5

—Eso son tonterías —protestó Maica.

—Te digo que no —insistió Blanca—. Los vi con estos ojos. Y eran maderos. Por mis muertos que lo eran.

—Pues yo salí a la calle como si tal cosa. No vi nada de nada.

—A lo mejor iban por otro rollo.

—Vete tú a saber.

Maica luchaba contra corriente, tratando de convencerse de que los hombres vistos por Blanca no eran policías.

—¿Estás segura de que no te han seguido? —preguntó Blanca.

—Claro. Con las pirulas que he hecho, imposible. Eso, suponiendo…

Maica no terminó la frase. No lograba engañarse a sí misma.

—La verdad es que me está volviendo loca todo esto —añadió Maica.

—El voceras de tu marido no debería salir tanto, y menos de noche. A saber dónde andará ahora. No es que me importe, pero a estas horas le ligan a uno por menos de nada —miró su reloj—. Fíjate, las tres de la madrugada.

—¿Y qué quieres que le haga?

—Nada. Olvidarte del asunto.

—Me pregunto hasta dónde sabrán los de la pasma.

Blanca se volvió hacia su amiga. Tenía los ojos cansados y en el fondo se adivinaba una profunda tristeza.

—No te comas el coco. Los hombres son todos unos gárrulos y no se merece que te preocupes tanto por él.

Maica se refugiaba en la conversación de Blanca y a medida que transcurrían los minutos, su ánimo se iba serenando. Estaban las dos solas. Rafael llevaba ya más de una hora durmiendo. La última ración del día de heroína le servía para dormir. Era el soporte del mundo que había construido, elevado en una nube cambiante y aislado de cuanto le rodeaba.

—¿Con el dinero se consigue todo? —preguntó de pronto, Maica.

—Vaya estupidez. Pues claro.

—¿Tú crees que sí?

—Pero bueno, Maica, ¿a qué viene eso ahora?

—¿Sabes qué te digo? Que estoy harta de esta vida.

—A ti te priva la buena vida, como a todos.

Maica no respondió. Sin podérselo explicar, estaba al borde de las lágrimas.

—¿Quieres un poco? —preguntó Blanca, indicándole la botella de whisky.

Negó con la cabeza, mientras su amiga se servía nuevamente.

—Aguantas bien el tirón.

—Me cuesta, no creas —respondió Maica—. Me haría un chute más a gusto que dios —se detuvo unos instantes. Luego añadió—: Pero un poco de chocolate no hace nada.

Abrió el bolso y sacó un pedazo de hachís, con el que empezó a preparar el cigarro.

Blanca le miraba el vientre.

—Ya se nota algo —comentó.

—Es pronto.

—¿Notas cosas raras por dentro?

—No.

—¿Qué dice el matasanos?

—Te lo puedes imaginar; que pase de drogas —miró el porro que acababa de encender y contrajo el rostro en una mueca extraña—. Por más vueltas que le doy, no lo entiendo. Si no fuera por el gárrulo de Antonio… Siempre tiene que haber algo en la vida que lo escoña todo. Cuando parece que marchan las cosas, tiene que venirte una historia y lo joroba todo. Tenía que estar contenta con el embarazo, pues viene él y lo pone todo patas arriba. Te lo juro, Blanca, me siento atada, como sin libertad. Y antes no me pasaba.

—Eso son cosas del embarazo.

—Le odio. No quiere a nadie, ni al niño.

Blanca trató de suavizar la creciente irritación de su amiga. Parecía encontrar gusto en su descontento.

—Déjalo ya. Son cosas de la barriga.

—Te equivocas, Blanca. Yo me pregunto qué motivos tiene para portarse así y no lo entiendo, te lo juro. Me está haciendo mala sangre.

Maica guardó silencio, fija la mirada en una de las láminas de la pared. La fotografía recogía el momento en que dos hombres, en un urinario público, de espaldas al objetivo, satisfacían su necesidad natural. Entre ambos, y en idéntica posición, se hallaba una joven rubia y minifaldera.

Desvió la mirada hacia las otras paredes de la habitación. Había láminas por todas ellas.

Echó de menos su casa. Blanca tenía decorado su hogar con la extravagancia de una quinceañera que, de pronto, hubiese sido recompensada con la emancipación: bombillas de colores en los rincones más insospechados, cojines para sentarse en el suelo, dos alfombras árabes de colores vivos, una argila y montones de revistas por el suelo.

—Por cierto, ¿qué dice del niño? —preguntó Blanca, al tiempo que le pasaba el porro.

