Valencia era una ciudad industrial que caminaba aún sobre una antigua carreta árabe.
Levantó los ojos del informe que estaba leyendo y dejó que su mirada se perdiera por el fondo. Desde la ventana de su despacho en el quinto piso, del relativamente moderno edificio de la Jefatura Superior de Policía, se divisaba un heterogéneo paisaje: en fría y muda hermandad convivían la torre del Miquelet, guardiana y vigía de la catedral, la cúpula azulada de los Padres Escolapios, así como otras monumentales estructuras renacentistas, con una serie de edificios modernos, planos en lo alto, como si hubieran sido bruscamente detenidos en su ascensión por una bota gigantesca.
Volvía a la lectura del informe, cuando sonó el teléfono.
—Diga.
—¿Señor Crespo?
—Sí —respondió el comisario.
Un titubeo al otro extremo de la línea.
—¿Es usted? —preguntaban de nuevo.
—Sí. ¿Con quién hablo?
—Usted me conoce. Sé que me está buscando y no quiero andar escondido por ahí. Yo sé por qué me busca, pero está equivocado.
El comisario sonrió mirando el auricular y preguntó:
—¿Quién eres?
—Usted ya lo sabe. Soy Fede.
—¿Molina? —quiso asegurar su identidad.
—Sí. ¿Ve cómo me conoce?
Era el mismo: Fede. Entre sus colegas le llamaban Fede el Podrido, aunque no le agradaba que le nombraran por el alias. El tipo quería decir algo en su descargo. Bien, había que dejarle que se tranquilizara y soltara la lengua.
—¿Podemos hablar? —preguntó débilmente Fede.
—Sí. ¿Qué quieres decirme?
Un cierto aire de frialdad no era mala terapéutica para sujetar al individuo que parecía dispuesto a contar lo que sabía.
—¿Podemos hablar en otro sitio? —insistió Fede—. Por el canuto, no me gusta.
—De acuerdo. ¿Dónde nos podemos ver?
—Donde usted diga.
—¿Tienes coche?
—Sí.
—Dentro de veinte minutos, por ejemplo, en el bar Ateneo. ¿Sabes dónde está?
—Sí.
—De acuerdo.
—Oiga… ¿Usted me promete que no me va a detener?
El comisario demoró la respuesta.
—Te doy mi palabra, que no te detengo —dijo—. Pero te aviso, si tratas de engañarme, iré a por ti.
—Le prometo que…
—Te he dado mi palabra. De ti depende que las cosas marchen bien.
—Se lo juro, señor Crespo.
—Hasta ahora, entonces.
Y colgó el teléfono.
El bar Ateneo estaba repleto a la hora del aperitivo. Curiosamente, había muy pocas mujeres. Los hombres, chaquetas y corbatas impecables, dialogaban con animación. Conversaciones que pasaban de la agresividad a las sonrisas displicentes, palabras calculadas, rostros distendidos de ejecutivo. La marea de gente, afuera, medía sus prisas contra el tiempo. Allí, en cambio, varados en mitad del remolino, el reloj olvidaba sus exigencias.
El comisario Crespo encontró una mesa libre al fondo del local y se sentó. Estaba pendiente de la puerta de entrada. Si acudía Fede el Podrido, era más que probable que tuviera resuelto el caso de la muerte del Sevillano.
Después de muchas gestiones, se había logrado centrar el bar que frecuentaba el Sevillano; se supo que desde su salida de la prisión iba a todas partes con un tipo al que apodaban «el Podrido». No se disponía de más datos y resultó muy problemático identificarle. El comisario sabía, por instinto visceral, que se trataba de un individuo conocido, aunque el alias no les fuera conocido. Se recorrieron todos los ambientes nocturnos y siempre se obtenía la misma descripción del individuo. Finalmente, alguien lo relacionó con una antigua novia suya, la Maña, y a través de ella se llegó a Federico Molina.
Fede aparcó su vetusto y destartalado Seat-124.
Atravesó la calle Játiva, en dirección al Ateneo. Estaba preocupado. Se iba a convertir en una mamona, una chota, un chivato… Miró a su alrededor, y se tranquilizó. Ninguna cara conocida entre el aluvión de gente que deambulaba junto a él.
En realidad, no iba a hacer de soplón. Se trataba tan sólo de dejar las cosas claras de una vez. La pasma le estaba buscando por lo del Sevillano y no podía comerse esa muerte, cuando él mismo podía correr la misma suerte que su amigo.
