El baile de St. Aubyn’s

Estábamos creciendo. Habían transcurrido dos años. En el mes de mayo yo cumpliría dieciséis.

—Calculo que dentro de aproximadamente un año ya podrás dejar la escuela —dijo tía Sophie—. Me pregunto qué haremos entonces contigo. Tendrás que moverte un poco por ahí. Cuando yo tenía tu edad, se hablaba mucho de la «presentación en sociedad». Me imagino que a Tamarisk le organizarán fiestas y reuniones. En cuanto a Rachel, no sé. Puede que su tía ya tenga algún proyecto. Tendré que hablar con ella cualquier día de éstos.

Me encantaba regresar a casa para las vacaciones. Tía Sophie siempre acudía a recibirme a la estación. Nadie solía ir a recibir a Tamarisk ni a Rachel, por lo que tía Sophie tenía que convertirse en la guardiana universal, como había venido haciendo desde que nos fuéramos al internado. Tamarisk y Rachel aceptaban gustosamente la situación; y yo me sentía orgullosa y satisfecha del papel que desempeñaba mi tía.

Tras dejar a Tamarisk y Rachel en sus respectivos hogares, nos dirigíamos a los Rowans, donde tomábamos el té o el almuerzo, según la hora que fuera, y yo comentaba la vida en la escuela, mientras tía Sophie me escuchaba con suma atención. A veces, hasta la propia Lily entraba en la estancia para escucharme. Me sorprendía que los acontecimientos resultaran mucho más graciosos cuando yo los describía allí que en el momento en que efectivamente habían ocurrido.

—Me parece que en aquella escuela se lo pasan muy bien —comentó Lily.

Un día hubo una novedad.

—Por cierto —dijo tía Sophie—, corren rumores… sólo rumores, que conste… de que podrían sonar campanas de boda en St. Aubyn.

—Ah, ¿sí? Pues Tamarisk no me dijo nada.

—Bueno, acabáis de regresar a casa, ¿no? Empezó a comentarse hace un mes. Una tal Fiona Charrington, nada menos que hija de un conde. O sea que sería muy apropiada para St. Aubyn. Parece ser que hasta la señora St. Aubyn se ha animado un poco. Bueno, ya era hora de que Crispin formara una familia después de aquel primer desastre.

—¿Quieres decir que se va a casar con esa lady Fiona Charrington?

—Aún no es oficial. La futura esposa se alojó en St. Aubyn con su señora madre y creo que él ha visitado la mansión ancestral. O sea que la cosa parece que va por buen camino. Pero no hay nada concreto, que yo sepa. A lo mejor, él está un poco receloso después de lo que pasó la primera vez.

—¿Porque ya estuvo casado antes, quieres decir?

—Parece que fue un desastre. Y supongo que un hombre se vuelve precavido. Tampoco creo que fuera muy fácil llevarse bien con él. Ella le dejó y, antes de poder disfrutar de la vida que había elegido, murió en aquel accidente de ferrocarril.

—¿Has visto a esta tal lady Fiona?

—Pues sí, una vez. Había salido a dar un paseo a caballo con él. No llegaron a presentarnos. Nos dijimos simplemente «Bonita mañana» y «Buenos días», en passant. Monta bien a caballo. No es una belleza, pero su antiguo linaje debe de compensar esta falta.

—A estas alturas Tamarisk ya se habrá enterado —dije.

—Todo el pueblo anda revuelto.

—No sé por qué les interesan tanto los asuntos de los demás.

—Pobrecillos. Les ocurren tan pocas cosas que tienen que distraerse a través de los otros.

Yo no hacía más que pensar en Crispin y en la forma en que éste me había apartado de aquella horrible escena. Desde entonces, sentía interés por él… bueno, ya lo sentía antes, desde que hiciera aquel desafortunado comentario que tan amargamente había herido mi orgullo infantil. Me hubiera gustado preguntarle a Tamarisk algunas cosas sobre su hermano, pero jamás lo había hecho. Había que andarse con mucho cuidado con Tamarisk.

Una de mis primeras visitas al regresar a casa se la hice a Flora Lane en la Casa de las Siete Urracas, tal como yo denominaba románticamente a la casita en mí fuero interno.

Suponía que a Lucy le molestaba que visitara la casa, pero a Flora le gustaba, por lo que elegía momentos en los que imaginaba que Lucy habría salido a comprar y entonces entraba a ver a Flora y me volvía a marchar sin que Lucy se enterara de que había estado allí.

En aquella ocasión, Flora estaba sentada en el jardín junto a la morera con el cochecito del muñeco a su lado. Al verme, se le iluminó el rostro de placer. Siempre se comportaba como si no me hubiera marchado.

—Te esperaba —me dijo.

—Ah, ¿sí? Pero si ayer regresé de la escuela.

Flora miró a su alrededor con aire distraído.

—Cuéntame lo que ha pasado en mi ausencia —añadí.

—El niño ha tenido la difteria. Estuvo muy malito. Llegó un momento en que creí perderle. Te mueres de miedo cuando los ves toser de esa manera.

—¿Y ahora ya está bien?

—Totalmente restablecido. Yo le ayudé a superarlo. Ten en cuenta que estuvo en las últimas, pero es un pequeño luchador. ¡No hay nada que pueda con él!

—Me alegro de que ya esté curado.

Flora asintió con la cabeza y siguió desvariando y describiendo los síntomas de la difteria. De pronto, dijo:

—Voy a llevarlo arriba. El aire es un poco húmedo.

Empezó a empujar el carrito hacia la puerta de atrás de la casita y yo no pude resistir la tentación de seguirla. Quería volver a ver aquellas urracas. ¿Pensaba acaso que había en ellas algo perverso? Probablemente. Era una forma de pensar muy propia de mí.

Flora subió tiernamente con el muñeco por la escalera y yo la seguí. Una vez arriba, se sentó en una silla y acunó amorosamente el muñeco.

Me acerqué a la lámina de las urracas.

—Una para la tristeza… —empecé a recitar.

—Dos para la alegría —dijo Flora—. Anda, sigue.

Lo hice. Flora se me adelantó y pronunció el último verso.

—Siete para un secreto… —sacudió la cabeza—. Que nunca se contará —dijo en tono solemne mientras estrechaba con fuerza el muñeco.

La escena resultaba misteriosa. Las palabras tenían un profundo significado para ella. ¿Qué secreto?, me pregunté. Estaba claro que tenía la mente extraviada. No cabía esperar que una persona que creía que un muñeco era un niño pensara con coherencia.

De pronto me puse en estado de alerta. Había alguien en la planta baja.

—Habrá vuelto tu hermana —dije.

Flora no contestó y siguió contemplando el muñeco. Se oyeron unas pisadas en la escalera… eran fuertes, por consiguiente, no podían pertenecer a Lucy.

—¡Lucy! —Llamó una voz—. ¿Dónde estás? Era Crispin. Se abrió la puerta y apareció Crispin.

Nos miró a mí y a Flora y después sus ojos se desplazaron a la ilustración de las urracas.

Entonces ocurrió. Flora se levantó bruscamente y el muñeco le resbaló de los brazos y cayó ruidosamente al suelo. Por un instante, los tres contemplamos su cara rota de porcelana. Después, Flora emitió un grito de angustia, se arrodilló junto al muñeco y cruzó los brazos sobre su pecho.

—¡No… no! —gritó—. No ha ocurrido nada. Yo no lo he hecho. Es un secreto… que nunca se contará.

Crispin se acercó a ella y la levantó del suelo.

—Yo no quería hacerlo… no quería. No quería —repitió Flora, sollozando con desconsuelo.

Crispin la levantó con la misma facilidad con la que en cierta ocasión me había levantado a mí, y la llevó a su dormitorio donde la tendió en la cama. Después, me hizo una señal con la cabeza, dándome a entender que recogiera el muñeco roto y me lo llevara.

Obedecí y bajé corriendo la escalera con el muñeco en brazos. Lo dejé sobre la mesa de la cocina y regresé a la habitación de Flora.

Flora estaba sollozando en la cama. Crispin no se encontraba en la habitación, pero regresó casi inmediatamente, removiendo el contenido de un vaso.

Se lo ofreció a Flora y ésta bebió dócilmente.

—Ahora todo irá mejor —dijo Crispin, dirigiéndose más a mí que a Flora.

Me pareció un poco raro que hubiera conseguido encontrar en seguida lo que se utilizaba para calmarla cuando se disgustaba.

