Mis compañeras de clase ya habían tomado el té en los Rowans y en St. Aubyn’s. Ahora le tocaba el turno a Bell House. Tamarisk buscó un pretexto para no ir y, por consiguiente, yo fui la única invitada.
Nada más entrar al jardín, experimenté una punzada de inquietud. Pasé por delante del banco de madera donde me había sentado el día en que esperaba a Rachel y su tío se acercó para conversar conmigo. Esperaba no tener que verle aquel día.
Toqué el timbre y me abrió una criada.
—Es usted la joven amiga de la señorita Rachel —me dijo—. Pase, por favor.
Me acompañaron cruzando la sala hasta una estancia cuyas ventanas con parteluces daban a un prado. Las cortinas eran gruesas y oscuras, por lo que apenas permitían la entrada de la luz. Inmediatamente observé el cuadro de la crucifixión de la pared. Me llamó la atención porque era muy realista. Se distinguían perfectamente los clavos de las manos y los pies y la roja sangre chorreando a su alrededor. Me horroricé tanto que no pude mirarlo. Había otra pintura de un santo, supongo, pues tenía una aureola alrededor de la cabeza: estaba traspasado por numerosas flechas. Otra mostraba a un hombre atado a una estaca, de pie en el agua. Comprendí que su destino sería ahogarse poco a poco cuando subiera la marea. El tema de todas aquellas imágenes parecía ser la crueldad humana. Me estremecía, pensando que la lobreguez de aquella estancia habría sido decretada sin duda por el señor Dorian.
Entró Rachel y su rostro se iluminó al verme.
—Me alegro de que Tamarisk no haya podido venir —dijo—. Se burla de todo.
—No le hagas caso —dije yo.
—No quiero hacérselo, pero me es imposible —replicó Rachel—. Vamos a tomar el té aquí. Vendrá mi tía para saludarte.
Esperaba que el tío no apareciera.
Poco después apareció tía Hilda. Era una mujer alta y más bien angulosa. Llevaba el cabello recogido hacia atrás, pero, aun así, su rostro no resultaba severo. Se la veía inquieta y más bien vulnerable, muy distinta de su esposo, tan seguro de sí mismo y de su propia bondad y rectitud.
—Tía Hilda —dijo Rachel—, te presento a Frederica.
—¿Cómo estás? —dijo tía Hilda, estrechando mi mano con la suya muy fría—. Rachel me dice que os habéis hecho muy amigas. Me alegro de que hayas venido a visitarnos. Ahora tomaremos el té.
Lo sirvió la criada que me había abierto la puerta, junto con pan, mantequilla, bollos y tarta de semillas aromáticas.
—Aquí en esta casa siempre rezamos una oración antes de las comidas —me explicó tía Hilda, hablándome como si repitiera una lección.
La oración fue muy larga y en ella se expresó la gratitud de los miserables pecadores por los favores recibidos.
Tras servir el té, tía Hilda me hizo varias preguntas sobre mi madre y quiso saber qué tal me encontraba en Harper’s Green.
Todo aquello estaba resultando muy aburrido en comparación con el té de St. Aubyn’s. Pensé que ojalá Tamarisk estuviera con nosotras; a pesar de que a veces era muy mal educada, por lo menos animaba las reuniones.
Para mi consternación, cuando ya estábamos a punto de terminar el té, entró el señor Dorian.
Nos estudió con interés y advertí que sus ojos se posaban en mí.
—Ah —dijo—, un té.
Tuve la sensación de que tía Hilda se sentía un poco culpable, como si la hubieran sorprendido en mitad de una bacanal; sin embargo, el señor Dorian no parecía enojado. Permaneció de pie, frotándose las manos. Las debía de tener muy secas, pues producían un leve crujido que a mí se me antojaba repugnante.
—Supongo que debes de tener aproximadamente la misma edad que mi sobrina —dijo, sin quitarme los ojos de encima.
—Tengo treces años.
—Todavía una niña. En el umbral de la vida. Descubrirás que la vida está llena de peligros, querida. Tendrás que estar en guardia contra el demonio y todas sus malas artes.
Habíamos dejado la mesa y estábamos sentadas en el sofá. El señor Dorian se acomodó muy junto a mí.
—¿Rezas tus oraciones todas las noches, querida? —me preguntó.
—Bueno… yo…
El señor Dorian agitó un dedo y me rozó levemente la mejilla con él. Yo me eché un poco hacia atrás, pero él no pareció darse cuenta. Sus ojos brillaban intensamente.
—Tienes que arrodillarte junto a la cama… cuando ya te hayas puesto el camisón —añadió. La punta de su lengua asomó fugazmente y rozó su labio superior antes de volver a ocultarse—. Y pedirle a Dios que te perdone los pecados que hayas podido cometer durante el día. Eres joven, pero los jóvenes pueden pecar mucho. Recuerda que podrías tener que comparecer en presencia de tu Creador en cualquier momento. «En plena vida ya estamos en la muerte». Tú… sí, incluso tú, hija mía, podrías ser conducida con tus pecados en presencia de tu Creador.
—No se me había ocurrido pensarlo —dije, tratando de apartarme de él sin que se notara.
—No, en efecto. Por consiguiente… todas las noches tienes que arrodillarte junto a tu cama cuando ya te hayas puesto el camisón, y rezar para que todas las cosas malas que hayas hecho… o pensado durante el día te sean perdonadas.
Me estremecí. Tamarisk se hubiera reído sin duda de todo aquello. Me hubiera mirado y hubiera hecho una de sus muecas habituales. Hubiera dicho que aquel hombre estaba «chiflado»… tan chiflado como la pobre Flora, aunque de otra manera. Él hablaba de los pecados y Flora pensaba que su muñeco era un niño, eso era todo.
Estaba deseando marcharme de aquella casa y no volver nunca más. No comprendía por qué razón me daba tanto miedo aquel hombre… pero estaba claro que me lo daba.
Le dije a tía Hilda:
—Muchas gracias por invitarme. Mi tía me estará esperando y creo que ya debo irme.
Parecía una excusa muy endeble. Tía Sophie sabía dónde estaba y todavía no me esperaba. Pero necesitaba marcharme de aquella casa.
Tía Hilda, muy cohibida en presencia de su marido, pareció lanzar un suspiro de alivio.
—Bueno, pues no quiero entretenerte, querida —dijo—. Me he alegrado mucho de que vinieras. Rachel, ¿quieres acompañar a nuestra invitada a la puerta? Rachel se levantó de un salto.
—Adiós —dije yo, tratando de no mirar al señor Dorian.
Fue un alivio poder escapar. Hubiera deseado echar a correr. Experimenté el repentino temor de que el señor Dorian me acompañara y me siguiera mirando de aquella manera tan rara mientras me hablaba de mis pecados.
Rachel me acompañó hasta la verja.
—Espero que te haya gustado —me dijo.
—Oh, sí… sí… —mentí.
—Ha sido una lástima…
Rachel no añadió más, pero yo comprendí a qué se refería. Si el señor Dorian no hubiera entrado en la estancia, hubiera sido un té normal.
—¿Siempre dice estas cosas… sobre los pecados y demás? —pregunté.
—Verás, es que él es muy bueno, ¿sabes? Va a la iglesia tres veces los domingos, a pesar de que el reverendo Hetherington no le gusta demasiado. Dice que está excesivamente inclinado hacia el papismo.
—Me parece que, a su juicio, todo el mundo es pecador.
—Porque así es la gente.
—Pues yo prefiero que las personas no sean tan buenas. Debe de ser muy aburrido.
Me detuve porque estaba hablando más de la cuenta. Al fin y al cabo, Rachel tenía que vivir en aquella casa con él.
Al llegar a la verja, me volví para contemplar el edificio y tuve la siniestra sensación de que él me estaba mirando desde una de las ventanas. Estaba deseando echar a correr para interponer la mayor distancia posible entre aquella casa y mi persona.
—Adiós, Rachel —dije antes de irme.
