7

—Sólo nos faltaba eso —exclamó Rafael, exasperado—. Primero lo de Califa y ahora lo de esta noche.

—¿Pero cómo le ha dado esa vena? —preguntó por enésima vez Blanca.

—¡Mi madre! Yo sabía que el Canuto estaba pirado, pero es la hostia. Se tira desde el sexto piso y se creía que podía volar como un ángel.

—El ácido —sentenció la mujer.

—O los ácidos. A saber los que se habría metido en el cuerpo. Parecía un cura hablando de Dios y de historias de esas.

—Si no me lo contaras tú…

—Te lo juro por mi madre, Blanca. El menda estaba convencido de que volaba y que podía hacer milagros.

Blanca movía la cabeza, pensativa.

Estaban en el dormitorio y hablaban en un susurro para no despertar a Maica que dormía en la habitación contigua. Rafael permanecía sentado al pie de la cama, vestido y empapado por la lluvia.

—Quítate esa ropa, que vas a coger una mierda de resfriado —le dijo Blanca.

—Todavía no me lo explico. Hace menos de una hora estaba el tío tan fresco, chutándose y fumando. Y ahora…

Empezó a desvestirse.

—No lo entiendo —añadió—. ¡Cómo se puede ser tan gilipollas! Comerse un ácido que es lo peor que hay… Eso es una bomba.

—¿Sabes qué te digo? Que para el Canuto ya se han acabado los problemas.

—Todo esto es una mierda. Tenían montada una fiesta que era demasiado y va el tío y la pringa.

—¿Quién se ha quedado en el piso?

—Silvia.

—¿Sola?

—Sí.

—¿Se ha dado el piro todo el mundo?

—A ver. Yo no podía quedarme. Si me ligan, me como un marrón. El polvo y el chocolate se lo había pasado yo.

—¿Ha llamado a la poli?

—Qué remedio… ¿Qué iba a hacer si no?

Blanca observó que Rafael se vestía nuevamente con ropa de calle.

—¿Qué piensas hacer? —le preguntó.

—No lo sé —respondió él, mientras se abrochaba pacientemente la camisa—. Pero aquí no me quedo esta noche.

—¿Crees que Silvia…?

—No me fío de nadie. Para la pasma, yo estaba allí cuando pasó todo. Y empiezan a tirar de gente y yo voy por el aire, ¿me entiendes?

—Sí, pero a ésa no le sacarán nada.

—Estaba histérica la tía. Si le comen el coco, puede vomitar cantidad. Y hay dos cosas: primero, yo estaba allí, y segundo, el polvo era mío. ¿Cómo lo ves?

El timbre del teléfono les sobresaltó. Se miraron en silencio, conteniendo la respiración. ¿Sería la policía? No era probable. Esos no llaman por teléfono. Van por uno a las bravas. ¿Silvia, quizá? Imposible. En aquellos momentos la casa podía estar llena de policías husmeando y preguntando. Pensó si los de la pasma no duermen nunca.

El teléfono seguía sonando insistente.

Blanca saltó de la cama y fue hasta el comedor. Rafael la seguía, indeciso.

Levantó el auricular con recelo.

—¿Diga? —preguntó con voz débil.

—¿Cómo estás?

Reconoció la voz de Antonio.

—Muy bien… Por lo que se ve, no te privas de nada.

—Eh, eh, un momento. ¿Eres Blanca?

—Sí. ¿Dónde estás?

—Por ahí.

Blanca captó el acento lento y gutural en la voz de Antonio. Miró su reloj. Casi las cinco de la madrugada.

—¿Y Maica? —preguntó él.

—Ahora durmiendo.

—De acuerdo, no la despiertes.

Blanca sintió que una ira incontenible le culebreaba por el pecho, oprimiéndola sordamente. El menda pasaba de Maica, cantidad. Casi a diario se presentaba a dormir con las primeras luces de la mañana. Para colmo, ahora lo de Carlos el Canuto.

Esperó algún atisbo de cariño o sentimiento hacia Maica, que sabía no iba a encontrar en él. De cualquier modo, tenía que ponerle en antecedentes de lo ocurrido.

—Califa, no vengas esta noche.

—¿Pasa algo?

—Sí. Puede haber movida. Carlos el Canuto se ha matado. Se comió varios ácidos.

Antonio soltó una blasfemia. Blanca le relató los hechos y la presencia de Rafael en el piso, circunstancia que podía atraer a la policía a su casa.

—Me has dado la noche, joder —exclamó.

Fue el único comentario de Antonio. Pero Blanca sabía que no era cierto. Era lo suficientemente insensible a los problemas ajenos como para no desperdiciar un momento de su diversión.

