PODERES MÁS ANTIGUOS,
PODERES MÁS PROFUNDOS
L
os ashmadai entraron en la cámara circular con paso cauteloso, aunque los ecos de la batalla hacía tiempo que se habían desvanecido. Abría la marcha Valindra Shadowmantle, flanqueada por dos veintenas de los mejores guerreros de Sylora. La lich inmediatamente centró su atención en el trono y avanzó en esa dirección, flotando más que andando, mientras sus servidores se dispersaban por toda la sala para examinar los cadáveres esparcidos.
Valindra se detuvo delante del trono, percibiendo su enorme magia. Se había pasado la vida estudiando el Arte, como maga en la afamada Torre de Huéspedes del Arcano. Antes de la Plaga de los Conjuros, y antes de haber caído en la muerte y luego en la no muerte de la mano de Arklem Greeth, Valindra había sido una maga de gran poder, impecable formación y considerable renombre.
Como lich, Valindra había sobrevivido a la Plaga de los Conjuros, aunque sin duda su mente había quedado dañada. Ahora, sin embargo, por fin estaba recuperando el sentido y reuniendo sus poderes recién hallados en las energías extrañas de los arcanos de la época posterior a la Plaga de los Conjuros.
Habiendo trascendido sus poderes incluso los llamativos cambios que habían acaecido en Faerun, el trono la retrotrajo a aquellos tiempos anteriores. La magia de que estaba impregnado era antigua y la sintió reverberar en su interior, trasladándola a un lugar de comodidad familiar que no había visitado en décadas.
Hizo exclamaciones asombradas ante el trono, y sus manos pálidas, descarnadas, se acercaron sin tocar en ningún momento el poderoso artefacto. Absorta en sus pensamientos y recuerdos de aquellos tiempos mejores que había conocido en su vida de maga, Valindra ni siquiera se dio cuenta de que un par de sus comandantes ashmadai estaban de pie a su lado.
—Lady Valindra —dijo un tiflin corpulento.
Al ver que no respondía, repitió las palabras mucho más alto.
Valindra se sobresaltó y se volvió hacia él, con rojas llamaradas amenazantes en los ojos espectrales.
—Creemos que los muertos pertenecen al plano del fuego —explicó el tiflin—. ¿Servidores del primordial?
La expresión de perplejidad de Valindra revelaba que ni siquiera había oído la pregunta, y mucho menos la había asimilado.
—Sí —respondió una voz.
Los dos comandantes ashmadai y Valindra se volvieron en el momento en que un murciélago apareció aleteando detrás del trono y pareció esconderse dentro de sí antes de adoptar una forma humanoide.
—Servidores del primordial; adoradores, en realidad —explicó Dor’crae—. Estos salamandras, y los grandes lagartos rojos que hay en las mayores profundidades del complejo, incluso un pequeño dragón rojo, han acudido a la llamada del volcán.
—¿Hay más? —preguntó el ashmadai.
—Hay muchos —respondió Dor’crae, rodeando la plataforma para unirse a los otros tres.
—Entonces, puede ser que hagan el trabajo por nosotros —dijo el Ashmadai—. Tal vez ya lo hayan hecho.
A Dor’crae la idea le arrancó una carcajada, y con un amplio movimiento del brazo invitó a los demás a echar otro vistazo al resultado de la batalla, una batalla que él había observado entre las sombras desde lo alto del salón.
—Yo no… —empezó a decir, pero se detuvo al ver que Valindra no le prestaba la menor atención, que otra vez estaba concentrada en el trono.
Yo no contaría con que los habitantes del complejo derrotasen a tipos como Jarlaxle y su poderoso enano —les dijo Dor’crae a los ashmadai—, o como Dahlia y Drizzt Do’Urden. —Volvió a echar una mirada a Valindra, observando como subía al estrado sin dejar de mirar el trono, como si estuviera en trance—. Ya antes eran formidables, pero ahora lo son aún más. Los he observado en esta misma sala, y el otro enano que los acompaña, al parecer un rey de los enanos, en cierto modo, ha sido mejorado por medios mágicos.
