—Esto —indicó el franciscano— es mi autómata, que en el momento apropiado hablará, contestará cualquier pregunta que pueda formularse y me revelará todos los conocimientos secretos.
Sonrió al poner una mano afectuosa sobre el cráneo de hierro que coronaba el pedestal.
El jovencito se quedó mirando boquiabierto, primero la cabeza y luego al fraile.
—Pero es de hierro —susurró—. La cabeza es de hierro, buen padre.
—Hierro por fuera, sabiduría por dentro, hijo mío —dijo Roger Bacon—. Hablará en el momento adecuado y a su manera, porque de ese modo la he hecho. Un hombre inteligente puede enderezar las artes diabólicas a los fines divinos, derrotando así al Enemigo. ¡Chitón! ¡Están tocando vísperas! Ave Maria, gratia plena…
Pero la cabeza no hablaba. Durante largas horas y largas semanas, el Doctor mirabilis vigilaba su creación. Los labios de hierro permanecían silenciosos y los ojos de hierro permanecían inexpresivos. Ninguna voz, sino la voz del gran hombre, sonaba en su celda monástica y no había respuesta para ninguna de las preguntas que él formulaba; hasta que un día, cuando estaba sentado examinando su trabajo, releyendo una carta que escribiera a Duns Scoto en la distante Colonia, un día…
—El tiempo es —dijo la estatua y sonrió benignamente.
El fraile alzó la mirada.
—Realmente, el tiempo es —asintió—. Ha llegado el momento de que te expreses y con una afirmación menos obvia que ésta. Porque, desde luego, el tiempo es, de la contrario no habría nada en absoluto. Sin el tiempo…
—El tiempo era —retumbó la estatua, sonriendo ahora con severidad y mirando la imagen de Dracón.
—Realmente, el tiempo era —dijo el monje—. El tiempo era, es y será, porque el tiempo es el medio en el que ocurren los acontecimientos. La materia existe en el espacio, pero los acontecimientos…
La estatua no sonrió ya.
—¡El tiempo ha pasado! —rugió con tonos más profundos que las campanas de la catedral, y estalló en mil pedazos.
He aquí —dijo el viejo Haskel van Manderpootz, cerrando el libro— mi autoridad clásica por lo que se refiere a este experimento. Este relato, sobrecargado como está con mitos y leyendas medievales, demuestra que el mismo Roger Bacon intentó el experimento… y fracasó. —Me apuntó con un largo dedo—. Pero no vayas a sacar la impresión, Dixon, de que el fraile Bacon no fue un gran hombre. En realidad fue extremadamente grande; empuñó la antorcha que su tocayo Francis Bacon había de blandir cuatro siglos más tarde y que ahora resucita van Manderpootz.
Yo seguía mirando en silencio. El profesor prosiguió:
—A Roger Bacon casi podría llamársele un van Manderpootz del siglo trece o a van Manderpootz un Roger Bacon del siglo veintiuno. Sus Opus maius, Opus minor y Opus tertium…
—¿Qué tiene que ver —interrumpí impacientemente— todo eso con esto? —pregunté, indicando el torpe robot de metal que estaba en un rincón del laboratorio.
—¡No interrumpas! —exigió van Manderpootz—. Yo te…
En aquel momento saltó de la butaca. La masa de metal había proferido un ronco grito y, con los brazos levantados, había dado un paso hacia la ventana.
—¿Qué demonios…? —mascullé cuando aquella cosa dejó caer los brazos y volvió estúpidamente a su puesto.
—Debe de haber pasado un coche por la alameda —dijo van Manderpootz con indiferencia—. Bien, como te iba diciendo, Roger Bacon…
Dejé de escuchar. Cuando van Manderpootz está resuelto a dar una explicación, las interrupciones son más que inútiles. Como exalumno suyo, lo tenía más que sabido. Así pues, permití que mis pensamientos vagabundearan en torno a problemas míos muy personales, especialmente el de Tips Alva, por el momento mi problema más acuciante. Sí, me refiero a Tips Alva, la bailarina de televisión, la rubita que anima la hora de Hierba Mate en la actuación de la compañía brasileña. Las coristas, las bailarinas y las estrellas de televisión siempre han sido mi debilidad. Quizás ello indica que en mí late un corazón de artista. Quizá.
Yo soy Dixon Wells, ya saben ustedes, el retoño de la compañía N. J. Wells, superingenieros. Se supone que yo mismo soy un ingeniero; y digo se supone porque en los siete años transcurridos desde que conseguí el título, mi padre no me ha dado muchas oportunidades para demostrarlo. Él tíene un fuerte sentido del valor del tiempo y yo estoy condenado al poco envidiable sino de llegar tarde a todo y para todo. Mi padre incluso afirma que los diseños que le presento de vez en cuando son del tardío estilo jacobeo, pero eso no es verdad: son posrománicos.
El viejo N. J. critica también mi inclinación por las actrices de teatro y de televisión, y periódicamente me amenaza con suprimirme la asignación, aunque se supone que se trata de un sueldo. Es una molestia depender hasta tal extremo de mi padre y algunas veces lamento aquella desafortunada baja de la bolsa que, en el año 2009, se llevó todo mi dinero y desbarató mi proyectado matrimonio con Whimsy White. Sólo me consuela pensar que, como demostró van Manderpootz con el subjuntivisor, aquel matrimonio hubiese sido una catástrofe. Aunque, en lo relativo a mis sentimientos, el desastre adquirió casi las mismas proporciones. Tardé meses en olvidarme de Joanna Caldwell y de sus plateados ojos. Una vez más, reaccionaba con retraso.
van Manderpootz fue mi viejo profesor de física, jefe del departamento de Física Moderna en la Universidad de Nueva York. Era un genio algo excéntrico. Juzguen ustedes mismos.
—Y ésa es la tesis —dijo él de pronto, interrumpiendo mis pensamientos.
—¿Cómo? ¿Qué dice? ¡Ah, si, desde luego! Pero ¿qué tiene que ver con ese risueño robot?
El profesor enrojeció violentamente.
—¡Te lo acabo de decir! —rugió—. ¡Idiota! ¡Imbécil! ¡Estar fantaseando mientras hablaba van Manderpootz! ¡Vete! ¡Desaparece!
Me fui. Por lo demás, era tarde, tan tarde, que dormí más de la cuenta por la mañana y sufrí más que nunca el acostumbrado sermón de mi padre sobre las ventajas de la puntualidad.
Cuando visité de nuevo a van Manderpootz, un anochecer, había olvidado por completo su cólera. El robot seguía de pie en el rincón junto a la ventana y no perdí tiempo alguno preguntando su propósito.
