Danielle

Así empecé a trabajar en la finca de St. Aubyn’s.

La primera mañana James Perrin estuvo muy amable y servicial. Me dio a leer unos documentos, eché un vistazo a los libros de la contabilidad y escribí algunas cartas siguiendo sus instrucciones. Después, James me mostró un mapa de la finca, la cual era mucho más extensa de lo que yo imaginaba.

—¿Por qué no va a ver las casas? —me sugirió—. Ya sabe, la hilera de casas de estilo Tudor que hay en el límite de la finca. Puede decirles a los inquilinos que va usted a ocupar el lugar de la señora Merret. Todos la apreciaban mucho. Tenía un carácter muy comprensivo y veo que usted también lo tiene; por eso la habrá elegido el señor Aubyn para esta labor. Mire, yo mismo la acompañaré y la presentaré.

Me pareció una excelente idea.

—¿Qué clase de caballo prefiere? —me preguntó mientras nos dirigíamos a las caballerizas.

—Uno que no sea demasiado fogoso. Monto sólo desde que vine a Harper’s Green y de eso hace apenas cinco años.

—Ah, comprendo. Bueno, ya encontraremos la montura más apropiada. Pronto se familiarizará con ella. Hablaré con Dick o Charlie. Puede estar segura de que ellos sabrán escogerla mejor.

Recorrimos la finca a caballo y Perrin me mostró varios lugares de interés que, a su juicio, convenía que yo conociera.

—Hay mucho trabajo en una propiedad como ésta —me explicó—. No llevo aquí mucho tiempo, pero me he dado cuenta de que el señor St. Aubyn lo tiene todo muy bien cuidado. Creo que su padre no se ocupaba demasiado de la finca.

—Sí, lo he oído decir.

—Por consiguiente, es muy bueno para la finca que el señor St. Aubyn no se parezca a su padre. La mayoría de las casas que hay en St. Aubyn pertenecen a la finca, si bien el padre del señor St. Aubyn vendió algunas granjas. La granja Grindle, por ejemplo. Archie Grindle la compró y le ha ido muy bien.

—Hace poco se casó con la tía de una amiga —le dije.

—Ah, sí. Ahora vive en Bell House, pero los hijos llevan la granja. Ya estamos llegando a las casas Tudor a las que vamos a dedicar la mañana.

Las casas estaban preciosas bajo el sol, con sus antiguos ladrillos de color rojo, sus ventanas con celosías y sus frontones. Imaginé que los interiores serían bastante oscuros. Había seis casas, cada una de ellas rodeada por un pequeño jardín. Las había visto muchas veces. Las llamaban las Casas Antiguas.

—Son muy bonitas —dije.

—Sabían construir en aquellos tiempos. Fíjese lo bien que han resistido la acción de los elementos durante tantos años… a pesar de su tamaño. Son maravillosas. Claro que algunos se quejan de que no les entra mucha luz.

—Pero estas ventanas no se pueden cambiar.

—Sería un crimen, ¿no cree?

—Desde luego. La luz es muy agradable, por supuesto, pero, en sitios así, hay que sacrificarse un poco en aras de la belleza.

—Pronto conocerá a los inquilinos. El señor St. Aubyn quiere que todo el mundo esté satisfecho. Dice que es la mejor manera de conseguir que la gente trabaje bien. Muchas de estas personas trabajan en las granjas… casi todas ellas pagan el diezmo… excepto los viejos y fieles servidores que ocuparán sus viviendas hasta que se mueran. Primero visitaremos a la señora Penn. Seguro que está en casa porque la pobrecilla no puede levantarse de la cama. Su marido trabajaba en la finca y ella era cocinera en la mansión. Le gusta mucho que la visiten. La puerta permanece cerrada sólo con la aldaba casi todo el día y su nuera le trae una comida caliente al mediodía. Se queja un poco, pero ¿quién no lo haría en su lugar?

James levantó la aldaba de la puerta y llamó:

—Señora Penn. Aquí James Perrin con la señorita Hammond. ¿Podemos entrar?

—Parece que ya están dentro —contestó una chirriante voz.

Perrin esbozó una sonrisa.

—Bueno, pues diga que se alegra de vernos.

—Pasen —dijo la voz— y cierren la puerta.

La cama estaba junto a la ventana para que su ocupante pudiera mirar a través de ella. Recostada en unos almohadones, la anciana tenía el rostro muy arrugado y llevaba el blanco cabello recogido en dos trenzas.

—O sea que la señora Merret se nos va a Australia —dijo—. Qué lugar tan extravagante. Antiguamente lo llamaban Botany Bay y enviaban allí a los prisioneros.

—Eso era en otros tiempos, señora Penn —dijo alegremente James Perrin—. Ahora es muy distinto. Muy civilizado. A fin de cuentas, nosotros también vivíamos en cavernas antiguamente… y éramos poco más que monos.

—No diga disparates —la anciana me estudió con interés—. Me gustaba la señora Merret —añadió—. Siempre escuchaba lo que le decías.

—Yo prometo escucharla —dije.

—Lástima que se haya ido.

—Estoy aquí para ocupar su lugar. Ahora seré yo quien venga a verla.

James había acercado dos sillas y nos sentamos.

—A partir de ahora, le expondrá usted todas sus quejas a la señorita Hammond —dijo.