Los dos ashmadai fruncieron las caras, se miraron y luego se volvieron otra vez hacia Dor’crae con evidente perplejidad.
—Gracias al poder que hay en ese mismo trono —explicó Dor’crae, volviéndose hacia Valindra mientras hablaba.
La lich no daba muestras de oírlo.
—Ahí hay alguna magia antigua que le transmitió poderes —les advirtió Dor’crae a todos ellos.
—Magia, cierto —repitió Valindra, pasando la mano por encima del brazo del trono, sin tocarlo.
Luego, de repente, la lich bajó la mano y se agarró al trono.
Sus ojos se desorbitaron y emitió un silbido de protesta. Estaba claro que luchaba denodadamente por mantenerse asida al trono, como si este estuviera tratando de arrojarla lejos. La lich, obstinada, gruñía y se resistía, hasta que por fin se volvió y se sentó, agarrándose a los brazos con ambas manos.
Gruñó y se debatió, silbó y profirió toda suerte de maldiciones. La espalda se le arqueaba como si alguna fuerza invisible tratara de librarse de ella. A todos los que la rodeaban, los tres que estaban ante el trono y muchos otros dispersos por el salón, les parecía un halfling tratando de repeler la carga de un mole sombrío.
La lucha se intensificó. Destellos relampagueantes, blanquiazules y negros, salían de la silla, y Dor’crae y los comandantes Ashmadai se retiraron.
Estaba claro que el trono de Gauntlgrym estaba rechazando violentamente a Valindra, pero la lich no estaba dispuesta a admitirlo.
Por fin, con un ruido atronador que sacudió la estancia y resonó en todo el complejo de Gauntlgrym, el trono la lanzó por los aires. Ella frenó la caída por medios mágicos y se posó suavemente a su ritmo habitual, hasta que quedó flotando a unos centímetros por encima del suelo.
—¿Valindra? —la llamó Dor’crae, pero la lich no lo oía.
Volvió a lanzarse sobre el trono, con las manos extendidas como garras exterminadoras. Con un silbido malévolo, hizo brotar de sus dedos destellos de luz. Cuando las descargas simplemente desaparecieron absorbidas por el trono mágico, ella, llena de furia, invocó un garbanzo de fuego y lo arrojó sobre el asiento.
—¡Corred! —gritó el comandante ashmadai, y los guerreros se apartaron del estrado tropezando unos con otros.
La bola de fuego de Valindra envolvió el trono, el estrado y buena parte del suelo que lo rodeaba. Las furiosas llamaradas llegaron hasta la propia lich, que pareció no darles la menor importancia. Ninguno de los Ashmadai fue alcanzado por la explosión, aunque a uno las llamas le prendieron en la capa y tuvo que echarse a rodar frenéticamente por el suelo para apagarlas.
Cuando las llamas y el humo desaparecieron, allí seguía el trono, inconmovible, intacto, impenetrable.
Valindra vociferó, silbó y cargó otra vez contra él, lanzando nuevamente relámpagos mientras corría, y le clavaba las uñas y lo golpeaba.
—Sin duda, es poderosa —susurró el jefe ashmadai, caminando junto a Dor’crae—, pero su presencia aquí me da miedo.
—Sylora Salm decidió que viniera —le recordó Dor’crae—. No carece de razón, y tú no eres quién para cuestionarla.
—Por supuesto —dijo el hombre, bajando la mirada.
Dor’crae mantuvo fija en él una mirada reprobadora, asegurándose de que quedara muy claro cuál era su lugar. No podían darse el lujo de rumores intempestivos y capaces de desencadenar un motín cuando tenían ante sí enemigos tan poderosos. De todos modos, la verdad era que cuando Dor’crae volvió a mirar el trono y los intentos desesperados de la desquiciada Valindra casi coincidió con las palabras del fanático.
