UN DROW Y UN ENANO
—H
as sabido qué era él desde el principio —fue la conclusión a la que llegó Bruenor cuando quedó claro que Drizzt se proponía seguir el rastro del ladrón hasta la Ciudad de las Velas.
—Sabía que era un drow que había asaltado nuestro campamento —dijo Drizzt.
—Eso te lo dije yo.
—Y sabía que él quería que lo siguiéramos —dijo Drizzt, asintiendo—. El rastro que dejó era demasiado obvio.
—Tenía prisa —adujo Bruenor; pero Drizzt negó con la cabeza—. Entonces, tenía que ser él —farfulló el enano. Al ver que Drizzt no respondía, añadió—: Con que quería que lo siguiéramos, ¿no? —Miró a su amigo, que asintió.
—Pues no lo va a querer tanto cuando yo encuentre a esa rata —declaró Bruenor, y alzó un puño amenazador.
Drizzt se limitó a sonreír y se dedico a pensar en otra cosa mientras Bruenor se ponía a despotricar como de costumbre, prometiendo toda suerte de dolores al ladrón por robarle sus preciosos mapas.
Y Drizzt estaba seguro de que el ladrón era Jarlaxle o alguien que trabajaba para él. Jarlaxle conocía mejor que nadie la pasión de Bruenor por Gauntlgrym, y quienquiera que asaltara el campamento había venido específicamente a por esos mapas y había esperado al momento exacto en que fueran más vulnerables.
Sin embargo, ¿qué razón podía tener Jarlaxle para abordarlos de semejante manera?
Drizzt estudió las montañas que se cernían sobre ellos al norte. Esperaba llegar a Luskan al día siguiente, tal vez antes de la comida de mediodía.
Esa noche acamparon al lado del camino. Nada perturbó su descanso, hasta que por la mañana, muy temprano, la tierra empezó a temblar y a sacudirse.
—El camino está bloqueado. —La voz que llegó desde un lado hizo que Dahlia se volviera, sorprendida.
—Jarlaxle —dijo entre dientes, aunque en realidad no podía ver al drow entre las sombras de un callejón.
—Tus exploradores te dicen la verdad. El camino hacia Gauntlgrym ya no existe, al menos, desde la tambaleante Luskan.
Dahlia se movió con lentitud, tratando de ver al elfo oscuro. Era realmente la voz de Jarlaxle —melódica y armoniosa, como podía esperarse de un elfo, en especial de un elfo oscuro cultivado—, pero la verdad era que no pasaba de una suposición. Dahlia no había oído la voz de Jarlaxle desde hacía una década, e incluso entonces…
—Te conozco —dijo la voz—. Conozco tu corazón y confío en encontrarle un uso apropiado cuando se presente la oportunidad.
—¿Qué quieres decir? —preguntó la elfa, y al ver que no había respuesta incluso después de repetir la pregunta, Dahlia se lanzó callejón abajo hasta el lugar donde calculaba que habría estado el drow.
Sobre un barril vacío y puesto del revés encontró un paño, y sobre el paño, una pequeña caja, y en la caja, un anillo de cristal.
Dahlia cerró la caja y la envolvió con el paño antes de metérsela en un bolsillo, todo eso sin dejar de mirar a un lado y a otro, y de repasar los tejados en busca de una pista, cualquier pista.
—¿Jarlaxle? —volvió a susurrar, pero se dio cuenta de lo ridículas que eran sus esperanzas, de lo mucho que había dejado volar su fantasía acerca de algo tan improbable.
Salió corriendo del callejón y siguió por la calle sembrada de basura hacia la posada. Cuando estuvo en su habitación, pensó que era mucho más probable que el encuentro se hubiera producido con un agente de Sylora.
Sabía que la hechicera thayana no perdía ocasión de ponerla a prueba, y pobre de ella si Sylora llegara alguna vez a descubrir que su lealtad era poco menos que absoluta.
No importaban las veces que llegaran a Luskan desde ese lado, Drizzt y Bruenor siempre se paraban en la misma colina al sur de la puerta de ese extremo de la ciudad para contemplar el puerto. Aunque otros puertos, como Aguas Profundas y Calimport, tenían muelles mucho más grandes, y siempre había más barcos atracados, en ninguna parte se podía encontrar semejante diversidad de veleros como en la llamada Ciudad de las Velas. Ciertamente, era la escoria de la Costa de la Espada la que allí atracaba: piratas, contrabandistas y sólo los barcos mercantes más arriesgados, rufianes que equipaban sus naves con velas de telas recosidas y tal vez con una catapulta diseñada para la torre de un castillo adosada a la popa por si acaso.
Embarcaciones de cabotaje se balanceaban contra los muelles más bajos, con filas de remos apuntando hacia el cielo. Goletas de un solo mástil y carabelas de velas cuadradas dominaban la segunda fila de muelles, y muchas más embarcaciones estaban ancladas más lejos, incluso había un trío de grandes veleros de tres mástiles, cerca de los muelles más exteriores.
Era, ciertamente, la Ciudad de las Velas, aunque Drizzt no pudo por menos que observar que aunque hubiera todos esos barcos en el puerto, eran menos de los que recordaba de otras veces.
—Más le valdrá a nuestro amigo estar aquí —gruñó Bruenor, quebrando la magia del momento—. Y más le vale tener mis mapas. Todos mis mapas. ¡No pienses que no sabré si falta uno solo de ellos!
—Pronto lo sabremos —prometió Drizzt.
—Lo sabremos ahora mismo —respondió Bruenor con un gruñido.
—Jarlaxle, mañana —volvió a prometer Drizzt, y otra vez se puso en marcha hacia la ciudad—. Ya es tarde. Busquemos una posada para pasar la noche y librarnos del polvo del camino.
Bruenor se disponía a discutir, pero se paró en seco y le lanzó a Drizzt una mirada y una sonrisa.
—¿El Cutlass? —dijo el enano casi con reverencia, porque ambos, Drizzt en especial, tenían grandes vínculos con ese establecimiento.
