El teléfono sobresaltó ligeramente a Rafael que se había quedado adormilado en el sillón.
Levantó el auricular.
—¿Quién es? —preguntó, con desgana.
—Soy Carlos. Oye, te llamo a esta hora porque nos hemos quedado sin polvos.
Rafael quedó perplejo. No reconocía aquella voz, gangosa. Las palabras le llegaban con esfuerzo, hinchadas por la droga en el paladar.
—¿Qué Carlos? —quiso saber.
—Coño, Huesos, ¿no me conoces? Soy Carlos. El Canuto.
—Joder, parece que estés dormido. Habla claro.
—Oye, ¿puedes salir?
—¿Qué pasa?
—Necesitamos polvo.
Rafael estalló.
—¡Cállate, hostia! ¿No ves que estamos en el teléfono? El canuto puede estar chungo.
—Que no, hombre. Qué va a estar. Tu cobijo no lo sabe la pasma.
—Es lo mismo. Por el canuto, nada.
—Vale, tío.
Rafael meditó unos instantes. El Canuto estaba en plena fiesta y se habían quedado sin material.
—¿Estás en casa? —preguntó Rafael.
—Sí. ¿Tienes algo?
—Alguna camisa…
Al otro lado de la línea se hizo un silencio. El Canuto había comprendido que las camisas eran papelinas de heroína.
—¿Son buenas? —quiso saber.
—Superior.
—¿Blancas o de color?
—Lo que quieras, pero sientan mejor las blancas.
—Trae unas cuantas. Bueno, si puedes venir tú… —soltó una carcajada incongruente—. Perdona, Huesos, es que estoy un poco pasado. ¿Vienes o qué?
—Vale. En un rato estoy ahí.
Ya a punto de colgar, Rafael le hizo una observación:
—Oye, Canuto, no me has dicho lo principal. ¿Qué hay de la guita?
Volvió a escuchar su risa idiotizada.
—Sin pegas. Se paga los talegos que haga falta. Hay aquí un colega que está montado. Pasta en cantidad. Lo que yo te diga. Un mogollón.
Cuando dejó el teléfono, Rafael quedó un tiempo inmóvil, meditando. No era probable que le estuvieran tendiendo una trampa. El Canuto no era de ésos.
Se asomó al balcón. Llovía mansamente.
«Claro, que si no se enrolla —pensó—, va a ser su problema. Me la puede jugar, pero no vuelve a ser hombre.
»Una vez me llevaron al huerto, pero dos será más difícil. ¿Cómo se llamaba aquél? Estaba entreverado de macarra y jugador. El Parido. Hicimos el negocio en sábado. Pero el cabrón, me vendió. Cuando acudí a la cita, en unos jardines, con el paquete de chocolate, el menda no apareció. Ni él ni los cien billetes.
»Uno que se te acerca y lo de siempre: ¡policía, no te muevas! Y en seguida, las esposas. Me arrearon estopa, si no, no me derrotan el viaje al moro. Al Juzgado, en negativa. En esa ocasión, salí pronto del talego. Pero el Parido no tiene nada que hacer en Valencia. Todos saben que va de confite de la pasma. Le desparramé el piso. Más de doscientos talegos. ¡Todo por el aire!»
Preparó cinco gramos de heroína en una papelina y dos placas de hachís. Buscó en el ropero de la habitación su vieja cazadora vaquera y se la puso. Sería suficiente contra la lluvia. Además, por allí pasaban muchos taxis.
Miró el reloj. La una de la madrugada. Calculó que las mujeres tardarían aún hora y media en llegar a casa y Califa… Bueno, de ése no se sabía nunca.
Al bajar del taxi, en la calle Calixto III, miró instintivamente hacia el sexto piso. El balcón estaba abierto de par en par y junto a la barandilla se recortaba nítida la figura de una joven. Pareció observarle desde la altura. Estaba desnuda y le hacía señas para que subiera.
Rafael se limpió con el dorso de ambas manos las gotas de lluvia que nublaban su mirada. Cuando se dirigió al portal, en el balcón, un muchacho acudía al lado de la mujer. La puerta del edificio estaba abierta y se escuchaba incansable el zumbido del mecanismo automático que franqueaba la entrada.