—No pasa nada —añadió en voz baja—. Ahora se tranquilizará y se quedará dormida.

Volví a sorprenderme de que estuviera tan familiarizado con la manera de tratarla.

Permanecimos de píe junto a su cama y, en menos de cinco minutos, dejó de gemir.

—Ahora ya casi no recuerda nada. Esperaremos un poco.

Qué extraño me resultaba estar en aquella casita con Flora tendida en la cama y Crispin a mi lado. Éste debía de conocer muy bien la casita y a sus moradoras. Se había encaminado directamente al lugar donde Lucy guardaba la medicina que su hermana debía de necesitar de vez en cuando. Se comportaba como si fuera el amo del lugar, tal como solía hacer en todas partes.

Flora no tardó mucho en quedarse dormida. Crispin me miró, dándome a entender que le acompañara a la planta baja.

En la cocina me preguntó:

—¿Qué estabas haciendo aquí?

—Vine a ver a Flora. Lo suelo hacer. Subió al piso de arriba y yo entré con ella.

—La señorita Lucy no estaba.

—No. Supongo que habrá salido a comprar.

—Lo que ahora tenemos que hacer es librarnos de eso —señaló el muñeco de la mesa—. Hay que sustituirlo en seguida. Me voy a la ciudad a comprar el más parecido que pueda encontrar. Flora no despertará hasta el anochecer. Para entonces el muñeco nuevo tiene que estar aquí. Tiene que haber otro tendido en la cuna.

—Pero ella se acordará…

—Se le dirá que ha tenido una pesadilla. La señorita Lucy sabrá cómo hacerlo. Pero tiene que haber otro muñeco con el mismo vestido. Hay una juguetería… no en Harper’s Green… tendremos que ir un poco más lejos. Le dejaré una nota a la señorita Lucy, informándole de lo ocurrido y diciéndole que estaremos de vuelta en cuestión de una hora.

—¿Estaremos…? —pregunté.

—Quiero que me acompañes para elegir el muñeco. Nos llevaremos el que se ha roto y tú podrás elegirlo con más facilidad que yo.

—Tendré que decírselo a mi tía. Se preocupará.

Crispin me miró con aire pensativo.

—Voy por el coche. Tú vuelve en seguida a tu casa. Cuéntale a tu tía lo que ha ocurrido y dile que vienes conmigo para elegir el muñeco. Has visto el muñeco muchas veces. Yo nunca me fijé demasiado en él, por consiguiente, necesito tu ayuda.

Estaba emocionada. Aquello era una aventura.

—Sí, muy bien —dije.

—Llévate el muñeco y yo me reuniré contigo en seguida.

Corrí a casa. Por suerte, tía Sophie no había salido. Le conté casi sin resuello lo que había pasado. Tía Sophie me miró perpleja.

—¡Jamás había oído una cosa semejante! Pero ¿qué es lo que ha hecho? Mira que romper el muñeco. ¡Válgame el cielo! Eso la va a matar.

—Crispin le tiene miedo.

—Dios mío, cuánto alboroto.

—Quiero ir con él. No podría soportar que le ocurriera algo a Flora.

—Sí. Hay que sustituir el muñeco cuanto antes. Es lo más sensato, como él sugiere.

Antes de que yo terminara de contarle a tía Sophie lo ocurrido, Crispin llegó con el coche. Salí a toda prisa de la casa y me senté a su lado.

El coche iba tirado por dos caballos muy rápidos. Me parecía emocionante… correr de aquella manera para salvar la vida de una persona, pensé. Era el segundo rescate en el que ambos nos veíamos envueltos y la forma en que él había asumido el mando de la situación me había impresionado profundamente.

Crispin apenas dijo nada durante el viaje. Al cabo de unos treinta minutos, llegamos a la ciudad. Crispin entró en el patio de una posada donde, al parecer, le conocían y respetaban muchísimo.

Me ayudó a bajar y nos dirigimos a la tienda. Allí dejó los restos del muñeco de Flora sobre el mostrador y anunció:

—Quiero un muñeco. Tiene que parecerse a éste.

—Ésos no se fabrican desde hace varios años, señor.

—Bueno, pues lo que más se le parezca. Tiene que haber algo parecido.

Examinamos distintos muñecos, pero Crispin me dejaba la iniciativa a mí, lo cual me llenó de orgullo.

—No tiene que parecer una niña —dije—. El roto llevaba el cabello corto. Y la ropa le tiene que ir bien.

Tardamos un buen rato en encontrar algo lo suficientemente parecido al muñeco roto como para poder sustituirlo, pero, aun así, yo no estaba demasiado segura.

Le pusimos el vestido al muñeco nuevo y abandonamos la tienda.

—Tenemos que regresar en seguida —dijo Crispin. Iniciamos en seguida el camino de vuelta.

—El cabello es del mismo color —dije yo—, pero se lo tendremos que cortar un poco. Ese parece un poco una niña.

—Tú misma lo puedes hacer o podemos decirle a la señorita Lucy que lo haga ella.

Quería hacerlo yo. Deseaba participar en aquella aventura todo el tiempo que pudiera. Cuando llegamos a la casita, salió Lucy muy preocupada.

—Tranquilízate —le dijo Crispin, dándole una palmada en el brazo—. Hemos encontrado un sustituto. Dará resultado siempre y cuando el muñeco esté aquí cuando ella despierte y no advierta la diferencia.

—Lo pondré en la cuna —dijo Lucy.

Me permitieron cortarle el cabello al muñeco y, una vez lo hube hecho, éste no se diferenció demasiado del antiguo.

Lucy se lo llevó al piso de arriba. Crispin y yo nos quedamos solos en la cocina. Vi que Crispin me miraba detenidamente y me pregunté si todavía me encontraría fea.

—Me has ayudado mucho —dijo Crispin mientras yo rebosaba de orgullo—. La señorita Flora sufre una grave enfermedad mental —me explicó—. Tenemos que ser muy cuidadosos con ella. Para ella el muñeco es un niño.

—Sí, lo sé. Cree que es usted cuando era pequeño.

Crispin sonrió. No hubiera podido imaginar a nadie menos parecido a un muñeco que él.

—La tendremos que tratar con mucho cariño. Esperemos que no recuerde lo ocurrido. Se trastornaría muchísimo.

Bajó Lucy.

—Está durmiendo tranquilamente —dijo—. La vigilaré porque quiero estar a su lado cuando se despierte.

—Muy bien —dijo Crispin, mirándola con una sonrisa que a mí me pareció de profunda ternura.

Me sorprendí muchísimo porque jamás le había visto sonreír de aquella manera. Crispin era para mí una fuente constante de sorpresas.

La quiere mucho, pensé. Es natural, me dije, ella fue su niñera cuando Flora se puso enferma.

Ahora Crispin me estaba mirando a mí atentamente.

—Supongo que tu tía ya te estará esperando en casa —dijo.

—Sí, es verdad —contesté a regañadientes.

—Bueno, pues adiós y gracias por todo lo que has hecho.

Era una especie de despedida, pero, aun así, yo experimenté un inmenso alborozo mientras regresaba corriendo a casa.

*****

Dos días más tarde no pude resistir la tentación de volver a la Casa de las Siete Urracas. Flora estaba sentada en el jardín en su lugar de costumbre, con el cochecito del muñeco a su lado. La llamé desde la valla y me acogió con una sonrisa.

—¿Qué tal… se encuentra… esta tarde? —pregunté con cierto recelo.

—Durmiendo como un angelito. El muy picaruelo me despertó a las cinco de la madrugada. Allí estaba él, gorjeando y riéndose solito… después de haberme despertado, claro.

Me acerqué y miré al muñeco. El vestido y el corte de pelo acentuaban el parecido con el anterior, pero, aun así, me extrañó que Flora no hubiera notado la diferencia.

—Está igual que siempre —dije cautelosamente.

Su rostro se ensombreció.

—Tuve una pesadilla —dijo mientras los labios le empezaban a temblar.

—Una pesadilla —repetí yo—. Pues no me la cuentes. Estas cosas mejor olvidarlas.

—No importa —Flora me miró con expresión suplicante—. Yo no lo hice, ¿verdad? Yo lo sujetaba con fuerza, ¿verdad? Por nada del mundo… hubiera permitido que le ocurriera algo malo a mi niño.

—No, claro que no, está perfectamente bien. Basta con mirarlo…

Interrumpí mis palabras. No eran las más apropiadas. Flora contempló la morera.

—Fue una pesadilla, ¿verdad? —preguntó—. Nada más que eso.