No tenían la menor posibilidad de controlar a la lich, y estaba seguro de que, si ella veía un objetivo contra el que lanzar una bola de fuego y daba la casualidad de que todo el pelotón de ashmadai estaba en las inmediaciones, ni siquiera le importaría.
El temblor se propagó por el suelo de piedra, y los cinco sintieron la sacudida. A Drizzt no le pareció gran cosa, pero cuando miró a Bruenor se dio cuenta de que a él le había dado que pensar.
—¿Qué te parece? —le preguntó Jarlaxle al rey enano antes de que pudiera hacerlo Drizzt.
—¡Bah!, un eructo de la bestia, eso es todo —dijo Athrogate.
Pero la expresión de Bruenor hablaba de otra cosa.
—No ha sido la bestia —dijo, negando con la cabeza—. Nuestros enemigos han entrado detrás de nosotros. Están luchando contra los antiguos.
—¿Los antiguos? —preguntaron al unísono Drizzt y Dahlia, y se miraron el uno al otro con sorpresa.
—Los enanos de Gauntlgrym —explicó Jarlaxle.
—El trono —aclaró Bruenor—. Han atacado el trono.
—¿Para qué?
Bruenor meneó la cabeza y su expresión dejaba ver su confianza en que el trono no corría peligro. No obstante, miró a su alrededor y añadió:
—Los fantasmas se han ido.
Todos los demás miraron también a su alrededor y comprobaron que no había fantasmas en el ancho corredor, aunque aún había algunos un momento antes.
—Han vuelto a combatir por el trono de Gauntlgrym —explicó Bruenor.
—¿Y nosotros qué hacemos? —preguntó Drizzt.
Dio la impresión de que Jarlaxle iba a contestar algo, pero como todos los demás, dio prioridad a Bruenor.
—Seguimos adelante —dijo el anciano, y se puso en marcha.
Athrogate se apresuró a situarse junto a él.
—Parece muy seguro de sí mismo —les comentó Dahlia a Drizzt y a Jarlaxle mientras los enanos iban delante pisando con firmeza—, como si conociera cada recoveco y cada pasadizo lateral.
Era cierto, y aunque Drizzt mantenía la confianza en su amigo —la verdad era que no tenían otra opción—, estaba bastante preocupado. Cerca del salón de audiencias, los túneles se veían con claridad y no habían sufrido daños, o al menos no más de lo que recordaban Jarlaxle, Athrogate y Dahlia, pero poco después de que los cinco compañeros hubieran bajado la primera escalera larga, se habían encontrado más ruinas y escombros. Los corredores estaban retorcidos y partidos, y la segunda escalera a la que los había conducido Bruenor estaba intransitable.
No obstante, el enano no se había inmutado y los había llevado por otro camino.
Drizzt no sabía que magia podía haber en ese trono, pero esperaba que fuera realmente un recuerdo de Gauntlgrym, no algún engaño sembrado en su mente por sus enemigos…, tal como había sucedido con Athrogate.
Jarlaxle se adelantó para cuidar de los enanos.
—Luchaste bien en el barranco —observó Drizzt en voz baja.
Dahlia enarcó una ceja y lo miró.
—Yo siempre lucho bien. Gracias a eso sigo viva.
—Entonces, luchas a menudo —dijo Drizzt con una leve mueca irónica.
—Cuando tengo que hacerlo.
—Tal vez no seas tan atractiva como piensas.
—No tengo que serlo —replicó Dahlia sin la menor vacilación—. Lucho bien.
—Las dos cosas no tienen por qué excluirse mutuamente.
—Y tú mismo eres la prueba, no lo dudo —respondió la elfa, y apretó el paso dejando atrás a Drizzt, que encontraba todo aquello muy divertido.
