Casker’s Island

Al final, para nuestro alivio, llegó la mañana del viernes y vimos acercarse el transbordador. La gente corrió a la playa. Nuestro guía del primer día apareció con la carretilla y, cuando llegó el barco, ya estábamos preparados.

No había camarotes. Nos dijeron que zarparíamos por la tarde de aquel día y llegaríamos a Casker’s a la tarde del día siguiente… siempre y cuando no ocurriera ningún contratiempo.

En la playa reinaba un gran alboroto. La partida dependería del rato que se tardara en cargar la mercancía. Éramos los únicos pasajeros que se dirigían a Casker’s Island.

Comprobé que la llegada y la partida de los barcos constituía un gran acontecimiento en las vidas de los isleños, algo que rompía la monotonía de sus existencias. Los extranjeros como nosotros eran para ellos una fuente de diversión.

Al final, zarpamos. Aquella noche me senté en la cubierta con Tamarisk y Luke, confiando en poder dormir un poco. El mar estaba sereno y tranquilo y el agua golpeaba el costado del transbordador con un suave murmullo. El aire nocturno era agradablemente tibio y de vez en cuando veíamos el brillo fosforescente de un banco de peces nadando muy cerca de nosotros.

Casi al otro lado del mundo se encontraba todo lo que yo más quería. A veces pensaba que había sido una estúpida. Hubiera tenido que atreverme a vivir con audacia. Había perdido a Crispin por miedo a quedarme. Y ahora, ¿qué? Jamás podría olvidarlo. Qué insensata había sido al pensar que podría.

Los otros dos se habían quedado dormidos. Contemplando el agua, me pareció ver el rostro de Crispin dondequiera que mirara.

Ya estábamos a media tarde del día siguiente. Me encontraba sentada en la cubierta cuando, de pronto, oí el grito de uno de los tripulantes. Agitaba las manos y señalaba la tierra que había avistado en el horizonte.

—Casker’s Island —decía a gritos.

Allí estaba… un verde y pardo montículo en medio de un sereno mar azul.

Varios marineros subieron a cubierta para iniciar las maniobras. Luke, Tamarisk y yo nos acercamos a ellos. Me embargaba la emoción. Al cabo de tantos años, estaba a punto de ver a mi padre.

Comprendiendo mis sentimientos, Luke apoyó una mano en mi brazo.

—Ese será un día muy importante para usted —dijo. Asentí con la cabeza.

—Es bueno que se reúnan.

—Esta isla se parece muchísimo a Cato Cato —comentó Tamarisk.

Cuanto más nos acercábamos, más se parecía. Varias personas de piel oscura se habían congregado en la orilla. Iban vestidas con prendas de vistosos colores y lucían abalorios alrededor del cuello y los tobillos. Se oía también el sonido de un instrumento musical semejante al que yo había escuchado en Cato Cato. Unos chiquillos desnudos corrían de acá para allá en la playa, dando gritos de alegría. Varias mujeres con niños atados a la espalda mediante correas y algunas con los niños simplemente agarrados a ellas, esperaban en la orilla. Al ver acercarse el transbordador, empezaron a lanzar gritos.

—Tendremos que encargarnos del equipaje —dijo Luke.

—Qué suerte tenemos de que san Lucas cuide de nosotras, ¿verdad? —dijo Tamarisk.

—Pues sí —contesté.

Nos buscaron el equipaje y, nada más desembarcar del transbordador, un hombre corpulento y servicial se acercó a nosotros. Vestía unos pantalones blancos de algodón y una camisa azul.

—Señorita Hammond, señorita Hammond —dijo con melodiosa voz.

—Sí, sí —contesté yo—. Estoy aquí.

Una deslumbradora sonrisa iluminó su ancho rostro moreno mientras juntaba las manos y se inclinaba en una breve reverencia.

—Señorita Karla. Dice que usted venir. Yo llevar.

—Oh, muchas gracias. ¡Qué maravilla! —exclamé—. Llevo equipaje y me acompañan dos amigos.

El hombre asintió con una sonrisa.

—Dejar a Macala. El hacer todo.

Me volví hacia Tamarisk y Luke.

—Mi padre le habrá enviado para que venga a recogernos.

Pensaba que me recibiría personalmente. Habría tenido sus razones, me dije, para no hacerlo y enviar a aquel hombre en su lugar.

—¿Karla? —dijo Tamarisk—. ¿Quién es Karla?

El hombre llamado Macala chasqueó los dedos con gesto autoritario.

—Mandel —llamó.

Mandel, un niño de unos diez años, se acercó corriendo.

Macala empezó a hablar en su propia lengua y el niño le escuchó atentamente, asintiendo con la cabeza. Después, Macala se dirigió de nuevo a nosotros.

—Ustedes venir. Seguir.

Nos acompañó a un carro tirado por dos asnos.

—Yo llevar —dijo Macala.

—¿Al señor Hammond? —le pregunté.

—Yo llevar —contestó Macala, asintiendo con la cabeza e indicándonos por señas que subiéramos al carro.

—No subiremos sin el equipaje —dijo Tamarisk.

En aquel momento apareció el niño con una de nuestras maletas. La posó en el suelo y señaló hacia atrás. Macala asintió con la cabeza y, volviéndose hacia nosotros, esbozó una tranquilizadora sonrisa.

—Yo llevar —dijo.

—¿No deberíamos ayudarles? —preguntó Luke.

—Si se va con ellos, nos dejará solas —dijo Tamarisk—. Todo eso es muy raro y, a fin de cuentas, nosotros somos más importantes que nuestro equipaje. Pensaba que tu padre vendría a recibirnos, Fred. No pude vivir muy lejos.

No contesté.

No hubiéramos tenido que preocuparnos por el equipaje. Macala regresó al poco rato con el niño y otro hombre de elevada estatura. Los tres se encargaron de nuestro equipaje.

Teníamos un poco de dinero que nos había sobrado de Cato Cato. Se lo entregamos al hombre y al niño y ambos se pusieron muy contentos.

Después, el carro inició la marcha entre una lujuriante vegetación y, al cabo de menos de diez minutos, vimos la casa. Se levantaba a unos treinta centímetros del suelo sobre una especie de puntales y sólo disponía de una planta. Estaba construida con una madera de color claro y crecían a su alrededor numerosos arbustos con flores de brillantes colores.

Mientras nos acercábamos, se abrió una puerta del porche y apareció una mujer. Era extremadamente hermosa, alta y escultural. Llevaba el cabello negro recogido alrededor de la cabeza y su rostro era menos oscuro que el de la mayoría de las personas que habíamos visto desde nuestra llegada a la isla; tenía la piel muy tersa, unos grandes y luminosos ojos y una radiante sonrisa de dientes inmaculadamente blancos.

—Tú eres Frederica —dijo, mirando no a mí sino a Tamarisk.

—No —dije yo—, Frederica soy yo.

Hablaba un perfecto inglés con un ligero acento muy atractivo.

—Finalmente has venido. Ronald está deseando tenerte aquí.

Pronunciaba el nombre de mi padre con acento en la primera sílaba. Me pregunté quién sería.

—Le presento a mi amiga, la señora Marchmont, que ha viajado conmigo.

—Señora Marchmont —dijo la mujer—, nos alegramos mucho de que haya venido.

—Y al señor Armour, que ha sido muy amable con nosotras durante la travesía. Se dirige a la misión.

La mujer frunció levemente el ceño, pero en seguida volvió a sonreír.

—Yo soy Karla —dijo.

—El hombre… Macala… nos ha dicho que lo había mandado usted.

—Sí.

—¿Mi padre está en casa?

—Se alegra mucho de que hayas venido.

Miré a mi alrededor con expresión expectante mientras ella añadía:

—Pero entren, por favor. No se queden aquí.

Nos acompañó a una sala muy fresca en comparación con el calor del exterior. Había varias ventanas abiertas, pero todas estaban protegidas por telas metálicas; para impedir la entrada de los insectos, pensé yo. El mobiliario estaba construido con una madera clara que yo supuse que debía de ser bambú.

—Primero tienes que ver a tu padre —dijo la mujer.

Miró a Tamarisk y Luke con expresión perpleja. Era fácil leerle el pensamiento. Estaba pensando que el encuentro con mi padre tenía que celebrarse a solas.

Luke dijo con el tono reposado y comprensivo que le era propio:

—Podemos esperar aquí. Estará deseando verla. Tal vez le podremos saludar más tarde.

Todo me pareció un poco misterioso y pensé que tenía que haber algún motivo.

Karla miró con alivio y gratitud a Luke mientras Tamarisk se sentaba en una silla de bambú.

—Ven —me dijo Karla.

Me acompañó a través de un pasillo y, al llegar a una puerta, se detuvo y la abrió.

—Ya está aquí —dijo con dulzura.

Estaba sentado en una silla junto a la ventana, pero no volvió la cabeza, lo cual me pareció muy extraño.

Seguí a Karla al interior de la estancia y me situé delante de la silla. Aunque estaba sentado, se veía que era muy alto. Su cabello canoso conservaba algunos vestigios dorados y sus regulares rasgos se ajustaban a los cánones clásicos. Había sido, y seguía siendo, un hombre muy guapo.

—Frederica —dijo con una de las voces más musicales que yo jamás hubiera oído—, hija mía, o sea que has venido a verme. Al final estás aquí —me tendió la mano y añadió—: No puedo verte, querida. Estoy ciego. Acércate un poco más —dijo mientras yo le miraba sin poder reprimir el temblor de mis labios.

Después se levantó, apoyó las manos en mis hombros y me acarició la cara, explorándola con los dedos mientras me besaba con ternura la frente.

—Mi querida niña —dijo—, llevo mucho tiempo esperando este encuentro.

*****

Se recuperó de la emoción mucho antes que yo y dijo que deseaba conocer a Tamarisk y al joven que tan servicial había sido con nosotras. Regresé junto a ellos y les dije que mi padre quería conocerles, explicándoles que estaba ciego.

Se quedaron asombrados, pero, cuando los saludó, me pareció que ya no estaba triste sino muy alegre y risueño… tal como yo esperaba que fuera a juzgar por la descripción que tía Sophie me había hecho de él.

Acogió cordialmente a Tamarisk y dijo que se había alegrado mucho al enterarse de que me acompañaría en el viaje. Después le agradeció cortésmente a Luke todas las atenciones que había tenido con nosotras durante la travesía.

Nos pasamos un buen rato conversando y Karla nos sirvió una bebida de frutas y se sentó con nosotros. Observé lo solícita que se mostraba con mi padre, cuidando de que tuviera cerca una mesa donde posar el vaso. Tenía muchas cosas que descubrir en aquella casa y vi que Tamarisk miraba a su alrededor con curiosidad.

Más tarde Luke dijo que tenía que irse a la misión donde le estaban esperando.

—Macala le acompañará si no le importa utilizar el viejo carro —dijo Karla—. Es lo mejor que tenemos. Los pobrecitos asnos ya están un poco viejos, pero nos tendremos que conformar con ellos hasta que podamos sustituirlos por otros. Nos han prestado un buen servicio.

—La casa de la misión se encuentra aproximadamente a un kilómetro de aquí —dijo mi padre—. Lo cual significa que seremos vecinos. ¿Qué le indujo a venir aquí?

—Me ofrecieron el puesto y acepté —contestó Luke.

Mi padre asintió con la cabeza.

—Aquí será siempre bien recibido cuando quiera comer con nosotros, ¿verdad, Karla?

—Por supuesto —contestó Karla.

Cuando Luke se fue, mi padre comentó:

—Pobre muchacho. Pero parece muy sincero. Espero que las cosas no le vayan demasiado mal.

—Me parece que no tienes muy buena opinión de la casa de la misión —dije.

—Supongo que debe de ser como todas. Convertir a los paganos es una tarea muy dura… a no ser que los paganos estén dispuestos a convertirse.

—¿Y los de aquí no lo están?

Mi padre se encogió de hombros.

—Supongo que prefieren que las cosas sigan como están. Es fácil cuando los espíritus les son favorables y ellos los pueden aplacar con alguna ofrenda. No comprenden todo eso de «amar al prójimo como a ti mismo». Bastante trabajo tienen preocupándose por sí mismos para que encima les quede tiempo para el prójimo.

—Luke es muy bueno —dije yo.

—Le llamamos san Lucas —explicó Tamarisk.

—Sí —dijo mi padre sonriendo—. Parece muy amable. Espero que le veáis muy a menudo.