—Bueno —anunció la señora Penn—, pues le dirá usted a la señora Potter que no me gusta el pastel de semillas aromáticas. Prefiero un buen bocadillo de mermelada… pero una mermelada que no tenga semillas. Se te meten entre los dientes.

Tomé nota de ello en un cuaderno que llevaba al efecto.

—¿Qué hay de nuevo, señora Penn? —preguntó James. Volviéndose hacia mí, explicó—: La señora Penn es una fuente de información. La gente viene aquí a hablar con ella, ¿no es cierto, señora Penn?

—Así es. Me gusta enterarme de lo que ocurre. El sábado por la noche hubo jaleo. Esta Sheila…

—¿Qué pasa con Sheila? —Una vez más James se volvió hacia mí para darme una explicación—. Es Sheila Gentry y vive en la última casita… la última de la hilera, quiero decir. La señora Gentry murió hace unos nueve meses y Harry Gentry todavía no lo ha superado.

—Se preocupa demasiado por Sheila —dijo la señora Penn—. Y que conste que motivos no le faltan. Ésa es muy frívola. Y aún no tiene ni quince años. Apuesto a que un día va a tener un disgusto con ella… y este día no queda muy lejos.

—Pobre Harry Gentry —dijo James—. Es uno de los mozos de cuadra. Los cuartos que hay junto a las caballerizas están totalmente ocupados de momento, por eso se aloja en una de estas viviendas. Iremos a visitarle, aunque no creo que esté en casa. Bueno, señora Penn, ya ha conocido usted a nuestra señorita.

—Es un poco joven —dijo la señora Penn, hablando como si yo no estuviera presente.

—Su juventud no influirá en su capacidad de cumplir debidamente con su obligación, señora Penn.

La señora Penn soltó un gruñido.

—Muy bien pues —dijo—. Recuerde, querida, que se acerca mi cumpleaños y me enviarán un pastel desde la mansión. Dígales que no quiero semillas. ¡Un bocadillo de mermelada que no tenga semillas!

—Lo haré —le prometí.

Se abrió la puerta y una mujer asomó la cabeza.

—¿Cómo está usted, señora Grace? —preguntó James.

—Muy bien, señor. No quisiera interrumpir.

—No se preocupe. Ya nos íbamos. Tenemos mucho que hacer ahora.

La señora Grace entró en la estancia y Perrin me la presentó.

—Es la esposa del jefe de los jardineros y la nuera de la señora Penn.

—Y usted es la sobrina de la señorita Cardingham. Recuerdo cuando vino aquí.

—Entonces tenía trece años.

—Y ahora ya es como si fuera de aquí.

—Así me considero.

—Tenemos que irnos —dijo James.

Estreché la mano de la señora Grace y nos fuimos.

—Pobre mujer —dije—. Debe de ser muy triste estar postrada en la cama.

—La nuera la cuida y creo que a ella le gusta que la sirvan. Ésa es la casa de Wilbur. Dick es carpintero y Mary trabaja en las cocinas; por consiguiente, no creo que ninguno de los dos esté en casa en este momento. Llamaremos por si acaso.

Llamamos y no había nadie.

—Ésa es la casa del viejo John Greg. Supongo que estará en su huerto. Trabajaba en los huertos hasta hace unos años. Ahora se pasa el rato aquí.

Llamamos y el anciano nos mostró sus espléndidas rosas y sus hortalizas. Después nos ofreció un repollo a cada uno y me dijo que el viejo roble del jardín les quitaba el sol a algunas de sus hierbas. Le gustaría podarlo un poco, pero eso se tenía que hacer con una escala de mano y el reúma se lo impedía.

Tomé nota y le dije que le pediría a uno de los jardineros que se encargara de ello.

Visitamos a todos los inquilinos, pero hubo una persona que me llamó la atención por encima de todas las demás, y ésa fue Sheila Gentry. Su padre estaba trabajando y ella se encontraba sola en la casa. Era una bonita muchacha de ensortijado cabello castaño y mirada traviesa. Me dio la impresión de que andaba buscando guerra.

—Supongo que le encomendarán algún trabajo en la casa —me dijo James—. Su madre trabajaba allí cuando necesitaban que alguien les echara una mano. Creo que era una repostera excelente.

Sheila nos abrió la puerta y dijo que su padre estaba trabajando. Observé que me miraba con mucho detenimiento. Me explicó que había dejado la escuela y llevaba la casa de su padre, aunque no pensaba hacerlo toda la vida.

Al salir, James me dijo:

—Ahora comprenderá sin duda por qué Harry Gentry está tan preocupado por esta chica.

Le dije que lo comprendía.

—¿Y la casa de las hermanas Lane? —pregunté cuando ya nos íbamos.

—Bueno, ése es un caso aparte. Ya sabe usted lo de Flora.

—Sí, la he visitado muchas veces. ¿Le parece que vayamos a verlas?

—¿Por qué no?

—Flora estará en casa, aunque puede que Lucy haya salido.

—El señor St. Aubyn se encarga de ellas personalmente. Tiene un interés especial, ¿sabe?, porque fueron sus niñeras cuando era pequeño.

—Sí, lo sé.

Cruzamos la verja del jardín donde Flora estaba sentada en su lugar de costumbre. Al vernos juntos, pareció sorprenderse un poco.

—Hoy vengo en plan oficial —le expliqué.

Me miró sin comprender.

Casi inmediatamente salió Lucy de la casa.