—Nada. No habla de eso. A lo mejor lo quiere a su manera.

—Le odias por la barriga. A muchas les pasa. Una amiga mía llevó a su marido a mal traer. Le cogió asco y cuando el hombre quería hacerlo, le mandaba a hacer puñetas.

—Puede ser.

La conversación era lenta y el cansancio minaba el esfuerzo de Blanca por acompañar la soledad de su amiga. Dio un respingo y se acomodó en el suelo, tendida sobre la alfombra. Apoyó la cabeza en el cojín y a los pocos minutos dormía apaciblemente.

Maica pensó en su amiga. En realidad, sabía poco de ella. Parecía rehuir toda conversación que se remontase a su etapa anterior a Valencia. En una ocasión le habló de un hijo subnormal que estaba al cuidado de sus padres en algún pueblo de Valladolid. Blanca los conceptuaba como pueblerinos. Tuvo que huir de casa por culpa de aquel embarazo. Los viejos suponían que su hija se había abierto camino en la vida. Era una peluquera de élite, bien situada socialmente. O quizá querían creerlo así, pensó Maica.

Blanca carecía de estudios, pero lo suplía con un genio alegre y extrovertido, siempre con la respuesta exacta en la boca. ¿Qué vínculo le unía con el Huesos? Ignoraba la respuesta. A ella misma le ocurría lo mismo con Antonio. Entraban en liza una serie de sentimientos contrapuestos. A veces, se compadecía de él y llegaba a quererle, y en ocasiones le odiaba con todo su ser. Le temía y al mismo tiempo se enorgullecía de él. Le asqueaba, y sin embargo, le necesitaba.

Pero el gran interrogante seguía ahí, estático y amenazador.

¿Qué futuro le esperaba? Hasta ahora no habían tenido problemas económicos. Al contrario. Gastaban mucho más dinero en un mes del que podría ganar honradamente una persona con su trabajo. Honradamente. En el fondo, ésa era la cuestión. Ella vendía su cuerpo y Antonio se servía del dinero y de las joyas de los demás. ¿Cuántos años más podrían seguir de la misma forma? Una cosa tenía muy clara: no pensaba terminar sus días vendiendo cerillas y tabaco en una calle céntrica hasta altas horas de la noche, como las putas retiradas.

Miró a Blanca, que dormía apaciblemente. Confiaba en ella. Su amiga no ignoraba ningún secreto de la vida de Antonio. Sabía lo de Cara Cortada, pero nunca hablaría de ello. Cuando se lo proponía resultaba totalmente impermeable. Y sin embargo, el Huesos decía de ella que era la indiscreción en persona. ¡Qué poco llega a saber un hombre de una mujer!

Las dos mujeres dormitaban cuando se abrió la puerta. Maica fue la primera en despertar. Aguzó el oído, al tiempo que miraba el reloj. Las cinco de la madrugada.

Antonio caminó hacia las mujeres. Arrastraba los pies. Se dejó caer en un sillón frente a la mujer. Maica sintió que la ira acumulada se desvanecía en sus ojos. Algo había ocurrido.

De pronto estaba perfectamente consciente. Observó el brazo izquierdo de Antonio, que se sujetaba con la otra mano. Su rostro estaba contraído en una mueca de dolor.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó en un susurro.

—Me he escoñado el brazo.

—¿Cómo?

—Si no ando listo, a estas horas podía estar criando malvas.

Maica quedó paralizada. El miedo era frío y le atenazaba los músculos. Presentía que la policía había tenido que ver en todo aquello.

Blanca les escuchaba, expectante.

—¿Ha sido grave lo del brazo? —inquirió Maica, señalando su miembro dolorido.

—No. Me podía haber roto el codo, pero me parece que no es nada. Unos colegas me han ayudado.

—¿Te duele?

—Algo.

Maica guardó silencio. No podía apremiarle con preguntas. Él era así. Cuando lo considerase oportuno, explicaría lo sucedido.

—Ponme un whisky, Maica —pidió él.

La mujer se levantó y se dirigió al otro extremo del salón. Del mueble-bar trajo un vaso. La botella estaba a los pies de Blanca.

—Si no me hubiera puesto nervioso, igual no pasa nada —explicó Antonio—. Total, estaba tomando una copa donde el Marqués, con unos colegas. Entonces, se presentó la pasma. Tres chapas. Los juné a la primera. Me hice el loco entre la gente, pero cuando estaba cerca de la puerta, uno de ellos venía hacia mí. No me ha gustado su careto. Y le he tenido que dar un viaje contra la puerta y salir por pies.

