compraba carne de la mejor calidad lo más lógico es que ésta quedara un poco dura, a lo cual mí madre replicó que hubiera tenido que cocerla un poco más. Meg estaba a punto de despedirse, cosa que siempre constituía su arma más poderosa cuando se producían tales conflictos. ¿Dónde hubiéramos podido encontrar otra Meg? En cuanto a Meg, creo que no quería tomarse la molestia de cambiar de casa. Era una amenaza que utilizaba en momentos de crisis: ninguna de las dos podía estar segura de sí, hostigada hasta el límite, la otra podría emprender alguna acción y ella se encontraría en una situación de la cual le resultaría humillante retirarse.
El problema ya se había resuelto, pero Meg aún estaba ofendida y, en tales circunstancias, era más fácil arrancarle confidencias.
—Tú sabes que tengo casi trece años, Meg —le dije.
—Pues claro que lo sé.
—Creo que ya soy lo suficientemente mayor.
—Tiene usted una cabeza muy bien puesta sobre los hombros, señorita Fred, tengo que reconocerlo. Y no se parece a ella.
Me constaba que Meg sentía cierta ternura por mí. Hablando con Amy, la había oído referirse a mí como a «esa pobre criatura».
—Creo que tengo derecho a saber algo sobre mi padre —añadí.
—Los padres —dijo Meg, evocando su propio pasado tal como tenía por costumbre hacer— son muy curiosos. Los hay que se les cae la baba y los hay con la correa a punto en un abrir y cerrar de ojos. El mío era de los últimos. Como dijeras una palabra que a él le pareciera fuera de lugar, se desabrochaba el cinturón y te pegaba una zurra. Los sábados por la noche… bueno, le gustaba darle a la botella, vaya si le gustaba, y cuando estaba borracho como una cuba, lo mejor era apartarse de su camino. Así son los padres.
—Debió de ser horrible, Meg. Háblame del mío.
—Era muy guapo, hay que reconocerlo. Formaban una pareja preciosa. Solían asistir a los bailes del regimiento. Parecían como salidos de un cuadro… los dos juntos. Tu madre no tenía esa expresión agria que tiene ahora… bueno, por lo menos, no siempre. Nos acercábamos a la ventana y les veíamos subir al carruaje, él vestido de uniforme…
Meg sacudió la cabeza mientras se le humedecían los ojos al recordarlo.
—¿Los bailes del regimiento?
—Bueno, él era militar, ¿no? La cocinera decía que tenía una alta graduación en el ejército… que era oficial… o comandante o algo por el estilo. Pero era guapísimo. Tenía lo que se llama una mirada errante.
—¿Y eso qué significa?
—Pues que le gustaba mirar a su alrededor.
—Mirar, ¿qué?
Meg me dio un empujoncito y comprendí que la conversación no iba a seguir por aquel camino, por lo que me apresuré a preguntar:
—¿Qué le pasó? ¿Se fue a la guerra?
—No, que yo sepa. Entonces no había ninguna guerra, ¿no? Por consiguiente, no podía irse a la guerra. Nos trasladamos a vivir a distintos lugares. Es lo que suele ocurrir en el ejército. Te instalas en un sitio y enseguida tienes que hacer las maletas e irte a otro. Había desfiles, bandas y cosas así. Una vida muy animada.
—¿Y tú les acompañabas?
—Pues sí. Yo estaba con ella antes de que se casara. Fue una boda por todo lo alto… y salió de Cedar Hall. Parece que la estoy viendo al salir de la iglesia. Entonces no estaba el reverendo Mathers. ¿Cómo se llamaba el de entonces?
—No importa. ¿Qué pasó?
—Se fueron en viaje de luna de miel… y después nos alojamos en los distintos cuarteles donde iba el regimiento. No llevaban casados ni tres meses cuando murió su abuelo de usted. En seguida hubo el revuelo de la venta de Cedar Hall y la llegada de los Carter. En fin, entonces comprendí que la cosa no iba a durar. Él no estaba hecho para el matrimonio. Había alguien…
—¿Quieres decir después de haberse casado con mi madre?
—Eso no tiene importancia para algunos. No pueden evitarlo.
La cosa se estaba poniendo interesante; yo temía que hubiera una interrupción y Meg recordara repentinamente mi edad y pensara que estaba hablando más de la cuenta.
—Bueno, usted venía de camino y eso sí importaba. Su madre no podía asistir a los bailes como si tal cosa, ¿comprende?
—¿Y entonces?