—Por supuesto que sí —contesté en tono tranquilizador—. Todos sufrimos pesadillas algunas veces.

Estaba pensando en aquellos horribles momentos en el bosque antes de que llegara Crispin… y después.

—¿Tú también? —preguntó Flora—. Pero tú no estabas allí.

No comprendí a qué se refería. Estaba presente cuando se le cayó el muñeco al suelo; decidí llevarle la corriente.

—No te preocupes —le dije—. Míralo. No le ocurre nada.

—No —musitó Flora—. No le ocurre nada. Está aquí… siempre ha estado.

Cerró los ojos, los volvió a abrir y dijo:

—Es cuando lo miro… y le veo… veo su cuerpecito… Estaba desvariando. El hecho de que se le hubiera caído el muñeco al suelo la habría trastornado.

—Bueno, ahora ya todo se ha arreglado —me limité a decirle.

Ella sonrió, asintiendo con la cabeza.

Me pasé un rato hablando con ella hasta que pensé que Lucy estaría al volver. Entonces me despedí de ella y le dije que regresaría muy pronto.

Al salir de la casita, vi a Crispin St. Aubyn. Se acercó a mí cuando apenas había dado unos pasos.

—Has vuelto a la casita —me dijo—. Creo que nuestro pequeño subterfugio dio resultado.

—No creo que lo haya olvidado por completo.

—¿Por qué lo dices?

—Parece un poco alterada.

—¿En qué sentido? —preguntó Crispin con cierta aspereza.

—No estoy segura. Su manera de hablar.

—¿Qué ha dicho?

—Algo sobre que él no está allí sino aquí.

—Tiene la mente trastornada. No hay que tomarse en serio lo que dice.

—No, pero parece que siempre sigue la misma pauta.

—¿La misma pauta? ¿A qué te refieres?

—Me refiero a que lo que dice un día parece que guarda relación con lo que pueda decir al siguiente.

—Veo que eres una damita muy perspicaz.

¡Damita! Eso ya me gustaba más. Ya no era simplemente una niña. Tenía la impresión de que Crispin respetaría más a una damita que a una niña.

—Bueno, es que visito muy a menudo la Casa de las Siete Urracas.

—¿La qué?

—Quiero decir la casa de las hermanas Lane.

—¿Y por qué la llamas así?

—Hay un cuadro en el cuarto infantil…

—¿Y llamas así a la casa por el cuadro?

—Creo que el cuadro tiene un significado especial para Flora.

—¿Cómo lo llamas?

—Las Siete Urracas. Usted ha estado en aquel cuarto. Tiene que haberlo visto. Hay siete urracas posadas en lo alto de un muro.

—¿Y qué tiene de especial?

—Los versos. Flora dijo que era una ilustración de un libro y que Lucy la había arrancado y se la había enmarcado. Puede que usted conozca los versos de las urracas. «Una para el dolor, dos para la alegría» y todo lo demás. Y siete son para un secreto que nunca se contará. Flora se sabe los versos de memoria. Me los ha repetido más de una vez.

Crispin permaneció en silencio un instante. Después me preguntó con frialdad:

—¿Y tú crees que eso tiene algún significado especial?

—Pues sí. Por la cara que puso Flora cuando me lo dijo.

—¿Por eso tienes tanto interés?

—Supongo que, en parte… sí. Me da mucha lástima de Flora. Creo que hay algo que le preocupa.

—¿Y tú quieres averiguar qué es?

—Me gusta descubrir cosas.

—Sí, ya lo veo. A veces, sin embargo… —Crispin dejó la frase sin concluir, pero, al ver que yo esperaba que siguiera, añadió—: A veces te puedes meter en dificultades.

Le miré con asombro.

—No comprendo cómo…

—A menudo no se ven llegar los problemas hasta que se producen.

—¿Es eso cierto o es lo que la gente suele decirles a los entrometidos?

—Creo que, en determinadas circunstancias, podría ser cierto.

Ya habíamos llegado a los Rowans.

—Adiós —me dijo Crispin.

Entré pensando en él. Durante todo el período de vacaciones, abrigué la esperanza de volver a verle y supuse que él me buscaría para hablar conmigo. Pero no fue así. Tamarisk me dijo que se había ido al extranjero. No pude evitar preguntarme sí lady Fiona lo habría acompañado.

Poco después, regresamos al internado. Habíamos iniciado nuestro último curso. De vez en cuando me preguntaba qué iba a ocurrir cuando termináramos. Yo había cumplido diecisiete años en el mes de mayo. Ya era una edad de merecer, decía Tamarisk, añadiendo que seguramente se celebrarían muchas fiestas en St. Aubyn, todas ellas con el propósito de presentarla en sociedad. Rachel tenía ciertas dudas.

Ahora se celebraban algunas fiestas en Bell House donde todo era muy distinto. De hecho, le dije a tía Sophie, tiene la sensación de que la señora Dorian estaba haciendo todo lo posible por olvidar a su marido.

Tía Sophie estaba de acuerdo conmigo.

Harper’s Green se quedó de una pieza ante la noticia de la boda. No la de Crispin y lady Fiona. Ésa se esperaba, pero no se había producido. La que se buscó un nuevo marido fue la señora Dorian.

Se trataba de un tal Archie Grindle, un viudo de unos cincuenta años, propietario de una granja de la zona. Ahora les había cedido la granja a sus dos hijos y él se instalaría en Bell House con su nueva esposa.

Era un hombre corpulento, de rostro rubicundo y sonora carcajada, tan distinto del señor Donan como la tía Hilda, convertida ahora en la señora Grindle, lo era de la mujer que antes había sido. Lo único que no había cambiado eran las cuadras donde nadie quería entrar a causa de los malos recuerdos.

Tía Hilda seguía luciendo vestidos de vivos colores y una peineta en el cabello, y siempre estaba contenta y se reía. Y a Rachel le gustaba Archie, por lo que la situación contrastaba fuertemente con la anterior.

Sin embargo, yo sentía la presencia del espíritu del señor Dorian y me preguntaba qué pensaría éste si supiera lo que estaba ocurriendo en su antiguo hogar. Jamás podría olvidarle, dado el destacado papel que yo había desempeñado en su tragedia.

Tía Sophie se alegraba mucho porque, tal como ella misma decía, Hilda se merecía disfrutar un poco de la vida después de todo lo que había tenido que sufrir; y Hilda gozaba de la vida a manos llenas.

La boda causó un gran revuelo en todo el pueblo.

—Una boda tira de otra —vaticinó Lily.

Pero no hubo ninguna noticia sobre el compromiso entre Crispin y lady Fiona.

*****

Los días escolares ya habían tocado a su fin, lo cual constituiría un problema para nuestras respectivas guardianas. La señora St. Aubyn no quería molestarse demasiado en presentar en sociedad a su hija; la tía de Rachel no tenía ni idea de cómo hacerlo y tía Sophie, que sí la tenía gracias a su propia experiencia en Cedar Hall, carecía de los medios necesarios para llevarla a la práctica.

Tía Sophie decidió por ello convocar una reunión, dispuesta a hacer todo lo que las circunstancias le permitieran.

Entre tanto, yo veía de vez en cuando a Crispin, el cual me miraba y sonreía con una expresión que a mí se me antojaba de una cierta complicidad. A fin de cuentas, ambos habíamos vivido un encuentro dramático, aunque eso jamás se mencionaba, y habíamos colaborado en la adquisición del nuevo muñeco. Yo seguía visitando a Flora Lane. Como Lucy no me recibía muy bien, procuraba hacer las visitas cuando ella no estaba, recordando que iba a ver a Flora y ésta siempre se alegraba de verme.

Al final, decidieron organizar un baile. Tía Sophie colaboraría activamente y la fiesta se celebraría en St. Aubyn’s por ser el lugar más apropiado… teniendo en cuenta, además, que la mansión contaba con un salón de baile.

Incluso la señora St. Aubyn pareció animarse. Sería como en los viejos tiempos que tía Sophie solía llamar «vida de jarana». Todas estábamos tremendamente emocionadas. Yo esperaba que Crispin asistiera. Tendría que hacerlo, tratándose del baile de su hermana… aunque, en realidad, lo habían organizado para las tres.

Nadie hablaba últimamente de lady Fiona y yo creía que el pueblo ya la habría olvidado. La boda de la tía de Rachel con Archie Grindle había sido el acontecimiento que más se comentaba.