Miró su reloj. Llegaba unos minutos tarde. Caminó a grandes zancadas. En la esquina divisó una aglomeración de gente. Se trataba de unos colegas que estaban aligerando el bolsillo de los incautos echando los triles. ¡Cómo cambiaban los tiempos! Los trileros ahora trabajaban a la luz del sol, desafiando abiertamente a las lecheras. Vio un tipo bajito y calvo, con ojos de búho, que a cierta distancia del grupo vigilaba a los transeúntes, presto a dar el agua a la menor anormalidad.
Federico cruzó la calle y caminó por la acera opuesta. Solamente su sombra le retaba, pegada a sus pies. Vio su imagen en movimiento, reflejada por el amplio cristal de un escaparate. Era alto, lomudo y de rostro cetrino. La espesa barba le servía de disfraz. Sus pequeños ojos, mortecinos allá al fondo, apenas destacaban en el rostro. Se pasó una mano por la cabeza, afligido por la calvicie precoz. Era cosa hereditaria.
Se detuvo en la puerta del bar Ateneo. Cuando niño, se santiguaba antes de afrontar alguna dificultad. Venció el impulso y entró.
El comisario le vio en el umbral consultando nerviosamente el reloj y tratando de adaptar sus ojos a la luz del local. Su cuerpo, otrora musculoso, había perdido prestancia y aquel aire altivo de que siempre hacía gala. La primera vez que le detuvo era un infeliz «rata de hotel».
Federico le saludó titubeante, y tomó asiento a su lado. Era como si quisiera dominar una barca sin remos.
—Hacía años que no te veía —rompió el hielo el comisario—. ¿Qué ha sido de tu vida? ¿Te casaste?
—No, qué va, qué va. Menudo rollo…
—¿Por dónde has estado?
—Por ahí.
—Bueno, yo me enteré que andabas por Barcelona y luego moviste bastantes anfetas por Mallorca.
—Está usted muy informado de mi vida. Pero le aseguro que lo de Mallorca me lo comí por el morro. Las anfetas eran de un colega y a mí me ligaron por primo.
El comisario observó el rictus de estupor que tensaba los músculos de su rostro. Había que quitar hierro.
—¿Por qué te marchaste de Valencia? —le preguntó.
—Esa es buena. ¿Y usted me lo pregunta?
Crespo estaba sorprendido.
—¿Por qué?
—Porque usted me hacía la vida imposible.
El comisario rio jovialmente. Entonces, era eso.
—Estás equivocado, de verdad. Fíjate, cuando caíste con cuatro kilos de chocolate, vivías con una chica de Zaragoza. A ella le dimos bola, porque tenía un niño de meses —el comisario tenía la mirada abstraída, tratando de leer en el recuerdo—. No me hiciste caso y seguiste con el chocolate. Has caído más veces después. Pero te prometo que nunca he ido a por ti.
—Pues a mí me largaron cada historia…
Federico comprobó que los nervios se le iban remansando. Después de todo, no era tan malo hablar con un policía. Conocía a algunos colegas que se daban el pico con la pasma. Siempre le habían dado asco. Pero ahora, en cambio, lo tenía muy claro. O los tienes de cara o enfrentados.
Se acercó un camarero con expresión de infinito aburrimiento. Le pidieron dos cervezas.
—No me negará que ahora sí va a por mí —le espetó de pronto, esbozando una sonrisa inmadura. Se mordía el labio inferior, inquieto.
El comisario sopesaba las posibilidades. No debía forzar la confidencia, sólo señalarle el camino por donde quería que fuera. Un policía siempre pregunta, nunca da respuestas.
—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó a su vez.
—La gente. Por ahí lo saben todos. Seguro que alguno me habrá vendido ya. Pero le juro por mis muertos que esta vez no tengo nada que ver.
El comisario guardó silencio. Las preguntas fluían por todas partes, pero había que medir las palabras, hasta que el otro se lanzase, confiado.
—¿Me promete sacarme de esto? —suplicó.
Sus ojos aguantaron la mirada del comisario.
Crespo sabía que iba por el buen camino. Le había jurado que «no tenía nada que ver». Su participación era secundaria y podría soslayarse.
—Te doy mi palabra —afirmó con solemnidad.
Federico respiró, visiblemente aliviado, mientras el camarero servía las bebidas y se alejaba.
—Usted me busca por lo del Sevillano. Pero esta vez le han informado mal. Lo mató un menda que usted conoce de sobra: Toni Califa.
Ahí estaba la respuesta a un montón de horas de patear calles y antros nocturnos. Había llegado más pronto de lo previsto.