Antonio aceptó el vaso que le entregaba Maica. Dio un largo trago y continuó:

—¡La que se ha podido montar en poco rato! Menos mal que en la puerta misma estaba Lucio y unos colegas. Me he enganchado al coche como he podido y hemos salido de allí cagando hostias. Cuando los de la pasma han dado el queo, han tirado de fusca y se han liado a tiros. Nos hemos quitado de en medio rápido —hizo un gesto desdeñoso—. Aún están buscándonos. Me querían ligar por la jeró.

Apuró la bebida y se acomodó en el sillón.

—Tengo un sueño de la virgen —exclamó.

Cerró los ojos, pero la tensión de su rostro le impedía conciliar el sueño.

—Acuéstate y mañana hablamos —insinuó Maica.

—No. Estoy bien aquí —entonces pareció reparar en lo avanzado de la hora y se dirigió a las dos mujeres—. Acostaros vosotras.

Cerró los ojos. Pero las imágenes recientes destellaban vívidas en su cerebro.

Dos horas antes, Antonio se encontraba en el bar del Marqués. Había corrido un grave peligro, pero el descubrimiento de la noche valía la pena.

Su dueño era un antiguo conocido. Había tocado todos los palos. En sus años jóvenes había ido por la espada; más tarde se pasó al grupo de los timadores. En un nazareno tuvo mala suerte y cayó de marrón. Conocía todas las cárceles de España. Por su porte enfático se había ganado el alias de «el Marqués». Ahora tocaba la receptación.

A sus casi cincuenta años, tenía la apariencia de un hombre bonachón. De baja estatura, rechoncho, vientre abultado y cara redonda. Su bar lo frecuentaba un variopinto muestrario de gentes: desarraigados de la sociedad, golfos de la noche, como gustaba decir el Marqués. Sus clientes eran los macarras, prostitutas, chorizos y alguna pandilla de juláis borrachos en busca de la última copa.

El local era estrecho y alargado y la barra, situada en el lado derecho, arrancaba desde la misma puerta hasta el fondo. El Marqués había conseguido autorización para tener abierto el bar toda la noche, hasta que, con las primeras luces, abrían sus puertas los demás. Entonces cerraba él. Las malas lenguas decían que iba de chivato de la policía, y que por eso no le cerraban nunca el local. Pero nadie tomaba en serio tales aseveraciones. El negocio iba boyante.

Antonio estaba bebiendo solo su whisky, cuando alguien le tocó el hombro por detrás. Se volvió y sus labios se abrieron en una amplia sonrisa.

—Hombre, Pureta, ¿cómo estás?

—Muy bien, Califa. ¿Y tú?

—Ya ves. Tirando, colega.

Se estrecharon las manos efusivamente. Antonio pidió a gritos whisky para su amigo. Se abrió paso hasta el mostrador, cogió el vaso y salieron a la puerta.

Le apodaban «el Pureta» y ciertamente los rasgos cansados de su cara eran los de un anciano. Rondaba los cuarenta y cinco años y siempre había tenido rostro de viejo. Pero se conservaba bien: delgado, espigado, con un tic nervioso en los ojos que cerraba de forma regular e intermitente. La boina que ocultaba su calvicie no se la quitaba nunca. Vestía pantalón gris y camisa blanca. Antonio recordó su indumentaria de invierno. Siempre el mismo traje azul, brillante por el uso, y chaleco. Sin su traje parecía desnudo.

Pero Antonio sabía que era el mejor pera de todos los que había tratado. Ganaba buen dinero, pero era de fiar y no engañaba más de la cuenta.

—Hace la tira de tiempo que no sé de ti —le recriminó el Pureta—. Y eso no se hace a un colega. ¿Dónde has estado?

—No seas largo conmigo —respondió Antonio, con un brillo malicioso en la mirada—. Lo sabes de sobra. Salí hace poco.

—¿El maco?

—Sí.

—¿Cuánto te has comido?

—Un marrón.

El Pureta movió la cabeza, consternado.

—Te he echado de menos —dijo—. Buenos como tú, quedan pocos ya.

—Lo que pasa es que me dejo engañar y tú te aprovechas. Siempre estás montado…

El Pureta levantó la mano que sujetaba el vaso, interrumpiendo a su amigo. Era grandilocuente en todos sus ademanes.

—Te juro por mi madre que está bajo tierra, que nunca te he engañado —dijo—. Eso lo sabes tú.