Yo visitaba a menudo Bell House, convertida ahora en un lugar agradable y acogedor. Sólo las cuadras me traían malos recuerdos. No creía que los demás pensaran en aquellas cosas tanto como yo. Las cuadras nunca se utilizaban porque no había caballos en Bell House. Una vez entré, dejé que la puerta se cerrara a mi espalda y permanecí unos segundos contemplando las alfardas. Fue horrible. Me pareció de pronto que su cuerpo colgante se hacía nuevamente realidad… y que sus ojos me miraban con la misma aterradora expresión con que me habían mirado cuando me encontraba indefensa y tendida en el suelo de Barrow Wood.

Di media vuelta y eché a correr. Era una tontería. El ya no podía causarme daño. Estaba muerto. Se había matado porque no pudo soportar que descubrieran cómo era realmente.

Regresé temblando a los Rowans y me hice el propósito de no volver a entrar jamás en aquel lugar. El episodio había terminado y tenía que olvidarlo en la medida de lo posible. Crispin me había salvado y ambos nos habíamos hecho amigos… hasta cierto punto. Gracias al muñeco de Flora, por supuesto, aunque yo imaginaba que no le desagradaba mi presencia.

Tamarisk había dicho una vez que los hombres apreciaban a las personas a las que habían hecho algún bien porque, cada vez que las miraban, pensaban en lo buenos que eran. Pues bien, Crispin me había salvado de una cosa horrible y puede que Tamarisk tuviera razón y que, cada vez que me veía, Crispin pensara en lo bueno que había sido conmigo.

Las tres amigas apenas hablábamos de otra cosa que no fuera el baile. Tía Sophie nos llevó a Salisbury para comprar las telas de nuestros vestidos. Yo elegí un malva azulado, Tamarisk un rojo encendido y Rachel un azul aciano. Tía Sophie se puso un poco nostálgica, pensando sin duda en la modista de la corte que le hubiera confeccionado el vestido de su presentación en sociedad. Mi madre me había contado todas aquellas cosas. Mary Tucker, la modista del pueblo, se encargaría de confeccionarnos los nuestros.

—Hará un buen trabajo —dijo tía Sophie—. Cómo me gustaría que…

Yo solía visitar cada vez con más frecuencia Bell House. Archie Grindle era un hombre muy simpático y tía Hilda no cabía en sí de felicidad. Iba de un lado para otro cantando sin cesar y se alegraba de poder lucir bonitos vestidos. Yo contemplaba aquel cambio sin apenas poder creerlo.

Daniel Grindle también visitaba la casa muy a menudo. Era el hijo mayor de Archie y se había hecho cargo de la granja junto con su hermano Jack.

Daniel era alto y desgarbado y parecía que nunca sabía dónde poner las manos. Yo le tenía simpatía y le llamaba el Gigante Gentil debido a su elevada estatura; apenas hablaba y su padre aseguraba que se entendía con los animales como jamás había visto entenderse con nadie.

—Nuestro abuelo era igual —decía Jack Grindle—. Dan se parece a él.

Jack era más bajo y tendía a la gordura, como su padre; y, al igual que éste, era muy hablador. Ambos daban la impresión de saber disfrutar de la vida.

Jack Grindle fue el introductor de Gaston Marchmont en nuestro círculo.

Gaston Marchmont causó una gran conmoción, y tanto Tamarisk como Rachel hablaban constantemente de él. Era alto, espigado (casi cimbreño), muy bien parecido y con un aire extremadamente mundano, según decía Tamarisk. Tenía el cabello oscuro, casi negro, unos brillantes ojos castaños oscuros, y era extremadamente elegante.

Jack le había conocido viajando por el continente europeo; ambos habían cruzado juntos el canal de la Mancha y, como Gaston Marchmont se iba a hospedar durante algún tiempo en un hotel, Jack le había invitado a pasar unos días en la granja Grindle.

Jack parecía considerar un honor que Gaston hubiera aceptado. Y no es que Gaston lo diera a entender. Muy al contrario. Era un joven que rebosaba encanto y amabilidad. Sin embargo, yo comprendí muy bien por qué razón los Grindle, que eran de humilde origen, aunque ricos y prósperos, se consideraban honrados por el hecho de que un alto personaje como Gaston Marchmont se hubiera dignado alojarse en su casa.

Jack no tardó mucho en presentar a aquel fascinante caballero a la sociedad local. Así supimos que la madre de Gaston era francesa… de ahí el nombre de Gaston. Y que él había ordenado sus asuntos en Francia y ahora tenía que resolver ciertos detalles relacionados con una finca que había heredado en Escocia a través de su padre recién fallecido.

Vestía con exquisito gusto y natural elegancia. El corte de sus impecables trajes era el típico de Savile Road, me dijo Tamarisk, y, vestido con atuendo de montar, parecía un dios; era el encanto personificado. La señora St. Aubyn lo acogió inmediatamente con agrado, coqueteaba con él y él correspondía galantemente. Repetía constantemente que tenía que irse a Escocia, pero todo el mundo, incluido Jack Grindle, le instaba a que se quedara un poco más.

—Me tentáis —decía él— y yo soy muy débil. Tamarisk le dijo que tendría que quedarse para el baile, de lo contrario, ella jamás se lo perdonaría.

—Mi querida señorita —contestó él—, no puedo rechazar la súplica de estos bellos ojos. Entonces, sólo hasta el baile.

Tamarisk y Rachel no paraban de hablar de Gaston. Yo no participaba en las conversaciones. Creo que estaba un poco ofendida porque, aunque Gaston no me desdeñara por completo, casi nunca me dedicaba cumplidos. Me incluía también a mí cuando se refería a nosotras llamándonos las Tres Gracias, pero eso no era más que una muestra de cortesía; había observado que sus miradas raramente se posaban en mí y que Tamarisk y Rachel eran el objeto de casi toda sus sonrisas.

Era un hombre sumamente apuesto. A su lado, Crispin parecía un tanto desabrido y los jóvenes Grindle semejaban unos patanes de pueblo. Pero eso era injusto. Los jóvenes Grindle eran muy simpáticos y la dulce sonrisa de Daniel me resultaba mucho más agradable que todo el encanto de Gaston Marchmont.

Mary Tucker nos estaba confeccionando los vestidos en el cuarto de costura de St. Aubyn. Un día en que entramos para unas pruebas, Tamarisk y Rachel estaban hablando como de costumbre de Gaston Marchmont y yo les dije:

—No creo que hable en serio la mitad de las veces.

—Es verdad que no siempre habla en serio —replicó Tamarisk—. Lo que ocurre es que tú estás celosa porque apenas se fija en ti.

Me detuve a pensarlo. ¿Sería cierto?

Rachel fue la primera de nosotras en tener un auténtico admirador en la persona de Daniel Grindle. Rachel era muy bonita y poseía un aire indefenso capaz de despertar el instinto protector de un hombre como Daniel.

Observé la expresión soñadora de los ojos de Daniel cuando miraba a Rachel. Tamarisk también la observó. No podía comprender que un joven mirara a otra estando ella presente. Era una mirada de ternura como la que yo le había visto en una ocasión en que fui a la granja y le vi sosteniendo en sus brazos a un cordero recién nacido.

—¡Bueno! —dijo Tamarisk—. No es más que un granjero.

—No hay nada de malo en ello —lo defendió Rachel con vehemencia—. Es muy bueno y tía Hilda está muy contenta de haberse casado con su padre.

—¿A ti te gusta? —le preguntó Tamarisk.

—No está mal —contestó Rachel.

—¿Te casarías con él?

—¡Vaya una pregunta! —exclamó Rachel.

—¡Te casarías! ¡Te casarías! Bueno, para ti podría ser adecuado.

Rachel no contestó porque le daba vergüenza.

Intuí que Tamarisk estaba comparando a Daniel con Gaston Marchmont. Hablaba de él en todo momento y decía que se alegraba mucho de que se quedara para el baile.

—Le dije que jamás le perdonaría que no se quedara y entonces me contestó:

»—En tal caso, no me deja usted ninguna alternativa.

»—¿No os parece bonito?

—Siempre dice cosas muy bonitas —reconoció Rachel.

—Es un jinete extraordinario —añadió Tamarisk—. Cuando cabalga parece formar una sola cosa con la montura… como uno de aquellos antiguos dioses.

—Parece un cruce entre un salteador de caminos y un caballero —dije yo—. Ya me lo imagino diciendo: «—¡Alto ahí, entreguen todo lo que lleven!». O combatiendo contra Cromwell.