—Me enteré de que iba usted a ocupar este puesto —dijo—. No es necesario que nos incluya.

—Ya sé que el señor St. Aubyn cuida muy bien de ustedes —dijo James.

—En efecto —convino Lucy.

—Quería simplemente informar de que ahora ocuparé el lugar de la señora Merret —dije.

—Es muy amable de su parte —dijo Lucy—. Ella siempre ha sido una persona muy considerada y nunca se ha entrometido en los asuntos de los demás… usted ya me entiende.

Comprendí a qué se refería. Había sido excesivamente curiosa. Tendría que visitar a Flora cuando Lucy no estuviera en casa… tal como siempre había hecho.

*****

James Perrin fue muy servicial durante los primeros días. Me hizo sentir útil; de lo contrario, hubiera podido pensar, tal como me había ocurrido al principio, que aquello no era un verdadero trabajo.

James disponía de un pequeño apartamento encima del despacho de la finca. La vivienda constaba de tres habitaciones, una cocina y todos los servicios necesarios. La casa de los Merret sería ocupada por un matrimonio que necesitaba una vivienda tan pronto como terminaran de arreglarla.

A medida que James me iba explicando las actividades de la finca, mi interés se intensificaba; ahora comprendía por qué razón Crispin estaba tan enfrascado en todo aquello. Al volver a casa, le contaba a tía Sophie mil detalles fascinantes y ella me escuchaba con atención.

—¡Tanta gente trabajando allí! —exclamaba—. ¡Imagínate! Así se ganan el sustento. Y después están las personas como la anciana señora Penn que ocupan las viviendas con carácter vitalicio y son atendidas en todas sus necesidades por eso que se llama «la Finca» y que, en el fondo, quiere decir nuestro señor Crispin. Él es el gran benefactor.

—Sí, todo está en perfecto orden. Ya me imagino cómo debía de estar todo eso antes de que él tomara las riendas. Su padre descuidó la finca y todas aquellas personas debieron de correr el peligro de perder su medio de vida.

—Tiene la costumbre de presentarse en el momento adecuado —dijo tía Sophie con la cara muy seria.

Un día Crispin entró en el despacho de la finca y me vio sentada junto a mi escritorio a lado de James, el cual me estaba mostrando uno de los libros de cuentas.

—Buenos días —dijo, mirándome—. ¿Todo bien?

—Muy bien —contestó James.

—El señor Perrin me está ayudando mucho —dije yo.

—Estupendo —dijo Crispin, retirándose.

Al día siguiente, James y yo nos dirigimos a una de las granjas.

—Hay un tejado en mal estado —me explicó James—. Pero será mejor que me acompañe. Así conocerá a la señora Jennings. Una de sus tareas consiste en mantener las buenas relaciones con las esposas de los trabajadores.

Por el camino, nos tropezamos nuevamente con Crispin.

—Vamos a la granja de los Jennings —le dijo James—. Hay un problema con un tejado.

—Comprendo —dijo Crispin—. Que tengan ustedes un buen día —añadió antes de alejarse en su caballo.

Al día siguiente yo regresaba de las casas donde había visitado a la señora Wilbur, la cual se había producido una quemadura en un brazo mientras trabajaba en la cocina de St. Aubyn’s.

Crispin se acercó cabalgando en dirección contraria.

—Buenos días —me dijo—. ¿Cómo está la señora Wilbur?

—Un poco asustada —contesté—. La quemadura fue bastante seria.

—Estuve en el despacho y Perrin me dijo adónde habías ido.

Pensaba que seguiría su camino, pero no lo hizo. En su lugar, añadió:

—Me gustaría saber cómo te va. Podríamos almorzar juntos en algún sitio… un sitio donde pudiéramos hablar con tranquilidad. ¿Te apetecería?

Yo solía llevarme un bocadillo que me comía en el despacho, y a veces me preparaba una taza de té o café en la cocina de James. James tenía que salir muchas veces del despacho, pero, cuando estaba allí, comíamos juntos.

—Sería muy agradable —contesté.

—Conozco un lugar en la carretera de Devizes. Vamos hacia allá y así me contarás qué tal van las cosas.

Me sentía alborozada. Algunas veces, creía que era cierta la reacción inicial de tía Sophie a su ofrecimiento de trabajo y que lo había hecho porque no quería que me fuera. Ahora me alegraba de ver que sentía verdadero interés por mí. Otras veces, en cambio, pensaba que mi trabajo era necesario y que yo le era totalmente indiferente. Sin embargo, puesto que me había pedido que almorzara con él, empecé a preguntarme si no habría algo de verdad en lo que tía Sophie había pensado.

El camino pasaba por delante de Barrow Wood, un lugar que siempre me causaba una fuerte impresión. Ambos guardamos silencio mientras cabalgábamos por allí. Los árboles ofrecían un siniestro aspecto y a través de ellos, me pareció vislumbrar una de las sepulturas. Jamás lo olvidaré, pensé. Era algo grabado indeleblemente en mi mente.

—La posada en la que yo estaba pensando —me dijo Crispin— es La Pequeña Raposa. ¿La has visto? Fuera tiene un rótulo con una raposa muy simpática.

—Creo que la conozco. Está un poco apartada de la carretera.

—Tienen buenas cuadras y preparan unos platos muy sencillos, pero extremadamente sabrosos.