Cuando salió del ascensor, en el sexto piso, un intenso olor a hierba quemada impregnaba el ambiente. Pulsó el timbre y aguardó, mirando inquieto a su alrededor.
Reconoció a la muchacha morena que le abría la puerta. Estaba totalmente desnuda y sonreía. Posó sus ojos en el rostro achatado de la chica, y luego descendieron por sus pechos demasiado alargados y caídos, hasta la oscuridad enmarañada de su pubis. No tendría más de diecisiete años.
—¡Hola! —saludó la chica, besándole en la mejilla.
—¡Hola, Silvia!
—¿Pasas o te piensas quedar ahí de plantón? —preguntó ante la inmovilidad de él.
Rafael se sintió molesto consigo mismo y humillado. Una vez dentro, comentó:
—Estaba mirando a una tía buena.
—Si tú lo dices… —cerró la puerta con indiferencia, pero agradablemente afectada por sus palabras—. Mirar no cuesta un duro.
—Bueno, tía, comprende que tampoco es muy normal.
—¿El qué?
—Pues eso, que llames a la puerta y te abra una chorba en pelotas.
—Te esperábamos… Además, eso ya no tiene morbo.
Silvia caminó delante de él por el largo y estrecho pasillo, al final del cual estaba el amplio salón. El humo tan espeso le hizo parpadear.
—¿O a ti te da morbo? —insistió la chica, alejándose.
En la puerta apareció Carlos el Canuto.
—Entra, Rafa —dijo, estrechándole la mano. Señaló hacia el grupo de jóvenes semidesnudos, sentados en el suelo, alrededor de una mesita baja—: Nos has salvado, colega.
Rafael adivinó que iba cargado, un poco pasado de chocolate o de ácido. Tenía el rostro congestionado, del que sobresalía una nariz ganchuda. Delgado, de ojos apagados, se movía con lentitud inusual. Tendría unos veinte años.
—¿Conoces a Tony? —le preguntó Carlos. Y ante la expresión del otro, añadió—: el Tartajo. Es un menda legal. Y esta noche está montadísimo.
Rafael asintió, en silencio.
Carlos llamó en voz alta:
—Tony, ven para acá.
Varias cabezas se volvieron. Un joven, grueso y de baja estatura, se levantó, perezosamente. Era bien parecido y su cara aniñada no representaba más de dieciséis años.
—¿Os conocéis? —preguntó Carlos, y sin esperar respuesta, añadió—: Éste es Rafa. El Huesos, para los amigos.
Se estrecharon la mano. Carlos los condujo hasta una habitación contigua y cerró la puerta. La estancia era pequeña, con una cama deshecha y un ropero por todo mobiliario.
—¿Traes la mercancía? —quiso saber Carlos.
—Polvo y algo de chocolate —respondió Rafael, mostrándoles el contenido del envoltorio que guardaba dentro de la camisa—. Es nieve pura.
«Y con lo pasados que estáis todos, aunque fuera mierda, lo encontraríais de primera», pensó.
No le regatearon cuando les dijo el precio. El Tartajo sacó del bolsillo del pantalón un mazo de billetes, sujetos por una goma. A Carlos le brillaban los ojos de excitación.
—Como vienen, se van —comentó el Tartajo.
—Sí, pero vale la pena —respondió Carlos—. ¿Para qué sirve el dinero si no?
—Tienes razón, lo que pasa es que cuestan de ligar.
—Hombre, tampoco es eso, Tony —ironizó Carlos—. Al que le han costado de ligar es al pobre julái al que has sirlado.
—Que se joda… A mí si me enganchan, me como un marrón como la madre que me parió.
De pronto, el Tartajo guardó silencio y miró significativamente a Carlos.
—Tranquilo, Tony. Rafael es de confianza.
—No si yo…, no digo nada.
Rafael sonrió para sus adentros. Les había colocado toda la mercancía a un precio elevado. Nadie había protestado. Eran los efectos de la droga ingerida y del dinero fácil.