Había sido en el Cutlass donde Drizzt y Wulfgar habían conocido al capitán Deudermont del Duende del Mar, uno de los navíos más legendarios que hubieran zarpado alguna vez de Luskan. Al Cutlass había acudido un Wulfgar destrozado después de volver del Abismo, hundido en el fango de la autoconmiseración y de la bebida. Deily Curtie, mujer de Wulfgar durante un tiempo —y por lo tanto, nuera de Bruenor— había sido mesera allí, donde había trabajado para el jovial y bien informado…
—Arumn Gardpeck —dijo Bruenor, recordando el nombre del tabernero.
—Un buen hombre con una buena taberna —coincidió Drizzt—. Cuando los ricos venían a Luskan antes de que los piratas se adueñaran del lugar, solían parar en las posadas más elegantes de las colinas, pero habrían encontrado mejor alojamiento en las camas de Arumn Gardpeck.
—Sin la menor duda —dijo Bruenor—. ¿Y cómo se llamaba aquel delgaducho con cara de rata? ¿El que robo el martillo de mi chico?
A Drizzt le vino a la memoria la imagen de aquel sinvergüenza sentado en un taburete en la taberna de Arumn. Siempre estaba allí, no paraba de hablar, y tenía un nombre de lo más raro. Drizzt se acordaba de que era un nombre ridículo.
Sin embargo, no lograba recordarlo, de modo que se limitó a menear la cabeza.
—Tengo entendido que la familia de Arumn todavía regenta el lugar —añadió Bruenor—. ¿Cómo se llamaba la chica? ¿Shivanni? Drizzt asintió.
—Shivanni Gardpeck. Afirma ser la tatara-tatara-tataranieta de Arumn, según he oído.
—¿Crees que será verdad?
Drizzt se encogió de hombros. Lo importante era que el Cutlass siguiera adelante. Shivanni podía ser o no descendiente de Arumn Gardpeck, pero si no lo era, tenía que venir de una línea consanguínea similar, y en ese caso, al gordo Arumn le habría gustado saberlo, y habría estado encantado de conocerla a ella.
Pasaron por la puerta abierta y muchos ojos se volvieron hacia ellos. Solo había unos cuantos guardias vigilando las murallas, y no se veía a ninguno en las torres. Quizá fueran soldados de uno u otro de los Grandes Capitanes, que gobernaban Luskan, pero parecían más bien matones al servicio de sus propios intereses, una banda de rufianes que no compartían uniforme ni código y sin la menor noción de lo que era el bien común de Luskan.
Las puertas de la ciudad estaban siempre abiertas. Lo más probable era que si empezaban a imponer restricciones a la gente que entraba, la ciudad se quedara desierta en poco tiempo. Hasta los perros muertos de hambre que merodeaban por las puertas tenían un halo angélico si se los comparaba con las ratas que bajaban de los barcos que atracaban en los muelles del puerto.
—Vaya, un enano y un drow —dijo un hombre al pasar los amigos por la puerta.
—No sé si me impresiona más tu vista o la agudeza mental que te ha permitido identificar la visión —le espetó Bruenor.
—Es sólo que no es una pareja habitual —dijo el otro con una risita.
—Concédele eso al menos, Bruenor —dijo Drizzt para que sólo el enano pudiera oírlo.
—¿Y qué hay de nuevo en la ciudad, buen hombre? —le preguntó Drizzt al que había hablado.
—Lo mismo de todos los días —replicó el guardia.
Parecía de buen humor. Se puso de pie y se estiró, y los huesos de la espalda le chasquearon a causa del esfuerzo, antes de dar un paso hacia ellos.
—Demasiados cadáveres atascando las conducciones de agua y demasiadas ratas bloqueando las calles.
—Y dinos, por favor, ¿a qué capitán sirves? —preguntó el drow.
El hombre se mostró ofendido y se llevó la mano al pecho.
—¿Qué dices, piel oscura? —respondió—. Vivo para servir a la Ciudad de las Velas, y nada más.
Bruenor le lanzó a Drizzt una mirada de incredulidad, pero el drow, mucho más familiarizado con las costumbres de aquella caótica ciudad, sonrió y asintió, pues no esperaba ninguna otra respuesta.
—¿Y a dónde os dirigís? —preguntó el guardia—. ¿Puedo ayudaros? ¿Estáis buscando un barco o una posada en particular?
—No —dijo Bruenor, tajante, respondiendo sin duda a ambas preguntas. Sin embargo, se quedó boquiabierto al oír la respuesta de Drizzt.
—Vamos de paso. Por una noche, buen alojamiento. Por la mañana tal vez vayamos hacia el norte —saludó y se puso en marcha, y luego le dijo a Bruenor y en voz que no era precisamente baja—. Vamos, Shivanni nos espera.
—¡Ah! —comentó el guardia, haciendo que ambos se volvieran a mirarlo—. Sin duda, encontraréis buena cerveza en Luskan. Hace apenas dos días llegó un buen cargamento por barco de Puerta de Baldur.
—Sin duda —respondió Drizzt, y se alejó seguido de Bruenor.
—¿Desde cuándo tienes una lengua tan suelta, elfo?
Drizzt hizo un gesto como de no entender.
—Puede que conociera el nombre.
Otra vez Drizzt se encogió de hombros.
—Si Jarlaxle quiere encontrarnos, ¿por qué habríamos de ponérselo difícil?
—¿Y si no nos está buscando?
—Entonces, no habríamos sabido jamás que había sido un drow el que asaltó nuestro campamento, y no habríamos encontrado un rastro tan obvio que nos condujera hasta aquí.
—O puede ser que el rastro sea falso y que nos haya traído hasta aquí pensando que se trata de Jarlaxle.
Bruenor afirmó varias veces con la cabeza mientras pensaba en lo que había dicho, como si acabará de tener una revelación.
—También, entonces, hablaría con Jarlaxle, porque cualquiera que nos haya enviado en esta dirección seguramente también le concierne a él. Y en ese caso sería un buen aliado.
—¡Bah! —dijo Bruenor, despectivo.