Tenía razón. La comida era muy sabrosa. Pedimos jamón.

—Ellos mismos lo curan —me explicó Crispin—. Tienen una pequeña granja y les va muy bien. Allí cultivan sus propias verduras y hortalizas.

Como acompañamiento tomamos lechuga, tomates y patatas asadas con su piel.

Crispin me preguntó si quería tomar vino o sidra y yo contesté que tenía que trabajar por la tarde y quizás el vino me daría un poco de sueño.

—Eso se aplica a los dos —dijo Crispin sonriendo—. Tomaremos sidra —una vez nos hubieron servido los platos, añadió—: Ahora cuéntame qué tal va el trabajo.

—Muy bien, gracias. El señor Perrin es muy amable y servicial.

—He observado que trabajáis a gusto juntos.

—Y, sin embargo —dije, mirándole fijamente a los ojos—, a veces me parece…

—¿Qué te parece? —me preguntó.

—La señora Merret ayudaba a su marido tal como hacen muchas esposas. En realidad, no era su trabajo por así decirlo. Ella era simplemente… una auxiliar.

Crispin arqueó las cejas.

—No creo que se sintiera muy halagada si te oyera.

—Sé que era muy querida por todo el mundo y que lo hacía muy bien, pero a veces tengo la sensación de que el trabajo que estoy haciendo se creó… bueno, para darme algo que hacer.

—¿Quieres decir que tú no estás suficientemente ocupada?

—Estoy ocupada, pero a veces pienso que todo es un poco ficticio. Quiero decir que no sé si a usted le interesa realmente que alguien recorra la finca y averigüe que la señora Penn prefiere un bocadillo de mermelada en lugar de un pastel de semillas.

—¿Es eso lo que has descubierto?

—Es una de las cosas, sí.

Crispin se echó a reír.

—Puede que le resulte divertido —me apresuré a añadir—, pero me gustaría sinceramente saber si lo que hago merece la pena… o simplemente me tuvo usted compasión. Usted sabía que quería hacer algo.

—Tu tía no quería que te fueras.

—No. Y yo no quería quedarme y ser una carga para ella.

—¿Una carga? Siempre pensé que estaba encantada de tenerte a su lado.

—No es una mujer rica.

—No sabía que tuviera dificultades económicas.

—Y no las tiene. Disfruta de una desahogada posición.

—En ese caso, ¿por qué ibas a ser una carga?

—Es que…

—¿Una cuestión de orgullo? —preguntó Crispin.

—En cierto modo, sí. Tengo un poco de dinero propio. La casa de mi madre se vendió para pagar mis estudios, pero, como mi padre se hizo cargo de estos gastos, el dinero se invirtió y me proporciona una pequeña renta.

—O sea que eres independiente —dijo Crispin—. Pero la vida del pueblo te resultaba un poco aburrida.

—Las personas tienen que hacer algo. Usted está muy ocupado. ¿Comprende que yo quiera hacer algo más que arreglar flores y coser ropa para los necesitados?

—Lo comprendo perfectamente.

—Hábleme del trabajo que estoy haciendo.

—Es más adecuado para ti que ser la institutriz de un mocoso malcriado y llorón.

—Bueno, los niños bien educados no son mocosos y raras veces lloran.

—Es una ocupación indigna de una joven orgullosa y yo no podía permitir que te encontraran en semejante situación, pudiendo evitarlo.

—¿Que usted no podía permitirlo?

—Pensé en el efecto que te produciría. Créeme, hubiera sido una gran equivocación.

—¿Cómo lo sabe?

—Atribúyelo a la experiencia que tengo del mundo. Siempre me ha parecido que la vida de las institutrices y las señoritas de compañía era muy triste. Están a la merced de los niños y muy a menudo a la de unos ancianos exigentes. No, pensé. Ésa no es la vida más apropiada para Frederica Hammond.

—¿Y entonces creó este trabajo para ella?

—Es un trabajo que merece la pena. La señora Merret lo demostró y, puesto que íbamos a perderla, se me ocurrió que tú podrías seguir felizmente sus huellas. No tuve que crear el puesto. Estaba ahí y tú lo podías ocupar.

Crispin esbozó una sonrisa mientras yo le miraba inquisitivamente. De pronto, extendió la mano sobre la mesa, tomó la mía y le dio unas suaves palmadas.

—Supongo —dijo— que siento un interés especial por ti.

—¿Quiere decir por lo de Barrow Wood?

—Tal vez —contestó Crispin, soltando mi mano como si el hecho de sostenerla en la suya lo turbara—. ¿Te sigue preocupando?

—A veces, lo recuerdo.

—¿Esta mañana, por ejemplo, al pasar por allí?

—Sí.

—Cualquier día de ésos tú y yo iremos allí. Permaneceremos de pie… en el mismo lugar donde ocurrió y exorcizaremos el recuerdo. Tienes que olvidarlo.

—Creo que jamás lo conseguiré por completo.

—Bueno, pero no ocurrió nada, ¿no?

—Él se mató —dije.

—Era un desequilibrado. No se puede juzgar a estas personas con criterios normales. Fue lo mejor que podía suceder. Fíjate cómo ha cambiado Bell House. La señora Grindle es una mujer felizmente casada. Y Rachel también lo es. Del mal surgió el bien. Considéralo así.

—Supongo que tiene usted razón.