El viento en el rostro me resultaba agradable. Pensé que él jamás podría correr tanto como yo. Jamás conseguiría alcanzarme, por mucho que lo intentara.
No me fui directamente a casa. Aquel hombre me había dejado una huella tan profunda que necesitaba borrarla, pero me fue imposible. El recuerdo perduraba. Las manos secas que crujían cuando se las frotaba, la intensa mirada de sus ojos con aquellas pestañas tan claras que apenas se veían, su manera de humedecerse los labios cuando me miraba. Todo me causaba inquietud.
¿Cómo podía Rachel vivir en la misma casa con semejante hombre? Sin embargo, era su tío y no podía evitarlo. Pensé, como otras muchas veces, en la suerte que tenía de vivir con tía Sophie.
El hecho de correr de cara al viento pareció disipar mi desazón. Aquél era un lugar muy extraño… y también fascinante en cierto modo. Me daba la sensación de que podía ocurrir cualquier cosa… Flora Lane con su muñeco, el señor Dorian con… ¿qué era? No podía definirlo. Era simplemente la inquietante sensación de temor que experimentaba cuando se acercaba a mí, haciéndome anhelar las sensatas palabras de tía Sophie y su amorosa protección.
¡Qué suerte tenía yo de vivir con tía Sophie y qué pena me daba la pobre Rachel! En adelante, procuraría ser especialmente amable con ella para compensarla de los sinsabores de tener un tío como el señor Dorian.
Había recorrido un buen trecho y podía ver la casita de las hermanas Lane, pero no la parte de la fachada como de costumbre sino la parte de atrás.
Me encaminé hacia la casita. El jardín estaba rodeado por una valla por encima de la cual vi la morera de la que me había hablado Tamarisk. Sentada a su lado estaba Flora con un cochecito infantil de juguete en cuyo interior debía de estar el muñeco.
Me incliné sobre la valla para mirar. Ella me vio y me saludó.
—Hola.
—Hola —le contesté.
—¿Has venido a ver a Lucy? —me preguntó.
—No. Simplemente pasaba por aquí.
—La verja está allí… es la verja de atrás.
Me lo tomé como una invitación y, espoleada por mi invencible curiosidad, crucé la verja y me acerqué al lugar donde Flora estaba sentada.
—Ssss —dijo Flora—. Ahora está durmiendo. Se pone insoportable cuando lo despiertan.
—Lo comprendo.
Se corrió en el banco de madera para hacerme sitio a su lado.
—Es muy testarudo —añadió.
—Ya me lo figuro.
—No quiere ir a ninguna parte si no es conmigo.
—Su madre… —dije yo.
—No hubiera debido tener hijos. Las personas así… que se van a Londres… no deberían tenerlos, a mi modo de ver.
—No —dije yo.
Flora asintió con la cabeza, contemplando la morera.
—Ahí no hay nada —dijo.
—¿Dónde? —pregunté.
Me señaló el arbusto con la cabeza.
—Por mucho que digan… no hay que molestarlo.
—¿Por qué no? —pregunté, tratando de averiguar a qué se refería.
No hubiera tenido que hacer la pregunta. Flora se volvió a mirarme y entonces observé que sus ojos habían perdido la serenidad que tenían al principio.
—No —dijo—. No hay nada. No hay que hacerlo… Sería una equivocación. No debes hacerlo.
—Muy bien, pues —dije—. No lo haré. ¿Se sienta aquí a menudo?
Me miró con expresión trastornada y recelosa.
—Está bien… mi chiquitín. Duerme como un angelito. Se diría que ni la mantequilla podría fundirse en su boca —Flora soltó una risita—. Le tendrías que oír cuando parlotea. Va a ser un bribón de mucho cuidado. Conseguirá lo que quiera en la vida.
Lucy me habría visto desde unas de las ventanas de la casa. Salió y enseguida comprendí que no le gustaba verme hablar con su hermana.
—Es la sobrina de la señorita Cardingham, ¿verdad? —me preguntó.
Contesté que sí y le expliqué que pasaba por allí y que, al ver a Flora en el jardín, ésta me había invitado a entrar.
—Ah, qué bien. ¿Estaba usted dando un paseo?
—Vengo de Bell House y regresaba a casa.
—Qué bien.
Todo le parecía bien, aunque yo intuí que estaba nerviosa y deseaba que me fuera.
—Mi tía me estará esperando —dije.
—Entonces no debe hacerla esperar, querida —dijo Lucy con alivio.
—No. Adiós —añadí, mirando a Flora con una sonrisa.
—Aquí no hay nada… ¿verdad, Lucy? —preguntó Flora.
Lucy frunció el entrecejo como si no supiera muy bien a qué se refería Flora. Pensé que a menudo debía de decir cosas sin sentido.
Lucy me acompañó a la verja.
—Los Rowans no están lejos. ¿Conoce el camino?
—Sí. Ahora ya me oriento muy bien por aquí.
—Transmítale mis respetos a la señorita Cardingham.
—Lo haré.
Eché de nuevo a correr mientras el viento me alborotaba el cabello.
Qué tarde tan extraña, pensé. Había personas muy misteriosas por allí y aquella tarde había conversado con dos de las más raras y experimentaba la necesidad de regresar cuanto antes junto a la cordura de mi querida tía Sophie.
Me estaba esperando.
—Creía que ibas a regresar más temprano —me dijo.
—Vi a Flora Lane en el jardín de su casa y me entretuve un rato charlando con ella.
—¡Pobre Flora! ¿Qué tal fue la fiesta?
Vacilé sin saber qué contestar.
—Ya me lo figuraba —dijo mi tía—. Ya sé cómo son en Bell House. Lo siento por la pobre Hilda. Estas personas tan buenas que tienen un lugar asegurado en el cielo pueden ser un martirio para sus semejantes en la Tierra.
—Me preguntó si rezaba mis oraciones todas las noches. Y me ha dicho que tengo que pedir perdón por si moría por la noche.
Tía Sophie estalló en una carcajada.
—¿Le has preguntado tú si él hacía lo mismo?
—Supongo que sí. Rezan constantemente. ¡Oh, tía Sophie, cuánto me alegro de haber venido a vivir contigo!
Mi tía me miró complacida.
—Bueno, la verdad es que yo hago todo lo que puedo para que seas feliz y, aunque no recemos demasiado, confío en que podamos pasarlo bien. ¿Cómo estaba Flora? ¿Tan loca como siempre?
—Tenía un muñeco en un cochecito de juguete. Cree que es Crispin St. Aubyn.
—Eso es porque se imagina viviendo todavía en el pasado, cuando trabajaba como niñera. Cree que todavía está en la casa. La pobre Lucy tiene que hacer acopio de mucha paciencia. Pero Crispin St. Aubyn es muy bueno con ella. Creo que va a verla de vez en cuando. Se comprende, porque ella fue su niñera y él no recibió demasiado cariño de sus padres.
—Me habló de la morera y dijo que allí no había nada.
—Tiene la cabeza llena de fantasías. Bueno, si no voy a comprar algo, me parece que aquí tampoco habrá nada para cenar. Hoy Lily lo ha dejado todo en mis manos. ¿Te apetece venir conmigo?
—Oh, sí, por favor.
Bajamos a la tienda del pueblo tomadas del brazo.
Estaba muy contenta porque me daba cuenta de las desgracias que les pueden ocurrir a los niños cuando pierden a sus padres. Rachel había tenido que irse a vivir a Bell House con su tío Dorian; y Crispin y Tamarisk habían vivido como si fueran huérfanos porque sus padres no se ocupaban de ellos. Yo también había sido abandonada por mi padre y tenía una madre más preocupada por lo que había perdido que por la hija que tenía. Pero había tenido suerte, porque el destino me había enviado junto a tía Sophie.
*****
La señorita Lloyd y yo nos llevábamos muy bien y las clases me interesaban mucho más que a mis compañeras.