—Es simplemente un juguete que he hecho construir a algunos de los estudiantes —me explicó él—. Tiene una pantalla de células fotoeléctricas detrás del ojo derecho, conectada de tal forma que cuando un cierto perfil se proyecta en ella, pone en marcha el mecanismo. El chisme está enchufado a la red de electricidad, pero en realidad debería funcionar a base de gasolina.
—¿Por qué?
—Bueno, el perfil seleccionado tiene forma de automóvil. Mira aquí. —Sacó una cartulina de su mesa y recortó el contorno de un coche aerodinámico como los que se usaban aquel año—. Como sólo se utiliza un ojo —continuó—, el chisme no puede apreciar la diferencia entre un vehículo de tamaño natural a cierta distancia y este pequeño recorte a una distancia mucho menor. No tiene ningún sentido de la perspectiva.
Pasó el recorte de cartulina ante los ojos del mecanismo. Instantáneamente despertó su bronco rugido y avanzó un paso con los brazos levantados, van Manderpootz retiró la cartulina y de nuevo el aparato volvió a colocarse estúpidamente en su puesto.
—¿Qué demonios significa esto? —exclamé—. ¿Para qué sirve?
—¿Es que van Manderpootz hace alguna vez un trabajo sin una razón que lo respalde? Esto me sirve para hacer demostraciones en mi seminario de alumnos selectos.
—¿Demostraciones de qué?
—Del poder de la razón —respondió van Manderpootz solemnemente.
—¿Cómo? ¿Y por qué debería trabajar con gasolina en lugar de con energía eléctrica?
—Cada pregunta a su tiempo, Dixon. Se te ha escapado la grandeza de la concepción de van Manderpootz. Mira, esta criatura, por imperfecta que sea, representa la máquina rapaz. Es el paralelo mecánico del tigre, que acecha en la jungla para saltar sobre su presa. La jungla de este monstruo es la ciudad; su presa es la molesta máquina que sigue las sendas llamadas calles. ¿Comprendes?
—No.
—Bien, imagínate a este autómata no como es, sino como van Manderpootz podría hacerlo si quisiera. Acecha, gigantesco, a la sombra de los edificios; se mueve furtivamente por las obscuras alamedas; se asoma a calles desiertas, con su motor de gasolina ronroneando quedamente. Entonces un automóvil que no sospecha nada lanza su imagen en la pantalla que hay detrás de los ojos del autómata. Éste salta. Se apodera de su presa, la balancea en sus brazos, la acerca a sus aceradas mandíbulas y clava en ella implacables colmillos. La sangre de su presa, la gasolina, pasa a su estómago, a su depósito de combustible. Con renovada fuerza, se escabulle en la obscuridad y acecha el paso de otra presa. Es la máquina carnívora, el tigre de la mecánica.
Supongo que me quedé mirando boquiabierto. Se me ocurrió de pronto que el cerebro del gran van Manderpootz estaba flaqueando.
—¿Cómo puede…? —jadeé.
—Te he dicho —habló suavemente— que esto no es más que una idea. Puedo encontrar muchos otros usos para el juguete. Con él puedo probar cualquier cosa, todo lo que se me ocurra.
—¿Puede? Pruebe algo, entonces.
—Propón tú lo que quieras, Dixon.
Vacilé, desconcertado.
—¡Vamos! —urgió con voz impaciente—. Mira, te demostraré que la anarquía es el gobierno ideal, o que el cielo y el infierno son el mismo sitio, o que…
—¡Demuéstreme eso! —exclamé—. Lo del cielo y el infierno.
—Muy fácil. Primero dotamos de inteligencia a mi robot. Añadimos una memoria mecánica por medio de la vieja válvula retardatriz Cushman; añadimos un sentido matemático con cualquiera de las máquinas calculadoras; le damos una voz y un vocabulario con el fonógrafo de impulso magnético. Ahora la cuestión que planteo es ésta: admitiendo que se trata de una máquina inteligente, ¿no se sigue que cualquier otra máquina construida del mismo modo debe tener cualidades idénticas? Si a cada robot se le han proporcionado los mismos dispositivos interiores, ¿no han de tener exactamente el mismo carácter?
—¡No! —espeté—. Los seres humanos no pueden hacer dos máquinas exactamente iguales. Habrá diminutas diferencias: una reaccionará más rápidamente que las demás, o una preferirá el Cadillac como presa en tanto que otra reaccionará más vigorosamente ante el Ford. En otras palabras, tienen, es decir, tendrían, individualidad —terminé con una sonrisa de triunfo.
Ése es exactamente mi argumento —comentó van Manderpootz—. Reconoces que esta individualidad es el resultado de una fabricación imperfecta. Si nuestros medios de fabricación fueran perfectos, todos los robots serían idénticos y esta individualidad no existiría. ¿Es verdad, o no?
—Pues… supongo que sí.
—Por ello arguyo que nuestra propia individualidad se debe a que no hemos alcanzado la perfección. Todos nosotros, incluso van Manderpootz, no somos más que individuos porque no somos perfectos. Si lo fuéramos, cada uno de nosotros sería exactamente igual a los demás. ¿Cierto o no?
—Bien…, sí.
—Pero el cielo, por definición, es un sitio donde todo es perfecto. Por tanto, en el cielo cada cual es exactamente lo mismo que cualquier otro y en consecuencia cada cual está profunda y totalmente aburrido. No hay tortura comparable al aburrimiento, Dixon, y… Bien, ¿he probado o no mi tesis?
Yo estaba aturdido.
—Pero…, ¿y lo de la anarquía? —tartamudeé.
—Muy sencillo. Algo muy simple para van Manderpootz. Fíjate. Con una nación perfecta, esto es, con una nación cuyos individuos son todos exactamente iguales, lo que acabo de demostrar que constituye la perfección, con una nación perfecta, repito, las leyes y el gobierno son absolutamente superfluos. Si cada cual reacciona a los estímulos de la misma manera, las leyes son totalmente inútiles, eso está claro. Si, por ejemplo, ocurre un determinado acontecimiento que puede llevar a una declaración de guerra, todo el mundo en semejante nación votaría a favor de la guerra en el mismo instante. Por tanto el gobierno es innecesario y por tanto la anarquía es el gobierno ideal, puesto que es el gobierno adecuado para una raza perfecta. —Hizo una pausa—. Demostraré ahora que la anarquía no es el gobierno ideal…
—¡No se preocupe! —supliqué—. ¿Quién soy yo para discutir con van Manderpootz? Pero ¿cuál es el propósito de este robot? ¿Una base para la lógica?