—Ahora me encargaré de que te olvides de todo eso y que dejes de preocuparte por lo que haces en la finca. Merece la pena, te lo aseguro. Soy un hombre de negocios y no hago nada que no sea útil para mis negocios.

Parecía una persona distinta del hombre que yo conocía y me alegré repentinamente de ello. Seguía pensando que se había inventado aquel trabajo para mí. ¿Qué sabía él de la vida de las institutrices y las señoritas de compañía? Muy poco, estaba segura. Me había ofrecido aquel trabajo porque quería retenerme allí.

—Hay pastel de jengibre con natillas, manzana con tarta de moras y crema, y manjar blanco. Yo tomaré manzana y tarta de moras.

—Yo también.

Cuando nos sirvieron el postre, Crispin me dijo:

—Hay algo de lo que quería hablarte. Es Tamarisk. Ahora no os veis tanto como antes, ¿verdad?

—Yo trabajo y ella está casada.

—Claro. Estoy un poco preocupado por ella. Bueno, en realidad, algo más que un poco.

—¿Por qué?

—Creo que no todo marcha bien.

—¿En qué sentido?

Crispin frunció el ceño.

—Me parece que su marido no es lo que nos hizo creer que era.

—¿Qué quiere decir?

—Tal vez no te lo debería comentar, pero creo que tú puedes ayudarme.

—¿Cómo?

—Puede que ella te haga alguna confidencia. Fuisteis juntas a la escuela.

—Antes me hablaba mucho de sus cosas, pero últimamente…

—Creo que lo volverá a hacer. Ve a verla y averigua lo que siente. Tengo la sensación de que no todo es tal como esperábamos. En realidad, sé que…

Esperé que siguiera; tras una pausa, añadió:

—Tú y yo vivimos la experiencia que hace un rato comentábamos. ¿Me equivoco al pensar que eso creó un vínculo especial entre nosotros?

—Supongo que no.

—Yo estoy seguro. Mira, somos muy pocos los que lo sabemos. Tu tía, tú y yo fuimos los únicos. Convenía guardar el secreto. Conviene guardar los secretos cuando con ello se consigue algún beneficio. Y, entre los que lo conocen, se crean unos sentimientos especiales.

—¿Sí?

—Tú y yo…

Crispin sonrió casi con expresión suplicante.

—Puede confiar en mí —me apresuré a decirle.

—Muy bien. He dicho que no estaba satisfecho de esta boda. No me gustó de buenas a primeras. No vi ninguna necesidad de que todo se hiciera con tantas prisas. Pensé que era una estúpida muestra de romanticismo. Él quiso deslumbrar a mi hermana con el rapto. Ahora parece que hay otro aspecto. He estado haciendo averiguaciones. No existe ninguna propiedad ni en Francia ni en Escocia. Dudo incluso que se llame Gaston Marchmont. Aún no lo he comprobado del todo, pero creo que su verdadero nombre es George March. Es un impostor… un aventurero.

—Pobre Tamarisk. Ella que estaba tan orgullosa de él.

—Es una insensata. La han engañado. Bueno, ahora está casada y, por desgracia, este farsante y embustero es su marido. Él sabía que haría investigaciones y organizó el rapto antes de que yo pudiera descubrir la verdad. Ahora Tamarisk está casada y tenemos que aceptarle. Puede que siente la cabeza, por supuesto. Tenemos que darle esta oportunidad. Si ella es feliz a su lado… —Crispin se encogió de hombros—. Quisiera saberlo. Creo que no es enteramente feliz. Puede que se haya dado cuenta de que no es el gentil caballero que él le indujo a creer que era. Pero si él está dispuesto a cambiar la vida y a sentar la cabeza…

—¿Le buscará usted alguna ocupación en la finca?

—Es posible. Pero tengo que andarme con mucho cuidado. Primero tendría que estar muy seguro de sus intenciones. Tal como comprenderás, yo lo vigilaría con mucho recelo. Es una situación muy desagradable. Por eso quiero que sondees a Tamarisk. Y que descubras lo que siente. ¿Está realmente enamorada de él? Tenemos que encontrar una salida razonable.

Me pregunté qué diría Crispin si supiera que Gaston Marchmont era el padre del hijo que Rachel estaba a punto de alumbrar. No se lo podía decir. Era el secreto de Rachel y no me correspondía a mí divulgarlo.

—No estoy muy segura de que Tamarisk me haga confidencias.

—Puedes intentarlo. Es necesario averiguar cuál es exactamente la situación. Temo que haya cosas muy desagradables.

—Haré lo que pueda —le prometí.

—Gracias —Crispin se reclinó en su asiento y me miró con una sonrisa en los labios—. Creo —añadió— que el trabajo de esta mañana ha sido muy fructífero.

*****

Al día siguiente fui a ver a Tamarisk.

—¿Cómo estás? —le pregunté.

—Maravillosamente bien —me contestó—. Todo es perfecto.

—¿Y Gaston?

—Tan maravilloso como siempre.

Tamarisk hablaba entre risas, pero yo me preguntaba si me estaría diciendo toda la verdad.

—Y tú estás trabajando, ¿verdad? —añadió—. Haces algo que se llama «Relaciones con los arrendatarios». Suena muy importante. ¿Te llevas bien con James Perrin?

—¿Quién te lo ha dicho?

—No hay necesidad de que pongas esta cara de culpable, ¿o acaso sí? Ya sabes cómo corren los rumores en un sitio como éste. Me han dicho que os ven a menudo juntos.