Nos acompañaron a nuestras habitaciones que, por cierto, eran contiguas. Todo era de madera clara. Había alfombras sobre el suelo de madera y las ventanas estaban protegidas con tela metálica. En cada dormitorio había una jofaina y una jarra. Descubrí más tarde que el agua se sacaba de un pozo cercano a la casa. Las condiciones eran tan primitivas como en Cato Cato. Los criados de la casa eran los miembros de dos familias que vivían en unas chozas construidas en el terreno que rodeaba la casa. Teniendo en cuenta las circunstancias, todo estaba encaminado a proporcionar la máxima comodidad posible. Lo que yo más deseaba era poder hablar a solas con mi padre. Tamarisk pareció comprenderlo y, después de un almuerzo que nos fue servido bajo la supervisión de Karla, dijo que se sentía muy cansada y que prefería retirarse a su habitación. Eso me ofreció la oportunidad que necesitaba.

*****

Mi padre me acompañó a la estancia donde me había recibido al llegar.

—Eso es mi refugio —dijo—. Me paso muchas horas aquí. Karla dice que estás un poco desconcertada y que debería explicártelo todo.

—¿Quién es exactamente Karla?

—Esta casa es suya. Es hija de un inglés y una nativa. Su padre vino aquí y estableció una gran plantación de cocoteros. No se casó con su madre, pero quería mucho a Karla. Es una mujer muy inteligente… y atractiva. Es una persona maravillosa y supe que os llevaríais bien desde un principio. Al morir, Don Marling, su padre, le dejó esta casa, la plantación y una fortuna. Ejerce una gran influencia en la isla.

—¿Y tú compartes la casa con ella?

Mi padre esbozó una sonrisa.

—Somos muy amigos. Me condujo aquí cuando… —se tocó los ojos— cuando me empezó a pasar eso.

—Tía Sophie me hablaba a menudo de ti, pero nunca me comentó que te hubieras quedado ciego.

—Porque no lo sabía. No se lo dije.

—Pero tú le escribías. Yo pensaba que estabas en Egipto. Me enteré de que estabas aquí cuando ya me disponía a venir a verte.

—Estaba en Egipto, sirviendo en el ejército. Pero después… lo dejé. Me dediqué a toda clase de negocios allí… y en otros lugares. Pero todo pertenece al pasado. De nada sirve pensar en una juventud malgastada.

—¿Entonces la malgastaste?

—Lo pasé muy bien, ¿cómo hubiera podido malgastarla? Estaba exponiendo, no mi punto de vista sino el de los demás.

—Quiero que me cuentes muchas cosas sobre ti. Durante todos estos años yo sabía que tenía un padre, pero jamás te había visto. No sabía casi nada de ti hasta que tía Sophie me contó algo.

—No te fíes demasiado de ella. Es muy indulgente conmigo.

—Siempre me habló de ti con gran cariño. Siempre te ha apreciado mucho.

—Y yo también la aprecio a ella. Me mantenía informado de tus progresos y me alegré mucho cuando supe que te habías ido a vivir con ella.

—Fue maravilloso para mí.

—Me gustaba imaginaros a las dos, viviendo juntas y consolándoos mutuamente.

Hablaba con profundo pesar. Hubiera querido preguntarle algo más sobre sus relaciones con mi tía. Sabía que ella le amaba y tenía la sensación de que él también la amaba a ella. Tenía tantas cosas que aprender. No podía averiguarlo todo de golpe.

—Quiero que me hables más de Karla —le dije—. O sea que ésta es su casa y nosotras somos sus invitadas.

—Yo también vivo aquí.

—¿Como invitado?

—No exactamente —tras una breve pausa, mi padre añadió—: Probablemente habrás oído hablar de mi variada carrera. Tu madre y yo nos separamos. Ya sabes por qué.

—No erais felices juntos.

—Ella tuvo suerte de librarse de mí. Jamás hubiéramos podido ser felices. Yo no era precisamente un santo… no me parecía para nada a vuestro Luke. Me temo que soy distinto, y un hombre como yo suele tener… relaciones.

—¿Tú y Karla? —pregunté.

Mi padre asintió con la cabeza.

—Compartimos esta casa.

—Os hubierais podido casar… ¿o tal vez no?

—Bueno, sí. Ahora soy libre. Ella estuvo casada una vez… con alguien que se casó con ella por su dinero, supongo. Tal vez no sólo por eso, pero me imagino que debió de ser un aliciente. Le hubiera podido robar lo que era suyo, pero no pudo porque ella es una mujer de negocios muy lista. El hombre murió y ahora podríamos casarnos, pero aquí… no es lo mismo que en un pueblo inglés, donde los vecinos están siempre al acecho para ver si se cumplen las leyes de la sociedad. A Karla no le interesa el matrimonio. Ni a mí tampoco. Pero eso no impide que apreciemos nuestra mutua compañía. ¿No estás escandalizada, hija mía?

—No creo. Ya me lo imaginaba. Es muy simpática.

—Y muy interesante… medio nativa y medio anglosajona. Una combinación muy curiosa. La conocí en Egipto, porque ha viajado mucho. Me gustó su carácter, su franqueza y su buena disposición. Vivir al día, ése es su lema y supongo que también el mío. Nos hicimos amigos en Egipto y, cuando empecé a sufrir esta dolencia, me cuidó. Estaba muy deprimido. Temía la ceguera como jamás había temido ninguna otra cosa en la vida. Llegué al extremo de rezar. «Dios mío, consérvame la vista y quítame todo lo demás». El Señor no atendió mi súplica, pero me dio a Karla —mi padre asió fuertemente mi mano por un instante y añadió—: Karla ha sido maravillosa. Es como una madre. ¿Por qué las mujeres como ella no tienen hijos? Estuvo a mi lado cuando me sentía desesperado. Fue muy importante para mí. Y me trajo a esta casa que le dejó su padre. Es rica según lo que se entiende por eso en la isla; es propietaria de miles de cocoteros altamente productivos. Es una mujer de negocios que cuida de la plantación con tanta eficacia como podría hacerlo un hombre y que, encima, me cuida a mí como una madre. Aparte los cocoteros, cuenta también con mi eterna gratitud. Jamás hubiera podido aceptar mi ceguera sin ella, Frederica.

—Tía Sophie también te hubiera cuidado —dije—. Hubieras podido regresar a nuestro lado.

—No —mi padre sacudió la cabeza—. Sé que lo hubiera hecho, pero no podía regresar junto a ella. Hubo veces en que lo pensé… antes de que empezara a quedarme ciego. Mira, al principio…

—Lo sé. Ella me lo dijo. Creyó que te ibas a casar con ella, pero te casaste con mi madre.

—O sea que ya ves…

—Ella lo hubiera comprendido.

—No podía ser. Yo no era digno de Sophie. Nunca hubiera estado a la altura de lo que ella se merecía.

—Te quería tal como eras.

—Pero se quedó con mi hija… un cambio muy ventajoso.

—Y ahora es Karla quien cuida de ti. Compartes su casa… y su vida.

—Es lo que ella quiere.

—¿Y eres feliz aquí?

Mi padre guardó momentáneamente silencio.

—Bueno —dijo al final—. Me lo paso bien. Y ahora ya he aceptado mi situación. Todo tiene sus ventajas. Me lleno de alegría cuando reconozco unas pisadas. Pienso: «Es Macala… o el pequeño Mandel». Conozco las pisadas de Karla. Reconozco las inflexiones de voz de la gente. Y así transcurren mis días. Recuerdo los placeres del pasado, muy numerosos, por cierto. Procuro olvidar las cosas desagradables y a menudo lo consigo. Es todo un arte, ¿sabes? A veces, me digo: «Estás ciego. Puede que te haya sido arrebatada tu mejor posesión, pero todo tiene sus ventajas». Y entonces las empiezo a contar. Tengo el amor de Karla y ahora mi hija ha atravesado el mundo para venir a verme.

*****

Al cabo de una semana, ya me parecía que llevaba mucho tiempo en la isla.

Por la noche permanecía despierta, pensando en Crispin y en tía Sophie, y me preguntaba si habría hecho bien en marcharme. La reunión con mi padre había sido una experiencia maravillosa que había creado un vínculo inmediato entre nosotros. Tenía la sensación de que le conocía de toda la vida, y todo gracias a tía Sophie. Ahora comprendía por qué razón solía ganarse el cariño de la gente. El mío se lo había ganado por entero.

Mantenía largas conversaciones con él. Nos sentábamos bajo los árboles escuchando el suave murmullo de las olas mientras él me hablaba de su vida. Estaba claro que se alegraba de tenerme a su lado.

Por la noche se apoderaba de mí la añoranza del hogar y no podía apartar de mi mente el recuerdo del rostro de Crispin cuando me había suplicado que no me fuera. Oía su voz, diciendo: «Ya encontraremos un medio. Tiene que haber un medio». No podía quitarme de la cabeza los arbustos de St. Aubyn’s entre los cuales habían encontrado el cuerpo sin vida de Gaston Marchmont.

La isla era un lugar muy hermoso, pero no muy distinto de la mayoría de islas tropicales… con sus ondulantes palmeras, su exuberante vegetación, sus fuertes aguaceros, su ardiente sol y sus gentes despreocupadas y perezosas que no hacían el menor esfuerzo por cambiar de vida.

Me hacía gracia el interés de Tamarisk por el lugar. Creo que todo se debía en buena parte a su vehemente deseo de alejarse de casa. Yo no la consideraba culpable del asesinato de su marido, pero, tal como ella misma decía, en circunstancias como aquéllas, la esposa siempre despertaba ciertas sospechas.

Se divertía mucho con las travesuras de los niños, los cuales a su vez mostraban un especial interés por ella. Siempre la seguían uno o dos niños dondequiera que fuera. Algunos eran lo suficientemente atrevidos como para acercarse y tocarle el blanco brazo o el cabello, que solía llevar suelto sobre los hombros.

Siempre le había gustado llamar la atención, por lo que muy pronto se convirtió en la preferida de los niños.

Juntas explorábamos la isla y nos deteníamos a contemplar la labor del alfarero, agachado cerca de la orilla haciendo vasijas de barro… platos y vasos. A veces le comprábamos alguna cosa y el grupo de admiradores infantiles de Tamarisk observaba la transacción con regocijo. Otros vendedores ambulantes permanecían sentados sobre sus esteras de fibra de coco. Sabían que, cuando llegaban los transbordadores, podía desembarcar algún pasajero y querían estar preparados para sus posibles clientes a los que solían ofrecer estatuillas labradas, cortapapeles y abalorios. Nos habían advertido contra la presencia de las serpientes y nos habían aconsejado que no nos adentráramos entre los matorrales sin un guía.

Como es lógico, ya habíamos visitado la casa de la misión… que, por cierto, era una miserable choza con techumbre de paja muy semejante a un granero. No disfrutaba de la menor comodidad. Las paredes estaban totalmente desnudas y el único adorno era un crucifijo.

—¡Qué sitio tan triste! —le dijo Tamarisk a Luke cuando éste nos la mostró.

Al fondo de la estancia había una alacena y una pizarra sobre un caballete.

—Es para la escuela —nos explicó Luke.

—¿Y dónde están los alumnos? —preguntó Tamarisk.

—Aún tienen que venir.

Luke nos había presentado a John Havers y a su hermana Muriel. Ambos llevaban dos años en Casker’s Island y reconocían que no habían hecho demasiados progresos y que los isleños no les hacían prácticamente el menor caso.

—En el sitio donde estuvimos anteriormente era distinto —dijo John Havers—. Era más grande y no estaba apartado de todo. Aquí hay que empezar desde el principio y la gente se muestra bastante indiferente.

—Por eso ha venido el señor Armour —añadió Muriel.

—Pero todavía no tienen alumnos —dije yo.

—Algunos vienen, pero no se quedan. Solía darles pastelillos a las once en punto si venían por la mañana. Intentaba enseñarles algo, pero estoy segura de que sólo venían por los pastelillos. Se los comían, me miraban con una sonrisa y se escapaban corriendo.

—Eso es un soborno —terció Tamarisk en tono burlón.

—Me temo que sí —dijo Muriel Havers.

—Pobrecillos —me comentó más tarde Tamarisk—. No creo que les interesaran las enseñanzas de la señorita Havers por muy buenos que fueran los pastelillos.

Las comidas en casa de Karla eran siempre muy divertidas gracias a las personalidades de Karla y de mi padre. Las abundantes viandas nos eran servidas por numerosos criados que entraban y salían caminando en silencio con sus pies descalzos.