—Tenemos la historia a la puerta de nuestra casa, niñas —solía decir la señorita Lloyd—, seríamos unas necias si no aprovecháramos esta ocasión. Imaginaos, hace más de doscientos años había aquí unas personas… en esta misma mansión en la que ahora vivimos.
Mis respuestas le encantaban y puede que por eso decidiera un día dar lo que ella llamaba un paseo educativo, en lugar de permanecer sentadas en el aula como todas las mañanas.
Una mañana tomó el coche de dos ruedas y cruzamos el llano de Salisbury para dirigirnos a Stonehenge. Sentí una profunda emoción al verme rodeada por aquellas antiguas rocas mientras la señorita Lloyd me miraba complacida.
—Bueno, niñas —dijo la señorita Lloyd—, ¿no notáis el misterio… el prodigio de este eslabón que nos une al pasado?
—Oh, sí —contesté yo.
Rachel parecía perpleja y Tamarisk lo miraba todo con desprecio. ¿A qué venía tanto alboroto con un puñado de piedras por el simple hecho de que llevaran allí mucho tiempo? Adiviné que eso era lo que estaba pensando.
—Su edad se calcula entre y años a. de C. ¡Imaginaos, niñas! Estas piedras llegaron aquí antes de Cristo. La disposición de las piedras, colocadas según la salida y la puesta del sol, sugiere que ése era un lugar de culto al Sol. Quedaos quietas y contempladlo.
La señorita Lloyd me miró con una sonrisa, sabiendo que yo compartía su misma sensación de asombro.
Más tarde expresé mi interés por los vestigios de la antigüedad que nos rodeaban y la señorita Lloyd me facilitó unos libros para que los leyera. Tía Sophie me escuchó complacida cuando le describí la fascinación que me había producido Stonehenge y le expliqué que, según se creía, los druidas habían adorado allí a sus divinidades.
—Eran personas muy instruidas esos druidas, ¿sabes, tía Sophie? —le dije—. Pero ofrecían sacrificios humanos. Creían que el alma no moría sino que transmigraba de una persona a otra.
—No me gusta esta idea —dijo tía Sophie—. Y lo de los sacrificios humanos todavía menos.
—Debían de ser unos salvajes —terció Lily, que nos había oído hablar.
—Colocaban a las personas en unas jaulas que se parecían a las imágenes de sus dioses y las quemaban vivas —dije.
—¡Válgame Dios! —exclamó Lily—. Yo creía que iba usted a la escuela para aprender la lectura, la escritura y la aritmética, no para aprender cosas sobre un puñado de sinvergüenzas.
Me eché a reír.
—Eso es historia, Lily.
—Bueno, conviene saber cómo era aquella gente —añadió tía Sophie—. Te hace alegrar de no haber vivido en aquellos tiempos.
Tras la visita a Stonehenge, empecé a buscar huellas de las personas que habían vivido allí miles de años antes. La señorita Lloyd me alentaba a hacerlo y un día nos llevó a Barrow Wood, un bosque situado bastante cerca de los Rowans, cosa que yo celebré muchísimo.
—Se llama Barrow Wood —nos explicó la señorita Lloyd—, a causa de los túmulos que en él abundan. ¿Sabéis lo que es un túmulo, niñas? ¿No? Es una sepultura. Éstas de Barrow Wood se remontan probablemente a la Edad del Bronce. ¿No os emociona pensarlo?
—Sí —contesté yo.
En cambio, Tamarisk miró a su alrededor con expresión distante y Rachel frunció el ceño, tratando de concentrarse.
—Como veis —añadió la señorita Lloyd—, la tierra y las piedras han sido amontonadas en forma de montículos. Debajo de estos montículos están las cámaras mortuorias. Por la disposición de las sepulturas, supongo que estas personas debían de ser importantes. Y después plantaban árboles alrededor. Sí, ése debió de ser un lugar especial… un santuario. Las personas enterradas aquí eran probablemente sumos sacerdotes, druidas de la clase dirigente y cosas por el estilo.
Yo estaba entusiasmada, porque podía ver Barrow Wood desde la ventana de mi dormitorio.
—Por eso el lugar se llama Barrow Wood, es decir el Bosque de los Túmulos.
A partir de aquel día, adquirí la costumbre de acudir allí. Lo tenía tan cerca que me resultaba muy fácil. Me sentaba y contemplaba las sepulturas, asombrándome de que las personas que yacían en ellas hubieran vivido allí antes del nacimiento de Cristo. En verano, el follaje de los árboles ocultaba el cementerio. En invierno se podía ver desde la carretera que discurría a dos pasos de aquel lugar.
Un día, estando allí, oí el rumor de los cascos de un caballo por la carretera. Me acerqué al lindero del bosquecillo y miré. Era Crispin St. Aubyn.
En otra ocasión encontré al señor Dorian. Le miré horrorizada. Al verme, se le puso una cara muy rara y apuró el paso para acercarse a mí. Experimenté el impulso inmediato de alejarme de él en cuanto pudiera. En aquel extraño paraje, su presencia me resultaba más amenazadora que en Bell House.
—Buenos días —me dijo sonriendo.
—Buenos días, señor Dorian.
—¿Admirando los túmulos?
Lo tenía cada vez más cerca.
—Sí.
—Reliquias paganas.
—Sí, tengo que irme en seguida. Mi tía me está esperando.
Eché a correr, sintiendo que el corazón me latía violentamente en el pecho a causa de un incomprensible temor.
Alcancé la carretera y me volví a mirar. El señor Dorian se encontraba de pie en el lindero del bosque, estudiándome con atención.
Regresé a los Rowans alborozada por el hecho de haber logrado escapar.
*****
Pensaba a menudo en Flora Lane. Tal vez porque suponía que el muñeco que acunaba en sus brazos era Crispin St. Aubyn, por más que me resultara difícil imaginarlo como un niño.
También pensaba mucho en él. Era arrogante y grosero y no me gustaba, pero siempre tenía algún motivo para disculparle. Sus padres no le habían querido. Aunque tampoco habían querido a Tamarisk.
Ambos hermanos se parecían muchísimo y creían que todo el mundo tenía que hacer lo que ellos quisieran.
El señor Dorian también formaba parte de mis pensamientos e incluso de mis sueños. Era unos sueños confusos y sin significado, pero yo me despertaba de ellos con alivio porque siempre iban acompañados de una vaga sensación de temor.
Como yo era curiosa por naturaleza, me interesaba mucho la vida en Harper’s Green y a menudo me encaminaba hacia la casita de las hermanas Lane. Tenía la impresión de que a Flora le gustaba verme. Se le iluminaba el rostro de placer cuando le decía «Buenas tardes», por lo que yo procuraba pasar por allí siempre que podía… no después de clase, por supuesto, pues entonces tenía que ir a casa a comer el almuerzo que Lily habría preparado, sino cuando salía a pasear por la tarde.
Me acercaba a la casita por la parte de atrás y miraba por encima de la cerca. Si Flora estaba sentada en su lugar de costumbre, le decía «Buenas tardes»; ella me contestaba siempre y sólo en una ocasión había apartado el rostro como si no quisiera verme. Aquel día seguí mi camino, aunque normalmente me daba a entender que deseaba que entrara.
Muy pronto descubrí que no era bien recibida cuando Lucy estaba en casa y me di cuenta de que ésta no quería que hablara con su hermana. Flora también lo sabía. Poseía una cierta astucia. Le apetecía hablar conmigo, pero no quería disgustar a Lucy; por consiguiente, la tenía que visitar cuando Lucy no estaba en casa.
Aquella tarde cuando pasé por allí, Flora me invitó a entrar. Nos sentamos en el banco la una al lado de la otra y ella me dirigió una sonrisa casi de complicidad.
Habló un rato conmigo y, aunque no comprendí del todo lo que decía, me percaté de que se alegraba mucho de verme.
Habló sobre todo del muñeco, pero más de una vez se refirió a la morera, insistiendo en que allí no había nada.
De pronto, dijo que el niño estaba muy inquieto aquella tarde. Tal vez a causa del viento. Estornudaba un poco y el ambiente había refrescado.