—Porque trabajamos juntos.

—Parece una situación muy agradable.

—Lo es. Pero háblame de ti. ¿Te gusta de veras la vida de casada?

No me pasó inadvertida la breve pausa que se produjo antes de que Tamarisk contestara:

—Es una delicia.

Comprendí en aquel momento que no me iba a hacer ninguna confidencia. Si efectivamente le ocurría algo, Tamarisk aún no estaba preparada para confesarlo.

—Supongo que pronto tendréis una casa propia —dije.

—Sí, claro. Aunque, de momento, nos encontramos muy a gusto aquí. Mi madre adora a Gaston. Él sabe complacerla. Armaría un alboroto si le insinuáramos que queremos irnos.

—¿Dónde pensáis vivir cuando os vayáis?

—Lo estamos pensando. Puede que primero viajemos un poco. Gaston quiere enseñarme Europa. París, Venecia, Roma, Florencia y todo eso.

—Será maravilloso. O sea que la vida de casada es estupenda, ¿verdad?

—Ya te lo he dicho, es maravillosa. ¿Por qué insistes tanto?

—Perdona. Quería simplemente cerciorarme.

—¿Acaso piensas lanzarte tú también a esta vida? —me preguntó en tono socarrón.

—Ni siquiera se me había ocurrido la idea, por obvias razones —contesté secamente.

Me fui muy abatida. Se había operado un cambio en Tamarisk. No se comportaba con naturalidad y yo había comprendido instintivamente que no era la misma muchacha atolondrada de antes, tan segura de sí misma y tan convencida de que todo le iba a salir bien.

Sabía ahora que Gaston Marchmont era un don Juan que había hechizado por completo tanto a Tamarisk como a Rachel. Crispin había descubierto demasiado tarde que era un auténtico bribón. ¡Pobre Tamarisk! Por lo menos, Rachel era amada por un hombre bueno aunque yo me temía que tampoco era enteramente feliz.

Regresé al despacho de la finca por el camino de las casas antiguas, pensando en Tamarisk y en las preocupaciones de Crispin a propósito de su hermana.

Cuando me acercaba a la hilera de casas, vi para mi sorpresa a Gaston. Se encontraba junto a la casa de los Gentry, conversando con Sheila.

Al verme, se adelantó hacia mí.

—Hola —me dijo jovialmente.

—Buenas tardes —le contesté—. Vengo de ver a Tamarisk.

—Estupendo. Se habrá alegrado mucho. ¿Cómo está usted? Tengo entendido que últimamente es una dama muy ocupada. Le sienta bien, porque está preciosa.

—Gracias —dije con frialdad.

—¿Me permite que la acompañe?

—Voy simplemente al despacho.

—Ha hecho novillos, ¿eh?

—En absoluto. Tengo un horario flexible.

—Es la mejor manera de trabajar. Pasaba por aquí cuando vi a esta chiquilla. Creo que vive en esta casa. Le estaba preguntando por su padre.

—¿Acaso está indispuesto?

—Me parecía haber oído decir que estaba enfermo, pero, por lo visto, se trata de otro.

Me sentía incómoda a su lado. Sabía demasiadas cosas de él como para poder hablar con normalidad; lancé un suspiro de alivio cuando llegamos al despacho.

*****

Rachel estaba a punto de dar a luz y yo la visitaba con frecuencia.

Llevaba varias semanas sumida en aquel estado de serenidad que yo había observado tantas veces en las mujeres embarazadas. No pensaba más que en su hijo y esperaba con ansia su llegada.

Pero, ahora que se acercaba el momento, me había dado cuenta de que sentía una cierta desazón.

Nuestra amistad se había consolidado a partir de su boda. Me constaba que tanto ella como Daniel me consideraban su mejor amiga. Rachel me había dicho una vez:

—Tú sabes qué papel tan importante desempeñaste en nuestras vidas, ¿verdad? ¿Y si no me hubieras encontrado? ¿Y si yo me hubiera…?

—La vida siempre es así, ¿no crees? Ocurren determinadas cosas porque las personas están en determinado lugar en determinado momento.

—Pero lo que hiciste fue maravilloso.

—Fue una audacia. Dudé un poco, pero algo me dijo que Daniel te amaba lo bastante y era lo bastante fuerte como para superarlo. Tienes suerte de ser su esposa, Rachel. Él es el que ha hecho todas estas cosas por ti, no yo.

—Daniel te aprecia tanto como yo.

—Me alegro. Es agradable dar un paso atrevido y acertar.

—Hemos tenido mucha suerte; de no ser por ti… Rachel se estremeció.

—Tenéis suerte por partida doble porque sois conscientes de ello. Muchas personas no se dan cuenta.

—Ahora ya está todo a punto de terminar. Hay una cosa, Freddie.

—¿De qué se trata?

—Daniel se ha portado extraordinariamente bien, pero…

—Pero ¿qué?

—Es el niño. Si fuera suyo, sería una maravilla. Pero no lo es. Eso no se puede cambiar por muy bueno que él sea… y por mucho que finja.

—¿Que finja?

—Amar al niño. Siempre se acordará. Temo que pueda odiarlo… no, odiarlo no es la palabra. Él sería incapaz de odiar a nadie, y tanto menos a una criatura inocente… pero lo mirará y se acordará. Y yo no podré soportarlo. Ya quiero a este hijo. No me importa que no tenga derecho a estar aquí. Es mi hijo y sé que no podré resistir que Daniel no le quiera.