—Todo siguió adelante, nació usted, pero la situación no mejoró. Corrían rumores. Pero ella no quiso tomar cartas en el asunto. Era de las que siempre quieren guardar las apariencias.
—¿A qué te refieres, Meg?
—Bueno, pues a que ella sabía lo de la otra. Era una mujer coqueta y casquivana, cosa que a él le venía de perlas, ¿comprende? Pero tenía marido. Y él los sorprendió… con las manos en la masa como quien dice. Hubo un escándalo mayúsculo que acabó en divorcio y creo que, con el tiempo, se casaron. Y fueron felices para siempre… quizá. Pero su madre de usted nunca lo superó. Si Cedars no se hubiera vendido, hubiera podido regresar allí y puede que entonces la situación no hubiera sido tan grave. Pero apenas quedó nada después de la venta y el pago de las deudas. Todo se repartió entre ella y la señorita Sophie. La señorita Sophie se compró la casa que ahora tiene y su madre de usted compró ésta. Le quedó algo de su padre, claro… pero ya ve usted cómo están las cosas.
—¿Vive todavía?
—Está vivito y coleando, creo. Su madre de usted nunca se sobrepuso. No habla de ello. Si hubiera podido volver a Cedar hall, creo que no hubiera sido tan grave. Pero, bueno, usted no diga ni una sola palabra de todo eso. Me ha preguntado por su padre y todo el mundo tiene derecho a saber quién es el suyo.
—No sé si alguna vez le veré.
Meg sacudió la cabeza.
—Él jamás se atrevería a venir aquí, querida. Pero le diré una cosa. Nunca podría conocer a un caballero más cumplido que él. Son cosas que ocurren… en fin, ya sabe usted cómo son algunas personas. No consiguen encajar. Y después viene la separación. Y aquí estamos, en Lavender Cottage… perdón, en Lavender House.
Tras haberme contado todas esas cosas, a Meg ya le resultó difícil detenerse, por lo que, siempre que podía escaparme de la institutriz de turno, yo procuraba reunirme con ella.
En realidad, Meg no era demasiado reacia a hablar. Le encantaba contar chismes. Me dijo que le gustaría estar en una casa llena de criados. Su hermana servía en una de esas casas, allá abajo en Somerset.
—Hay mayordomo, ama de llaves, ayudantes de cocina, doncellas… lo que usted quiera. Y tienen coche y caballeriza y qué sé yo cuántas cosas más. En un lugar así siempre hay mucha actividad. Eso, en cambio…, bueno, no es ni una cosa ni otra.
—Me pregunto por qué estás aquí, Meg.
—Bueno, no puede una escapar del fuego para caer en las llamas.
—¡Osea que esto es el fuego!
—Más o menos.
—Háblame de mi padre.
—Ya le he hablado bastante, ¿no cree? Ahora no vaya a contarle a su mamá lo que yo le he dicho. Creo que es justo que usted supiera… algo. Algún día ella se lo dirá… desde su punto de vista, claro. Supongo que él también tuvo que aguantar lo suyo y todo tiene dos caras. Era un hombre muy amante de la diversión. Todos los criados lo apreciaban. Siempre se mostraba amable con ellos.
—Me parece que tú le tenías simpatía.
—No podía evitarlo. Lo de la otra mujer y demás. Creo que se vio empujado a ello en cierto modo… siendo su madre como es… y siendo él como es…
Un día en que estaba hablando con Meg, mi madre entró en la cocina y pareció sorprenderse de verme allí.
—Meg —dijo—, quiero discutir contigo el menú de esta noche.
Meg elevó los ojos al techo y yo escapé a toda prisa. Como la víspera habíamos comido solomillo de buey, aquel día tendríamos que comer las sobras frías, pero mi madre siempre acudía a la cocina para discutir el menú con Meg. Le hubiera gustado mandarla llamar, pero no tenía a nadie a quien enviar excepto Amy, lo cual hubiera significado apartar a Amy de cualquier cosa que estuviera haciendo en aquel momento y, por si fuera poco, Amy era muy lenta. No había campanillas en Lavender House e instalarlas hubiera sido muy caro. Establecer un horario para las reuniones tampoco hubiera sido apropiado, pues, tal como decía Meg, ella andaba constantemente de acá para allá y no podía estar atada por los horarios para hacer esto o aquello. Por consiguiente, a mi madre no le quedaba más remedio que acudir a la cocina.