—Todos los túneles —gritó el comandante ashmadai mientras el grupo se replegaba hacia la entrada por la que habían llegado a la sala.
Las formas descoloridas de los enanos fantasma se abalanzaban sobre la sala circular desde todas las entradas que tenían ante sí, formando filas con la misma disciplina que un ejército viviente.
—¿Pueden tocarnos? ¿Pueden hacernos daño? —preguntó una mujer a la que le castañeteaban los dientes ya que la estancia se había vuelto muy fría.
—Pueden hacernos pedazos —les aseguró Dor’crae.
—¡Entonces, combatamos! —gritó el comandante, y todos los que lo rodeaban lanzaron un grito de batalla.
Todos salvo Dor’crae, que estaba pensando que podría ser el momento para transformarse en un murciélago y salir volando. Y a excepción de Valindra, que empezó a reírse como loca, estentóreamente, y de forma tan histérica que los gritos se fueron disipando a medida que todos los ashmadai se callaban y fijaban la vista en la lich.
—¿Luchar con ellos? —dijo Valindra cuando por fin el comandante consiguió que todos escucharan.
La lich empezó a reír otra vez, al parecer incontrolablemente. Alargó una mano descarnada, con la palma hacia arriba, cerró los ojos, y su risa se transformó en un cántico.
Los ashmadai se colocaron en un semicírculo por detrás de ella, dispuestos a salir corriendo. Ya habían presenciado el poder destructivo de su magia.
Sin embargo, esa vez ninguna bola de fuego llenó la estancia. En lugar de eso apareció un cetro en su mano. A primera vista, se parecía mucho a los que llevaban los ashmadai, lo cual dio lugar a nuevas gritos enardecidos. Hasta que todos ellos miraron con más detenimiento el cetro de Valindra, porque entonces los vivas se convirtieron en gritos ahogados.
Los cetros de los ashmadai eran originalmente de color rojo, pero el color iba desapareciendo con el tiempo y el uso, y la mayoría de ellos tenían en sus manos armas de un tono indefinido, más rosado que rojo. En cambio, el cetro que sujetaba Valindra era de color rubí. Y no solo tenía ese color, sino que parecía tallado de una sola gema gigante, de un color rojo tan fluido y profundo que varios de los ashmadai alargaron sus manos como para hundir los dedos en él.
Valindra lo sujetó con fuerza y al sostenerlo horizontalmente encima de su cabeza los extremos destellaron con una potente luz roja.
—¿A quién debéis obediencia? —gritó.
Confusos, los ashmadai se miraron los unos a los otros. Algunos pronunciaban en silencio el nombre de Asmodeus y otros inquisitivamente y en voz baja decían: «¿Valindra?».
—¿Quién es vuestro señor? —gritó Valindra con voz amplificada por la magia para llegar a todos los rincones del salón y hacer eco en las piedras, mientras los extremos del cetro relumbraron otra vez respondiendo a su grito.
—¡Asmodeus! —respondió el comandante, y los demás lo siguieron.
—¡Rezadle! —ordenó Valindra.
Los fanáticos se apresuraron a arrodillarse formando un círculo en torno a la lich, y todos ellos pasaron su brazo derecho por encima del hombro del que tenían a su derecha mientras que alzaban el brazo izquierdo hacia el sorprendente cetro. Así iniciaron un cántico y su círculo empezó a rotar lentamente hacia la izquierda arrastrándose por las duras piedras.
Unos cuantos pasos más atrás, Dor’crae lo observaba todo con muda perplejidad. Conocía aquel cetro. Szass Tam lo había mantenido reservado en Thay sabiendo muy bien que era el artefacto más preciado de los ashmadai. Dor’crae había sospechado siempre que Sylora Salm lo había traído al oeste consigo, dado que casi la totalidad del culto de los ashmadai había venido al Bosque de Neverwinter y la obedecía a ella. Cuando Valindra se había sumado a sus filas hacía varios años, el poder de Sylora sobre la lich no había hecho más que confirmar esa sospecha.