El mecanismo replicó con su acostumbrado chirrido como si avanzase hacia algún coche descarriado que estuviera más allá de la ventana.
—¿No basta con eso? —gruñó van Manderpootz—. Sin embargo —su voz bajó de tono— le tengo pensado un destino mucho mayor. Muchacho, van Manderpootz ha resuelto el enigma del universo. —Hizo una pausa impresionante—. Bueno, ¿por qué no dices algo?
—¡Uf! —jadeé—. Es…, bien, es maravilloso.
—No para van Manderpootz —dijo él modestamente.
—Pero…, ¿en qué consiste?
—¿Cómo? ¡Ah, sí! —frunció el ceño—. Bueno, te lo diré, Dixon. No entenderás nada, pero te lo diré. —Carraspeó—. Ya a principios del siglo veinte —continuó—, Einstein demostró que la energía es particular. La materia lo es también y ahora van Manderpootz añade que el espacio y el tiempo son discretos.
Me lanzó una mirada llameante.
—La energía y la materia son particulares —murmuré—, y el espacio y el tiempo son discretos. ¡Qué morales son!
—¡Imbécil! —tronó—. ¡Hacer juegos de palabras con lo que dice van Manderpootz! Sabes muy bien que estoy hablando de particular y discreto en sentido físico. La materia está compuesta de partículas, por eso es particular. Las partículas de materia se llaman electrones, protones y neutrones, y las de energía, cuantos. Yo añado ahora otras dos, las partículas de espacio a las que llamo espaciones, y las de tiempo, a las que llamo cronones.
—¿Y qué demonios son partículas de espacio y partículas de tiempo? —pregunté.
—Lo que acabo de decir —disparó van Manderpootz—. Del mismo modo que las partículas de materia son los fragmentos más pequeños de materia que puedan existir, lo mismo que no hay una partícula que sea la mitad de un electrón o, en el mismo sentido, la mitad de un cuanto, el cronón es el lapso de tiempo más pequeño posible y el espación el trozo más pequeño posible de espacio. Ni el tiempo ni el espacio son continuos; cada uno de ellos está compuesto por fragmentos infinitamente pequeños.
—Bien, ¿cuánto dura un cronón? ¿Qué tamaño tiene un espación?
—van Manderpootz ha medido incluso eso. Un cronón es la cantidad de tiempo que necesita un cuanto de energía para empujar un electrón desde una órbita a la siguiente. Es indudable que no puede haber un intervalo de tiempo más corto, puesto que un electrón es la más pequeña unidad de materia y el cuanto la unidad más pequeña de energía. Y un espación es el volumen exacto de un protón. Como quiera que no existe nada más pequeño, ésa es obviamente la más pequeña unidad de espacio.
—Entonces —argüí—, ¿qué hay entre esas partículas de espacio y tiempo? Si el tiempo se mueve, como usted dice, en saltos de un cronón cada uno, ¿qué hay entre los saltos?
—¡Ah! —exclamó el gran van Manderpootz—. Ahora llegamos al meollo del asunto. Intercalado entre las partículas de espacio y tiempo, debe de haber evidentemente algo que no es ni espacio ni tiempo, ni materia ni energía. Hace cien años, Shapley se anticipó a van Manderpootz de una manera vaga cuando anunció su cosmoplasma, la gran matriz subyacente en la que el tiempo y el espacio y el universo están empotrados. Ahora van Manderpootz anuncia la unidad suprema, la partícula universal, el foco donde se reúnen la materia, la energía, el tiempo y el espacio, la unidad de la que están construidos electrones, protones, neutrones, cuantos, espaciones y cronones. El enigma del universo queda resuelto por lo que yo he decidido llamar el cosmón.
Sus azules ojos me traspasaban.
—¡Magnífico! —balbucí débilmente, comprendiendo que se esperaba de mí una palabra por el estilo—. Pero ¿de qué sirve eso?
—¿Que de qué sirve? —rugió—. Suministra, o suministrará una vez que yo haya pulido algunos detalles, los medios de convertir la energía en tiempo o el espacio en materia o el tiempo en espacio, o… —se calló farfullando—. ¡Tonto! —masculló—. ¡Y pensar que estudiaste bajo la tutela de van Manderpootz! ¡Me avergüenzo, realmente me avergüenzo!
No era posible decir si estaba avergonzado o no. Su rostro estaba siempre bastante rubicundo…
—¡Colosal! —dije apresuradamente—. ¡Qué inteligencia!
Eso le aplacó.
—Pero eso no es todo —prosiguió—. van Manderpootz nunca se detiene si no llega hasta la perfección. Ahora anuncio la partícula unidad del pensamiento: ¡el psicón!
Aquello era demasiado. Simplemente me quedé mirando boquiabierto.
—Ya sé que te he dejado atónito —dijo van Manderpootz—. Supongo que tienes noticias, aunque no sea más que por rumores, de la existencia del pensamiento. El psicón, la unidad de pensamiento, es un electrón más un protón, destinados a formar un neutrón: embutido en un cosmón, ocupando el volumen de un espación, impulsado por un cuanto durante un período de un cronón. Algo muy claro, muy simple.
—¡Oh, muchísimo! —aprobé yo—. Incluso yo soy capaz de comprender que eso equivale a un psicón.
El profesor resplandeció.
—¡Excelente! ¡Excelente!
—¿Y qué va usted a hacer con los psicones? —pregunté.
—¡Ah! —exclamó él—. Ahora vamos incluso más allá del meollo del asunto y retornamos a Isaac —y señaló al robot—. Me propongo construir la cabeza mecánica de Roger Bacon. El cerebro de esta torpe criatura albergará tanta inteligencia como ni siquiera van Manderpootz, debería decir como solamente van Manderpootz, es capaz de conseguir. Lo único que me falta es crear mi idealizador.
—¿Su idealizador?
—Desde luego. ¿No acabo de probar que los pensamientos son tan reales como la materia, la energía, el tiempo o el espacio? ¿No acabo de demostrar que, mediante el cosmón, uno puede transformarse en otro? Mi idealizador es el medio de transformar psicones en cuantos, lo mismo que, por ejemplo, un tubo Crookes o un tubo de rayos equis transforma la materia en electrones. ¡Haré que tus pensamientos se hagan visibles!, y no tus pensamientos como son en ese obtuso cerebro tuyo, sino en su forma ideal. ¿Comprendes? Los psicones de tu mente son los mismos que los de cualquier otra mente, al igual que todos los electrones son idénticos, procedan del oro o del hierro. Sí, tus psicones —su voz titubeó— son idénticos a los que proceden de la mente de… van Manderpootz.