Volví a preguntarme si sería posible explicarle a mi madre que era más bien ridículo comportarse como la señora de una gran mansión siendo así que nuestra morada distaba mucho de ser tal cosa. Recordé las palabras de Robert Burns:
Oh, si algún poder nos concediera el don de vernos tal como los demás nos ven.
Qué don tan extraordinario hubiera sido… sobre todo, para mi madre. De haberlo poseído, tal vez su esposo no la hubiera abandonado y yo hubiera conocido a mi padre. Me lo imaginaba como un hombre alegre y de mirada risueña, capaz de suscitar el entusiasmo de personas como Meg.
En una ocasión había visto a Meg pavonearse de la misma manera que cuando mencionaba a mi padre. Lo hacía en honor del señor Burr, el de la carnicería, el cual se pasaba el rato gritando: «Compren, compren, compren», mientras cortaba la carne en el tajo. Era un hombre garboso y gentil que llevaba un delantal a rayas blancas y azules y se tocaba con un sombrero de paja gallardamente inclinado hacia un lado. Le bailaban los ojos mientras bromeaba con la clientela mayoritariamente integrada por mujeres.
Meg decía que sus comentarios eran un poco descarados, aunque, a pesar de todo, la hacían reír a una. Un día le contestó:
—Mire, joven, cuídese de sus asuntos y tenga cuidado con lo que dice.
Él le guiñó el ojo, diciendo:
—Conque esas tenemos, ¿eh? Venga conmigo a la trastienda y ya verá cómo cambia de parecer.
—Menudo demonio está usted hecho —replicó Meg entre risas.
Mi padre era la clase de hombre capaz de suscitar en ella la misma reacción que le producía el señor Burr, el carnicero.
Era un detalle significativo y me dio mucho que pensar.
*****
Me estaba dirigiendo a la vicaría con una nota para el reverendo John Mathers. Mi madre solía utilizar aquel medio de comunicación cuando estaba enojada.
Quería aclarar un malentendido a propósito de los arreglos florales de la iglesia. El año anterior, se quejaba, había sufrido una gran decepción. La señora Carter y la señorita Allder es que no tenían ni idea. ¿Qué se podía esperar de una tendera venida a más que había ganado una fortuna, vendiendo dulces y tabaco? En cuanto a la señorita Allder, no era más que una criatura bobalicona que se había encaprichado del clérigo y se había convertido en una marioneta de la señora Carter. Era absurdo, teniendo en cuenta la gran experiencia adquirida por mi madre en el adorno de la iglesia en los tiempos en que ella vivía en Cedar Hall ya que la alta burguesía ejercía cierta influencia en las cuestiones eclesiales.
Me constaba que mi madre sufría mucho por este motivo, que, en realidad, no tenía la menor importancia, y que veía en él una afrenta a su dignidad. Había escrito varias versiones de su nota al reverendo Mathers, las había roto y se había puesto furiosa. Era una de aquellas cosas capaces de crear en ella un estado de tensión totalmente desproporcionado con el asunto de que se tratara.
Desde mi conversación con Meg a propósito de mi padre, yo había intentado por todos los medios inducirla a que me siguiera hablando de él, pero apenas pude descubrir nada más, aunque tuve la impresión de que ella estaba más a favor de mi padre que de mi madre.
Era un precioso día primaveral. Crucé el ejido y pasé por delante del banco de la orilla del estanque en el que permanecían sentados dos ancianos a los que yo conocía de vista porque solían acudir allí casi todos los días. Eran dos braceros, o lo habían sido, pues ahora ya eran demasiado viejos para trabajar y se pasaban el rato sentados allí, charlando. Les di los buenos días al pasar.
Enfilé el sendero que conducía a la vicaría. La campiña estaba muy hermosa en aquella época del año, en que los castaños de Indias ya habían florecido y las violetas silvestres y la acetosilla crecían bajo los setos. ¡Qué contraste con las anguilas en gelatina de los mercados de Meg!
Me reí para mis adentros. Me hacía cierta gracia… mi madre soñando con la grandeza y Meg añorando las calles de Londres. Tal vez la gente solía querer lo que no tenía.
Allí estaba la vicaría, un alargado edificio de piedra gris con un bonito jardín delante y el cementerio al otro lado.
El vicario me recibió en un desordenado salón cuyas ventanas con parteluces daban al cementerio. Se encontraba sentado junto a un escritorio atestado de papeles.
—Ah, señorita Hammond —dijo, subiéndose las gafas sobre el caballete de la nariz hasta dejarlas descansando sobre su frente.