—Llama mañana y te diré cómo va la movida —le aconsejó ella.

—Vale… ¿Oye?

—Qué.

—¿Qué va hacer Rafa?

—De momento, quitarse de en medio.

—Oye, que no se corte ni un duro, ¿vale?

—De acuerdo. —Blanca meditó un instante, antes de formular la pregunta—. Califa, ¿para qué llamabas?

—¿Eh? Nada, sólo para ver cómo anda todo.

—Muy bien —respondió, destemplada.

—Ya me pondré en contacto con Rafa.

Blanca colgó, pensativa. Rafael se le acercó.

—¿Qué quería? —quiso saber.

—El muy golfo tiene juerga para rato.

A sus espaldas la voz de Maica les sorprendió.

—¿Pasa algo? —preguntó.

—Lo siento —respondió Blanca, sabiendo que su amiga había oído sus últimas palabras—. Era Antonio, que ha llamado por teléfono. Le he dicho que no asome las narices por aquí. Puede que haya movida.

—Vosotras seguid como si tal cosa —terció Rafael—. Yo me marcho ya. Si preguntan, que no sabéis nada, ¿vale?

—¿Dónde vas a ir? —preguntó Blanca.

—De momento, darme el piro. Ya te llamaré.

Las dos mujeres permanecieron en silencio, siguiendo con la mirada los pasos de él, que se encaminaba a la puerta.

Afuera seguía lloviendo.

Cuando Antonio salió de la cabina del teléfono público, levantó la cabeza hacia el cielo y respiró profundamente. Se pasó la mano por la cara, limpiando las gotas de lluvia. Se acercó a su acompañante que le aguardaba impaciente, guarecida en la fachada del edificio de Correos.

Blanca le acababa de decir que no debía volver al piso, que había peligro. La tía no era alarmista y si hablaba de movida es que podía haberla.

—¿Todo bien, chato? —le preguntó Lorena.

—Como tiene que ser. Yo voy de hombre por la vida, ¿sabes? Si tengo que darle marcha al cuerpo, se la doy y en paz. ¿Cómo lo ves?

Ella asintió. Se colgó de su brazo y le dedicó una sonrisa provocativa.

—¿Cómo lo ves? —insistió él.

—Así hablan los hombres.

—Ya vamos quedando pocos.

—Y que lo digas.

Salieron a la lluvia. Antonio tenía dificultad en seguir su paso. Sus músculos respondían con torpeza. Pensó que el alcohol no combinaba demasiado bien con la heroína.

Ella se adelantó y abrió su coche, haciendo sonar en el aire las llaves del Ford-Fiesta. Antonio se plantó ante ella, insensible a la lluvia pertinaz. Sus ojos recorrieron con descaro todo el cuerpo de la mujer. Era alta, de su misma edad. El cabello teñido de rubio, con mechones oscuros, lo llevaba recogido detrás en una coleta. En su rostro alargado, de pómulos salientes, destacaban con fuerza sus ojos grandes, saltones. Vestía pantalón y blusa negros.

Lorena le entregó las llaves del vehículo.

—Conduce tú —le dijo.

—Es lo mismo. Me fío de ti.

—No. Prefiero que lo lleves tú. Me gusta que conduzcan los hombres. —Antonio se sentó al volante y puso el coche en marcha.

—¿Adónde vamos? —preguntó, indeciso.

—Donde quieras.

Arrancó, sin rumbo fijo. La mujer colocó ambas manos en la nuca y apoyó la cabeza en el respaldo del asiento.

Antonio se volvió hacia ella. En aquella posición, sus pechos se marcaban lujuriosamente en la blusa, apuntando hacia algún lugar en la noche. Separó la mano derecha del volante y la posó sobre los pechos exuberantes. El perfume de la mujer impregnaba todo el vehículo.

—¡Eh!, no tengas tanta prisa —protestó lánguidamente ella.

—¿Por qué?

—Aún estamos en la calle.

—Que se jodan.

Siguió conduciendo un tiempo, con la mano derecha en el pecho de la mujer, acariciando incansable.

—¡Vaya par de gemelos, tía!

—¿Qué?

—Las tetas.

—¿Te gustan?

—Cantidad.

Sonrió halagada.

—Me cuido mucho, ¿sabes? —explicó Lorena—. Todas las mañanas, una ducha fría. Es lo mejor para los pechos.

—¿Que te duchas con agua fría todos los días?

—Sí. Pero hay otra cosa que las mujeres no saben y es lo mejor para los pechos. Me lo enseñó una amiga. Yo lo he comprobado. El esperma de un tío es la mejor receta que hay para conservarlos duros y firmes.

—¡Hostia, qué invento! —exclamó divertido Antonio.