Hizo una pausa, emocionado.
—¿De verdad? —jadeé.
—De verdad. Más reducidos en número, por supuesto, pero idénticos. Por tanto, mi idealizador muestra tu pensamiento liberado de la carga de tu personalidad. Lo muestra… ideal.
Bueno, una vez más llegué tarde a la oficina.
Una semana después se me ocurrió pensar en van Manderpootz. Tips estaba de gira por no sé dónde y yo no me atrevía a comprometerme con otra chica porque cuando en otra ocasión lo intenté, se enteró. No tenía nada que hacer y me acerqué a ver al profesor. No lo encontré en su casa y por fin lo localicé en su laboratorio de la facultad de Física. Se movía alrededor de la mesa que tiempo atrás había sostenido aquel condenado subjuntivisor suyo, pero que ahora soportaba una indescriptible confusión de tubos y enmarañados cables. En el centro de aquel maremágnum se alzaba, impresionante, un espejo plano circular grabado con una delicada red de líneas.
—Buenas noches, Dixon —farfulló.
Respondí a su saludo.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Mi idealizador. Un modelo en bruto, demasiado burdo para encajar en el cráneo de hierro de Isaac. Estoy acabando de perfilarlo. —Volvió hacia mí sus resplandecientes ojos azules—. ¡Qué suerte que estés aquí! Ello salvará al mundo de un terrible riesgo.
—¿Un riesgo?
—Sí. Es evidente que una exposición demasiado larga al artilugio extraerá demasiados psicones y dejará la mente del sujeto embotada. Yo estaba dispuesto a aceptar el riesgo, pero ahora comprendo que sería terriblemente desleal para el mundo poner en peligro la mente de van Manderpootz. Cuando te vi llegar pensé que eras la persona idónea.
—¡No, no acepto!
—Vamos, vamos —dijo, frunciendo el ceño—. El peligro es insignificante. En realidad, incluso dudo de que el artilugio pueda extraer cualquier psicón de tu mente. De cualquier modo, estarás en absoluta seguridad durante un período de por lo menos media hora. Yo, con una mente muchísimo más productiva, podría sin duda soportar el esfuerzo por tiempo indefinido, pero mi responsabilidad para con el mundo es demasiado grande para arriesgarme mientras no haya experimentado la máquina en otra mente. Deberías sentirte orgulloso por este honor.
—Pues no, en absoluto.
Pero mi protesta fue débil, Después de todo, sabía que van Manderpootz… a pesar de sus aires de superioridad, me apreciaba, y estaba seguro de que no me haría correr ningún peligro. No tardé mucho en sentarme a la mesa frente al espejo grabado.
—¿Qué ves?
—Mi propia cara en el espejo.
—Naturalmente. Ahora haré girar el reflector. —Me llegó un débil zumbido y el espejo empezó a dar vueltas suavemente—. Escucha ahora —continuó van Manderpootz—. He aquí lo que tienes que hacer. Pensarás en un nombre genérico. «Casa», por ejemplo. Si piensas en una casa, verás, no una casa cualquiera, sino tu casa ideal, la casa de todos tus sueños y deseos. Si piensas en un caballo, verás lo que tu mente concibe como el caballo perfecto, un caballo como sólo el sueño y el anhelo pueden crearlo. ¿Comprendes? ¿Has elegido un tema?
—Sí.
Después de todo, yo sólo tenía veintiocho. El concepto que había elegido era… muchacha.
—Bien —dijo el profesor—, conecto la corriente.
Hubo un resplandor azul tras el espejo. Mi propia cara seguía mirándome desde la superficie giratoria, pero algo estaba formándose detrás de ella, construyéndose, creciendo. Parpadeé; cuando volví a centrar la visión, aquello estaba allí… ella estaba allí.
¡Dios mío! No acierto a describirla. Ni siquiera sé si la vi claramente la primera vez. Era como mirar en otro mundo y ver la realización de todos los anhelos, sueños, aspiraciones e ideales. Era una sensación tan penetrante, que llegaba a convertirse en dolor. Era una exquisita tortura o una delicia de agonía. Era a la vez algo insoportable e irresistible.
Pero yo miraba. Tenía que hacerlo. Había una semejanza obsesionante en aquellos rasgos tan imposiblemente hermosos. Había visto aquella cara alguna vez, en algún sitio. ¿En sueños? No. Me di cuenta de pronto de cuál era el motivo de aquella semejanza. No se trataba de una mujer viva, sino de una síntesis. Su nariz era la descarada naricita de Whimsy White en sus momentos más deliciosos; sus labios eran el arco perfecto de Tips Alva; sus plateados ojos y sus obscuros cabellos aterciopelados eran los de Joanna Caldwell. Pero el conjunto, la suma total, el rostro que veía en el espejo, no era el de ninguna de ellas; era un rostro imposible, increíble, ultrajantemente hermoso.
Sólo la cara y la garganta eran visibles. Los rasgos eran fríos, inexpresivos, tan muertos como los de un grabado. Me pregunté si sabría sonreír, y nada más formularme el pensamiento, la imagen se iluminó con una deliciosa sonrisa. Si antes era ya hermosa, ahora su belleza alcanzó tan alta cota que resultaba insolente. Era un desafío ser tan bonita, era insultante. Me irritaba ver que aquella imagen ostentase una belleza tan indescriptible y sin embargo no existiese. Decepción, engaño, fraude, una promesa que nunca podía ser cumplida.
La cólera murió en las profundidades de aquella fascinación. Me pregunté cómo sería el resto de la muchacha e instantáneamente retrocedió con gran donaire hasta que se hizo visible toda su figura. En el fondo debo de ser un mojigato, porque no llevaba puestos los exiguos vestidos que estaban de moda aquel año, sino un resplandeciente vestido que le llegaba a las lindas rodillas. Su silueta era esbelta. Comprendí que sabría bailar como un jirón de niebla sobre el agua, y al formar aquel pensamiento ella se movió haciendo una pequeña reverencia y alzando la mirada con un levísimo rubor. Sí, en el fondo yo debía de ser un mojigato; a pesar de Tips Alva, Whimsy White y las demás, mi ideal era recatada.