Era un hombre amable y amante de la paz, en cuyos ojos grises levemente llorosos observé inmediatamente una expresión de inquietud. Temía que el venturoso estado en que se encontraba sufriera alguna alteración, tal como solía ocurrir cada vez que recibía alguna nota de mi madre. Cuando le comuniqué que llevaba una nota, sus temores quedaron confirmados.
Se la entregué.
—Creo que tengo que esperar la respuesta —le dije cortésmente.
—Ah, sí… sí.
El vicario volvió a bajarse las gafas y se inclinó levemente hacia un lado para que yo no pudiera ver su reacción a las palabras de mi madre.
—Vaya, vaya —dijo, mirándome consternado—. Se refiere a las flores de Pascua. La señora Carter ya se ha encargado del asunto y, como es natural…
—Claro —dije yo.
—Y, además… le… ha pedido a la señorita Allder que la ayude a colocarlas y creo que la señorita Allder ya ha dado su conformidad. O sea que ya ve usted…
—Sí, ya veo. Lo comprendo perfectamente.
El vicario me dirigió una sonrisa de gratitud.
—Espero… que le transmita mis disculpas a su madre y… que… le explique que… el asunto ya no está en mis manos; no creo que sea necesario comunicárselo por escrito.
Conociendo a mi madre, me compadecí de él.
—Se lo explicaré —dije.
—Muchas gracias, señorita Hammond. Le ruego le transmita mis excusas.
—Lo haré —le prometí.
Salí de la vicaría, pero no me apresuré a regresar a casa. Sabía que se desencadenaría una tormenta y estaba inquieta. ¿Qué más daba quién arreglara las flores? ¿Por qué le importaba tanto a mi madre? No era por las flores. Era el eterno fantasma. En los días de influencia, ella hubiera enviado las flores. Ella hubiera decidido si adornar con ellas el púlpito o el altar. Todo parecía muy trivial. Me sentía triste y enojada al mismo tiempo con ella.
Por eso me entretuve, dándole vueltas al asunto en mi cabeza y tratando de buscar la manera de comunicarle la noticia.
Me estaba esperando.
—Has tardado mucho. Bueno… ¿tienes su respuesta?
—No era necesario escribirla —contesté. Y se lo comuniqué de palabra—. La señora Carter se encargará de las flores y la señorita Allder la ayudará a colocarlas, porque la señora Carter ya se lo ha pedido.
Mi madre me miró como si acabara de comunicarle un gran desastre.
—¡No! —exclamó.
—Me temo que eso es lo que ha dicho. Lo lamenta mucho y creo sinceramente que siente disgustarte.
—¡Cómo se atreve! Pero ¡cómo se atreve!
—Mira, me ha explicado que no puede hacer nada porque la señora Carter ya ha proporcionado las flores.
—¡Esta mujer tan vulgar!
—El vicario no tiene la culpa.
—¡No tiene la culpa!
El rostro habitualmente pálido de mi madre se tiñó de púrpura. Después se estremeció de pies a cabeza y le empezaron a temblar los labios.
—De veras, mamá —dije—. Son sólo las flores de Pascua. ¿Qué más da?
Mi madre cerró los ojos y yo observé que el pulso le latía rápidamente en la sien. Emitió un jadeo y se tambaleó. Me acerqué a toda prisa y conseguí sujetarla antes de que se desplomara al suelo. Observé la presencia de espuma en sus labios.
«Eso es absurdo», hubiera querido gritarle. «Es ridículo». Pero, de pronto, me asusté. Aquello era algo más que un acceso de cólera.
Por suerte, allí cerca había un gran sillón. La ayudé a sentarse y llamé a Meg.
Meg y yo, con la ayuda de Amy, acostamos a mi madre.
Llegó el médico y Meg lo acompañó a la habitación de mi madre mientras yo permanecía en la escalera, escuchando.
La señorita Glover, mi institutriz, salió y me vio.
—¿Qué ocurre?
—Mi madre se ha puesto enferma.
La señorita Glover trató de aparentar pesadumbre, pero no lo consiguió. Era una de las muchas que sólo estaban allí hasta que encontraran otra cosa mejor.
Me acompañó al salón para esperar la salida del médico.
Le oí bajar con Meg y decir:
—Volveré esta tarde. Entonces ya veremos.
Meg le dio las gracias y entró en el salón donde nosotras esperábamos.
Me miró con inquietud. Comprendí que estaba preocupada más por mí que por mí madre.
—¿Qué ha pasado? —preguntó la señorita Glover.