Karla y mi padre nos hablaban de su vida en Egipto y siempre tenían alguna anécdota interesante que contar, por cuyo motivo las sobremesas solían prolongarse hasta muy tarde.

—Pobre Luke —dijo Tamarisk un día—. Imaginaos qué existencia tan distinta debe de llevar en la misión con los Havers.

—Son buena gente —dijo Karla—, pero, a veces, son tan buenos que ni siquiera saben reír. La vida es demasiado seria para ellos. Los compadezco.

—¿Podríamos invitarlos a cenar? —preguntó Tamarisk.

—¡Por supuesto! —Contestó Karla—. Qué tonta soy. Lo hubiera tenido que pensar.

—En realidad —dijo mi padre—, creo que hubiéramos tenido que invitar a vuestro amigo Luke inmediatamente. Fue muy bueno con vosotras durante el viaje.

—Les invitaremos —dijo Karla—. E invitaré también a Tom Holloway.

—Tom Holloway —nos explicó mi padre— es el capataz de la plantación. Una buena persona, ¿verdad, Karla?

—Mucho. Pero se le ve un poco triste y la vida no está hecha para la tristeza.

—Nos gustaría conocerle, ¿no es cierto, Tamarisk?

—Claro —contestó Tamarisk.

—Les invitaremos mañana —dijo Karla.

—¿Podrán venir, avisándoles con tan poco tiempo? —pregunté.

Karla soltó una de sus habituales carcajadas.

—No suelen recibir muchas invitaciones para cenar, os lo aseguro. Vendrán.

—La vida social en Casker’s Island es un poco limitada —añadió mi padre—. Seguro que vendrán.

Antes de la llegada de los invitados, mi padre me habló un poco de Tom Holloway.

—Vivía en Inglaterra y se dedicaba a la importación de las esteras que se hacen con un producto derivado del coco. ¡La de cosas que se pueden hacer con los cocos! Bueno, pues uno de los productos es la fibra con la que se fabrican esteras, alfombras y cosas por el estilo. Tom Holloway las vendía por toda Inglaterra. Pero después su mujer murió de parto y el niño murió con ella. No ha podido superarlo. Karla le veía de vez en cuando por asuntos de negocios y se sorprendió al ver lo mucho que había cambiado. Ya sabes cómo es ella. Cuando ve a alguien en apuros, siempre trata de ayudarle. Así que le pareció que Tom necesitaba cambiar de aires y romper completamente con el pasado y le ofreció el puesto de capataz de la plantación. Para su sorpresa, Tom aceptó.

—¿Y el cambio le fue beneficioso?

—Un poco creo que sí. Ya va para dos años, o casi, pero es fiel a los recuerdos, aunque creo que consigue olvidarlos de vez en cuando. La plantación le gustaba mucho, ha aprendido a tratar con estas gentes y disfruta con su trabajo. A Karla le gustaría que se casara… lo cual no es muy fácil aquí.

—¡Qué buena es Karla!

Mi padre asintió, complacido.

La cena fue un éxito, aunque yo observé que Luke estaba un poco alicaído. El alegre optimismo de que había hecho gala en el barco se había apagado levemente.

John y Muriel Havers nos hablaron de sus tareas en la misión, pero yo me di cuenta de que no comprendían la forma de ser de las personas entre las cuales vivían.

Más tarde le comenté a mi padre que, por lo visto, los habitantes de la isla se les antojaban unos salvajes; ni siquiera se les pasaba por la cabeza que pudieran ser personas normales sin el menor interés en que otras personas les inculcaran sus propias ideas. Intuí que Muriel no debía de aprobar las relaciones de mi padre con Karla.

Tamarisk se lo pasó muy bien. Cuando los invitados se fueron y ambas nos retiramos a descansar, acudió a mi habitación para comentar los incidentes de la velada.

—¿Qué te ha parecido? —me preguntó.

—Pues que todo ha ido muy bien. Creo que a Luke le ha gustado saborear una buena comida.

—Pobrecillo —dijo Tamarisk—. Me temo que está decepcionado. No me sorprende… viviendo en estrecho contacto con esa pareja tan aburrida.

—No es que sean exactamente aburridos. Lo que ocurre es que no están en su elemento.

—¿Que no están en su elemento? Son misioneros, ¿no? Tendrían que estar en su elemento. ¡Una isla alejada de todo el mundo y con unos habitantes que necesitan convertirse! ¡Pobre Luke! Tendremos que visitarle más a menudo, a ver si se anima un poco.

—Estoy de acuerdo.

—No sé qué habrá pensado tu padre de todo eso.

—Nos enteraremos a su debido tiempo. ¿Cómo te encuentras ahora, Tamarisk? Me refiero a todo lo que ocurrió.

—Ya no pienso en ello constantemente.

—Menos mal.

—¿Y tú?

—Pienso mucho.

—No era necesario que fueras tan lejos.

—Mi padre quería verme.

—Te acababas de comprometer con Crispin. Sí, ya sé que no te apetece hablar de estas cosas. Yo sí tenía que irme. Gaston era mi marido y lo habían asesinado.

—Lo comprendo. Pues claro que lo comprendo. Pero yo también sentía la necesidad de marcharme.

—¿Por todo lo que pasó? Tú no sabes nada sobre Gaston, ¿verdad?

—No, no. No fue por eso.

—Eres muy evasiva —dijo Tamarisk.

Preferí no contestar y no darme por enterada de la indirecta.

Pensaba que, a diferencia de Tamarisk, aquella aventura no me estaba sirviendo de mucho.

A la mañana siguiente, Tamarisk y yo salimos a dar un paseo. No habíamos llegado muy lejos cuando nos vieron tres o cuatro chiquillos que estaban jugando en el suelo. En cuanto nos acercamos, se levantaron y corrieron hacia nosotras, mirando a Tamarisk entre risas.

—Me alegro de que os haga tanta gracia —les dijo Tamarisk con una sonrisa.

Sus palabras les provocaron nuevos accesos de risa. Todos la miraron expectantes como si esperaran que dijera algo más.

Reanudamos nuestro camino y los chiquillos nos siguieron mientras pasábamos por delante de los hombres sentados en el suelo con las esteras sobre las cuales exponían sus mercancías.

Nos detuvimos delante del alfarero. Sobre su alfombra éste había colocado dos altos jarrones de bellas y sencillas líneas. Tamarisk los examinó mientras el propietario nos miraba con expresión divertida. ¿Por qué les hacíamos tanta gracia?, me pregunté. ¿Por nuestro aspecto, por nuestra manera de hablar o por nuestra forma de comportarnos tan distinta de la suya?

Tamarisk tomó los altos jarrones mientras los niños la rodeaban con curiosidad.

Se los indicó al hombre con expresión inquisitiva y éste le dijo el precio.

—Me quedo aquél —dijo Tamarisk.

—¿Qué vas a hacer? —le pregunté.

—Ya lo verás. Quiero el otro también.

Se había armado un revuelo. Varias mujeres y otros niños se acercaron a mirar. Un hombre que exhibía estatuillas labradas sobre una estera nos miró con esperanza y envidia.

—Tú toma éste, Fred —me dijo Tamarisk—. Yo llevaré el otro. Quiero la pareja.

—No comprendo qué vas a hacer con ellos.

—Yo sí.

Uno de los niños empezó a pegar brincos. Los otros se dieron codazos entre sí para aproximarse a nosotras mientras Tamarisk le pagaba el importe al vendedor.

—Vamos —dijo Tamarisk—, por aquí.

Los niños la siguieron como una procesión y otros se incorporaron al grupo mientras ella encabezaba la marcha hacia la casa de la misión.

Al llegar allí, empujó la puerta y entró en la sala.

—¡Eso es! —dijo con aire triunfal—. Aquí es donde los voy a poner. Los llenaremos con agua del riachuelo y colocaremos uno junto a la puerta y otro… —miró a su alrededor—. Sí, allí entre aquellas dos ventanas. Ahora necesito unas flores bien bonitas. De color rojo. El rojo es muy agradable. Cálido y atrayente. Ven, vamos a ponerles agua.

Los niños bajaron con nosotras al riachuelo, brincando sin poder contener su emoción.

—Y ahora las flores —Tamarisk se volvió hacia los niños y les dijo—: A ver si me ayudáis en lugar de reíros tanto de mí. Recogeremos unas flores. Rojas… como ésta… y de color malva como ésta para el otro jarrón. Aquí las hay en cantidad.

Tenía razón. Las flores crecían por doquier. Arrancó algunas y les indicó por señas a los niños que hicieran lo mismo, ordenándoles que un grupo arrancara las de color rojo y otro las de color malva.

Después regresamos todos juntos a la sala. Tamarisk se arrodilló delante de uno de los jarrones y dispuso en él las flores de color rojo. Los niños la miraban fascinados mientras le entregaban las flores.

—Qué bonitas —exclamó Tamarisk—. Dame, ésa quedará muy bien.

Tomó la flor que le ofrecía una chiquilla y ésta se rió con entusiasmo mientras ella la colocaba en el jarrón.

Al final, Tamarisk se levantó y dijo:

—¡Qué jarrón de flores tan precioso!

Empezó a batir palmas y todos, los niños imitaron su ejemplo.

—Vamos —añadió—. Ahora colocaremos las flores de color malva.

Los niños la miraron extasiados y se pelearon entre sí por el privilegio de llevarle flores. Tamarisk las dispuso artísticamente en el jarrón y quedaron casi tan bonitas como los risueños y sonrientes chiquillos que en aquellos momentos la rodeaban.

Cuando terminó, los niños batieron palmas. Justo en aquel momento entró Muriel Havers.

—Pero ¿qué demonios es eso? —preguntó, mirando a su alrededor.

Yo dudaba de que alguna vez hubiera visto a tantos niños reunidos en aquella sala. Todos se volvieron a mirarla con una sonrisa aunque no pudieron mantener mucho rato los ojos apartados de Tamarisk.

—Pensé que las flores animarían un poco todo esto —le explicó Tamarisk.

—Pues la verdad es que lo animan mucho —dijo Muriel Havers—. ¡Cuántos niños!

—Han venido para ayudarme —contestó Tamarisk con cierta nota de orgullo en la voz. Ha cambiado, pensé. Algo le ha ocurrido.

*****

Ya llevábamos tres semanas en la isla. Los días parecían cortos y, sin embargo, el tiempo pasaba volando. A menudo me preguntaba qué estaba haciendo allí. Mejor sería que regresara a casa. Me preguntaba una y otra vez qué hubiera ocurrido si tía Sophie no hubiera visto a Kate Carvel aquel día. Qué distinta hubiera sido entonces mi vida. En aquellos momentos estaría con Crispin en mi despreocupada ignorancia. No, no hubiera podido ser. Ella se hubiera presentado en cualquier momento. Hubiera sido una vida de temores, de chantaje y de simulaciones. Las palabras de Crispin resonaban incesantemente en mis oídos. «Algo se podrá hacer». Él hubiera mantenido el secreto porque era un hombre rodeado de secretos. ¿Acaso yo no lo había intuido desde el principio? Pero le amaba con todo mi corazón, aunque a veces pensara en mi fuero interno «no le conoces, te oculta muchas cosas».

Entonces me decía, tengo que regresar. No puedo soportar vivir separada de él.

Tamarisk se había adaptado con más facilidad que yo. Pero ella huía de algo y no había dejado nada que fuera esencial para su felicidad. Jamás había estado unida a su familia. Su madre no se había preocupado por ella en su infancia y no existía demasiado afecto entre ambas. Estaba orgullosa de Crispin y le quería como hermana suya que era. Pero nada más. No había ningún vínculo que la atara a nada. Con el tiempo, se cansaría de la isla y de sus gentes… pero, de momento, todo constituía una novedad para ella y era justo lo que necesitaba.

Al principio, le había interesado levemente Tom Holloway, pero éste era un hombre demasiado serio para ella. Echaba demasiado de menos a su difunta esposa como para poder fijarse en Tamarisk. Luke le hacía gracia. «Aquel buen hombre», solía llamarle en tono ligeramente burlón. Creo que deseaba protegerle, lo cual era bastante insólito, pues por regla general, era ella la que buscaba protección en los hombres.

Pese a todo, visitaba muy a menudo la casa de la misión. Los niños se congregaban a su alrededor en cuanto la veían y ella recibía con agrado sus muestras de atención. Los chiquillos se peleaban por acercarse a ella y se reían de todo lo que hacía o decía.

—Por lo visto, quieren que yo les divierta —decía—. Reconozco que son muy agradecidos. A Luke le hace gracia… y, en cuanto a Muriel y John…, dicen que cualquier motivo es bueno con tal de que los niños acudan a la casa de la misión.