Se reunieron con los demás. El amplio salón adquiría una forma ovalada en su extremo, que se prolongaba en un balcón con terraza. A ambos lados de la puerta del balcón había sendos sillones de orejas, de terciopelo verde. Ni sillas, ni sofá, ni mesa, ni mueble alguno convencional en toda la estancia. El suelo estaba cubierto por una gran alfombra a rayas negras y ocres, imitando burdamente la piel de una cebra. Había gran variedad de taburetes forrados con telas de colores vivos, así como diversos cojines esparcidos por el suelo, y dos mesitas de poca altura. En un rincón se hallaba el tocadiscos estéreo, provisto de dos potentes altavoces. Del techo colgaban dos lámparas de mimbre, cuya luz roja conspiraba con la noche.
—¡Ya tenemos polvo! —exclamó Carlos, dejando sobre la mesa la papelina de heroína—. Hay marcha para rato.
Tomaron asiento sobre unos cojines.
—¿Quieres algo de beber? —preguntó Silvia, dirigiéndose a Rafael.
—Por ahora, paso.
—Lo que quieras… Te levantas y te sirves.
—Tengo una mujer que no me la merezco —terció Carlos, mirando a Silvia.
Por un momento habían quedado todos callados, pendientes del recién llegado. Entonces se dio cuenta de por qué le miraban: iba vestido. En aquella fiesta, los hombres sólo llevaban calzoncillos. Las mujeres, excepto Silvia, que iba totalmente desnuda, cubrían únicamente con bragas diminutas su intimidad.
Frente a él, una chica de unos veintitrés años, con el pelo visiblemente teñido de rubio platino, cara alargada y nariz aguileña, permanecía sentada en el suelo, recostada contra la pared y las piernas estiradas. Tenía los ojos en blanco, ausentes, concentrados en algún punto de la pared. Sobre su regazo reposaba la cabeza de un muchacho más joven que ella. Su pelo lacio le caía en melena hasta el hombro. El bigote largo y claro acentuaba los ojos ligeramente oblicuos. Dormía apaciblemente.
Carlos sorprendió la mirada de Rafael.
—Esa es Cristina —explicó—. Es marchosa, pero tiene poco carrete. Se han colocado los dos a la primera. Nos hemos comido un ácido y ya ves, ya están flipados… El maromo que está con ella es Lucas. ¿No le conoces? Lucas el Orejas, —rio su propia ocurrencia—. No le puedes ver las orejas por el pelo, pero las tiene de elefante el gachó.
Una quinceañera que estaba sentada sobre un cojín, giró sobre sí misma y se incorporó. Examinó el contenido de la papelina que había sobre la mesa y quedó pensativa unos segundos.
—¿Dónde está la chutona? —Preguntó.
Tony el Tartajo se inclinó perezosamente y la recogió. Estaba frente a la chica.
—Prepara unos chutes, nena —le pidió—. Tú tienes buen pulso.
Ella no respondió. Se reclinó y empezó a manipular la heroína.
—Es la novia de Tony —explicó Carlos.
Rafael movió la cabeza, pendiente de la muchacha. Quedó sorprendido por la belleza de aquel rostro. Casi una niña, pensó. Su pelo oscuro le caía graciosamente sobre el hombro derecho, peinado en una trenza… Los ojos azabache traslucían un candor inusitado, si bien allá en el fondo ocultaban destellos de malicia. Sin embargo, el resto de su físico desmerecía considerablemente. Era ancha de hombros y de caderas. Llevaba puestas unas braguitas negras caladas por todo vestuario. Pero eran sus pechos lo que más llamaba la atención. Eran desorbitados para aquella anatomía.
—¡Vaya par de melones! —comentó Carlos, adivinando sus pensamientos.
—¿Quién es?
—Mary. No sé de dónde la ha sacado el Tartajo, pero está muy buena. La llamamos «la Tetas».
—Ya —miró a la chica, que preparaba la jeringuilla—. Sabe preparar la chutona.
—Pues fíjate en sus brazos. No tiene marcas de pinchazos en ningún sitio.
—¿Se esnifa?
—No.
—¿Entonces?
—Para que no se lo noten en casa, se pica debajo de las tetas.
—¡Anda ya…!
—Lo que yo te diga.
—Así, cualquiera…
La chica levantó, con la mano que tenía libre, su pecho izquierdo y en la concavidad introdujo la aguja.
Luego preparó nuevamente la jeringuilla y se inyectaron todos los presentes, excepto Lucas el Orejas, que seguía durmiendo.
Cristina se esnifó una raya y continuó en la misma posición adormilada, soportando la cabeza de Lucas.