—El doctor dice que es un… un ataque.
—Y eso, ¿qué es? —inquirí.
—Una cosa muy mala. Pero todavía no lo sabemos. Tendremos que esperar a ver qué ocurre.
—Eso es tremendo —dijo la señorita Glover—. ¿Es que… se va a…?
—Parece que el doctor no está seguro. Volverá. Está… muy malita.
—¿Cómo se encuentra ella? —pregunté.
—El doctor le ha administrado una medicina. Dice que ella no sabrá nada… de momento. Volverá con el joven doctor Egham.
—Eso parece terrible —dije—. Debe de estar muy grave.
Meg me miró con tristeza y dijo:
—Creo que sí.
—Bueno, si no puedo hacer nada… —dijo la señorita Glover, retirándose.
Todo aquello no le interesaba. Aquella mañana había recibido una carta. Pensé que debía de ser otra oferta de trabajo más acorde con sus expectativas que el hecho de enseñar a una niña en una casa, por mucho que la llamaran villa, al servicio de alguien que se las daba de gran señora, pero carecía de medios para serlo. Estaba aprendiendo a leer los pensamientos de la gente.
Me alegré de que se fuera. Meg, en cambio, estaba, sinceramente preocupada.
—¿Qué significa todo esto? —le pregunté.
—Sé tanto como usted, cariño. Creo que está muy enferma. Mi tía Jane sufrió un ataque así. Tenía todo un lado del cuerpo paralizado y no podía hablar… sólo murmullos. Se pasó un año así. Parecía una niña pequeña.
—Oh, no… no.
—Bueno, a veces no se recuperan. Nos puede ocurrir a todos en cualquier momento. Andas por ahí tan tranquila cuando, de pronto, el Señor decide derribarte.
No hacía más que pensar en mi madre, tan estirada, tan orgullosa de sus orígenes, tan enfurecida y amargada por el sesgo que había adquirido su destino; y me compadecía profundamente de ella. Entonces lo comprendí todo mejor que nunca y hubiera deseado poder decírselo.
Se apoderó de mí el terrible temor de no poder hacerlo jamás y me sentí invadida por una profunda cólera. La culpa la tenían aquellas estúpidas flores de Pascua.
Su disgusto había sido el causante de todo aquello. ¡No! Era algo más que las flores. Era algo que había ido creciendo en su interior… toda la rabia, la amargura y el resentimiento. Las flores no habían sido más que la culminación de todos los años de envidia y de rabia reprimida contra el destino.
*****
El médico regresó en compañía del doctor Egham. Ambos permanecieron con mi madre mucho rato. Meg estuvo allí por si necesitaban algo y después los tres bajaron al salón y me mandaron llamar.
El doctor Canton me miró con una dulzura que me hizo temer lo peor.
—Tu madre está muy enferma —dijo—. Cabe la posibilidad de que se recupere. Si lo hace, me temo que sufra graves deficiencias. Necesitará alguien que la cuide —me miró con aire dubitativo y después se dirigió en tono más esperanzado a Meg—. Esperaremos unos días. Puede que entonces lo veamos mucho más claro. ¿Hay algún pariente?
—Tengo una tía —dije yo—. La hermana de mi madre.
El rostro del médico se iluminó.
—¿Vive lejos?
—En Wiltshire.
—Creo que tendrías que informarle inmediatamente de la situación —dijo el doctor Canton.
Asentí con la cabeza.
—Bueno, pues —añadió el médico—. Esperaremos a ver qué ocurre… digamos hasta finales de semana. Entonces puede que la situación ya esté un poco más clara.
El doctor Egham me miró como si quisiera darme ánimos y el doctor Canton me apoyó una mano en el hombro y me dio unas tranquilizadoras palmadas. Me sentía demasiado perpleja como para poder llorar aunque estaba a punto de hacerlo.
—Esperemos lo mejor —dijo el doctor Canton—. Y, entre tanto, comunícale a tu tía lo ocurrido. No puede usted hacer nada más —añadió, dirigiéndose a Meg—. Si se produjera algún cambio, hágamelo saber. Volveré mañana.
Cuando se fueron los médicos, Meg y yo nos miramos en silencio.
Ambas nos estábamos preguntando qué iba a ser de nosotras.
*****
A finales de semana llegó tía Sophie. Mi alegría al verla fue tan grande que me arrojé en sus brazos.
Ella me devolvió el abrazo mientras sus ojos de grosella, arrugados por la emoción, se humedecían levemente.