—No tenemos enemigos aquí, por lo que yo sé —dijo el drow—. Hemos entrado sin subterfugios, no tenemos nada que ocultar ni albergamos malas intenciones.
—Ahora resulta que eres amigo de los Grandes Capitanes, ¿no?
—Suponiendo que quede alguno, los mataría a todos uno por uno si se presentara la oportunidad…, si tuvieran algún parecido con los que derrotaron al capitán Deudermont hace décadas —admitió Drizzt.
—Seguro que a ellos les encantada oír eso.
—No tengo intención de decírselo.
—Un enano y un drow, lo que pediste —dijo el guardia a la atractiva mujer que le había pagado por vigilar precisamente eso.
La mujer, una ashmadai que servía en la banda de Dahlia, asintió.
—¿Hoy mismo?
—No ha pasado ni una hora.
—¿Estás seguro?
—Un enano y un drow —dijo el guardia sin dudarlo. ¿Cómo podía alguien equivocarse en una cosa así?
La mujer se humedeció los labios y sacó una pequeña bolsa. Se volvió para abrirla a fin de no mostrar el contenido al guardia, y luego le entregó dos piezas de oro.
—¿Hacia dónde fueron?
—No me molesté en mirar —dijo el guardia, encogiéndose de hombros.
La ashmadai suspiró y emitió un pequeño gruñido de frustración. Con expresión de disgusto y meneando la cabeza, se volvió para marcharse.
—¿Para qué iba a hacerlo cuando sabía a dónde iban? —preguntó el rufián.
La mujer se dio la vuelta con los brazos en jarras, mirando con furia al hombre sonriente. Esperó unos instantes, pero él no dijo nada.
—¿Y bien? —le conminó.
—Me has pagado por vigilar si entraban un enano y un drow. Yo he vigilado la puerta y he visto a tu enano y a tu drow.
Ella entrecerró los ojos, amenazadora, pero al guardia no pareció importarle. Con otro suspiro, la mujer volvió a echar mano de la bolsa.
—Una pieza de oro por el nombre de la persona a la que van a ver —dijo el guardia, ensanchando más su sonrisa—. Por dos tendrás el nombre del lugar. Por tres te diré cómo llegar allí.
Ella le arrojó dos piezas de oro al suelo.
—Es todo lo que recibirás —dijo.
El guardia se quedó mirando las monedas, se encogió de hombros y aceptó el trato.
—El delgaducho —intervino Bruenor, apoyándose en la barra, con la barba entre gris y rojiza llena de cerveza.
Shivanni Gardpeck estaba frente a él con una mano en la cadera y la otra en el mentón. Era una mujer atractiva, de casi cuarenta años, exuberante, con curvas pronunciadas y una gran mata de pelo castaño que le llegaba a los hombros. Su aspecto no le recordaba a Drizzt a su tío lejano Arumn, pero en sus modales percibía un aire de familia.
—De Arumn hace mucho tiempo —dijo entre dientes.
—Mucho tiempo —reconoció Bruenor—, pero supongo que en tu familia se conservarán las historias.
—Claro que sí.
—La historia del martillo que le robaron a Wulfgar.
Shivanni asintió y se mordió el labio inferior, como si tuviera el nombre en la punta de la lengua, listo para salir.
—¡Ah!, por las barbas de los gnomos —se lamentó Bruenor cuando la mujer levantó las manos, rindiéndose.
El enano alzó la jarra y la vació, eructó e hizo señas a Drizzt de que estaba listo para subir a la habitación. Cuando iban por la mitad de la escalera, los detuvo la voz de Shivanni: —¡Me acordaré! Podéis estar seguros— dijo.
—Hombre con cara de rata con un martillo que no era suyo —respondió Bruenor, con tono alegre.
Era como si la conversación lo hubiera hecho volver a una época que le resultaba más grata. En realidad, su voz reflejaba su alivio, y con una ancha sonrisa alzó las manos, como si todo el mundo hubiera vuelto a ser como debía.
Dos horas más tarde, Bruenor estaba profundamente dormido en una butaca, roncando a pierna suelta. Drizzt pensaba sobre si debía o no molestar a su amigo, pero sabía que si lo dejaba dormir, era probable que el enano se despertase en mitad de la noche, quejándose de que le rugían las tripas.
Bruenor dejó de roncar con un gruñido y una risa de satisfacción, y abrió un ojo perezoso para mirar la mano de piel oscura que lo tocaba en el hombro.
—Es la hora de la cena —dijo Drizzt, en voz baja pero firme, porque le dio la impresión de que Bruenor estaba a punto de morderle la mano.
El enano lo apartó con un encogimiento de hombros y volvió a cerrar los ojos, relamiéndose mientras se acomodaba mejor todavía en la butaca.
Drizzt consideró la afrenta por un momento y dio la vuelta hasta el otro lado de la silla, se inclinó y susurró al oído del enano:
—Orcos.
Bruenor abrió los ojos de par en par y salto de la butaca en una explosión de movimiento; dio un gran salto en el aire antes de aterrizar en una firme posición de combate.
—¿Dónde? ¿Qué?
—Tenedores —dijo Drizzt—. Hace tiempo que no los usas.
Bruenor lo miró con furia.
—¿Cenamos? —sugirió Drizzt, mostrándole la puerta.
—¡Bah!, pero nuestra conversación de antes ha traído viejos pensamientos a mi mente, elfo, pensamientos que se han convertido en sueños. Y tú me has privado de ellos.
—¿Recuerdos de Wulfgar?
—Si, de mi chico, y además de mi chica.
Drizzt asintió, sabiendo demasiado bien el consuelo que solían traer esos sueños. Le dedicó a su amigo una sonrisa comprensiva e hizo una inclinación de cabeza a modo de disculpa.
—De haberlo sabido, habría ido a cenar sin ti.
Bruenor le restó importancia con un gesto de la mano y se frotó la tripa rugiente con la otra. Cogió su yelmo de un solo cuerno y se lo plantó en la cabeza, se colgó el escudo al hombro y levantó su hacha.
