Maica estaba acostada ya, cuando Antonio entró en la habitación. Permaneció impertérrita con la mirada fija en el ventanal, como si tratara de descifrar algún mensaje oculto en la lejanía de las estrellas.
Hacía escasos minutos que había llegado Antonio, el rostro demacrado y ojeroso. Maica reconoció el gesto malhumorado y altanero y supo que las cosas seguían igual; peor, incluso. La heroína y el alcohol le estaban enloqueciendo. Pero, sobre todo, atisbaba el miedo en aquel hombre rudo. Vivía obsesionado con la idea de que la policía le tenía cercado. A cada paso que daba, volvía la cabeza atrás, recelando. Comprobaba que la puerta de la vivienda estuviera perfectamente cerrada y desde la habitación vigilaba cualquier movimiento que pudiera resultar sospechoso en la calle. En caso de emergencia, si se presentaba la policía, tenía prevista la huida, descolgándose por una canal a la que se accedía desde la ventana del cuarto de baño.
Maica enarcó un momento los ojos, estudiando los movimientos de Antonio, que se estaba quitando la camisa, y adoptó el mismo aire ausente.
Descubrió la moradura que exhibía Antonio, junto al cuello. Aquella marca recordaba un mordisco explosivo. Apartó la vista, exasperada.
El hombre advirtió el gesto y supo que no podría evitar la discusión. Maica era de esa clase de mujeres que no renunciaba fácilmente a su presa.
—Y ahora, ¿qué te pasa? —rezongó, plantado frente a ella.
—Nada.
Antonio sonrió con sarcasmo.
—Cuando tú dices nada…
—He dicho nada y punto.
Dejó su camisa encima de la ropa plegada de la mujer, en el respaldo de la silla.
—Pues nadie lo diría, con esa cara —insistió él.
—¿Mi cara? En todo caso, la tuya.
—¿Por qué?
—Eso, tú sabrás. Te pasas todo el día y toda la noche por ahí.
Estaba decidida a hacer frente a la situación. El cinismo de que estaba alardeando, la enfurecía. Se sentía prisionera, esclavizada.
Y estaba harta.
—Sabes que no puedo estar encerrado en el piso todo el día —explicó él, contemporizador—. Me vuelvo loco. Me iban a cazar como a una rata.
—Que te vuelvas loco, me trae sin cuidado. Puedes chutarte lo que te dé la gana, pero yo no aguanto más, ¿lo sabes?
—Eso es problema tuyo.
Maica le miró a los ojos y su boca se arqueó en una mueca de absoluto desprecio.
—Me das asco. Has caído muy bajo.
Lo había dicho a media voz. La habitación, con apenas espacio para las dos camas, una mesita entre ambas y una silla, pareció agrandarse en el silencio. Antonio salió y regresó al poco tiempo con un vaso de whisky. Se esforzaba por aparentar normalidad.
—Mira, Maica, yo paso de todos esos rollos.
—Claro, tú te lo montas muy bien.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que he dicho. Que te lo montas divino. No me importa que pases de mí, pero no te tolero que encima te cachondees.
Antonio levantó ambas manos, como si tratara de contener el torrente que se le venía encima.
—Un momento. ¿De qué estás hablando, chica?
—Si te gusta más otra mujer, me parece muy bien. Lo dices y en paz.
No cabía duda, pensó Antonio, de que le había llegado alguna onda. «Con las putas no se puede. Siempre se tienen que ir de la lengua.»
—Ya veo. Te han comido el coco de mala manera.
—A mí no me come el coco nadie —replicó ella.
—¿Qué te han dicho?
—Nada que tú no sepas.
Antonio respetó el silencio de la mujer. Por lo demás, adivinaba que iba a durar poco. A Maica le quemaba la lengua y tenía que asaetearle, hurgar en la herida que más le dolía a ella.
La mujer se incorporó y salió de la cama. Vestía un camisón corto y llevaba el pelo desgreñado.
—Callas porque sabes que es verdad —estalló Maica, de improviso—. ¿Con cuántas fulanas has ido estos días? Porque tú eres muy hombre. No tienes más que levantar un dedo y todas las mujeres van detrás de ti —su voz adquirió tintes de sarcasmo—. Lo más gracioso es que no me imagino de qué se enamorarán. ¿Qué les das? Porque tú, fuera del caballo, no sirves para otra cosa. Eres una mierda, la gran mierda de este mundo.
—No dices más que chorradas. Es mejor no hacerte caso, porque si no…
—¿Qué? Me ibas a pegar otra vez, claro.
—Maica, no me cabrees, que me conozco.
—Me pregunto cuánto dinero te habrán sacado las pequeñas zorras con las que te has divertido.
Antonio apretó las mandíbulas, avanzando un paso hacia ella.
