Maica se despertó, sobresaltada. Luchó brevemente con los rescoldos del sueño que se movían aún, perturbadores, por el fondo de sus pupilas. Permaneció unos instantes con los ojos abiertos, estática, esforzándose por discernir a cuál de los dos mundos pertenecía: al onírico o al real.
Eran casi las once de la mañana y estaba echada en el sofá de su propio piso. Se incorporó pesadamente.
A esa hora era probable que Antonio lo hubiera descubierto ya. No le importaba. Blanca le había insistido mucho en que no lo hiciera, pero no tenía otra salida. O le abandonaba de una vez por todas o siempre estaría atada a aquel loco.
No eran las seis de la madrugada cuando se marchó de casa de Blanca. Rafa el Huesos ni se había enterado. Por lo demás, el menda nunca entraba en la vida de los otros.
Ahora le parecía sorprendente, de tan sencillo como había resultado. Un taxi y de nuevo en casa, con ilusión por ir llenando las soledades del ser que vivía en su vientre.
Sólo habían transcurrido unas horas y sin embargo, en tan poco tiempo habían desfilado por su mente un sinfín de palabras, gestos, olvidos, promesas, que ya eran sólo recuerdos.
Se levantó y buscó su bolsa de maquillaje en el cuarto de aseo. La imagen que le devolvió el espejo era desestabilizadora. Un moratón bajo el ojo izquierdo, la nariz hinchada y el rostro congestionado. Las gafas oscuras lograrían amortiguar los destrozos. Se miró fijamente a los ojos. Luego descendió con satisfacción hasta la blusa color granate y la falda negra que realzaban su figura. Se maquilló ceremoniosamente y salió.
Fue entonces cuando descubrió el papel debajo de la puerta de entrada, era del tamaño de media cuartilla. Lo cogió y al instante una oleada de sangre le recorrió, electrizante, todo el cuerpo. Aquello era de la policía: una citación.
¿Qué querrían de ella? El texto no aclaraba nada. Sólo que debía personarse en la Jefatura de Policía. Quizá se trataba de Antonio. Pero, entonces, ¿por qué citarla a ella?
Se llevó la citación al salón y se sentó, serenando sus emociones. La movida no le gustaba nada. ¿Hasta dónde sabrían? La habitación se estaba llenando de fantasmas. O quizá era una trampa, y querían confirmar sus sospechas sobre Antonio. No era posible que le hubieran detenido y ahora quisieran hablar con ella. Ese papel llevaba una fecha: hacía dos días que estaba en su casa.
Quitarse de en medio ahora, sería peor. Tenía que ir. Pero si le preguntaban por Antonio, ¿qué haría? No podía decirles la verdad. Todo antes que ir de chivata.
Algunos secretos resultaban escarpados y sangrantes. Ella conocía las intenciones de Antonio. No se pararía ante nada. Ya había matado una vez y estaba enfurecido. Iba a extorsionar al abogado, a don José María. Antonio aún guardaba la pistola que acabó con la vida de Cara Cortada. La misma que podía volver a disparar sobre el abogado o contra ella misma. Era la única persona que conocía los planes de Antonio. No tenía dudas. Desde hacía varias semanas, Antonio llevaba consigo la pistola a todas partes.
El policía de la puerta anotó en un libro de registro sus datos de filiación. Le entregó una tarjeta plastificada de visitante, que la autorizaba a penetrar en el gran laberinto que constituía para ella la Jefatura de Policía.
Maica se preguntó cómo funcionaría la mente de aquellos hombres. ¿Qué clase de sentimientos tendrían? Si los tenían, no lo podía comprender. ¿Cómo se puede mandar todos los días gente al talego y dormir con la conciencia tranquila?
Leyó la placa en la puerta del despacho. Era el más alejado del pasillo. «Grupo II. Brigada P. Judicial.» Dio dos golpes con los nudillos de la mano. Cuando le abrieron la puerta, había cuatro hombres en la habitación, además del comisario Crespo, al que reconoció al momento. Los inspectores abandonaron la estancia, con un pretexto que ella no alcanzó a escuchar. Pero sintió todos aquellos ojos en su cuerpo, como si tratasen de penetrar en su mente.
El comisario se puso en pie y le tendió la mano. Su sonrisa no parecía afectada, pese a lo cual Maica no se dejó engañar. Aquellos ojos de mirada profunda, saltaban con precisión de un lugar a otro, siempre prestos a cobrar su presa.
—Siéntate, Maica. ¿Cómo estás?
—Bien.
El comisario tomó asiento tras la mesa, frente a la mujer.