—No necesito un maldito tenedor —dijo, mostrándole su hacha a Drizzt—, y si es un orco, lo haremos picadillo, no lo dudes. Drizzt notó algo extraño cuando él y Bruenor estaban apenas a mitad de la escalera que llevaba al comedor. Shivanni no estaba detrás de la barra, lo cual no era habitual, aunque poco sospechoso; pero era más que eso, algo que no conseguía definir del todo. Siguieron bajando y encontraron una pequeña mesa a un lado. Drizzt no dejaba de estudiar la sala y a los parroquianos.
—¿Algo te resulta extraño? —le preguntó en voz baja a su compañero, que apoyaba el hacha contra una silla y colocaba minuciosamente el escudo contra el hacha para poder sentarse cómodamente.
El enano echó una mirada a su alrededor y luego se volvió, evidentemente perplejo.
Drizzt sacudió la cabeza, pero entonces su inquietud se acentuó todavía más: no había viejos en la taberna, y ningún personaje sin afeitar y de aspecto desaseado que pareciese recién salido de una botella de ron y de la cubierta de un barco pirata.
Había algo demasiado… uniforme en la pulcra concurrencia.
—Ten el hacha a mano —susurró Drizzt al ver acercarse a una mesonera, una a la que no reconoció, aunque habiendo venido tan poco a Luskan en los últimos tiempo, no las conocía a todas.
—Bienvenidos —saludó ella.
—Y ti también, muchacha. ¿Cuál es tu nombre? —preguntó Bruenor.
Ella sonrió y desvió la mirada con recato, pero no hubo el menor atisbo de rubor en sus mejillas, según Drizzt se dio cuenta. Y también observó, al medio volverse ella, que tenía la cicatriz de una dolorosa quemadura entre el pecho izquierdo y la clavícula.
Drizzt paseó de nuevo la vista por la habitación y se fijó especialmente en un hombre alto al que al inclinarse se le abría la camisa y dejaba ver una cicatriz similar. Entonces, observó a una mujer sentada a una mesa directamente en el lado opuesto a la suya. Desde donde estaba podía ver el escote de su vestido lo suficiente como para notar una cicatriz —más que una cicatriz, una marca— idéntica a la de la mesonera.
Volvió la mirada hacia Bruenor, que estaba pidiendo un estofado y una gran jarra de cerveza de Puerta de Baldur.
—No, espera —lo interrumpió Drizzt.
—¡Eh!, que tengo hambre —protestó Bruenor—. Me has despertado y tengo hambre.
—Yo también, pero llegamos tarde a nuestra cita —insistió Drizzt, poniéndose de pie.
Bruenor lo miró como si hubiera perdido la razón.
—Estoy seguro de que Wulfgar tendrá venado en su barco —le aseguró Drizzt al enano, y este lo miró con cara de no entender nada por un momento, hasta que por fin captó el mensaje.
—Eso espero —dijo el enano, y se puso de pie.
Lo mismo hicieron todos los que estaban en el Cutlass.
—Interesante —dijo Drizzt con las manos en las empuñaduras de las cimitarras.
—Sé razonable, drow —dijo la mesonera—. No tienes escapatoria posible. Queremos hablar con vosotros dos, en privado, en un lugar de nuestra elección. Entregad vuestras armas y no se derramará vuestra sangre.
—¿Rendirnos? —preguntó Drizzt como de pasada y con un deje burlón.
—Mira a tu alrededor. Os superamos por mucho.
—Veo que no conocéis a mi amigo —intervino Bruenor, y recogiendo su hacha, golpeó el arma contra el escudo para después colocárselo firmemente en el brazo.
La mesonera dejó a un lado la bandeja y dio un paso atrás, pero no con suficiente rapidez. Drizzt desenvainó sus armas en un abrir y cerrar de ojos, y detuvo a Centella exactamente sobre el cuello de la mujer.
—Apuesto a que la primera sangre derramada será la tuya —le dijo Bruenor.
—No importa —respondió la mujer con una sonrisa extraña—. No llegaréis a Gauntlgrym, sea cual sea el destino que yo corra. Podéis abandonar esa idea por las buenas, o nos aseguraremos de ello matándoos. A vosotros os toca elegir.
Bruenor y Drizzt intercambiaron miradas y gestos afirmativos.
La cimitarra del drow voló haciendo honor a su nombre; se apartó del cuello de la mujer pero desgarró el hombro de su vestido, que se deslizó. Ella reaccionó instintivamente, echando mano a la tela, tal como Drizzt había previsto. El elfo dio un paso adelante y con el pomo de Centella le atizó un golpe en la cara que la hizo caer al suelo.
Por toda la habitación, de debajo de las mesas o de las capas, los otros sacaron sus armas, en su mayoría cetros de aspecto curioso: entre bastón y lanza.
Bruenor imprimió a su hacha un movimiento arrollador por debajo de la mesa. La enganchó por una pata y con gran impulso y determinación lanzo la mesa contra los adversarios más próximos, lo que les obligó a retroceder.
—¿Luchar o huir? —le preguntó a Drizzt mientras corría detrás de su amigo para cortar el paso a un trío que venía hacia ellos.
Vio la respuesta en los ojos de Drizzt, hirviendo de impaciencia, y en las acciones del elfo oscuro. El drow avanzó por encima de los caídos, esquivando a la mesonera, para hacer frente a los golpes de los dos siguientes con una serie de poderosos bloqueos y sinuosas maniobras de contraataque. En un abrir y cerrar de ojos, Drizzt hizo que los dos hombres cambiaran de posición y los mantuvo en vilo, trabajando furiosamente para hacer frente a sus vertiginosas cimitarras.
Bruenor alzó el brazo del escudo, parando el pesado golpe del cetro de una ashmadai mientras por debajo del escudo barría con el hacha. Sin embargo, la mujer consiguió esquivarlo, y dos guerreros tiflin situados a su derecha corrieron para aprovechar la aparente brecha.