Le compró más jarrones al alfarero.

—Me saluda como a una reina cada vez que me ve —dijo—. Los niños no hacen más que traerme flores. El otro día les conté una historia. No entendieron ni una palabra, pero me escucharon arrobados como si fuera el relato más emocionante que jamás hubieran escuchado. ¡Hubieras tenido que verles! Era nada menos que el cuento de Caperucita Roja. Utilicé mucho la mímica. Hubieras tenido que ver su emoción cuando apareció el lobo en escena. Se reían, gritaban y me tiraban del cabello. Te aseguro que no me lo esperaba. Muriel dice que hubiera tenido que contarles algún relato de la Biblia. Bueno, puede que lo haga otro día, pero, de momento se tendrán que conformar con Caperucita Roja. Adivinan cuándo aparece el lobo y fingen asustarse. Caminan a gatas gritando «¡El lobo! ¡El lobo! ¡El lobo malo!», y su equivalente de la isla. No sabes lo bien que se lo pasan.

Me alegré de verla tan entusiasmada y comprendí que Luke estaba muy contento.

Llegó un barco a la isla y se armó un gran revuelo porque era mucho más grande que el transbordador. Tamarisk y yo bajamos a la playa. Había ruido y ajetreo por todas partes. Las pequeñas embarcaciones iban y venían del barco y algunos pasajeros bajaron a tierra, se acercaron a nosotras y nos explicaron que estaban haciendo un recorrido por las islas desde Sidney. Habían visitado Cato Cato y otras islas, pero todas eran más o menos iguales, dijeron.

Se sorprendieron de que estuviéramos pasando una temporada en aquel lugar. Los niños nos rodearon mientras conversábamos y el alfarero vendió más cacharros aquella tarde que en todo un mes; los visitantes también compraron figuras labradas, esteras de paja y cestos.

Todo el mundo se quedó un poco triste en la playa cuando el barco zarpó.

Con el barco había llegado el correo y, entre las cartas, había una de Crispin y otra de tía Sophie.

Me las llevé a mi habitación porque me pareció que debería leerlas a solas.

Primero la de Crispin.

Queridísima mía:

¡No sabes cuánto te echo de menos! ¿Volverás a casa? Déjalo todo y ven. Resolveré este asunto de la manera que sea. Conseguiré que acceda a concederme el divorcio. Puedo divorciarme de ella. Me abandonó por un amante. Tengo todas las pruebas que necesito. Lo he dejado todo en manos de un abogado.

No te imaginas lo aburrido que me resulta todo eso sin ti. Quiero que tomes el primer barco. Aunque emprendas inmediatamente el camino de vuelta, piensa en lo largo que será el viaje. Pero si por lo menos yo supiera que vas a volver.

Todo se arreglará. Encontraré el medio de salir de esta situación. Si ella no hubiera aparecido… Pero no te quepa la menor duda de que encontraré algún medio. Y, cuando lo tenga, si no has regresado, vendré a buscarte.

Sé que estás tan disgustada como yo y, en cierto modo, me alegro. No podría soportar que dejaras de preocuparte por mí. Jamás te hubiera abandonado, independiente de cualquier cosa que hubiera podido ocurrir. Te suplico que vuelvas pronto a casa.

Tu tía te echa mucho de menos. Sé que está muy triste. Creo que está de acuerdo conmigo en que jamás hubieras tenido que irte.

Con todo mi amor,

CRISPIN

Supe a través de la carta de tía Sophie que ella también ponía en duda la conveniencia de mi partida.

Te echamos de menos —me escribía—. El pobre Crispin está muy afligido. Te quiere de verdad, Freddie. Me doy cuenta de que esta separación le está destrozando el corazón. No es de ésos que aman a la ligera. Cuando ama, sus sentimientos son muy profundos. Creo que está un poco molesto conmigo porque yo te dije que había visto a Kate Carvel. El pobrecillo tiene que echarle la culpa a alguien. Dice que ya encontrará algún medio de librarse de ella. Lo afirma tan convencido que me lo creo. A fin de cuentas, ella le abandonó. No sé cuál es exactamente la situación, pero rezo para que todo se resuelva satisfactoriamente.

Te necesita, Freddie. Él, que parecía tan seguro de sí mismo y tan capaz de arreglarlo todo. A primera vista, nadie lo diría, pero yo sé que está sufriendo mucho. Me parece una crueldad que una acción impulsiva emprendida en la juventud tenga que destruir una vida. Pero él no permitirá que eso ocurra. Estoy segura de que siempre se sale con la suya.

Mi queridísima niña, espero que tú y tu padre seáis felices juntos. No me cabe la menor duda de que así será… conociéndoos tan bien como os conozco a los dos. Es un encanto, ¿verdad? Ya me dirás algo.

Creo que ya deberías empezar a pensar en el regreso. Tu padre quería verte. ¿Acaso está enfermo? Me gustaría saber noticias suyas. No me ocultes nada. Intuyo a través de sus cartas que algo le ocurre. Esa fue una de las razones por las que te insté a emprender el viaje, aunque también pensé que sería mejor que te alejaras hasta que Crispin resolviera este asunto.

Sin embargo, ahora creo que deberías regresar. Sé que acabas de llegar, pero, si me dijeras cuándo piensas volver, estoy segura de que sería un alivio para Crispin.

Cuídate mucho, cariño.

Que Dios te acompañe. Con todo mi amor,

T. S.

Leí varias veces las dos cartas. Pensé que nos separaban demasiados kilómetros y que pronto debería regresar.

*****

Mi padre me preguntó:

—¿Has recibido noticias de casa?

—Sí.

—Te has puesto triste. Echas de menos todo aquello, ¿verdad?

—Supongo que sí.

Mi padre apoyó un instante su mano sobre la mía.

—¿No quieres contármelo?

Se lo conté todo: mi primer encuentro con Crispin cuando éste hizo el desafortunado comentario; lo de Barrow Wood, mi trabajo en el despacho de la finca y el amor que había surgido entre nosotros. Le hablé del regreso de la esposa de Crispin y de la destrucción de nuestros planes y le expliqué que Crispin tenía el propósito de seguir adelante sin decirme nada.

—Claro, y eso te indignó —dijo mi padre—. Creo que ahí está la raíz de la incertidumbre. Le quieres mucho, ¿verdad?

—Sí.

—Y, al mismo tiempo, no te fías enteramente de él.

—Estoy segura de que me quiere. Pero…

—¿Pero…? —Me espoleó mi padre.

—Hay algo. No puedo explicarlo, pero está ahí. Antes incluso de que ocurriera todo eso… lo presentía.

—¿Algún secreto?

—Supongo que debe de ser algo así. A veces me parece que hay una barrera entre nosotros. Lo noto porque estamos muy unidos y le conozco muy bien. A veces tengo la sensación de que no puedo traspasar esta barrera.

—¿Por qué no se lo has preguntado?

—Parece extraño, pero nunca hemos hablado de ello. Es algo que esconde en su mente y que no quiere que yo sepa. Después, cuando ocurrió lo de su mujer, reconoció que hubiera seguido adelante con los planes de la boda sin decirme que no estaba en condiciones de casarse. Fue entonces cuando lo otro me pareció todavía más real.

—Te has explicado muy bien —dijo mi padre—. Creo que le amas sin fiarte por completo de él. ¿Es así?

—Intuyo que hay un secreto que no quiere revelarme… algo muy importante.

—¿Sobre su primer matrimonio?

—No. Él creía, como todo el mundo, que su mujer había muerto. Por eso se llevó una sorpresa tan grande cuando ella apareció… se sorprendió tanto como nosotras.

—O sea que se trata de algo que viene de más lejos. Algún oscuro y vergonzoso secreto. ¿Crees eso de él y, sin embargo, le amas?

—Sí. Debe de ser algo así.

—El amor es lo más importante del mundo, ¿sabes? «La Fe, la Esperanza y la Caridad, y la mayor de todas es la Caridad». Y la caridad es amor. Es cierto. Si tienes el amor, ya casi no necesitas nada más.

—Quisiera saber qué es eso.

—Lo que sentiste cuando le prometiste casarte con él. Eras feliz y tenías la intención de pasar la vida a su lado.

—Sí. Cuando estaba con él, me olvidaba de mis recelos. Me parecían vagos, descabellados y estúpidos.

—Algunas personas tienen miedo de la felicidad y la miran con desconfianza. Piensan que es demasiado maravillosa para ser real y tratan de encontrarle algún defecto. ¿Crees que tú has actuado de esa forma?

—Tal vez. Pero no estoy segura. Hay algo que lo persigue.

—Ya te lo dirá. Cuando te cases con él y se desvanezca su miedo de perderte. Entonces te lo dirá.

—Pero ¿por qué tiene miedo de decírmelo ahora?

—Por la misma razón por la que no te dijo que su mujer había vuelto. Porque teme por encima de todo perderte.

—No es una actitud honrada.

Mi padre me miró sonriendo y me dijo:

—Es amor, ¿y acaso no estamos de acuerdo en que no hay nada en la vida más maravilloso que el verdadero amor?

*****

Contesté a Crispin y a tía Sophie. No le había dicho a tía Sophie que mi padre estaba ciego. Comprendí que él mismo lo hubiera hecho si hubiera querido que ella lo supiera. Las cartas estarían listas cuando llegara la embarcación que transportaba el correo a Sidney desde donde tendrían que emprender un largo viaje a Inglaterra. Tardarían mucho tiempo en llegar a su destino.

Me estaba convenciendo de que debía regresar a casa. Ambos me lo pedían y, cualquiera que fuera el resultado, tenía que ir.

Tom Holloway nos visitaba a menudo. Y también lo hacían Luke y los Havers. A Karla le encantaba recibir visitas. Estaba segura de que los misioneros no comían lo suficiente. Sólo contaban con dos sirvientes y Karla temía que Muriel estuviera demasiado preocupada por las cosas del espíritu y no tuviera tiempo para pensar en las necesidades corporales.

A Luke le encantaba venir a vernos. El optimismo que sentía en el barco había menguado considerablemente. Deseaba introducir muchos cambios en la casa de la misión, pero no era fácil, porque no quería ofender a los Havers cuyas ideas eran muy firmes a pesar de no tener un carácter enérgico.

Tamarisk ya había conseguido atraer a muchos niños a la casa de la misión. Los chiquillos acudían a menudo allí aunque, en realidad, lo hacían para ver a Tamarisk. Ésta había intentado contarles la parábola del Buen Samaritano, pero ellos le seguían pidiendo la historia de Caperucita Roja y el Lobo Feroz.

¡Pobre Luke! Estaba enteramente entregado a su tarea y deseaba poner inmediatamente en práctica sus proyectos.

Una tarde Tom nos llevó a la plantación. Tamarisk, Luke y yo avanzamos entre los altos cocoteros y vimos las semillas de los cocos expuestas al sol. Después Tom nos acompañó al cobertizo donde se hacían las alfombras de fibra de coco que constituían uno de los productos más importantes del negocio y más tarde visitamos el despacho donde trabajaba su ayudante.

Vimos la vivienda que ocupaba, muy espaciosa y bien amueblada. Pensé que Karla se habría encargado de la decoración. Un criado nos sirvió un refresco de frutas en la galería, desde la que se podía contemplar toda la plantación; Tom le preguntó a Luke por su labor en la misión y éste le comentó la indiferencia de la gente y lo difícil que resultaba atraerla.

—El idioma es un problema —dijo Tom—. Para mí es más fácil. Les indico por señas lo que tienen que hacer, y lo hacen. Estas personas que trabajan para mí son los aristócratas de la isla. Ganan dinero, pero no a todos les interesa. Algunos prefieren tumbarse al sol. El calor determina su carácter. Se vuelven perezosos e indolentes a no ser que algo provoque su cólera. Entonces pueden ser peligrosos.

—Muy cierto —dijo Luke—. El otro día vi a dos que se peleaban por una cosa sin importancia relacionada con una parcela de tierra. Uno decía que era suya y el otro aseguraba que el dueño era él. Hubo maldiciones y volaron los cuchillos. Hubiera sido un combate a muerte si alguien no hubiera avisado al gran jefe.

—Sí —dijo Tom—, ya sé a quién se refiere usted. A Olam, un viejecito de mirada de fuego. Tiene unos ojos muy extraños, con unos anillos blancos alrededor de las pupilas. Alguna enfermedad probablemente, pero precisamente de ahí le viene el poder.