—Nunca me gustó Cromwell —dijo Tamarisk—. Era un aguafiestas espantoso. Mandaba clausurar los teatros y todas esas cosas… aborrezco a los aguafiestas.

—Ni haciendo un gran esfuerzo de imaginación podrías llamar aguafiestas a Gaston Marchmont —dije yo.

—¡No creo! —replicó Tamarisk, esbozando una enigmática sonrisa y añadiendo que sin duda era un aristócrata.

Rachel sonrió con expresión soñadora y dijo:

—Siendo tan maravilloso, me pregunto por qué se molesta en quedarse aquí.

—Tal vez —contestó misteriosamente Tamarisk— tiene sus motivos.

*****

Faltaban muy pocos días para el baile. Nuestros vestidos ya estaban listos. Tamarisk me comentó que utilizarían plantas del invernadero para adornar el salón de baile y que la cena se serviría en el comedor… sería un bufet y los invitados se servirían ellos mismos de las bandejas. Habían contratado una orquesta y la madre de Tamarisk daba cada día un pequeño paseo por el jardín para estar fuerte y poder asistir al baile. Se había hecho confeccionar un vestido especial para la ocasión y las invitaciones ya se habían enviado. Era la primera vez que se celebraba un baile desde la muerte de la esposa de Crispin.

—Ahora todo será distinto —dijo Tamarisk—. Ya soy mayor. Crispin no tendrá más remedio que darse cuenta.

Decidí ir a ver a Flora. Me senté en el jardín junto a la morera y le hablé del baile. No creo que siguiera el hilo de lo que le estaba contando, pero le gustaba oír mi voz. De vez en cuando, me interrumpía con algún comentario del tipo «Anoche estaba un poco intranquilo. Creo que le molestan los dientes». Pero daba igual. Yo le seguía hablando de lo mío y ella me miraba sonriendo y parecía muy contenta de tenerme a su lado.

Al salir, me tropecé con Crispin. Creo que se dirigía a la casita, tal como me constaba que hacía de vez en cuando, pues siempre que ocurría algún percance se presentaba allí de inmediato.

Yo recordaba con simpatía su inquietud cuando Flora rompió el muñeco. Me gustaba que se preocupara por sus antiguas niñeras.

—Hola —me dijo—. Creo que ya sé de dónde vienes.

—A ella le gusta que vaya a verla.

—¿Cuando la señorita Lucy no está?

Me ruboricé lentamente.

—Bueno —dije a la defensiva—, parece que a Flora le gusta que la visite.

—¿Te hace alguna confidencia?

—¿Confidencia? No, más bien no.

—¿Quieres decir que en cierto modo sí?

—Bueno, me habla constantemente del muñeco como si fuera un niño de carne y hueso.

—¿Y eso es todo?

—Sí, creo que sí.

—No pareces muy segura.

—Bueno, es que a veces dice unas cosas muy raras.

—¿Qué clase de cosas?

—Sobre la morera, por ejemplo. Repite constantemente que no está allí.

—¿Que no está allí?

—Sí, la mira incesantemente y me parece que está un poco angustiada por lo que hay allí.

—Comprendo. Bueno, es bonito que hayas venido a verla a pesar de lo ocupadas que estáis todas con eso del baile.

—Todo el mundo está deseando que llegue el día.

—¿Tú también?

Asentí con la cabeza.

—Creo que será divertido.

—Tengo entendido que el deslumbrante héroe piensa asistir.

—¿Se refiere a…?

—Ya sabes a quién me refiero. ¿Te resultará especialmente agradable?

—Creo que la gente se alegra de que venga.

—¿La gente? ¿En eso te incluyes tú también?

—Sí, por supuesto.

—Comprendo. Bien, no debo entretenerte más. Crispin me dirigió una breve sonrisa, se quitó el sombrero, se inclinó levemente y se fue a visitar a las hermanas Lane.

*****

La víspera del baile fui a Bell House para ver a Rachel.

Estaba distinta y parecía irradiar felicidad. Pensé que iba a revelarme algo, pero observé que dudaba. Recordé la vez que estaba tan asustada y había recurrido a mí. No se parecía para nada a Tamarisk; era retraída y desconfiada y se guardaba los secretos.

Volví a contemplar su vestido. El mío lo había admirado por lo menos cincuenta veces.

—Lo va a gastar con la vista —me había dicho Lily—. Téngalo por seguro, cariño. Estará preciosa con él.

Me embargaba una cierta inquietud. ¿Querría alguien bailar conmigo? Habíamos practicado los pasos de bailes una y otra vez y ahora ya éramos unas auténticas expertas, pero lo que a mí me preocupaba eran la parejas. Tamarisk tendría admiradores por docenas, no sólo por su belleza y encanto sino también porque el baile se celebraba en su casa y su madre era la anfitriona, a pesar de todo lo que se había esforzado tía Sophie por hacerlo realidad; los caballeros se sentirían obligados a bailar con Tamarisk. Y Rachel saldría airosa de la prueba. Su indefensa fragilidad despertaba mucho interés. Pero ¿y yo? Quizá me sacaría a bailar Jack Grindler, o Daniel. ¿Y Crispin? No me lo imaginaba bailando.

De pronto, Rachel me dijo:

—Daniel me ha pedido que me case con él.

La miré con asombro y pensé inmediatamente: «Es la primera de nosotras que recibe una proposición de matrimonio». A Tamarisk no le va a gustar. Pensará que ella hubiera tenido que ser la primera.

—¡Qué emocionante! —exclamé.

—No sé. Es algo muy difícil.

—Es muy amable y simpático. Te llevarías muy bien con él. ¿Le has contestado que sí?

Rachel sacudió la cabeza.

—¿Por qué? ¿No te gusta?

—Sí me gusta. Siempre fuimos amigos, incluso antes de que su padre se casara con mi tía, pero de un tiempo a esta parte nos hemos visto mucho más. Hace poco… —Rachel dejó la frase sin terminar y frunció el ceño—. A mí… mm… me gusta mucho —dijo al final.

—Lo sé —dije yo—. Es demasiado pronto. Acabamos de dejar la escuela. Claro que algunas personas se casan muy jóvenes y vosotros os conocéis desde hace tiempo.

—Sí, pero eso es distinto…

—¿Qué le has dicho?

—No quería decirle que no podía. Parecía tan… bueno, ya sabes, tan simpático. Siempre ha sido amable conmigo. Me sentía segura con él… después de…

Sabía exactamente a qué se refería. La imaginaba en su dormitorio, oyendo las pisadas que se acercaban y… se detenían delante de su puerta, afortunadamente cerrada bajo llave la segunda vez, y oyendo aquella afanosa respiración. Ansiaba sentirse segura después de aquello… tal como lo había ansiado yo después de aquellos aterradores momentos en el bosque.

—Mira —añadió Rachel—, a él le parece que todo irá bien porque somos muy amigos.

—Y tiene que ir bien. Lo que ocurre es que todavía es pronto. Aún no estás preparada.

La mirada de Rachel se perdió en la lejanía.

—No creo que ahora pueda…

—Pero si dices que te gusta mucho.

—Sí… es verdad… pero…

—Necesitas tiempo —dije, pensando que ése hubiera sido el comentario que hubiera hecho tía Sophie—. ¡Ya verás cuando Tamarisk se entere!

—No se lo diré. Por favor, tú tampoco digas nada, Freddie.

—Por supuesto que no. Pero me encantaría ver la cara que pondría. Ella quiere ser la primera en todo.

Esbocé una sonrisa y tuve el absoluto convencimiento de que Rachel se casaría con Daniel. Todo quedaría en familia si ella se casara con el hijastro de tía Hilda. Estaba segura de que Rachel sería tan dichosa como su tía. Sería un venturoso final después de todo lo que ambas habían sufrido en aquella Bell House dominada por el señor Dorian.

*****

El salón de baile de St. Aubyn ofrecía un aspecto espléndido. Las palmeras en macetas y los arbustos floridos de los invernaderos habían sido distribuidos artísticamente y el suelo se había abrillantado con arcilla francesa; en un estrado del fondo estaban los músicos con sus camisas rosa pálido y sus esmóquines negros. Todo resultaba grandioso e impresionante.

La señora St. Aubyn, milagrosamente restablecida para la ocasión, recibió a los invitados. Sólo hubo una concesión a su anterior estado: permaneció majestuosamente sentada en un soberbio sillón mientras la gente se acercaba a ella con gran deferencia.