—Será mejor que lo lleve dentro —dijo, levantándose. Yo hice lo propio, disponiéndome a marcharme, pero ella sacudió la cabeza.
—No… ven conmigo —añadió, indicándome la casita. Vacilé sin saber qué hacer. Lucy no debía de estar en casa, de lo contrario ya hubiera salido.
No pude resistir la tentación. A fin de cuentas, me habían invitado a entrar.
La seguí mientras ella empujaba el cochecito infantil de juguete hacia la puerta de atrás de la casa, y entramos a la cocina.
Con mucho cuidado, Flora sacó el muñeco del cochecito murmurando:
—Bueno, bueno. Ahí afuera hace un poco de frío, eso es lo que pasa. Quiere irse a su cunita. Sí, allí estará más a gusto. El ama Flora lo va a acostar en seguida.
La situación resultaba más extraña si cabe en el interior de la casita que en el jardín, por lo que yo seguí a Flora al piso de arriba, presa de una incontenible emoción.
Había un cuarto infantil y dos dormitorios. La casita era bastante espaciosa dentro de lo que cabía. Deduje que uno de los dormitorios sería el de Lucy, el otro el de Flora y el cuarto infantil para el muñeco. Entramos en el cuarto infantil y Flora depositó tiernamente el muñeco en la cuna. Después, se volvió a mirarme.
—Aquí estará mejor el angelito. Están un poco intranquilos cuando les ronda un resfriado.
Siempre experimentaba una cierta turbación cuando Flora me hablaba del muñeco como si estuviera vivo.
—Es un cuarto muy bonito —dije.
El rostro de Flora se iluminó de placer, pero el placer fue inmediatamente sustituido por una expresión de perplejidad.
—Pero no tanto como el de antes —dijo Flora un poco asustada.
Comprendí que estaría recordando el cuarto infantil de St. Aubyn’s donde había cuidado del verdadero Crispin.
Traté de inventarme algo que pudiera decirle. Entonces vi la lámina. Había siete pájaros posados en lo alto de un muro de piedra. Parecía la ilustración enmarcada de un libro.
Me acerqué para examinarla con más detenimiento y leí la inscripción que había debajo. «Siete para un secreto», decía.
—¡Pero si son las siete urracas! —exclamé.
Flora asintió con entusiasmo. Ya se había olvidado de que aquel cuarto infantil no era como el antiguo de St. Aubyn’s.
—¿Te gusta? —me preguntó.
—Debe de referirse a las siete urracas del poema. Una vez me lo aprendí de memoria. ¿Cómo era? Creo que puedo recordarlo:
Una para el dolor,
Dos para la alegría.
Tres para una niña,
Cuatro para un niño.
Cinco para la plata,
Seis para el oro,
Y siete para un secreto…
Flora observó mis labios mientras recitaba el verso y lo terminó conmigo:
«… que nunca se contará».
—Eso es —dije yo—. Ahora me acuerdo.
—Lo hizo Lucy —dijo Flora, acariciando amorosamente el marco.
—Lo enmarcó ella, ¿verdad?
—Siete para un secreto que nunca se contará —contestó Flora, sacudiendo la cabeza—. Nunca… nunca… nunca. Eso es lo que dicen los pájaros.
Examiné la ilustración con más detalle.
—Los pájaros tienen un aire un poco siniestro —dije.
—Es por culpa del secreto. Vaya por Dios, ya se está despertando.
Flora se acercó a la cuna y tomó el muñeco en sus brazos.
La estancia pareció adquirir de pronto una atmósfera de misterio. Estaba deseando saber algo más sobre Flora e indagar qué había detrás de aquel extraño delirio. Me pregunté si Flora podría regresar a la normalidad en caso de que alguien le hiciera comprender que el muñeco no era más que un muñeco y que el niño con quien ella lo identificaba se había convertido ahora en un adulto. De repente, experimenté el impulso de alejarme de allí.
—Creo que ya debo irme —dije.
Estaba a punto de descender cuando oí unas voces abajo. Miré consternada a mi alrededor. No había oído entrar a nadie.
—¡Flora! —Llamó Lucy.
Se adelantó y se quedó de una pieza al verme bajar por la escalera.
—He estado arriba con la señorita Flora —dije, tartamudeando.
—Ah, ella la ha invitado a subir, ¿verdad?
Vacilé.
—Me ha… mmm… enseñado el cuarto del niño.
Lucy parecía molesta. Entonces entró un hombre al zaguán.
—Es la sobrina de la señorita Cardingham —dijo Lucy—. Flora la ha invitado a pasar.
Crispin me saludó con una inclinación de cabeza.
—Ya me voy —dije.
Lucy me acompañó a la puerta principal y me fui a toda prisa.
¡Qué tarde tan extraña! No podía quitarme de la cabeza las siete urracas. Las aves parecían un tanto aviesas. Estaba claro que Lucy había arrancado la ilustración de algún libro y la había enmarcado para Flora. ¿Acaso para recordarle que tenía un secreto que guardar? Flora tenía una mente infantil. Tal vez era necesario recordarle ciertas cosas con frecuencia. A lo mejor, la ilustración procedía de un libro que le gustaba cuando era niña y Lucy se la había enmarcado.
Sea como fuere, aquello era muy interesante, pensé mientras regresaba corriendo a casa para reunirme con tía Sophie.
Unos días más tarde, descubrí una faceta de la personalidad de tía Sophie que jamás había imaginado antes. En los Rowans había una pequeña estancia a la que se accedía desde su dormitorio. Debía de haber sido un cuarto de vestir, pero ella la utilizaba a modo de pequeño estudio.
Quería comentarle una cuestión sin importancia y Lily me dijo que le parecía que estaba en su estudio, ordenando un cajón. Subí, llamé con los nudillos a la puerta del dormitorio y, como no obtuve respuesta, abrí y asomé la cabeza.
La puerta del estudio estaba abierta.
—Tía Sophie —llamé.
Mi tía apareció en la puerta.
La veía distinta. Parecía triste como yo jamás la había visto, y en sus pestañas brillaba una lágrima.
—¿Ocurre algo? —le pregunté.
—Oh, no… nada —contestó tras dudar un instante—. Es que soy una tonta. Estaba escribiéndole una carta a cierta persona que conocí en otros tiempos.
—Perdona que te haya interrumpido. Lily me ha dicho que le parecía que estabas ordenando un cajón.
—Sí, le dije que iba a hacerlo. Bueno, pasa, querida. Ya es hora de que lo sepas.
Entré en el estudio.
—Siéntate. Estaba escribiendo una carta a tu padre.
—¿A mi padre?
—Le escribo de vez en cuando. Le conocí muy bien cuando era más joven, ¿sabes?
—¿Dónde está?
—Está en Egipto. Antes pertenecía al Ejército, pero ya lo dejó. Le he estado escribiendo a lo largo de los años. Nuestra relación viene de antiguo —mi tía me miró como si no estuviera segura de algo. Después, pareció adoptar una decisión y añadió—: Yo conocí primero a tu padre… antes que tu madre. Fue durante una fiesta en casa de unos amigos. Nos gustamos desde un principio. Lo invitaron a Cedar Hall. Fue cuando tu madre regresó a casa del internado. Entonces ella tenía dieciocho años y era muy guapa. Y, bueno, él se enamoró de ella.
—¡Pero la dejó!
—Eso fue después. No dio resultado. Él no estaba hecho para sentar la cabeza. Era un hombre muy alegre, le gustaba alternar en sociedad, bebía un poco… no demasiado tal vez, pero tenía una cierta afición. Era jugador y mujeriego. En fin, que no era una persona muy seria. Se separaron aproximadamente un año después de que tú nacieras. Hubo un divorcio, como ya sabes. Él se casó con otra mujer, pero tampoco fue un matrimonio afortunado.
—No parece una persona muy de fiar.
—Pero lo compensaba con su encanto.
—Comprendo. Y tú le escribes.
—Sí. Siempre fuimos buenos amigos.