—Daniel es un hombre bueno, uno de los mejores.

—Lo sé. Se esforzará, pero el recuerdo estará ahí. Recordará lo que ocurrió cada vez que lo mire. No podrá evitarlo, ¿no crees?

—Lo sabe desde un principio.

—Pero será distinto cuando nazca el niño. Quiero que todo esté en su sitio y creo que quiero a este hijo con mayor intensidad porque sé que va a necesitar un cariño y un cuidado especial. Estoy deseando que nazca y, sin embargo, temo ver la cara de Daniel. Es incapaz de disimular sus sentimientos. No sé cómo reaccionará cuando vea al niño. Freddie, tú eres nuestra mejor amiga. Nadie sabe lo que hubo entre Gaston y yo… sólo tú. Todo el mundo cree que el hijo es de Daniel y que por eso tuvimos que casarnos a toda prisa. Hablan en susurros y algunos fingen escandalizarse, pero creen que nos redimimos porque nos casamos a tiempo. Tú eres la única que conoce la verdad, Freddie. Ya sabes a qué me refiero. Podemos hablar con entera libertad.

—Tienes que olvidarte de Gaston. Eso ya terminó. Alégrate de la suerte que tuviste. Te casaste con Daniel y fue lo mejor que pudiste hacer… para los dos. Tienes que pensar en el lado bueno de las cosas, Rachel.

—Lo sé. Pero quería preguntarte una cosa. ¿Estarás aquí cuando nazca el niño? Quiero que acompañes a Daniel y que le digas que le amo con todo mi corazón. Que le hagas comprender que era joven e insensata y cedí fácilmente a los halagos. Ahora lo comprendo. Él es un hombre muy modesto y cree que Gaston es mucho más atractivo. Ahora ya no me lo parecería tanto. Sabría adivinar sus intenciones. Quiero que Daniel lo sepa y temo que aún no esté convencido. Quiero que estés a su lado cuando nazca el niño. Quiero que le digas lo que te acabo de decir. Es posible que tú se lo puedas hacer entender.

—Estaré aquí, Rachel —dije—. Haré todo lo que pueda.

Rachel se inclinó hacia mí y me dio un beso en la mejilla.

*****

Unos días más tarde, cuando estábamos desayunando, se presentó uno de los hombres de la granja Grindle para comunicarme que la señora Godber, la comadrona, se encontraba en la granja porque aquel día se esperaba el nacimiento del hijo de la esposa de Daniel.

Fui el despacho, informé a James de lo que ocurría y le dije que estaría en la granja Grindle en caso de que hubiera algún asunto urgente y necesitara ponerse en contacto conmigo.

Después me dirigí a casa de Rachel.

Se hallaba tendida en la cama; estaba muy pálida y un poco asustada.

—Oh, Freddie —me dijo—. Me alegro de que estés aquí. Sabía que vendrías.

—¿Cómo te encuentras?

—Bien. Ya ha empezado. ¿Está Daniel aquí?

—Sí. Estaremos juntos.

Su rostro se contrajo en una súbita mueca de dolor y la señora Godber se acercó inmediatamente a la cama.

—Será mejor que se retire, señorita —me dijo—. He mandado avisar al médico. Me parece que ya viene.

Miré con una sonrisa a Rachel y abandoné la estancia. Me crucé con Daniel en la escalera.

—Me ha pedido que viniera —le dije.

—Lo sé —dijo Daniel—. ¿Crees que todo irá bien?

—Por supuesto que sí. Tenéis a la señora Godber. Goza de merecida fama y el médico acaba de llegar. ¿Adónde quieres que vayamos?

—Podríamos ir a mi despacho y esperar allí. ¿Cuánto durará?

—No creo que estas cosas tengan una duración establecida. Tendremos paciencia.

—Cuesta mucho tenerla.

Me acompañó a una pequeña estancia de la planta baja. Las estanterías de las paredes estaban llenas de libros mayores y de obras de agricultura y ganadería. Había varias sillas y el escritorio aparecía cubierto de papeles y material de escribir.

—No me apetece la compañía de los demás —dijo—. La tía de Rachel está al llegar. Es muy buena, pero arma mucho alboroto y me saca un poco de quicio.

—¿No te molesta que yo haya venido?

—No… no.

—Rachel me pidió que estuviera a tu lado. Está preocupada por ti.

—¿Por mí?

—Bueno, dicen que algunos maridos sufren tanto como sus esposas en tales ocasiones.

—Creo que todo irá bien.

—No me cabe la menor duda. Es joven y fuerte y no ha habido ninguna complicación. Nacen niños todos los días, ¿sabes?

—Sí, pero éste es el de Rachel.

—Todo irá bien.

—Rezo para que así sea.

—Ahora ella es muy feliz, Daniel, tú la has hecho muy feliz.

—A veces me lo pregunto. Veo tristeza en sus ojos. Creo que a veces mira hacia atrás… y se arrepiente.

—Tú conoces el motivo, Daniel. Mira hacia atrás y se arrepiente de lo que ocurrió. Desearía con toda su alma que este hijo fuera tuyo.

—Yo también.

—Y está preocupada. Este hijo es suyo, Daniel, forma parte de ella.