Las tías Sophie y Hilda se situaron a su lado como si quisieran recordarles a los invitados que sus protegidas tenían la misma importancia que Tamarisk, sí bien era lógico que, estando en St. Aubyn’s Park, la señora St. Aubyn fuera considerada la principal anfitriona. Rachel y yo habíamos tenido simplemente el privilegio de participar.

Rachel y yo nos sentamos a ambos lados de Tamarisk; tía Sophie se acomodó a mi lado y tía ‘Tilda lo hizo al lado de Rachel. Yo me sentía mucho menos segura de lo que me había sentido en mi dormitorio cuando tía Sophie y Lily me dijeron que estaba guapísima.

—La beldad del baile, ésa serás tú —me dijo tía Sophie.

Y Lily comentó:

—Mire, señorita Fred, nunca pensé que un vestido pudiera realzar tanto los encantos de una chica. Está usted preciosa, vaya si lo está.

Sin embargo, al lado de Tamarisk, llamativamente vestida de gasa roja, y de Rachel, con su suave vestido de crêpe de Chine de color azul, me di cuenta de que distaba mucho de ser la «Beldad del Baile», y comprendí que no estaba ni mucho menos tan preciosa en aquel elegante salón de baile como había estado en mi dormitorio.

En cuanto se inició el baile, Gaston Marchmont se acercó a nosotras, elevó los ojos al cielo e hizo un comentario sobre el trío de hechiceras. Después le preguntó a Tamarisk si le concedería el honor de aquel baile. Era lo que ella esperaba en su calidad de señorita St. Aubyn. Mientras se alejaba airosamente con Gaston, se acercaron los hermanos Grindle. Daniel sacó a bailar a Rachel y yo bailé con Jack.

Jack era un hábil bailarín. Comentó la calidad del suelo y el tamaño del salón y dijo que, ahora que Tamarisk ya estaba creciendo, esperaba que hubiera otras ocasiones como aquélla. Fue una conversación totalmente intrascendente.

Cuando terminó el primer baile, Gaston Marchmont bailó con Rachel, Tamarisk lo hizo con Daniel y yo bailé con un amigo de mediana edad de los St. Aubyn que me habían presentado en cierta ocasión.

Pensé que a continuación bailaría con Gaston. Me sentí un poco molesta por el hecho de que éste se considerara obligado a bailar con las tres. No quería que me eligieran por cuestión de protocolo o por sentido del deber o lo que fuera. Sabía que a Gaston no le apetecía bailar conmigo. Cuando mi pareja me acompañó a mi asiento, observé con asombro que Crispin estaba conversando con las tías.

Crispin se levantó al ver que me acercaba y, justo en aquel momento, Gaston Marchmont regresó con Rachel. Rachel estaba arrebolada y parecía muy feliz.

—Ha sido muy agradable —dijo Gaston—. Debo felicitarla por su habilidad en la pista de baile, señorita Rachel.

Rachel contestó algo en voz baja e inmediatamente empezó a sonar la música del siguiente baile. Gaston me miró y estaba a punto de hablar cuando Crispin apoyó la mano en mi brazo y dijo con firmeza:

—Éste me lo has prometido a mí.

Nos dirigimos a la pista de baile mientras Gaston nos miraba sorprendido.

—Espero no haberte decepcionado por el hecho de arrancarte de los brazos del fascinante Marchmont —me dijo Crispin.

Me eché a reír. Estaba sinceramente complacida y emocionada.

—Oh, no —contesté—. Me iba a sacar a bailar por pura obligación.

—¿Estás segura de que es tan considerado en estas cosas?

—En esto, estoy segura de que sí.

—Eres un poco enigmática. ¿Quieres decir que, en otras cosas, podría no estar tan dispuesto a cumplir con su deber?

—Yo no he dicho nada de todo eso. Creo simplemente que se debe de comportar de manera impecable en cuestiones de tipo social.

—Veo que no estás tan profundamente impresionada como las otras. Y me alegro. Me temo que yo no bailo tan bien como él. Es un bailarín de primera. Hablando de baile, temo que yo te resulte un poco torpe. ¿Nos sentamos? Me parece que será más cómodo para ti.

Sin esperar mi respuesta, me acompañó a dos sillones colocados entre unas macetas de palmeras.

Nos sentamos y contemplamos en silencio a los demás bailarines durante un segundo. Vi a Gaston bailando con una de las invitadas.

Crispin lo siguió con los ojos y dijo:

—Sí, es un bailarín de primera. Dime, ¿sabes si a la señorita Flora le gusta el nuevo muñeco que le compramos? ¿Crees que lo ha aceptado?

—A veces, creo que sí. Otras, en cambio… no estoy tan segura. Me parece que a veces lo mira como si supiera que es sólo un muñeco. Y hace como una mueca.

—Y después, ¿qué?

—Simplemente eso.

—¿Lo hacía antes también? Me refiero a la muñeca.

—No estoy segura. Es posible.

—¡Pobre Flora! —Crispin hizo una pausa y después añadió—: Veo que sigues visitando periódicamente la casa.

—Sí.

—Es difícil hablar con tanto ruido. Tendremos que sentarnos juntos durante la cena. Después vendré a buscarte. ¿Tienes una tarjeta o algo así?

Le entregué mi carné de baile y él garabateó sus iniciales en el espacio reservado al baile inmediatamente anterior a la cena.

—Ahí tienes —dijo—. Tendrás múltiples ocasiones de bailar con personas que saben hacerlo. Pero ese baile es mío.

Me decepcionó que sólo me hubiera pedido aquel baile y, al mismo tiempo, me molestaron sus modales un tanto autoritarios. No me había pedido mi consentimiento sino que simplemente había dado por sentado que yo estaría de acuerdo. Era algo muy típico también de Tamarisk.

No pude evitar preguntarle:

—¿Siempre le dice a la gente lo que tiene que hacer?

Me miró fijamente, arqueó las cejas y sonrió.

—Es una manera rápida de conseguir lo que uno quiere —contestó.

—¿Y siempre da resultado?

—Por desgracia, no.

—¿Y si yo ya hubiera tenido comprometido el baile de la cena con otra persona?

—Pero no lo tenías, ¿verdad? No lo he visto anotado en tu carné.

—Bueno, es que acababa de empezar y…

—O sea que todo va bien, ¿no es cierto? Me gustaría que cenáramos juntos. Quiero hablar contigo. Me sentí halagada y observé que, cuando me acompañaba de nuevo a mi asiento, varias personas nos miraron con interés.

Bailé una vez con Gaston. Se acercó poco después de que Crispin se hubiera retirado. Creo que a éste no le gustaba el baile y que más bien despreciaba dicha actividad, sin duda porque no era muy diestro en ella.

Le vi más tarde conversando con un hombre que debía de ser uno de los administradores de la finca y posteriormente con un anciano que, según me dijeron, era propietario de unas tierras situadas a varios kilómetros de St. Aubyn y había acudido al baile en compañía de su esposa y su hija.

Gaston era un bailarín tan experto que me hacía sentir como si yo también fuera una consumada bailarina.

Me dijo que estaba encantadora y que el color de mi vestido era su preferido. Adiviné que, cuando bailaba con Tamarisk, el rojo encendido debía de ser su preferido y que, cuando lo hacía con Rachel, debía de ser el azul aciano. Bueno, puede que no fuera sincero, pero, por lo menos, intentaba ser amable, cosa que no podía decirse de Crispin.

Me habló de St. Aubyn’s Park y de Crispin. Era una finca enorme, ¿verdad? Probablemente una de las más grandes de Wiltshire.

—Tamarisk me ha contado que está usted muy interesada por unas ancianas que viven en una casa de la finca.

—¿Se refiere usted a las señoritas Lucy y Flora Lane?

—¿Así se llaman? ¿Qué es eso del muñeco que lleva constantemente una de ellas, pensando que es un niño?

—Es verdad.

—Qué curioso.

—La situación dura desde hace mucho tiempo.

—¿Y cree que el muñeco es el señor de la mansión?

—Fue su niñera cuando él era pequeño.

—Y él cuida de las hermanas con especial esmero.

—Ambas fueron niñeras suyas en otros tiempos y la gente suele encariñarse mucho con sus niñeras. Es muy amable de su parte y dice mucho en su favor.

—Muy generoso, en efecto. Tamarisk me dice que se lleva usted muy bien con la loca y tiene un especial interés por todo este asunto.

—Me da lástima de ellas.