—¿Quieres decir que se hubiera podido casar contigo en lugar de hacerlo con mi madre?
Tía Sophie esbozó una triste sonrisa.
—Es evidente que prefirió casarse con tu madre.
—Entonces hubieras podido ser mi madre —dije yo.
—Supongo que, en tal caso, tú no serías quien eres. Y eso por nada del mundo lo quisiera —contestó tía Sophie estallando en una carcajada.
Volvía a ser la misma de siempre.
—Pues no sé qué decirte. A lo mejor, no hubiera sido tan fea.
—¡No digas disparates! Tu madre era una mujer muy guapa. Yo era la hermana fea.
—No te creo.
—Olvidémonos de la fealdad. Quería simplemente que supieras que tu padre me escribe y siempre quiere que le dé noticias tuyas. Sabe que estás aquí conmigo y está muy contento. Colaborará en los gastos de tu educación que podrían ser un poco elevados si vas a aquella escuela con Tamarisk y Rachel, tal como yo espero que hagas en los próximos meses.
—Me alegro mucho de que lo haga —dije.
—Yo hubiera procurado arreglármelas, pero es una ayuda y me alegro de que me la haya ofrecido.
—Bueno, es mi padre.
—No te ha visto desde que se fue, pero lo hubiera hecho si tu madre se lo hubiera permitido, Freddie. Tal vez ahora…
—¿Si volviera a casa quieres decir?
—No creo que eso vaya a ocurrir de momento. Pero por supuesto que podría volver.
—¿Te entristece escribirle?
—La gente se pone un poco sentimental a veces. Recuerdo los tiempos pasados.
—Debiste de sufrir mucho cuando se casó con mi madre en lugar de casarse contigo.
Al ver que no contestaba, la rodeé con mis brazos.
—Lo siento —dije—. ¡Ojalá se hubiera casado contigo! Entonces hubiéramos estado juntos. Y él hubiera estado aquí con nosotras.
Mi tía sacudió la cabeza.
—No es de los que sientan la cabeza. Se hubiera ido —sus labios se curvaron en una tierna sonrisa mientras añadía—: ahora eres mía, ¿no?…, como sí yo fuera tu madre. Mi sobrina… su hija. Así me gusta pensarlo.
—¿Te sientes mejor ahora que ya lo sé? —le pregunté.
—Mucho mejor —me aseguró—. Me alegro de que lo sepas. Y ahora empecemos a contar los beneficios de que disfrutamos.
Me constaba que eran muchos, sobre todo si comparaba mi destino con el de Rachel. Lo hacía con frecuencia, pues a ambas nos habían ocurrido cosas muy similares. Yo estaba con mi tía y ella estaba con una tía y un tío. Yo siempre había sido consciente de mi buena suerte, pero no me di cuenta de su verdadero alcance hasta que descubrí algo a través de Rachel.
Yo sabía que Rachel tenía miedo, aunque ella jamás lo había dicho, pues raras veces hablaba de Bell House, a pesar de que yo adivinaba que había muchas cosas que contar.
Ella y yo éramos mucho más amigas de lo que cada una de nosotras era de Tamarisk. Yo sentía deseos de protegerla y creo que ella me consideraba una verdadera amiga.
A menudo me visitaba en los Rowans y ambas nos sentábamos a conversar en el jardín. Desde hacía algún tiempo, yo tenía la sensación de que Rachel quería decirme algo, pero le resultaba difícil. Había observado que, cuando nos reíamos juntas y hacíamos alguna referencia a Bell House, se producía en ella un cambio imperceptible, y me había percatado también de su renuencia a separarse de mí cuando nos acercábamos a su casa y llegaba el momento de separarnos.
Un día, estando en el jardín, le pregunté:
—¿Cómo es Bell House? Quiero decir cómo es de verdad.
Rachel se tensó y permaneció en silencio. Después, contestó inesperadamente:
—Oh, Freddie, tengo miedo.
—¿De qué? —pregunté.
—No lo sé… muy bien. Pero tengo miedo.
—¿Acaso tienes miedo de tu tío?
—Es un hombre muy bueno, ¿comprendes? Siempre habla de Dios… y le reza… como Abraham y aquellos otros personajes de la Biblia. Me habla de lo pecaminosas que son muchas cosas… cosas que la gente ni se imagina. Probablemente porque él es muy bueno.
—Ser bueno quiere decir tener consideración para con los demás, no provocarles miedo.
—Cuando tía Hilda se compró una peineta para el cabello, a él le pareció pecaminoso. Era una peineta muy bonita y le sentaba muy bien cuando se la puso. Era la hora del almuerzo y nos habíamos sentado a la mesa. A mí me pareció que la peineta le quedaba muy bien, pero él se enfadó y dijo:
—Vanidad, vanidad y todo vanidad. ¡Pareces la ramera de Babilonia!
»La pobre tía Hilda palideció como la cera y se llevó un disgusto enorme. Él le quitó la peineta y a mi tía le cayó todo el cabello sobre los hombros. Parecía un enfurecido profeta de la Biblia… como Moisés cuando el pueblo se construyó un becerro de oro. No es como una persona… no es como uno de nosotros.
—Mi tía Sophie es buena y cariñosa. Yo creo que eso es mejor que citar la Biblia y comportarse como Abraham. A fin de cuentas, éste estuvo dispuesto a sacrificar a su hijo cuando Dios se lo pidió. Tía Sophie jamás hubiera hecho tal cosa para quedar bien ante Dios.
—Tienes mucha suerte. Tu tía Sophie es un encanto. Ojalá fuera mi tía. Claro que mi tío es un hombre muy bueno. Rezamos un buen rato todos los días. Tengo las rodillas despellejadas. Tenemos que pedir perdón y, como él es tan bueno, cree que los demás somos muy malos e iremos al infierno de todas maneras; por consiguiente, todo resulta bastante absurdo.
—Y él irá al cielo, claro.
—Bueno, siempre está hablando con Dios. Pero no se trata de eso…
—¿De qué se trata?
—Es su manera de mirarme. Su forma de tocarme. Me dijo una vez que lo tentaba. No sé qué quiso decir. ¿Lo sabes tú?
Sacudí la cabeza.
—Procuro no quedarme a solas… con él.
—Comprendo lo que quieres decir.
—A veces… bueno, una vez entró de noche en mi habitación cuando yo ya estaba acostada. Me desperté y lo vi de pie junto a la cama, mirándome.
De pronto, sentí frío y me estremecí. Comprendí exactamente lo que Rachel había experimentado.
—Me preguntó:
»—¿Ya has rezado tus oraciones?
»Le contesté:
»—Sí, tío.
»—¿Me dices la verdad? —insistió—. Levántate de la cama y vuelve a rezarlas.
»Me hizo arrodillar sin quitarme los ojos de encima. Después empezó a rezar de una manera muy rara. Le pidió a Dios que lo salvara de la tentación del demonio.
»—Yo lucho, Señor —dijo—. Tú sabes cómo lucho para vencer este pecado que el demonio ha plantado en mi alma.
»O algo por el estilo. Después extendió la mano y me tocó. Pensé que me iba a arrancar el camisón. Me asusté muchísimo y me aparté de él. Salí corriendo y me encontré a tía Hilda al otro lado de la puerta. Me abracé a mi tía y ella me dijo que me tranquilizara.
—¿Y qué hizo él?
—No lo vi porque oculté la cara. Debió de salir de mi habitación y marcharse. Cuando miré, ya no estaba.
—¿Qué pasó después?
—Tía Hilda me repitió que me tranquilizara. Me llevó de nuevo a mi habitación, pero yo no quería quedarme allí. Entonces ella se acostó en la cama conmigo y dijo que no me dejaría. Se pasó allí toda la noche. Por la mañana me dijo que había sido una pesadilla. Mi tío era sonámbulo.
»—Mejor que no lo comentes —me dijo—. No le gustaría.
Por consiguiente, no lo había comentado… hasta ahora.