Rafael no renunció a la invitación y se pinchó también. Aquella chica preparaba unas dosis que eran demasiado.
—Vamos a continuar el juego —apremió Silvia.
Se situaron todos formando círculo. El porro iba pasando de mano en mano. Cristina, con delicadeza, se deshizo de su amigo y se acercó al grupo.
—¿A qué se juega? —quiso saber Rafael.
—El juego de la verdad —respondió Tony.
—¿Has jugado alguna vez? —le preguntó Silvia.
—No.
—¡Buena calada! —dijo Mary la Tetas, pasando el porro a Rafael.
—¿Qué hora será?
La pregunta la había hecho Cristina.
—¡Qué más da! —le respondió Carlos—. La noche es larga. Estamos a gusto y vale. ¿Te falta algo?
La chica negó con la cabeza.
—Vamos a seguir —insistió Silvia—. Pero hay que decir la verdad, si no, a la mierda. ¿Vale? —se volvió hacia Rafael y explicó—: Al que le toca, pregunta lo que quiere y el otro tiene que contestar la verdad por cojones. Cada vez pregunta uno. No vale comerle el coco a nadie. Y salirse de najas, tampoco.
—¿Juegas? —le preguntó Carlos.
—¿Y qué se pregunta? —quiso saber Rafael.
—Todo. ¿Me comprendes? Se puede preguntar lo que quieras.
—Mira, puedes preguntar lo que te rote la gana —sentenció Tony.
El porro seguía circulando. Nadie prestaba atención a los desnudos. El sexo no formaba parte de la noche.
—Empiezas tú.
Silvia señaló a Tony el Tartajo. Éste pareció concentrarse unos instantes y luego se volvió hacia Mary.
—Vamos a ver, si fueras Dios, ¿qué te gustaría tener?
—No te jode con lo que sale éste ahora —respondió—. Tetas, no, desde luego —todos rieron el comentario—. Me gustaría tener dinero para olvidarme del «curro» de todos los días…, y también que no me faltara caballo.
Tony se dio por satisfecho. Miró a Carlos.
—Ahora a ti —le dijo—. Si supieras que te toca ir al talego y matando a alguien te librabas, ¿qué harías?
—Coño, depende…
—Tú contesta, Canuto. Matar a un menda o ir al talego. ¿Qué harías?
Carlos se rascó exageradamente la cabeza.
—Me cepillo al tío por las buenas. Yo no vuelvo allá dentro.
Tony cambió de interlocutor. Se dirigió a Silvia.
—Para ti. Por ejemplo, estás trabajando en la whisquería y va un tío y te llama puta, ¿qué haces?
—Que me cago en todos sus muertos —respondió prestamente ella—. Pero no confundirse, cuidado. Yo lo hago con hombres por dinero. Y sus señoras, que tienen buena pasta, seguro que les ponen los cuernos a ellos y no por dinero, sino por golferas. Que a ésas les pica el asunto más que a nosotras.
Tony sonrió con malicia, mirando a Cristina.
—¿Te has hecho alguna vez una paja? —le preguntó.
Los ojos de los presentes se animaron.
—Toma, claro —respondió—. ¿Y quién no? Hay veces que te apetece más hacerlo tú sola que aguantar a un menda encima, que no va más que a darse gusto él.
Guardó silencio, ufana, observando el efecto de sus palabras en los demás.
—Ahora, tú. —Tony se volvió hacia Rafael—. ¿Cuántas veces lo haces?
—¿Yo? Mi mujer y yo somos como hermanos. ¿Cómo lo ves? Con el caballo, nada de nada… Es que ni ganas.
Le correspondió su turno de preguntas a Mary. Formuló la primera a Carlos.
—¿Qué hay cuando nos morimos?
—Esa es buena. La muerte es lo peor, y da miedo, pero luego existe otro mundo. Eso es cierto. Yo lo veo muy claro. Si vas de chungo por la vida, lo vas a pasar muy mal. Dios ha señalado a algunas personas como ángeles de salvación.
Todos le escuchaban atónitos. No estaba bromeando. Rafael supo que eran los efectos del ácido lisérgico. Tenía los ojos enrojecidos y desorbitados.
Carlos continuó:
—Ahora lo estoy sintiendo. Un ángel salvador…
Silvia le interrumpió.