—Mi querida niña —dijo—. ¿Qué es todo este alboroto? Tu pobre madre. Veremos qué se puede hacer al respecto.
—Aquí está Meg —dije.
—Hola, Meg. Ha sido un golpe muy duro para todas vosotras, lo sé. No importa. Ya buscaremos la manera de resolverlo.
—¿Prefiere ir primero a su habitación, señorita Cardingham? —preguntó Meg.
—Tal vez. Deja simplemente esta maleta. ¡Menudo viaje!
—Y después, supongo que querrá ver a la señora Hammond.
—Me parece una buena idea. ¿Cómo está ahora?
—Parece que casi no se entera de nada. Puede que no la reconozca, señorita Cardingham.
Bueno, primero quiero lavarme las manos. Qué sucios son los trenes. Después, nos pondremos a trabajar. Tú ven conmigo, Frederica.
Nos fuimos a la habitación que le habían preparado y Meg nos dejó solas.
—Ésa es una buena mujer —dijo tía Sophie, señalando con la cabeza la puerta a través de la cual Meg acababa de retirarse.
—Oh, sí.
—Debe de estar muy preocupada. Veremos lo que hacemos. ¿Qué dice el médico?
—No cree que haya muchas esperanzas de que se recupere por completo. Creen que tendrá que haber alguien que la atienda.
Tía Sophie asintió con la cabeza.
—Bueno, pues ya estoy aquí —dijo, mirándome con una triste sonrisa—. Pobre criatura… una carga tan pesada sobre estos hombros tan jóvenes. Debes de tener… ¿cuántos años?
—Trece —contesté.
—Mmmm —musitó.
Amy subió agua caliente y mi tía se lavó mientras yo la miraba, sentada en la cama. Se secó las manos, miró a través de la ventana e hizo una mueca.
—Nuestra vieja casa —dijo—. ¡Y ella tuvo que contemplar constantemente esta imagen!
—Se disgustaba mucho —convine, asintiendo con la cabeza.
—Lo sé. Lástima que no pudiera marcharse enseguida de aquí.
—No quería.
—Conozco a mí hermana. En fin, ahora ya es demasiado tarde —mi tía me miró con una tierna sonrisa—. Trece años. Demasiado joven para estas cargas. Tendrías que divertirte. Sólo se es joven una vez —descubrí que tenía la costumbre de hablar a sacudidas y que sus pensamientos cambiaban bruscamente de tema—. No te apures. Tu tía Sophie encontrará el camino. Meg lleva mucho tiempo contigo, ¿verdad?
—Desde siempre —contesté.
Mi tía miró hacia la ventana.
—Estaba con nosotros allí. Una buena mujer. Ya no quedan muchas como ella.
La acompañé a ver a mi madre a la que estaba segura no reconocería. Me resultaba casi insoportable contemplar a mi madre. Tenía la mirada perdida y movía los labios. Pensé que estaba tratando de decir algo, pero ninguna de las dos pudimos comprender los murmullos que brotaban de sus labios.
No estuvimos con ella mucho rato. Hubiera sido inútil.
—Pobre Caroline —dijo tía Sophie—. Pensar que haya llegado a eso. Espero que no se dé cuenta. Se afligiría mucho. No te preocupes, querida niña —añadió, rodeándome los hombros con su brazo—. Ya haremos algo.
Me sentí mucho mejor en cuanto llegó tía Sophie.
Cuando más tarde acudió a la casa, el doctor Canton se alegró de ver a tía Sophie y, tras examinar a mi madre, mantuvo una prolongada conversación con mi tía.
En cuanto el médico se marchó, tía Sophie me llevó a su habitación y allí me explicó la situación.
—Sé que eres muy joven —dijo— pero a veces nos ocurren estas cosas… sin que importe la edad que tengamos, ocurren y basta. Te voy a ser sincera. Tu madre está muy enferma. Necesita que la atienda una persona experta. Meg es una buena mujer y tiene mucha fuerza, pero no podría manejarla ella sola. He estado pensando mucho en eso. Podríamos contratar a una enfermera para que viviera en la casa, pero eso no sería fácil. Habría que cuidarla y darle de comer. Hay otra alternativa. Podríamos colocar a tu madre en una residencia donde la atendieran personas expertas. Hay una cerca de mi casa. Podríamos trasladarla allí.
—¿Costaría mucho dinero?