—¿Desde cuándo se conocían? —preguntó.
—Estuvieron juntos allá arriba, en el talego. A mí el Sevillano no me habló de esto, pero sé que tuvieron una buena porcata. El Califa le dio un navajazo y le marcó la cara. Más de una vez el Sevillano me dijo que lo tenía que matar, pero no le hice mucho caso.
—¿Desde cuándo erais amigos?
—Poco tiempo, un par de meses o más.
—¿Intentó alguna venganza tu amigo?
—Yo no lo sabía. A veces, pensaba lo que pensaba, y se ponía raro; así que no le hacía caso. Cuando le pasaba era un tipo cachondo y normal. —Hizo una pausa. Contemplaba el vaso de cerveza, como si dudara—. Una noche de juerga se volvió loco por una tía en una cafetería. Lo mismo que un julái, se gastó pasta en cantidad con ella. Y a la hora de la verdad, la tía se quería volver atrás. Íbamos los tres en el coche, y la tía que nones. El Sevillano se cabreó y le atizó. Nos la follamos los dos. A ver, con la pasta que le había sacado… —Levantó los ojos interrogantes, hasta el comisario. Se dijo que todo andaba bien, y continuó—: Le juro que entonces yo no lo sabía. Luego, resultó que la tía era la mujer de Toni Califa. Le dio una paliza mortal.
De pronto, una explosión de sol permitía situar todas las piezas desperdigadas. Era una diana perfecta. El Sevillano se había vengado de Califa a través de la mujer. La respuesta de éste había sido rotunda. A Federico se le notaba que mentía en algunas cosas. Pero lo esencial estaba claro.
—¿Te conoce? —quiso saber el comisario.
—Creo que no. El menda ese está loco. Va a todas partes con una fusca en la cintura.
El miedo se multiplicaba en la mirada de Federico.
—¿Le has visto últimamente? —preguntó el comisario.
—No. Sabe que le buscan por lo de la otra noche en el bar del Marqués. Se les escapó a unos compañeros suyos. Dicen por ahí que le dio un navajazo a un policía.
Ahora, todo encajaba. Si le hubieran detenido aquella noche, ¿de qué habría servido? No se le sabía nada, aunque era seguro que continuaba desvalijando pisos.
—¿Tienes teléfono? —inquirió el comisario.
—No.
—Entonces, te daré el mío.
Escribió el número en una servilleta de papel.
—Las dos últimas cifras al revés —explicó el comisario—. Así, si alguien te lo pilla, no lo puede relacionar. ¿Comprendes?
Federico asintió, guardando el papel.
—Llámame mañana a esta hora y si averiguas algo, a la hora que sea. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
En su despacho, el comisario repasó el expediente de Antonio, alias «el Califa». Se detuvo a contemplar la fotografía de Maica. Cuando se la tomaron, aún conservaba intacta su juventud. Su rostro era de una adolescente que, de pronto, se asombraba de que la miraran como a una mujer. Había miedo en aquellos ojos profundos.
Hoy Maica era una sombra de aquella mujer. Todo su físico, disminuido, acusaba los embates de la heroína. Y sin embargo, constituía un exponente claro de ese mundo aparte, con su ética y su moralidad, incomprensibles para una óptica normal. El medio de la droga, emparentado íntimamente con el de la delincuencia, tenía su oasis en la prostitución.
Maica era una mujer de una formación intelectual y humana muy superior a la del ambiente en que había optado por vivir. Se dejaba esclavizar por un individuo violento y agresivo que la hacía objeto de malos tratos.
Por una confidencia había sabido que, dos años atrás, Maica le abandonó y se refugió, atemorizada, en casa de sus padres. Pero el hombre acudió allí, a cara descubierta, y empuñando una pistola amenazó con disparar contra toda la familia si no se marchaba con él. Maica regresó a su lado.
¿Qué extraña mezcla de afecto, compasión, odio y desesperanza conformaban la personalidad de esa mujer? Cuando la localizaran sus hombres, tendría que mantener una conversación con ella. El asunto de la violación seguía estando lleno de lagunas. Ella no parecía tener verdadera voluntad de que se esclarecieran los hechos. Todas sus respuestas, entonces, fueron lacónicas, frías, insuficientes…
El comisario ordenó el expediente y se levantó. Tenía los músculos entumecidos. Se dirigió a la ventana y la abrió de par en par. El crepúsculo desperezaba su torso de bronce por las azoteas de los edificios. La ciudad se recogía, fatigada de humos y de polución.
Añoró sus vacaciones.