—Que era una broma, coño.

El Pureta bebió un sorbo, satisfecho y aplacado.

—¿Cómo te va últimamente? —quiso saber Antonio.

—Así, así.

—¿Y eso?

—Para un mogollón bueno que sale, todo lo demás basura. Ya no te puedes fiar de nadie. No es como antes. Se van de la muí a la primera hostia que se pierde en la comisaría.

—Eso es cierto —admitió Antonio—. Los de ahora son más blandos que la leche.

—Además, con el rollo que se han montado las joyerías, compran todo el oro que hay por ahí.

Terminaron las bebidas y pidieron otra ronda. Cogieron los vasos y regresaron a la puerta del bar.

—¿Tú conoces a don José María? —le preguntó el Pureta.

—Sí. Es mi abobado.

—¿Qué tal? —quiso saber el Pureta, observando atentamente a Antonio.

—Como todos. Si hay un duro a ganar, mueve el culo, pero si no, nada. Más pesetero que la madre que lo parió —entonces le miró fijamente y le preguntó—: ¿Por qué lo dices?

El Pureta se aproximó a él con gesto de conspiración.

—Lo que te voy a decir es muy serio, ¿entiendes? Te lo cuento porque eres un buen colega y entre nosotros tenemos que ayudarnos. ¿Tú sabes si don José María juega varias barajas?

—No lo sé, pero supongo que sí. No es trigo limpio. ¿Por qué?

—Hace un mes vino a verme el abogado ese.

—¿A ti?

—Sí. Y pásmate. Traía un mogollón de oro en dos carteras de cuero, de esas que van enrolladas, como las que llevan los viajantes.

Antonio estaba atónito. ¿Se trataría del consumado que le dio el Ladillas? Todo apuntaba en esa dirección. El Pureta continuó hablando en voz baja, sigilosamente:

—Me enseñó el lote. Había dos pendientes de platino con dos brillantes. ¡Vaya dos vidrios! Me lo quedé todo. ¿Sabes cuánta pasta se llevó el menda?

El Pureta observaba el interés que despertaban sus palabras y añadió:

—Dos kilos.

—¿Dos millones?

—Sí, señor. Como suena. Claro que yo me llevé mi tajada. ¿Cómo lo ves?

Hubo un largo silencio. Antonio permanecía callado, sopesando las palabras del Pureta. No cabía duda. Era el consumado del Ladillas y que él le había entregado. El abogado dijo entonces que había sacado medio kilo al oro. Estaba claro: le había chorizado un mogollón de pasta. ¡Y por el morro!

Se inclinó hacia adelante, removiendo los cubitos de hielo del vaso. Respiró profundamente, tratando de controlar sus sentimientos.

—Te debo un favor, Pureta —dijo.

—Para eso están los amigos. ¿Sabes algo de ese mogollón?

—Puede ser. Aún no estoy seguro.

Movió la cabeza. Su cerebro desequilibrado peregrinaba a ciegas. Estaba seguro: era el consumado del Ladillas. De algún modo le tenía que cobrar el dinero al abogado.

—¿Tienes algo entre manos? —oyó que le preguntaba el Pureta.

—Hombre, siempre puede haber algo.

—Te lo digo porque ahora voy de legal.

—¿De legal tú? No jodas.

—Bueno, casi. Me he asociado con un tipo que tenía una joyería. Ahora compramos oro.

—¡Qué largo eres! —le elogió Antonio.

—Me puedo quedar todo lo que traigas. Y de legal, además. ¿Cómo lo ves?

A Antonio se le quedó helada la sonrisa en los labios.

Acababa de detenerse un coche y del mismo bajaban tres hombres jóvenes, bien vestidos. Conocía a uno de ellos.

—Son de la pasma —le susurró al Pureta.

—Ya lo sé. Vienen a veces por aquí. Pero no pasa nada.

Antonio le dejó hablando y entró nuevamente en el bar. Se detuvo, habituando los ojos a la penumbra. Volvió la cabeza. Los policías también habían entrado. Entonces, con el vaso en la mano aún, se encaminó hacia la puerta. Tuvo el presentimiento de que unos ojos estaban colgados de su espalda.

Cuando iba a salir, se encontró con aquel policía que le cortaba el paso. No tenía tiempo para pensar. Empujó al hombre con todas sus fuerzas y salió corriendo. El policía cayó sobre una silla, con gran estrépito.