—Ay, ya veo que esta cabecita discurre muy bien —dijo tía Sophie, riéndose con aquella risa que a mi madre le atacaba los nervios, pero que a mí me sonaba a música. Era la primera vez que la oía desde su llegada a la casa—. Sí, querida, costaría mucho. Vaya si costaría. Yo no vivo con tantas estrecheces como tu madre. Tengo una casita y una criada… mi buena y fiel Lily. Yo no tengo que guardar las apariencias. Me conformo con mi casita. Tenemos un gran jardín y un huerto en el que cultivamos nuestras propias verduras y hortalizas. En comparación con tu madre, aunque ambas tenemos unas rentas similares, pues nos repartimos lo que quedaba de la herencia de nuestro pobre padre, vivo con relativa comodidad. Me temo que no soy lo bastante rica como para colocar a tu madre en una residencia, pero se me ha ocurrido un plan —me miró con ternura—. Siempre he tenido debilidad por ti, Frederica. Qué nombre tan rimbombante. Muy típico de tu madre, por supuesto. Yo siempre te llamo Freddie cuando pienso en ti.
—Suena más… amistoso —dije, pensando: Ojalá no se vaya.
Hubiera querido abrazarla y suplicarle que se quedara. Me infundía la esperanza de que no todo sería tan malo como parecía.
—Muy bien —añadió—, vas a ser Freddie. Y ahora, escúchame bien. Tienes trece años. No puedes vivir aquí por tu cuenta, eso está claro. Te voy a sugerir… si te gusta la idea… que te vuelvas conmigo. Soy la única pariente que tienes. Me temo que no soy gran cosa.
La miré con una leve sonrisa.
—Bueno, mujer, pero tampoco soy un desastre y, además, tengo la impresión de que nos llevaremos muy bien.
—¿Y que será de…?
—Ahora voy a ello. Todo eso ha sido un trastorno. Meg y la chica se tendrán que buscar otro sitio. La casa se podría vender. Con lo que sacáramos, podríamos pagar los cuidados de tu madre… y con eso y la escasa renta que tiene, nos podríamos arreglar. Tú te vienes conmigo. Francamente, Freddie, no se me ocurre ninguna solución. He hablado con el médico. Le parece una buena idea. Bueno… no simplemente una buena idea sino la única idea lógica.
No podía ni hablar. Sentía que la vida se disgregaba a mi alrededor.
Mi tía me estudió con atención.
—Pensaba que no te parecería mal. Lily es un poco gritona algunas veces, pero tiene buena intención. Es de las mejores y yo no tengo mal carácter. Siempre me han gustado los jóvenes.
Me arrojé de repente a sus brazos.
—Bueno, bueno —me dijo en tono tranquilizador.
*****
—Va a ser muy duro después de tantos años, pero tiene razón —dijo Meg, cuando le expliqué los planes de tía Sophie—. Es lo único que se puede hacer. Yo sola no me las podría arreglar y no podría soportar la idea de tener enfermeras en la casa. Son muy exigentes… quieren esto, aquello y lo de más allá, no sólo para el paciente sino también para ellas. Lo peor de todo será separarme de usted, señorita Fred.
—Tendrás que buscarte otro sitio, Meg.
—Ya le he escrito a mi hermana en Somerset. Ella me dijo una vez que en aquella casa tan grande siempre necesitan gente. No sé qué podrán ofrecerme… pero cualquier cosa me valdrá para empezar. Siempre he querido servir en una casa así. Empecé en Cedars, ¿no? Le he dicho a Amy que, a lo mejor, habrá algo también para ella.
—¡Oh, Meg, no sabes cuánto te echaré de menos!
—Y yo la echaré de menos a usted, cariño. Pero así es la vida. Cambia constantemente. Creo que estará usted muy bien con la señorita Sophie. La recuerdo de los viejos tiempos. Un poco quisquillosa y brusca algunas veces, pero tiene el corazón en su sitio y eso es lo que importa. Su vida será más alegre con ella que con su mamá.
—Espero que todo se arregle.
—Se arreglará. En cuanto ella vino, me pareció que se iluminaba de pronto la oscuridad, tal como suele decirse. Tenemos que enfrentarnos con la verdad. Su mamá no se recuperará. Necesita que la atiendan debidamente, y en aquel sitio lo harán. Usted podrá ir a verla a menudo. No podría haber mejor solución. Confíe en la señorita Sophie. Ella siempre supo lo que había que hacer.
Era cierto. La casa se puso a la venta. Era un edificio bonito y había varios compradores interesados. Mi tía dijo que las criadas deberían quedarse allí hasta que encontraran otro trabajo. No las podía echar a la calle.