Parecía increíble que el espejo pudiese responder tan dócilmente a mis pensamientos. La muchacha parecía tan real como yo mismo y, después de todo, me imagino que lo era. Tan real como yo mismo, ni más ni menos, porque era parte de mi propia mente. Y en este momento me di cuenta de que van Manderpootz estaba zarandeándome y gritando:
—¡Tu tiempo se ha acabado! ¡Sal de ahí! ¡Has agotado tu media hora!
—¿Cómo? —gruñí.
—¿Cómo te sientes? —preguntó.
—¿Sentirme? Físicamente, muy bien.
Levanté la mirada. Sus azules ojos se veían preocupados.
—¿Cuál es la raíz cúbica de cuatro mil novecientos trece? —preguntó de improviso.
Yo siempre he sido rápido en cuestión de números.
—Bien… diecisiete —respondí sorprendido—. ¿Por qué diablos…?
—Mentalmente estás bien —anunció él—. Pero ¿por qué has permanecido media hora ahí más inmóvil que un muerto? Mi idealizador debe de haber funcionado, como es natural que funcione cualquier creación de van Manderpootz, pero ¿en qué estabas pensando?
—Pensé… pensé en «muchacha» —gemí.
Él resopló.
—¡Vaya! ¡Buen idiota estás hecho! Por lo visto, no te bastaba con «casa» o «caballo»; tenías que elegir algo que tuviese connotaciones emotivas. Bien, ya puedes empezar a olvidarla, porque ella no existe.
Yo no podía renunciar así como así a la esperanza.
—Pero ¿no podría usted… no podría usted…?
Ni siquiera sabía que preguntarle.
—van Manderpootz —declaró— es un matemático, no un mago. ¿Esperas que materialice un ideal para ti? —Como no supe replicar más que con un gemido, él continuó—: Ahora creo que hay bastante seguridad para que yo mismo pruebe el artilugio. Elegiré…, veamos…, el pensamiento «hombre». Veré qué aspecto tiene el superhombre, puesto que el ideal de van Manderpootz no puede ser menos que el superhombre. —Se sentó—. Dale a ese interruptor —ordenó—. ¡Ahora!
Así lo hice. Los tubos empezaron a derramar una débil luz azulada. Yo miraba sombríamente, sin interés; nada podía atraerme después de haber visto aquella imagen ideal.
—¡Uf! —exclamó de pronto van Manderpootz—. Apaga, apaga te digo. No veo más que mi propia imagen.
Me quedé mirando y luego estallé en una hueca carcajada. van Manderpootz alzó la cara, un poco más roja que de costumbre.
—Después de todo —dijo él resentido—, uno podría tener un ideal de hombre más bajo que van Manderpootz. No veo que esto sea tan cómico como tu situación.
Mi risa se extinguió. Me fui a casa con el ánimo decaído, pasé el resto de la noche sumido en lúgubres pensamientos, fumé casi dos paquetes de cigarrillos y no fui a la oficina en todo el día siguiente.
Tips Alva volvió a la ciudad para una emisión de fin de semana, pero ni siquiera me molesté en ir a verla. Me limité a telefonearle y le dije que estaba enfermo. Sospecho que el aspecto de mi rostro prestó credibilidad a la historia, porque la muchacha se mostró compasiva y su cara en la pantalla del teléfono demostraba bastante ansiedad. Aun en mi situación, no me era posible apartar los ojos de sus labios, porque, excepto un maquillaje demasiado brillante, eran los labios del ideal. Pero no me bastaban, no me bastaban en modo alguno.
El viejo N. J. empezó a preocuparse de nuevo. Yo apenas podía dormir y, después de haber faltado aquel único día, empecé a levantarme cada día más temprano hasta que una mañana llegué con sólo diez minutos de retraso. Mi padre me llamó inmediatamente.
—Oye, Dixon —dijo—, ¿has estado viendo al médico estos días?
—No estoy enfermo —respondí con indiferencia.
—Entonces, por el amor del Cielo, cásate con la muchacha. No me importa qué escenario esté pateando como corista. Cásate con ella y vuelve a portarte de nuevo como un ser humano.
—No puedo.
—Ya está casada, ¿verdad?
Bien, no podía decirle que no existía. No podía decirle que estaba enamorado de una visión, de un sueño, de un ideal. El caso es que me limité a asentir y no discutí cuando él dijo gruñonamente:
—Entonces, termina con todo. Tómate unas vacaciones. Tómate dos vacaciones. Muy bien puedes hacerlo, para lo que sirves aquí.
No salí de Nueva York; me faltaba energía para eso. Me limité a rondar por la ciudad durante algún tiempo, esquivando a mis amigos y soñando con la belleza imposible de aquella cara. El anhelo de contemplar aquella belleza iba creciendo hasta hacerse irresistible. No creo que nadie excepto yo pueda entender el atractivo de aquel recuerdo. Comprendan ustedes que el rostro que yo había visto era mi ideal, mi concepción de lo perfecto. De vez en cuando uno ve a mujeres bellas por el mundo; uno se enamora, pero siempre, sin que importe lo grande que haya sido esa belleza o lo profundo que haya sido el amor, caen por debajo de la visión secreta del ideal. No era así con la faz vista en el espejo; era mi ideal y por tanto, fuesen las que fuesen las imperfecciones que pudiera tener para otros, a mis ojos no tenía ninguna. Ninguna, excepto la terrible de no ser más que un ideal y por tanto inalcanzable, pero ese es un defecto ínherente a toda perfección.
En pocos días me di por vencido. El sentido común me decía que era inútil, incluso alocado, contemplar de nuevo la visión. Luché contra aquel ansia, pero luché sin esperanzas, y no me sorprendió lo más mínimo encontrarme una noche llamando a la puerta de van Manderpootz en el club de la universidad. No estaba allí. Así lo esperaba, puesto que así tenía una excusa para buscarlo en su laboratorio de la facultad de Física, adónde de cualquier modo habría tenido que arrastrarlo.
Allí lo encontré, sentado a la mesa que sostenía el idealizador, escribiendo ciertas notas.
—Hola, Dixon —me saludó—. ¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que la universidad ideal no puede existir? Y es claro que no puede existir, puesto que debería estar compuesta de perfectos estudiantes y perfectos educadores, y en ese caso los primeros no tendrían nada que aprender y los segundos nada que enseñar.
¿Qué interés podía yo tener por la universidad perfecta y su incapacidad para existir? Todo mi ser estaba desolado por la no existencia de otro ideal.
—Profesor —dije tensamente—, ¿puedo utilizar de nuevo esa… esa cosa suya? Me gustaría…, me gustaría ver algo.
Mi voz debió de revelarle la situación, porque van Manderpootz me miró duramente.