—¿Qué ha sido todo este tiempo de tu vida? —preguntó el comisario.
—Nada. Lo de siempre.
—¿Tuviste un hijo?
—No, qué va. Ahora, puede que sí. Estoy embarazada.
—Enhorabuena… ¡Cómo pasa el tiempo! Tú no has cambiado mucho. ¿Cómo te va con Antonio el Califa?
Maica escuchó en su interior el primer aldabonazo. Se había referido a Antonio, como al azar, pero ella sabía que no era así. Temió que la oleada de sangre que ascendía hasta sus mejillas la delatara.
—Bien —respondió.
—Vives aún en la calle Tres Forques, ¿verdad?
—Sí.
—Es que hubo una pequeña confusión. Cuando te ocurrió aquello, con el nerviosismo en el hospital tomaron mal tu dirección.
Maica bajó la mirada instintivamente. No se le había pasado por alto el detalle al policía. Empezaba a sentirse acosada.
—No aportaste muchos datos, respecto a la violación —agregó el comisario.
—Dije lo que sabía.
—Sí, pero te viene a contrapelo hablar con la policía hasta de algo que te interesa sólo a ti. ¿Tienes algo contra nosotros? ¿Acaso no te traté bien cuando caíste con Califa? Sabes que te dimos bola, a pesar de que estabas en el asunto igual que él.
—Póngase en mi lugar. Para usted es muy fácil…
—¿Has sabido algo más sobre los que te violaron?
—No, señor.
—En el ambiente, ¿no se comenta nada?
—Yo no salgo ya. Del trabajo a casa todas las noches.
Era patente que el hombre no compartía su opinión.
—Pues a mí me han llegado ondas, rumores que corren por ahí.
—¿Sobre qué?
—Sobre la violación, por supuesto.
Maica estaba visiblemente interesada.
—¿Y qué le han dicho?
—Que sabes más de lo que cuentas.
—¡Le han engañado! —parecía un felino defendiendo a sus cachorros—. Hay mucho chivato que, con tal de que les den árnica, cuentan lo que quieren.
—Pues me han asegurado que si tú quisieras hablar, el asunto estaría claro.
—Será que les interesa más que a mí…
—No lo sé. Yo repito lo que me han dicho.
—¿Quién ha sido el hijo de puta?
El comisario sonrió, ignorando el exabrupto entre dientes de la mujer.
—No puedo decirlo —explicó—. Pero me gustaría que hicieras un esfuerzo y recordaras todo lo ocurrido aquella noche.
En la narración de los hechos, Maica evitó añadir nada nuevo a lo relatado en su día. No era fácil construir su versión, pendiente siempre de elaborar la verdad a medias. ¿Por qué ese empeño en que volviera a hablar de la violación?
Ignoraba si el comisario Crespo conocía la verdad o jugaba de farol. El mejor sistema era repetir exactamente lo dicho entonces. El hombre tenía los labios arqueados y un brillo malicioso en los ojos.
—¿De qué se ríe? —inquirió Maica.
—Déjame que te pregunte yo algo. ¿A quién tienes miedo?
—A nadie…
—Entonces, es que ocultas a alguien.
No se lo había preguntado, lo afirmaba. Era una apisonadora, barriendo todas las lindes que ella había marcado.
—No, señor —respondió—. Le he contado la verdad.
El comisario rebuscó entre los papeles de la mesa. Maica intuía que el hombre guardaba en algún sitio más de un as y lo jugaría sólo en el momento que considerase oportuno.
—Mira esta fotografía, Maica.
Lo reconoció en el acto, pero se entretuvo unos instantes observando la cicatriz del rostro. No había duda. Era el Cara Cortada. Sin levantar los ojos, sentía sobre ella, como un agobio, la mirada del comisario.
—¿Era éste uno de ellos? —oyó que le preguntaba.
—Se le parece —respondió, encogiéndose de hombros.
—Por favor… ¿Sólo se le parece?
—No sé… Hace tanto tiempo…
—Maica, una mujer no olvida nunca el rostro del hombre que la ha violado.
—Ni yo. Sólo que no estoy segura.
—Yo te ayudaré. El de la foto es un individuo al que apodaban «el Sevillano». Tenía una gran cicatriz en la cara, aquí —y señaló con un lápiz el lado izquierdo del rostro.
Maica retrasaba su respuesta, fingiendo esforzarse por recordar esa cara.
—Sí. Ahora que dice lo de la cicatriz, recuerdo que tenía una.
—Nunca lo mencionaste, Maica. ¿Por qué? Es un detalle que no pasa desapercibido y policialmente nos hubiera sido de gran valor.