Hubo suerte. La hermana de Meg escribió, anunciando que había trabajo para ella. De momento, sería sólo una criada, pero algo era algo, y, además, tendría posibilidades de «Subir». Para Amy aún no se había encontrado nada, pero abundaban las mansiones en la zona, los criados se conocían y ella había oído decir que en una de ellas necesitaban una sirvienta. Le hermana de Meg la recomendaría y conseguiría colocarla.
Estábamos muy animadas y nuestras esperanzas no se vieron defraudadas.
Fue como si tía Sophie se hubiera presentado cual un hada madrina, agitando su varita mágica.
—¿Y mi padre? —le pregunté un día.
La expresión de su rostro cambió imperceptiblemente, como si se hubiera puesto levemente en guardia.
—¿Qué pasa con él? —me replicó con una aspereza impropia de ella.
—¿No debería ser informado?
Tía Sophie reflexionó brevemente y sacudió la cabeza.
—A fin de cuentas —añadí—, es su marido… y mi padre.
—Bueno, pero eso ya terminó, ¿comprendes? Se divorciaron.
—Sí, pero él, por lo menos… sigue siendo mi padre.
—Ya ha pasado mucho tiempo.
—Habrán pasado unos doce años.
—Ahora ya tendrá otra vida.
—Con otra familia.
—Tal vez.
—¿O sea que, a tu juicio, no sentiría ningún interés por mí?
Mi tía esbozó una sonrisa y sus facciones se suavizaron.
—A ti te gustaba, ¿verdad? —pregunté.
—Gustaba a casi todo el mundo. Por supuesto que no era muy serio… jamás lo fue.
Esperé que añadiera algo más y, al ver que no lo hacía, pregunté:
—¿No crees que habría que decírselo? ¿O acaso crees que no quiere acordarse de nosotras?
—Podría ser… una situación embarazosa. A veces, cuando las personas se divorcian, se convierten en enemigas. Era de los que no quieren problemas… procuraba soslayarlos. No, querida, olvidémonos de eso. Tú te volverás conmigo.
Permanecí en silencio, pensando en mi padre. Mi tía apoyó una mano sobre la mía.
—¿Conoces el dicho «No despertemos a los perros dormidos»?
—Lo he oído alguna vez.
—Bueno, pues si los despiertas, se podrían poner a ladrar y, a lo mejor, resultaría muy molesto. Volvamos a Wiltshire. A ver si te gusta. Tendrás que ir a la escuela o algo así. Habrá que pensar en tu educación, ¿no crees? Estas cosas son importantes. Tú y yo tenemos que tomar muchas decisiones. No podemos cargar con el pasado. Tenemos que seguir adelante. Eso era lo malo de tu madre. Siempre mirando hacia atrás. Eso no es bueno, Freddie. Me da la sensación de que tú y yo nos vamos a llevar muy bien.
—Oh, sí, tía Sophie. La verdad es que no sé qué decirte. Has venido aquí después de tantos años y ahora todo parece mucho más fácil.
—De eso precisamente se trata. Debo decir que estoy encantada de haber adquirido una sobrina para mí sola.
—Mí queridísima tía Sophie, y yo estoy muy contenta de estar con mi tía.
Ambas nos besamos y abrazamos, mientras de pronto me sentía envuelta por una maravillosa sensación de seguridad.
*****
En las semanas siguientes ocurrieron muchas cosas. La subasta de los muebles nos reportó mucho más de lo que esperábamos, pues había entre ellos algunos tesoros que mi madre había traído consigo de Cedar Hall.
Meg y Amy se fueron a Somerset y la casa se puso a la venta.
Mi madre fue trasladada a la residencia de Devizes, que no distaba mucho de la casa de tía Sophie, por lo que podríamos ir a visitarla por lo menos una vez a la semana. Tía Sophie me dijo que disponía de algo que prácticamente podía considerarse un coche.
—En realidad, no es más que un cochecito ligero de dos ruedas y dos asientos que pertenece al viejo Joe Jobbings, el que trabaja una hora a la semana en nuestro jardín, pero él nos llevará donde queramos.
Lavender House estaba en venta. Contemplé por última vez y sin el menor pesar Cedar Hall, la mansión cuya proximidad, con sus constantes recordatorios de la pasada grandeza y los «tiempos mejores», había sido la causa, a mi juicio, del estado en que se encontraba mi madre; y me fui con tía Sophie a mi nuevo hogar en Wiltshire.