—¡Vaya! Conque no has seguido mi consejo, ¿eh? Te dije que olvidaras a la muchacha. Que la olvidases porque no existe.
—¡Pero no puedo! ¡Una vez más, profesor, sólo una vez más!
Se encogió de hombros, pero sus metálicos ojos azules se mostraban ligeramente más dulces que de ordinario. Después de todo, por alguna razón inconcebible, me aprecia.
—Bien, Dixon, eres ya mayorcito y se supone que de inteligencia madura. Te advierto que es una petición muy estúpida y que van Manderpootz siempre sabe de qué está hablando. Si quieres atontarte con el opio de sueños imposibles, allá tú. Es la última oportunidad que tendrás, porque mañana el idealizador de van Manderpootz entra en la cabeza de nuestro autómata Isaac. Cambiaré los osciladores de forma que los psicones, en lugar de convertirse en cuantos de luz, emerjan como un flujo de electrones, una corriente que actuará sobre el aparato vocal de Isaac y saldrá como discurso. —Se detuvo pensativamente—. van Manderpootz oirá la voz del ideal. Desde luego, Isaac sólo podrá reproducir lo que recoja de los psicones que recibe del cerebro del operador, pero al igual que la imagen en el espejo, los pensamientos habrán perdido su huella humana y las palabras serán las de un ideal. —Se dio cuenta de que yo no estaba escuchando, supongo—. ¡Ponte ya, imbécil! —gruñó.
Es lo que hice. La gloria de la que estaba sediento flameó luego lentamente hasta convertirse en ser, de una belleza inconcebible y en cierto modo increíble, más bello aún que en aquella primera ocasión. Sé ahora el porqué; con posterioridad, van Manderpootz me explicó que el hecho mismo de haber visto antes un ideal había alterado mi ideal, elevándolo a un nivel más alto. Con aquel rostro entre mis recuerdos, mi concepto de la perfección era diferente de lo que había sido.
Así pues, miraba y anhelaba. Dócil e instantáneamente, el ser del espejo respondía a mis pensamientos con sonrisas y ademanes. Cuando yo pensaba en amor, sus ojos centelleaban con tal ternura que parecía como si yo, Dixon Wells, formara parte de esas parejas que han constituido los grandes enamorados del mundo, Eloísa y Abelardo, Tristán e Isolda, Lanzarote y Ginebra, Aucassin y Nicolette. El zarandeo con que van Manderpootz me arrancaba del ensueño penetró en mí. Como una daga.
—¡Fuera de ahí! ¡Fuera de ahí! El tiempo se ha acabado.
Gemí y hundí la cara entre las manos. Desde luego el profesor tenía razón; repetir aquella locura sólo había servido para intensificar un anhelo inconsolable y poner las cosas diez veces peor que antes. Luego oí cómo el profesor mascullaba detrás de mí:
—¡Qué extraño! —murmuró—. En realidad, fantástico. Edipo, el Edipo de las cubiertas de revistas y de las carteleras.
Miré sombríamente a mi alrededor. Él estaba detrás de mí, mirando al parecer el espejo giratorio.
—¿Qué pasa? —gruñí cansadamente.
—Esa cara —dijo él—. Es muy extraño. Debes de haber visto sus rasgos en centenares de revistas, en miles de carteleras, en incontables emisiones de televisión. El complejo de Edipo en una forma curiosa.
—¿Cómo? ¿Es que usted puede verla?
—Desde Juego —contestó—. ¿No te dije una docena de veces que los psicones se transforman en cuantos perfectamente ordinarios de luz visible? Si tú puedes verla, ¿por qué no yo?
—Pero ¿qué tiene eso que ver con las carteleras y todo lo demás?
—Ese rostro —dijo el profesor lentamente—. Está algo idealizado, por supuesto, y ciertos detalles son erróneos. Sus ojos no tienen ese pálido azul plateado que tú imaginas; son verdes, de un verde marino, de un color de esmeralda.
—¿De qué demonios está usted hablando? —pregunté roncamente.
—De la cara en el espejo. Resulta que es una aproximación bastante grande a los rasgos de Lisle d’Agrion, la Libélula.
—¿Quiere usted decir que ella es real? ¿Que existe? ¿Que vive? ¿Que…?
—Espera un momento, Dixon. Es real, pero conforme a tu costumbre, llegas un poco tarde. Con un retraso de unos veinticinco años, diría yo. Ella debe de frisar ahora en los cincuenta, veamos, cincuenta y tres, creo. Pero durante tu infancia pudiste ver su rostro reproducido por doquier, Lisle d’Agrion, la Libélula.
No pude más que tragar saliva. El golpe era devastador.
—Mira —continuó van Manderpootz—, los ideales se implantan muy pronto. Por eso continuamente te estás enamorando de muchachas que poseen tales o cuales rasgos que te recuerdan a ella: sus cabellos, su nariz, su boca, sus ojos… Muy simple, pero bastante curioso.
—¡Curioso! —protesté, echando chispas—. ¡Curioso dice usted!
¡Cada vez que miro por uno de sus malditos inventos, resulta que me enamoro de un mito! ¡Una muchacha que está muerta, o que se ha casado, o que es irreal, o que se ha convertido en una mujer madura! Curioso, ¿eh? Condenadamente divertido, ¿no es así?
—Un momento —dijo el profesor plácidamente—. Resulta, Dixon, que ella tiene una hija. Y lo que es más, Denise se parece a su madre. Y lo que es más aún, va a llegar a Nueva York la semana próxima para estudiar literatura americana aquí en la universidad. Porque se da el caso de que es escritora.
Aquello era demasiado para una comprensión inmediata.
—¿Cómo…, cómo sabe usted todo eso? —pregunté, anhelante.
Fue una de las pocas veces en que vi alterarse la colosal impasibilidad de van Manderpootz. Pareció turbarse un poco y dijo lentamente:
—Resulta también, Dixon, que hace muchos años, en Amsterdam, Haskel van Manderpootz y Lisle d’Agrion fueron amigos, muy amigos podría decir, excepto por el hecho de que dos personalidades tan poderosas como la de Libélula y la de van Manderpootz chocaban siempre. —Frunció el ceño—. Casi fui su segundo marido. Creo que ha tenido siete. Denise es la hija del tercero de ellos.
—¿Por qué…, por qué viene aquí?
—Porque —dijo él con dignidad— aquí está van Manderpootz.
Sigo siendo amigo de LisIe. —Se volvió y se inclinó sobre el complicado artilugio posado en la mesa—. Alárgame ese destornillador —ordenó. Esta noche desmantelaré el chisme y mañana empezaré a reconstruirlo para la cabeza de Isaac.