—Se me pasaría por alto.
—¿Te había amenazado con anterioridad? —le preguntó con gravedad. El rostro del comisario ostentaba una seriedad litúrgica. Maica no podía controlar el temblor de sus piernas. Su cerebro trabajaba febrilmente por salir del laberinto en que se la estaba encerrando.
—¿Qué? —preguntó.
—Cara Cortada —el comisario pronunciaba muy lentamente. Se detuvo y observó a la mujer. Se le habían quedado los ojos vencidos—. Bueno, no te he dicho que al Sevillano también le apodaban así, Cara Cortada.
—No sabía…
—Maica, deja que se te ayude. Ese hombre ya está muerto. Nunca más podrá hacerte daño.
—Le juro que no le conocía.
—¿Ahora le recuerdas por la foto?
—Sí —respondió en voz baja—. Era él.
El comisario miraba siempre a los ojos, prescindiendo del resto de la persona. Tenía la vaga sensación de que le estaba desnudando el alma.
—¿Cómo lo han sabido? —le preguntó Maica.
—Por favor…
Maica se encogió de hombros.
—¿Te había amenazado?
—No.
Su negación había sonado débilmente.
—¿Qué sabes del otro individuo?
—Nada, se lo juro por lo más…
—No jures, Maica. No es necesario.
—Es que le estoy diciendo la verdad. ¿Le han cogido?
El comisario no respondió. Levantó la mirada, pensativo. Maica adivinó que no iba a responder a su pregunta. Pero mientras la conversación derivara hacia el «otro», se sentía a salvo.
—Dime una cosa, Maica. Cuando te enteraste de la muerte del Sevillano, ¿no le identificaste como el autor de la violación?
Maica pensó que el hombre se había zafado y esta vez la que estaba encerrada era ella.
—Sí —respondió, con voz oscura.
—¿Cómo te enteraste?
—Entre la basca y los periódicos.
—¿Viste su fotografía en la prensa?
La mujer notó que su mente entraba en una nebulosa que la arrastraba. El hombre atacaba con dureza. De pronto, no recordaba ese detalle de la fotografía en los periódicos.
—Sí —respondió—, pero estaba muy borrosa. De todas maneras, como ya estaba muerto… Preferí no volver a recordar todo lo pasado.
Entonces Maica temió que sus palabras tuvieran otra interpretación. Se aprestó a añadir:
—Oiga, no estará pensando…
—¿Qué?
—Bueno, quiero decir, que yo paso de esa muerte. A ver si encima me van a hacer comer un asunto que yo no he hecho.
—Nadie te acusa de eso. Todo lo estás diciendo tú…
Otra vez aquella sonrisa que derrumbaba todos sus argumentos aun antes de exponerlos.
—Oiga, que yo no he tenido que ver con eso. No sé lo que le habrán contado las mamonas de turno, pero es mentira.
—No creo que tú le hayas matado. En todo caso alguien que tú conoces.
El comisario la miraba, compasivo, pero estaba interrogando su rostro aguardando paciente el efecto de sus palabras. Maica permaneció callada. No lo sabía, pero había caído en la trampa. La mujer ignoraba que los periódicos nunca publicaron la fotografía del Sevillano. El hombre intuía que cada vez pisaba terreno más firme.
Maica fue respondiendo las sucesivas preguntas que no encerraban ningún riesgo. Quedaba claro que se la excluía de toda responsabilidad sobre la muerte de Cara Cortada. El comisario conducía ahora la conversación con aire coloquial que incluso infundía confianza. No levantaba la voz, ni se exasperaba. Siempre afluía a su rostro un gesto apaciguador.
—Posiblemente, necesitemos hablar contigo otra vez —le dijo el comisario.
—Bien —respondió con frialdad.
—¿Me has dicho antes que estás embarazada?
Maica asintió con la cabeza.
—¿Y cómo vas con la heroína?
—He cortado. Por el niño —ante la desconfianza del hombre, añadió—: Se lo juro, que no la pruebo.
—Me alegro. Ya sabes que la heroína es lo peor para el embarazo —se interrumpió, observando atentamente el rostro de la mujer—. Por cierto, ¿te llevas bien con Toni?
¿Sería ése uno de los ases que guardaba el comisario? Ahora estaba segura de que aquel hombre lo sabía todo. Pero le sorprendía que no hubiera actuado ya.
¿Qué le estaba preguntando? ¿Si vivía con Antonio?
—No —respondió con firmeza—. Desde ayer, se acabó.
Tuvo la sensación de que había respondido a más de lo que se le había preguntado.