—Déjate de chorradas, Carlos, que estamos jugando.
—No son chorradas. Dios está presente aquí y me ha señalado con el dedo…
Mary aprovechó la pausa leve y decidió continuar el juego.
—Bien, me toca preguntarle a Silvia —dijo.
—No seas mala conmigo, ¿eh? —suplicó la aludida, fingiendo temor, y tapándose los pechos con las dos manos cruzadas.
—¿Con quién te gustaría hacerlo en este momento?
—¡Uh…!, eso es mucha tela, ¿sabes? A lo mejor, no me apetece ahora.
—Tienes que responder, Silvia; sí no, no vale. ¿Con quién de los que están aquí te gustaría hacértelo?
—¿Es igual hombre que mujer?
—Eso tú misma.
Los presentes miraban alternativamente a Carlos, que permanecía ausente, y a la mujer. Silvia dudaba.
—¿Contestas o no? —le apremió Cristina.
—Sí. Bueno, suponiendo que tuviera que hacerlo esta noche, elegiría a Rafa.
Éste la miró sorprendido, sintiendo todos los ojos fijos en él. Se volvió sonriente hacia Carlos, que movía los labios y gesticulaba totalmente absorto en un monólogo inescrutable.
—Soy el ángel salvador… —decía.
Silvia intervino de nuevo:
—Sigue preguntando, Mary; este tío está haciendo un viaje y el ácido le ha dado por la religión. Como estudió para cura…
La chica asintió, comprensiva, y se volvió hacia Cristina.
—¿Te gustaría cambiar de pareja? —le preguntó.
—Yo, sin problemas. Y más, esta noche —señaló a Lucas el Orejas que dormía tirado en el suelo—. Sería capaz de follarme a un guardia.
—Tampoco es eso —terció Tony.
—Lo que yo te diga.
Mary pensaba la pregunta que podría formular a Rafael.
—¿Lo has hecho alguna vez con un tío? —le preguntó.
Le había sorprendido la pregunta. Miró inquisitivo a los demás.
—En el talego no se libra nadie —respondió con firmeza.
Continuaron recorriendo, minuto a minuto, los últimos rincones de la noche. Un porro sucedía a otro. Las preguntas continuaban y las respuestas casi siempre provocaban hilaridad. La lluvia martilleaba mansamente los cristales.
Carlos estaba de pie, proclamando con gravedad sus pensamientos que a nadie interesaban. El ácido le había alterado sensiblemente.
Rafael se despedía de todos, dispuesto a marcharse, cuando de pronto Carlos caminó hacia el balcón, abierto de par en par. Salió a la terraza y levantó la cabeza hacia el cielo. La lluvia perló su rostro, mientras seguía hablando:
—Soy un ángel de Dios… Puedo volar, si quiero.
—La virgen, vaya mierda que ha agarrado —exclamó Silvia, exasperada—. Le ha sentado el ácido fatal.
Antes de que nadie pudiera reaccionar, Carlos se había puesto de pie en la barandilla del balcón.
Su cuerpo, con los brazos extendidos, se balanceaba peligrosamente en un difícil equilibrio.
—¡Puedo volar! ¡Soy un ángel salvador!
Se lanzó al vacío con los brazos muy abiertos.
El golpe sordo, allá abajo, retumbó en la estancia como un aldabonazo. La euforia, el frío, la vida y la muerte se fundieron en breves momentos.
Silvia corrió hacia el balcón y quedó mirando a la calle, paralizada por el pánico. De improviso, empezó a gritar, agitando violentamente la cabeza. Tony y Rafael la sujetaron con fuerza, llevándola a rastras hacia el interior. Cristina la abofeteó fríamente, con dureza, hasta conseguir reducir sus alaridos. Ahora lloraba entre espasmos. En la conmoción del silencio, todos se miraban con aire de complicidad. Nadie sabía qué hacer.
Dos minutos después, la casa quedaba desierta. Sólo Silvia, como dueña del piso, esperó la llegada de la policía. Temía que la verdad no resultara creíble, por ello tardó en marcar el 091 en su teléfono.
Cuando Rafael salió a la calle, volvió la cabeza en un movimiento rápido. El cuerpo de Carlos yacía en medio de un charco de sangre que se iba agrandando con la lluvia.