Dor’crae casi no podía creer que Sylora le hubiera dado el cetro a Valindra, a esa inestable y peligrosa criatura no muerta de gran poder.
Dor’crae desechó esos pensamientos. No era el momento. Sus guerreros estaban de rodillas y los enanos se acercaban rápidamente.
—¡Valindra! —gritó a modo de advertencia, pero también ella estaba absorta en sus cánticos y pareció no oírlo.
»¡Valindra, ya vienen! —gritó el vampiro, pero tampoco esa vez dio la lich muestras de haberlo oído.
Los fantasmas más próximos se tiñeron de un color rojizo al acercarse al resplandor del cetro de rubí, y Dor’crae se dio cuenta de que parecían vacilar y sus caras se contraían con gesto de contrariedad, incluso de dolor. De los extremos del cetro empezó a salir un humo que circulaba entre Valindra y los enanos más cercanos, arremolinándose y hundiéndose en el suelo de piedra, como si llegara a la propia roca. La piedra se fundió, se licuó, y empezaron a formarse burbujas rojas que a continuación estallaban, liberando en el aire un humo amarillento y acre.
Todos a una, los fantasmas se detuvieron y alzaron las manos para protegerse los ojos.
Apareció atravesando el suelo, como dentro de un estanque poco profundo. Lo primero que asomó fue la gran cabeza, erizada de púas y con una cresta de dentado hueso rojo. Unos cuernos negros y ganchudos salían de cada lado de la cabeza y se curvaban hacia arriba, estrechándose en unas puntas enfrentadas. Los ojos enormes no tenían pupilas: eran pozos de fuego, nada más, como los ojos de un demonio furioso. La boca ancha se curvaba hacia atrás y, emitiendo un siseo constante, dejaba ver unos enormes colmillos y filas de dientes capaces de arrancar la carne del hueso sin dificultad. Siguió ascendiendo, como si subiera por una escalera, por el suelo fundido, y su soberbio cuerpo desnudo salió de la lava sin un arañazo ni una quemadura y extendió sus rojas alas coriáceas al dejar atrás el agujero.
La criatura era totalmente roja, ardiente como los fuegos de los Nueve Infiernos juntos, su piel cubría unos músculos tensos y filas de hueso. Las púas negras formaban en la espalda una línea aguzada que se estrechaba en la base de la columna vertebral, donde daban paso a una cola roja restallante, acabada en una aguzada punta negra que rezumaba veneno letal. Las largas garras de sus manos también eran brillantes y negras, como de obsidiana reluciente. En la mano derecha sostenía una maza gigante, de obsidiana negra y con una cabeza de cuatro hojas, cada una de ellas como una cuchilla de carnicero. De esa arma brotaba humo, y de vez en cuando, una lengua de fuego lamía su feroz cabeza.
Por último, el demonio sacó del burbujeante estanque un enorme pie con garras que, al raspar sobre la piedra, hacían un ruido chirriante.
La bestia sólo llevaba puesto un taparrabos verde sujeto con una calavera de hierro por delante, unas muñequeras de cuero negro ajustadas a sus musculosos antebrazos y macabras piezas de joyería: un collar de cráneos, de tamaño humano, aunque parecían más pequeños en aquel demonio de más de dos metros y medio de altura, y más cráneos rodeando su restallante cola.
Los ashmadai gimieron y se postraron, boca abajo, sin atreverse a mirar al soberbio demonio.
No era Asmodeus, por supuesto, ya que la mera audacia de invocarlo les hubiera acarreado la ruina a todos ellos. No obstante, la estima de Dor’crae por Valindra creció una enormidad en ese terrible, glorioso momento, y realmente se sintió tonto por haber dudado siquiera de Sylora Salm. Con el cetro, la llamada de Valindra había llegado al fondo de los Nueve Infiernos y había sido escuchada.