—Veo que tiene usted muy buen corazón y que las visita a menudo. Tamarisk me ha contado que va usted a ver a la loca cuando la otra hermana, la que está cuerda, no se encuentra en la casa y que está empeñada en descubrir por qué motivo aquella pobrecilla perdió la razón.

—¿Tamarisk le ha dicho eso?

—¿Acaso no es cierto?

—Bueno…

—Por supuesto que todos queremos llegar al fondo de las cuestiones —dijo Gaston—. Tiene que haber algo que le trastornó el cerebro, ¿no cree?

—No sé.

—Puede que, con sus investigaciones, usted lo descubra.

El baile había terminado.

—Tenemos que volver a bailar —dijo Gaston—. Ha sido muy agradable. Supongo que tendrá todos los bailes comprometidos.

—Me queda un par —contesté mientras me acompañaba a mi asiento.

Después bailé con varios jóvenes y me pregunté qué interés podía tener Gaston Marchmont en las dos hermanas. Tamarisk le habría hablado de ellas con su habitual dramatismo. Siempre exageraba. Aunque no cabía duda de que lo de Flora y su muñeco era algo de lo más insólito.

Pronto me olvidé de Gaston. Estaba esperando con impaciencia el baile de la cena. Temía que Crispin se hubiera olvidado, pero, en cuanto se anunció el baile, éste apareció como por arte de ensalmo.

Me tomó del brazo y me acompañó a la pista donde la gente ya había empezado a bailar. Evolucionamos una vez por el salón y después Crispin me dijo:

—Ahora iremos a elegir la mesa que más nos guste. De lo contrario, la tendríamos que compartir con otros.

Me acompañó a los dos sillones en los que previamente nos habíamos sentado. A su lado habían colocado una mesa con copas y cubiertos.

—Esa nos irá bien —dijo—. Pon tu tarjeta sobre la mesa para que la gente sepa que ya está ocupada. Después ven conmigo e iremos a comer algo.

En el comedor habían instalado una larga mesa sobre caballetes con velas encendidas y gran abundancia de comida: pollo frito, salmón, varias clases de carne y ensaladas. Habíamos sido los primeros en llegar y todo resultaba deliciosamente tentador.

Crispin tomó la iniciativa y nos servimos lo que más nos apeteció. Cuando regresamos a la mesa, encontramos una botella de champán en un cubo con hielo.

La música había cesado y la gente ya estaba abandonando el salón de baile para dirigirse al comedor.

—¡Qué previsión! —exclamé yo—. Haber sido los primeros.

—En efecto. De esta manera, hemos evitado las aglomeraciones y ahora tenemos la mesa a nuestra entera disposición.

Nos sentamos el uno frente al otro. Se acercó uno de los criados y nos sirvió el champán.

Crispin me miró inquisitivamente y levantó su copa.

—Por Frederica y su presentación en sociedad —dijo—. ¿Estás contenta de haber dejado atrás tu infancia?

—Creo que sí.

—¿Qué te propones hacer ahora?

—No lo he pensado demasiado.

—Casi todas las chicas se quieren casar. Parece su máximo objetivo. ¿Qué me dices de ti?

—No se me había ocurrido.

—Vamos, mujer, eso se les ocurre a todas las chicas.

—A lo mejor, usted no conoce a todas las chicas. Sólo a algunas.

—Y, a lo mejor, tú tienes razón. En cualquier caso, te encuentras en el umbral. Tu primer baile. ¿Te ha gustado?

—Mucho.

—Parece que te sorprendes.

—Es que no sabe una lo que va a pasar y teme que nadie la saque a bailar.

—Sería una situación de lo más embarazosa. Apuesto a que no te gusta esperar a que te elijan. Querrías ser tú la que eligiera.

—Eso le gustaría a cualquiera.

—Entonces le podrías pedir a Gaston Marchmont que bailara contigo.

—No haría tal cosa.

—Ah, ¿no? Había olvidado que tú no eres tan impresionable como algunas que yo me sé. Eres muy perspicaz.

—Creo que lo soy… un poco.

—Y entonces voy yo y te pido que me reserves el baile de la cena —dijo Crispin, mirándome detenidamente—. Tú y yo hemos tenido unos encuentros un poco insólitos, ¿verdad? ¿Recuerdas cuando fuimos a comprar el muñeco? Y… lo que ocurrió en Barrow Wood.

Me estremecí. ¿Que si me acordaba? Era algo que jamás podría olvidar. Podía sentirme transportada a aquel lugar en un abrir y cerrar de ojos. No me lo podía quitar de la cabeza.

Crispin extendió la mano y tomó brevemente la mía.

—Lo siento. No hubiera debido mencionarlo.

—No importa —contesté—. Pero no es algo que se pueda olvidar.

—Fue una experiencia terrible. ¡Gracias a Dios que yo pasé por allí!

—Él murió… por eso —dije yo—. Tampoco lo puedo olvidar.

—Fue lo mejor que le pudo ocurrir. No tuvo el valor de enfrentarse con el hecho de haber dejado al descubierto lo que era realmente, tratándose de un hombre que siempre llevaba puesta la máscara de santo para ocultar lo que había debajo.

—Debía de estar desesperado cuando fue a la cuadra y se ahorcó.

—No pienses en eso. Alégrate simplemente de que yo apareciera en el momento oportuno. Yo no tengo ningún remordimiento.

—¿Nunca piensa que él murió porque sabía que usted le despreciaba? Allá en el bosque yo pensé que lo había matado. Lo dejó tirado. ¿No se preocupó por lo que pudiera ocurrirle?

—No. Era un cobarde… un hipócrita que se las daba de santurrón cuando, en realidad, era capaz de comportarse como el peor de los animales. Me alegro de haber aparecido en aquel momento y de lo que ocurrió después como consecuencia de ello. Lo mejor que hizo fue librar al mundo de su aborrecible presencia… y debo decirte, mi querida Frederica, que tu bienestar era mucho más importante que su miserable vida. Piensa en eso y no te compadecerás de aquella despreciable criatura. Mejor que el mundo se haya librado de él. Yo hubiera podido matarle en justicia, pero fue mucho mejor que lo hiciera él mismo.

El rostro de Crispin no revelaba la menor simpatía, pese a lo cual yo no podía evitar pensar que el señor Dorian había sido sincero en su afán de ser bueno.

—Perdóname —añadió Crispin—. No hubiera debido comentarlo. Quería asegurarme de que no estabas triste pensando en eso. No debes estarlo. La vida puede ser desagradable algunas veces. Tienes que comprenderlo. Recuerda lo placentero y olvida lo que no lo sea.

Me miró con una benévola sonrisa y entonces recordé lo que Tamarisk había dicho una vez a propósito de los que rescataban a una persona de alguna horrible situación y después le apreciaban porque les hacía recordar lo buenos y nobles que eran.

—¿Te apetece un poco más de salmón?

—No, gracias.

—Bueno, pues ahora dime lo que piensas de la señorita Flora. Ella habla contigo, ¿no es cierto?

—Un poco. Pero ya le he dicho que lo que me cuenta no tiene demasiado sentido.

—¿Y tú crees que a veces se da cuenta de que le han cambiado el muñeco?

—Es que, en realidad, no se parece mucho al antiguo, ¿no le parece? El primero lo tenía desde hacía mucho tiempo y los que ahora fabrican son de otro estilo.

—Pero, ella no ha dicho que…

—No. Simplemente parece un poco desconcertada… aunque eso antes también solía ocurrirle a menudo.

—¿Como si tratara de recordar algo?

—En cierto modo. Aunque más bien como si tratara de no recordar.

—Como si tratara de decirte algo.

Vacilé un instante mientras Crispin me estudiaba con atención.

—¿Sí? —Me espoleó—. Como si tratara de decirte algo.

—Siempre mira el cuadro del cuarto del muñeco y mueve los labios —dije—. Le leo los labios y sé que está diciendo para sus adentros… «un secreto que nunca se contará».

—O sea que es el cuadro…

—No lo sé. Supongo que es por lo que éste representa.

Recordé mi conversación con Gaston Marchmont aquella misma noche y añadí:

—Le debió de ocurrir algo que le hizo perder la razón… algo muy dramático. A lo mejor, se refiere a un secreto que nunca se deberá contar.

Crispin se quedó súbitamente muy serio y contempló su plato mientras yo añadía:

—Creo que debió de ocurrir hace mucho tiempo cuando usted era pequeño. Se debió de llevar un susto tan grande que no puede aceptarlo. A lo mejor, ella tuvo la culpa y se comporta como sí no hubiera sucedido… y quiere regresar a la época en que todavía no había sucedido. Por eso quiere que usted siga siendo un niño.