—Quiero por encima de todo que ella sea feliz —dijo Daniel con la cara muy seria.

—Lo será y tú también lo serás… si ninguno de vosotros pone obstáculos.

—Pero ella siempre mirará hacia atrás y yo…

—Tienes que mirar hacia adelante, Daniel. Ya le has demostrado lo mucho que la amas. Nadie más que ella lo sabe. Tienes que seguir haciéndolo. Tienes que olvidar lo que ocurrió. Tienes que conseguir que este hijo también sea tuyo. Eso es lo que ella teme. Cree que el recuerdo creará una barrera entre tú y el niño y empañará la felicidad que habéis construido juntos.

—No podré olvidar quién es el padre de este niño.

—El niño será tuyo en cuanto nazca. Así lo tienes que ver.

—No podré. ¿Podrías tú hacerlo si estuvieras en mi lugar?

—Lo intentaría. Lo intentaría con todas mis fuerzas; de lo contrario, la felicidad sería imposible.

—Sé que tienes razón —dijo Daniel—. ¿Y qué ocurrirá con Rachel?

—Todo dependerá de ti, Daniel. No es difícil querer a un niño pequeñito. Y ése es de Rachel. Recuérdalo. Está aquí porque tú amas a su madre.

—Has hecho mucho por nosotros. Jamás lo olvidaré.

—Creo que Rachel y tú habéis tenido mucha suerte, Daniel —dije.

Permanecimos sentados en silencio, escuchando el tic tac del reloj de pared. Ambos nos estábamos preguntando cuánto rato tendríamos que esperar.

La criatura nació hacia el anochecer. Bajó el médico y la expresión de su rostro fue suficiente para hacernos comprender que todo había ido bien. Parecía radiante de felicidad.

—Tiene usted una hijita, señor Grindle —anunció—. Una hijita muy sana.

—¿Y… mi esposa?

—Cansada, pero triunfante. Puede ir a verla un momento. Necesita más que nada descansar.

Subimos al dormitorio. Rachel estaba muy pálida, pero triunfante, tal como había dicho el médico. La señora Godber sostenía a la criatura, envuelta en un chal por el que sólo asomaba una carita arrugada y enrojecida. En seguida depositó a la niña en brazos de Daniel. Esperé con inquietud. Todo dependía de aquel encuentro. Rachel observó detenidamente a su marido.

—Es preciosa —dijo Daniel—. Nuestra hija.

Todo era como debía ser. Noté que se me llenaban los ojos de lágrimas.

Rachel me estaba mirando.

—Has venido, Freddie.

—Pues claro que he venido. Quería ver a tu retoño. No puedes monopolizarla, Daniel.

Tomé a la niña en brazos, aquella criatura que había ejercido una influencia tan grande en sus vidas, y repetí una y otra vez para mis adentros, todo irá bien, todo irá bien.

*****

Hubo el consabido revuelo en Harper’s Green. La vida estaba hecha de nacimientos y muertes. Todo el mundo sentía interés por la criatura de los Grindle, cuyo bautizo se celebraría en la iglesia. La gente se alegraba del nacimiento de la niña, aunque ésta hubiera venido al mundo con cierta precipitación.

Yo pasaba muchos ratos con Rachel. La iba a ver a la hora del almuerzo y me tomaba una comida ligera en su compañía. La niña crecía a ojos vista.

—Daniel la quiere mucho —me dijo Rachel—. No puede evitarlo. Es una niña perfecta.

Yo opinaba lo mismo. Su aspecto había cambiado mucho desde la primera vez que la había visto y ahora ya parecía una chiquilla en lugar de un anciano caballero de noventa años. Tenía los ojos azules y el cabello oscuro y, afortunadamente, no se parecía para nada a Gaston Marchmont, por lo menos, de momento.

La cuestión de los nombres fue objeto de prolongadas discusiones.

—Si hubiera sido un niño —dijo Rachel—, lo hubiera llamado Daniel. De esta manera, Daniel hubiera sentido que el hijo también era suyo.

—Hubiera sido una buena idea. Estoy segura de que a Daniel le hubiera gustado.

—Tengo la sensación de que ya la considera su hija. Freddie, creo que le voy a poner tu nombre.

—¡Frederica! ¡Oh, no! Fred… Freddie… ¡piénsalo bien! Yo jamás le pondría mi nombre a una hija mía.

—Has estado a nuestro lado en todo eso.

—No es motivo suficiente para que la pobre niña tenga que cargar con un nombre como el mío. Se me ocurre una idea. Hay un nombre de mujer. Es francés, creo, pero no importaría. Sería algo muy parecido a lo que tú habías pensado y creo que es estupendo. Estoy pensando en Danielle.

—¡Danielle! —Exclamó Rachel—. Suena casi como Daniel. Pero creo que tendría que ser Frederica.

—No, no. Sería una equivocación. Sería en cierto modo un recordatorio. Y aquí se trata de romper completamente con el pasado. La niña es tuya y de Daniel… de eso se trata. Tiene que llamarse Danielle.

—Comprendo lo que quieres decir.

A su debido tiempo, el reverendo Hetherington bautizó a la hija de Rachel. Casi todos los habitantes de Harper’s Green estuvieron en la iglesia. Una vez finalizada la ceremonia, Daniel regresó a la granja Grindle, sosteniendo en sus brazos a la pequeña Danielle con posesivo orgullo.