—Después, mi tía me dijo:
»—Podrías cerrar la puerta de tu dormitorio por si volviera a levantarse en sueños. Así dormirías mejor y nadie podría entrar.
Rachel se sacó una llave del bolsillo y me la enseñó.
—La llevo siempre. Y cada noche cierro la puerta con llave.
—Ojalá pudieras venirte a vivir con nosotras.
—Me encantaría. Una vez… volvió… y se detuvo delante de la puerta. Giró el tirador. Yo me levanté de un salto de la cama y presté atención. Le oí rezar y maldecir a los demonios que lo atormentaban de la misma manera que habían atormentado a los santos. Dijo que sabía que Dios lo hacía para tentarlo. Los malos espíritus se le aparecían en forma de niñas. Empezó a sollozar. Dijo que se corregiría y que procuraría librarse del mal. Se retiró, pero ya no pude dormir, a pesar de que la puerta estaba cerrada.
—Oh, Rachel —exclamé—. Me alegro de que me lo hayas dicho. Sabía que ocurría algo.
—Me siento mejor ahora que te lo he contado —Rachel contempló la llave y se la guardó en el bolsillo, diciendo—: Tengo esto.
Permanecimos un buen rato sentadas en silencio y yo comprendí exactamente lo que Rachel había sentido cuando su tío entró en su dormitorio.
La posibilidad de que nos enviaran a una escuela fue objeto de muchas deliberaciones. Tía Sophie fue a ver a la señora St. Aubyn en compañía de tía Hilda.
Las tres eran muy distintas entre sí. Tía Hilda era sumisa y siempre quería complacer a los demás, y la señora St. Aubyn trataba de simular un interés que no sentía; en cambio, tía Sophie era una persona muy enérgica, ya había examinado varias escuelas y su elección había recaído en la de St. Stephen’s. No estaba muy lejos y había hablado con la directora, la cual le había parecido una mujer extremadamente sensata. Le gustaba el ambiente de la escuela y le parecía la más indicada. No hubo la menor oposición.
Era el mes de mayo y tendríamos que darnos prisa para poder empezar el curso en septiembre. Fue tía Sophie quien nos acompañó a las tres a Salisbury para comprar los uniformes. A finales de junio ya lo teníamos todo a punto.
Las tres estábamos muy emocionadas, incluso Tamarisk, y nos pasábamos las horas imaginando qué tal sería. Sin embargo, estábamos también un poco preocupadas y nos alegrábamos de poder ir las tres juntas.
Al final, llegó el día que jamás olvidaré mientras viva.
Era el mes de julio y hacía mucho bochorno. Rachel y yo fuimos a tomar el té en St. Aubyn y pasamos una hora muy agradable, hablando incesantemente de la escuela. Rachel se alegraba mucho de poder abandonar Bell House y, por su parte, Tamarisk estaba siempre dispuesta a iniciar una nueva aventura.
Después, acompañé a Rachel hasta Bell House, me despedí de ella, pero no me apresuré a regresar a casa. Tía Sophie había salido de compras, por lo que decidí dar un rodeo por Barrow Wood.
No pude resistir la tentación de ir a ver los túmulos. Permanecí allí un instante, contemplándolos. Me encantaba el olor de la tierra y los árboles. Todo estaba en silencio, exceptuando el leve murmullo de la brisa que agitaba las hojas.
Pensé que echaría de menos Barrow Wood cuando fuera a la escuela. Sin embargo, no podía quedarme allí mucho rato. Tía Sophie ya estaría al volver.
Di bruscamente media vuelta y, al hacerlo, tropecé con una piedra que sobresalía unos cuantos centímetros del suelo. Traté de evitar la caída, pero no pude hacerlo a tiempo y caí al suelo. Tenía el pie derecho torcido debajo del cuerpo y el dolor era muy intenso. Traté de incorporarme, pero no pude y volví a desplomarme al suelo. Estaba consternada. Hubiera debido de tener más cuidado. Sabía que en Barrow Wood había muchas piedras con las que era fácil tropezar. Sin embargo, ¿de qué servían ahora los reproches? Lo importante era cómo regresar a casa.
Me toqué el tobillo e hice una mueca. Se me estaba hinchando rápidamente y me dolía mucho.
Me quedé sentada allí, preguntándome qué iba a hacer. Y entonces ocurrió. Apareció él y se acercó a mí. La mirada de sus ojos me aterrorizaba.
—Mi pobre y pequeña flor —murmuró—. Te has hecho daño, pequeña.
—Me he caído, señor Dorian. Me he lastimado el tobillo. Si fuera usted tan amable de ir a decírselo a mi tía.
El señor Dorian permaneció inmóvil, mirándome. Después dijo:
—He sido empujado hasta aquí. Tenía que ser…
Se acercó un poco más y yo experimenté un temor que jamás había sentido en mi vida. El instinto me hizo comprender su intención de causarme un daño que yo no podía entender del todo.
—¡Váyase! ¡Váyase! —grité—. Avise a mi tía. ¡No se acerque más a mí!
—Pobre florecita rota —dijo él por lo bajo—. Esta vez no podrás escapar. Tenía que ser. Tenía que ser.
Arrecié en mis gritos.
—¡No me toque! No quiero que se acerque. Váyase y avise a mi tía. Por favor… por favor… váyase.
Pero no se fue. Sus labios se movían. Hablaba con Dios, lo sabía, aunque no podía oír sus palabras. Estaba paralizada por el terror.
—Socorro, socorro —sollocé, lanzando un grito desgarrador.
Pero él estaba cada vez más cerca y me miraba de una manera terrible.
De pronto, me agarró.
—¡No… no… no! —grité—. Váyase. ¡Socorro! ¡Socorro!
Presté atención y oí el rumor de los cascos de un caballo por la carretera. Grité con todas mis fuerzas.
—¡Socorro! ¡Socorro! Estoy en el bosque. Por favor… por favor… ¡socorro!
Tenía un miedo espantoso de que el jinete de la carretera no me oyera o no me hiciera caso. No se oía nada y yo estaba sola en Barrow Wood con aquel malvado.
Entonces oí unas pisadas.
—¡Dios mío!
Era Crispin St. Aubyn.
Se acercó a mí y gritó:
—¡Cerdo asqueroso!
Asió al señor Dorian como si fuera una marioneta y le propinó un puñetazo en el rostro. Oí un crujido como de hueso cuando soltó al señor Dorian y lo lanzó al suelo.
El señor Dorian permaneció tendido en el suelo sin moverse.
Crispin tenía los ojos encendidos de cólera. Sin prestar atención al señor Dorian, se volvió a mirarme y me preguntó:
—Te has hecho daño, ¿verdad?
Yo estaba sollozando y sólo pude asentir con la cabeza.
—No llores más —me dijo Crispin—. Ya pasó todo. Se inclinó hacia mí y me ayudó a levantarme.
—Él… —dije, mirando al señor Dorian todavía inmóvil en el suelo.
—Se lo tenía merecido.
—Usted… lo ha matado.
—No se ha perdido gran cosa. Te has lastimado el pie, ¿verdad?
—El tobillo.
Crispin no dijo nada. Por encima de mi hombro, miró al señor Dorian, tendido en el suelo. Me estremecí al ver la sangre en su rostro. Pero Crispin me apartó de allí, me colocó en su caballo y montó a mi espalda para acompañarme a los Rowans.
Tía Sophie acababa de regresar de sus compras.
—Se ha lastimado el tobillo —le explicó Crispin. Tía Sophie gritó horrorizada y Crispin me llevó al piso de arriba y me tendió en la cama.
—Será mejor que avisemos al médico —dijo tía Sophie.
Me dejaron en mi habitación y oí a Crispin hablando con mi tía en la planta baja:
—Tengo que decirle…
Y no hubo más.
Tía Sophie subió nuevamente a verme. Estaba pálida y trastornada; comprendí que Crispin le habría revelado en qué circunstancias me había encontrado.
Se sentó en mi cama y me preguntó:
—¿Qué tal te encuentras ahora? ¿Te duele el tobillo?