—En seguida se resolvió la cuestión —añadió Luke—. Me sorprendió la influencia que ejercía aquel hombre.

—Es el hechicero. Me preocupa un poco. Su sentencia resolvió satisfactoriamente el asunto en este caso que usted me cuenta, pero no siempre es así. A veces puede ser… tremendo. Dicen que tiene poderes especiales. Si le dice a un hombre que morirá, el hombre se muere.

—Ya me lo han comentado —dijo Luke—. Es peligroso.

—Tengo que andarme con mucho cuidado con él y procurar ser su amigo. Le envío pequeños obsequios de vez en cuando. De esta manera, me gano su simpatía.

—Cuántas cosas hay que aprender sobre esta gente —dijo Tamarisk—. Lástima que no se parezcan a los niños. Son un encanto.

—Tamarisk se lleva muy bien con ellos —comentó Luke.

—Les llama mucho la atención el color de mi cabello por ser tan distinto del suyo —dijo Tamarisk.

—La mayoría de ellos sólo quiere pasarlo bien —explicó Tom—. Trabajan durante algún tiempo, pero no hay que esperar demasiado de ellos. Aquí disfrutan con lo que hacen y se enorgullecen de hacerlo. Olam no pone reparos porque yo le muestro el debido respeto. Por consiguiente, todo va bien de momento. El año pasado les fue muy propicia una estación especial que para ellos es muy importante. Pronto la tendremos aquí y ya estoy preparado. En cambio, en mi primer año no lo tuve tan fácil.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Tamarisk.

—Durante esta estación, no vienen a trabajar. Yo no lo sabía al principio y me enfadé, porque nadie me había avisado. Realizan toda una serie de rituales. Se pasaron varios días y noches cantando y bailando con unas lanzas muy largas. No sé dónde las guardan. No las sacan más que con ocasión de los festejos. El viejo Olam es el que más se nota. En realidad, es él quien lo organiza todo. Danzan por ahí, golpean el suelo con los pies y tienen un aspecto muy fiero. Estaba a punto de ir a ver lo que pasaba cuando llegó Karla y me explicó que sería mejor que no me acercara a ellos durante los dos días de los festejos. Pero no podíamos por menos que oír los cantos a lo largo de toda la noche, cosa bastante molesta por cierto. Cuando terminan los festejos, se calman y todo vuelve a la normalidad.

—¿Y qué significado tiene lo que hacen?

—Representa los preparativos de una batalla… tal vez una especie de práctica para que estén en forma en caso de que sufran el ataque de gentes de otras islas.

—No es probable que eso ocurra —dijo Luke.

—Ahora no, con la cantidad de barcos que surcan los mares en todas direcciones. Y, además, algunas de las islas más grandes pertenecen a Gran Bretaña y Francia. Pero han conservado la ceremonia. Invocan a los espíritus y les piden que luchen por ellos. El hechicero Olam es el que se encarga de recordar estas cosas y de conservar la tradición.

—Qué fascinante —exclamó Tamarisk—. ¿Y no tiene usted miedo, señor Holloway, viviendo en medio de todo esto?

—Todos vivimos en medio de todo esto —contestó Tom.

—Sí, pero usted más. Lo rodean por todas partes. Tom se encogió de hombros.

—No —dijo—, son buena gente. Sólo cuando los provocan pueden ser peligrosos, y no es probable que yo les provoque.

—Lo que tenemos que hacer es enseñarles otra manera de vivir —dijo Luke—. Tenemos que enseñarles a amar al prójimo y creo que, con la ayuda de Dios, lo conseguiremos.

—Estoy segura de que sí —dije yo.

Después Tom le preguntó a Luke por la misión, pues se había enterado de que algunos niños acudían allí todas las mañanas.

Tamarisk se echó a reír.

—Para oír el cuento de Caperucita Roja y para tirarme del cabello.

—Ya es un buen comienzo —dijo Luke, mirándola con afecto.

—Es divertido —añadió Tamarisk—. Me gustaría conocer a este viejo como se llame. Olam, ¿verdad?

—No se preocupe que en seguida se fijará en usted —le aseguró Tom.

—Creo que es maravillosa la manera en que estos chiquillos se han encariñado contigo, Tamarisk —dije yo.

—Ya te lo he dicho, lo que les gusta es Caperucita Roja, o tal vez el lobo.

—Pero no exclusivamente eso. Ya les gustabas antes.

Tamarisk se rió, mirando a Luke y a Tom.

—Es que yo soy muy popular, ¿saben, ustedes? —les dijo.

En aquel momento uno de los hombres se acercó corriendo a la galería.

—¿Qué sucede? —preguntó Tom, levantándose.

—Amo, se ha caído. Jaco… se ha caído del árbol. Tendido en suelo.

El hombre empezó a sacudir la cabeza hacia adelante y hacia atrás con gesto apenado.

—Voy en seguida —dijo Tom mientras los demás le seguíamos.

Un niño de unos doce años yacía en el suelo llorando de dolor con una pierna torcida bajo su cuerpo. Tom lo miró consternado.

—Parece que se ha roto la pierna —dijo Luke, arrodillándose a su lado—. Pobre muchacho. Te duele, ¿verdad? —le preguntó.

No creo que el niño entendiera sus palabras si bien la dulzura de su voz consiguió tranquilizarle un poco. El niño miró a Luke con sus grandes ojos asustados.

—Todo se arreglará —dijo Luke—. Pero necesito una tablilla y unas vendas.

—Voy por ellas —dijo Tom—. Quédese aquí con él.

Luke miró al niño diciéndole:

—Voy a intentar movértelo. Te dolerá, pero te volveré a poner el hueso en su sitio. Tamarisk, rodéele los hombros con su brazo. Eso es.

Me quedé mirando sin saber qué hacer. Varios hombres se habían congregado a nuestro alrededor, hablando una jerigonza incomprensible.

Luke le dijo al niño que se estirara y comprobó que el hueso estaba roto.

—Quisiera poder administrarle algún calmante —dije—. ¿Dónde está Tom?

—Vendrá en seguida, estoy segura —contesté yo—. Ahí viene con todo lo que usted le ha pedido.

Contemplé cómo los expertos dedos de Luke reducían la fractura. Recordé que, en determinada ocasión, Luke nos había comentado que, entre sus conocimientos, figuraban los primeros auxilios para que, por lo menos, pudiera hacer algo en caso de que se produjera alguna emergencia.

El niño miró a Luke con conmovedora gratitud. Estaba claro que la pierna le dolía mucho menos.

—Quiero llevarlo a la misión —dijo Luke.

—Lo transportaremos en una carreta —dijo Tom.

Se levantó y les ordenó algo a los mirones usando el idioma local. Varios de ellos se retiraron a toda prisa y regresaron al poco rato con una carreta.

—Tendremos que procurar que no se mueva —dijo Luke—. Convendría tenderlo sobre unas almohadas para que llegue sano y salvo a la misión. Muriel tiene cierta experiencia como enfermera y le cuidará muy bien.

—¡Es maravilloso! —exclamó Tamarisk—. Espero que se recupere.

—Si conseguimos reducir debidamente la fractura, se recuperará sin la menor duda —le aseguró Luke.

El niño fue cuidadosamente transportado y tendido en la carreta. Tamarisk se sentó junto a su cabeza y yo me senté a sus pies. Tamarisk miraba con asombro. La expresión compasiva de sus rasgos confería a su rostro una belleza incomparable.

Tom guió el asno y procuró que el trayecto fuera lo más suave posible. Cuando llegamos a la casa de la misión, Muriel y John se dispusieron inmediatamente a echar una mano.

Muriel decidió instalar al niño en su dormitorio y dijo que se prepararía una cama para ella en otra habitación del edificio. Sabía exactamente lo que tenía que hacer. El niño se había roto el peroné, dijo. Una fractura muy sencilla. Era joven y los huesos sanarían en seguida.

Se alegraba de poder hacer algo de provecho y actuaba con una eficiencia que yo jamás le había visto en otras cosas.

Más tarde, Tamarisk y yo regresamos a casa y le contamos a mi padre y a Karla lo que había ocurrido.

—¿Y creéis que se recuperará debidamente? —preguntó Karla.

—Parece que no habrá ninguna dificultad.

—Será estupendo —exclamó Karla muy contenta—. Una vez un hombre se había caído de la misma manera y quedó tullido para toda la vida.

*****

Aquella noche empezamos a escuchar los tambores. Al principio, sonaban muy débiles, pero después los redobles se intensificaron. El aire transportaba el sonido de unos instrumentos musicales.

—Eso durará toda la noche, todo el día de mañana y la noche siguiente —dijo Karla a la hora de cenar.

—Tom nos lo ha contado —dije yo—. Creo que le pone un poco nervioso.

—Es una de las viejas costumbres, ¿verdad, Karla? —dijo mi padre.

—Sí. Se remonta a hace mucho tiempo. Se trata de una especie de grito de guerra, una preparación para un ataque.

—Pero ¿qué es lo que van a atacar? —pregunté.

—Ahora… nada. Pero en otros tiempos siempre había luchas… de unas tribus contra otras. Ahora es distinto. Las islas están en paz. La civilización ha traído un poco de orden, pero antaño siempre tenían que estar preparados. Eso es un ejercicio de preparación… para que los espíritus se enteren de que se espera un ataque.

—¿Y el viejo Olam? —preguntó Tamarisk—. Me fascina.

—Tiene muchos años. Debe de acordarse de aquellos tiempos. Todos lo reverencian. Es como una especie de brujo. Tiene poderes especiales, según parece. Todos le temen y todo el mundo debe mostrarle el debido respeto.

—Me gustaría verle —dijo Tamarisk.

—Dudo que lo puedas ver —contestó Karla—. Su choza se levanta en el centro del poblado, cerca de la plantación. No sale casi nunca, excepto en ocasiones como ésta. La gente le consulta siempre que tiene alguna dificultad y él da instrucciones que todo el mundo tiene que obedecer. Nadie se atreve a contrariarle.

—Creo que resulta temible con sus pinturas de guerra —dijo mi padre.

—¿Le has visto? —le pregunté a Karla.

—Claro. Para las ceremonias se pinta dos franjas azules en la frente y se adorna la cabeza con plumas.

—¿Saldrá esta noche? —preguntó Tamarisk.

—No debes intentar verle —se apresuró a contestar Karla—. Podría haber problemas si te descubrieran. Vivimos aquí. Tenemos que respetar a esta gente.

—Por supuesto que sí —dijo recatadamente Tamarisk.

Durante toda la noche pudimos escuchar el tañido de los instrumentos y el intermitente redoble de los tambores.

El rumor resultaba en cierto modo hipnótico.

Recordé con añoranza mi casa. «Tengo que irme —me prometí a mí misma—. Mañana hablaré con mi padre. Él lo comprenderá. Me dijo que el amor era lo más importante, y tiene razón».

Claro que mi padre no había tenido una existencia muy conforme con la moralidad, aunque no siempre es fácil establecer lo que está bien y lo que está mal.

No podía dormir. Me adormilaba unos minutos y me volvía a despertar sobre el trasfondo del distante murmullo de las olas y el redoble de los tambores.

De pronto, me desperté de golpe. Algo estaba ocurriendo en el exterior de la casa. Miré a través de la ventana y vi un grupo de gente. Me puse apresuradamente una bata y unas zapatillas y, justo en aquel momento, entró Tamarisk en mi habitación.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—No lo sé. Me acabo de despertar.

Salimos juntas. Karla se encontraba en la puerta. Al verla, los hombres empezaron a gritar. Yo no entendía lo que decían, pero Karla les contestó en su idioma.

—Ha ocurrido algo en la misión —dijo Karla, volviéndose a mirarnos—. Tengo que ir.

Tamarisk pareció disgustarse. Se consideraba un poco la dueña de la misión.

Karla se puso en marcha y nosotras la seguimos. Corrimos a la misión y, al llegar, nos encontramos con un espectáculo impresionante. Las antorchas despedían una luz espectral. Se había congregado allí un numeroso grupo de hombres encabezados por alguien que inmediatamente supe que era Olam.

Parecía gigantesco, pero no era más que un efecto causado por un tocado de plumas que le confería la apariencia de una terrible ave de presa. Contemplé su rostro semejante a la imagen deformada de una pesadilla, con las dos franjas azules de la frente de las que Karla me había hablado y unas líneas rojas en las mejillas. Dos hombres muy altos lo flanqueaban. También iban pintarrajeados, pero con colores menos chillones que los de Olam. Portaban unas lanzas que me dieron mucho miedo, pues, al parecer, su cólera iba dirigida contra la misión.