—Es una teoría interesante —dijo Crispin muy despacio.

—Aunque yo creo que, sí hubiera ocurrido algo, la gente se hubiera enterado. A menos que fuera algo que sólo ella supiera. Todo es muy misterioso. Una o dos veces le he oído mencionar a Gerry Westlake.

—¿Gerry Westlake?

—Creo que ése es el nombre.

—Hay unos Westlake por esta zona. Un matrimonio con una hija que sirve no sé dónde y un hijo que se fue al extranjero. Australia o Nueva Zelanda, creo. No sé gran cosa de ellos.

—Bueno, yo sólo le he oído pronunciar el nombre en voz baja una o dos veces.

—Me parece que te tiene simpatía.

—Estoy segura de que le gusta que la visite.

—Sólo cuando la señorita Lucy no está en casa.

—Tengo la impresión de que a la señorita Lucy no le gusta que la gente las visite. A lo mejor, teme que Flora se ponga nerviosa.

—Pero eso a ti no te arredra.

—Me gusta hablar con Flora y sé que a ella le gusta hablar conmigo. No veo nada malo en ello.

—Y eres curiosa por naturaleza.

—Creo que sí.

—Y estás intrigada por el secreto de aquellas urracas y le preguntas si está en la raíz de lo que le hizo perder el juicio a la pobre señorita Flora.

—Pienso que la causa pudo ser un terrible sobresalto. Son cosas que ocurren.

—Y la señorita Frederica Hammond se ha convertido en un sabueso a ratos perdidos y está decidida a desentrañar el misterio.

—Eso es una exageración.

Crispin se rió.

—Pero ¿contiene una pizca de verdad?

—Bueno, supongo que cualquier persona sentiría interés.

—Y algunas más que otras —Crispin levantó su copa—. Creo que debo desearte éxito en tu empresa.

—Cuando se conoce la causa de algo, hay más posibilidades de resolverlo.

—¿Y si la revelación de la verdad fuera demasiado atroz? En tal caso, se podría agravar la situación.

—Es una posibilidad.

—Nos hemos pasado el rato hablando de los demás. Háblame de ti. ¿Qué haces cuando no visitas a la señorita Flora?

—Hace tan poco tiempo que he salido de la escuela que, en realidad, todavía no he hecho nada.

—Habrá otras ocasiones como la de esta noche. Te mantendrán ocupada. Creo que le están preparando otras fiestas a mi hermana y supongo que tú y Rachel también participaréis.

—Las tres hemos estado juntas desde que yo vine a vivir aquí.

—¿Eres feliz en Harper’s Green?

—Muy feliz. Mi tía Sophie ha sido maravillosa conmigo.

—Lamenté mucho lo de tu madre.

—Fue una pena, porque nunca disfrutó de la vida. Mi padre se fue y ella hubiera querido regresar a la mansión de su familia, pero ya la habían vendido. No era feliz viviendo en una casa desde la cual no tenía más remedio que ver constantemente su antiguo hogar.

—O sea que Harper’s Green ha sido para ti un lugar mucho más agradable.

—Tuve mucha suerte de poder contar con tía Sophie.

—¿Tu padre…?

—Jamás le he visto. Él y mi madre se separaron. Crispin asintió con la cabeza.

—Son cosas que ocurren.

Me pregunté si estaría pensando en la esposa que lo había abandonado.

—Bueno, cuando te cases, espero que seas tan feliz como eres ahora en los Rowans.

—Gracias. Espero que usted también sea feliz.

—Ya sabes lo que pasó. Hay muy pocos secretos en Harper’s Green, aparte del que a ti tanto te interesa. Mi esposa me abandonó. Tal vez no se le hubiera podido reprochar que lo hiciera.

Hablaba con amargura y pensé que convendría cambiar de tema, pero, como no se me ocurría nada, permanecimos en silencio.

—Cuánto esfuerzo habrá costado preparar todo eso —dije al final, levantando el brazo para señalar el salón.

—Tenemos un ama de llaves y un mayordomo muy eficientes. Tienen mucha práctica en estas cosas y se han alegrado mucho de poder demostrar sus aptitudes. Ella me dejó por otro y después murió en un accidente de ferrocarril —añadió Crispin.

—Debió de ser un golpe terrible para usted.

—A qué te refieres, ¿a su fuga o a su muerte?

—A ambas cosas —contesté.

Crispin no dijo nada.

—No se preocupe —dije con cierta torpeza—. Puede que encuentre a otra persona.

Estaba pensando en lady Fiona que, según decían, era muy apropiada para él. Me di cuenta de que la conversación estaba adquiriendo un sesgo un tanto insólito y que ambos nos sentíamos levemente turbados.

—Claro —dijo Crispin—. ¿Piensas en alguien?

No tuve más remedio que seguir adelante.

—Se comentó algo de una tal lady Fiona.

Crispin se echó a reír.

—La gente comenta muchas cosas, ¿no crees? Somos buenos amigos, pero nunca se habló de matrimonio. De hecho, se casó hace poco y yo asistí a su boda. Su marido es amigo mío.

—O sea que no fueron más que rumores.

—Siempre corren rumores. De eso no te quepa duda. Cuando la gente piensa que un hombre tiene que sentar la cabeza, le busca una esposa.

Experimenté una sensación de alivio y me sorprendí de mis sentimientos.

El reloj dio las doce y la gente empezó a abandonar las mesas.

—Por desgracia, este agradable intermedio está tocando a su fin —dijo Crispin—. Gracias por conversar conmigo.

—Ha sido un placer.

—¿No te ha molestado mi insistencia en que me acompañaras?

—Ha sido lo mejor de la velada —contesté con toda sinceridad.

Crispin esbozó una sonrisa y, levantándose, me condujo hacia un grupo que se estaba formando en el centro del salón de baile. La orquesta interpretó el tradicional Auld Lang Syne[6] y todos nos unimos al canto, juntando las manos y estrechándolas con fervor.

Archie Grindle nos acompañó a tía Sophie y a mí a casa antes de regresar a Bell House con Rachel y su tía. Lily nos estaba esperando.

—Les tengo a punto un poco de leche caliente —dijo—. ¿Qué tal ha ido el baile?

—Francamente bien —contestó tía Sophie—. Esta leche caliente nos vendrá de perilla. Nos ayudará a dormir después de tantas emociones. ¿Dónde nos la vamos a tomar?

—En la cocina —contestó Lily—. Vengan conmigo. Ya está todo preparado.

Nos sentamos a tomar la leche y contestamos a las preguntas de Lily.

—Apuesto a que se habrán peleado para bailar con usted —me dijo Lily.

—Exageras un poco —le dijo tía Sophie—. Pero ha tenido muchas parejas. ¿Y a que no sabes una cosa? La ha monopolizado el señor de la mansión.

—¡No me diga! —exclamó Lily.

—Lo que oyes. No es muy aficionado a bailar, pero el baile de la cena se lo pidió a nuestra dama con mucha anticipación para que nadie se le adelantara. ¿No es cierto, Freddie?

—Sí, lo es.

—Vaya, quién lo hubiera imaginado —dijo Lily.

—Y además, la ha inundado de champán.

—¡Qué me dice! ¡Champán! Eso se sube a la cabeza.

—Todo ha sido fabuloso, te lo aseguro. Recuerdo los bailes de Cedar Hall. Hubo un tiempo en que me aterrorizaban. Siempre temía que no me sacaran a bailar hasta que, al final, pensé que me importaba un bledo y que, si los chicos no querían bailar conmigo, yo tampoco quería bailar con ellos.

—Bien hecho —sentenció Lily—. Eran unos tontos. No sabían lo que se perdían, desde luego. Pero veo que a la señorita Fred no le ha ocurrido lo mismo.

—Por supuesto que no. ¿De qué has hablado con Crispin St. Aubyn, Freddie?

Traté de recordarlo.

—En realidad, nos hemos pasado casi todo el rato hablando de las hermanas Lane —contesté—. Siente un gran interés por ellas y quería saber qué opinaba yo de Flora.

—La verdad es que se porta muy bien con ellas —dijo tía Sophie, tomando un sorbo de leche y recordando sin duda los tiempos de Cedar Hall en que los jóvenes sacaban a bailar a mi madre y no a ella.

Convine con Lily en que debían de ser unos chicos muy tontos.

Y sentí que la quería más que nunca.