Dor’crae no era un estudioso de las criaturas demoníacas, pero como cualquiera que hubiese pasado un tiempo con los magos oscuros, conocía a los seres primarios de los planos inferiores. Realmente, a Valindra la habían escuchado, y se le habían concedido, por sus esfuerzos, los servicios de un demonio de las profundidades, uno de los sirvientes personales del dios demonio, un duque de los Nueve Infiernos, sólo inferior a los innombrables archidemonios.
La bestia pasó revista a sus espectrales enemigos; luego se volvió a medias a mirar a Valindra y a los rastreros ashmadai. Estiró el largo brazo hacia el cetro, tratando de agarrarlo con sus dedos terminados en garras.
Una vez más pensó Dor’crae que, sin duda, era hora de irse, pero el demonio no le quitó el cetro a Valindra. En lugar de eso, pareció prestarle sus poderes, que se canalizaron a través del artefacto.
El color del cetro se hizo más brillante, y Dor’crae tuvo que girar el hombro y alzar el codo para protegerse la cara. También él era un ser no muerto. Muchas veces, el vampiro había dominado de esta manera a humanos desprevenidos, a débiles criaturas que cedían a sus exigencias, pero en ese momento se dio cuenta del horror de sus antiguas víctimas.
A su pesar, estaba de rodillas. Comprendió que no podía mirar al demonio de las profundidades a la cara por más tiempo, y escondiendo el rostro entre las manos, se inclinó para besar el suelo. Tembloroso, indefenso, lo único que podía hacer era morir allí mismo. No había escapatoria. No había esperanza.
—Dor’crae —oyó su nombre más en su cabeza que en sus oídos cuando Valindra lo llamó. Su voz era etérea y lejana, muy lejana.
—Dor’crae, ponte de pie —le ordenó.
El vampiro se atrevió a alzar la vista. Valindra seguía en el mismo sitio, con el cetro por encima de su cabeza, y de los extremos del mismo continuaba saliendo una ola tras otra de potente luz roja.
El demonio estaba delante de ella. Había soltado el artefacto que parecía ahora muy disminuido, al mismo tiempo que el duque de los demonios parecía muy engrandecido.
El dolor de Dor’crae cedió, igual que su desesperanza. Se atrevió a ponerse de rodillas y, a continuación, de pie.
—Los servidores del primordial no van a reconocer que también nosotros queremos su liberación —advirtió el vampiro—. Y está el dragón…, el dragón rojo de las profundidades…
Valindra le sonrió y se encogió de hombros mientras en torno a ella los ashmadai procuraban ponerse de pie, y el vampiro se preguntó si Valindra los habría llamado uno por uno, individualmente y por su nombre, y en cierto modo a todos al mismo tiempo.
—Abre la marcha, Beealtimatuche —dijo la lich.
Con el demonio de las profundidades a la cabeza, la procesión avanzo dejando atrás a la masa de fantasmas enanos postrados, que se retorcían, gemían en agonía y abandonaban la sala.
Los ashmadai no dijeron nada, pero la expresión de sus caras hablaba de admiración y respeto, y de júbilo. Sin embargo, no eran esos los sentimientos que embargaban a Dor’crae. Había conocido a magos capaces de invocar seres de los planos inferiores, por lo general demonios menores y diablillos. Había oído de quienes habían osado invocar a servidores más poderosos, demonios o elementales.
Por lo general, esos intentos de invocar sirvientes de mayor poder no habían terminado bien. Miró el cetro, la fuente del poder de invocación, y supo instintivamente que el grueso de su energía almacenada se había agotado al hacer aparecer al demonio, una poderosa criatura a la que había que controlar muy bien.
Los demonios de las profundidades solo servían a los mismísimos archidemonios, y ahora, al parecer, a Valindra Shadowmantle, pero ¿por cuánto tiempo?