—No te rías que es verdad. Se frotan con esperma, muy suave, con cuidado de no rozar los pezones. Te deja la piel suave. Y para la cara también es ideal. ¿A que no lo sabías?

—Ni idea.

Estaban detenidos ante un semáforo. Antonio se volvió hacia la mujer.

—¿Vamos a tu casa? —le preguntó.

—Aún no. Vamos al mar.

—¿Lloviendo?

—Es lo mismo. Vamos al Saler.

Antonio obedeció, con desgana. Cuando enfilaron la autopista, la noche parecía más oscura.

—¿Tú vas por libre en la vida? —preguntó Antonio.

La mujer se llevó un dedo a los labios, imponiendo silencio.

—¿Qué pasa?

—Nada; me excita la lluvia.

—Joder, qué manía más rara.

Ella pareció pensar unos momentos.

—Sí, vámonos.

Aceleró. Estaban llegando al Saler. Cuando terminó la autopista, giró en redondo y regresaron de nuevo a la ciudad. Lorena estaba silenciosa y la expresión de su rostro era grave.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Antonio.

—Nada.

—¿Estás seria?

—No va contigo.

—Pero, ¿qué te ha pasado? Estabas tan a gusto y ahora…

Ella abrió la guantera del coche y sacó una botella de whisky. Bebió un largo trago y luego se la pasó a Antonio.

—Esto es una jodida mierda, ¿sabes?

—¿El qué? —preguntó Antonio.

—Todo. La gente, las cosas, todo. ¿No lo ves?

—Pero, ¿a qué viene eso ahora, tía?

Ella seguía bebiendo. Antonio hizo un recuento mental de todo lo que habían bebido aquella noche. Más de una botella de vino en la cena, luego habían sido dos pubs, un bingo y una discoteca y en todas partes habían consumido lo mismo: whisky.

—Cada día estoy más asqueada —se lamentó Lorena.

—Nada, tía. Tómate las cosas con filosofía. Eso es, con filosofía. Fíjate en mí. ¿Lo ves? Sin problemas. Me venía de gusto estar contigo esta noche y lo he hecho. Ya lo has oído. «Que llegaré tarde, nena.» Y punto. Si lo quiere lo toma y si no lo deja. No hay que ahogarse en un vaso de agua.

Lorena seguía bebiendo. Había ingerido casi media botella.

—Oye, no te pases con la priba —le reconvino Antonio.

—¿Qué pasa? ¿Es que no puedo hacer lo que me dé la gana?

—Oye, que por mí no hay problema. Pero es que vas a coger una tea que va a ser demasiado.

Lorena estaba llorando.

—Por mis muertos que no lo entiendo —exclamó él—. ¿Puedes decirme qué te pasa ahora? Estamos toda la noche bien, y ahora le entra el mosqueo.

—No es eso. Tú no lo puedes entender.

El semáforo cambió a verde y Antonio reemprendió la marcha. La iluminación de la plaza de San Agustín acentuaba la soledad a aquellas horas de la madrugada.

—Te llevo a casa —insinuó él.

—No.

—¿Tomamos la penúltima copa en tu casa? —insistió.

—No.

Ante la obstinación de la mujer, detuvo el coche en doble fila y se encaró con ella.

—Quiero terminar la noche bien. Vamos a ver, ¿tú no estabas a gusto?

Lorena miraba al frente, en silencio.

—Si no quieres que vayamos a tu casa, dime dónde quieres ir.

Ella parpadeó nerviosamente antes de hablar.

—Llévame al cementerio —le pidió.

—¿Qué?

—Que me lleves al cementerio.

Antonio no salía de su asombro.

—Oye, si es una broma, te la puedes meter en el culo.

—¡Te digo que quiero ir al cementerio! —gritó ella.

—Toca madera…

—Necesito ir. Llévame al cementerio.

—Mira, tía, tú no estás bien.

—No me digas que estoy loca, sé muy bien lo que quiero.

Antonio movió la cabeza pacientemente.

—De acuerdo —dijo—. ¿Puede saberse a qué viene el rollo del cementerio? Esto lo cuento yo y no se lo creen.

—Tengo allí a mi hija.

—…

—Seis meses lleva allí. Y necesito traerla a casa, porque allí no está bien…

Antonio enmudeció. Era indudable que lo suyo era de locura. Un pensamiento fugaz, como una ráfaga, le acercó la imagen de Maica embarazada.

—¿Cuántos años tenía? —quiso saber.

—Iba a cumplir cinco el mes que viene.

—¿Qué le pasó?

—Meningitis. Era un angelito. Con aquella carita… ¡Mi pobre Eva!

—De veras lo siento.

—¿Comprendes por qué tengo que ir allí?