No contaban con que Bruenor era un guerrero demasiado avezado e ingenioso como para cometer un error tan obvio. Su ataque fue genuino, y reforzó su peso y su impulso adrede; levantándose sobre la parte anterior del pie izquierdo adelantado realizó un giro completo perfectamente calculado para colocar su escudo alineado con los nuevos atacantes. La jarra espumosa resistió a la perfección el embate de un aguzado cetro, y sólo fue necesario levantarlo apenas para que el enano desviase eficazmente una maza lanzada desde arriba por el otro.
Con un empujón del escudo, se llevó por delante las armas de los tiflin, desviándolas hacia arriba y hacia fuera, mientras arremetía por debajo de su escudo levantado. Bruenor descargó un segundo golpe con su hacha que hizo sangre al dar en el muslo del tiflin que tenía a la derecha. Se oyó un aullido de dolor cuando el semidemonio cayó de espaldas, llevándose las manos a la pierna herida.
Bruenor paso por encima de él y le dio una patada en la cara por si acaso. Al pasar, el enano se agachó y se metió debajo de una mesa. Allí se volvió y se puso de pie, alzando la mesa con todas sus fuerzas y arrojándola con todo lo que tenía encima, jarras y fuentes, llenas y vacías, a la cara de los dos que todavía lo perseguían.
En una violenta arremetida, Drizzt pasó corriendo entre sus dos ashmadai, un corpulento semiorco y un humano de piel oscura que bien podía ser turmishano. Cayeron uno a cada lado con múltiples heridas cortantes en brazos y torsos, protegiéndose con sus escudos, aunque el drow ya miraba por encima de ellos a los enemigos que esperaban su turno.
Drizzt sabía que la velocidad estaba de su parte. Él y Bruenor tenían que moverse furiosa y constantemente para evitar que se organizase una línea de ataque contra ellos, y así era como a él le gustaba.
Corrió hasta una mesa, saltó encima, saltó al suelo otra vez, con sus espadas lanzando destellos a cada paso, destrozando bastones y lanzas, desgarrando ropa y carne. Aullidos y gritos, ruidos de madera y de cristales rotos marcaban su paso, como un tornado negro que dejase una estela de destrucción absoluta. En más de una ocasión se detuvo abruptamente y giró, desbaratando una persecución con una andanada de paradas y estocadas.
En una de esas vueltas, Drizzt junto sus dos espadas desde direcciones opuestas y a ángulos diferentes, haciendo una tijera tan fuerte sobre la lanza que lo amenazaba que la arrancó de las manos de la perseguidora. La mujer alzó las manos, previendo un ataque de las cimitarras, pero Drizzt sabía que los que tenía detrás se acercaban rápidamente.
Saltó y apoyó los pies sobre sendas sillas, una a la izquierda y otra a la derecha; después dio un salto mortal que lo hizo volar por encima del que lo perseguía, que apunto demasiado bajo y desviado, atravesando a su propio aliado. Esa maniobra aún no había terminado; Drizzt lo sabía cuando tocó el suelo detrás del hombre tambaleante, lanzando un tajo transversal con Muerte de Hielo a la altura de los muslos del hombre.
¡Qué manera de gritar!
Drizzt giró en redondo, lanzando tajos largos y feroces para mantener a raya a los cinco que habían formado un semicírculo en torno a él. Se colocó en una postura baja. No quería tomar la iniciativa, pero estaba listo para reaccionar, lo cual obligaba a los otros a hacer el primer movimiento.
Consiguió echar una mirada a Bruenor, que estaba de pie en la barra, también el rodeado.
—¡Vende cara tu vida, elfo! —le gritó el enano.
—¡Eso siempre! —le respondió, sin asomo de pesar en la voz, pero antes de que uno u otro pudieran poner en práctica sus palabras, otra voz se elevó por encima del tumulto.
Todas las miradas se volvieron hacia la puerta donde acababa de aparecer en el Cutlass una criatura de lo más inusual, una mujer elfa que vestía de cuero negro, con botas altas y una seductora falda corta asimétrica, y llevaba un sombrero de ala ancha y un bastón metálico en la mano.
—¿Quiénes son estos? —inquirió.
—¡El enano y el drow! —le contestó a gritos un hombre.
—¡No son estos dos!
—Un enano y un drow… ¿Cuántos puede haber? —le preguntó otro hombre.
—Se me ocurre otro par —intervino Bruenor.
—Y esos seríamos… nosotros —dijo una voz que llegó de la escalera Todas las miradas se volvieron hacia Jarlaxle y descubrieron a un segundo drow y un segundo enano en la escalera.
—¡Un drow y un enano, un drow y un enano, cien veces mejor que un halcón y un milano! ¡Buajajá! —añadió Athrogate con entusiasmo desbordado.
Los fanáticos, evidentemente sorprendidos, miraron a todas partes tratando de orientarse.
—¡Rendíos, pues, todos vosotros! —exigió uno de ellos—. ¡No vais a volver a encerrar a la bestia!
—¿La bestia? —respondió Jarlaxle—. ¡Oh!, sí que lo haremos…, y sí, rey Bruenor, se refiere a tu ansiada Gauntlgrym.
—Quiere decir cuando hayamos machacado a algunos necios —rugió Athrogate.
El enano saltó por encima de la barandilla con sus manguales girando como torbellinos a ambos lados del cuerpo. Estaba a bastante altura y por lo tanto, aunque su avasalladora carga cayó un poco por sorpresa, los ashmadai tuvieron tiempo de apartarse.
Athrogate aterrizó encima de una mesa e hizo que los platos y vasos salieran volando antes de que las patas se partieran y la tabla lo depositara en el suelo con gran estruendo. Si alguien dudaba de que los enanos pudieran rebotar, esas dudas quedaron inmediatamente despejadas cuando Athrogate, escupiendo trozos de comida y trozos de cerámica y vidrio, rebotó quedando otra vez de pie. Y lo más sorprendente fue que en ningún momento los manguales dejaron de girar en el extremo de sus respectivas cadenas.
—¡Buajajá! —rugió, y los ashmadai retrocedieron, horrorizados.