—Sí.
—Lo mantendremos levantado. Supongo que será una torcedura. Espero que no te hayas roto nada. ¿Quién lo hubiera imaginado…?
—Oh, tía Sophie —dije yo—. Ha sido horrible.
—Lo mataría si lo tuviera aquí —dijo mi tía—. No merece vivir.
En aquel momento crecí de golpe y comprendí lo que hubiera podido ocurrir de no haber sido por Crispin St. Aubyn. Era curioso que tuviera que darle las gracias a él. No podía quitarme de la cabeza cómo había agarrado y sacudido al señor Dorian y no podía olvidar la cara que había puesto el señor Dorian ni su expresión de horror y desesperación. Jamás había visto semejante angustia en ningún rostro. Crispin estaba furioso y había empujado al señor Dorian, arrojándolo al suelo como si fuera una basura sin importarle que pudiera matarlo. Me pregunté horrorizada si de veras lo habría hecho.
En tal caso, sería un asesinato, pensé. Y Rachel ya no tendría que vivir con el miedo en el cuerpo.
El médico se presentó al poco rato.
—Vamos a ver, señorita —me dijo—. ¿Qué es lo que te has hecho?
Me examinó el tobillo y me preguntó si podía levantarme. Su veredicto fue que me había torcido el tobillo de mala manera… y tenía un esguince tremendo.
—Tardarás un poco en poder apoyar el pie en el suelo con comodidad. ¿Cómo te lo hiciste?
—Estaba en Barrow Wood.
El médico sacudió la cabeza, estudiándome.
—Tendrás que mirar mucho por dónde andas la próxima vez.
Le habló a tía Sophie de compresas frías y calientes y, en cuanto se fue, tía Sophie puso manos a la obra.
Me miró con inquietud y yo comprendí que estaba pensando que me había lastimado algo más que un tobillo y que, por suerte, me habían salvado de un daño mucho mayor.
Tía Sophie era una persona capaz de hablar de cualquier cosa, por cuyo motivo decidió hablar en lugar de convertir mi percance en un secreto.
Se lo conté todo: mi caída y la repentina aparición del señor Dorian. Le comenté que éste me causaba inquietud desde hacía algún tiempo y le dije que me había aconsejado rezar en camisón.
—Me lo hubieras tenido que decir.
—No creía que fuera importante —repliqué. Después le conté lo de Rachel.
—Ese está loco —dijo—. Es un reprimido. Ve el pecado dondequiera que vaya. Es lo que se llama una manía religiosa. Lo siento por su pobre esposa.
—Creo que Crispin St. Aubyn lo ha matado. Creo que lo ha asesinado.
—No lo creo. Le habrá dado una paliza. Es lo que se merecía. Puede que eso le haya servido de lección. Me alegro de que estés a salvo y no hayas sufrido ningún daño —dijo mi tía, abrazándome repentinamente—. Si te hubiera ocurrido algo, jamás me lo hubiera perdonado.
—Tú no hubieras tenido la culpa.
—Me la hubiera echado, por no haber cuidado de ti. Hubiera tenido que saber la clase de persona que era ese hombre.
—¿Y cómo hubieras podido saberlo?
—No lo sé, pero hubiera tenido que averiguarlo. Tía Sophie mandó trasladar mi cama a su habitación.
—Hasta que estés un poco mejor —dijo—. Podrías despertarte por la noche… y entonces preferiría estar a tu lado.
Me desperté por la noche bañada en sudor a causa de una pesadilla. Estaba tendida en el suelo en Barrow Wood y él se acercaba y se agachaba a mi lado. Yo llamaba a Crispin. Sentía sus brazos a mi alrededor… y eran los de tía Sophie.
—Tranquila… Estás en tu cama. Tu tía Sophie está contigo.
Empecé a llorar muy quedo. No sabía por qué. Me sentía feliz porque estaba a salvo y mi queridísima tía Sophie estaba conmigo para cuidarme.
*****
El silencio del sobresalto se extendió sobre todo el pueblo de Harper’s Green. Después todo el mundo empezó a comentar los terribles acontecimientos de Bell House. Éramos una comunidad muy unida y el hecho de que semejante cosa hubiera podido ocurrirle a uno de sus miembros había provocado un estremecimiento de horror en todo el lugar. Era una de esas cosas que les ocurren a los demás, una de esas cosas que se publican en los periódicos, pero que nadie hubiera podido imaginar que sucediera en Harper’s Green.
La noticia llegó a los Rowans a través de Tom Wilson, el cartero, cuando acudió a entregar la correspondencia del mediodía. Yo estaba en la cama, porque aún tardaría unos cuantos días en levantarme, pero tía Sophie se encontraba casualmente en el jardín cuando se presentó Tom. Después, tía Sophie subió a mi habitación y me miró un instante con la cara muy seria.
—Ha ocurrido una cosa terrible —dijo.
Mis pensamientos estaban todavía en el bosque, reviviendo la pesadilla.
—¿Es el señor Dorian? —pregunté—. ¿Es que… ha muerto?
Mi tía asintió lentamente con la cabeza e inmediatamente pensé: «Crispin lo ha matado. Es un asesinato. A los asesinos los ahorcan. Y lo ha hecho… por mí».
Creo que tía Sophie debió de adivinar lo que pensaba porque se apresuró a añadir:
—La pobre señora Dorian lo ha encontrado esta mañana a primera hora en las cuadras. Se ha suicidado.
—¿En las cuadras…? —balbucí.
—Se había colgado de una de las alfardas… por lo menos, eso es lo que ha dicho Tom Wilson. Dice que ayer el señor Dorian regresó a Bell House con la cara ensangrentada. Alegó haber sufrido una caída en el bosque. Parecía muy trastornado. Subió a su habitación y allí se quedó. Su esposa le siguió, pero él estaba rezando y no quería que lo molestaran. Su esposa dice que se pasó muchas horas rezando en su habitación. Anoche no volvió a verle y por la mañana se dio cuenta de que su marido no estaba en la casa. Vio que la puerta de las cuadras estaba abierta. Entró… y lo encontró —mi tía se acercó a la cama y me rodeó con sus brazos—. No sabía si decírtelo… o qué otra cosa hacer. Pero te hubieras enterado en seguida de todos modos. Eres tan joven, cariño… y te viste mezclada en este asunto tan desagradable. De todo eso quería yo protegerte precisamente; aunque es mejor que lo sepas, puesto que has intervenido involuntariamente. Mira, ese hombre… quería ser bueno. Quería ser un santo a pesar de unas inclinaciones que hubiera deseado eliminar, pero no podía por menos que manifestar de esta manera. Oh, qué mal te lo estoy explicando.
—No te preocupes, tía Sophie —le dije—. Creo que ya lo entiendo.
—Bueno, pues fracasó en su intento, le sorprendieron y todo quedó al descubierto. Gracias a Dios que Crispin St. Aubyn pasó por allí en el momento oportuno. Sin embargo, ese desdichado no pudo soportar que le hubieran descubierto… y por eso se mató.
Mi tía guardó silencio unos momentos y yo evoqué de nuevo la escena. Pensaba que jamás me la podría quitar de la cabeza y que nunca olvidaría aquellos momentos de temor y de horror.
—Y ahora quedan esta pobre mujer, la señora Dorian… y Rachel. Será terrible para ellas. Y tú estuviste allí… ¡oh, no soporto pensarlo! Tan joven…
—Ya no me siento tan joven, tía Sophie.
—No. Esas cosas la hacen crecer a una. No sé en qué parará todo eso, pero no quiero que tú te veas mezclada. Hablaré con Crispin St. Aubyn. Creo que iré a verle.
No tuvo que hacerlo porque él mismo acudió a los Rowans. Tía Sophie estaba conmigo cuando Lily subió para anunciarle que Crispin esperaba abajo.
Tía Sophie abandonó inmediatamente la estancia, dejando la puerta abierta, por lo que yo pude oír con toda claridad la sonora voz de Crispin.