—Mira, lo pasado, pasado. Es mejor que lo olvides. Si te comes el coco va a ser peor… Además, ahora está cerrado.

—Tú puedes abrir la puerta.

—Pero, ¿qué dices?

—Y me ayudarás a quitar la lápida y traerla a casa.

—Oye, mira…

—Tú puedes hacerlo.

—¿Me quieres escuchar?

—La sacaremos de allí, muy despacito. No quiero que se despierte porque podría tener miedo…

La demencia de Lorena comenzaba a exasperarle.

—¿Te quieres callar un momento?

Ella repetía incansable:

—Llévame al cementerio. Ayúdame a levantar la lápida.

Antonio llegó a la conclusión de que no se podía hacer nada por ella. Lo suyo era de manicomio. Maldijo su suerte por no haber adivinado antes la clase de loca con la que iba a salir. Decidió que tenía que largarse por las buenas.

Abrió la puerta del coche y miró a la mujer. Las lágrimas corrían por sus mejillas, mientras sus labios se movían en un susurro ininteligible. No había advertido la acción de Antonio, ni siquiera cuando salió del vehículo y volvió a cerrar la puerta.

En la profundidad de la noche se sintió liberado. Se alejó de allí, volviendo la cabeza a intervalos. Lorena seguía en la misma posición. Supuso que la soledad no le haría daño; cuando le pasara la borrachera, ni se acordaría.

Dobló la esquina y entró en la calle Játiva. A lo lejos, divisó los destellos azulados de un patrulla. Instintivamente redujo el ritmo de sus pasos.

Cuando perdió de vista el coche, respiró a pleno pulmón. Había dejado de llover.

—Mucha basca hay aquí —comentó Rafael—. Si viene una lechera ahora, la que se puede liar.

—No seas gafe —le recriminó Antonio.

El camarero se acercó y le pidieron dos cervezas. Estaban en el extremo de la barra, junto a la puerta. A unos doscientos metros se hallaba el cementerio, donde aguardaba una multitud de jóvenes de ambos sexos. Con sus vestimentas extravagantes y coloristas, no exentas de suciedad, parecían proclamar su postura de denuncia frente a la sociedad. Salvo a la policía, a nadie ocultaban su inclinación al consumo de drogas.

Faltaban escasos minutos para las cuatro y media y aguantaban estoicamente los rayos del sol, sin ninguna sombra donde cobijarse. Seguían acudiendo, con andar cansino, grupos de jóvenes que querían dar el último adiós al colega Carlos el Canuto.

—¿Dónde estuviste anoche? —le preguntó de improviso Rafael.

—No me lo recuerdes —respondió, sin apartar la vista del cementerio.

Antonio le narró su aventura con Lorena.

En aquel momento vieron llegar el coche fúnebre que trasladaba los restos de Carlos el Canuto desde el Depósito del Hospital Clínico.

—Así acabaremos todos, Califa —sentenció Rafael, mirando a los congregados que penetraban en el cementerio.

—Pues claro que todos vendremos aquí. O mejor dicho, nos traerán. Lo importante es amarrar bien ahora y que no te metan muchos goles.

Rafael calló. Los entierros le imponían mucho respeto. Pensó en el Canuto y a dónde le había conducido la droga. «Si eres hombre, irás a parar al talego más de una vez. Y si eres mujer, la prostitución es lo único para ligar el dinero. Se empieza de puta. Luego, cuando mayor, alcahueta si tienes clase, y si no a vender tabaco a los golferas de la noche.»

—Vámonos de aquí —dijo Antonio—. El cementerio me da gafe.

Pagó las consumiciones y salieron. La puerta del cementerio estaba desierta ahora, a excepción de algunos taxistas que formaban corro junto a los coches estacionados, conversando animadamente.

—Hay que dejar pasar dos días sin ir por casa —explicó Rafael—. Por lo de la movida.

—¿Sabes de algún cobijo?

—Sí. Un colega que trabaja de camarero. Está blanco.

—¿Lo conozco?

—No lo sé. Se llama Alfonso y tiene un Seiscientos negro. Siempre va por ahí con un pastor alemán dentro.

Antonio hizo un gesto dándole a entender que ignoraba quién era su amigo.

—Es de confianza —aseguró Rafael—. Por cierto, tío, te lo montas muy a las bravas.

—¿Por qué?

—Maica está muy jodida.

—Es su problema, ¿no te parece?

—Yo no me meto, pero creo que te estás pasando. Últimamente le estás dando al caballo, cosa mala.

Antonio se volvió hacia él con los ojos brillantes de ira. Tenía las mandíbulas apretadas.

—Te digo lo mismo, Huesos. Meteos en vuestros asuntos.