Sin embargo, eso sólo duro un momento, hasta que un par de ellos arremetieron furiosos contra el enano.
Ambos saltaban por los aires apenas un instante después, uno lanzado de lado por el peso de un mangual encantado —Athrogate había activado la magia para recubrir la cabeza con aceite de impacto— y el otro enganchado por un brazo por la bola y la cadena al intentar un bloqueo. Un giro y un tirón del enano hicieron que el pobre fanático iniciara un salto mortal que terminó con el estrellado contra una mesa.
—¡Buajajá!
—Ve —le dijo Drizzt a Bruenor.
Aquellos dos enanos habían peleado juntos y con grandes resultados. Sin la menor vacilación, aprovechando la distracción que representaba Athrogate, Bruenor atravesó el local apartando sillas y mesas a patadas y lanzando vasos y platos, muebles y utensilios con su hacha de combate sobre todos los ashmadai que había cerca, lo que vino a sumarse a la confusión.
Athrogate lo vio venir y también él abrió una senda de devastación, al parecer más que feliz de contar con el rey Bruenor para armar una buena gresca.
Los ashmadai se arracimaron al pie de la escalera, pero Jarlaxle se limitó a arrancar la pluma de su sombrero de ala ancha y a arrojarla sobre ellos. Esa pluma se transformó rápidamente en una gigantesca ave no voladora. La bestia lanzó un graznido acorde con su estatura, que resonó contra las paredes de la taberna, y empezó a agitar furiosamente sus pequeñas alas mientras su grueso cuello lanzaba el poderoso pico contra los enemigos que tenía alrededor y sus pesadas patas aporreaban y partían las tablas del piso.
Jarlaxle no se quedó allí mirando. Arrojó la pluma y se olvidó de ella, convencido de que su fiel mascota le ayudaría a ganar todo el tiempo que necesitaba. Su atención estaba concentrada en la puerta de entrada, en Dahlia, que había sido la última en entrar. Trataba de calibrar a la mujer elfa, buscaba un atisbo de desconexión en sus movimientos. Repasaba mentalmente sus palabras y trataba de imaginar su cara mientras las pronunciaba. ¿Respondía su expresión a lo que decía?
Mientras sacaba su varita favorita y apuntaba a Dahlia con ella, Jarlaxle se recordó que no importaba.
Ahí abajo, la pelea estaba en todo su apogeo, con Bruenor y Athrogate batallando justo debajo de él, y con Drizzt bailando su devastadora danza por todo el local, y sin embargo, Dahlia no reaccionaba. Tal vez fuera porque todavía había más de una docena de sus secuaces entre ella y el enemigo, o tal vez fuera un indicio de otra cosa. Jarlaxle se atrevió a concebir esperanzas.
No obstante, le correspondía a ella y no a él hacer la elección. Pronunció una palabra de mando y liberó el poder de la varita.
Un gran globo de color verde de alguna sustancia semilíquida indefinible brotó de la punta, bajó por la escalera y atravesó el salón para ir a dar directamente contra Dahlia, que pareció desaparecer bajo la salpicadura del líquido, que se pegó al marco de la puerta y a la pared.
Una segunda descarga ya seguía a la primera antes incluso de que esta hiciera contacto, ocultando más a Dahlia, cubriéndola por completo de modo que cualquiera que mirara en ese instante por primera vez no podría saber que un momento antes había allí una mujer elfa.
Jarlaxle miró la burbuja sobre la pared y se maravilló.
Al pie de la escalera donde él estaba, su ave gigantesca lanzó un chillido de protesta y un ashmadai aulló de dolor cuando la bestia se cobró el golpe que le había dado con su cetro.
La sonrisa de Jarlaxle desapareció cuando centró su atención en Drizzt. Observó la furia desatada del drow. Jarlaxle había visto a Drizzt en acción muchas veces antes, pero nunca como en ese momento. Las espadas del explorador chorreaban sangre, y no medía sus arremetidas con el cuidado de otras veces.
Como en la batalla con los zombies de ceniza en el bosque, Drizzt Do’Urden se cerró en sí mismo y dejó que toda su frustración, su miedo y su ira se replegaran. Ahora era un combatiente puro, el Cazador, y era su papel preferido desde hacia décadas, desde la Plaga de los Conjuros, desde que la injusticia y la cruel realidad del mundo habían hecho trizas sus ilusiones y su sentido de la calma.
Bruenor usaba las mesas como proyectiles, enganchándolas con el hacha o con su pie y lanzándolas a la cara de los enemigos más próximos. Para Athrogate, el mobiliario no era más que un estorbo, algo que aplastar y volcar por el puro gusto de destruir.
Para Drizzt, en cambio, las sillas y las mesas, la larga barra y la barandilla eran meros apoyos, y bien aprovechados. Su danza habría sido mucho menos fascinante y eficaz en un salón vacío y plano. Saltaba sobre la mesa más cercana para abandonarla a continuación con tal gracilidad que no movía ni un vaso, ni una jarra, ni un solo plato. Se posaba con un pie en el respaldo de una silla y con el otro en el asiento, y su impulso lo lanzaba hacia adelante y volcaba la silla.
Invertía el peso del cuerpo, y la silla volvía a levantarse, y con ella el drow, para evitar la arremetida del arma de un ashmadai.
A continuación, realizaba rápidamente el movimiento contrario, volviendo la silla a la posición anterior y bajando al suelo; entonces, se inclinaba hacia atrás para evitar al mismo ashmadai cuando este se replegaba y le arrojaba el cetro a la cabeza como si fuera un garrote.
El cetro pasó por encima del drow, que se agachó a tiempo y enderezó el brazo izquierdo para clavar a fondo a Centella en el vientre del hombre. A continuación, paso corriendo, se replegó e imprimió a la cimitarra un giro rápido que produjo una herida en la pierna del hombre, que ya se inclinaba, y lo hizo caer al suelo aullando y retorciéndose de dolor.