—He venido a preguntar por la niña —dijo Crispin—. ¿Cómo está? Espero que no haya empeorado.
«¡La niña!», pensé yo con indignación. Ya no era una niña… y ahora menos que nunca.
Crispin mantuvo una larga conversación con tía Sophie a cuyo término ella lo acompañó a mi habitación.
—¿Ya te encuentras mejor? —me preguntó Crispin.
—Sí, muchas gracias.
—Ha sido un esguince, ¿verdad? Te recuperarás en un santiamén.
—El señor St. Aubyn y yo hemos estado hablando de lo ocurrido —me explicó tía Sophie— y hemos llegado a la conclusión de que será mejor para todo el mundo no decir nada sobre lo que ese hombre intentó hacerte. La hipótesis es que sufrió una mala caída y regresó a casa trastornado. Se encerró en su habitación. La señora Dorian se disgustó porque él se pasó el resto del día sin querer verla. Por la mañana, la señora Dorian debió de percatarse de que había salido de la casa. Vio que la puerta de las cuadras no estaba cerrada y entró. Allí lo encontró. Está claro que…
Crispin la interrumpió:
—No pudo soportar que la gente supiera cómo era realmente. Eso destrozaba su imagen de santo varón. No pudo soportarlo y se quitó la vida.
—Sí —dijo tía Sophie—. Habrá una investigación y el resultado será suicidio… porque eso ha sido efectivamente. Sin embargo, el señor Aubyn y yo hemos decidido que lo más sensato, en bien de todos, es no decir nada de lo que ocurrió en el bosque. Tú tropezaste con una piedra y te lastimaste el tobillo. El señor Dorian también sufrió una caída. No digas que te lo encontraste. Odio los subterfugios, pero hay momentos en que éstos son necesarios.
—Entonces —dijo Crispin en tono concluyente—, ya está todo resuelto —me pareció que estaba deseando marcharse. Dirigiéndose a mí, añadió—: Ahora todo irá bien. Ya no deberás tener miedo. El no puede causarte más problemas.
Inclinó la cabeza a modo de despedida y tía Sophie le acompañó a la planta baja. Oí el rumor de los cascos de su caballo mientras se alejaba.
*****
La investigación fue muy breve y en el veredicto se dijo «Suicidio por trastorno mental transitorio». Comprendí que la decisión de tía Sophie y Crispin había sido acertada. El conocimiento de la verdad hubiera sido demasiado devastador para la señora Dorian y Rachel y, tal como dijo tía Sophie, aquella solución también sería la mejor para mí. Así pues, todo terminó en un abrir y cerrar de ojos.
Me pregunté qué tal sería ahora la vida en Bell House. No me la podía imaginar sin la opresiva presencia del señor Dorian. Ahora debía de ser un lugar totalmente distinto.
Una prima de la señora Dorian acudió para ayudarla y, por su parte, tía Sophie sugirió que Rachel se alojara en nuestra casa hasta que, tal como dijo ella, «las cosas se calmaran».
—Habrá que poner una cama en tu habitación y tendréis que compartir el cuarto —dijo tía Sophie—. Eso os preparará para el internado donde tendréis que dormir en una sala junto con otras niñas.
Rachel se alegró de poder venir. Había cambiado y ya no tenía miedo. Hablábamos a menudo hasta bien entrada la noche cuando finalmente nos entraba el sueño. Ambas habíamos sufrido unas aterradoras experiencias con su tío hasta el extremo de que, al principio, no podíamos tan siquiera hablar de ellas. Recordé la advertencia que me habían hecho sobre la necesidad de no mencionar lo ocurrido, pero, aun así, no podía quitármelo de la cabeza.
Una noche, Rachel me dijo:
Freddie… me parece que yo debo de ser muy mala.
—¿Por qué? —le pregunté yo.
—Me alegro de que mi tío haya muerto.
—Bueno, él mismo se mató.
—Yo creía que estaba muy seguro de todo.
—Pues no debía de estarlo. Al final, se debió de dar cuenta de que no era tan bueno como pensaba.
—¿Tú crees que fue eso?
—Sí, pero alegrarse de ello no es una muestra de maldad. Yo también me alegro.
Ambas compartíamos la creencia de haber escapado de un peligro que nos amenazaba a las dos.
En septiembre, Rachel, Tamarisk y yo nos fuimos al internado; tal como estaba previsto.
Fue lo mejor que nos hubiera podido ocurrir. Para Rachel y para mí fue como un puente entre una forma de vida enteramente nueva y un pasado lleno de sombras y temores.
Ambas nos animábamos mutuamente en el nuevo ambiente. Tamarisk se mostraba tan fría y arrogante como de costumbre: se parecía a su hermano, pensé. Rachel estaba muy distinta y ya no mostraba su habitual expresión atemorizada. Yo comprendía por entero sus sentimientos. Éramos tres amigas que compartíamos un dormitorio e íbamos a las mismas clases. Por mi parte, yo estaba empezando a olvidar, como sin duda le ocurría a Rachel, aquella pesadilla que tan fácilmente se hubiera podido convertir en realidad.
Durante mi primer año de permanencia en la escuela murió mi madre. Regresé a casa durante unos pocos días en mitad del curso para asistir al entierro.
—Ha sido lo mejor —me dijo tía Sophie—. Jamás se hubiera recuperado y eso no era vida para ella.
Pregunté si mi padre asistiría al funeral. Mi tía sacudió la cabeza.
—Oh, no. Está muy lejos y el divorcio fue el final de todo. Cuando las personas se separan así, se separan para siempre.
—¿Se lo has dicho?
—Sí —contestó tía Sophie con la misma expresión de nostalgia que yo había visto en su rostro la vez que entré a verla mientras le estaba escribiendo una carta a mi padre.
Derramé algunas lágrimas mientras los terrones de tierra caían sobre el ataúd. Lamenté que mi madre hubiera sido tan desdichada y hubiera despreciado su vida, soñando con lo que no podía tener.
Algunas personas visitaron la casa y les ofrecimos vino y emparedados. Lancé un suspiro de alivio cuando, al final, nos dejaron solas.
—Bueno —dijo tía Sophie—, ahora ya eres toda mía.
Me alegré de que así fuera.
Después regresé a la escuela y la vida siguió su curso.
Cuando regresamos a casa para las vacaciones, fui a ver a las hermanas Lane y me senté con Flora en el jardín mientras el muñeco descansaba en su cochecito. Flora era la misma de siempre y la casita con su morera y con la ilustración de las siete urracas no había experimentado el menor cambio. Me pregunté si a Flora se le habría ocurrido pensar en la posibilidad de que el niño creciera, aunque suponía que debía de tener aquel muñeco desde hacía muchos años y para ella siempre sería el pequeño Crispin.
En Bell House, sin embargo, sí se había producido un cambio. Fui a visitar a Rachel y, al principio, pensé que la diferencia se debía a que ya no tenía que temer la subrepticia aparición del señor Dorian en cualquier momento.
Pero era algo más que eso.
Habían puesto unas cortinas nuevas de color claro y había flores en la sala.
La señora Dorian era la que más había cambiado.
Llevaba el cabello recogido hacia arriba con una peineta española, lucía un escotado vestido de vivos colores y se adornaba el cuello con un collar de perlas. Era otra de las personas que no lamentaban la muerte del señor Dorian.
Para ser un hombre tan bueno, éste había hecho desgraciadas a muchas personas.
La casa ya no me daba miedo aunque evitaba mirar hacia las cuadras cuando entraba y salía.
Harper’s Green había vuelto a la normalidad. Yo era huérfana… o, mejor dicho, medio huérfana. Mi madre había muerto aunque, en los últimos años, ya se había convertido en una figura más bien borrosa para mí. Al perderla a ella, había ganado a tía Sophie.
Regresé a la vida de la escuela donde los temas de mayor interés eran quién jugaba en el equipo de hockey, qué había para comer y quién era amiga de quién… triunfos y fracasos de colegialas.