Pero cuando, a la semana siguiente, volví a precipitarme ansioso en el laboratorio de van Manderpootz, el idealizador estaba todavía en su sitio. El profesor me saludó con una mueca burlona.
—Sí, todavía está aquí —dijo, señalando el aparato—. He decidido construir uno enteramente nuevo para Isaac y además este me ha proporcionado considerable diversión. Por otra parte, con palabras de Oscar Wilde, ¿quién soy para destruir la obra de un genio? Después de todo, el mecanismo es el producto del gran van Manderpootz.
Estaba haciéndome rabiar deliberadamente. Sabía que yo no había venido para oírle hablar de Isaac o del incomparable van Manderpootz. Luego sonrió y se ablandó y, volviéndose hacia el despachito adyacente, la habitación donde Isaac se alzaba en su metálica austeridad llamó:
—¡Denise, ven aquí!
No sé exactamente lo que yo esperaba, pero sé que me quedé sin aliento cuando entró la muchacha. Desde luego no era fielmente mi imagen del ideal; quizás era un poquitín más delgada, y sus ojos…, bueno, debían de ser muy parecidos a los de Lisle d’Agrion, porque tenían el verde esmeralda más claro que haya visto nunca. Eran unos ojos descaradamente directos y pude comprender por qué Van Manderpootz y la Libélula habían estado siempre peleando.
Al parecer Denise no era tan recatada como mi imagen de la perfección. Vestía el breve atuendo de moda, que cubría tanto de su cuerpo, supongo, como uno de los bikinis de mediados del siglo XX. Daba una impresión no tanto de gracia efímera como de esbeltez y fuerza flexible, un aire de independencia, de franqueza, y lo digo de nuevo, de descaro.
—¡Vaya! —dijo ella fríamente cuando van Manderpootz me presentó—. Así que usted es el retoño de la compañía N. J. Wells. De vez en cuando sus escapadas animan los suplementos dominicales de los periódicos de París. ¿No fue usted quien arriesgó un millón de dólares en el mercado para poder aspirar a Whimsy White?
Me sonrojé.
—Fue una cosa que se exageró mucho —dije apresuradamente— y además lo perdí antes de…, bien, antes de que yo…
—No antes de hacer un poco el tonto —acabó ella dulcemente.
Bueno, así era la muchacha. Si no hubiese sido tan infernalmente bonita, si no se hubiese parecido tanto a la cara del espejo, yo me habría encrespado, habría dicho: «Encantado de haberla conocido», y nunca habría vuelto a verla. Pero yo no podía enfadarme, no podía teniendo ella los cabellos obscuros, los labios perfectos, la graciosa naricilla del ser que constituía mi ideal.
Así pues, la vi una vez más. Y varias veces. En realidad, creo que llegué a ocupar la mayor parte de su tiempo entre los pocos cursos de literatura a los que asistía. Poco a poco empecé a ver que en otros aspectos, además del físico, no estaba tan lejos de mi ideal. Por debajo de su descaro había sinceridad y franqueza y, a pesar de ella misma, dulzura, tanto que, incluso sopesando el mal comienzo que habíamos tenido, me enamoré de ella rápidamente. Y lo que es más, me di cuenta de que estaba empezando a corresponderme.
Esa era la situación cuando fui a recogerla un mediodía para llevarla al laboratorio de van Manderpootz. Íbamos a almorzar con él en el club de la universidad, pero lo encontramos ocupado dirigiendo algún experimento en el gran laboratorio que tiene más allá de su laboratorio personal, desenredando parte de la confusión que habían causado sus ayudantes. Así pues, Denise y yo retrocedimos a la habitacioncita, muy contentos de estar los dos juntos y solos. Simplemente no me era posible sentir hambre en presencia de ella; el solo hecho de hablarle valía más que todas las comidas.
—Voy a ser una buena escritora —estaba ella diciendo pensativamente—. Algún día, Dick, voy a ser famosa.
Bien, todo el mundo sabe cuán acertada fue su predicción. Instantáneamente asentí.
—Eres encantador, Dick —me sonrió—. Realmente encantador.
—¿De veras?
—De veras —dijo ella enfáticamente. Luego sus verdes ojos resbalaron sobre la mesa que sostenía el idealizador—. ¿Qué nuevo invento de tío Haskel es ése? —preguntó.
Le expliqué en qué consistía, pero me temo que sin poder darle muchos detalles, porque ningún ingeniero ordinario puede seguir las ramificaciones de la concepción de un van Manderpootz. Sin embargo, Denise captó el meollo del asunto y sus ojos brillaron con fuego de esmeralda.
—¡Es fascinante! —exclamó. Se levantó y se acercó a la mesa—. Voy a probarlo.
—Sin estar el profesor, no. Podría ser peligroso.
Cometí una torpeza al decir eso. Los verdes ojos relucieron con más brillo que antes cuando ella me lanzó una mirada maliciosa.
—Sí, voy a probarlo, Dick —dijo—. Dick, voy a ver a mi hombre ideal.
Y se rió suavemente.
Me llené de pánico. Suponiendo que su ideal resultase ser alto, moreno y fornido, en lugar de bajo, rubio y un poco…, bueno, rechoncho, como soy yo…
—¡No! —dije con vehemencia—. ¡No te lo permitiré!
De nuevo ella se echó a reír. Supongo que comprendió el motivo de mi pánico, porque me dijo suavemente.
—No seas tonto, Dick. Enciende.
No pude negarme. Vi el espejo girando, vi cómo se encendían los tubos. Inmediatamente me coloqué detrás de la muchacha, atisbando lo que podía verse en el centelleante espejo donde se iba formando una cara, lenta, vagamente.
Me estremecí. Desde luego el cabello de la imagen era rubio. Incluso me imaginé entonces que podía distinguir un cierto parecido con mis propios rasgos. Quizá Denise percibió algo similar, porque de pronto apartó sus ojos del espejo y levantó la cabeza con un débil rubor de confusión, cosa muy insólita en ella.
—¡Los ideales son estúpidos! —dijo—. Necesito una emoción real. ¿Sabes lo que voy a ver? Voy a contemplar el horror ideal. Eso es lo que voy a hacer. ¡Voy a ver el horror absoluto!
—¡Oh, no, no puedes hacer eso! —jadeé—. Esa es una idea terriblemente peligrosa.
Desde la otra habitación oí la voz de van Manderpootz que me llamaba:
—¡Dixon!