Para entonces, Drizzt se encontraba ya encima de la siguiente mesa, saltando y atacando, bajando al suelo y dando patadas, acuchillando una y otra vez, arremetiendo incansablemente contra los diversos enemigos que lo habían rodeado. Ellos no se quedaban atrás, pero el drow siempre los aventajaba saltando, esquivando o lanzando una patada antes que ellos. Uno por uno iban cayendo heridos.
Sin embargo, otros pasaban a ocupar sus puestos y parecía que tenían al drow atrapado.
Parecía.
Drizzt vio la explosión inminente, y mientras Bruenor y Athrogate corrían hacia la mesa, se apartó a un lado y con un doble salto mortal se alejó del grupo de los ashmadai. Todos se quedaron pendientes de Drizzt e intentaron volverse para alcanzarlo, pero entonces los dos enanos entraron en tromba en sus filas, escudo, hacha y manguales funcionando como extensiones de las armas verdaderas, los enanos propiamente dichos.
La mesa voló y los ashmadai se dispersaron. Los enanos rugían y seguían arremetiendo, enterrando a todos los enemigos bajo el peso de su carga.
Ya Drizzt había vuelto a sus carreras y a su baile vertiginoso, que desdibujaba sus pies y sus manos. Sus dos cimitarras describían arcos a izquierda y derecha, parando aquí un cetro amenazante, golpeando allá a una mujer ashmadai que procuraba apartarse y lanzándola también hacia un lado.
El drow se paró en seco al ver a otro potencial enemigo que se dirigía hacia él: el ave de Jarlaxle. Inició una ráfaga vertiginosa con sus espadas, más espectacular que eficaz, y dedicó una sonrisa cruel a los dos ashmadai que tenía delante y que quedaron demasiado tiempo prendidos de la demostración como para advertir que el monstruoso diatryma se les acercaba por detrás.
El drow salió como una flecha y los ashmadai se dispusieron a seguirlo. Uno recibió un picotazo de fuerza demoledora en el cráneo, y el otro se encontró volando en una dirección distinta de la que tenía pensado cuando la bestia lo golpeó con la pata en la cadera con una fuerza tremenda.
Lo que había sido un combate de veinte contra dos, después veinte contra cuatro (cinco, contando al diatryma), se había convertido en una lucha mucho más igualada. Y con su jefa perdida en un montón de vaya a saber qué, los ashmadai que quedaban, de pronto, parecían más interesados en escapar para luchar otro día que en seguir empeñados en la defensa de una causa perdida.
El ave de Jarlaxle los siguió fuera del Cutlass y calle abajo.
—¡Ríndete! —le exigió Drizzt a una enemiga a la que tenía acorralada del lado opuesto a la puerta.
Para dar más fuerza a su orden, lanzó una andanada devastadora que desvió su arma primero a la izquierda, luego a la derecha y hacia arriba, en un abrir y cerrar de ojos. La mujer estaba evidentemente superada, y se enfrentaba a una muerte segura si el drow así lo quería, pero era una ashmadai.
Hizo como si fuera a deponer el arma, con la otra mano abierta hacia adelante…, y en lugar de eso, atacó.
Más bien lo intentó.
Dio un salto al frente, acompañado de un grito y un poderoso lanzazo, pero lo único que embistió fue el aire. Perdió el equilibrio sin haberse dado cuenta siquiera de que el drow se había apartado. La mujer se puso rígida cuando una cimitarra se le clavó en el costado. Se deslizó hacia el pulmón, allí paró y se retorció. El cetro de la mujer cayó al suelo mientras ella se ponía de puntillas, con los dientes apretados y tratando de aferrarse al aire.
Drizzt arrancó la espada. La mujer se volvió hacia él, echando mano a su costado herido. Sus labios se movieron como para maldecirlo, pero de su boca no salió ningún sonido cuando se dejó caer sobre una rodilla y después, blandamente, al suelo, donde se hizo un apretado ovilla.
Drizzt echó un vistazo a su alrededor, justo a tiempo para ver a Bruenor y Athrogate chocando uno contra otro, hombre con hombro, mientras trataban de salir de la taberna. Forcejearon un momento, hasta que Athrogate cedió, indicando al rey enano que saliera delante y siguiéndolo rápidamente.
Detrás de ellos llegó Jarlaxle con expresión mortalmente seria al mirar a Drizzt.
—¿Qué hay? —le preguntó Drizzt.
La mirada de Jarlaxle se desplazó apenas hacia la mujer que yacía acurrucada al lado del explorador. Él meneó la cabeza y suspiró, pero siguió su camino. En lugar de salir de la taberna detrás de los enanos, se quedó mirando la sustancia plantada en la pared, a un lado de la puerta.
—Se está ahogando —dijo Drizzt al pasar.
En una ocasión había sido víctima de aquella red viscosa y conocía muy bien sus letales efectos.
—Supongo que preferirías matarla con tus espadas —respondió Jarlaxle con displicencia.
Drizzt lo miró fijamente.
Jarlaxle bajó las manos produciendo un ruido seco y sus brazaletes mágicos hicieron aparecer una daga en cada una de ellas. Miró a Drizzt, otra vez con expresión sombría, y volvió a mover las muñecas, alargando las dagas hasta transformarlas en espadas de hoja estrecha. Con un gruñido que no parecía propio de él, hundió una de las espadas en la sustancia viscosa y la atravesó hasta dar contra la pared. Retiró la espada y estudió la hoja. Seguía limpia, salvo por un rastro de sustancia verdosa no mayor que una uña.
—No hay sangre —dijo Jarlaxle con un encogimiento de hombres.
Volvió a preparar la espada, esa vez para clavarla más hacia el centro de la masa gelatinosa, un golpe seguro. Una vez más miró a Drizzt con una ceja alzada.
El explorador ni pestañeó.
Jarlaxle suspiró y bajó la espada.
—¿Quién eres? —preguntó, mirando a Drizzt.
Drizzt aguantó impasible su mirada acusadora.
—El Drizzt Do’Urden que yo conozco habría sido clemente —dijo Jarlaxle. Señaló el resto del local con su espada, a los ashmadai muertos por las cimitarras del drow—. ¿Llamamos a un sacerdote?