Luke salió a la galería de la entrada. Le acompañaban John y Muriel.

En cuanto llegó Karla, se hizo momentáneamente el silencio. Karla subió los peldaños de la galería mientras Tamarisk y yo la seguíamos.

—¿Qué ocurre? —preguntó, acercándose a Luke.

—Parece que es algo relacionado con Jaco —contestó Luke—. Creo que quieren que se lo devolvamos. No puede sostenerse en pie. No entiendo lo que piden.

*****

Karla levantó una mano. Me sorprendió su dignidad y su autoridad. Se dirigió al grupo y nosotros dedujimos que les estaba preguntando qué querían. Todos se pusieron a gritar hasta que Olam levantó la mano y los hizo callar.

Olam habló con Karla y ella le contestó. Después, Karla se volvió hacia Luke y a los Havers.

—Quieren a Jaco —dijo—. El niño tenía que cumplir unos deberes especiales en las ceremonias de esta noche. Se ha estado preparando para eso y tiene que participar.

—No puede apoyarse sobre la pierna rota —dijo Muriel—. Es absolutamente necesario que descanse. ¿Cómo se le podría sanar el hueso de otro modo? No podemos moverlo.

—Quieren que se lo devuelvan —dijo Karla.

—Pues no pensamos hacerlo —replicó Luke. Karla frunció el ceño.

—No le entenderán.

Acto seguido se dirigió a los hombres y yo comprendí que les estaba explicando que Jaco se había roto la pierna y que la gente de la misión se la estaba curando, pero aún no se encontraba en condiciones.

Tras una pausa de silencio, los hombros volvieron a murmuran excitadamente entre sí.

—Quieren que lo saquen —dijo Karla.

—Está durmiendo como un tronco —contestó Muriel con firmeza— y no lo podemos sacar. Tiene que mantener la pierna inmóvil.

Karla intentó de nuevo calmar los ánimos y habló un buen rato con los hombres. Después miró a Luke.

—Dicen que usted afirma que lo curará. Que tiene poderes especiales. Quieren verlo.

—No permitiremos que lo saquen —contestó Luke—. Si se apoyara ahora en esta pierna sería un desastre. ¿No puede hacérselo comprender?

—Ellos creen en la magia y no están seguros de que usted tenga poderes más grandes que los de sus espíritus. Cuando el viejo Mahe se cayó de un árbol quedó lisiado para toda la vida y usted dice que puede evitar que a Jaco le ocurra lo mismo. No saben qué hacer. Tienen dudas sobre usted y, sin embargo, saben que los blancos tienen poderes que ellos no poseen. Olam también duda. Todo eso es muy importante para él. Él es quien ostenta el poder y usted promete obrar un milagro. Tenemos que andarnos con mucho cuidado. Olam podría traer a sus hombres y llevarse a Jaco.

—No permitiremos que haga tal cosa —dijo Luke. Karla se encogió de hombros.

—¿Ustedes tres… yo… y estas jóvenes? Fíjese en los hombres… armados con lanzas. ¿Qué cree usted que va a ocurrir? Tenemos que llegar a un entendimiento, pero puede que ellos se empeñen en llevarse al niño.

—No, no, no —dijo Luke.

Karla se dirigió al grupo. Más tarde nos repitió lo que les había dicho. Intentó llegar a un acuerdo con ellos. Los de la misión decían que podían curar a Jaco. Podían dejarle la pierna como nueva, pero necesitaban un poco de tiempo. Su encantamiento no surtía efecto en uno o dos días. Olam y los demás verían a su debido tiempo lo que eran capaces de hacer. En cambio, si insistían en llevarse al chico y no lo dejaban en las manos de los blancos, quedaría lisiado para siempre, odiaría a los que le habían destrozado la vida y se produciría un amargo resentimiento en toda la isla. Mejor que se fueran. Ya encontrarían a alguien que pudiera participar en la ceremonia y cumplir las tareas que hubiera tenido que desempeñar Jaco. Tenían que darle a Jaco la oportunidad de comprobar si la cura del hombre blanco era eficaz.

Los hombres empezaron de nuevo a hablar en susurros.

Karla se volvió hacia Luke.

—El viejo quiere que juren que curarán a Jaco.

—Faltaría más, juraremos hacer todo lo posible por curarle.

—Es una fractura sencilla —añadió Muriel—. Estoy segura de que todo irá bien. El chico es joven y tiene los huesos fuertes. Es casi seguro que se recuperará por completo.

—Quieren que lo jure —dijo Karla, mirando fijamente a Luke—, que lo jure por su sangre. ¿Sabe lo que eso significa?

—¿Qué? —preguntó Luke.

—Si el niño no se cura por completo, usted morirá.

—¿Moriré?

—Se arrojará sobre su lanza si tiene una o se adentrará en el mar y no saldrá. Quieren un juramento. Sí sus dioses le abandonan, puesto que no entregó a Jaco para que participara en la sagrada ceremonia, habrá usted incumplido su juramente y entonces lo único que podrá hacer será morir.

—En mi vida he escuchado semejante tontería —dijo Muriel.

—O eso, o la entrega de Jaco.

—No se van a llevar a Jaco —dijo Luke con firmeza—. Muy bien. Dígales que lo juro por mi sangre.

Karla se lo dijo y se volvió de nuevo hacia Luke, indicándole que levantara la mano derecha mientras ellos entonaban una especie de canto fúnebre.

Después, Olam inclinó la cabeza y, dando media vuelta, se alejó al frente de sus seguidores.

Nos quedamos de pie en la galería, perplejos, pero también aliviados al ver que el grupo se alejaba entre los árboles iluminados por el parpadeo de las llamas de las antorchas que poco a poco se fue perdiendo en la oscuridad.

Luke fue el primero en hablar.

—¡Menudo espectáculo! —exclamó.

—Ha sido horrible —dijo Tamarisk.

—No cabe duda de que hemos visto un poco de color local —comentó Luke.

—Pero la pierna de Jaco sanará, ¿verdad? —preguntó Tamarisk.

—A mi juicio se curará —contestó Muriel—. Siempre y cuando no se levante y se lastime.

—Ya quisiera que todo hubiera terminado —dijo Tamarisk.

—¿Cree que volverán? —preguntó Muriel.

—No —contestó Karla con firmeza—. La cuestión se ha resuelto por esta noche. Han cerrado ustedes un pacto y Olam está satisfecho. No quiere disputas con la misión. Al mismo tiempo, no quiere que nadie socave su autoridad. Eso es un reto. Si el niño se recupera por completo, habrán hecho ustedes un buen trabajo. Una hazaña semejante atraería a la gente con más rapidez que cualquier otra cosa. Espero que el niño no se haya enterado de lo ocurrido.

—Anoche le dolía la pierna y le di un poco de láudano para que pudiera dormir —nos explicó Muriel.

—Muy bien —dijo Karla—. Mejor que no se entere de nada. Se podría alterar —nos miró a mí y a Tamarisk y añadió—: Creo que deberíamos intentar dormir un poco antes de que llegue la mañana.

Tamarisk apoyó una mano en el brazo de Luke.

—No se preocupe —dijo Luke—. Derrotaré al hechicero.

—La pierna del niño se tiene que curar del todo —dijo Tamarisk con la cara muy seria.

—No veo ninguna razón para que eso no ocurra —terció Muriel.

—Vamos —ordenó Karla—. Tu padre estará preocupado.

—Ya habrá imaginado que algo ha ocurrido —contesté.

Regresamos a la casa donde mi padre nos estaba esperando levantado.

—¿Qué ha sucedido? —Nos preguntó.

—Cosas del viejo Olam.

—¿La ceremonia?

—Quería sacar a Jaco de allí.

Mi padre hizo una mueca.

—Sentaos un momento —dijo—. No creo que ninguno de nosotros vaya a dormir demasiado esta noche. ¿Qué tal un poco de brandy? Me parece que no os vendría mal… a ninguna.

—Tienes razón al decir que, si nos acostamos, no vamos a poder dormir —dijo Karla.

Nos dirigimos al estudio de mi padre y Karla escanció el brandy mientras le explicaba a mi padre lo ocurrido.

—El viejo Olam se había puesto todas sus pinturas de guerra y eso no me gusta nada.

—Las lanzas eran tremendas —dijo Tamarisk—. Y las sujetaban como si estuvieran a punto de atacar. Karla ha estado maravillosa.

Mi padre se volvió sonriendo hacia ella.

—Tú lo has calmado, ¿verdad?

Karla tomó un sorbo de brandy.

—Me gustaría ver al niño completamente restablecido —dijo.

—Se curará —aseguró Tamarisk.

—Así lo espero —murmuró mi padre.

—Ha sido una temeridad por parte de Luke… —insinué yo.

—¿Y qué otra cosa podía hacer? —replicó Tamarisk—. Era la única manera.

—Todo ha sido muy dramático —añadí yo—. Parecía un espectáculo teatral… con todas aquellas caras pintadas, las lanzas y las antorchas.

—Y lo era en cierto modo —convino Karla—. Pero debes comprenderles. Es una época del año muy importante para ellos. Regresan a su pasado y vuelven a ser lo que eran. Unos grandes guerreros que se pasan la vida combatiendo entre sí. Olam es una especie de jefe y hechicero. Todos le reverencian y temen ofenderle. Creen que está en contacto con los espíritus. Es un anciano muy respetado. Le ofrecen regalos en forma de comida y le regalan el producto de su trabajo. Lleva una existencia muy cómoda y por nada del mundo quisiera cambiarla. No cabe duda de que es muy listo. Se ha situado por encima de los demás. Es posible que ahora espere que la pierna de Jaco no se recupere. Él no hubiera podido obrar semejante milagro. Por consiguiente, se comprende que prefiera que otros tampoco puedan obrarlo.

—¿Quieres decir que intentará impedir que el niño se cure? —preguntó Tamarisk.

—Tiene cierto poder sobre esta gente —contestó Karla—. Hace algún tiempo, le dijo a un hombre que iba a morir y aquella misma noche el hombre murió.

—¿Y eso cómo es posible? —preguntó Tamarisk.

Karla se encogió de hombros.

—No lo sé… sólo sé lo que ocurrió. Puede que el hombre muriera porque creía ciegamente en Olam.

—Pero ahora —dijo mi padre— estos nativos ya se están alejando de las supersticiones de su pasado. Ahora que los transbordadores y los barcos llegan hasta aquí, el nuevo mundo lo está invadiendo todo y las antiguas costumbres están desapareciendo.

—Así es —dijo Karla—. Sin embargo, no haría falta gran cosa para que regresaran al pasado. Es necesario que no le ocurra nada a Jaco. Su pierna tiene que sanar, de lo contrario…

—¿Quieres decir que Luke correría peligro? —preguntó Tamarisk, alarmada.

—Nosotros no permitiríamos que muriera, pero ellos lo esperarían. Los juramentos son sagrados.

Me horroricé al escuchar aquellas palabras.

—Hay que vigilar a Jaco noche y día —dijo Tamarisk.

—Así se hará —dijo Karla.

—Tienes que asegurarte de que no le metan en la cabeza ideas extrañas —insistió mi padre.

—Todo irá bien —dijo Karla—. No me cabe la menor duda.

Levantó su copa y todos bebimos.

De nada nos hubiera servido irnos a la cama. Por consiguiente, nos pasamos un rato hablando de cuestiones intrascendentes, pero yo no podía quitarme de la cabeza el recuerdo de aquella escena por mucho que intentara disimularlo.

Ya estaba a punto de amanecer y los tambores sonaban sin cesar.

*****

A la mañana siguiente, Karla, Tamarisk y yo nos dirigimos a la misión. Tal como nos había ocurrido a nosotras, los tres misioneros tampoco habían dormido aquella noche. Los hermanos Havers parecían un poco cansados, pero Luke ofrecía un aspecto normal.

—¡Menuda nochecita! —Exclamó Luke—. ¡Aquel viejo con su pintura de guerra! ¡Vaya una pinta! Al principio, me pareció que los antiguos britanos habían llegado a Casker’s con sus tintes azules a base de hierbas.

—Menos mal que se fueron —dijo John—. En determinado momento, pensé que iban a entrar por la fuerza para llevarse a Jaco.

—¿El niño sabe algo? —preguntó Karla.

—No sabe nada —contestó Muriel—. Nos pareció más conveniente no decirle nada.

—Estoy segura de que estarás de acuerdo, Karla —dije yo—. Hemos decidido impedir que tenga contactos con nadie hasta que se le cure la pierna.