—Peligrosa, ¡bah! —replicó Denise—. Soy una escritora, Dick. Todo esto puede servirme de material. Es una experiencia como otra cualquiera y la necesito.
van Manderpootz de nuevo:
—¡Dixon, Dixon, ven aquí!
—Escucha, Denise —dije—, volveré en seguida. No hagas nada hasta que yo esté aquí, por favor.
Me precipité en el laboratorio grande. van Manderpootz estaba haciendo frente a un asustado grupo de ayudantes aterrorizados al parecer por el gran hombre.
—Hola, Dixon —dijo con voz cortante—. Explícales a estos imbéciles lo que es una válvula Emmerich y por qué no puede operar en una corriente electrónica libre. Hazles ver que hasta un ingeniero ordinario sabe eso.
Bueno, un ingeniero ordinario no lo sabe, pero daba la casualidad de que yo sí. No es que sea particularmente excepcional como ingeniero, pero resultaba que lo sabía porque un año o dos antes había hecho algún trabajo en las grandes turbinas de mareas en Maine, donde tenían que utilizar válvulas Emmerich para precaverse contra la dispersión eléctrica de los tremendos potenciales en sus condensadores. Así pues, empecé a explicar mientras van Manderpootz intercalaba sarcasmos sobre sus ayudantes. Cuando por fin acabé, supongo que había estado allí como una media hora. Y entonces me acordé de Denise.
Dejé que van Manderpootz me siguiese con una mirada de asombro mientras me precipitaba al pequeño laboratorio. Y, claro, allí estaba la muchacha con la cara vuelta contra el espejo y las manos aferradas al borde de la mesa. No veía sus rasgos, desde luego, pero había algo en su postura forzada, en sus blancos nudillos…
—¡Denise! —grité—. ¿Estás bien? ¡Denise!
No se movió. La volví hacia mí, la miré y me quedé aterrado. ¿Han visto ustedes alguna vez un terror fuerte, loco, infinito en un rostro humano? Eso es lo que yo veía en el de Denise: un horror inexpresable, intolerable, peor que pueda ser el miedo a la muerte. Sus verdes ojos estaban tan abiertos, de par en par; sus perfectos labios estaban contraídos, toda su cara crispada en una máscara de puro terror.
Corrí a darle al interruptor, pero al pasar lancé una sola mirada a lo que mostraba el espejo. ¡Increíble! Cosas obscenas, cargadas de terror, cosas horripilantes…, no hay palabras para describirlas. No, no hay palabras.
Denise no se movió cuando los tubos se obscurecieron. Cuando me miró, saltó de la silla y se alejó, mirándome con un terror tan loco, que me detuve.
—¡Denise! —grité—. Soy yo, Dick. ¡Mira, Denise!
Pero cuando me moví hacia ella, profirió un grito ahogado, se le enturbiaron los ojos, le flaquearon las rodillas y se desmayó. Fuera lo que fuese lo que hubiera visto, debía de haber sido aterrador, porque Denise no era de las que se desmayan.
Una semana más tarde estaba sentado frente a van Manderpootz en su pequeño laboratorio particular. La gris figura metálica de Isaac había desaparecido y la mesa que había soportado el idealizador estaba vacía.
—Sí —dijo van Manderpootz—. Lo he desmantelado. Uno de los pocos errores de van Manderpootz fue dejarlo al alcance de unos incompetentes como tú y Denise. Parece que una y otra vez sobreestimo la inteligencia de los demás. Supongo que tiendo a juzgarlos conforme al cerebro de van Manderpootz.
No dije nada. Estaba profundamente descorazonado y deprimido y, dijera lo que dijese el profesor sobre mi falta de inteligencia, tenía que darle la razón.
—En lo sucesivo —continuó van Manderpootz—, no daré crédito de inteligencia a nadie excepto a mí mismo, e indudablemente así estaré mucho más cerca de la verdad. —Ondeó una mano hacia el sitio donde había estado Isaac—. Ni siquiera al robot —continuó—. He abandonado ese proyecto, porque, si bien se mira, ¿qué necesidad tiene el mundo de un cerebro mecánico cuando ya tiene el de van Manderpootz?
—Profesor —estallé de pronto—, ¿por qué no me dejan ver a Denise? He estado en el hospital todos los días. Sólo una vez me dejaron entrar en su habitación y le dio un ataque de histerismo. ¿Qué pasa? ¿Es que está…? —y no tuve fuerzas para seguir preguntando.
—Se está reponiendo muy bien, Dixon.
—Entonces, ¿por qué no puedo verla?
—Mira —respondió van Manderpootz plácidamente—, se trata de lo siguiente. Cuando entraste en el laboratorio, cometiste el error de asomar la cara al espejo. Ella vio tus rasgos en el centro mismo de todos los horrores que había concitado. ¿Comprendes? A partir de entonces tu cara estuvo asociada en su mente a todo el infierno que bullía en el espejo. Ella ni siquiera puede mirarte sin volver a verlo todo.
—¡Dios mío! —me lamenté—. Pero eso lo superará, ¿verdad? Olvidará esa parte, es lógico.
El joven psiquiatra que la está atendiendo, un muchacho brillante, con algunas ideas que podrían decirse mías, cree que superará su estado actual en un par de meses. Aunque por mi parte, Dixon, no creo que vaya nunca a acoger con agrado la visión de tu cara, por muy feas que puedan ser otras.
Pasé por alto aquella burla.
—¡Dios mío! —gemí—. ¡Qué complicación! —Me levanté para marcharme, y entonces… entonces comprendí lo que significa estar inspirado—. ¡Escuche! —dije, retrocediendo—. ¿Por qué no la hace volver aquí y la deja que contemple lo idealmente hermoso?, y entonces… entonces yo meto mi cara en medio de la escena. —Creció mi entusiasmo—. ¡Es algo que no puede fracasar! —grité—. Por lo menos, servirá para borrar el otro recuerdo. ¡Es maravilloso!
—Pero, como de costumbre —dijo van Manderpootz—, llegas demasiado tarde.
—¿Tarde? ¿Por qué? Puede usted montar de nuevo el idealizador. No le costaría mucho hacerlo, ¿verdad?
—van Manderpootz —dijo— es la esencia misma de la generosidad. Lo haría con mucho gusto, pero sigue siendo un poco tarde, Dixon. Mira, la verdad es que ella se ha casado este mediodía con el brillante y joven psiquiatra del que te hablé.
Bueno, esta noche tengo una cita con Tips Alva, y voy a llegar tarde, tan tarde como me plazca. Y luego no voy a hacer nada sino quedarme mirando sus labios toda la noche.