Antonio cruzó la calle y en la acera opuesta vio su salvación. Sentado al volante del Renault-12 estaba Lucio. Sin dudarlo, se asió a la puerta del conductor y le gritó:

—¡Lucio, arranca!

La presencia de Califa y su exclamación de terror, lograron que aquél reaccionara instantáneamente. Puso el motor en marcha y salió a toda velocidad con un fuerte chirriar de neumáticos. Antonio, con las piernas encogidas para no arrastrarlas por el suelo, se agarraba fuertemente del asidero interior del vehículo. Todo su cuerpo colgaba hacia el exterior.

En la noche sonó un disparo. Luego, dos más. Pero el coche dobló por la primera calle a la derecha, contra dirección, saliendo de la línea de fuego. Lucio conducía a gran velocidad, sin respetar ninguna señal de tráfico.

Tras unos minutos interminables, oyeron una sirena lejana. Detuvo el coche.

—Sube.

Antonio rodeó el coche para sentarse a su lado.

—Rápido, Califa.

Arrancó, con la puerta abierta aún. Durante mucho rato permanecieron en silencio.

—¿Te han dado? —preguntó Lucio.

—No.

—Entonces, todo va bien.

En ese momento, Antonio sintió dolor en el brazo. Se llevó la mano hacia el codo izquierdo. Lucio le miraba de reojo.

—Coño, ¿te han dado?

—No. Me he escoriado el brazo, pero ha sido del golpe, o de la postura…

—¿Te lo has roto?

—Puede ser. Duele mucho el cabrón.

Vamos a mi casa.

—No. Déjame por aquí. Es mejor un taxi… Es el segundo favor que debo esta noche.

El otro sonrió, la mirada fija en la calzada.

A lo lejos, la noche se estaba llenando de sirenas.

Sobre la mesa estaba el receptor-transmisor, y el comisario Crespo prestaba atención a los comunicados que se emitían por radio a los coches. Tenía varios hombres en la calle, vigilando pacientes el domicilio de un traficante de heroína.

—Esto puede tener color —observó Daniel, encendiendo un cigarrillo.

—¿Se sabe algo más en el asunto del Sevillano?

—Lo que ya te comenté. No es mucho, pero suficiente para empezar. La noche que se cargaron al Sevillano, un tipo estuvo de copas con él toda la noche.

—Sí. —Crespo frunció el ceño, tratando de recordar—. ¿Cómo me dijiste que le apodan?

—El Podrido. Federico Molina Solana.

—Ese es choro.

—Y está tocando la heroína, cantidad —afirmó Daniel—. La última onda que tengo es que está surtiendo de polvo a la mitad de mujeres del Chino.

—¿Habéis hecho alguna gestión?

—Le estamos vigilando.

—¿Se le sabe el domicilio? —preguntó el comisario Crespo.

—No. Se les perdió la otra noche. Por lo visto conduciendo es un pirado.

—Se le puede poner un rabo.

—Ya lo hacemos. Pero es difícil, porque los ambientes que frecuenta son de chusma, y te muerden en seguida.

Crespo asintió, pensativo.

—Si le pudierais «encerrar» esta noche… —insinuó.

—Creo que habrá que aguantar toda la noche. Le seguiremos hasta «encerrarle» en su casa. Una vez sepamos el domicilio, podremos montarle la vigilancia.

—Seguirle y ver con quién se relaciona. Pero no tiréis de él hasta última hora.

Daniel jugueteaba con el cigarrillo, haciendo círculos en la ceniza. Levantó la cabeza.

—Si tuviera teléfono… —comentó, dubitativo.

—Exacto. Si tiene, lo primero pincharlo.

Daniel pareció animarse. Estaban en un punto en que todo eran suposiciones con poco fundamento. Pero un instinto inexplicable le decía que aquélla era la dirección buena.

—Parece que el Sevillano era íntimo de Fede el Podrido —explicó—. Según sabemos, últimamente eran uña y carne. Siempre juntos a todas partes.

—Entonces, ¿le descartas a él como autor? —preguntó Crespo.

—En principio sí. No hay nada que apunte a bronca entre ellos. Esa noche precisamente se corrieron una buena juerga.

—¿Y no cabe la posibilidad de que presenciara los hechos aquella noche? De cualquier forma, puede conocer al autor.

Daniel movió la cabeza, resignado.

—Vete a saber… Puede ser cualquier cosa. Lo que es seguro es que iban siempre en el coche del Podrido.

—Lógicamente, esa noche le dejaría en casa.

—Lógicamente.