—Puede que eso sea un poco difícil —dijo John.

—No lo será si lo convertimos en una norma, en una parte de la cura milagrosa —replicó Luke.

—Temo que Olam haga algo para evitar que el niño se cure —dijo Karla.

—¿Por qué? —preguntó John.

—Porque no quiere que nadie haga cosas que él no puede hacer.

—Si todo va bien, les podremos mostrar lo que somos capaces de hacer por Jaco y eso redundará en beneficio de la misión —dijo Luke, mirando emocionado a los demás mientras en sus ojos se encendía un rayo de esperanza.

—Sí —convino Karla—, eso cambiaría mucho las cosas. Les demostraría que tiene algo que ofrecer y se ganaría su respeto.

—Pero ¿y si algo fallara? —murmuró Tamarisk, mirando a Luke con temor.

—Entonces —dijo Luke— iré a ver al viejo Olam y le preguntaré cuál de sus lanzas quiere que me lleve a la selva.

—¡No se lo tome a broma! —dijo Tamarisk casi enfadada.

—Todo irá bien —aseguró Muriel con absoluta convicción—. Es una fractura sencilla y yo impediré todas las visitas hasta que sepa que el niño ya está curado.

*****

A lo largo de una semana, recibimos noticias diarias de la misión. Karla preparaba platos especiales para Jaco y el niño se lo estaba pasando muy bien. Jamás en su vida lo habrían mimado tanto. Seguramente debía de pensar que no era un mal negocio romperse una pierna. Las comidas regulares en la misión y las exquisiteces que le enviaba Karla lo estaban dejando como nuevo. Había engordado y le brillaban los ojos, lo cual significaba que gozaba de buena salud y estaba aprovechando la atención que recibía.

Tamarisk y yo estuvimos presentes cuando le quitaron las tablillas. Había sanado por completo y ya no quedaba la menor señal de la fractura. Tenía las extremidades anquilosadas y necesitaba hacer unos cuantos ejercicios que Muriel le indicó… pero allí estaba él sin ninguna huella de la caída.

Siguiendo el consejo de Karla, decidimos dar el mayor realce posible al acontecimiento. De esta manera, quedaría grabado más fácilmente en la memoria de todos. Se envió un cortés mensaje a Olam. Aquel mismo día a la puesta del sol, si él tuviera la amabilidad de acudir a la casa de la misión, el niño Jaco sería entregado a su pueblo.

¡Qué espectáculo tan impresionante! Olam se presentó pintarrajeado y emplumado en compañía de sus seguidores, provistos de lanzas y antorchas como la otra vez.

Primero, por sugerencia de Karla, se ofreció un regalo a Olam. Era una figura de porcelana que representaba a un tigre y que ella había llevado consigo para tal fin. Olam lo aceptó complacido y le ofreció a su vez a Luke un collar de huesos con un colgante que él mismo le colocó alrededor del cuello.

Karla, Tamarisk, los hermanos Havers y yo contemplamos el desarrollo de la ceremonia desde la galería. Luciendo el collar, Luke subió los peldaños de la galería, entró en la casa y salió tomado de la mano de Jaco. El niño, que había engordado un poco desde la última vez que lo habían visto, parecía disfrutar de una excelente salud y estaba encantado de ser el centro de la atención de todo el mundo. De pronto, pegó un brinco, dio una voltereta y echó a correr hacia su gente.

Se oyó un murmullo de asombro. Después se produjo un profundo silencio mientras los hombres inclinaban las cabezas y volvían a levantarlas a los pocos segundos para mirar a Luke a quien consideraban el artífice de aquel milagro. A la pobre Muriel, que había reducido la fractura con tanta habilidad, nadie le hacía el menor caso.

Pero a ella le daba igual. Yo sabía que estaba muy preocupada por el hecho de que Luke se hubiera comprometido con alguien a quien ella consideraba un salvaje.

Por suerte, todo se había resuelto favorablemente y nosotros estábamos muy satisfechos.

Regresamos juntos a la sala de la misión que ahora ofrecía un aspecto muy distinto gracias a los jarrones de flores, que parecían ocupar todos los espacios posibles.

Nos sentamos alrededor de la mesa y Luke nos miró a todos sonriendo.

—Todo ha salido maravillosamente bien —dijo—. Cada cual ha interpretado el papel que le correspondía, incluso el joven Jaco.

—Es lo mejor que hubiera podido ocurrirle a la misión —dije yo.

Luke miró con una sonrisa a Tamarisk.

—Hay otras cosas buenas —dijo.

Todos nos reíamos tal vez en exceso, probablemente porque lo habíamos pasado muy mal en determinados momentos y necesitábamos desahogarnos. Fue, en realidad, una risa de alivio.

No pude evitar preguntarme qué hubiera ocurrido si algo hubiera fallado y la pierna de Jaco no hubiera sanado. Lo mismo debía de haber pensado Tamarisk, pues ésta le dijo a Luke con la cara muy seria:

—Procure de ahora en adelante no hacer juramentos precipitados en presencia de curanderos, brujos o como se llamen.

*****

El drama de la pierna de Jaco lo había dominado provisionalmente todo. Ahora que el niño ya estaba curado, los días parecían vacíos. Me di cuenta de pronto de que llevaba mucho tiempo lejos de casa. Esperaba que, cuando llegara el transbordador, hubiera alguna carta para mí, pero el correo tardaba tanto que las noticias de las cartas ya eran antiguas cuando nosotras las recibíamos.

Pasaba largas horas con mi padre, el cual gustaba de sentarse en el jardín desde donde se podía ver el mar y a los hombres sentados en la playa con los ojos perdidos en el horizonte, esperando la llegada de los transbordadores.

Mi padre me contó que, cuando llegó a la isla, aún no estaba totalmente ciego. Conservaba un vago recuerdo del mar y la playa y le era fácil imaginarse la escena. Un día me dijo:

—Aquí no eres feliz, hija.

Solía llamarme «hija» como si disfrutara pronunciando aquella palabra.

—Tú y Karla habéis sido muy buenos conmigo. Habéis hecho todo lo posible…

—Pero no ha sido suficiente y nunca lo será. Tu corazón está en Harper’s Green. Lo sabes tan bien como yo.

Guardé silencio.

—Tienes que regresar —añadió mi padre—. Nunca se resuelve nada por medio de la huida.

—Tú ya lo sabías todo antes de que yo viniera —le dije—. Tía Sophie te contó muchas cosas sobre mí.

—Sí, es verdad. Nunca me contó el incidente de Barrow Wood. Seguramente pensó que me disgustaría demasiado. Sophie siempre ha querido protegerme.

—Hubieras tenido que regresar junto a ella.

Mi padre sacudió la cabeza.

—No… porque necesitaba que me cuidaran. ¿Cómo hubiera podido yo hacer eso?

—No hace falta que te preguntes el por qué. Ella hubiera cuidado de ti.

—Lo sé. Pero yo no podía consentir que lo hiciera.

—Ni siquiera sabe que estás ciego.

—No.

—Cuando vuelva, ¿te importará que se lo diga?

—Debes decírselo. Pero dile que soy bastante feliz. Dile que, aunque no puedo ver, tengo muchas cosas en la vida por las que vivir. Los sufrimientos tienen sus compensaciones. Tengo un oído mucho más fino que antes, distingo todas las pisadas, las inflexiones de las voces. Y me divierto mucho. No permitas que se aflija por mí.

—No lo permitiré. Le diré que, a pesar de tu ceguera, no eres desdichado.

—Y es cierto. No hubiera podido pedir mejores cuidados. Háblale de Karla. Lo comprenderá. Me conoce muy bien. Sabe en su fuero interno que nuestras relaciones no hubieran dado buen resultado. Yo nunca hubiera sentado la cabeza. Creo que tú ahora lo comprendes.

—Me parece que sí.

—He sido un bribón. Jamás hubiera sentado la cabeza a no ser que no hubiera tenido más remedio… tal como me ha ocurrido ahora. Ya has visto mi vida aquí. No es del todo mala, ¿verdad? El viejo de la isla. No, ése es Olam. Pero soy dueño de todo lo que veo porque no veo nada. Así es la vida. Karla es adecuada para mí. Me comprende y me aprecia. Nos parecemos en cierto modo. Un moralista diría que no está bien, pero yo he sido feliz en la vida. No es justo, ¿verdad? ¡Tu pobre madre! Fue buena, pero tuvo una existencia desgraciada.

—Ponía el corazón en las cosas que no tienen importancia. Echaba de menos la grandeza de antaño. Por eso era desgraciada. Al final, eso la mató.

Recordé el día en que mi madre se enfadó porque no podría arreglar las flores de la iglesia. Y no porque semejante tarea le gustara demasiado; lo que ella quería era que la reconocieran como la señora de la mansión… a pesar de no serlo.

—¿Lo ves? Así es la vida —dijo mi padre—. Lo que es bueno para uno no lo es para otro. Puede que influya también la suerte y yo he tenido mucha suerte. Aquí estoy, ciego y con una despreocupada juventud a mi espalda, y, sin embargo, tengo a alguien que cuida de mí. ¿No te parece que soy un hombre afortunado?

—Sí, lo eres, pero puede que te lo merezcas.

Mi padre, divertido, soltó una sonora carcajada.

—Me parece una curiosa forma de justicia. Estoy todo lo contento que podría estar dadas las circunstancias y me paso la vida en estado contemplativo, viviendo a través de las existencias de los que me rodean. Puede que no sea mala idea. Lo cual me lleva a ti y a tus asuntos. ¿Qué vas a hacer?

—No pienso en otra cosa.

—Lo sé.

—Tendré que regresar.

—Tienes que volver —dijo mi padre, asintiendo con la cabeza—. Quieres a este hombre y eres capaz de sentir verdadero amor, este amor que perdura y es fiel. En realidad, es el mejor que puede haber. El otro… bueno, puede que resulte divertido, satisfactorio y emocionante, pero las personas auténticamente afortunadas son las que encuentran el verdadero amor. Y creo que tú y Crispin lo habéis encontrado. ¿Vas a dejar que se te escape entre los dedos? Yo no lo haría. Pero puede que yo no sea un buen ejemplo. No debes permitir que los obstáculos se interpongan en el camino de tu amor.

—Crispin está firmemente decidido a encontrar algún medio.

—Y lo encontrará, pero tú estás preocupada por una faceta de su carácter… por un misterio que no comprendes. Tal vez es por eso por lo que te fascina. A fin de cuentas, siempre es emocionante descubrir nuevas profundidades en los seres que nos rodean. Por eso las nuevas amistades resultan tan divertidas. Puede que las personas se cansen las una de las otras porque no hay suficientes sorpresas. Tú sigues preocupada por el misterio del hombre asesinado entre los arbustos. Crees que Crispin te oculta algo y sospechas que tal vez cometió ciertas acciones, pero, a pesar de lo que haya podido hacer, le sigues amando, ¿verdad? Has venido aquí y te has dado cuenta de que, a pesar de lo que haya hecho, no puedes ser feliz sin él. Mi querida hija, eso es suficiente. Tú le quieres.

—¿Y tú… crees que eso es suficiente?

—Estamos hablando de amor… de verdadero amor. Eso tiene que prevalecer sobre todo lo demás. Es lo más importante del mundo.

—O sea que tengo que regresar a casa.

—Ahora vete a tu habitación —me dijo mi padre—. Y escribe estas cartas. Escribe a Crispin y a Sophie y diles que regresas a casa —su rostro se entristeció levemente—. Te echaré de menos. Todo eso será muy aburrido sin ti. Karla también te echará de menos. Le ha encantado tenerte aquí… en parte por el placer que eso me ha deparado a mí, pero también porque os aprecia tanto a ti como a la alegre Tamarisk. Diles que vuelves a casa y pronto estarás de nuevo con ellos.

Le arrojé los brazos al cuello y él me estrechó con fuerza.

—Dile a Sophie que soy un anciano ciego —añadió—. Mis días de aventurero ya han tocado a su fin. Háblale de Casker’s. Dile que aquí estoy bien, lejos de mi tierra. Dile que pienso en ella cada día y que es la mejor amiga que jamás he tenido.

Me retiré a mí habitación y escribí las cartas. Estarían listas cuando llegara el transbordador.

*****

Al terminar, me dirigí a la habitación de Tamarisk. La había oído regresar mientras escribía.

Sabía que había estado en la misión.

—Tamarisk —le dije—, he decidido volver a casa. Me miró fijamente.

—¿Cuándo? —preguntó.

—Tan pronto como sea posible. Les acabo de escribir para decírselo.