—No me das miedo —le retó ella—. Me has estado «tocando la pasta» siempre y no he dicho nada. Pero no te tolero que con el dinero que yo me gano, te lo hagas por ahí con putas…
—Como tú —afirmó él, terminando su frase.
—Soy puta, es verdad. Por culpa tuya.
—¿Quieres que te pague cada vez?
—¿Tú? Hace tiempo que no funcionas. Tú sólo sirves para macarra.
Maica calló, agotada. Al cerrar los ojos, las lágrimas se deslizaron suavemente por sus mejillas. «El muy cerdo había sabido elegir las únicas palabras que la podían lastimar.»
—¿Ya has terminado? —le preguntó él, dando un largo sorbo de whisky.
—Sí, he terminado. Pero contigo y para siempre.
—Eh, eh, un momento. ¿Con quién te crees que estás hablando?
—Me das cada vez más asco —susurró mordiendo las palabras.
—Mira, Maica, te he dicho que no me quiero cabrear. Vamos a dormir, y se acabó.
Antonio se movía inquieto por la habitación. Miró fijamente a la mujer. No era un enfado pasajero. Estaba hablando muy en serio.
—Maica, no me provoques. Yo sé lo que aguanto y esto va a terminar mal —hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas—. ¿Qué te pasa esta noche? Vengo y me montas una porcata que es demasiado. Total, ¿para qué? Te juro que no he estado con ninguna mujer.
—Mientes, como siempre.
—¡Te lo juro!
Maica levantó la mirada, altanera. Los objetos familiares no le ayudaban a ahuyentar sus pensamientos.
—Así que soy una puta. Muy bien. Pero desde ahora, voy a ir por libre, sin ningún «macaco» que me los toque, ¿entiendes? He sido puta, sí señor, y no me avergüenzo, pero no te tolero lo que estás haciendo. Yo me acuesto con muchos hombres, por dinero. Es un trabajo como cualquier otro. No se siente nada. Es igual que si me echaran encima un árbol. ¿Qué pasaría si me gustara hacerlo con algún cliente, un menda de esos? ¿Qué pasaría si lo hiciera por el morro, sin cobrarle? La que se podía liar, ¿no? Pues, se acabó. Le vas a poner los cuernos a tu madre.
Antonio arrojó violentamente el vaso contra la pared. Maica aguantó su mirada unos instantes y le volvió la espalda. No estaba dispuesta por más tiempo a esconder la cabeza en las sábanas y sollozar. No necesitaba compasión, ni promesas. Tampoco le asustaban aquellos arranques de violencia. No era la primera vez que le pegaba, pero estaba convencida de que iba a ser la última.
Con movimientos lentos se sacó el camisón por la cabeza y lo dejó caer en la cama. Estaba desnuda y por primera vez sintió náuseas pensando que su cuerpo estaba totalmente expuesto a la mirada de aquel degenerado. Ladeó el cuerpo hacia la silla que estaba a su izquierda y se inclinó a coger sus ropas.
Recibió el impacto en plena mejilla y se tambaleó. Su mano instintivamente subió hasta el rostro con temblores de asombro. El golpe había sido seco y preciso, como un mazazo.
Entonces vio el brazo que caía nuevamente sobre su cara. Trató de esquivarlo y el puño le golpeó frontalmente la nariz. Una descarga de dolor recorrió todo su cuerpo y sintió que le flaqueaban las piernas.
Los dos puños del hombre siguieron golpeando, implacables. La nariz era una explosión de sangre que descendía cálida hasta sus labios. Maica gritó aterrorizada. Las rodillas se le doblaron y refugió la cabeza sobre la cama, cubriéndose con las manos. El hombre seguía golpeando, ebrio, con los pies.
La puerta de la habitación se abrió de golpe y entró Rafael, seguido de Blanca. Sin mediar palabra, ambos se abalanzaron sobre Antonio, separándole de la mujer. No ofreció resistencia y se dejó llevar.
Cuando Rafael hubo sacado de la habitación a su amigo, Blanca se arrodilló junto a Maica. Con delicadeza la obligó a meterse en la cama. Las lágrimas bordeaban sus ojos, a punto de caer. Pero se movía con agilidad. Aquella nariz sangraba mucho. Fue en busca del pequeño botiquín casero. Limpió su rostro y cauterizó la hemorragia nasal. Luego le aplicó una crema blanca por toda la cara.
—Es muy buena —le explicó—. Ya verás como no se te hincha. Yo la tengo siempre a mano…
—Tú…
—Los hombres son todos iguales. Unos hijos de puta.
Esa noche, Blanca durmió con su amiga, con la puerta de la habitación cerrada con llave.
Al día siguiente, cuando Antonio despertó, dolorido, en el sofá del salón, Maica no estaba ya en la casa.