—¿Para que los curen y vuelvan a atacarme?
—¿Quién eres?
—Alguien que no ha podido cambiar nada —replicó Drizzt.
La apatía, la autoconmiseración y, sobre todo, la insensibilidad golpearon a Jarlaxle como un muro de ácido nauseabundo. En su rostro apareció un gesto de desprecio antes de volverse otra vez hacia el globo viscoso de la pared y atravesarlo, decidido, con la espada; después más fuerte con la segunda, y una y otra vez en una demostración de furia, como para asegurarse de que cualquiera que estuviese atrapado dentro estaría totalmente muerto.
—Impresionante —dijo Drizzt, que dio una vuelta a sus cimitarras en las manos, alineándolas perfectamente con las vainas, y las guardó.
—¿Y tú hablas de mi falta de clemencia?
—¡Míralas! —gritó el mercenario con rabia, presentándole a Drizzt las hojas sin gota de sangre.
—¿Cómo lo sabías? —preguntó Drizzt.
—Sé todo lo que pasa en Luskan.
—Entonces, sabrás donde pueden estar mis mapas —dijo Bruenor, volviendo a aparecer en la puerta.
Jarlaxle lo recibió con una reverencia y luego miró en derredor, a los ashmadai caídos. Algunos de ellos se removían y se ponían de rodillas, y más de uno miraba a los tres reunidos junto a la puerta.
—Tenemos mucho de que hablar —dijo—, pero no aquí.
—Me gustaría saber que suerte ha corrido Shivanni Gardpeck antes de irme —replicó Drizzt.
—Está bien —le aseguró Jarlaxle—, y no tardará en volver con un pelotón de soldados. —Hizo una pausa y miró a Drizzt—. Y con sacerdotes para atender a los heridos.
—¿Ella sabía que iba a haber un altercado en la taberna esta noche? —le preguntó Drizzt, contemplando la devastación.
—Y tendrá una compensación para repararlo todo, te lo aseguro.
—¿Repararlo todo? —comentó Drizzt con un gesto sarcástico que hablaba de lo ridícula que le parecía esa idea. Le señaló a Jarlaxle todo lo que había en el local: la destrucción, la carnicería, los heridos y los muertos.
Los dos drow se quedaron mirándose fijamente, tratando de leer el uno en el interior del otro, intentando encontrar sentido a lo que parecía no tenerlo.
—¿Puede el dinero volver atrás el tiempo? —preguntó Drizzt en voz muy queda.
La mirada de Jarlaxle era la más cargada de reproche. En su rostro había una expresión de frustración y de decepción, incluso de enfado…, una expresión que no hacía más que acentuarse al ver a Drizzt tan inconmovible e impertérrito.
—¡El maldito pájaro los está persiguiendo hasta el puerto y empujándolos al agua!
Athrogate rompió la tensión del momento. Los dos se volvieron para mirar al enano, que había aparecido al lado de Bruenor en la puerta del Cutlass.
—Vamos —les dijo Jarlaxle a todos ellos—. Tenemos mucho de que hablar.
Giró sus muñecas, esa vez hacia arriba, y sus espadas se convirtieron en dagas que lanzó hacia lo alto. Golpearon el techo y allí se clavaron.
—¿Y que pasa con ella? —preguntó Bruenor, acercándose a la burbuja de la pared.
—Ya veremos —fue la respuesta de Jarlaxle.
Con Athrogate abriendo la marcha, los cuatro salieron a toda prisa, corrieron calle abajo y se metieron en un callejón. Pronto oyeron por detrás los gritos y las voces de los guardias. Jarlaxle hizo salir un agujero portátil de su sombrero y lo aplastó contra la pared al final del callejón.
Athrogate saltó a través de él, y al ver que Bruenor vacilaba, el otro enano sacó una mano de la negrura en que se había metido, lo cogió por la camisa y tiró de él hacia el interior. Drizzt saltó ágilmente detrás de su amigo, y Jarlaxle, que fue el último, retiró el agujero de la pared, dejándola tan impracticable como siempre.
Ahí acabó la persecución, pero los cuatro mantuvieron una marcha rápida, aunque no desesperada, hasta el apartamento de Jarlaxle.
—¡Me vas a devolver los mapas! —insistió Bruenor cuando llegaron a la puerta.
Nada más entrar en el piso pequeño pero lujosamente amueblado, Jarlaxle se dirigió a una mesa que había a un lado y le arrojó al enano la bolsa robada.
—Ahí están todos menos uno —explicó Jarlaxle—. Tal vez lleven a grandes tesoros y lugares misteriosos…, aventuras para otro momento.
—¿Todos menos uno? —bramó Bruenor.
—Todos menos este, buen enano —le explicó el drow, buscando en un cajón y sacando un pergamino perfectamente enrollado y atado—. Este, que conduce a aquello que más deseas. Sí, rey Bruenor, me refiero a Gauntlgrym. Yo estuve allí, y aunque no puedo volver por el mismo camino desde que la explosión destruyó los túneles, sé donde está Gauntlgrym. —Alzó el mapa y se lo puso delante—. Y este es el camino.
Bruenor empezó a farfullar algo. Miró a Drizzt, que se limitó a encogerse de hombros.
El rey enano volvió a mirar a Jarlaxle y se pasó la lengua por los labios, que se le habían quedado secos.
—No admito bromas con esto —le advirtió.
—No es broma —respondió Jarlaxle con gesto de lo más serio—. Gauntlgrym.
—Gauntlgrym —dijo Athrogate desde un lateral, y Bruenor se volvió hacia él—. Yo estuve allí… He visto la forja. He visto el trono. He visto a los fantasmas.
La última afirmación hizo que Bruenor, que también había visto recientemente a esos mismos fantasmas, respirara hondo en un inútil intento de tranquilizarse.
Drizzt miró a Bruenor con una expresión de cierta satisfacción, pero también con un desapego nada tranquilizador.
A Jarlaxle no le pasó desapercibido y descubrió, sorprendido, que le molestaba profundamente.