—Ha sido muy de repente, ¿no?

—En realidad, no tanto. Llevo mucho tiempo pensándolo.

—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?

—Ya no quiero prolongar mi estancia aquí por más tiempo. Quiero estar en casa. Se lo he dicho a mi padre y lo comprende.

—Pues yo no pienso irme —dijo Tamarisk, mirándome fijamente.

—¿Quieres decir que…?

—Quiero decir que me quedo. No pienso volver a Harper’s Green, donde todo el mundo me mira y se pregunta si he matado a Gaston.

—No pensaban tal cosa.

—A veces creo que sí. No quiero irme. Me gusta vivir aquí.

—Pero, Tamarisk, piensa que eso es una novedad de momento.

—Ya no lo es. Es interesante… la misión, estas gentes, el brujo emplumado.

—Todo eso parece muy alejado de la realidad.

—Para mí es real y, en cualquier caso, no pienso irme. Si te vas, tendrás que irte sola.

—Comprendo.

—Supongo que no pensabas decidir por tu cuenta lo que tú querías hacer y después decirme a mí: «Vamos, tenemos que irnos».

—De ninguna manera.

—Pues lo parece. Muy bien. Vete. Yo me quedo.

—¿Estás segura, Tamarisk?

—Totalmente —tras una pausa, Tamarisk añadió—: Puede que me resulte un poco difícil. No podré vivir en esta casa, ¿verdad? Estoy aquí contigo… como invitada. Si tú te vas, yo no podré quedarme. Y en la misión no hay mucho sitio.

—Supongo que podrás seguir viviendo aquí.

—Hasta que encuentre algo.

—¿Encontrar algo? ¿Dónde? ¡Hablas como si eso fuera Inglaterra y hubiera patronas que alquilaran habitaciones!

—Puede que Karla me ceda una habitación. Tendrás que viajar sola.

—Puedo hacerlo.

—Se sale un poco de lo corriente.

—Creo —dije yo— que algunas veces hay que salirse de lo corriente.

Vi que estaba firmemente decidida a quedarse. Por nada del mundo quería abandonar Casker’s Island.

*****

Cuando se lo dije a mi padre, éste me contestó con una sonrisa:

—No me sorprende.

Karla también recibió la noticia con calma. Me pregunté si habría comentado mí situación con mi padre. Le dije que Tamarisk no sabía si podría seguir viviendo allí cuando yo me fuera y Karla me contestó inmediatamente:

—Podrá quedarse aquí. ¿Por qué no?

—Ella pensaba que estaba aquí como invitada porque me acompañaba a mí y era lógico que se alojara en el mismo lugar que yo. Cree que, no estando yo aquí, ella no debería quedarse y convendría que se buscara otro alojamiento. ¿Y dónde lo podría encontrar?

—Me gusta tener invitados —dijo Karla— y ella siempre será bien recibida.

—Imagínate —dijo mi padre—. Nos enteraremos de todas las noticias de la misión por vía directa. Tiene que quedarse aquí. Por cierto, tengo que decirte una cosa. Le he escrito a una amiga mía de Sidney… una antigua amiga a la que en otros tiempos conocí muy bien. Tiene un hijo en Londres al que visita de vez en cuando. En realidad, siempre busca una excusa para cruzar el mar e ir a verle. Le he sugerido que viaje contigo. Ella reservará los pasajes y podréis viajar juntas. Sibyl es muy simpática. Te gustará.

—Me parece estupendo.

—Espero saber algo de ella cuando llegue el próximo transbordador. Entonces nos pondremos en acción.

Había llegado el transbordador. Lo vi desde la casa donde estaba sentada en compañía de mi padre.

—Ya me lo imagino —dijo mi padre—. La emoción de la llegada. Traerá sin duda una carta de Sibyl. Me consolaría mucho saber que viajáis juntas. Si ella no puede, supongo que no serás la primera mujer que viaje sola a Inglaterra, querida. Lo sabremos hoy mismo, a última hora o tal vez mañana por la mañana. Tardan mucho tiempo en clasificar la correspondencia.

Desembarcaron dos pasajeros. Me pregunté si sólo pasarían un día en la isla y después se irían de nuevo en el transbordador. Me imaginé a los vendedores callejeros frotándose las manos y haciendo ofrendas a los espíritus en la esperanza de poder obtener unas buenas ganancias.

*****

Oí el rumor de unas ruedas acercándose a la casa y salí para ver qué ocurría. Vi a una mujer sentada en el carro en medio de varias maletas. Lucía un incongruente vestido de seda azul que debía de ser el último grito de la moda y se tocaba con un sombrero de paja rematado por algo que debía de ser un pájaro imaginario… o, por lo menos, yo no supe identificarlo como perteneciente a ninguna especie que yo conociera.

Al verme, esbozó una alegre sonrisa.

—Creo que tú debes de ser Frederica. Soy Sibyl Fraser. Encantada de conocerte. Como vamos a ser compañeras de viaje, será mejor que empecemos a conocernos —dijo, descendiendo del carro—. Me pareció más fácil venir yo aquí. Podemos tomar el próximo transbordador que vendrá dentro de tres o cuatro días. Eso te dará tiempo para hacer los preparativos de última hora. Me gusta disponer de tiempo suficiente. No soporto las prisas.

—Pase —le dije—. Mi padre estará encantado de verla.

Karla salió y yo le expliqué:

—Es la señora Sibyl Fraser, que ha venido para acompañarme a Inglaterra.

—Supongo que no me esperaban —dijo la señora Fraser—. Me pareció más fácil venir que escribir. He reservado pasaje en el Star of the Seas. Zarpa a principios del mes que viene; por consiguiente, no hay tiempo que perder.

*****

Agradecí la presencia de Sibyl Fraser. Era una compañera muy alegre y despreocupada… justo lo que yo necesitaba en aquellos momentos. Estaba firmemente decidida a cuidar de mí, dijo, porque su queridísimo amigo Ronald Hammond se lo había pedido.

—Haría cualquier cosa por Ronnie —aseguró—. Lo que fuera. Y no es que eso sea una tarea desagradable, querida. Muy al contrario. Me encanta estar contigo y es bonito tener una excusa para ir a ver a mi Bertie.

Yo había averiguado su historia en un santiamén porque Sibyl hablaba sin cesar, sobre todo de sí misma, lo cual era un gran alivio para mí en aquellos momentos.

Tenía mucho éxito cuando vivía en Londres y la habían nombrado la Muchacha del Año cuando se presentó en sociedad.

—Entonces yo era más joven, querida, y esperaban que me casara con un duque o un conde o, por lo menos, con un baronet. Pero me enamoré de Bertram Fraser… un diamante en bruto, pero de quilates. Era riquísimo, querida, gracias a las minas de oro de Australia. Era propietario de varias minas y yo le acompañé encantada. Mi familia sufrió una decepción porque esperaba para mí una corona nobiliaria, pero el dinero lo compensaba con creces.

—Parece que todo le salió a pedir de boca —dije yo.

—En efecto, querida. Pero yo siempre digo que la vida se la hace una misma. Tenía a mi Bertram y pronto nació el pequeño Bertie. ¿Qué más podía pedir una mujer? Todo era una maravilla después de las penalidades pasadas. La nuestra era una buena familia, pero venida a menos. Teníamos que hacer mil sacrificios para guardar las apariencias, pero, de pronto, ¡sucedió el milagro! Bastaba con que yo quisiera algo para que en seguida fuera mío.

—Una gran compensación a cambio de la pérdida de una corona nobiliaria —dije.

—¡Exactamente! Sobre todo, teniendo en cuenta que el partido que me habían buscado era un vejestorio de cincuenta años. Bertram y yo éramos inmensamente felices, pero, de pronto, mi marido se mató. Fue en una de sus minas. Bajó para ver algo y se produjo un derrumbamiento. Nos dejó su fortuna a Bertie y a mí. Quedé destrozada, pero yo no soy de ésas que se pasan la vida llorando. Había perdido a Bertram, pero me quedaba el pequeño Bertie.

—Y su fortuna —le recordé yo.

—En efecto, querida. Vivíamos en Melbourne para estar cerca de las minas, pero teníamos una casa en Sidney y nos mudamos allí porque me era más cómodo. Yo viajaba mucho y precisamente durante el viaje a Egipto conocí a tu padre. Fue unos seis años después de la muerte de Bertram. Nos hicimos amigos… muy buenos amigos, y hemos conservado la amistad desde entonces. Nuestras relaciones eran siempre muy placenteras y nos hemos reunido mucho a lo largo de los años… en distintos lugares. Un buen amigo siempre es un buen amigo. Recibí la carta y me enteré de que se había quedado ciego y de que Karla lo cuidaba. La conoció en Egipto. Ella es muy buena y lo atiende muy bien. Se encarga de todo, ¿verdad? Incluso le escribe las cartas. Él siempre encontrará a alguien que quiera cuidar de él. Yo también lo haría.

—Mi padre tiene mucha suerte de contar con tan buenos amigos.

—Él es así. Yo sabía que tenía una hija. Solía hablarle de Bertie. Bertie estudió en Inglaterra, hizo muchas amistades allí, visitó muchos lugares, conoció a la que sería su esposa y se quedó a vivir allí. Es natural. A él no le interesaban las minas de oro. Y yo no quería que siguiera en el negocio después de lo que le había ocurrido a su padre. Por consiguiente, fijó su residencia allí con su mujer y su familia. Sí, ya soy abuela, pero no se lo digas a nadie, por favor. Voy a verles siempre que puedo. Es una buena excusa. Cuando te haya dejado en tu casa, me quedaré con Bertie y su familia.

—Es usted muy amable al hacer todo esto por mi padre.

—Haría mucho más por él. Es uno de los mejores. Todos le queríamos mucho; por consiguiente, será verdad que se lo merece.

—Sí, yo así lo creo.

—Lo hago también por mí.

La despedida entre mi padre y yo fue muy emocionante. La víspera de la llegada del transbordador que nos conduciría a Cato Cato permanecimos levantados hasta muy tarde.

Mi padre se puso muy sentimental. Me dijo que se alegraba mucho de mi visita y que siempre había pensado en mí a lo largo de los años. Antes de irse de casa, se había acercado a mi cuna.

—Eras una criatura preciosa. No podía soportar la idea de dejarte. Sophie… mi querida Sophie… se ha mantenido en contacto conmigo durante todos estos años. Me alegré mucho al saber que te ibas a vivir con ella.

—Creo que tú hubieras tenido que regresar junto a ella —dije yo—. Ella te hubiera perdonado que la hubieras rechazado al principio.

—No. Yo no era digno de Sophie. Fue mejor así.

—Puede que venga a verte otra vez.

—Con tu marido. Me encantaría. Ahora es mi mayor deseo.

Cuando zarpó el transbordador, mi padre permaneció en la orilla y yo comprendí que se estaba imaginando la escena. Estaría viendo mentalmente mi tristeza por el hecho de dejarle, pero al mismo tiempo mi ansia por regresar junto a mi enamorado.

Karla se encontraba a su lado. Vi que lo tomaba de la mano en un gesto con el cual me quería decir que cuidaría de él mientras la necesitara. Era ella la que le escribía las cartas a Sophie puesto que mi padre no podía hacerlo, copiando su caligrafía para que mi tía no se enterara de su dolencia. Había cuidado de él en todo y lo seguiría haciendo.

Tamarisk también acudió a despedirme. Me reprochaba que me fuera.

—Espera un poco —me había dicho—. No llevamos mucho tiempo aquí.

Le contesté que llevábamos demasiado tiempo lejos de casa.

—Yo no puedo irme todavía, Fred —me dijo—. Debes comprenderlo.

—Te comprendo y tú debes comprender por qué tengo que irme yo.

Hizo pucheros según su costumbre y yo me pregunté cuánto le duraría el interés por la isla.

En la playa estaban también los Havers con Luke y Jaco junto con casi todos los niños de la isla. Querían ver zarpar el transbordador, naturalmente, pero creo que aquel día había más gente que de costumbre.

La tristeza me invadió cuando la isla se perdió en el horizonte. Tuve la sensación de que una parte de mi vida había desaparecido para siempre y, pensando en aquel extraño entreacto, me pareció que había vivido un sueño.

Al día siguiente llegamos a Cato Cato, donde pasamos dos noches en el mismo hotel en el que yo me había alojado a la ida.

Sibyl Fraser era una experta viajera y, al llegar a Sidney, ya lo tenía todo dispuesto para que pasáramos allí uno o dos días mientras esperábamos la llegada del Star of the Seas.